El cuento del domingo


Raymond Carver


De qué hablamos cuando hablamos de amor

Estaba hablando mi amigo Mel McGinnis. Mel McGin-nis es cardiólogo, y eso le da a veces derecho a hacerlo.

Estábamos los cuatro sentados a la mesa de la cocina de su casa, bebiendo ginebra. El sol, que entraba por el ventanal de detrás del fregadero, inundaba la cocina. Es­tábamos Mel y yo y su segunda mujer, Teresa —la lla­mábamos Terri— y Laura, mi mujer. Entonces vivíamos en Alburquerque. Pero todos éramos de otra parte.

Había un cubo con hielo encima de la mesa. La gine­bra y la tónica circulaban sin parar, y surgió no sé cómo el tema del amor. Mel opinaba que el verdadero amor no era otra cosa que el amor espiritual. Dijo que se había pasado cinco años en un seminario antes de salirse para estudiar medicina. Dijo que aún recordaba aquellos años del seminario como los más importantes de su vida.

Terri dijo que el hombre con quien vivía antes de vi­vir con Mel la quería tanto que había intentado matarla. Luego continuó:

—Una noche me dio una paliza. Me arrastró por toda la sala tirando de mis tobillos. Y me decía una y otra vez: «Te quiero, te quiero, zorra.» Y mi cabeza no paraba de golpear contra las cosas. —Terri nos miró—. ¿Qué se puede hacer con un amor así?

Era una mujer de huesos finos y cara bonita, ojos os­curos y una melena castaña que le caía por la espalda.

Le gustaban los collares de turquesas y los pendientes largos.

—Dios mío, no seas boba. Eso no es amor, y tú lo sabes —dijo Mel—. No sé cómo podríamos llamarlo, pero estoy seguro de que no debemos llamarlo amor.

—Tú dirás lo que quieras, pero sé que era amor —pro­testó Terri—. Puede sonarte a disparate, pero es verdad. La gente es diferente, Mel. Algunas veces actuaba como un loco, es cierto. Lo admito. Pero me amaba. A su modo, quizá, pero me amaba. En todo aquello había amor, Mel. No digas que no.

Mel suspiró. Levantó el vaso y se volvió a Laura y a mí.

—Me amenazó con matarme —dijo. Apuró el vaso y alargó la mano hacia la botella de ginebra—. Terri es una romántica. Terri es de la escuela de dame una patada-y-así-sabré-que-me amas. Terri, cariño, no pongas esa cara. —Mel alargó la mano por encima de la mesa y tocó la mejilla de Terri con los dedos. Y le sonrió.

—Ahora quiere arreglarlo —dijo Terri.

—¿Arreglar qué? —saltó Mel—. ¿Qué es lo que tengo que arreglar? Yo sé lo que sé. Eso es todo.

—De todas formas, ¿cómo nos hemos puesto a hablar de esto? —Terri levantó el vaso, bebió y añadió—: Mel siempre tiene metido el amor en la cabeza. ¿No es ver­dad, cariño? —sonrió. Pensé que el tema iba a quedar zanjado.

—Yo no llamaría amor al comportamiento de Ed. Eso es lo único que he dicho, cariño —puntualizó Mel—. ¿Y qué opináis vosotros? —Mel se dirigía a Laura y a mí—. ¿Os parece que eso es amor?

—No soy la persona más apropiada para responder —respondí yo—. Ni siquiera conocí a ese Ed. Sólo lo he oído mencionar de pasada. No me atrevo a juzgarle. Ten­dría que conocer los detalles. Pero creo que lo que estás diciendo es que el amor es un absoluto.

Mel aclaró:

—Lo es el tipo de amor al que me refiero. El tipo de amor al que me refiero no te lleva a intentar matar gente. Laura intervino:

—Yo no sé nada de Ed ni de la situación. Pero ¿quién puede juzgar la situación de otro?

Toqué el dorso de la mano de Laura. Me envió una rápida sonrisa. Le cogí la mano. Estaba cálida: las uñas pulidas: una perfecta manicura. Rodeé su ancha muñeca con los dedos, y la abracé.

—Cuando me fui, se tomó un matarratas —explicó Terri. Se apretó los brazos con las manos—. Lo llevaron al hospital de Santa Fe. Vivíamos allí entonces, a unas diez millas. Le salvaron la vida. Pero se le enloquecieron las encías. Quiero decir que era como si se le separaran de los dientes. Desde entonces, los dientes le sobresalían, como colmillos. Dios mío —suspiró Terri. Aguardó unos instantes; luego se soltó los brazos y cogió el vaso.

—¡Qué cosas llega a hacer la gente! —exclamó Laura.

—Ahora está fuera de juego —dijo Mel—. Murió.

Mel me pasó el plato de limas. Cogí un trozo. Lo ex­primí en mi vaso y removí los cubitos con los dedos.

—Es más grave que eso —dijo Terri—. Se pegó un tiro en la boca. Pero tampoco le salió bien. Pobre Ed. —Sacudió la cabeza.

—Ni pobre Ed ni nada —dijo Mel—. Era peligroso.

Mel tenía cuarenta y cinco años. Era alto y ágil y te­nía el pelo rizado y suave. Cara y brazos bronceados por el tenis. Cuando estaba sobrio, sus gestos, sus movimien­tos, eran precisos, en extremo cuidadosos.

—Pero me amaba, Mel. Concédeme eso —insistió Te­rri—. Es lo único que te pido. No me amaba de la forma que tú me amas. No estoy diciendo eso. Pero me amaba. Podrás concederme eso, ¿no?

—¿Qué quieres decir con que no le salió bien? —pre­gunté.

Laura se inclinó hacia delante con el vaso. Apoyó los codos sobre la mesa y sostuvo el vaso con ambas manos. Miró a Mel y luego a Terri, y aguardó con expresión de perplejidad en su cara franca, como si se asombrara de que tales cosas les pudieran suceder a los amigos.

—¿Cómo dices que le salió mal si se mató? —inquirí.

—Te lo contaré yo —dijo Mel—. Cogió su pistola del veintidós, la que se había comprado para amenazarnos a Terri y a mí. Hablo en serio, ese hombre siempre es­taba amenazándonos. Deberías haber visto el tipo de vida que llevábamos entonces. Eramos como fugitivos. Hasta yo me compré una pistola. ¿Podéis creerlo? ¡Un tipo co­mo yo! Pero lo hice. Me la compré para defenderme, y la llevaba en la guantera. A veces tenía que salir del aparta­mento en mitad de la noche. Para ir al hospital, ya sabéis. Terri y yo no nos habíamos casado todavía, y mi primera mujer se había quedado con la casa y los chicos, con el perro, con todo, y Terri y yo vivíamos en este apartamen­to. A veces, como digo, me llamaban en mitad de la no­che y tenía que ir al hospital a las dos o las tres de la madrugada. El aparcamiento estaba completamente os­curo, y antes de llegar al coche me ponía a sudar. Nunca sabía si iba a salir de unos arbustos o de detrás de un coche y empezar a dispararme. Quiero decir que ese hom­bre estaba loco. Era capaz de ponerte una bomba, de cualquier cosa. Llamaba al servicio médico a todas horas, y decía que necesitaba hablar con el doctor, y cuando me ponía al aparato me decía: «Hijo de perra, tus días están contados.» Y nimiedades por el estilo. Era algo que daba miedo, creedme.

—A mí me sigue dando lástima —confesó Terri.

—Parece una pesadilla —dijo Laura—. ¿Pero qué su­cedió exactamente después de que se pegara el tiro?

Laura es secretaria jurídica. Nos habíamos conocido en el campo profesional. Y antes de que nos diéramos cuenta éramos novios. Tiene treinta y cinco años, tres menos que yo. Además de estar enamorados, nos gusta­mos y disfrutamos de nuestra mutua compañía. Es una mujer con la que es fácil llevarse bien.

—¿Qué sucedió? —insistió Laura. Mel explicó:

—Se pegó un tiro en la boca, en su cuarto. Alguien oyó el disparo y avisó al gerente. Entraron con una llave maestra y vieron lo que pasaba y llamaron una ambu­lancia. Coincidió que yo estaba allí cuando lo llevaron, pero su estado era irreversible. Vivió tres días. La cabeza se le hinchó, se le puso de tamaño doble al de una cabeza normal. Nunca había visto nada semejante, y espero no volver a verlo. Terri, al enterarse, quiso ir al hospital para estar con él. Reñimos por culpa de eso. Yo opinaba que no debía verlo en aquel estado. Pensaba que no debía verlo, y sigo pensando lo mismo.

—¿Quién se salió con la suya? —dijo Laura.

—Yo estaba con él en su habitación cuando murió —precisó Terri—. No recuperó el conocimiento en nin­gún momento. Pero me quedé con él. No tenía a nadie más.

—Era peligroso —dijo Mel—. Si quieres llamarlo amor, allá tú.

—Era amor —repitió Terri—. Ya sé que era un amor anormal para la mayoría de la gente. Pero estaba dis­puesto a morir por su amor. Murió por él.

—Pues para mí eso no es amor, puedes estar segura —dijo Mel—. Lo que quiero decir es que nadie sabe por qué lo hizo. He visto muchos suicidas, y en mi opinión nadie ha sabido nunca por qué lo hicieron.

Mel se puso las manos en la nuca e inclinó la silla hacia atrás.

—No me interesa ese tipo de amor —declaró—. Si para ti eso es amor, allá tú. Terri explicó:

—Estábamos asustados. Mel incluso hizo testamento, y escribió a su hermano, que había sido Boina Verde y vivía en California, diciéndole a quién debía buscar si algo le sucedía.

Terri bebió de su vaso. Prosiguió:

—Pero Mel tiene razón: vivíamos como fugitivos. Te­níamos miedo. Mel tenía miedo, ¿verdad, cariño? Yo, llegado cierto momento, hasta llamé a la policía, pero no sirvió de nada. Me aseguraron que no podían actuar mientras Ed no hiciera algo concreto. ¿No tiene gracia? —dijo Terri.

Se sirvió lo que quedaba de ginebra y agitó la bote­lla. Mel se levantó y fue al aparador. Sacó otra botella.

—Bien, Nick y yo sabemos lo que es amor —dijo Lau­ra—. Para nosotros, por lo menos. —Laura me dio un golpecito en la rodilla con la suya—. Se supone que ahora debes decir algo —insinuó, y se volvió hacia mí sonriendo.

A modo de respuesta, cogí la mano de Laura y me la llevé a los labios. La besé con gran fruición y vehemen­cia. Todos mostraron su regocijo.

—Somos afortunados —declaré.

—Eh, chicos —exclamó Terri—. Dejadlo. Me estáis po­niendo mala. Aún seguís en la luna de miel, santo Dios. Aún seguís alelados, ¿será posible? Pero ya veréis. ¿Cuán­to tiempo lleváis juntos? ¿Cuánto tiempo hace? ¿Un año? ¿Más de un año?

—Un año y medio —contestó Laura, ruborizada y son­riente.

—Oh, vaya —dijo Terri—. Pues esperad un poco. Levantó el vaso y miró a Laura.

—Sólo estoy bromeando —puntualizó Terri.

Mel abrió la botella y nos sirvió ginebra.

—Vamos, muchachos —intervino—. Brindemos. Quie­ro proponer un brindis. Un brindis por el amor. Por el amor verdadero.

Hicimos chocar los vasos.

—Por el amor —coreamos.

Fuera, en el patio, empezó a ladrar uno de los perros. Las hojas del álamo temblón que pendían al otro lado de la ventana golpeaban tenuemente el cristal. El sol de la tarde era como una presencia en la cocina: la ancha luz de la calma y la generosidad. Podríamos haber esta­do en cualquier otro lugar, en algún lugar encantado. Vol­vimos a alzar los vasos y nos sonreímos unos a otros como niños que han pactado algo prohibido.

—Voy a explicaros lo que es el amor verdadero —dijo Mel—. Voy a poneros un buen ejemplo. Luego podréis sacar vuestras propias conclusiones. —Se sirvió ginebra. Añadió un cubito de hielo y una rodajita de lima. Espe­ramos, bebimos a pequeños sorbos. Laura y yo volvimos a juntar nuestras rodillas. Le puse una mano en el cá­lido muslo y la dejé allí encima.

—¿Qué es lo que cualquiera de nosotros sabe real­mente del amor? —dijo Mel—. Creo que en el amor no somos más que principiantes. Decimos que nos amamos, y nos amamos, no lo dudo. Yo amo a Terri y Terri me ama a mí, y también vosotros os amáis. Ya sabéis a qué tipo de amor me refiero ahora. Al amor físico, ese im­pulso que te arrastra hacia alguien concreto, y al amor que inspira el ser de la otra persona. La esencia de esa persona, podríamos decir. El amor carnal y, bueno, di­gamos el amor sentimental, ese cuidado cotidiano para con la otra persona. Pero a veces me resulta difícil ex­plicarme el hecho de que también debí de amar a mi primera mujer. Pero la amé, sé que la amé. Así que su­pongo que soy como Terri a este respecto. Como Terri y Ed. —Se quedó pensando en ello y luego continuó—: Hubo un tiempo en que creí que amaba a mi ex mujer más que a la propia vida. Pero ahora la aborrezco. De verdad. ¿Cómo se explica eso? ¿Qué ha sido de aquel amor? Qué ha sido de él, eso es lo que quisiera yo sa­ber. Me gustaría que alguien pudiera decírmelo. Ahí te­nemos a Ed. De acuerdo, otra vez Ed. Ama tanto a Terri que trata de matarla, y acaba matándose a sí mismo. —Calló y bebió un trago de ginebra—. Vosotros lleváis juntos dieciocho meses, y os amáis. Se os nota en todo. Rebosáis amor. Pero los dos habéis amado a otra gente antes de encontraros. Los dos habéis estado casados antes, igual que nosotros. Y probablemente habréis amado a otras personas antes de vuestro primer matrimonio. Terri y yo llevamos juntos cinco años, y casados cuatro. Y lo terrible, lo terrible, aunque también lo bueno, la gracia salvadora, podríamos decir, es que si algo nos pasara a alguno de nosotros, perdonadme que lo diga, si algo nos pasara a alguno de nosotros mañana, creo que el otro, la otra persona, lo pasaría mal una temporada, entendéis, pero, luego, el que sobreviviese saldría y volvería a amar, tendría a alguien muy pronto. Y todo esto, todo el amor del que hablamos no sería sino un recuerdo. Y puede que ni siquiera un recuerdo. ¿Me equivoco? ¿Estoy desba­rrando? Porque quiero que me corrijáis si no estoy en lo cierto. Quiero saber. Porque no sé nada, ¿entendéis? Y soy el primero en admitirlo.

—Mel, por el amor de Dios —intervino Terri. Se in­clinó hacia él y le tomó de la muñeca—. ¿Ya la has co­gido, cariño? ¿Estás borracho?

—Cariño, sólo estoy hablando —protestó Mel—. ¿Vale? No necesito estar borracho para decir lo que pienso. Es­tamos hablando, ¿no es eso? —dijo, y fijó la mirada en ella.

—No te estoy criticando —aseguró Terri.

Terri cogió su vaso.

—Hoy no estoy de guardia —puntualizó Mel—. Permí­teme que te lo recuerde. No estoy de guardia.

—Mel, te queremos —dijo Laura.

Mel miró a Laura. La miró como si no lograra situar­la, como si no fuera la mujer que era.

—Yo también te quiero, Laura —dijo Mel—. Y a ti, Nick. También te quiero a ti. ¿Sabéis una cosa? —se inte­rrumpió—. Sois nuestros amigos —afirmó.

Y cogió el vaso.

—Iba a contaros algo —empezó Mel—. Bueno, iba a demostrar algo. Veréis: sucedió hace unos meses, pero sigue sucediendo en este mismo instante, y es algo que debería hacer que nos avergoncemos cuando hablamos como si supiéramos de qué hablamos cuando hablamos de amor.

—Vamos, Mel —le regañó Terri—. No hables como si estuvieras borracho si no lo estás.

—Cállate por una vez en la vida —le pidió Mel con suma calma—. ¿Me harás ese favor, sólo durante un mi­nuto? Como iba diciendo, hay una vieja pareja que tuvo un accidente en la autopista interestatal. Un jovencito chocó con ellos y los dejó hechos mierda. Nadie les daba muchas probabilidades de salir con vida.

Terri nos miró y luego miró a Mel. Parecía ansiosa, aunque quizás ésta sea una palabra demasiado fuerte.

Mel nos pasaba la botella.

—Yo estaba de guardia aquella noche —explicó—. Era mayo, o quizá junio. Terri y yo acabábamos de sen­tarnos a la mesa cuando llamaron del hospital. Era por lo de ese accidente de la interestatal. Un jovencito borra­cho, un quinceañero, había estrellado la camioneta de papá contra el coche-caravana de los viejos. Tenían unos setenta y tantos años, los viejos. El chico, de dieciocho o diecinueve o algo así, murió al llegar al hospital. Se le ha­bía hundido el volante en el esternón. La pareja de ancia­nos seguía con vida, ya veis. Bueno, malamente. Tenían de todo. Fracturas múltiples, heridas internas, hemorra­gias, contusiones, desgarrones, de todo... Y conmoción cerebral, los dos. Creedme, un estado lamentable. Y, cla­ro está, la edad lo empeoraba todo. Creo que ella estaba bastante peor que él. Se le había reventado el bazo, para acabar de arreglarlo. Y tenía las dos rótulas fracturadas. Pero llevaban puestos los cinturones de seguridad, y bien sabe Dios que eso fue lo que les salvó de una muerte ins­tantánea.

—Chicos, he aquí un aviso del Consejo Nacional de Seguridad Vial. Vuestro portavoz, el doctor Melvin R. McGinnis, al habla —Terri rió—. Mel —prosiguió—, a veces eres demasiado. Pero te quiero, cariño.

—Cariño, te quiero —declaró Mel.

Adelantó el cuerpo por encima de la mesa. Terri fue a su encuentro. Se besaron.

—Terri tiene razón —corroboró Mel, de nuevo en su silla—. Usad siempre los cinturones de seguridad. Pero, hablando en serio, los viejos estaban muy mal. Cuando llegué abajo, el chico había muerto, como ya os he dicho. Estaba en un rincón, tendido en una camilla. Reconocí por encima a los viejos y le dije a la enfermera de urgen­cias que hiciera bajar inmediatamente a un neurólogo y a un traumatólogo y a un par de cirujanos.

Bebió un trago de ginebra.

—Trataré de no extenderme —continuó—. Los subi­mos al quirófano y estuvimos casi toda la noche con ellos. Qué increíble resistencia la de esos viejos. Raras veces se ve algo parecido. De modo que hicimos todo lo que estaba en nuestra mano, y al filo de la mañana les dábamos un cincuenta por ciento de probabilidades, quizás algo menos a ella. Y ahí los tenéis por la mañana, vivos. Bien, pues los instalamos en Vigilancia Intensiva, se pasaron dos semanas luchando por sobrevivir, mejorando poco a poco en todos los aspectos. Así que los trasladamos a una habitación.

Mel hizo una pausa.

—Venga —prosiguió—. Acabemos esta maldita gine­bra barata. Y nos vamos a cenar, ¿de acuerdo? Terri y yo conocemos un sitio nuevo. Cenaremos allí, en ese si­tio. Pero no nos moveremos hasta que acabemos esta maldita ginebra.

Terri aclaró:

—En realidad aún no hemos comido allí nunca. Pero tiene buen aspecto. Por fuera, quiero decir.

—Me gusta comer —comentó Mel—. Si volviera a em­pezar de nuevo, me haría chef, ¿sabéis? ¿Te parece bien, Terri?

Rió. Hurgó en los cubitos de hielo con los dedos.

—Terri lo sabe —explicó—. Terri puede contároslo. Pero dejad que os diga una cosa. Si pudiera volver a na­cer, vivir una vida diferente, en un tiempo diferente y todo eso, ¿sabéis qué? Me gustaría ser un caballero andante. Uno tenía que sentirse muy seguro con aquellas arma­duras. Tuvo que estar muy bien eso de ser caballero, hasta que inventaron la pólvora y los mosquetones y las pistolas.

—A Mel le gustaría ir a caballo con la lanza en ris­tre —añadió Terri.

—Y llevar siempre consigo un pañuelo de mujer —apostilló Laura.

—O simplemente una mujer —redondeó Mel.

—¿No te da vergüenza? —saltó Laura.

Terri dijo:

—Supón que volvieras a vivir y fueses un siervo. Los siervos no lo tenían tan fácil en aquellos tiempos.

—Los siervos no lo han tenido nunca fácil —dijo Mel—. Pero imagino que hasta los caballeros eran vesa­llos1 de alguien. ¿No era así como funcionaban las cosas? Pero incluso hoy todos somos siempre vesallos (1) de al­guien. ¿No es cierto? ¿Eh, Terri? Pero lo que me gusta de los caballeros, aparte de sus damas, es esa armadura que llevaban. No era nada fácil herirles. No había co­ches en aquel tiempo. No había jovencitos borrachos que te embistieran y te rompieran la crisma.

(1) Mel dice vessels (vasijas, navios) en lugar de vassals (vasallos). La confusión es en inglés quizá venial merced a la gran similitud foné­tica entre ambos vocablos. En castellano, sin embargo, al no existir una palabra susceptible de confundirse verosímil y equiparablemente con «vasallo», se ha juzgado inevitable recurrir a una deformación —harto forzada— de la palabra misma. (N. del T.)

—Vasallos —corrigió Terri.

—¿Qué? —preguntó Mel.

—Vasallos —repitió Terri—. Es vasallos, no vesallos.

—Vasallos, vesallos —protestó Mel—. ¿Qué diferencia hay, mierda? Me has entendido, ¿no? Muy bien —recono­ció—. No soy culto. He aprendido lo mío. Soy cirujano del corazón, perfecto, pero no soy más que un mecánico. Voy y me meto por allí y arreglo cosas. Mierda.

—La modestia no te sienta bien —dijo Terri.

—No es más que un humilde matasanos —intervine yo—. A veces, Mel, los caballeros se asfixiaban dentro de aquellas armaduras. Sufrían incluso ataques al corazón si las armaduras se calentaban en exceso, o si ellos esta­ban demasiado cansados y desfallecidos. He leído en algu­na parte que a veces se caían del caballo y no podían levantarse, porque el cansancio les impedía mantenerse en pie con toda aquella armadura encima. Y a veces los piso­teaban sus propios caballos.

—Terrible —exclamó Mel—. Es terrible, Nicky. Los imagino tendidos en el suelo, a la espera de que aparecie­ra alguien y los convirtiera en pinchos morunos.

—Algún vesallo como ellos —dijo Terri.

—Exacto —apoyó Mel—. Aparecería algún vasallo y atravesaría a los muy bastardos en nombre del amor. O en nombre de la jodida causa por la que lucharan en aquellos tiempos.

—Las mismas por las que luchamos hoy en día —dijo Terri.

Laura sentenció:

—Nada ha cambiado.

Las mejillas de Laura seguían subidas de color. Sus ojos brillaban. Se llevó el vaso a los labios.

Mel se sirvió otra copa. Miró la etiqueta detenidamen­te, como si estudiara la larga hilera de números. Luego dejó la botella sobre la mesa, con lentitud, y alargó la mano despacio hacia el agua tónica.

—¿Qué pasó con la pareja de ancianos? —quiso saber Laura—. No has acabado de contar la historia.

Laura tenía dificultades para encender su cigarrillo. Las cerillas se le apagaban una y otra vez.

La luz del sol, dentro de la cocina, era ahora diferen­te; cambiaba, se hacía más tenue. Pero las hojas del otro lado de la ventana seguían trémulas, y me puse a mirar las formas que dibujaban en los cristales y en el tablero de fórmica. No eran formas iguales, claro está.

—¿Qué pasó con los viejos? —pregunté.

—Más viejos pero más sabios —comentó Terri.

Mel la miró con fijeza.

Terri prosiguió:

—Sigue con la historia, cariño. Era una broma. ¿Qué pasó?

—Terri, a veces... —empezó Mel.

—Mel, por favor —le interrumpió Terri—. No seas tan serio siempre, cariño. ¿No soportas una broma? —¿Dónde está la broma? —inquirió Mel.

Mantuvo el vaso en la mano y miró fijo a su mujer.

—¿Qué pasó? —insistió Laura.

Mel clavó la mirada en Laura. Dijo:

—Laura, si no tuviera a Terri y si no la amara tanto, y si Nick no fuera mi mejor amigo, me enamoraría de ti. Y te raptaría.

—Cuéntanos la historia —le instó Terri—. Y luego nos vamos a ese restaurante nuevo, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —dijo Mel—. ¿Dónde estaba? —Se que­dó mirando la mesa; luego siguió con la historia—: Iba a verlos a los dos todos los días, y hasta dos veces al día cuando tenía que quedarme a visitar a otros enfer­mos. Escayolas y vendajes, de la cabeza a los pies, am­bos. Ya sabéis, lo habéis visto en las películas. Ese era el aspecto que tenían, igual que en las películas. Sólo unos agujeritos para los ojos y para la nariz y para la boca. Y ella, para colmo, con las piernas en alto. Bien, pues el marido estaba deprimido la mayor parte del tiempo. Incluso después de enterarse de que su mujer saldría de aquélla. Seguía muy deprimido. Pero no por el accidente. Me refiero a que el accidente era una cosa, sí, pero no lo era todo. Yo me acercaba al agujero de su boca, y él me decía que no, que no era por el accidente exactamente, sino porque no podía verla por los aguje­ros de los ojos. Decía que era eso lo que le hacía sentirse así de mal. ¿Os lo imagináis? Podéis creerme, al hombre le rompía el corazón no poder volver la maldita cabeza para ver a su maldita esposa.

Mel nos miró a unos y a otros y, ante lo que estaba a punto de decir, meneó la cabeza.

—Digo que lo que estaba matando a aquel pendejo era que no podía mirar a su jodida mujer.

Los tres miramos a Mel.

—¿Entendéis lo que quiero decir? —preguntó.

Puede que para entonces estuviéramos ya un poco bo­rrachos. Sé que nos resultaba difícil mantener las cosas en su justo punto. La luz abandonaba ya la cocina, se retiraba a través de la ventana hacia el lugar de donde había venido. Y sin embargo nadie hizo el más mínimo ademán de levantarse para encender la luz de encima de nuestras cabezas.

—Escuchad —propuso Mel—. Acabemos esta puta gi­nebra. Todavía queda para una ronda más. Luego nos vamos a cenar. A ese sitio nuevo.

—Está deprimido —observó Terri—. Mel, ¿por qué no te tomas una pastilla?

Mel sacudió la cabeza.

—He tomado todo lo que hay.

—A todos nos hace falta una pastilla de vez en cuan­do —dije.

—Hay gente que las necesita desde que nace —comen­tó Terri.

Frotaba con el dedo algo que había encima de la mesa. Luego dejó de hacerlo.

—Creo que me apetece llamar a mis hijos —dijo Mel—. ¿Os importa? Voy a llamar a mis hijos.

Terri le avisó:

—¿Y si Marjorie contesta al teléfono? Eh, chicos, ¿os hemos hablado de Marjorie? Cariño, sabes muy bien que no quieres hablar con Marjorie. Te hará sentirte peor.

—No quiero hablar con Marjorie —reconoció Mel—. Pero quiero hablar con mis hijos.

—No pasa un día sin que Mel diga que tiene ganas de que su ex mujer vuelva a casarse. O de que se mue­ra —explicó Terri—. En primer lugar —afirmó—, nos está arruinando. Mel dice que si no se casa es sólo para fastidiarle. Tiene un novio que vive con ella y con los niños. Así que Mel mantiene también al novio.

—Marjorie es alérgica a las abejas —contó Mel—. Cuando no rezo para que vuelva a casarse, rezo para que se le eche encima un maldito enjambre de abejas y la mate a aguijonazos.

—Qué vergüenza —dijo Laura.

—Bzzzzz —susurró Mel, convirtiendo sus dedos en abejas y haciéndolas zumbar en dirección a la garganta de Terri. Después dejó caer las manos a ambos lados.

Es perversa —dijo Mel—. A veces se me ocurre ir a su casa vestido de apicultor. Ya sabes: esa especie de yelmo con la plancha que te tapa la cara, los grandes guantes y el traje acolchado. Llamo a la puerta y suelto el enjambre dentro de la casa. Pero antes tendría que asegurarme de que no estuvieran los chicos, por supuesto.

Cruzó las piernas. Le llevó su tiempo hacerlo. Luego puso ambos pies en el suelo y se inclinó hacia adelante, con los codos sobre la mesa y la barbilla en el hueco de las manos.

—Puede que no llame a mis hijos. Puede que no fuera tan buena idea. Puede que lo que hagamos sea irnos a cenar. ¿Qué os parece?

—A mí me parece bien —asentí—. Comer o no comer. O seguir bebiendo. Yo podría seguir hasta que anochezca.

—¿Qué quieres decir, cariño? —preguntó Laura.

—Exactamente lo que he dicho —respondí—. Que po­dría seguir. Eso es todo lo que he dicho.

—Pues yo comería algo —confesó Laura—. Creo que no he tenido tanta hambre en mi vida. ¿Hay algo para picar?

—Sacaré queso y galletas —dijo Terri.

Pero Terri siguió sentada. No se levantó ni trajo nada.

Mel volcó su vaso. Lo derramó sobre la mesa.

—Se acabó la ginebra —anunció.

—¿Y ahora qué? —dijo Terri.

Oía los latidos de mi corazón. Oía el corazón de los demás. Oía el ruido humano que hacíamos allí sentados, sin movernos, ninguno lo más mínimo, ni siquiera cuan­do la cocina quedó a oscuras.

Raymond Clevie Carver, Jr. (25 de mayo de 19382 de agosto de 1988), escritor estadounidense adscrito al llamado realismo sucio.

Carver nació en Clatskanie, Oregón y creció en Yakima, Washington. Su padre trabajaba en un aserradero y era alcohólico. Su madre trabajaba como camarera y vendedora. Tuvo un único hermano llamado James Franklyn Carver que nació en 1943.

Durante algún tiempo, Carver estudió bajo la tutela del escritor John Gardner, en el Chico State College, en Chico, California. Publicó un sinnúmero de relatos en revistas y periódicos, incluyendo el New Yorker y Esquire, que en su mayoría narran la vida de obreros y gente de las clases desfavorecidas de la sociedad estadounidense. Sus historias han sido incluidas en algunas de las más prestigiosas compilaciones estadounidenses: Best American Short Stories y el Premio O. Henry de relatos cortos.

Carver estuvo casado dos veces. Su segunda esposa fue la poetisa Tess Galagher. Alcohólico, cuyos efectos se manifiestan en algunos de sus personajes, Carver permaneció sobrio los últimos diez años de su vida. Era un gran amigo de Tobias Wolff y de Richard Ford, escritores también del realismo sucio.

En 1988, fue investido por la Academia Americana de Artes y Letras.

Los críticos asocian los escritos de Carver al minimalismo y le consideran el padre de la citada corriente del realismo sucio. En la época de su muerte Carver era considerado un escritor de moda, un icono que América "no podría darse el lujo de perder", según Richar Gottlieb, entonces editor de New Yorker. Sin duda era su mejor cuentista, quizá el mejor del siglo junto a Chéjov, en palabras del escritor chileno Roberto Bolaño. Al hilo de esta idea cabe destacar un soberbio cuento dedicado a los últimos días del referido escritor ruso de nombre "Tres rosas amarillas".

Su editor en Esquire, Gordon Lish, desempeñó un papel decisivo en concebir el estilo de la prosa de Carver. Por ejemplo, donde Gardner recomendaba a Carver usar 15 palabras en lugar de 25, Lish le instaba a usar 5 en lugar de 15. Durante este tiempo, Carver también envió su poesía a James Dickey, entonces editor de poesía de Esquire.

Carver murió en Port Angeles, Washington, de cáncer de pulmón, a los 50 años de edad.

En 1998, diez años después de la muerte de Carver, un artículo en la revista New York Times Magazine suscitó polémica al alegar que su editor Gordon Lish no sólo dio consejos a Carver, sino que reescribió párrafos enteros de sus cuentos, hasta el punto de cambiar el final innumerables veces. En el caso de los relatos del libro De qué hablamos cuando hablamos de amor, Lish llegó a reducir a la mitad el número de palabras originales y reescribió 10 de los 13 finales de los cuentos del libro. Por ejemplo, el cuento "Diles a las mujeres que nos vamos" ("Tell The Women We're Going") gana una dimensión más abstracta en manos de Lish, que suprime las relaciones de causa y efecto que llevan a dos adultos a matar a dos adolescentes, y añade torpeza, profundidad y silencio donde antes había — según D.T.Max, autor del artículo— demasiadas palabras.

Es notable también el caso de "Parece una tontería" ("A Good Thing, Small Thing"), con el que Carver ganó el premio O. Henry en 1983. La versión original del relato sobre un niño en coma se ve reducida a la mitad, tiene el título cambiado a "El baño" ("The Bath") y la muerte del niño al final de la versión de Carver se convierte en un final abierto, donde el lector no sabe si el niño vive o no. "El baño" fue publicado en De qué hablamos cuando hablamos de amor (What We Talk About When We Talk About Love) (1981) y "Parece una tontería" vio la luz posteriormente en Catedral (Cathedral) (1983).

Según el escritor Alessandro Baricco, quien revisó los manuscritos anotados que sirvieran de base para el artículo del New York Times (véase este artículo publicado en La Repubblica), Carver «construía paisajes de hielo pero luego los veteaba de sentimientos, como si tuviera necesidad de convencerse de que, a pesar de todo aquel hielo, eran habitables.» La opinión de Baricco es que las versiones de Carver —en un momento u otro edulcoradas por emociones que Lish sistemáticamente suprimía— añadían humanidad a los personajes y permitían vislumbrar en Carver algo «terrible pero también fascinante.»


Foto:elmalpensante.com.Semblanza biográfica:Wikipedia. Texto:quedelibros.com

El cuento del domingo


Julio Cortázar

Carta a una señorita en París


Andrée, yo no quería venirme a vivir a su departamento de la calle Suipacha. No tanto por los conejitos, más bien porque me duele ingresar en un orden cerrado, construido ya hasta en las más finas mallas del aire, esas que en su casa preservan la música de la lavanda, el aletear de un cisne con polvos, el juego del violín y la viola en el cuarteto de Rará. Me es amargo entrar en un ámbito donde alguien que vive bellamente lo ha dispuesto todo como una reiteración visible de su alma, aquí los libros (de un lado en español, del otro en francés e inglés), allí los almohadones verdes, en este preciso sitio de la mesita el cenicero de cristal que parece el corte de una pompa de jabón, y siempre un perfume, un sonido, un crecer de plantas, una fotografía del amigo muerto, ritual de bandejas con té y tenacillas de azúcar... Ah, querida Andrée, qué difícil oponerse, aun aceptándolo con entera sumisión del propio ser, al orden minucioso que una mujer instaura en su liviana residencia. Cuán culpable tomar una tacita de metal y ponerla al otro extremo de la mesa, ponerla allí simplemente porque uno ha traído sus diccionarios ingleses y es de este lado, al alcance de la mano, donde habrán de estar. Mover esa tacita vale por un horrible rojo inesperado en medio de una modulación de Ozenfant, como si de golpe las cuerdas de todos los contrabajos se rompieran al mismo tiempo con el mismo espantoso chicotazo en el instante más callado de una sinfonía de Mozart. Mover esa tacita altera el juego de relaciones de toda la casa, de cada objeto con otro, de cada momento de su alma con el alma entera de la casa y su habitante lejana. Y yo no puedo acercar los dedos a un libro, ceñir apenas el cono de luz de una lámpara, destapar la caja de música, sin que un sentimiento de ultraje y desafio me pase por los ojos como un bando de gorriones.

Usted sabe por qué vine a su casa, a su quieto salón solicitado de mediodía. Todo parece tan natural, como siempre que no se sabe la verdad. Usted se ha ido a París, yo me quedé con el departamento de la calle Suipacha, elaboramos un simple y satisfactorio plan de mutua convivencia hasta que septiembre la traiga de nuevo a Buenos Aires y me lance a mí a alguna otra casa donde quizá... Pero no le escribo por eso, esta carta se la envío a causa de los conejitos, me parece justo enterarla; y porque me gusta escribir cartas, y tal vez porque llueve.


Me mudé el jueves pasado, a las cinco de la tarde, entre niebla y hastío. He cerrado tantas maletas en mi vida, me he pasado tantas horas haciendo equipajes que no llevaban a ninguna parte, que el jueves fue un día lleno de sombras y correas, porque cuando yo veo las correas de las valijas es como si viera sombras, elementos de un látigo que me azota indirectamente, de la manera más sutil y más horrible. Pero hice las maletas, avisé a la mucama que vendría a instalarme, y subí en el ascensor. Justo entre el primero y segundo piso sentí que iba a vomitar un conejito. Nunca se lo había explicado antes, no crea que por deslealtad, pero naturalmente uno no va a ponerse a explicarle a la gente que de cuando en cuando vomita un conejito. Como siempre me ha sucedido estando a solas, guardaba el hecho igual que se guardan tantas constancias de lo que acaece (o hace uno acaecer) en la privacía total. No me lo reproche, Andrée, no me lo reproche. De cuando en cuando me ocurre vomitar un conejito. No es razón para no vivir en cualquier casa, no es razón para que uno tenga que avergonzarse y estar aislado y andar callándose.

Cuando siento que voy a vomitar un conejito me pongo dos dedos en la boca como una pinza abierta, y espero a sentir en la garganta la pelusa tibia que sube como una efervescencia de sal de frutas. Todo es veloz e higiénico, transcurre en un brevísimo instante. Saco los dedos de la boca, y en ellos traigo sujeto por las orejas a un conejito blanco. El conejito parece contento, es un conejito normal y perfecto, sólo que muy pequeño, pequeño como un conejilo de chocolate pero blanco y enteramente un conejito. Me lo pongo en la palma de la mano, le alzo la pelusa con una caricia de los dedos, el conejito parece satisfecho de haber nacido y bulle y pega el hocico contra mi piel, moviéndolo con esa trituración silenciosa y cosquilleante del hocico de un conejo contra la piel de una mano. Busca de comer y entonces yo (hablo de cuando esto ocurría en mi casa de las afueras) lo saco conmigo al balcón y lo pongo en la gran maceta donde crece el trébol que a propósito he sembrado. El conejito alza del todo sus orejas, envuelve un trébol tierno con un veloz molinete del hocico, y yo sé que puedo dejarlo e irme, continuar por un tiempo una vida no distinta a la de tantos que compran sus conejos en las granjas.

Entre el primero y segundo piso, Andrée, como un anuncio de lo que sería mi vida en su casa, supe que iba a vomitar un conejito. En seguida tuve miedo (¿o era extrañeza? No, miedo de la misma extrañeza, acaso) porque antes de dejar mi casa, sólo dos días antes, había vomitado un conejito y estaba seguro por un mes, por cinco semanas, tal vez seis con un poco de suerte. Mire usted, yo tenía perfectamente resuelto el problema de los conejitos. Sembraba trébol en el balcón de mi otra casa, vomitaba un conejito, lo ponía en el trébol y al cabo de un mes, cuando sospechaba que de un momento a otro... entonces regalaba el conejo ya crecido a la señora de Molina, que creía en un hobby y se callaba. Ya en otra maceta venía creciendo un trébol tierno y propicio, yo aguardaba sin preocupación la mañana en que la cosquilla de una pelusa subiendo me cerraba la garganta, y el nuevo conejito repetía desde esa hora la vida y las costumbres del anterior. Las costumbres, Andrée, son formas concretas del ritmo, son la cuota del ritmo que nos ayuda a vivir. No era tan terrible vomitar conejitos una vez que se había entrado en el ciclo invariable, en el método. Usted querrá saber por qué todo ese trabajo, por qué todo ese trébol y la señora de Molina. Hubiera sido preferible matar en seguida al conejito y... Ah, tendría usted que vomitar tan sólo uno, tomarlo con dos dedos y ponérselo en la mano abierta, adherido aún a usted por el acto mismo, por el aura inefable de su proximidad apenas rota. Un mes distancia tanto; un mes es tamaño, largos pelos, saltos, ojos salvajes, diferencia absoluta Andrée, un mes es un conejo, hace de veras a un conejo; pero el minuto inicial, cuando el copo tibio y bullente encubre una presencia inajenable... Como un poema en los primeros minutos, el fruto de una noche de Idumea: tan de uno que uno mismo... y después tan no uno, tan aislado y distante en su llano mundo blanco tamaño carta.

Me decidí, con todo, a matar el conejito apenas naciera. Yo viviría cuatro meses en su casa: cuatro -quizá, con suerte, tres- cucharadas de alcohol en el hocico. (¿Sabe usted que la misericordia permite matar instantáneamente a un conejito dándole a beber una cucharada de alcohol? Su carne sabe luego mejor, dicen, aunque yo... Tres o cuatro cucharadas de alcohol, luego el cuarto de baño o un piquete sumándose a los desechos.)


Al cruzar el tercer piso el conejito se movía en mi mano abierta. Sara esperaba arriba, para ayudarme a entrar las valijas... ¿Cómo explicarle que un capricho, una tienda de animales? Envolví el conejito en mi pañuelo, lo puse en el bolsillo del sobretodo dejando el sobretodo suelto para no oprimirlo. Apenas se movía. Su menuda conciencia debía estarle revelando hechos importantes: que la vida es un movimiento hacia arriba con un clic final, y que es también un cielo bajo, blanco, envolvente y oliendo a lavanda, en el fondo de un pozo tibio.

Sara no vio nada, la fascinaba demasiado el arduo problema de ajustar su sentido del orden a mi valija-ropero, mis papeles y mi displicencia ante sus elaboradas explicaciones donde abunda la expresión «por ejemplo». Apenas pude me encerré en el baño; matarlo ahora. Una fina zona de calor rodeaba el pañuelo, el conejito era blanquísimo y creo que más lindo que los otros. No me miraba, solamente bullía y estaba contento, lo que era el más horrible modo de mirarme. Lo encerré en el botiquín vacío y me volví para desempacar, desorientado pero no infeliz, no culpable, no jabonándome las manos para quitarles una última convulsión.

Comprendí que no podía matarlo. Pero esa misma noche vomité un conejito negro. Y dos días después uno blanco. Y a la cuarta noche un conejito gris.

Usted ha de amar el bello armario de su dormitorio, con la gran puerta que se abre generosa, las tablas vacías a la espera de mi ropa. Ahora los tengo ahí. Ahí dentro. Verdad que parece imposible; ni Sara lo creería. Porque Sara nada sospecha, y el que no sospeche nada procede de mi horrible tarea, una tarea que se lleva mis días y mis noches en un solo golpe de rastrillo y me va calcinando por dentro y endureciendo como esa estrella de mar que ha puesto usted sobre la bañera y que a cada baño parece llenarle a uno el cuerpo de sal y azotes de sol y grandes rumores de la profundidad.


De día duermen. Hay diez. De día duermen. Con la puerta cerrada, el armario es una noche diurna solamente para ellos, allí duermen su noche con sosegada obediencia. Me llevo las llaves del dormitorio al partir a mi empleo. Sara debe creer que desconfío de su honradez y me mira dubitativa, se le ve todas las mañanas que está por decirme algo, pero al final se calla y yo estoy tan contento. (Cuando arregla el dormitorio, de nueve a diez, hago ruido en el salón, pongo un disco de Benny Carter que ocupa toda la atmósfera, y como Sara es también amiga de saetas y pasodobles, el armario parece silencioso y acaso lo esté, porque para los conejitos transcurre ya la noche y el descanso.)


Su día principia a esa hora que sigue a la cena, cuando Sara se lleva la bandeja con un menudo tintinear de tenacillas de azúcar, me desea buenas noches -sí, me las desea, Andrée, lo más amargo es que me desea las buenas noches- y se encierra en su cuarto y de pronto estoy yo solo, solo con el armario condenado, solo con mi deber y mi tristeza.
Los dejo salir, lanzarse ágiles al asalto del salón, oliendo vivaces el trébol que ocultaban mis bolsillos y ahora hace en la alfombra efímeras puntillas que ellos alteran, remueven, acaban en un momento. Comen bien, callados y correctos, hasta ese instante nada tengo que decir, los miro solamente desde el sofá, con un libro inútil en la mano -yo que quería leerme todos sus Giraudoux, Andrée, y la historia argentina de López que tiene usted en el anaquel más bajo-; y se comen el trébol.

Son diez. Casi todos blancos. Alzan la tibia cabeza hacia las lámparas del salón, los tres soles inmóviles de su día, ellos que aman la luz porque su noche no tiene luna ni estrellas ni faroles. Miran su triple sol y están contentos. Así es que saltan por la alfombra, a las sillas, diez manchas livianas se trasladan como una moviente constelación de una parte a otra, mientras yo quisiera verlos quietos, verlos a mis pies y quietos -un poco el sueño de todo dios, Andrée, el sueño nunca cumplido de los dioses-, no así insinuándose detrás del retrato de Miguel de Unamuno, en torno al jarrón verde claro, por la negra cavidad del escritorio, siempre menos de diez, siempre seis u ocho y yo preguntándome dónde andarán los dos que faltan, y si Sara se levantara por cualquier cosa, y la presidencia de Rivadavia que yo quería leer en la historia de López.

No sé cómo resisto, Andrée. Usted recuerda que vine a descansar a su casa. No es culpa mía si de cuando en cuando vomito un conejito, si esta mudanza me alteró también por dentro -no es nominalismo, no es magia, solamente que las cosas no se pueden variar así de pronto, a veces las cosas viran brutalmente y cuando usted esperaba la bofetada a la derecha-. Así, Andrée, o de otro modo, pero siempre así.

Le escribo de noche. Son las tres de la tarde, pero le escribo en la noche de ellos. De día duermen ¡Qué alivio esta oficina cubierta de gritos, órdenes, máquinas Royal, vicepresidentes y mimeógrafos! Qué alivio, qué paz, qué horror, Andrée! Ahora me llaman por teléfono, son los amigos que se inquietan por mis noches recoletas, es Luis que me invita a caminar o Jorge que me guarda un concierto. Casi no me atrevo a decirles que no, invento prolongadas e ineficaces historias de mala salud, de traducciones atrasadas, de evasión Y cuando regreso y subo en el ascensor ese tramo, entre el primero y segundo piso me formulo noche a noche irremediablemente la vana esperanza de que no sea verdad.

Hago lo que puedo para que no destrocen sus cosas. Han roído un poco los libros del anaquel más bajo, usted los encontrará disimulados para que Sara no se dé cuenta. ¿Quería usted mucho su lámpara con el vientre de porcelana lleno de mariposas y caballeros antiguos? El trizado apenas se advierte, toda la noche trabajé con un cemento especial que me vendieron en una casa inglesa -usted sabe que las casas inglesas tienen los mejores cementos- y ahora me quedo al lado para que ninguno la alcance otra vez con las patas (es casi hermoso ver cómo les gusta pararse, nostalgia de lo humano distante, quizá imitación de su dios ambulando y mirándolos hosco; además usted habrá advertido -en su infancia, quizá- que se puede dejar a un conejito en penitencia contra la pared, parado, las patitas apoyadas y muy quieto horas y horas).

A las cinco de la mañana (he dormido un poco, tirado en el sofá verde y despertándome a cada carrera afelpada, a cada tintineo) los pongo en el armario y hago la limpieza. Por eso Sara encuentra todo bien aunque a veces le he visto algún asombro contenido, un quedarse mirando un objeto, una leve decoloración en la alfombra y de nuevo el deseo de preguntarme algo, pero yo silbando las variaciones sinfónicas de Franck, de manera que nones. Para qué contarle, Andrée, las minucias desventuradas de ese amanecer sordo y vegetal, en que camino entredormido levantando cabos de trébol, hojas sueltas, pelusas blancas, dándome contra los muebles, loco de sueño, y mi Gide que se atrasa, Troyat que no he traducido, y mis respuestas a una señora lejana que estará preguntándose ya si... para qué seguir todo esto, para qué seguir esta carta que escribo entre teléfonos y entrevistas.

Andrée, querida Andrée, mi consuelo es que son diez y ya no más. Hace quince días contuve en la palma de la mano un último conejito, después nada, solamente los diez conmigo, su diurna noche y creciendo, ya feos y naciéndoles el pelo largo, ya adolescentes y llenos de urgencias y caprichos, saltando sobre el busto de Antinoo (¿es Antinoo, verdad, ese muchacho que mira ciegamente?) o perdiéndose en el living, donde sus movimientos crean ruidos resonantes, tanto que de allí debo echarlos por miedo a que los oiga Sara y se me aparezca horripilada, tal vez en camisón -porque Sara ha de ser así, con camisón- y entonces... Solamente diez, piense usted esa pequeña alegría que tengo en medio de todo, la creciente calma con que franqueo de vuelta los rígidos cielos del primero y el segundo piso.

Interrumpí esta carta porque debía asistir a una tarea de comisiones. La continúo aquí en su casa, Andrée, bajo una sorda grisalla de amanecer. ¿Es de veras el día siguiente, Andrée? Un trozo en blanco de la página será para usted el intervalo, apenas el puente que une mi letra de ayer a mi letra de hoy. Decirle que en ese intervalo todo se ha roto, donde mira usted el puente fácil oigo yo quebrarse la cintura furiosa del agua, para mí este lado del papel, este lado de mi carta no continúa la calma con que venía yo escribiéndole cuando la dejé para asistir a una tarea de comisiones. En su cúbica noche sin tristeza duermen once conejitos; acaso ahora mismo, pero no, no ahora. En el ascensor, luego, o al entrar; ya no importa dónde, si el cuándo es ahora, si puede ser en cualquier ahora de los que me quedan.

Basta ya, he escrito esto porque me importa probarle que no fui tan culpable en el destrozo insalvable de su casa. Dejaré esta carta esperándola, sería sórdido que el correo se la entregara alguna clara mañana de París. Anoche di vuelta los libros del segundo estante, alcanzaban ya a ellos, parándose o saltando, royeron los lomos para afilarse los dientes -no por hambre, tienen todo el trébol que les compro y almaceno en los cajones del escritorio. Rompieron las cortinas, las telas de los sillones, el borde del autorretrato de Augusto Torres, llenaron de pelos la alfombra y también gritaron, estuvieron en círculo bajo la luz de la lámpara, en círculo y como adorándome, y de pronto gritaban, gritaban como yo no creo que griten los conejos.


He querido en vano sacar los pelos que estropean la alfombra, alisar el borde de la tela roída, encerrarlos de nuevo en el armario. El día sube, tal vez Sara se levante pronto. Es casi extraño que no me importe verlos brincar en busca de juguetes. No tuve tanta culpa, usted verá cuando llegue que muchos de los destrozos están bien reparados con el cemento que compré en una casa inglesa, yo hice lo que pude para evitarle un enojo... En cuanto a mí, del diez al once hay como un hueco insuperable. Usted ve: diez estaba bien, con un armario, trébol y esperanza, cuántas cosas pueden construirse. No ya con once, porque decir once es seguramente doce, Andrée, doce que serán trece. Entonces está el amanecer y una fría soledad en la que caben la alegría, los recuerdos, usted y acaso tantos más. Está este balcón sobre Suipacha lleno de alba, los primeros sonidos de la ciudad. No creo que les sea difícil juntar once conejitos salpicados sobre los adoquines, tal vez ni se fijen en ellos, atareados con el otro cuerpo que conviene llevarse pronto, antes de que pasen los primeros colegiales.


Julio Florencio Cortázar (Ixelles, Bélgica, 26 de agosto de 1914París, Francia, 12 de febrero de 1984) fue un escritor, traductor e intelectual argentino nacionalizado francés.

Se le considera uno de los autores más innovadores y originales de su tiempo, maestro del relato corto, la prosa poética y la narración breve en general, comparable a Jorge Luis Borges, Antón Chéjov o Edgar Allan Poe, y creador de importantes novelas que inauguraron una nueva forma de hacer literatura en Latinoamérica, rompiendo los moldes clásicos mediante narraciones que escapan de la linealidad temporal y donde los personajes adquieren una autonomía y una profundidad psicológica, pocas veces vista hasta entonces. Debido a que los contenidos de su obra transitan en la frontera entre lo real y lo fantástico, suele ser puesto en relación con el Surrealismo.

Vivió buena parte de su vida en París, ciudad en la que se estableció en 1951, en la que ambientó algunas de sus obras, y donde finalmente murió. En 1981 se le otorgó la ciudadanía francesa. Cortázar también vivió en Argentina, España y Suiza.1

Julio Cortázar nació en Bélgica, en Ixelles, distrito de Bruselas, el 26 de agosto de 1914, hijo de Julio José Cortázar y María Herminia Descotte. Su padre era argentino y funcionario de la embajada de Argentina en Bélgica, desempeñándose en esa representación diplomática como agregado comercial. Más adelante en su vida declararía: «Mi nacimiento [en Bruselas] fue un producto del turismo y la diplomacia». En ese entonces Bruselas estaba ocupada por los alemanes.

Siempre se afirmó cierta relación de su padre con el cuerpo diplomático argentino. Sus padres, María Herminia Descotte y Julio José Cortázar, eran argentinos. Hacia fines de la Primera Guerra Mundial, los Cortázar lograron pasar a Suiza gracias a la condición alemana de la abuela materna de Julio, y de allí, poco tiempo más tarde a Barcelona, donde vivieron un año y medio. A los cuatro años volvieron a Argentina y pasó el resto de su infancia en Banfield, en el sur del Gran Buenos Aires, junto a su madre, una tía y Ofelia, su única hermana (un año menor que él). Vivió en una casa con fondo (Los Venenos, Deshoras, están basados en sus recuerdos infantiles), pero no fue totalmente feliz. «Mucha servidumbre, excesiva sensibilidad, una tristeza frecuente» (Carta a Graciela M. de Sola, París, 4 de noviembre de 1963).

«Pasé mi infancia en una bruma de duendes, de elfos, con un sentido del espacio y del tiempo diferente al de los demás» (revista Plural n°44, México 5/1975). Cortázar fue un niño enfermizo y pasó mucho tiempo en cama, por lo que la lectura fue su gran compañera. Su madre le seleccionaba lo que podía leer, convirtiéndose en la gran iniciadora de su camino de lector, primero, y de escritor después. Declaró: «Mi madre dice que empecé a escribir a los ocho años, con una novela que guarda celosamente a pesar de mis desesperadas tentativas por quemarla» (revista Siete Días, Buenos Aires, 12/1973). Cortázar también recuerda que en cierta ocasión un pariente suyo (un tío o algo así) descubrió una serie de poemas suyos y se los dio a su madre, diciéndole que evidentemente esos poemas no eran míos, que yo los copiaba de alguna antología de poemas, por lo cual su madre llegó a preguntarle si esos poemas realmente eran suyos.2 Leía tanto que algún médico llegó a recomendarle leer menos durante cinco o seis meses y salir más a tomar un poco de sol. Muchos de sus cuentos son autobiográficos, como Bestiario, Final del juego, Los venenos o La Señorita Cora, entre otros.

Se forma como Maestro Normal en 1932 y Profesor Normal en Letras en 1935 en la Escuela Normal de Profesores Mariano Acosta, de aquellos años surgieron La Escuela de Noche (Deshoras). En aquella época, comenzó a frecuentar los estadios a ver boxeo, donde ideó una especie de filosofía del box «eliminando el aspecto sangriento y cruel que provoca tanto rechazo y cólera» (La fascinación de las palabras). Admiraba al hombre que siempre iba para adelante y a pura fuerza y coraje conseguía ganar (Torito, Final del juego).

Un día, en 1932, caminando por el centro de Buenos Aires, se topó con un libro de Jean Cocteau, un total desconocido para él hasta aquel momento, titulado Opio, Diario de una desintoxicación. Aquella lectura lo marcaría para el resto de su vida: «Sentí que toda una etapa de vida literaria estaba irrevocablemente en el pasado… desde ese día leí y escribí de manera diferente, ya con otras ambiciones, con otras visiones» (La fascinación de las palabras, 1997).

Comenzó en la Universidad de Buenos Aires sus estudios de Filosofía, aprobó el primer año, pero comprendió que debía utilizar el título que ya tenía para trabajar y ayudar a su madre. Dictó clases en Bolívar, Saladillo (Ciudad en cual figura en su Libreta Cívica como oficina de enrolamiento); y luego en Chivilcoy. Vivió en cuartos solitarios de pensiones aprovechando todo el tiempo libre para leer y escribir (Distante espejo). En 1944 se traslada a Cuyo, Mendoza, y en su Universidad imparte cursos de Literatura Francesa. Publica su primer cuento, Bruja, en la revista Correo Literario. Participa en manifestaciones de oposición al peronismo. En 1945, cuando Juan Domingo Perón gana las elecciones presidenciales presenta su renuncia. "Preferí renunciar a mis cátedras antes de verme obligado a 'sacarme el saco' como les pasó a tantos colegas que optaron por seguir en sus puestos." Reúne un primer volumen de cuentos, La otra orilla. Regresa a Buenos Aires, donde comienza a trabajar en la Cámara Argentina del Libro. En 1946 publica el cuento "Casa tomada" en la revista Los Anales de Buenos Aires, dirigida por Jorge Luis Borges. Ese mismo año publica un trabajo sobre el poeta inglés John Keats, "La urna griega" en la poesía de John Keats en la Revista de Estudios Clásicos de la Universidad de Cuyo. En 1947 colabora en varias revistas, entre ellas en Realidad. Publica un importante trabajo teórico, "Teoría del Túnel", y en la revista Los Anales de Buenos Aires aparece publicado su cuento Bestiario. En 1948 obtiene el título de traductor público de inglés y francés, tras cursar en apenas nueve meses estudios que normalmente insumen tres años. El esfuerzo le provoca síntomas neuróticos, uno de los cuales (la búsqueda de cucarachas en la comida) desaparece con la escritura de un cuento, "Circe", que junto con Casa Tomada y Bestiario (aparecidos en Los anales de Buenos Aires) será incluido más adelante en Bestiario. En 1949 publica el poema dramático Los Reyes, primera obra firmada con su nombre real e ignorado por la crítica. Durante el verano escribe una primera novela, "Divertimento", que de alguna manera prefigura Rayuela. Divertimento será publicada sólo en 1986, después de su muerte. Colabora en revistas culturales de Buenos Aires (Cabalgata, Realidad y Sur) En 1950 escribe otra novela, El examen, rechazada por el asesor literario de la Editorial Losada, Guillermo de Torre. Cortázar la presentará a un concurso convocado por la misma editorial, sin éxito. Esta novela también será editada tras la muerte del escritor, en 1986. En 1951 publicó Bestiario, una colección de ocho relatos que le valieron cierto reconocimiento en el ambiente local. Poco después, disconforme con el gobierno de Juan Domingo Perón, decide trasladarse a París, ciudad donde, salvo esporádicos viajes por Europa y América Latina, residiría durante el resto de su vida.

Se casó con Aurora Bernárdez en 1953, una traductora argentina. Vivían en París con condiciones económicas bajas y le surgió el ofrecimiento de traducir la obra completa, en prosa, de Edgar Allan Poe para la Universidad de Puerto Rico. Dicho trabajo sería considerado luego por los críticos como la mejor traducción de la obra del escritor estadounidense. Juntos se fueron a vivir a Italia durante el año que duró el trabajo, luego viajaron a Buenos Aires en barco y Cortázar se pasó el trayecto escribiendo en su máquina portátil una nueva novela. «La revolución cubana… me mostró de una manera cruel y que me dolió mucho el gran vacío político que había en mí, mi inutilidad política… los temas políticos se fueron metiendo en mi literatura...» (La fascinación de las palabras). En 1963 visitó Cuba invitado por Casa de las Américas para ser jurado en un concurso. Ya nunca dejaría de interesarse por la política latinoamericana. En ese mismo año aparece lo que sería su mayor éxito editorial y le valdría el reconocimiento de ser parte del boom latinoamericano: Rayuela, la que se convirtió en un clásico de la literatura argentina. Según declaró en una carta a Manuel Antín en agosto de 1964, ese no iba a ser el nombre de su novela sino Mandala: «De golpe comprendí que no hay derecho a exigirle a los lectores que conozcan el esoterismo búdico o tibetano»; pero no estaba arrepentido por el cambio.

En 1967, rompe su vínculo con Bernárdez y toma por pareja a la lituana Ugné Karvelis, con quien nunca contrajo matrimonio,[cita requerida] pero quien le inculcó un gran interés por la política.

Con su tercera pareja y segunda esposa, la escritora canadiense Carol Dunlop, realizó numerosos viajes, uno de los primeros fue a Polonia, donde participó de un congreso de solidaridad con Chile. Otro de los viajes que hizo junto a Carol Dunlop fue plasmado en el libro Los autonautas de la cosmopista que cuenta el trayecto de la pareja por la autopista París-Marsella. Tras la muerte de Carol Dunlop, la última esposa de Cortázar, Aurora Bernárdez lo acompañaría durante su enfermedad. Actualmente ella es la única heredera de su obra publicada y de sus textos.

Los derechos de autor de varias de sus obras fueron donados para ayudar a los presos políticos de varios países, entre ellos Argentina. En una carta a su amigo Francisco Porrúa de febrero de 1967, confesó: «El amor de Cuba por el Che me hizo sentir extrañamente argentino el 2 de enero, cuando el saludo de Fidel en la plaza de la Revolución al comandante Guevara, allí donde esté, desató en 300.000 hombres una ovación que duró diez minutos».

En noviembre de 1970 viajó a Chile, donde se solidarizó con el gobierno de Salvador Allende y pasó unos días para visitar a su madre y amigos, «y ahí el delirio fue una especie de pesadilla diurna» contó en una carta a Gregory Rabassa.

En 1971 fue «excomulgado»[cita requerida] por Fidel Castro, junto a otros escritores, por pedir información sobre el arresto del poeta Heberto Padilla. A pesar de su desilusión con la actitud de Castro, siguió de cerca la situación política de Latinoamérica. En 1973, fue galadornado con el Premio Médicis por su Libro de Manuel y destinó sus derechos a la ayuda de los presos políticos en Argentina. En 1974, fue miembro del Tribunal Bertrand Russell II reunido en Roma para examinar la situación política en América Latina, en particular las violaciones de los Derechos Humanos.

A pesar de ser reconocido por su narrativa, escribió gran cantidad de poemas en prosa (en libros mixtos como Historias de cronopios y de famas, Un tal Lucas, Último round); e incluso poemas en verso (Presencia, Pameos y meopas, Salvo el crepúsculo). Colaboró en muchas publicaciones en distintos países, grabó sus poemas y cuentos, escribió letras de tangos (por ejemplo con el Tata Cedrón) y le puso textos a libros de fotografías e historietas.

En 1976, viaja a Costa Rica donde se encuentra con Sergio Ramírez y Ernesto Cardenal y emprende un viaje clandestino y plagado de peripecias hacia la localidad de Solentiname en Nicaragua. Este viaje lo marcará para siempre y será el comienzo de una serie de visitas a este país.

Justamente luego del triunfo de la revolución sandinista viaja reiteradas veces a dicho país y conoce de cerca el proceso y la realidad nicaragüense y latinoamericana. Estas experiencias darán como resultado una serie de textos que serán recopilados en el libro Nicaragua, tan violentamente dulce.

En agosto de 1981 sufrió una hemorragia gástrica y salvó su vida de milagro. Nunca dejó de escribir, fue su pasión aún en los momentos más difíciles. En 1983, vuelta la democracia en Argentina, Cortázar hace un último viaje a su patria, donde es recibido cálidamente por sus admiradores, que lo paran en la calle y le piden autógrafos, en contraste con la indiferencia de las autoridades nacionales. Después de visitar a varios amigos, regresa a París. Poco después François Mitterrand le otorga la nacionalidad francesa.

Carol Dunlop había fallecido el 2 de noviembre de 1982, sumiendo a Cortázar en una profunda depresión. Julio murió el 12 de febrero de 1984 a causa de una leucemia. Dos días después, fue enterrado en el cementerio de Montparnasse, en la misma tumba donde yacía Carol. La lápida y la escultura que adornan la tumba fueron hechas por sus amigos, los artistas Julio Silva y Luis Tomasello [1]. Es costumbre dejar una copa o un vaso de vino y una hoja de papel o un billete de metro con una rayuela dibujada.

Foto:archivo.Semblanza biográfica:Wikipedia.Texto:ciudadseva.com