El cuento del domingo


Dino Buzzati (1906-1972)

Siete plantas

Después de un día de viaje en tren, Giuseppe Corte llegó, una mañana de marzo, a la ciudad donde se hallaba el famoso sanatorio. Tenía un poco de fiebre, pero aun así quiso hacer a pie el camino entre la estación y el hospital, llevando su pequeña maleta de viaje.
Si bien no tenía más que una manifestación incipiente sumamente leve, le habían aconsejado dirigirse a aquel célebre sanatorio, en el que se trataba exclusivamente aquella enfermedad. Eso garantizaba una competencia excepcional en los médicos y la más racional sistematización de las instalaciones.
Cuando lo divisó desde lejos –lo reconoció por haberlo visto ya en fotografía en un folleto publicitario– Giuseppe Corte tuvo una inmejorable impresión. El blanco edificio de siete plantas estaba surcado por entrantes regulares que le daban una vaga fisonomía de hotel. Estaba rodeado completamente de altos árboles.
Después de un breve reconocimiento a la espera de un examen más detenido y completo, Giuseppe Corte fue instalado en una alegre habitación de la séptima y última planta. Los muebles eran claros y limpios, como el tapizado, los sillones eran de madera, los cojines estaban forrados de tela estampada. La vista se extendía sobre uno de los barrios más bonitos de la ciudad. Todo era plácido, hospitalario y tranquilizador.
Giuseppe Corte se metió sin dilación en la cama y, encendiendo la luz que tenía a la cabecera, comenzó a leer un libro que había llevado. Poco después entró una enfermera para preguntarle si quería algo.
Giuseppe Corte no quería nada pero se puso de buena gana a conversar con la joven, pidiendo información acerca del sanatorio. Se enteró así de la extraña peculiaridad de aquel hospital. Los enfermos eran distribuidos planta por planta según su gravedad. En la séptima, es decir en la última, se acogían las manifestaciones sumamente leves. La sexta estaba destinada a los enfermos no graves, pero tampoco susceptibles de descuido. En la quinta se trataban ya afecciones serias, y así sucesivamente de planta en planta. En la segunda estaban los enfermos gravísimos. En la primera, aquellos para los que no había esperanza.
Este singular sistema, además de agilizar mucho el servicio, impedía que un enfermo leve pudiera verse turbado por la vecindad de un compañero agonizante y garantizaba en cada planta un ambiente homogéneo. Por otra parte, de este modo el tratamiento podía graduarse de forma perfecta y con mejores resultados.
De ello se derivaba que los enfermos se dividían en siete castas progresivas. Cada planta era como un pequeño mundo autónomo, con sus reglas particulares, con especiales tradiciones que en las otras plantas carecían de cualquier valor. Y como cada sector se confiaba a la dirección de un médico distinto, se habían creado, siquiera fueran nimias, netas diferencias en los métodos de tratamiento, pese a que el director general hubiera imprimido a la institución una única orientación fundamental.
Cuando la enfermera hubo salido, Giuseppe Corte, padeciéndole que la fiebre había desaparecido, se llegó a la ventana y miró hacia fuera, no para observar el panorama de la ciudad, que también era nueva para él, sino con la esperanza de divisar a través de aquélla a otros enfermos de las plantas inferiores. La estructura del edificio, con grandes entrantes, permitía este género de observaciones. Giuseppe Corte concentró su atención sobre todo en las ventanas de la primera planta, que parecían muy lejanas y no alcanzaban a distinguirse más que de forma sesgada. Sin embargo, no pudo ver nada interesante. En su mayoría estaban herméticamente cerradas por grises persianas.
Corte advirtió que en una ventana vecina a la suya estaba asomado un hombre. Ambos se miraron largamente con creciente simpatía, pero no sabían cómo romper aquel silencio. Finalmente, Giuseppe Corte se animó y dijo:
–¿Usted también está aquí desde hace poco?
–Oh, no –dijo el otro–, yo ya hace dos meses que estoy aquí... –calló por un instante y después, no sabiendo cómo continuar la conversación, añadió–: miraba ahí abajo, a mi hermano.
–¿Su hermano?
–Sí –explicó el desconocido–. Ingresamos juntos, un caso realmente curioso, pero él ha ido empeorando; piense que ahora está ya en la cuarta.
–¿Qué cuarta?
–La cuarta planta –explicó el individuo, y pronunció las dos palabras con tanto sentimiento y horror que Giuseppe Corte se quedó casi sobrecogido de espanto.
–¿Tan graves están los de la planta cuarta?
–Oh –dijo el otro meneando con lentitud la cabeza–, todavía no son casos desesperados, pero tampoco es como para estar muy alegre.
–Y entonces –siguió preguntando Corte con la festiva desenvoltura de quien hace referencia a cosas trágicas que no le atañen–, si en la cuarta están ya tan graves, ¿a la primera quiénes van a parar?
–Oh –dijo el otro–, en la primera están los moribundos sin más. Allá abajo los médicos ya no tienen nada que hacer. Sólo trabaja el sacerdote. Y naturalmente...
–Pero hay poca gente en la primera planta –interrumpió Giuseppe Corte, como si le urgiese tener una confirmación, ahí abajo casi todas las habitaciones están cerradas.
–Hay poca gente ahora, pero esta mañana había bastante –respondió el desconocido con una sonrisa sutil. Allí donde las persianas están bajadas, es que alguien se ha muerto hace poco. ¿No ve usted, por otra parte, que en las otras plantas todas las contraventanas están abiertas? Pero perdone –añadió retirándose lentamente, me parece que comienza a refrescar. Me vuelvo a la cama. Que le vaya bien...
El hombre desapareció del antepecho y la ventana se cerró con energía; luego se vio encenderse dentro una luz. Giuseppe Corte permaneció inmóvil en la ventana, mirando fijamente las persianas bajadas de la primera planta. Las miraba con una intensidad morbosa, tratando de imaginar los fúnebres secretos de aquella terrible primera planta donde los enfermos se veían confinados para morir; y se sentía aliviado de saberse tan alejado. Descendían entre tanto sobre la ciudad las sombras de la noche. Una a una, las mil ventanas del sanatorio se iluminaban; de lejos podría haberse dicho un palacio en que se celebrara una fiesta. Sólo en la primera planta, allí abajo, en el fondo del precipicio, decenas y decenas de ventanas permanecían ciegas y oscuras.
El resultado del reconocimiento general tranquilizó a Giuseppe Corte. Inclinado habitualmente a prever lo peor, en su interior se había preparado ya para un veredicto severo y no se habría sorprendido si el médico le hubiese declarado que debía asignarle a la planta inferior. De hecho, la fiebre no daba señas de desaparecer, pese a que el estado general siguiera siendo bueno. El facultativo, sin embargo, le dirigió palabras cordiales y alentadoras. Principio de enfermedad, lo había, le dijo, pero muy ligero; probablemente en dos o tres semanas todo habría pasado.
–Entonces ¿me quedo en la séptima planta? –había preguntado en ese momento Giuseppe Corte con ansiedad.
–¡Pues claro! –había respondido el médico palmeándole amistosamente la espalda–. ¿Dónde pensaba que había de ir? ¿A la cuarta quizá? –preguntó riendo, como para hacer alusión a la hipótesis más absurda.
–Mejor así, mejor así –dijo Corte–. ¿Sabe usted? Cuando uno está enfermo se imagina siempre lo peor...
De hecho, Giuseppe Corte se quedó en la habitación que se le había asignado originalmente. En las raras tardes en que se le permitía levantarse intimó con algunos de sus compañeros de hospital. Siguió escrupulosamente el tratamiento y puso todo su empeño en sanar con rapidez; su estado, con todo, parecía seguir estacionario.

Habían pasado unos diez días cuando se le presentó el supervisor de la séptima planta. Tenía que pedirle un favor a título meramente personal: al día siguiente tenía que ingresar en el hospital una señora con dos niños; había dos habitaciones libres, justamente al lado de la suya, pero faltaba la tercera; ¿consentiría el señor Corte en trasladarse a otra habitación igual de confortable?
Giuseppe Corte no opuso, naturalmente, ningún inconveniente; para él, una u otra habitación era lo mismo; quizá incluso le tocara una enfermera nueva y más mona.
–Se lo agradezco de corazón –dijo el supervisor con una ligera inclinación–; de una persona como usted, confieso que no me asombra semejante acto de caballerosidad. Dentro de una hora, si no tiene inconveniente, procederemos al traslado. Tenga en cuenta que es necesario que baje a la planta de abajo –añadió con voz atenuada, como si se tratase de un detalle completamente intrascendente–. Desgraciadamente, en esta planta no quedan habitaciones libres. Pero es un arreglo provisional –se apresuró a especificar al ver que Corte, que se había incorporado de golpe, estaba a punto de abrir la boca para protestar–, un arreglo absolutamente provisional. En cuanto quede libre una habitación, y creo que será dentro de dos o tres días, podrá volver aquí arriba
–Le confieso –dijo Giuseppe Corte sonriendo para demostrar que no era ningún niño– que un traslado de esta clase no me agrada en absoluto.
–Pero es un traslado que no obedece a ningún motivo médico; entiendo perfectamente lo que quiere decir; se trata únicamente de una gentileza con esta señora, que prefiere no estar separada de sus niños... Un favor –añadió riendo abiertamente, ¡ni se le ocurra que pueda haber otras razones!
–Puede ser –dijo Giuseppe Corte–, pero me parece de mal agüero.

De este modo Corte pasó a la sexta planta, y si bien convencido de que este traslado no correspondía en absoluto a un empeoramiento de la enfermedad, se sentía incómodo al pensar que entre él y el mundo normal, de la gente sana, se interponía ya un obstáculo preciso. En la séptima planta, puerto de llegada, se estaba en cierto modo todavía en contacto con la sociedad de los hombres; podía considerarse más bien casi una prolongación del mundo habitual. En la sexta, en cambio, se entraba en el auténtico interior del hospital; la mentalidad de los médicos, de los enfermeros y de los propios enfermos era ya ligeramente distinta. Se admitía ya que en esa planta se albergaba a los enfermos auténticos, por más que fuera en estado no grave. Las primeras conversaciones con sus vecinos de habitación, con el personal y los médicos, hicieron advertir a Giuseppe Corte de hecho que en aquella sección la séptima planta se consideraba una farsa reservada a los enfermos por afición, padecedores más que nada de imaginaciones; sólo en la sexta, por decirlo así, se empezaba de verdad.
De todos modos, Giuseppe Corte comprendió que para volver arriba, al lugar que le correspondía por las características de su enfermedad, hallaría sin duda cierta dificultad; aunque fuera tan sólo para un esfuerzo mínimo, para regresar a la séptima planta debía poner en marcha un complejo mecanismo; no cabía duda de que si él no chistaba, nadie tomaría en consideración trasladarlo nuevamente a la planta superior de los "casi sanos".
Por ello, Giuseppe Corte se propuso no transigir con sus derechos y no dejarse atrapar por la costumbre. Cuidaba mucho de puntualizar a sus compañeros de sección que se hallaba con ellos sólo por unos pocos días, que había sido él quien había accedido a descender una planta para hacer un favor a una señora y que en cuanto quedara libre una habitación volvería arriba. Los otros asentían con escaso convencimiento.
La convicción de Giuseppe Corte halló plena confirmación en el dictamen del nuevo médico. Incluso éste admitía que podía asignarse perfectamente a Giuseppe Corte a la séptima planta; su manifestación era ab-so-lu-ta-men-te le-ve –y fragmentaba esta definición para darle importancia–, pero en el fondo estimaba que acaso en la sexta planta Giuseppe Corte pudiera ser mejor tratado.
–No empecemos –intervenía en este punto el enfermo con decisión–, me ha dicho que la séptima planta es la que me corresponde; y quiero volver a ella.
–Nadie dice lo contrario –replicaba el doctor–, ¡yo no le daba más que un simple consejo, no de mé-di-co, sino de au-tén-ti-co a-mi-go! Su manifestación, le repito, es levísima (no sería exagerado decir que ni siquiera está enfermo), pero en mi opinión se diferencia de manifestaciones análogas en una cierta mayor extensión. Me explico: la intensidad de la enfermedad es mínima, pero su amplitud es considerable; el proceso destructivo de las células –era la primera vez que Giuseppe Corte oía allí dentro aquella siniestra expresión–, el proceso destructivo de las células no ha hecho más que comenzar, quizá ni siquiera haya comenzado, pero tiende, y digo sólo tiende, a atacar simultáneamente respetables proporciones del organismo. Sólo por esto, en mi opinión, puede ser tratado más eficazmente aquí, en la sexta planta, donde los métodos terapéuticos son más específicos e intensos.
Un día le contaron que, después de haber consultado largamente con sus colaboradores, el director general del establecimiento había decidido cambiar la subdivisión de los enfermos. El grado de cada uno de éstos, por decirlo así, se veía acrecentado en medio punto. Suponiendo que en cada planta los enfermos se dividieran, según su gravedad, en dos categorías (de hecho los respectivos médicos hacían esta subdivisión, si bien a efectos meramente internos), la inferior de estas dos mitades se veía trasladada de oficio una planta más abajo. Por ejemplo, la mitad de los enfermos de la sexta planta, aquellos con manifestaciones ligeramente más avanzadas, debían pasar a la quinta; y los menos leves de la séptima pasar a la sexta. La noticia alegró a Giuseppe Corte porque, en un cuadro de traslados de tal complejidad, su regreso a la séptima planta podría llevarse a cabo más fácilmente.
Cuando mencionó esta su esperanza a la enfermera, se llevó, sin embargo, una amarga sorpresa. Supo entonces que sería trasladado, pero no a la séptima, sino a la planta de abajo. Por motivos que la enfermera no sabía explicarle, estaba incluido en la mitad más "grave" de los que se alojaban en la sexta planta y por esta razón debía descender a la quinta.
Pasados los primeros instantes de sorpresa, Giuseppe Corte montó en cólera; dijo a gritos que lo estafaban vilmente, que no quería oír hablar de ningún traslado abajo, que se volvería a casa, que los derechos eran derechos y que la administración del hospital no podía ignorar de forma tan abierta los diagnósticos de los facultativos.
Todavía estaba gritando cuando el médico llegó sin resuello para tranquilizarlo. Aconsejó a Corte que se calmara si no quería que le subiera la fiebre, le explicó que se había producido un malentendido, cuando menos parcial. Llegó a admitir, incluso, que lo más propio habría sido que hubieran enviado a Giuseppe Corte a la séptima planta, pero añadió que tenía acerca de su caso una idea ligeramente diferente, si bien muy personal. En el fondo su enfermedad podía, en cierto sentido, naturalmente, considerarse de sexto grado, dada la amplitud de las manifestaciones morbosas. Sin embargo, ni siquiera él lograba explicarse cómo Corte había sido catalogado en la mitad inferior de la sexta planta. Probablemente el secretario de la dirección, que había llamado aquella misma mañana preguntando por la ubicación clínica exacta de Giuseppe Corte, se había equivocado al transcribirla. Por mejor decir, la dirección había "empeorado" ligeramente su dictamen a propósito, ya que se le consideraba un médico experto pero demasiado indulgente. El doctor aconsejaba a Corte, en fin, no inquietarse, sufrir sin protestas el traslado; lo que contaba era la enfermedad, no el lugar donde se situaba a un enfermo.
Por lo que se refería al tratamiento –añadió aún el facultativo–, Giuseppe Corte no habría de lamentarlo; el médico de la planta de abajo tenía sin duda más experiencia; era casi un dogma que la pericia de los doctores aumentaba, cuando menos a juicio de la dirección, a medida que se descendía. La habitación era igual de cómoda y elegante. Las vistas, igualmente amplias: sólo de la tercera planta para abajo la visión se veía estorbada por los árboles del perímetro.
Presa de la fiebre vespertina, Giuseppe Corte escuchaba las minuciosas justificaciones del doctor con progresivo cansancio. Finalmente, se dio cuenta de que no tenía fuerzas ni, sobre todo, ganas de seguir oponiéndose al injusto traslado. Y se dejó llevar a la planta de abajo.
El único, si bien magro, consuelo de Giuseppe Corte una vez se halló en la quinta planta, fue saber que era común opinión de los médicos, los enfermeros y enfermos que en aquella sección él era el menos grave de todos. En el ámbito de aquella planta, en suma, podía considerarse con diferencia el más afortunado. Sin embargo, por otra parte lo atormentaba el pensamiento de que ahora eran ya dos las barreras que se interponían entre él y el mundo de la gente normal.
A medida que avanzaba la primavera, el aire se hacía más tibio, pero Giuseppe Corte no gustaba ya, como en los primeros días, de asomarse a la ventana; aunque semejante temor fuese una verdadera tontería, cuando veía las ventanas de la primera planta, siempre cerradas en su mayoría, que tanto se habían acercado, sentía recorrerle un extraño escalofrío.
Su enfermedad se mostraba estacionaria. Con todo, pasados tres días de estancia en la quinta planta, se manifestó en su pierna derecha una erupción cutánea que en los días siguientes no dio señas de reabsorberse. Era una afección, le dijo el médico, absolutamente independiente de la enfermedad principal; un trastorno que le podía ocurrir a la persona más sana del mundo. Para eliminarlo en pocos días, sería deseable un tratamiento intensivo de rayos digamma.
–¿Y me los pueden dar aquí, esos rayos digamma? –preguntó Giuseppe Corte.
–Nuestro hospital –respondió complacido el médico– desde luego dispone de todo. Sólo hay un inconveniente...
–¿De qué se trata? –preguntó Corte con un vago presentimiento.
–Inconveniente por decirlo así –se corrigió el doctor–; me refiero a que sólo hay instalación de rayos en la cuarta planta, y yo le desaconsejaría hacer semejante trayecto tres veces al día.
–Entonces ¿nada?
–Entonces lo mejor sería que hasta que le desaparezca la erupción hiciera el favor de bajarse a la cuarta.
–¡Basta! –aulló Giuseppe Corte–. ¡Ya he bajado bastante! A la cuarta no voy, así reviente.
–Como a usted le parezca –dijo, conciliador, el otro para no irritarle–, pero, como médico encargado de su tratamiento, tenga en cuenta que le prohíbo bajar tres veces al día.
Lo malo fue que el eccema, en vez de ir a menos, se fue extendiendo lentamente. Giuseppe Corte no conseguía hallar reposo y no cesaba de revolverse en la cama. Aguantó así, furioso, tres días, hasta que se vio obligado a ceder. Espontáneamente, rogó al médico que ordenara que le hicieran el tratamiento de los rayos y, por consiguiente, que lo trasladaran a la planta inferior.
Allí abajo Corte advirtió con inconfesado placer que representaba una excepción. Los otros enfermos de la sección estaban sin lugar a dudas en estado muy grave y no podían abandonar la cama siquiera por un minuto. Sin embargo él podía permitirse el lujo de ir a pie desde su habitación a la sala de rayos entre los parabienes y la admiración de las propias enfermeras.
Al nuevo médico le precisó con insistencia su especialísima situación. Un enfermo que en el fondo tenía derecho a la séptima planta había ido a parar a la cuarta. En cuanto la erupción desapareciese, pretendía regresar arriba. No admitiría en absoluto ninguna nueva excusa. ¡Él, que legítimamente habría podido estar todavía en la séptima!
–¡La séptima, la séptima! –exclamó sonriendo el médico, que acababa justamente de pasar visita–. ¡Ustedes, los enfermos, siempre exageran! Soy el primero en decir que puede estar contento de su estado; por lo que veo en su cuadro clínico, no ha habido grandes empeoramientos. ¡Pero de ahí a hablar de la séptima planta, y disculpe mi brutal sinceridad, hay sin duda cierta diferencia! Es usted uno de los casos menos preocupantes, lo admito, pero no deja de ser un enfermo.
–Entonces usted –dijo Giuseppe Corte con el rostro encendido, ¿a qué planta me asignaría?
–Bueno, no es fácil decirlo, no le hecho más que un breve reconocimiento, y para poder pronunciarme debería seguirle por lo menos una semana.
–Está bien –insistió Corte–, pero más o menos sí sabrá.
Para tranquilizarlo, el médico simuló concentrarse un momento; luego asintió con la cabeza y dijo con lentitud:
–Bueno, aunque sólo sea para contentarle, podríamos en el fondo asignarle a la sexta. Sí, sí –añadió como para convencerse a sí mismo–. La sexta podría estar bien.
Creía así el doctor contentar al enfermo. Por el rostro de Giuseppe Corte, en cambio, se extendió una expresión de zozobra: el enfermo se daba cuenta de que los médicos de las últimas plantas lo habían engañado; ¡y hete aquí que este nuevo doctor, a todas luces más competente y más sincero, en su fuero interno –era evidente– lo asignaba, no a la séptima, sino a la sexta planta, y quizá a la quinta, la inferior! La inesperada desilusión postró a Corte. Aquella noche la fiebre le subió de forma apreciable.

Su estancia en la cuarta planta señaló para Giuseppe Corte el período más tranquilo desde que ingresara en el hospital. El médico era una persona sumamente simpática, atenta y cordial; a menudo se paraba, incluso durante horas enteras, a charlar de los temas más diversos. Y también Giuseppe Corte hablaba de buena gana, buscando temas relacionados con su vida habitual de abogado y hombre de sociedad. Intentaba convencerse de que pertenecía aún a la sociedad de los hombres sanos, de estar vinculado todavía al mundo de los negocios, de interesarse por los acontecimientos públicos. Lo intentaba, pero sin conseguirlo. De forma invariable, la conversación acababa siempre yendo a parar a la enfermedad.
Entre tanto, el deseo de una mejoría cualquiera se había convertido para él en una obsesión. Los rayos digamma, aunque habían conseguido detener la extensión de la erupción cutánea, no habían bastado a eliminarla. Todos los días Giuseppe Corte hablaba de ello largamente con el médico y se esforzaba por mostrarse fuerte, incluso irónico, sin conseguirlo.
–Dígame, doctor –preguntó un día–, ¿cómo va el proceso destructivo de mis células?
–¿Pero qué expresiones son esas? –le reconvino jovialmente el doctor–. ¿De dónde las ha sacado? ¡Eso no está bien, no está bien, y menos en un enfermo! No quiero oírle nunca más cosas semejantes.
–Está bien –objetó Corte–, pero así no me ha contestado.
–Oh, ahora mismo lo hago –dijo el doctor, amable–. El proceso destructivo de las células, por emplear su siniestra expresión, es, en su caso, mínimo, absolutamente mínimo. Pero me siento tentado de definirlo como obstinado.
–¿Obstinado? ¿Quiere decir crónico?
–No me haga decir lo que no he dicho. Quiero decir solamente rebelde. Por lo demás, así son la mayoría de los casos. Afecciones incluso muy leves necesitan a menudo tratamientos enérgicos y prolongados.
–Pero dígame, doctor, ¿para cuándo puedo esperar una mejoría?
–¿Para cuándo? En estos casos, las predicciones son más bien difíciles... Pero escuche –añadió después de una pausa meditativa–, según veo, tiene auténtica obsesión por sanar... si no tuviera miedo de que se me enfade, le daría un consejo...
–Pues diga, diga, doctor...
–Pues bien, le plantearé la cuestión en términos muy claros. Si yo, atacado por esta enfermedad aunque fuera de forma levísima, viniera a parar a este sanatorio, que posiblemente es el mejor que existe, espontáneamente haría que me asignaran, y desde el primer día, desde el primer día, ¿comprende?, a una de las plantas más bajas. Haría que me ingresaran directamente en la...
–¿En la primera? –sugirió Corte con una sonrisa forzada.
–¡Oh, no!, ¡en la primera no! –respondió irónico el médico–, ¡eso no! Pero en la segunda o la tercera, seguro que sí. En las plantas inferiores el tratamiento se lleva a cabo mucho mejor, se lo garantizo, las instalaciones son más completas y potentes, el personal más competente. ¿Sabe usted, además, quién es el alma de este hospital?
–¿No es el profesor Dati?
–En efecto, el profesor Dati. Él es el inventor del tratamiento que se lleva a cabo, el que proyectó toda la instalación. Pues bien, él, el maestro, está, por decirlo así, entre la primera y la segunda planta. Desde allí irradia su fuerza directiva. Pero le garantizo que su influjo no llega más allá de la tercera planta; de ahí para arriba se diría que sus mismas órdenes se diluyen, pierden consistencia, se extravían; el corazón del hospital está abajo y se necesita estar abajo para tener los mejores tratamientos.
–Así que, en definitiva –dijo Giuseppe Corte con voz temblorosa–, usted me aconseja...
–Añada a eso una cosa –continuó imperturbable el doctor–, añada que en su caso particular habría que insistir hasta que desaparezca. Es una cosa sin ninguna importancia, convengo en ello, pero más bien molesta, que de prolongarse mucho podría deprimir la "moral"; y usted sabe lo importante que es, para sanar, la tranquilidad de espíritu. Las sesiones de rayos a que le he sometido no han dado resultado más que a medias. ¿Que por qué? Puede ser tan sólo casualidad, pero puede ser también que los rayos no tengan la suficiente intensidad. Pues bien, en la tercera planta las máquinas de rayos son mucho más potentes. Las probabilidades de curar el eccema serían mucho mayores, Y luego, ¿ve usted?, una vez la curación en marcha, lo más complicado ya está hecho. Una vez iniciada la recuperación, lo difícil es volver atrás. Cuando se sienta mejor de veras, nada le impedirá volver aquí con nosotros o incluso más arriba, según sus "méritos", incluso a la quinta, a la sexta, hasta a la séptima, me atrevo a decir...
–¿Y usted cree que eso podrá acelerar el tratamiento?
–¡De eso no cabe ninguna duda! Ya le he dicho lo que yo haría en su situación.
Charlas de esta clase el doctor no las daba todos los días. Acabó llegando el momento en que el enfermo, cansado de sufrir a causa del eccema, pese a su instintiva reluctancia a descender al reino de los casos todavía más graves, decidió seguir el consejo y se trasladó a la planta de abajo.

En la tercera planta no tardó en advertir que reinaba en la sección, en el médico, en las enfermeras, un especial regocijo, pese a que allí abajo recibieran tratamiento enfermos muy preocupantes. Notó incluso que este regocijo aumentaba con los días: picado por la curiosidad, una vez que hubo tomado un poco de confianza con la enfermera, preguntó cómo era que en aquella planta estaban siempre todos tan alegres.
–Ah, ¿pero es que no lo sabe? –respondió la enfermera. Dentro de tres días nos vamos de vacaciones.
–¿Qué quiere decir eso de «nos vamos de vacaciones»?
–Sí. Durante quince días la tercera planta se cierra y el personal se va de asueto. Las plantas descansan por turno.
–¿Y los enfermos? ¿Qué hacen con ellos?
–Como hay relativamente pocos, se reúnen dos plantas en una sola.
–¿Cómo? ¿Reúnen a los enfermos de la tercera y de la cuarta?
–No, no –corrigió la enfermera–, a los de la tercera y la segunda. Los que están aquí tendrán que bajar.
–¿Bajar a la segunda? –dijo Giuseppe Corte pálido como un muerto–. ¿Tendré que bajar entonces a la segunda?
–Pues claro. ¿Qué tiene de raro? Cuando, dentro de quince días, regresemos, volverá usted a esta habitación. No creo que sea para asustarse.
Sin embargo, Giuseppe Corte –misterioso instinto le advertía– se vio embargado por el miedo. No obstante, ya que no podía impedir que el personal se fuera de vacaciones, convencido de que el nuevo tratamiento de rayos le hacía bien (el eccema se había reabsorbido casi por completo), no se atrevió a oponerse al nuevo traslado. Pretendió, con todo, y a pesar de las burlas de las enfermeras, que en la puerta de su nueva habitación se pusiera un cartel que dijera: «Giuseppe Corte, de la tercera planta, provisional». Esto no tenía precedentes en la historia del sanatorio, pero los médicos, considerando que en un temperamento nervioso como Corte incluso pequeñas contrariedades podían provocar un empeoramiento, no se opusieron a ello.
En el fondo se trataba de esperar quince días, ni uno más ni uno menos. Giuseppe Corte empezó a contarlos con obstinada avidez, permaneciendo inmóvil en su lecho durante horas enteras con los ojos fijos en los muebles, que en la segunda planta no eran ya tan modernos y alegres como en las secciones superiores, sino que adoptaban dimensiones mayores y líneas más solemnes y severas. Y de cuando en cuando aguzaba el oído, pues le parecía oír en la planta de abajo, la planta de los moribundos, la sección de los "condenados", vagos estertores de agonía.
Todo esto, naturalmente, contribuía a entristecerlo. Y su mengua de serenidad parecía fomentar la enfermedad, la fiebre tendía a aumentar, la debilidad se hacía más pronunciada. Desde la ventana –era ya pleno verano y las ventanas se hallaban casi siempre abiertas– no se divisaban ya los tejados, ni siquiera las casas de la ciudad; sólo la muralla verde de los árboles que rodeaban el hospital.

Habían pasado siete días cuando una tarde, hacia las dos, el supervisor y tres enfermeros que empujaban una camilla con ruedas irrumpieron súbitamente.
–¿Listos para el traslado? –preguntó en tono de afable chanza el supervisor.
–¿Qué traslado? –preguntó Giuseppe Corte con un hilo de voz–. ¿Qué bromas son estas? ¿No faltan aún siete días para que vuelvan los de la tercera planta?
–¿La tercera planta? –dijo el supervisor como si no comprendiera–. A mí me han dado orden de llevarle a la primera, mire –y le enseñó un volante sellado para su traslado a la planta inferior, firmado nada menos que por el mismísimo profesor Dati.
El terror, la cólera infernal de Giuseppe Corte estallaron en largos gritos que resonaron por toda la planta. «Más bajo, más bajo, haga el favor», suplicaron las enfermeras, «¡aquí hay enfermos que no se encuentran bien!». Pero hacía falta algo más para calmarlo.
Al fin acudió el médico que dirigía la sección, una persona amabilísima y sumamente educada. Se informó, miró el volante, hizo que Corte le explicara. Luego se voltio, encolerizado, hacia el supervisor, declarando que había habido un error, él no había dado ninguna orden de ese tipo, desde hacía algún tiempo había un desbarajuste intolerable, nadie le informaba de nada... Al cabo, después de haber echado la bronca al subordinado, se volvió en tono cortés al enfermo, deshaciéndose en excusas.
–Con todo, desgraciadamente –añadió el médico–, el profesor Dati hace justo una hora que se ha marchado para una breve licencia, y no volverá hasta dentro de dos días. Estoy absolutamente desolado, pero sus órdenes no se pueden transgredir. Él será el primero en lamentarlo, se lo garantizo... ¡Un error así! ¡No me explico cómo ha podido suceder!
Un lastimoso estremecimiento había empezado a sacudir a Giuseppe Corte. Su capacidad de dominarse había desaparecido por completo. El terror se había apoderado de él como de un niño. Sus sollozos resonaban en la habitación.
De este modo, debido a aquel execrable error, alcanzó la última etapa. ¡Él, que en el fondo, por la gravedad de su mal, a juicio de los médicos más severos, tenía derecho a verse asignado a la sexta, cuando no a la séptima planta, en la sección de los moribundos! La situación era tan grotesca que en algunos momentos Giuseppe Corte casi sentía deseos de echar a reír a carcajadas.
Tendido en la cama mientras la cálida tarde de verano pasaba lentamente sobre la ciudad, miraba los verdes árboles a través de la ventana con la impresión de haber ido a parar a un mundo irreal, hecho de absurdas paredes alicatadas y esterilizadas, de gélidos y fúnebres zaguanes, de blancas figuras humanas carentes de alma. Hasta dio en pensar que ni siquiera los árboles que le parecía divisar a través de la ventana eran verdaderos: acabó incluso por convencerse, al advertir que las hojas no se movían en absoluto.
Esta idea lo agitó hasta tal punto que Corte llamó con el timbre a la enfermera e hizo que le alcanzara sus gafas de miope, que no usaba en la cama; sólo entonces consiguió tranquilizarse un poco: con su ayuda pudo asegurarse de que eran realmente árboles auténticos y que las hojas, aunque ligeramente, se veían agitadas por el viento de cuando en cuando.
Una vez que salió la enfermera, transcurrió un cuarto de hora de completo silencio. Seis plantas, seis terribles murallas, aun siendo por un error de forma, abrumaban ahora a Giuseppe Corte con implacable peso. ¿Cuántos años –sí, tenía que pensar en años– le harían falta para que consiguiera alcanzar de nuevo el borde de aquel precipicio?
Pero ¿cómo de repente se hacía en la habitación tanta oscuridad? Seguía siendo plena tarde. Con un esfuerzo supremo, Giuseppe Corte, que se sentía paralizado por un extraño entumecimiento, miró el reloj que estaba sobre la mesita al lado de la cama. Eran las tres y media. Volvió la cabeza hacia la otra parte y vio que las persianas, obedientes a una misteriosa orden, descendían lentamente, cerrando el paso a la luz.



Dino Buzzati nació en Belluno el 16 de octubre de 1906.Escritor y periodista italiano.Trabajó durante casi toda su carrera para el diario Corriere della sera.

Conocido por sus cuentos, en los que suele mezclar elementos fantásticos o de ciencia ficción, sus novelas beben de influencias kafkianas, con enrevesadas situaciones y grandes dosis de desesperación.

Dentro de la obra de Buzzati habría que destacar El desierto de los tártaros (1940), que gozó de gran éxito a nivel internacional y fue llevada al cine en 1976 por Valerio Zurlini.

Dino Buzzati murió en Milán el 28 de enero de 1972.


Dino Buzzati. Relatos. Traducción Javier Setó
©1996 Alianza Editorial S.A., Madrid, España

foto y texto:estafeta

El cuento del domingo

Ricardo Cano Gaviria, escritor colombiano radicado en Barcelona.
Al caer de la noche, o el último día del héroe

A Orlando Mejía Rivera

1

El hombre que una mañana de enero de 1922, en su despacho al oeste de Buenos Aires, recibió la llamada de una obrera que quería informarle algo sobre la huelga que organizaban sus compañeras, no le preguntó a la mujer su nombre, ni porqué actuaba así. Hubiera sido absurdo: por su voz temblorosa, supo que estaba muy asustada. También adivinó, casi conmovido por ese espectáculo de flaqueza femenina, que se trataba de alguien muy joven, y eso le inspiró confianza. Tras colgar el teléfono pensó que la temprana hora de la llamada derivaba del simple hecho de que, unos minutos después, la informante debía estar en la fábrica, al frente de su máquina de hacer punto, camuflada entre las compañeras que planeaba delatar, y esa especie de inesperada proximidad física con quien le había prometido consumar su acto alevoso "al oscurecer", en su propia oficina, le produjo un inquietante cosquilleo en el vientre y las rodillas.
Se caló las lentes y, después de preguntar a un encargado por los informes de producción de la última semana, se enfrascó en el repaso de un pedido reciente hecho desde provincias hasta que, de repente, se levantó y de un viejo armario que tenía enfrente extrajo una gruesa carpeta. Allí estaba el registro de nombres; los que habían entrado en el último año y los más viejos... Las mujeres eran casi todas de mediana edad, ¿cuáles eran las más jóvenes? Envió una mirada al retrato de su mujer, fallecida apenas un año antes, y luego a las aspas del ventilador, que ya debería estar funcionando, pero recordó que se había averiado y volvió a enfrascarse en los papeles. De pronto, se sorprendió repasando la lista con avidez. ¿Era la informante tal vez Perla Kronfuss? ¿O su hermana mayor Elsa? Ambas formaban parte de un grupito de muchachas que a la hora del almuerzo preferían quedarse en uno de los baldíos contiguos a la fábrica, en medio de sus mantelitos de colores y sus fiambreras, como si estuvieran de picnic. Allí también solía estar, desde hacía algún tiempo, aquella chica adusta y silenciosa a la que sus compañeras llamaban Emma, cuya esquiva mirada alguna vez había confundido con la de sus dos amigas, que parecían más extrovertidas y alegres, a juzgar por las voces que lanzaban con frecuencia en alemán, dando un toque de vida y alegría al entorno híspido y gris de la fábrica.
De pronto, pensó que si el anuncio de la delación hubiera venido de un hombre, incluso de una mujer madura, a él le hubiera parecido más inquietante; en labios de una mujer joven, dedujo, podía ser tan sólo el producto de una broma —¿una apuesta entre muchachas, a ver cuál es más atrevida?—, o de un acto irreflexivo… En ese sentido, el hecho de que la mujer hubiera pronunciado las palabras "sin que se enteren las otras" se le antojaba lo suficientemente explícito, y elevaba su acto hasta el nivel de la traición: no era él, pues, quien le importaba a ella; eran las otras, o la otra, —tal vez— su rival. Una venganza entre mujeres, la disputa por un novio, como la relatada en un anuncio de La prensa hacía algunos meses que había terminado en asesinato, podía estar en el origen de aquella llamada, se dijo con una sonrisa de decepción en los labios, pensando en las horas que faltaban para que oscureciera…
En realidad, Aaron Loewenthal no supo cuánto tiempo pasó ni cuántas veces escuchó las campanadas del viejo péndulo de pared que tenía frente al escritorio hasta que, en un momento dado, se encontró espiando a través de la ventana. Reflexionó entonces sobre el día, que se presentaba soleado y caluroso, tal vez más húmedo que otras veces. Justo en el momento en que reparó en el primer grupo de obreras que salía, el reloj empezó a dar las doce: "cuánta exactitud para salir, y cuántos rodeos para empezar", farfulló, arrugando el ceño, como el viejo gruñón que tenía la convicción de no ser todavía… Observó que en la forma de hablar y hasta de charlar de las mujeres se notaba el mesurado regocijo de los sábados, que sin embargo nunca era causa de que el grupo de los hombres se mezclara demasiado con el de ellas, más joven y numeroso. Miró con interés un grupito de cuatro, que caminaban como siempre en dirección a la parada del tranvía, situada en la primera esquina de Warnes; luego, con gesto de desaliento, sus ojos se elevaron hasta el cielorraso, donde las aspas enmohecidas del ventilador averiado permanecían quietas, como las patas de un raro animal colgado y olvidado allí como trofeo.
En mangas de camisa fue hasta el refrigerador y echó una ojeada a la doble fiambrera de aluminio donde la vieja Fabriccia le dejaba siempre el almuerzo. Era temprano aún, pero aquel día bien podía romper la rutina y almorzar antes de hora para tener más tiempo libre... ¿Pero tiempo libre para qué? Apenas si se sorprendió de la pregunta mientras examinaba la comida de ese día: tallarines en salsa de tomates y pollo. En los mismos recipientes de la fiambrera, como hacía siempre, en un lento ritual compuesto de pequeños actos medidos y precisos, calentó la pasta en el hornillo de alcohol y, sin sentarse, comió un poco. Desde la última vez que tuvo problemas con las muelas, Fabriccia tenía la instrucción de prepararle cosas fáciles de masticar, lo que ella aprovechaba para empeñarse en la comida italiana. A él no le disgustaba, aunque alguna vez también hubiera querido un plato alemán o yidish. El día anterior, antes de irse, la mujer, ya con el cansado cuerpo fuera, había asomado la cabeza para ofrecerse a venir al día siguiente, sul far della notte, como le gustaba repetir, pero él le dijo que esta vez no era necesario. En realidad, no supo por qué rechazó el ofrecimiento…
Había contratado a Fabriccia en vida de su esposa y por recomendación de ella: amparándose en tal hecho, al quedarse viudo no encontró ningún reparo en proponerle a la mujer que se viniera a vivir con él al tercer piso de la fábrica, donde había espacio suficiente, pero ella no había querido. La intimidaba la soledad del arrabal, y antes que dejar su casita de la calle Cuyo, en Almagro, para irse a vivir en ese sitio imposible como criada de un hombre viudo y más joven que ella, hubiera preferido irse con su hija a La Boca; si no lo había hecho antes era por el dolor en los huesos, que según ella la humedad del mar incrementaba. Lo que más lo sorprendía a él, que gozaba de muy buena salud, era la capacidad de la vieja para desconfiar de los médicos y dar rienda suelta a sus propias explicaciones fantasiosas, la última de las cuales le había producido gran regocijo: decía que al fin había descubierto el origen de sus males: el frío. No el frío en el cuerpo, sino en los huesos, un frío muy especial, capaz de hacerlos tiritar en pleno verano. Y el dilema que le planteaba ese frío era grave: si tomaba el sol, la carne se le calentaba en exceso, pero si no lo tomaba, su esqueleto tiritaba... Por eso, llevaba una sombrilla que usaba cuando el sol era más recio.
Fue entonces cuando Aaron Loewenthal descubrió que, en realidad, no tenía hambre y que tal vez no la tendría ese día, mientras no estuviera frente a la delatora, escuchando sus palabras, y tras dar un desganado mordisco al trozo de pollo que tenía en la mano, se dirigió al patio, donde dormitaba el único ser vivo que en ese momento lo acompañaba en la fábrica: el perro… Al sentirlo llegar, el animal alzó la cabeza y paró las orejas sin levantarse, pero después vino lentamente a su encuentro, la cola gacha, mirándolo con curiosidad. Con su ojo bueno vigilaba la mano del amo, que al final le arrojó el trozo de carne, pero él no se movió. "Come, es para ti", lo animó el hombre, con el mismo resultado; por eso le repitió en alemán: "iss du, kommt, kommt", y finalmente le dijo lo que le oía siempre decirle a Fabriccia: "Mangia, mangia, è per te, presto...", pero el animal solo obedeció cuando lo oyó pronunciar en español: "Vamos, Pampero, vamos…". Acostumbrado al enorme cuenco que la mujer le servía todas las tardes, lleno de toda clase de restos olientes y sustanciosos, Pampero, un pastor ovejero de aspecto imponente aun en su vejez, se acercó y olisqueó su regalo sin entusiasmo y casi con recelo: miró de nuevo al hombre y sólo entonces se decidió a triturar esa especie de aperitivo lentamente —en el silencio del mediodía se oyó crujir el hueso entre sus mandíbulas dos o tres veces—, como si intuyera que se trataba de algo diferente, y que debía cumplir con un rito humano: el de comulgar con la amistad de aquel hombre que de forma tan austera pero sólida velaba por la dignidad de su vejez. Así lo interpretó Aaron Loewenthal, que más que amar respetaba al animal, cuya senectud solitaria pero distante y digna se le antojaba una especie de reposo del guerrero; nunca se había atrevido a acariciarlo o a tocarlo, pero muchas veces le había hablado, sobre todo en español, haciéndole muy serias preguntas sobre su pasado pampeano, como si se tratara de una persona. Allá lejos, en su juventud, cuando todavía su ojo izquierdo no estaba nublado por esa mancha blanquecina que inspiraba tan inconfesado desasosiego a los humanos, el animal debió haber sido feliz cuidando ovejas, corriendo libre en la pampa, esa vasta, inconmensurable extensión que a él tanto lo impresionó cuando —con la mente todavía inmersa en la alegría ingenua del recién llegado— la visitó. Lo veía casi viviendo entre ovejas, gauchos y chilotes que escupían grandes salivazos verdes, que eran para él el diario tributo a la rutina y a la austeridad, cuando no simplemente al peligro. ¿Se le había enfrentado alguna vez a un puma?... ¿Por qué había perdido la vista en un ojo? ¿Había sido testigo de violentos incidentes que había ido a solucionar el más reciente héroe de la patria, el coronel Héctor Varela, tan celebrado en los periódicos?
Desde un comienzo, a diferencia de su socio Humberto Darocca, amante de los héroes patrios al estilo de Varela más que de los animales viejos y valetudinarios como Pampero, Aaron Loewenthal sintió que un vínculo especial lo unía a aquel ser necesitado de protección; un camionero italiano amigo de Fabriccia se lo había traído a ella, tras haberlo encontrado vagando, sediento y muerto de hambre, en una perdida carretera de provincia... "¿Querés conocer Buenos Aires? Vení, viejo, venite conmigo", le contó Fabriccia que le dijo el camionero al animal, y éste se subió sin más al camión. La anécdota contada por la mujer impresionó tanto a Loewenthal que de inmediato quiso saber más acerca del perro y terminó por pedirle a la mujer, muy apenada por no poder hacerse cargo de él, que lo trajeran a la fábrica, donde había una vieja caseta. Una cadena nueva, un cuenco de barro y un nuevo nombre que él mismo le encontró, completaron lo que se necesitada para tenerlo, y Pampero acogió su nueva vida de vigilante perpetuo con la silenciosa dignidad de un héroe de la pampa venido a menos, en lo que Aaron Loewenthal vio una corroboración de una evidencia cuyo significado lo desbordaba y que, en cualquier caso, justificaba los diálogos que desde hacía tiempos intentaba mantener con el animal… ¿Pues cómo no hablarle a un ser así?, ¿cómo no intentar comunicarse con él?
"Tendremos huelga, Pampero, ¿qué crees tú?…", se oyó decirle de repente esa mañana, como si llevara ya rato hablando con él.
Pampero lo miró un momento a la cara con su ojo bueno, inclinando levemente la cabeza moteada y sombría a un lado y otro, como hacen los perros viejos cuando observan y están en trance de comprender algo…
"Tendremos que esperar hasta el oscurecer, Pampero, para conocer a la joven traidora, ¿crees que podremos? Aquí estaremos esperándote los dos, amiguita, aquí estaremos…".
Cuando Pampero dejó de prestar atención, y volvió a su rincón, decidido a mantener su silencio habitual (desde que lo conocía, sólo lo había oído ladrar dos veces, a altas horas de la noche), Aaron Lowenthal se dio la vuelta y lanzó una furtiva mirada en su derredor: debajo del letrero Fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, cuya sombra el sol proyectaba sobre la calle, y cuyas groseras letras él contemplaba desde atrás, únicamente se divisaban en ese momento, reverberando bajo el sol, las caprichosas e irisadas manchas de aceite dejadas por los camiones; nada, en fin, que fuese digno de atención en ese día caluroso y soleado, marcado por la soledad y la espera. De regreso sobre sus pasos, se distrajo unos minutos en el pequeño hall donde, sobre un grueso panel de corcho colocado a la derecha, administradores y obreros pegaban con chinchetas toda clase de informaciones de interés general. Había un anuncio sobre los comedores públicos para inmigrantes, una petición de vivienda de un obrero yugoslavo, el ofrecimiento de una habitación con desayuno y comida en Villa Crespo, sólo para nacionales, y el número de teléfono de una viuda joven y agraciada que daba clases de español en Malcom, acerca de la cual, en un arranque de optimismo infrecuente en él, se dijo que al menos tenía el mérito de no pertenecer a la Liga Patriótica Argentina, que fomentaba el odio a los extranjeros. Que éstos eran buenos trabajadores, y estaban muchas veces más cualificados que los nativos, era algo que se podía comprobar con frecuencia, y que despertaba la alarma de gentes como Humberto Darocca, tan interesadas, por cierto, en los hechos que últimamente ocurrían en Italia. Evidentemente, si su socio hubiera reparado en el anuncio de la viudita, lo habría arrancado de inmediato, pero él se limitó a sonreír y continuó con las manos en los bolsillos…
Con esa displicente actitud, durante varios minutos el antiguo gerente y ahora socio minoritario de la Fábrica de tejidos Taurbuch y Loewenthal hizo lo que no había hecho nunca: pasearse por la fábrica silenciosa en mangas de camisa, parándose junto a las máquinas, advirtiendo las huellas de las obreras (una había dejado en el rincón un jersey de punto con varios remiendos; otra, unas sandalias de goma), recreándose en la pulcritud o desorden de los puestos de trabajo. En la sección de paños, los ringleros más bajos conservaban con bastante claridad la huella de asentaderas; en el rincón del fondo había incluso uno, de color verde, que aparecía alborotado y arrugado como si hubiera servido de lecho a dos cuerpos humanos. Loewenthal lo palpó con la mano, pensativo, y algo que no tuvo tiempo de identificar lo llevó de forma inesperada, en ese suave contacto, al colegio de la calle Pasauerstrasse de su infancia. Fue sin duda la vez en que, cuando tenía sólo diez años, se quedó encerrado en el edificio por un despiste del conserje. Sus padres tardaron tres horas en descubrir dónde estaba, gracias a que él mismo los llamó desde el teléfono de la rectoría, y de inmediato vinieron a buscarlo en compañía del conserje y del director; como los cuatro estaban sumamente alterados, se quedaron muy sorprendidos ante la actitud del joven rescatado, que parecía encantado de su aventura.
Y de hecho, fue una extraña e inolvidable excursión la que el joven Loewenthal llevó a cabo en aquel edifico solitario, embozado en las sombras proyectadas a través de las ventanas por el melancólico alumbrado de gas de la calle, desde las consignas de sus compañeros de clase, en las cuales husmeó —algunas estaban abiertas—, hasta las aulas de los mayores —las que más incitaban su curiosidad—, pasando por la oficina del director. Aún recordaba, como si hubiera sido ayer, la sala de profesores, presidida por un retrato en yeso del emperador Federico y un busto de Sócrates, ambos cubiertos por el hollín de los tranvías que se colaba por la parte alta de la ventana; allí estaban las mesas de los híspidos profesores de infancia, solitarias y expeditas bajo las sombras: la de Herr Hartmann, con la silenciosa amenaza de las clases de matemáticas, y la de Herr Korfmann, con sus clases de latín y griego, estridentes, soporíferas y marmóreas. Sin embargo, cundió una gran excitación entre los muchachos cuando aquel hombre ceniciento y de voz chillona les contó la historia de la lucha entre Héctor y Aquiles tras la muerte de Patroclo. Varios versos en griego se quedaron grabados en su memoria, relacionados con Aquiles, en especial aquellos en los que se refiere cómo el caballo Janto le dirigió la palabra a su amo…

Janto, ¿cómo me auguras la muerte si no es cosa tuya?
Sé muy bien que hallaré aquí la muerte, pues es mi destino…

Aaron Loewenthal aún era capaz de repetirlos en griego, aunque sin saber la limitación y el sentido de cada palabra, y dejando que su voz grave y encapsulada usurpara el sonido atiplado de su lejana voz juvenil. Esas sílabas duras y secas eran como un condensado de esencias que reavivaba, con su sola y abrupta sonoridad, el mundo elevado de los héroes, donde nada ocurría en ausencia de los dioses, siempre presentes y dispuestos a intervenir a favor o en contra de ellos; incluso en los más mínimos actos se podía detectar su huella, pues no sólo intervenían en los destinos, sino que podían leer en las mentes y los corazones, sobre todo cuando estaban en juego la lealtad y la honradez…
De regreso a su piso, Aaron Loewenthal sintió que, nacida de sus pensamientos, una especie de certeza apenas intuida lo arrastraba con fuerza hacia el teléfono. Ya frente a él, lo contempló inmóvil durante unos minutos, como si añorase el sonido de la voz de la muchacha o, mejor, como si tuviese que llamar a alguien: Darocca. ¿No era su deber informar a su socio? Fue un pensamiento diáfano que enseguida cedió el paso a la duda: si la joven delatora había querido llamarlo a él y no a Darocca, cuyo número aparecía en el listín, ¿que ahora él pusiera al tanto a este de su furtiva iniciativa no significaba traicionarla? Dos veces levantó Aaron Loewenthal la mano para descolgar la bocina, y dos veces se arrepintió: entre el deber de llamar a su socio, acuciante y claro, y la voluntad de respetar la confidencialidad de la llamada, natural e indecisa, optó por lo segundo: algo había empezado a arder en su corazón con una llama oculta y un calor enfermizo… Si la muchacha lo había elegido a él, por algo sería; acaso lo veía como un padre, acaso como un confesor, que podía ayudarle a sobrellevar el peso moral de su acto; el tono y la inseguridad de la voz de la informante así lo confirmaban, pues estaba claro que nadie se atrevería a tomar una iniciativa como la suya sin contar de antemano con una complicidad indulgente, o acaso con una mirada tolerante y paternal dirigida a ella, una pobre muchacha… Además, el entierro de su mujer, tan reciente, estaba ahí para atestiguar que él era no sólo un hombre amante de la soledad y el dinero —casi un avaro, como suponían muchos, pensó—, sino también un hombre sensible que, ablandado por el dolor, era seguramente capaz de guardar un secreto: él, que a diferencia de Darocca iba todos los días a la fabrica y cultivaba un contacto constante aunque por cierto algo lejano con los obreros…
Pero eso no era todo. En realidad, según reflexionó inadvertidamente Aaron Loewenthal ese mediodía, mientras el eco de las doce campanadas del reloj lo seguía a lo largo y ancho de su morada, en ese trance de su vida él era ya algo más que un hombre bueno y observante de las buenas costumbres. Lo había podido demostrar hacía justo un año, con motivo de la muerte de su mujer y, especialmente, de su entierro, llevado a cabo según el rito azquenazí en el Cementerio de la Chacarita —circunstancia que aprovecho para pagarse una tumba junto a ella—; pues si aunque ese día se manifestó públicamente ante la concurrencia de alemanes, aderezada con algunos centroeuropeos y argentinos, sobre las limitaciones de la vida comunitaria en una ciudad donde ni siquiera contaban con un cementerio judío, sus quejas no fueron totalmente sinceras. Eran otras cosas las que, según él, socavaban la vida de las personas en una ciudad tan grande y diversa como Buenos Aires. Los hombres maltrataban a las mujeres y las insultaban; los miembros de la Liga patriótica argentina atacaban a los obreros extranjeros; los anarquistas amenazaban con atentados indiscriminados que podían matar a personas buenas e inocentes como él... Y, por encima de todo eso, estaban aquellas gentes lejanas, las gentes de la pampa, forjadas bajo el sol y concebidas por otros dioses, según otros principios y leyes; se le antojaba evidente que era en ellas donde residía toda la nobleza y heroicidad que quedaban en el mundo, y ahí estaba Pampero para dar prueba de ello. Para él, era como si el viejo y valetudinario animal encarnara la esencia de las cosas vagas e incomprensibles, pero sumamente sugerentes para un niño, cuya sustancia había emanado de forma sorprendente de la voz chillona e inarmónica de Herr Korfmann… Por eso, el perro merecía morir dignamente, como un héroe; y si eso pensaba de Pampero, que no era más que un animal, ¿qué podía pensar de los seres humanos? Ellos, si procedían con nobleza sin contradecir a los dioses, debían tener una muerte y un funeral dignos; eso casi había logrado Aaron Loewenthal que se cumpliera con su mujer, pero había lamentado que no ocurriera con Susana Tarbuch, la antigua socia de Darroca, que había tenido una muerte triste y lamentable. No le concedió ese honor el rostro comido por el acné, y enclavado en unos ojos de mirar sostenido, de Humberto Darocca, su enemigo. Pues una vejez sobrellevada en el asilamiento, y una enfermedad amenazada por la penuria, fue gracias a Darocca el final de una mujer de clase alta, nacida en Europa, educada en los mejores colegios de París y Alemania y dotada de una sensibilidad que inspiraban el odio y la envidia de los hombres resentidos, como su socio y rival, de entre los cuales, los más peligrosos, allá al otro lado del océano, iban a la conquista de un protagonismo tan aventurado como inédito.
Todo eso lo tuvo más o menos claro Loewenthal hacía cinco años, dos años después de que Darocca moviera ficha, pues no fue otro el tiempo que tardó en comprender a cabalidad, y en tener las pruebas, de que el incidente del pretendido desfalco llevado a cabo por el cajero había sido en realidad una jugada maestra. De hecho, conllevó el jaque mate de la reina y su peón, es decir, el triunfo de Darocca y el suyo, que era precisamente él, Aaron Loewenthal, encumbrado, gracias a la jugada, a la condición de socio minoritario encargado de dar la cara por el otro y servirle de parapeto. En cuanto al peón de aquella, el pobre y agriado Emmanuel Maier, protegido de la viuda, Aaron Loewenthal nunca encontró el momento oportuno para hacerlo partícipe de su descubrimiento: que había sido la víctima propiciatoria de una jugada cuyo destinatario no era él mismo, sino su protectora… Todo eso explicaba de algún modo que la Fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal no hubiera pasado aún a ser, como tras la muerte de Susana Tarbuch parecía ya lógico que ocurriera, la Fábrica de tejidos Darocca y Loewenthal, porque el designio secreto de Darocca aún no se había cumplido a cabalidad, y era como si todavía no hubiera mostrado la última carta de su juego.

2

La ventana a través de la cual él, mirando de forma inocente, como lo hacen siempre los niños, descubrió que los hombres y las mujeres se reunían y se desnudaban para cometer la indecencia de abrazarse desnudos, tenía losanges amarillos. A ellos se agarró aquella vez con ambas manos la criadita alsaciana, mordiéndose los labios para no gritar, mientras el vigoroso chófer la ultrajaba more canino: y la mirada perpleja del niño al otro lado de los barrotes apenas si la sorprendió… Pero si en los días sucesivos ella pareció intimidada, él no se aprovechó, al menos de forma conciente. Se limitó a aceptar con una especie de alerta pasividad las sonrisas obsequiosas que, en todos los lugares de la casa en que se cruzaban, ella le dirigía, por el solo motivo de cruzarse con él. En muchas otras ocasiones y lugares Aaron Loewenthal habría de encontrar esa sonrisa y esa mirada reproducida en otras caras y otras bocas, las de las muchachas casi siempre saludables y lozanas, y siempre de la clase baja, que en diversas épocas de su vida se cruzaron con el… Porque su predilección por las criadas, las obreras, las mujeres del arroyo, empezó a discurrir muy pronto como una corriente subterránea, que atravesaba toda su vida, desde el incidente de la ventana hasta el encuentro con Carla Gauss, que sin duda sospechaba esa debilidad de su consorte… ¿Supo ella que más de una vez había cedido a la tentación? No era la posesión bruta lo que le interesaba, no: era la fantasía de poseer a una mujer como los héroes griegos poseían a sus compañeras. Para ellos, las mujeres a las que amaban tenían además un precio: una mujer normal, veinte vacas; una especial, treinta bueyes. ¿En cuánto había tasado Aquiles a su mujer y esclava Briseida? Her Korfmann —era él la fuente oculta de todo lo que le estaba ocurriendo ahora— sabía sin duda la respuesta. Lo pensó y acto seguido miró el espejo, grande y neblinoso, pero lo suficientemente claro para reconocer las imágenes, y vio reflejado a su viejo profesor de griego en él, como una sombra en pena que lo vigilara.
La siguiente imagen del espejo mostraba al emigrante Aaron Loewenthal llegando a Argentina, y conociendo poco después a su mujer, Carla Gauss, una elegante francesa de origen alemán que al morir, quince años más tarde, lo dejó solo, terriblemente solo. Entonces hizo ese viaje a la pampa que tanto lo impresionó, y en el que creyó encontrar las cosas que le había enseñado en el colegio de la Pasauerstrasse Herr Korfmann, quien sin duda le sirvió de guía secreto bajo el sol iluminador de la vasta llanura, donde algunos de sus habitantes parecían alcanzar la estatura de héroes griegos. Practicaban la ley de la hospitalidad como el rey Priamo, y ejercían como Héctor o Aquiles el arte de las armas, que en ellos era expresión de coraje y destreza. Un ejemplo fue el de aquel joven gaucho que, durante la expedición, les demostró que manejaba el lazo, y también el puñal, como un prestidigitador; un puñal que entonces destellaba bajo el sol y ahora —inane y sin brillo dentro de su estuche—, colgaba como un trofeo en la pared de la oficina, como bien quiso este comprobar a través del espejo…

Cuando despertó con sobresalto, Aaron Loewenthal no tuvo necesidad de recordar en qué momento, liberado de la necesidad de llamar a Darocca, se había quedado dormido sobre la tumbona del rincón en el que a comienzos de la tarde hacía normalmente la siesta.
Lo primero que pensó es que anochecía muy tarde en verano en la provincia de Buenos Aires y que eran sólo las cuatro: no podía continuar esperando, durante cuatro horas más, abandonado a los pensamientos que llenaban su cerebro de un murmullo sordo que lo saturaba y enervaba. En realidad, era normal que ocurriera de ese modo, pues él no era un hombre meditativo sino un hombre de acción: si no quería enloquecer, debería salir cuanto antes. Con gesto brusco se puso el saco, se limpió los anteojos, se pasó la mano por el pelo ralo y al salir se detuvo frente al espejo: sí, a través de él se veía el puñal. En cuanto al aspecto que ofrecía él mismo, le pareció que había rejuvenecido; por lo menos ya no tenía las ojeras con que se había levantado esa mañana, después de un sueño escaso y vidrioso… Pero de pronto lo recorrió de arriba abajo una vaga noción de peligro. ¿Buscaba el peligro o el peligro lo buscaba a él? Era una pregunta ociosa, porque lo que debía hacer era limitarse a esperar a la muchacha, que en cualquier caso no representaba el peligro, ella misma. Pensando en eso, caminó hasta el escritorio y contempló el revolver que tenía guardado en el cajón, cuya existencia todos sabían o imaginaban, incluido Darocca. ¿Debía llevarlo consigo? Nunca había salido armado a la calle, ¿había algún motivo real para que lo hiciera ahora? Ella le había prometido anunciar una huelga, no un intento de asesinato. Al final, optó por no llevarlo; no obstante, tras comprobar que estaba cargado, volvió a dejarlo en su sitio. Después, abrió la caja fuerte y sacó un fajo de billetes…
Fue en busca de su auto —un Chevrolet descapotable que le había comprado a Darocca—, abrió el portón, abandonó la fábrica y puso rumbo al centro de Buenos Aires. Ese sábado de enero de 1922, a la cuatro y cuarto de la tarde, el paseo Warnes, al oeste de la ciudad, parecía más bien poco animado; muchos autos volvían ya de la Chacarita dejando atrás los verdes tranvías, que cumplían con su rutina del día entre algún contado excursionista en bicicleta, y a la altura de la plaza del centenario dudó si seguir avanzando hacia el este por barrios de creciente densidad, o desviarse por Córdoba hacia Palermo. Descartando esta última opción, que lo hubiera sumido en tristes recuerdos —el paseo por el Rosedal de los domingos con su mujer, o el del sábado por la avenida—, enfiló finalmente hacia Corrientes, para empezar el largo camino por barrios de creciente trabazón hacia los diques. Ya cerca de estos, estacionó el auto en el primer hueco que encontró y casi sin darse cuenta se dejó llevar por el hechizo del bullente Paseo de Julio, engalanado por la infamia de los bares ruidosos, las mujeres de mala vida y la promesa de los lupanares que, aunque oculta en la jungla del barrio, los hombres percibían cerca como un oscuro acicate. Luego merodeó entre los muelles como un hombre que busca sin saberlo algo muy concreto; sólo se distrajo un poco en el número tres, al reparar en el nombre del buque fondeado en el dique: Nordstjärnan. Había mucha gente en los alrededores, y también un gran movimiento en el puente del barco, lo cual sin duda indicaba que se preparaba para zarpar…
Ah, si los dioses le brindaran la oportunidad de saber lo que buscaba, pensó entonces con una sonrisa en los labios, o si al menos una vez velaran por él, como habían velado por Aquiles, aunque él mismo no fuera como éste hijo de hombre y de diosa. Y fue así como esa tarde privilegiada, por una vez a Aaron Loewentahl lo escucharon los dioses: en un rincón apartado del paseo frente al dique tres, se oyeron los gritos sordos de una mujer, y cuando él avanzó hacia las sombras que se agitaban al atardecer, vio que eran dos los que intentaban inmovilizarla. Avanzó con decisión, aunque sin un propósito definido. Uno de los atacantes, el más joven, que no debía tener ni veinte años, se encaró con él y solo eso bastó para que se envalentonara. Con su cuerpo enorme y asimétrico avanzó como un torbellino de ira, una sombra demente y rabiosa, ajena al ritual de la pelea pero dispuesta a todo, y el muchacho se asustó. Luego, el brillo de la navaja en la mano de su compañero, más viejo, lo distrajo y ya no supo lo que pasó... Cuando se dio cuenta, el viejo había desaparecido ya, pero la mano de él sangraba y sentía un fuerte dolor en el antebrazo. Entonces la muchacha corrió a prestarle ayuda; sin pedirle permiso le sacó el pañuelo de la pechera y se lo ató. Debía tener unos veinte años, era gruesa pero de mirada franca y ardiente; en el cuarto al que arrastró a Loewenthal —sin que él, sumiso, atinara a oponer la más leve resistencia—, ella encendió la luz y él pudo comprobar con tímida alegría que si no era hermosa, estaba rebosante de salud y, sobre todo, sonreía de aquella manera… A la visión de su propia sangre se sintió invadido por un sentimiento de hombría que no había sentido nunca antes; incluso se atrevió a preguntarle por sus padres, pero ella no le contestó. Se limitaba a mirarlo con curiosidad, con una sonrisa en los labios, esperando a que actuara.
Cuando la muchacha se le ofreció sobre el lecho, él cedió a un impulso que creyó inocente y casi paternal: le besó la frente, la nariz respingona y los ojos, y descendió con naturalidad hasta sus pies, enrojecidos y perfumados por horas de pie en las aceras. Finalmente, abandonó la cabeza en su regazo y simuló quedarse dormido… Pensó que era lo que hacía de niño, con su madre, sólo que la muchacha olía a animal joven y a Pachulí, mientras que aquella, en su infancia, lo penetraba con su olor a piel seca y a sudor de cuarentona, impregnado por el ajo y la pimienta del pastrón que tanto le gustaba preparar a ella misma; en esa época, aunque no tuviera sueño, el calor de otro cuerpo ejercía un efecto lenitivo e hipnótico en él, y se dormía casi al instante, y eso fue precisamente lo que le ocurrió ahora. Lo despertó, al cabo de unos minutos, el sobresalto de saberse en un sitio tan peligroso; la muchacha se había levantado y lo miraba. La vio erguida junto a él y pensó que iba a atracarlo, pero en vez de eso ella sonrió; luego, cuando él le dio la mejor parte del fajo de billetes, la muchacha le miró por última vez la mano, en la que la sangre ya se había estancado, y lo invitó a buscarla todas las veces que quisiera…
Aaron Loewenthal abandonó la habitación exultante, y no se sintió inhibido por los marineros achispados e incluso borrachos que reían y se insultaban en sueco o neerlandés, molestando a los peatones; con su barba rubia y su cabeza calva y erguida, miraba sin miedo, de forma casi desafiante. De nuevo ante la amplia perspectiva del muelle de pasajeros, recordó que había llegado a ese mismo sitio hacía quince años, amilanado y cobarde, tan distinto de un héroe, tan distinto incluso de aquellos marineros ruidosos y altaneros... Fue entonces cuando, a través del bullicio arrabalero, traído por la brisa desde uno de los bares que se alineaban a su espalda, un aire de tango llegó a sus oídos, y, sin pensar en el íntimo desprecio que sentía por esa música llorona y sin heroicidad, recordó algunas palabras, y las tarareó: "Quién sabe si supieras...". Después, la alusión al "perrito compañero" que por la ausencia de ella no comía, le recordó a Pampero, que a su vez le recordó que se hacía tarde. Mirando hacia atrás, comprobó con sobresalto que el sol se había ocultado ya al oeste tras el edificio de la comandancia de marina, cuyos balcones rematados en arcos de medio punto formaban tres hileras oscuras en la fachada. ¿No era una insensatez estar ahí todavía, cuando ya estaba tan cerca la hora de la cita?... Entonces, olvidándose de su auto, decidió coger el primer taxi, y eran ya casi las siete y media cuando regresó a la fábrica.

3

No había pasado un cuarto de hora y una exangüe luz dorada brillaba todavía en el poniente, cuando desde la ventana vio aparecer la figura de una joven alta y huesuda, de movimientos ágiles y algo masculinos, que empujó la verja, eludió al perro y se deslizó, más que caminó, hacia la entrada del edificio. Había algo escurridizo y funambulesco en su figura a esa hora entre perro y lobo en que a veces los universos paralelos se confunden, como si fuera un ser venido de un mundo regido por los dioses del subsuelo… De todos modos, desde la perspectiva privilegiada de su ventana Aaron Loewenthal pudo comprobar con alivio que la informante vestía zapatos de tacón bajo, como las chicas de carne y hueso de la fábrica, y además medias de seda. ¿Se había puesto las medias del domingo en pleno verano?
La muchacha entró en la oficina sin ruido y tomó asiento, muy modosamente, estirando sobre sus angulosas rodillas el borde de su falda azul, y entonces él ya no tuvo duda alguna sobre su identidad, pues supo que en efecto era la muchacha fría y adusta que había visto muchas veces en el grupito de las Kronfuss, a la que llamaban Emma Zuns, pero con la que nunca había cruzado una sola palabra, lo que alguna vez le había llamado la atención. Ahora era la informante la que se esforzaba en hablar, en un español de esmerado acento argentino, ahorrándole el esfuerzo. Primero se disculpó por molestarlo, después mencionó nombres e invocó principios, el de la lealtad especialmente, en una frase retorcida que pronunció mirando hacia el suelo y jugueteando nerviosamente con el plisado de su falda dominguera, y se cortó con un acceso de tos... Como hizo un gesto de ahogo, Loewenthal salió precipitadamente en busca de un vaso de agua.
Cuando volvió con el vaso, la joven tenía ya el revólver en la mano. Al verla, pensó primero en una broma. ¿Por qué le enviaban los huelguistas una muchacha para amenazarlo, cuando seguramente les hubiera resultado más fácil seducirlo? Pero no era un ser humano lo que tenía ante sus ojos, sino una especie de zombi, y fue ese zombi el que, apuntando hacia él, disparó una, dos, tres veces. Los disparos penetraron muy cerca el uno de otro en algún lugar de su hombro derecho; con un grito de dolor, Aaron Loewenthal empezó a doblarse hacia ese lado, pensando de forma atropellada en los huelguistas, o tal vez en los sindicatos o los anarquistas, que lo habían elegido a él para el escarmiento; a él y también a esa tonta muchacha que con ese acto quedaba marcada para siempre... ¿Pero por qué elegir a alguien tan joven, tal vez una virgen, para ello? Entonces empezó a lanzar indignados improperios contra ella, la estúpida criatura que se dejaba utilizar de esa manera, pero la joven, como una virgen en trance, lo miraba sin escucharlo, y él apenas si reparó en la frialdad casi obscena de su mirada húmeda, y escuchó su voz plana y exaltada... "He venido a vengar a mi padre y no me podrán castigar...". Sí, claro, pensó entonces Aaron Loewenthal: "¡La niña!"… era ella, la niña con trenzas que seis años atrás todavía acompañaba a su padre en sus labores junto a la caja, la hija de Emmanuel Maier; ese era el ser que ahora le disparaba a él, para que fuera a reunirse con su padre allá donde ésta había decidido huir finalmente, esa fue la última revelación que tuvo Aaron Loewenthal cuando sintió que Emma Zuns se movía a su alrededor, le quitaba los anteojos y el saco y finalmente manoseaba el teléfono, en cuya bocina con una voz ya no tan temblorosa dijo: "Ha ocurrido una cosa que es increíble... El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de una huelga... Abusó de mí, lo maté...".
Para entonces, un frío lento y corrosivo se había apoderado ya del agonizante. ¿De modo que Fabriccia tenía razón? Sí, pero la pobre vieja no le había dicho que luego venía la pérdida de visión, porque eso era lo que él sentía ahora, al menos en un ojo, como si uno de los disparos le hubiera alcanzado el nervio óptico. Aunque bien pudiera ser que todo estuviera escrito y preestablecido, y él mismo hubiera sido el instrumento ciego de su propia inmolación; por eso había eliminado la posibilidad de un testigo, ya fuera la vieja Fabriccia o el mismo Darocca. Lo habrían querido así los dioses, que ciertamente vigilaban por él y por Pampero, el perro fiel y casi ciego que ladraba furiosamente en ese momento...
Cuando Aaron Loewenthal dejó de respirar, corría ya tierra adentro, llevado por los ladridos fieles del animal, los ladridos fuertes y tensos que retumbaban como rebencazos en la soledad de la pampa, y no sentía ya ese frío en los huesos, sino la suave ebriedad de ir juntos, como en una alfombra mágica, hacia algún sitio en el horizonte, en el que vivirían entre ombúes y caldenes, y más cerca de los dioses, libres para siempre de las intrigas y mezquindades de los humanos.
Ricardo Cano Gaviria (Colombia)
Vive en España desde 1970. Ha traducido al español autores como Flaubert, Larbaud, Mandiarguès, Valery, Nerval, M. de Guèrin, etc. Textos y relatos suyos han sido publicados en italiano, francés, español y alemán. Premio Navarra de Novela 1988 (España) por El pasajero Benjamin. Premio Nacional del libro Pedro Gómez Valderrama (a la mejor novela colombiana publicada en el quinquenio 1988-92) por Una lección de abismo. Algunos de sus libros son: El Prytaneum , Las ciento veinte jornadas de Bouvard y Pécuchet, En busca del Moloch, El Pasajero Benjamín, Una lección de abismo, El hombre que rezó a Baudelaire, El Buitre y el Ave Fénix, conversaciones con Mario Vargas Llosa, Acusados: Flaubert y Baudelaire, La vida en clave de sombra de José Asunción Silva.

foto:edicionesigitur.com/ricardocanogaviria.texto:odradekelcuento.com.

El cuento del domingo

Julio Cortázar, Maestro de maestros del cuento contemporáneo.
Continuidad de los parques

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama.
Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto,dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

Escritor argentino que fue un renovador del género narrativo, especialmente del cuento breve, tanto en la estructura como en el uso del lenguaje. Aunque nació en Bruselas, vivió en París la mayor parte de su vida -ciudad en la que murió- y en 1981 se nacionalizó francés, como protesta ante la toma del poder de las diferentes juntas militares en Argentina, es un autor argentino plenamente integrado en la literatura hispanoamericana. Nació en Bruselas, pero sus padres se trasladaron pronto a Buenos Aires. Estudió en la Escuela Normal de Profesores y fue profesor de Lengua y Literatura francesa en varios institutos de la provincia de Buenos Aires, y más tarde en la Universidad de Cuyo. En 1951 consiguió una beca para realizar estudios en París y ya en esta ciudad pasó a ser traductor de la UNESCO, trabajo que desempeñó hasta su jubilación. Un rasgo importante de su vida es que a raíz de un viaje que realizó a Cuba, invitado por Fidel Castro, se convirtió en gran defensor y divulgador de la causa revolucionaria cubana, como años más tarde haría con la Nicaragua sandinista. Mantuvo, a lo largo de su vida, un compromiso político activo, sobre todo en defensa de los derechos humanos. Formó parte del Tribunal Russell II que, en 1973, juzgó en Roma los crímenes llevados a cabo por las dictaduras latinoamericanas. Resultado de esta actividad fue su libro Dossier Chile: el libro negro. Viajero impenitente e intelectual abierto, fue uno de los protagonistas del boom de la literatura latinoamericana. Estos escritores consiguieron, a través de sus encuentros literarios y conferencias en diversos foros tanto de Estados Unidos como de Europa, sus relaciones con editoriales, sus colaboraciones con la prensa europea, un reconocimiento internacional para su obra, que, sin renunciar a sus raíces culturales, se universalizó tanto en temas como en estilos. Así, lo que empezó siendo un lanzamiento editorial de una nueva narrativa se convirtió en una presencia renovadora constante de la literatura, debido, por supuesto, a la calidad de las obras. Gran parte de su obra constituye un retrato, en clave surrealista, del mundo exterior, al que considera como un laberinto fantasmal del que el ser humano ha de intentar escapar. Una de sus primeras obras, Los reyes (1949), es un poema en prosa centrado en la leyenda del Minotauro. El tema del laberinto reaparece en Los premios (1960), una novela que gira alrededor del crucero que gana un grupo de jugadores en un sorteo, y que se va convirtiendo a lo largo del relato en una auténtica pesadilla. El Cortázar de los cuentos ha creado escuela por sus propuestas sorprendentes, su aprovechamiento de los recursos del lenguaje coloquial y sus atmósferas fantásticas e inquietantes que pueden emparentarse con las de los relatos de su compatriota Jorge Luis Borges. El ritmo del lenguaje recuerda constantemente la oralidad y, por lo tanto, el origen del cuento: leídos en voz alta cobran otro significado. Lo curioso de estos relatos es que el lector siempre queda atrapado, a pesar de la alteración de la sintaxis, de la disolución de la realidad, de lo insólito, del humor o del misterio, y reconstruye o interioriza la historia como algo verosímil. Entre las colecciones de cuentos más conocidas se encuentran Bestiario (1951), Las armas secretas (1959), uno de cuyos relatos, El perseguidor, se ha convertido en un referente obligado de su obra; Todos los fuegos el fuego (1966); Octaedro (1974), y Queremos tanto a Glenda (1981). Entre el relato y el ensayo imaginativo de difícil clasificación se encuentran Historias de cronopios y de famas (1962), La vuelta al día en ochenta mundos (1967) o Último round (1969). También escribió algunos poemarios como Presencia (1938), Pameos y meopas (1971) o Salvo el crepúsculo (póstumo, 1985). Siguiendo la tradición inaugurada por Edgar Allan Poe, Cortázar ha escrito breves ensayos, como Algunos aspectos del cuento, en el que establece las diferencias entre novela, que implica varios acontecimientos en sucesión, y cuento, un acontecimiento principal que sirve de núcleo alrededor del cual se articulan las acciones del personaje y todos aquellos elementos significativos que, como la metáfora, el símbolo o las referencias a determinados objetos o situaciones, anuncian al mismo tiempo que, creando pistas inciertas o ambiguas (origen de la tensión del relato o intriga), ocultan el desenlace. Aplicando la terminología del boxeo, Cortázar dice que la novela gana por puntos y el cuento por knock-out. Insiste en la necesidad de condensación y en que no hay temas importantes y temas insignificantes: cualquier tema, aun el más trivial (y para demostrarlo cita los cuentos de Chéjov), puede volverse significativo gracias a un buen tratamiento literario. Ejemplo de ello es el cuento Continuidad de los parques, en el que un hombre está leyendo una novela que narra cómo conspiran una mujer y su amante para matar al marido, que resulta ser el señor que lee la novela. Además de la constante de la mezcla de realidad y ficción, aparece aquí la figura del lector que, a su vez, es personaje del texto que lee. La llamada mise-en-abîme (la narración que contiene a su vez otra narración) es uno de los recursos tradicionales que Cortázar enriquece con su perspectiva más contemporánea. Rayuela (1963), la obra que despertó la curiosidad por su autor en todo el mundo, compromete al lector para que él mismo pueda elegir el orden en el que leerá los capítulos: de manera sucesiva o siguiendo un esquema de saltos que el autor ofrece en el comienzo del libro, pero que no excluye -al menos hipotéticamente- otras alternancias posibles. Rompiendo de este modo con toda pauta convencional de linealidad narrativa y sugiriendo que el lector haga una incursión personal en el libro, Cortázar propone lo que la investigación lingüística y literaria ha llamado desconstrucción del texto. Al mismo tiempo, los discursos literarios, filosóficos, políticos y hasta eróticos que se insertan en la novela se corresponden en gran medida con cuestiones heredadas de la literatura del absurdo, concretamente de autores como Franz Kafka y Albert Camus. Se trata de representar el absurdo, el caos y el problema existencial mediante una técnica nueva. El autor pretende echar abajo las formas usuales de la novela para crear una narración basada en una especie de ars combinatoria infinita por la cual se generan las múltiples lecturas capaces de articular la trama, la intriga, los personajes, el desdoblamiento autor-narrador (dualidad que, sin duda, remite una vez más a Cervantes como creador de la novela moderna) y hasta la reconstrucción de la cronología. Él mismo ha declarado que quería superar el falso dualismo entre razón e intuición, materia y espíritu, acción y contemplación, para alcanzar la visión de una nueva realidad, más mágica y más humana. Al final de la novela, en oposición a la novela clásica o tradicional, quedan interrogantes sin resolver: nada se cierra, todo está abierto a múltiples mundos. Cortázar llevó después estos planteamientos estéticos a su novela 62 / modelo para armar (1968), obra que toma su nombre del capitulo 62 de Rayuela, que no se lee si se sigue el orden fijado por el autor. Con el trasfondo político de la situación latinoamericana y de la vida de unos exiliados en París, pero con las mismas inquietudes wliterarias, publicó en 1973 El libro de Manuel. Fuentes: biográfica: EL PODER DE LA PALABRA - http://www.epdlp.com/. foto y texto: www.quedelibros.com

El cuento del domingo

A partir de hoy y todos los domingos se publicarán cuentos cortos, breves, brevísimos, minificciones, microcuentos. Por el placer de degustar un excelso texto literario que hace honor a la más sublime imaginación de los autores
Roberto Rubiano. Escritor colombiano.foto:tallerliterario.org.fuente:Antología de cuentos cortos.

Für Elise

Desde que bajé del autobus comencé a escuchar los acordes del piano. Los escuché mientras daba vuelta a la manzana buscando la entrada de la mansión.
En el sendero del jardín escuché, con mayor intensidad, los arpegios, las escalas y los bemoles. Entonces vi por primera vez a la señora Elisa. Estaba de pie, junto a la puerta de la casa con los brazos cruzados. Parecía estar de mal humor por mi demora.
Me había contratado para que le hiciera un retrato al óleo. Mientras me conducía al estudio de pintura, pasamos por desolados aposentos recargados con adornos coloniales, utensilios de cerámica prehispánica, cuadros de pintores contemporáneos, bibliotecas con todas las partituras de Beethoven y los libros de la enciclopedia Británica. Sin embargo en ningún lugar había un ser humano.
Ella parecía habitar solitaria ese extenso jardín que ningún pie hollaba, esa colección de muebles donde nadie descansaba, esos salones que permanecían vacíos. Entonces pasamos junto a la puerta de la sala de música. Me detuve un instante a ver al anónimo pianista que tocaba con los ojos cerrados, mientras deslizaba sus dedos por el teclado con una facilidad envidiable. El músico abrió los ojos y regresó a mirarme suplicante, como un condenado a muerte en espera de un milagro.
En ese instante la señora Elisa dio dos golpecitos en el piso con su zapato y me hizo seguirla hasta un estudio situado al norte de la casa donde me aguardaba el caballete. Era un lugar agradable con una clara boya por donde entraba la luz de la mañana. Abrí mi estuche con los óleos, los pinceles, la paleta y olvidé al pianista cuya música continúo sin interrupciones hasta el anochecer.
Trabajé todo el día en el retrato. Doña Elisa posaba frente a mí en silencio, cosa que agradecí, pero a medida que avanzaba, escrutar su impenetrable rostro resultaba cada vez más difícil.
No me dió respiro ni siquiera para comer y a las seis de la tarde me llevó al dormitorio de huéspedes.
El pianista venía en ese momento por el corredor y escurrió un papel entre mi mano sin que la señora Elisa lo notara.
Sentado en la cama leí el mensaje. Era escueto y alarmante, contenía cinco palabras: Estoy atrapado, ayúdeme por favor.
A la mañana siguiente, mientras escuchaba la primera sonata del día, traté de encontrar algún sentido a esa nota de auxilio. Al poco rato vino la señora Elisa a buscarme para continuar mi labor.
Cuando pasamos frente a la sala de música, doña Elisa cerró la puerta. Me pareció escuchar un error en la interpretación, pero tal vez fue sólo imaginación mía. En todo caso fue lo último que percibí antes de ser encerrado en el estudio de la torre norte, rodeado de pinceles, óleos y lienzos, bajo la hermosa claraboya por donde todas las mañanas entra la luz del sol.
Esto sucedió hace algunos años. Sin embargo lo recuerdo con toda nitidez porque desde entonces no he hecho otra cosa que intentar satisfacer a doña Elisa, sin éxito. Y pintar y pintar esclavo de este caballete, escuchando, a toda hora, una sonata de Beethoven interpretada por otro esclavo.


Roberto Rubiano
Bogotá, 1952. Narrador, fotógrafo y realizador. Sus libros más recientes son: Cincuenta agujeros negros (2008), Necesitaba una historia de amor (2006) y Alquimia de Escritor (2006). Ha publicado otros tres libros de cuentos: Vamos a Matar al Dragoneante Peláez (1999), El Informe de Gálves y otros thrillers (1993), Gentecita del montón (1981), la novela El anarquista jubilado (2001), dos novelas cortas para lector juvenil: Una aventura en el papel (1988) y En la ciudad de los monstruos perdidos (2002), y el libro de poemas Relato del peregrino (2005).
Obtuvo en dos ocasiones (1981 y 1993) el premio nacional para libro de cuentos. En el 2001 obtuvo (entre 8.000 cuentos participantes) el premio nacional de cuento corto otorgado por el diario El Tiempo de Bogotá. En 1991 el Premio Nacional de cuento Gobernación de Caldas y en 1975 el Premio Nacional de Cuento Diario del Caribe, de Barranquilla.