El cuento del domingo

Nathaniel Hawthorne

Wakefield

Recuerdo haber leído en alguna revista o periódico viejo la historia, relatada como verdadera, de un hombre -llamémoslo Wakefield- que abandonó a su mujer durante un largo tiempo. El hecho, expuesto así en abstracto, no es muy infrecuente, ni tampoco -sin una adecuada discriminación de las circunstancias- debe ser censurado por díscolo o absurdo. Sea como fuere, este, aunque lejos de ser el más grave, es tal vez el caso más extraño de delincuencia marital de que haya noticia. Y es, además, la más notable extravagancia de las que puedan encontrarse en la lista completa de las rarezas de los hombres. La pareja en cuestión vivía en Londres. El marido, bajo el pretexto de un viaje, dejó su casa, alquiló habitaciones en la calle siguiente y allí, sin que supieran de él la esposa o los amigos y sin que hubiera ni sombra de razón para semejante autodestierro, vivió durante más de veinte años. En el transcurso de este tiempo todos los días contempló la casa y con frecuencia atisbó a la desamparada esposa. Y después de tan largo paréntesis en su felicidad matrimonial cuando su muerte era dada ya por cierta, su herencia había sido repartida y su nombre borrado de todas las memorias; cuando hacía tantísimo tiempo que su mujer se había resignado a una viudez otoñal -una noche él entró tranquilamente por la puerta, como si hubiera estado afuera sólo durante el día, y fue un amante esposo hasta la muerte.

Este resumen es todo lo que recuerdo. Pero pienso que el incidente, aunque manifiesta una absoluta originalidad sin precedentes y es probable que jamás se repita, es de esos que despiertan las simpatías del género humano. Cada uno de nosotros sabe que, por su propia cuenta, no cometería semejante locura; y, sin embargo, intuye que cualquier otro podría hacerlo. En mis meditaciones, por lo menos, este caso aparece insistentemente, asombrándome siempre y siempre acompañado por la sensación de que la historia tiene que ser verídica y por una idea general sobre el carácter de su héroe. Cuando quiera que un tema afecta la mente de modo tan forzoso, vale la pena destinar algún tiempo para pensar en él. A este respecto, el lector que así lo quiera puede entregarse a sus propias meditaciones. Mas si prefiere divagar en mi compañía a lo largo de estos veinte años del capricho de Wakefield, le doy la bienvenida, confiando en que habrá un sentido latente y una moraleja, así no logremos descubrirlos, trazados pulcramente y condensados en la frase final. El pensamiento posee siempre su eficacia; y todo incidente llamativo, su enseñanza.

¿Qué clase de hombre era Wakefield? Somos libres de formarnos nuestra propia idea y darle su apellido. En ese entonces se encontraba en el meridiano de la vida. Sus sentimientos conyugales, nunca violentos, se habían ido serenando hasta tomar la forma de un cariño tranquilo y consuetudinario. De todos los maridos, es posible que fuera el más constante, pues una especie de pereza mantenía en reposo a su corazón dondequiera que lo hubiera asentado. Era intelectual, pero no en forma activa. Su mente se perdía en largas y ociosas especulaciones que carecían de propósito o del vigor necesario para alcanzarlo. Sus pensamientos rara vez poseían suficientes ímpetus como para plasmarse en palabras. La imaginación, en el sentido correcto del vocablo, no figuraba entre las dotes de Wakefield. Dueño de un corazón frío, pero no depravado o errabundo, y de una mente jamás afectada por la calentura de ideas turbulentas ni aturdida por la originalidad, ¿quién se hubiera imaginado que nuestro amigo habría de ganarse un lugar prominente entre los autores de proezas excéntricas? Si se hubiera preguntado a sus conocidos cuál era el hombre que con seguridad no haría hoy nada digno de recordarse mañana, habrían pensado en Wakefield. Únicamente su esposa del alma podría haber titubeado. Ella, sin haber analizado su carácter, era medio consciente de la existencia de un pasivo egoísmo, anquilosado en su mente inactiva; de una suerte de vanidad, su más incómodo atributo; de cierta tendencia a la astucia, la cual rara vez había producido efectos más positivos que el mantenimiento de secretos triviales que ni valía la pena confesar; y, finalmente, de lo que ella llamaba "algo raro" en el buen hombre. Esta última cualidad es indefinible y puede que no exista.

Ahora imaginémonos a Wakefield despidiéndose de su mujer. Cae el crepúsculo en un día de octubre. Componen su equipaje un sobretodo deslustrado, un sombrero cubierto con un hule, botas altas, un paraguas en una mano y un maletín en la otra. Le ha comunicado a la señora de Wakefield que debe partir en el coche nocturno para el campo. De buena gana ella le preguntaría por la duración y objetivo del viaje, por la fecha probable del regreso, pero, dándole gusto a su inofensivo amor por el misterio, se limita a interrogarlo con la mirada. Él le dice que de ningún modo lo espere en el coche de vuelta y que no se alarme si tarda tres o cuatro días, pero que en todo caso cuente con él para la cena el viernes por la noche. El propio Wakefield, tengámoslo presente, no sospecha lo que se viene. Le ofrece ambas manos. Ella tiende las suyas y recibe el beso de partida a la manera rutinaria de un matrimonio de diez años. Y parte el señor Wakefield, en plena edad madura, casi resuelto a confundir a su mujer mediante una semana completa de ausencia. Cierra la puerta. Pero ella advierte que la entreabre de nuevo y percibe la cara del marido sonriendo a través de la abertura antes de esfumarse en un instante. De momento no le presta atención a este detalle. Pero, tiempo después, cuando lleva más años de viuda que de esposa, aquella sonrisa vuelve una y otra vez, y flota en todos sus recuerdos del semblante de Wakefield. En sus copiosas cavilaciones incorpora la sonrisa original en una multitud de fantasías que la hacen extraña y horrible. Por ejemplo, si se lo imagina en un ataúd, aquel gesto de despedida aparece helado en sus facciones; o si lo sueña en el cielo, su alma bendita ostenta una sonrisa serena y astuta. Empero, gracias a ella, cuando todo el mundo se ha resignado a darlo ya por muerto, ella a veces duda que de veras sea viuda.

Pero quien nos incumbe es su marido. Tenemos que correr tras él por las calles, antes de que pierda la individualidad y se confunda en la gran masa de la vida londinense. En vano lo buscaríamos allí. Por tanto, sigámoslo pisando sus talones hasta que, después de dar algunas vueltas y rodeos superfluos, lo tengamos cómodamente instalado al pie de la chimenea en un pequeño alojamiento alquilado de antemano. Nuestro hombre se encuentra en la calle vecina y al final de su viaje. Difícilmente puede agradecerle a la buena suerte el haber llegado allí sin ser visto. Recuerda que en algún momento la muchedumbre lo detuvo precisamente bajo la luz de un farol encendido; que una vez sintió pasos que parecían seguir los suyos, claramente distinguibles entre el multitudinario pisoteo que lo rodeaba; y que luego escuchó una voz que gritaba a lo lejos y le pareció que pronunciaba su nombre. Sin duda alguna una docena de fisgones lo habían estado espiando y habían corrido a contárselo todo a su mujer. ¡Pobre Wakefield! ¡Qué poco sabes de tu propia insignificancia en este mundo inmenso! Ningún ojo mortal fuera del mío te ha seguido las huellas. Acuéstate tranquilo, hombre necio; y en la mañana, si eres sabio, vuelve a tu casa y dile la verdad a la buena señora de Wakefield. No te alejes, ni siquiera por una corta semana, del lugar que ocupas en su casto corazón. Si por un momento te creyera muerto o perdido, o definitivamente separado de ella, para tu desdicha notarías un cambio irreversible en tu fiel esposa. Es peligroso abrir grietas en los afectos humanos. No porque rompan mucho a lo largo y ancho, sino porque se cierran con mucha rapidez.

Casi arrepentido de su travesura, o como quiera que se pueda llamar, Wakefield se acuesta temprano. Y, despertando después de un primer sueño, extiende los brazos en el amplio desierto solitario del desacostumbrado lecho.

-No -piensa, mientras se arropa en las cobijas-, no dormiré otra noche solo.

Por la mañana madruga más que de costumbre y se dispone a considerar lo que en realidad quiere hacer. Su modo de pensar es tan deshilvanado y vagaroso, que ha dado este paso con un propósito en mente, claro está, pero sin ser capaz de definirlo con suficiente nitidez para su propia reflexión. La vaguedad del proyecto y el esfuerzo convulsivo con que se precipita a ejecutarlo son igualmente típicos de una persona débil de carácter. No obstante, Wakefield escudriña sus ideas tan minuciosamente como puede y descubre que está curioso por saber cómo marchan las cosas por su casa: cómo soportará su mujer ejemplar la viudez de una semana y, en resumen, cómo se afectará con su ausencia la reducida esfera de criaturas y de acontecimientos en la que él era objeto central. Una morbosa vanidad, por lo tanto, está muy cerca del fondo del asunto. Pero, ¿cómo realizar sus intenciones? No, desde luego, quedándose encerrado en este confortable alojamiento donde, aunque durmió y despertó en la calle siguiente, está efectivamente tan lejos de casa como si hubiera rodado toda la noche en la diligencia. Sin embargo, si reapareciera echaría a perder todo el proyecto. Con el pobre cerebro embrollado sin remedio por este dilema, al fin se atreve a salir, resuelto en parte a cruzar la bocacalle y echarle una mirada presurosa al domicilio desertado. La costumbre -pues es un hombre de costumbres- lo toma de la mano y lo conduce, sin que él se percate en lo más mínimo, hasta su propia puerta; y allí, en el momento decisivo, el roce de su pie contra el peldaño lo hace volver en sí. ¡Wakefield! ¿Adónde vas?

En ese preciso instante su destino viraba en redondo. Sin sospechar siquiera en la fatalidad a la que lo condena el primer paso atrás, parte de prisa, jadeando en una agitación que hasta la fecha nunca había sentido, y apenas sí se atreve a mirar atrás desde la esquina lejana. ¿Será que nadie lo ha visto? ¿No armarán un alboroto todos los de la casa -la recatada señora de Wakefield, la avispada sirvienta y el sucio pajecito- persiguiendo por las calles de Londres a su fugitivo amo y señor? ¡Escape milagroso! Cobra coraje para detenerse y mirar a la casa, pero lo desconcierta la sensación de un cambio en aquel edificio familiar, igual a las que nos afectan cuando, después de una separación de meses o años, volvemos a ver una colina o un lago o una obra de arte de los cuales éramos viejos amigos. ¡En los casos ordinarios esta impresión indescriptible se debe a la comparación y al contraste entre nuestros recuerdos imperfectos y la realidad. En Wakefield, la magia de una sola noche ha operado una transformación similar, puesto que en este breve lapso ha padecido un gran cambio moral, aunque él no lo sabe. Antes de marcharse del lugar alcanza a entrever la figura lejana de su esposa, que pasa por la ventana dirigiendo la cara hacia el extremo de la calle. El marrullero ingenuo parte despavorido, asustado de que sus ojos lo hayan distinguido entre un millar de átomos mortales como él. Contento se le pone el corazón, aunque el cerebro está algo confuso, cuando se ve junto a las brasas de la chimenea en su nuevo aposento.

Eso en cuanto al comienzo de este largo capricho. Después de la concepción inicial y de haberse activado el lerdo carácter de este hombre para ponerlo en práctica, todo el asunto sigue un curso natural. Podemos suponerlo, como resultado de profundas reflexiones, comprando una nueva peluca de pelo rojizo y escogiendo diversas prendas del baúl de un ropavejero judío, de un estilo distinto al de su habitual traje marrón. Ya está hecho: Wakefield es otro hombre. Una vez establecido el nuevo sistema, un movimiento retrógrado hacia el antiguo sería casi tan difícil como el paso que lo colocó en esta situación sin paralelo. Además, ahora lo está volviendo testarudo cierto resentimiento del que adolece a veces su carácter, en este caso motivado por la reacción incorrecta que, a su parecer, se ha producido en el corazón de la señora de Wakefield. No piensa regresar hasta que ella no esté medio muerta de miedo. Bueno, ella ha pasado dos o tres veces ante sus ojos, con un andar cada vez más agobiado, las mejillas más pálidas y más marcada de ansiedad la frente. A la tercera semana de su desaparición, divisa un heraldo del mal que entra en la casa bajo el perfil de un boticario. Al día siguiente la aldaba aparece envuelta en trapos que amortigüen el ruido. Al caer la noche llega el carruaje de un médico y deposita su empelucado y solemne cargamento a la puerta de la casa de Wakefield, de la cual emerge después de una visita de un cuarto de hora, anuncio acaso de un funeral. ¡Mujer querida! ¿Irá a morir? A estas alturas Wakefield se ha excitado hasta provocarse algo así como una efervescencia de los sentimientos, pero se mantiene alejado del lecho de su esposa, justificándose ante su conciencia con el argumento de que no debe ser molestada en semejante coyuntura. Si algo más lo detiene, él no lo sabe. En el transcurso de unas cuantas semanas ella se va recuperando. Ha pasado la crisis. Su corazón se siente triste, acaso, pero está tranquilo. Y, así el hombre regrese tarde o temprano, ya no arderá por él jamás. Estas ideas fulguran cual relámpagos en las nieblas de la mente de Wakefield y le hacen entrever que una brecha casi infranqueable se abre entre su apartamento de alquiler y su antiguo hogar.

-¡Pero si sólo está en la calle del lado! -se dice a veces.

¡Insensato! Está en otro mundo. Hasta ahora él ha aplazado el regreso de un día en particular a otro. En adelante, deja abierta la fecha precisa. Mañana no... probablemente la semana que viene... muy pronto. ¡Pobre hombre! Los muertos tienen casi tantas posibilidades de volver a visitar sus moradas terrestres como el autodesterrado Wakefield.

¡Ojalá yo tuviera que escribir un libro en lugar de un artículo de una docena de páginas! Entonces podría ilustrar cómo una influencia que escapa a nuestro control pone su poderosa mano en cada uno de nuestros actos y cómo urde con sus consecuencias un férreo tejido de necesidad. Wakefield está hechizado. Tenemos que dejarlo que ronde por su casa durante unos diez años sin cruzar el umbral ni una vez, y que le sea fiel a su mujer, con todo el afecto de que es capaz su corazón, mientras él poco a poco se va apagando en el de ella. Hace mucho, debemos subrayarlo, que perdió la noción de singularidad de su conducta.

Ahora contemplemos una escena. Entre el gentío de una calle de Londres distinguimos a un hombre entrado en años, con pocos rasgos característicos que atraigan la atención de un transeúnte descuidado, pero cuya figura ostenta, para quienes posean la destreza de leerla, la escritura de un destino poco común. Su frente estrecha y abatida está cubierta de profundas arrugas. Sus pequeños ojos apagados a veces vagan con recelo en derredor, pero más a menudo parecen mirar adentro. Agacha la cabeza y se mueve con un indescriptible sesgo en el andar, como si no quisiera mostrarse de frente entero al mundo. Obsérvelo el tiempo suficiente para comprobar lo que hemos descrito y estará de acuerdo con que las circunstancias, que con frecuencia producen hombres notables a partir de la obra ordinaria de la naturaleza, han producido aquí uno de estos. A continuación, dejando que prosiga furtivo por la acera, dirija su mirada en dirección opuesta, por donde una mujer de cierto porte, ya en el declive de la vida, se dirige a la iglesia con un libro de oraciones en la mano. Exhibe el plácido semblante de la viudez establecida. Sus pesares o se han apagado o se han vuelto tan indispensables para su corazón que sería un mal trato cambiarlos por la dicha. Precisamente cuando el hombre enjuto y la mujer robusta van a cruzarse, se presenta un embotellamiento momentáneo que pone a las dos figuras en contacto directo. Sus manos se tocan. El empuje de la muchedumbre presiona el pecho de ella contra el hombro del otro. Se encuentran cara a cara. Se miran a los ojos. Tras diez años de separación, es así como Wakefield tropieza con su esposa.

Vuelve a fluir el río humano y se los lleva a cada uno por su lado. La grave viuda recupera el paso y sigue hacia la iglesia, pero en el atrio se detiene y lanza una mirada atónita a la calle. Sin embargo, pasa al interior mientras va abriendo el libro de oraciones. ¡Y el hombre! Con el rostro tan descompuesto que el Londres atareado y egoísta se detiene a verlo pasar, huye a sus habitaciones, cierra la puerta con cerrojo y se tira en la cama. Los sentimientos que por años estuvieron latentes se desbordan y le confieren un vigor efímero a su mente endeble. La miserable anomalía de su vida se le revela de golpe. Y grita exaltado:

-¡Wakefield, Wakefield, estás loco!

Quizás lo estaba. De tal modo debía de haberse amoldado a la singularidad de su situación que, examinándolo con referencia a sus semejantes y a las tareas de la vida, no se podría afirmar que estuviera en su sano juicio. Se las había ingeniado (o, más bien, las cosas habían venido a parar en esto) para separarse del mundo, hacerse humo, renunciar a su sitio y privilegios entre los vivos, sin que fuera admitido entre los muertos. La vida de un ermitaño no tiene paralelo con la suya. Seguía inmerso en el tráfago de la ciudad como en los viejos tiempos, pero las multitudes pasaban de largo sin advertirlo. Se encontraba -digámoslo en sentido figurado- a todas horas junto a su mujer y al pie del fuego, y sin embargo nunca podía sentir la tibieza del uno ni el amor de la otra. El insólito destino de Wakefield fue el de conservar la cuota original de afectos humanos y verse todavía involucrado en los intereses de los hombres, mientras que había perdido su respectiva influencia sobre unos y otros. Sería un ejercicio muy curioso determinar los efectos de tales circunstancias sobre su corazón y su intelecto, tanto por separado como al unísono. No obstante, cambiado como estaba, rara vez era consciente de ello y más bien se consideraba el mismo de siempre. En verdad, a veces lo asaltaban vislumbres de la realidad, pero sólo por momentos. Y aun así, insistía en decir "pronto regresaré", sin darse cuenta de que había pasado veinte años diciéndose lo mismo.

Imagino también que, mirando hacia el pasado, estos veinte años le parecerían apenas más largos que la semana por la que en un principio había proyectado su ausencia. Wakefield consideraría la aventura como poco más que un interludio en el tema principal de su existencia. Cuando, pasado otro ratito, juzgara que ya era hora de volver a entrar a su salón, su mujer aplaudiría de dicha al ver al veterano señor Wakefield. ¡Qué triste equivocación! Si el tiempo esperara hasta el final de nuestras locuras favoritas, todos seríamos jóvenes hasta el día del juicio.

Cierta vez, pasados veinte años desde su desaparición, Wakefield se encuentra dando el paseo habitual hasta la residencia que sigue llamando suya. Es una borrascosa noche de otoño. Caen chubascos que golpetean en el pavimento y que escampan antes de que uno tenga tiempo de abrir el paraguas. Deteniéndose cerca de la casa, Wakefield distingue a través de las ventanas de la sala del segundo piso el resplandor rojizo y oscilante y los destellos caprichosos de un confortable fuego. En el techo aparece la sombra grotesca de la buena señora de Wakefield. La gorra, la nariz, la barbilla y la gruesa cintura dibujan una caricatura admirable que, además, baila al ritmo ascendiente y decreciente de las llamas, de un modo casi en exceso alegre para la sombra de una viuda entrada en años. En ese instante cae otro chaparrón que, dirigido por el viento inculto, pega de lleno contra el pecho y la cara de Wakefield. El frío otoñal le cala hasta la médula. ¿Va a quedarse parado en ese sitio, mojado y tiritando, cuando en su propio hogar arde un buen fuego que puede calentarlo, cuando su propia esposa correría a buscarle la chaqueta gris y los calzones que con seguridad conserva con esmero en el armario de la alcoba? ¡No! Wakefield no es tan tonto. Sube los escalones, con trabajo. Los veinte años pasados desde que los bajó le han entumecido las piernas, pero él no se da cuenta. ¡Detente, Wakefield! ¿Vas a ir al único hogar que te queda? Pisa tu tumba, entonces. La puerta se abre. Mientras entra, alcanzamos a echarle una mirada de despedida a su semblante y reconocemos la sonrisa de astucia que fuera precursora de la pequeña broma que desde entonces ha estado jugando a costa de su esposa. ¡Cuán despiadadamente se ha burlado de la pobre mujer! En fin, deseémosle a Wakefield buenas noches.

El suceso feliz -suponiendo que lo fuera- sólo puede haber ocurrido en un momento impremeditado. No seguiremos a nuestro amigo a través del umbral. Nos ha dejado ya bastante sustento para la reflexión, una porción del cual puede prestar su sabiduría para una moraleja y tomar la forma de una imagen. En la aparente confusión de nuestro mundo misterioso los individuos se ajustan con tanta perfección a un sistema, y los sistemas unos a otros, y a un todo, de tal modo que con sólo dar un paso a un lado cualquier hombre se expone al pavoroso riesgo de perder para siempre su lugar. Como Wakefield, se puede convertir, por así decirlo, en el Paria del Universo.

Nathaniel Hawthorne (4 de julio de 180419 de mayo de 1864) novelista y cuentista estadounidense. Es considerado figura clave en el desarrollo de la literatura norteamericana en sus orígenes.

Nathaniel Hawthorne, nacido bajo el nombre de Nathaniel Hathorne, nació el 4 de julio de 1804 en la ciudad de Salem, Massachussets. Su casa de nacimiento todavía se encuentra en pie. Su infancia fue difícil debido a la muerte de su padre (del mismo nombre, que murió en Surinam cuando Hawthorne tenía 4 años). A partir de entonces, la vida de Hawthorne se volvió compleja y al mismo tiempo fascinante, particularmente debido a su pasión por la literatura y su cercanía con el puritanismo.

Dicha cercanía con el puritanismo surge a partir de sus antepasados. Su bisabuelo, William Hathorne (la 'w' la añadió Nathaniel a su apellido), fue uno de los primeros colonos en establecerse en Salem.

Hasta la publicación de su primer libro Twice-Told Tales, ("Cuentos dos veces contados"), en 1837, Hawthorne escribió en total anonimato en la casa familiar. "Yo no vivía –diría más tarde– sólo soñaba que vivía."

En 1839, Hawthorne entró a trabajar en la aduana del puerto de Boston. Contrajo matrimonio con la pintora trascendentalista Sophia Peabody en 1842. El matrimonio se trasladó a Concord, Massachusetts. Allí tuvieron de vecinos a los escritores Ralph Waldo Emerson y Henry David Thoreau.

En 1846 Hawthorne fue nombrado inspector de la aduana de Salem, pero pronto perdió su trabajo debido a cambios administrativos en Washington. En 1852 escribió la biografía de su antiguo compañero Franklin Pierce. Cuando éste ganó las elecciones, Hawthorne recibió como recompensa el nombramiento de cónsul americano en Liverpool (1853). En 1857 renunció a su cargo y viajó por Francia e Italia. Con su familia, regresó en 1860. Cayó enfermo poco después, muriendo en 1864, probablemente de cáncer de estómago, en Plymouth (Nueva Hampshire).

Nathaniel y Sophia Hawthorne tuvieron tres hijos: Una, Julian y Rose. La primera murió joven. Julian siguió los pasos de su padre como escritor, llegando a ser autor prolífico. Rose se convirtió al catolicismo y fundó las Dominican Sisters of Hawthorne, congregación que se ocupaba del cuidado de enfermos incurables de cáncer.

Hawthorne es conocido sobre todo por sus relatos breves -que él llamó "cuentos"-, muchas veces de contenido siniestro, al gusto de la época, y por sus cuatros novelas largas. La letra escarlata ("The Scarlet Letter", 1850), La casa de los siete tejados ("The house of the Seven Gables", 1851), La novela de Blithedale ("The Blithedale Romance", 1852) y El fauno de mármol ("The Marble Faun", 1860). (Otra novela titulada Fanshawe, fue publicada anónimamente en 1828.)

Hawthorne publicó asimismo varios libros de cuentos para niños.

Autor encuadrable dentro del Romanticismo americano, como Edgar Allan Poe, gran parte de su obra se localiza en Nueva Inglaterra, y muchas de sus historias, de contenido generalmente alegórico, recrean intensamente el ambiente puritano que empapaba la sociedad de aquellos años; así, Ethan Brand (1850), La marca de nacimiento (1843), La hija de Rappacini (1844), El velo negro del ministro (1844), etc.

La crítica más reciente ha prestado atención preferente a la voz narrativa de Hawthorne, considerándola dentro de una retórica autoconsciente, que no debe ser confundida con la verdadera voz del escritor, lo que contradice el viejo concepto sobre Hawthorne de plomizo moralista cargado de complejos.

Sus relatos leves y patéticos destacan por su estilo elegante y depurado. En ellos lo característico, según el escritor Luis Loayza, «es tal vez el contraste entre la violencia exterior y la suavidad del tono, entre la voz delicada y las oscuras sugerencias de lo que dice». Jorge Luis Borges observa, por su parte, que sus cuentos expresan «el tenue mundo crepuscular, o lunar, de las imaginaciones fantásticas».1

De nuevo la marchita mujer dejó oír los monótonos sones de unas preces no ideadas para ser acogidas en el cielo y, muy pronto, en las pausas de su aliento empezaron a materializarse extraños murmullos, aumentando poco a poco de volumen, hasta sobreponerse y ahogar al conjuro del que nacían. Unos gritos atravesaron los ambiguos sonidos, y fueron sucedidos por el canto de dulces voces femeninas que, al variar, dieron paso a un estruendo de risotadas, rotas a su vez de pronto por gemidos y sollozos, formando todo ello junto una horrible confusión de espanto, lamentos y risas. Resonó un arrastrar de cadenas, voces duras y crueles lanzaron amenazas, y un látigo restalló a una orden.
de El valle de las tres colinas, 18372

Hawthorne tuvo una breve pero intensa amistad con el novelista Herman Melville, quien le dedicó su gran obra Moby Dick, "en homenaje a su genio". La correspondencia entre ambos, sin embargo, no se conserva.

Su contemporáneo Edgar Allan Poe dedicó célebres reseñas a sus colecciones más importantes, Twice-Told Tales (traducido recientemente: "Cuentos contados dos veces"3 ) y Mosses from an Old Manse ("Musgos de una iglesia"). Pese a ciertas reticencias, afirmó de su autor:

Diremos enfáticamente de los cuentos de Mr Hawthorne que pertenecen a la más alta esfera del arte. (...) Los rasgos distintivos de Mr Hawthorne son la invención, la creación, la imaginación y la originalidad, rasgos que, en la literatura de ficción, valen acentuadamente más que todo el resto.4
Foto.Internet. Semblanza biográfica: Wikipedia. Texto: CiudadSeva.com

El cuento del domingo

Patricia Highsmith

Nadie ve el final


Sin duda alguna tiene ya ciento noventa años, algunos dicen que doscientos diez, y nadie ve el final. No distingue el domingo del miércoles, le tiene absolutamente sin cuidado. Se ha negado a llevar el aparatito para la sordera durante los últimos noventa años, o quizá más. Echó la dentadura postiza al retrete hace, como mínimo, un siglo, y desde entonces el personal de la clínica tiene que triturarle los alimentos. Ahora le dan de comer con una cuchara tres veces al día, cuatro si contamos el «té». Y hace pipí en la cama, en el pañal que lleva puesto; los pañales de Naomi deben cambiarse diez o más veces diarias, de día y de noche. La Clínica - Residencia de Reposo Viejo Hogar cobra un extra a los residentes que usan pañales.

Naomi no puede o no quiere apretar el botón rojo que tiene a mano, un botón que se enciende por dentro y cuelga del borde de la mesilla de noche; se hace pipí encima y ya está. Cuando llega el momento de cambiarle la ropa de cama, dos veces a la semana, un par de enfermeras la levantan y la depositan en una silla que tiene un agujero en el asiento y que llaman «sillico». Las enfermeras extienden el camisón de Naomi sobre el respaldo, por si tiene ganas de evacuar mientras rehacen la cama. Dos enfermeras levantan a Naomi con facilidad, porque no pesa mucho, y la instalan en una silla de ruedas un par de veces al mes, y la llevan al «salón de belleza» en el otro extremo del pasillo para que le laven la cabeza y le hagan la permanente, la manicura y le arreglen las uñas de los pies. Este servicio cuesta setenta y cuatro dólares. Su pelo blanco y escaso parece una bocanada de humo pero, a pesar de ello, todavía hay que lavarle el cuero cabelludo, esponjarle el cabello para que parezca más cabello, aunque Naomi lleva decenios sin pedir un espejo y, suponiendo que lo pidiera, nada podría ver en él: hace ya muchos años, en un arrebato de mal humor rompió deliberadamente sus gafas, y como eran el quinto par que la residencia encargaba para ella (pagando Naomi los gastos, desde luego), no quisieron proporcionarle unas nuevas. O quizá el óptico se negó al recordar lo desagradable que se había puesto Naomi la última vez que intentara proveerla de gafas.

Pero, aunque hubiese tenido unas gafas en la mesilla de noche, junto a la lámpara, ¿se las habría puesto? No. ¿Qué «veía» con los ojos semicerrados, como los tenía la mayor parte del día y la noche? ¿Qué veía en los raros momentos en que los abría un poco más? ¿Qué recordaba? ¿Los recuerdos de la infancia eran más vivos que los acontecimientos de sus años de madurez, como decía todo el mundo? Quizá. Naomi mascullaba, a veces hablaba con personajes imaginarios, pero raramente conseguían las enfermeras entender lo que decía, ¿y qué más daba? Naomi no decía nada divertido sobre la gente que la rodeaba ahora, como hacía cien años antes, cuando aún podía andar, generalmente con la ayuda de una enfermera, e iba a comer en el refectorio. Desde entonces habían pasado por la residencia muchas generaciones de enfermeras, y los comentarios estrafalarios y sarcásticos de Naomi, como eran verbales, no escritos, no habían llegado a conocimiento del personal que ahora la cuidaba.

El único vástago de Naomi, su hijo Stevey, no era rico al morir pero se lo había dejado todo a su madre, unos diecisiete mil dólares. Stevey no se había casado. Por supuesto, su pequeña fortuna, invertida del mejor modo posible en depósitos a plazo y cosas así, se había agotado hacía ya mucho tiempo. Pero la gente como Naomi tiene suerte: un tío de Stevey por parte de padre le había dejado otra pequeña fortuna, que había durado muchísimo tiempo, aunque no tanto como Naomi. Pero ya hablaremos más adelante de la curiosa situación económica de Naomi. Stevey lleva muerto unos ciento diez años; su vida tuvo una duración normal y murió antes de cumplir los ochenta.

En la habitación de Naomi hay un televisor y antes miraba de vez en cuando, durante unos momentos, su pantalla apagada de color de ostra, como si viera algo, como si hablase con los personajes imaginarios de las comedias televisivas, pero eso ya ha terminado. Stevey le había comprado el aparato cuando Naomi contaba ochenta años (había ingresado en la residencia a los sesenta y ocho), pero al volverse cada vez más lela las enfermeras empezaron a llevarse el televisor a la habitación de otros pacientes (cobrándoles por usarlo, desde luego) y cuando el aparato se estropeó definitivamente, nadie se tomó la molestia de repararlo y lo devolvieron, inservible, a la habitación de Naomi. En el caso de que se presentara algún pariente de Naomi, uno que recordase haber oído hablar del televisor, y preguntase por su paradero, pues allí estaba. Pero los parientes de Naomi - parientes vivos, capaces de andar y hacer visitas - siempre habían brillado por su ausencia.

A veces el personal administrativo del Viejo Hogar, así como las enfermeras y los enfermeros, se reían de Naomi Barton Markham. ¡Rozaba los doscientos!, decían. ¡Y seguía vivita y coleando! ¡No tenía ninguna razón para morir!

Ningún familiar de Naomi la había visitado durante un siglo, se decían unos a otros. El tío de Stevey había muerto sin dejar descendencia y, recordando con admiración a su hermano Eugen, había dejado lo que tenía a la viuda de este, Naomi, pese a no haberla visto nunca. El tío había sido muy bueno, ya que Naomi se había casado por segunda vez con un tal Doug Villars, que no ganaba mucho dinero. Lo asombroso es que la herencia durase sesenta años y pico a pesar de las triquiñuelas de la administración del Viejo Hogar, del recargo de horas de «cuidados especiales» y de las recetas de cosas innecesarias, la más absurda de las cuales eran las píldoras para el estómago, que a Naomi no le hacían ninguna falta pero que en la farmacia añadieron gustosamente a la lista de medicamentos necesarios. Menudo chanchullo.

La habitación de Naomi Barton Markham en la planta baja de la Clínica - Residencia de Reposo Viejo Hogar, en el sur de Oklahoma, era pequeña, con una sola ventana y un baño privado donde Naomi no había puesto los pies desde que contaba unos ciento veinte años. Aparte de la cama, la habitación contenía una silla para las visitas, una mesilla de noche con botellitas y un vaso para beber agua, y, en el suelo, cerca del lecho, una silleta que las enfermeras raramente llegaban a tiempo de colocar debajo de Naomi, si la necesitaban al cambiarle los pañales.

Alguien del personal habla comentado:

- Los críos son una lata porque se mojan los pañales, pero eso dura poco, quizá unos dos años solamente. Pero Naomi... ya llevamos cincuenta años y pico así. - Y más adelante -: Ya van ochenta... cien años, ¿no es verdad?

Y un círculo de enfermeras e incluso uno o dos médicos coreaba las risas que sonaban en la cafetería del Viejo Hogar, abierta las veinticuatro horas del día, en el sótano.

Algunas anécdotas se transmitían de una generación a otra, como las leyendas populares.

- Cuando Naomi tenía ochenta o noventa años y era muy vivaracha, de noche solía entrar sigilosamente en habitaciones ajenas y cambiar los vasos donde la gente metía la dentadura postiza... ¡O tiraba las dentaduras al retrete! Me lo contaron cuando empecé a trabajar aquí.

Esta historia había provocado risas y lágrimas de regocijo en docenas de enfermeras y médicos jóvenes. ¡Era cierta! ¡Sin saber por qué, estaban seguros de que era cierta!

Y otras historias decían que Naomi entraba en la cocina durante ese breve período, alrededor de las tres de la madrugada, en que las cocineras no estaban ocupadas haciendo algo, y echaba sal en el azucarero y viceversa, desenchufaba los congeladores, hacía mil y una diabluras. Era cierto que habían tenido que confinarla en una butaca grande durante varias semanas, administrándole sedantes, poco después de su ingreso en el Viejo Hogar, y cualquier enfermera podía comprobarlo porque constaba en los expedientes. Algunas enfermeras, tras comprobar que era verdad, habían pedido una reducción de su horario o un aumento de sueldo por cuidar a Naomi, porque oficialmente el Viejo Hogar no era un manicomio.

Pero Naomi Barton Markham estaba realmente loca, además de senil, aunque era una locura que nadie podía etiquetar ni definir. ¿Múltiples infartos de cerebro? ¿Por qué no? Era tan verosímil como cualquier otra cosa, y daba a entender que el riego sanguíneo del cerebro era insuficiente; un par de médicos le habían dicho a Stevey que su madre padecía esa dolencia como si de esta forma resumieran y descartasen de una vez la gran variedad de rarezas que Naomi había mostrado a lo largo de los años. Fuera cual fuese, su enfermedad no era la de Alzheimer.

Otra cosa cierta era que Naomi, desde los diecisiete años y pico, había colmado de maldiciones a todos cuantos la rodeaban, insultado a todo el mundo de un modo u otro. Primero a sus novios, que, huelga decirlo, no eran lo bastante buenos para ella; luego a su marido, Eugene Markham, quien, según se decía, tenía tanta paciencia como Job; luego a su segundo marido, Doug Villars, que aún tenía más paciencia que Eugene (Naomi sabía cómo sacarles de quicio) y finalmente a Stevey, que al principio adoraba el suelo que su madre pisaba y luego se había vuelto contra ella, en sentido emotivo y freudiano (dejó de estar enamorado de Naomi a partir de los catorce años, pongamos por caso) mas no en sentido filial o jurídico, pues siempre le habla escrito cuando estaban separados y continuó pagándole las facturas mientras duró su propia y más bien solitaria vida.

Y ahora - aunque la palabra «ahora» carece de todo sentido para Naomi - estamos en el año 2071. El televisor de Naomi sigue en su cuarto y resulta tan anticuado como un aparato de radio Atwater Kent en 1980. El Viejo Hogar sigue llamándose así, aunque el edificio ha sido renovado en un par de ocasiones, y ampliado también, porque cada vez hay más viejos. Naomi está de suerte, además, porque no padece ningún dolor, no necesita morfina, ni siquiera aspirinas. Increíble. Doctores de todo el mundo han visitado la clínica - residencia para examinar sus intestinos y han pensado, se han preguntado: « ¿Será posible que esta fabulosa Naomi Barton Markham tenga metabolismo de reptil?»

No. Su metabolismo es bastante bajo, desde luego, pero Naomi no se encuentra en estado de hibernación, ni mucho menos. Sencillamente está siempre fría y necesita mantas ligeras en verano e invierno. Pero se ha producido un cambio lento. Ahora habla más, habla con personas inexistentes, en su habitación, como si tuviera visitas. A menudo habla con voz de bebé y con un ligero acento sureño, lo que empieza a tener trastornadas a las enfermeras.

- ¿De dónde eres? - pregunta Naomi con ese acento sureño. Y puede que luego identifique a un antiguo novio llamado Ned, al que toma el pelo.

O dirige la palabra a su propia madre, a la que miente, y se muestra agotada, o finge estarlo, y suelta respingos como si estuviese exasperada porque no consigue hacerse entender por su madre, a la que llama mamá.

También se le aparece su marido Eugene, y es claro que desea evitarle, pues golpea las sábanas con su puño claro y huesudo y chilla diciéndole que salga de su habitación.

Todo esto resulta muy gracioso, pues Naomi habla sin dientes. O, mejor dicho, a las enfermeras y los enfermeros les hace gracia durante las primeras semanas, cuando entran con la bandeja de la comida o a recoger los pañales sucios. Al final, las enfermeras y los enfermeros hacen toda suerte de maniobras para no tener que ocuparse de la habitación de Naomi.

- De veras no lo soporto, sencillamente no puedo - dijo una enfermera de veinticuatro años oriunda de Wisconsin, regordeta y fuerte que pensaba casarse pocas semanas después -. No creo ni una palabra de lo que dice, pero me pone frenética.

Justamente, ponía frenética a la gente. Nadie podía creer que Naomi Barton Markham existiera, pero allí la tenían delante de sus ojos farfullando a ratos, de día y de noche, hablando con personas del pasado, hablando con tal elocuencia que hubiérase dicho que estaban en la habitación.

- Yo no he dicho eso y tú lo sabes - decía Naomi con una voz baja y hosca que salía de entre sus encías desdentadas; y, a veces, a la enfermera que entraba por poco se le caía la bandeja.

A pesar de la repetición de esta frase y de otras por el estilo, las enfermeras y los médicos miraban de reojo los rincones del cuarto para ver si realmente había alguien, y esto les hacía sentirse como unos tontos y, por ende, se enfadaban un poco.

Así que las enfermeras se las ingeniaban para que de la habitación se encargasen las novatas, o descuidaban un poquito a Naomi; entonces el asunto de los pañales empeoraba para la siguiente enfermera, e inevitablemente había una siguiente enfermera, porque el Viejo Hogar no era un centro benéfico ni una institución estatal y procuraba hacer las cosas como es debido.

A veces visitaban a Naomi periodistas acompañados de fotógrafos. Estos últimos siempre podían sacar una instantánea fantasmagórica de aquella carita arrugada y pálida, apoyada en unas almohadas blancas. Las más de las veces Naomi se negaba a musitar siquiera un «hola», como si se diera cuenta de que si les daba un chasco, los periodistas se sentirían heridos, de que así ella demostraría su poder. En el fondo, Naomi era un mal bicho.

Naomi no tenía una partida de nacimiento en regla. Se rumoreaba que sí la había tenido al ingresar en la Clínica - Residencia de Reposo Viejo Hogar, pero que luego la había destruido, empujada por la vanidad. Siempre se había quitado años. ¿Sería, pues, mayor de doscientos diez años?

Curiosamente, debido al ir y venir de periodistas y fotógrafos, así como de médicos curiosos que le hacían radiografías y análisis del metabolismo, Naomi resultaba menos real que nunca a ojos del personal del Viejo Hogar, en lugar de suceder todo lo contrario.

- Es una especie de estatua. ¿Comprendes lo que te quiero decir? - dijo una enfermera que estaba tomando café con una colega -. Es como sacar fotos de un monumento.

- ¡El monumento a Washington en cama! - dijo la enfermera, sonriendo -. Muy pálida y reluciente..., ¡ja, ja! ¡Pero mea y caga como el que más!

- Sí, a veces parece relucir, cuando entras en su cuarto y está a oscuras - dijo en voz baja una enfermera de mediana edad.

- ¡Yo también me he fijado! - dijo con voz chillona una enfermera más joven -. Un brillo pálido y verdoso..., ¿no es así?

Naomi no gustaba a nadie. No se dejaba ver mucho, es verdad, pero sí lo suficiente para no gustar a nadie. Y siempre había sido así.

Naomi nació en una ciudad pequeña y de niña era un poco más bonita de lo normal y mostraba cierto talento para la danza. No le faltaron pretendientes y se casó a los veintidós años. Era bailarina de un grupo de variedades que actuaba en Chicago, San Luis, Nueva Orleans y Filadelfia.

Naomi Barton era rubia, esbelta, desenvuelta, no gran cosa desde el punto de vista intelectual, pues no había continuado los estudios al dejar el mediocre instituto de una población de Tenessee. Pero el hombre con quien se casó era un ingeniero ambicioso y prometedor, de treinta años, Eugene Markham, locamente enamorado de ella, lo que se dice chalado por ella. Durante un tiempo sus respectivas carreras se combinaron a la perfección, pues Eugene hacía trabajos de su especialidad en las ciudades donde Naomi estaba contratada durante una semana más o menos. La carrera de Naomi prosperó. Un día Eugene le sugirió que se dedicara al ballet, a algo más prestigioso que lo que hacía en aquel momento, trabajar de corista en algunos espectáculos de variedades.

- Me dará miedo salir a escena - objetó Naomi, esperando algunas palabras tranquilizadoras.

- ¡No, mujer, no! ¡Podemos pagar las lecciones de ballet! ¿Cuándo quieres empezar?

Empezó a tomar lecciones en Filadelfia, pero justo entonces descubrió que estaba embarazada, y eso, lejos de agradarle, la disgustó.

También Eugene se disgustó un poco.

- Si es sólo de un mes, o de seis semanas, como dijiste... quizá puedas librarte de él, ¿eh? Con un baño caliente o algo así, ¿verdad? No lo sé.

Realmente Eugene no lo sabía. Corrían los primeros tiempos del siglo veinte y el aborto mediante succión no era tan conocido como ahora, aunque muy probablemente pueblos primitivos y remotos llevaban cientos de años, por no decir miles, extrayendo de ese modo los pequeños embriones que nadie quería.

Naomi lo intentó tomando baños muy calientes y bebiendo ginebra, y el resultado fue que la cara se le puso roja, sudó mucho, pero no se le presentó el período. Lo intentó dando un largo paseo por Filadelfia, caminando a buen paso, y fue a parar a una parte poco recomendable de la ciudad de donde tuvo que salir por piernas, pero no consiguió abortar. Entonces la confusión se apoderó de ella: no podía firmar un nuevo contrato con su representante, un contrato para los seis meses siguientes, porque para entonces el embarazo se le notaría mucho. Curiosamente, ni a ella ni a Eugene se le ocurrió buscar un médico que estuviera dispuesto a provocarle un aborto.

- Bueno, pues, tengamos el niño - dijo Eugene, sonriendo -. ¡No es el fin del mundo, querida! Es sólo una interrupción de tu carrera. Ni tan sólo será una interrupción larga. Vamos, hay que animarse. Te quiero, cariño.

Intentó besarla, pero ella apartó la cara.

- ¡No! ¡Tú querías que me librase del bebé!

Naomi no lloraba, no gritaba ni estaba histérica, estaba sencillamente decidida.

Eugene no consiguió convencerla de que no sólo aceptaba con resignación las circunstancias, sino que incluso se sentía feliz.

Naomi le pidió el divorcio.

Eugene se llevó una tremenda sorpresa.

- ¿Por qué, si puede saberse?

- ¡Porque no quieres que tengamos un hijo y no me amas!

Naomi hizo las maletas y cogió el tren a Memphis, donde a la sazón vivía su madre.

Eugene Markham siguió a su esposa hasta Memphis en otro tren, logró verla en casa de sus padres y trató de persuadirla de que no pidiera el divorcio. Fracasó y habló del asunto con los padres de ella. Eugene habló bien y con elocuencia, pero sus suegros (Eugene pudo entrevistarse con ellos a solas) adoptaron la actitud que consideraban «moderna y correcta»: los padres no debían inmiscuirse en los asuntos de sus hijos.

Naomi obtuvo el divorcio alegando «incompatibilidades», toda vez que no se trataba de un caso de adulterio ni de ausencia injustificada. El bebé, que fue niño, nació en casa de los padres de Naomi y esta rechazó el ofrecimiento de Eugene, que quería pagar los honorarios del médico y demás gastos relacionados con el nacimiento. A las dos o tres semanas de nacer el niño, Naomi reanudó su carrera en el mundo de las variedades (esta vez en Chicago) y dejó al bebé, Stevey, con su madre, la señora Sarah Barton.

Contaba Stevey casi cuatro años cuando Naomi se casó con un hombre llamado Doug Villars, un año y pico más joven que ella, un tipo sencillo pero decente con un título de contable gracias al cual encontraba trabajo casi en cualquier parte. Hasta entonces también Naomi había encontrado trabajo con facilidad, tanto si trabajaba con una compañía como si no, pero el panorama empezaba a cambiar. Las variedades se encontraban en plena decadencia, Naomi tozaba, ya los treinta y no supo adaptarse a los nuevos tiempos. Mientras disminuían su capacidad y su fama, y, por consiguiente, los contratos, imaginó que su reputación era cada vez mayor.

- Es el público vulgar el que no me aprecia - le dijo a Doug -. Debería haber continuado con mis lecciones de ballet... como me decía Eugene. ¡Eugene tenía ideas! ¡No era un pesado como tú!

Esta clase de comentarios herían a Doug Villars en lo más vivo. Pero Naomi le compensaba en la cama. Sabía lo que le convenía: contar con el sueldo modesto pero seguro de Doug. Además, disfrutaba en la cama. Pero, sobre todo, le gustaba el poder que tenía en ella, es decir, la capacidad de decir sí o no en cuestiones de sexo.

El pequeño Stevey estaba emotivamente unido a su abuela Sarah, que le había criado hasta los cuatro años de edad, y ambos sostuvieron fielmente correspondencia después de que Naomi se casara con Doug Villars y él, Stevey, abandonase la casa de Sarah. A los nueve y diez años de edad, Stevey estaba enamorado de su madre, tal como muchos niños a esa edad, pero él estaba más enamorado que la mayoría de los niños por la sencilla razón de que su madre raramente paraba en casa. A veces emprendía giras de bailarina y Stevey y su padre se quedaban en casa, preparándose la comida y naciendo la limpieza, y soñando en la mujer bonita que se encontraba ausente.

Inevitablemente, a Stevey le costó mucho adaptarse a las chicas con edad apropiada para él, a los catorce y quince años. Esperaban de él que se «interesase» por chicas de catorce años, luego de dieciséis y así sucesivamente, pero a él le parecían niñas tontas. Le gustaban las «mujeres mayores», de veinte y veintidós años, y conoció a unas cuantas, aunque ellas no le hacían ningún caso porque sólo tenía dieciséis años. No sentía grandes deseos de acostarse con ellas, sencillamente las adoraba, las idolatraba desde lejos, incluso mujeres de treinta años. Lector voraz, conocía ya su síndrome al cumplir los quince: le gustaban las mujeres mayores y necesitaba una madre, o una figura maternal, según Freud.

Stevey se hizo electricista y no perdía mucho tiempo pensando en sus complejos personales. Se dio cuenta con cierto horror de que su madre estaba perdiendo el juicio; es decir, se percató de ello cuando ya había cumplido los veinte. Al terminar los estudios en la escuela técnica, Stevey se había marchado de casa y había vivido en California, Florida y Alabama, pero sin perder el contacto con su madre y su padrastro, a quienes visitaba algunas Navidades. Stevey también estaba en buenas relaciones con su padre, Eugene Markham, le escribía una carta de vez en cuando, pero Eugene se mantenía a distancia desde el segundo matrimonio de Naomi, lo que, dadas las circunstancias, Stevey consideraba natural. Luego Doug Villars enfermó de leucemia. Doug tenía suscrito un seguro, pero su larga y mortal enfermedad se comió buena parte de los ahorros del matrimonio. Después de morir Doug, Naomi declaró que «no podía más», como dicen los libros de texto. Se olvidaba de que tenía algo puesto en el fuego. Descuidó al perro y al gato hasta que los dos padecieron desnutrición, las pulgas se los comían y la casa estaba hecha un verdadero asco. Los vecinos se quejaron (Naomi vivía en una casa pequeña, de una sola planta, en el norte de Oklahoma) y las autoridades tomaron cartas en el asunto.

Stevey fue informado de la situación y en seguida se trasladó a Oklahoma; se horrorizó al ver el estado en que se encontraba la casa de su madre y al ver el empeoramiento de su estado mental. Naomi dijo que no quería ingresar en «una residencia», pero Stevey sabía que le era imposible alojar a su madre bajo su propio techo. Al parecer, Naomi permanecía levantada la mitad de la noche, merodeando por la casa como un lobo enloquecido, leyendo detenidamente papeles viejos y desordenados que no quería que nadie tocase. Un caso clásico. Con cierta dificultad, Stevey consiguió ingresar a Naomi en la Clínica - Residencia de Reposo Viejo Hogar (durante dos días fue necesario tenerla en una celda de paredes acolchadas y ninguna otra residencia de la región había querido admitirla, ni siquiera a prueba), pagó la limpieza de la casa de Naomi y luego la vendió por el mejor precio que pudo obtener. El dinero resultante de la venta lo puso en depósito para que devengase intereses, ya que preveía que su madre iba a pasar una larga temporada en el Viejo Hogar, y así fue, en efecto.

Stevey Markham escribió a su madre un par de veces, pero sólo recibió una carta de ella. No le había gustado, escribió Naomi, que su hijo la ingresara en «una estúpida residencia para viejos». ¿Por qué no la había dejado en su casa, donde estaba cómoda y era independiente? Stevey conocía bien a su madre, así que adivinó que lo que pretendía era empezar una discusión epistolar. De modo que Stevey dejó de escribirle y a los pocos meses ella hizo lo mismo. Stevey la visitó varias veces, quizá cinco en total, empezando por las Navidades, desde luego. Pero Naomi solía ponerle mala cara, le reprochaba el no haberla visitado más a menudo. Y en la cuarta visita, o quizá la quinta, fingió indiferencia, se puso a contemplar el techo como si su hijo y los regalos que le había traído fueran un espectáculo desagradable. Se negó a hablarle y Stevey reconoció en esa actitud la satisfacción que en otro tiempo sentía su madre al herirle, o intentarlo. Así que dejó de visitarla.

La manutención de Naomi costaba a Stevey más que la suya propia durante el último decenio de su vida, ya que el dinero de su madre (que en realidad era el de Doug más el producto de la venta de la casa) se había acabado. Entonces, como si quisiera «salvar» a Stevey, el tío lejano, hermano de su padre, falleció dejándole varios miles a Naomi, sencillamente porque había sido la esposa de su hermano Eugene. Stevey lo consideró un pequeño milagro: su madre tendría para ir tirando durante otros veinte años, como mínimo (para entonces Stevey ya sabía calcular los depósitos a plazo y los intereses, incluso sin usar lápiz), mientras que Stevey no podía decir lo mismo de él. Arruinado y con setenta y cuatro años de edad, Stevey iba agotándose como un reloj viejo, y murió, mientras dormía, de un ataque al corazón, aunque no era un hombre obeso y no fumaba. Stevey Markham no se había tomado unas vacaciones como Dios manda en toda su vida. Poco antes de morir, se le ocurrió un extraño pensamiento: su madre, Naomi, se las había arreglado para atormentar al prójimo, había sido una verdadera lata, incluso antes de que él naciera, insistiendo en obtener un divorcio que el padre de Stevey no quería pero había acabado concendiéndole, por lo que Stevey había nacido en un hogar sin padre; y cuando era niño Naomi provocaba discusiones con su padrastro, Doug Villars, por lo que la vida hogareña de la pareja era peor que inestable; y después de morir Stevey, Naomi continuarla causando molestias y gastos... a alguien. ¿Al estado de Oklahoma, quizá? ¿Al gobierno? Los de la Clínica - Residencia la meterían en un lugar más barato cuando se acabase el dinero del tío. Había muchísimas instituciones estatales más baratas.

La última noche de su vida, mientras se preparaba para acostarse, Stevey pensó que su madre había sido un incordio antes, durante y después, un incordio para todas las personas que la rodeaban; había hecho llorar a hombres buenos, había hecho llorar a su propio hijo. Y seguía viviendo.

Pero cuando el dinero del tío se agotó, Naomi era ya una curiosidad. Y la gente paga por las curiosidades. A veces.

Ah, sí, Naomi sigue viviendo. Y reluce en la oscuridad, dice la gente.

- ¡Os mataré! - farfulla. Y luego se ríe débil, desdentadamente. Como si quisiera decir: «No lo digo en serio, realmente.» Porque Naomi todavía sabe lo que le conviene, sabe que sin aquellas formas borrosas, formas de enfermeras que ella apenas puede ver, estiraría la pata, moriría de sed y de hambre. Así que Naomi se acuerda de hacerles un poco la pelota. Pero no más de lo necesario. De hecho, es tan desagradable con ellas como se atreve a ser, y a veces derrama la sopa deliberadamente. Se da cuenta, de un modo vago, de que las enfermeras son esclavas pagadas, de que están obligadas a seguir atendiéndola.

Naomi pone malas a las enfermeras.

Las enfermeras y los enfermeros se ríen. Pero se ríen defensivamente. En el fondo de su pensamiento se preguntan: « ¿Será esta loca de Naomi más fuerte que todos nosotros, que cualquiera de nosotros, después de todo? ¿Será verdad que va a vivir eternamente?... ¡Porque por lo menos ya ha cumplido los doscientos!» Pero no se atreven a expresar estas preguntas, estas ideas, ni siquiera cuando están a solas con otro colega. Hay en Naomi algo que les causa escalofríos muy en lo hondo, a todos ellos. Es como si Naomi, de algún modo, pudiera enseñarles en qué consisten la vida y la muerte. Y esa imagen no es bonita, porque a todos les da miedo contemplarla.

Las enfermeras, los enfermeros, todo el personal, se estremecen al pensar que a lo largo y ancho de los Estados Unidos, en todo «el mundo civilizado», donde a los viejos ya no los arrojan al fondo de un precipicio, los viejos superan en número a los jóvenes. A decir verdad, un país del Primer Mundo, de primera categoría, se distingue por haber reducido la tasa de natalidad a cero y por cuidar de sus viejos.

Sea. Y puede que deba ser así. Pero las personas como Naomi son un horror. Sus hijos se arruinan económicamente para tenerlas fuera de sus propios hogares, internadas en alguna institución donde no tengan que verlas todos los días. Las personas que pagan las facturas saben que las instituciones las estafan, si son particulares en vez de estatales, porque se gana mucho dinero manteniendo vivos a estos ancianos a fuerza de vitaminas y antibióticos y administrándoles oxígeno si es necesario. No como en las instituciones estatales, donde una ventana entreabierta en una fría noche de invierno puede cargarse media habitación llena de viejos que no pagan: una neumonía y ¡puf! Tanto mejor, porque hay muchos más ancianos que esperan para ocupar su lugar y muchos jóvenes que sueltan un suspiro de alivio cuando pueden sacar a sus padres de casa y perderlos de vista.

- ¡Es horrible! ¡No puedo con ella! - dijo una enfermera joven, de las que cuidaban a Naomi, los hombros caídos y llorando.

Bien, a la enfermera joven le dieron un día de permiso. Se recuperó durmiendo un poco más de lo habitual y volvió a su trabajo. Y, al igual que muchas otras, procuró evitar a Naomi, atender a los internos más jóvenes que Naomi, los que tenían más o menos cien años de edad. Algunos de ellos todavía se avenían a llevar los apara - titos para la sordera y las dentaduras postizas; eran una bendición para el personal.

Hemos llegado al año 2090 y es indudable que Naomi cuenta ya un poco más de doscientos años. Reluce en la oscuridad, con un brillo verde tirando a amarillo, apenas come y bebe nada que valga la pena tener en cuenta, pero mea varias veces y suele defecar una vez al día: señal de que Naomi Barton Markham sigue viva, ¿no? ¡Esos pañales mojados y asquerosos, pestilentes! Naomi empezó su vida vestida con pañales, como todos nosotros, y la está terminando del mismo modo, esto es, si alguna vez la termina, pero en realidad nadie ve el final. En su «estado» no ha habido cambio alguno durante los últimos ciento diez años. Su factura ha subido de alrededor de dos mil cien dólares mensuales en las postrimerías del siglo xx a alrededor de seis mil trescientos ahora, pero el Viejo Hogar los paga, porque Naomi es un anuncio excelente para la institución.

Los periódicos pueden llamar por teléfono y concertar una nueva visita para sacar fotos de la vieja fantasma y hacerle «una entrevista» en cualquier momento que les apetezca, pero los artículos ya no dicen nada nuevo y ahora Naomi sólo da para escribir uno cada cinco años, más o menos.

No obstante, Naomi simboliza la eficiencia nacida de la remodelación del Viejo Hogar y de otras residencias privadas:

Vean lo que puede hacer una buena residencia:

¡mantener eternamente vivos a sus seres queridos!

No importa que lo de «eternamente» pueda ser una exageración. ¿Quién va a señalar que lo es? Ahora ya no se muere, se desaparece. Suena mejor. «Muerte» es una palabra a evitar. La publicidad de ataúdes dice: Adquiera, no sólo un ataúd de acero forrado de raso por dentro, sino un ataúd de acero doble. De este modo su ser querido durará más en un estado presumiblemente adorable, y el colorete que le hayan puesto en la funeraria será visible en las mejillas y los labios muertos durante trescientos, cuatrocientos, quinientos años (al menos así se da a entender, ¿y cuánto tiempo pedirías de buen principio?), y es de suponer que el ataúd de acero doble también tendrá los gusanos a raya más tiempo, aunque, claro está, no hay que usar la palabra «gusanos», ni siquiera pensar, y mucho menos mencionar, que los gusanos salen de esos huevos de mosca que ya llevamos dentro, en vez de proceder de la atmósfera o el espacio exterior, así que el acero, por caro que sea, no va a ayudarle ni pizca a combatir el destino que nos aguarda a todos.

No obstante, volviendo a la publicidad de las residencias privadas de Norteamérica: ¿No quiere usted que su ser querido o sus seres queridos vivan tanto tiempo como sea posible? ¿Y rodeados de la mayor comodidad que usted pueda permitirse comprar? ¿O incluso que no pueda permitirse del todo?

Si le están mirando y escuchando otras personas, será mejor que conteste:

- Sí, desde luego.

Pero si nadie le está mirando, si nadie le está escuchando, ¿de veras desearía esto? ¿Le gustaría que su madre o su padre viviera «tanto tiempo como sea posible»? ¿Acaso no sabe usted perfectamente que todos y cada uno de nosotros tenemos señalado el momento de morir?

¿Le gustaría que su madre viviera años y años como Naomi, reluciendo verde-amarilla en la noche, meándose en los pañales, defecando, como mínimo, una vez cada dos días, dependiendo de alguien que le introdujera los alimentos en la boca, de alguien que le cambiase los pañales? ¿Y sin que nadie viera el final? ¿Le gustaría a usted seguir viviendo así, sin poder ver la televisión, sin poder oír, sin poder andar siquiera con un poco de ayuda, sin poder leer la carta que le envíe un viejo amigo, demasiado lelo, a decir verdad, para comprender lo que otra persona le lea en voz alta?

La sociedad no permitiría que alguien tuviera a un perro viejo en semejantes condiciones. En cambio, permite que los humanos mueran sin la dignidad que se concede a los animales.

Naomi Barton Markham reluce en la noche, y llena su solitaria habitación de figuras del pasado, de gente que murió hace ya muchos años, personas más fantasmales que ella misma: sus propios padres, los novios a quienes maltrató, el hijo al que descuidó pero que le fue fiel hasta el fin, los maridos (dos) a quienes trató a patadas. Naomi los maldice, se mofa y se ríe de ellos, con sus mínimas fuerzas intenta despreciarlos y volver el rostro hacia otro lado, como en los viejos tiempos, como otrora hiciese con hombres que la querían, incluso con amigos que trataban de ser amigos.

Acabarás con todos nosotros, Naomi. Si no lo haces tú personalmente, lo harán otros como tú. Eres un triunfo de la medicina moderna, de las vitaminas, de los antibióticos y de todo eso. Lástima que no puedas pagarlo tú misma, pero sabemos que no te paras a pensarlo ni un solo momento. Estás lejos, muy lejos de pensar, de razonar, de la economía.

¡Qué suerte tienes, Naomi! Es decir, si te estás divirtiendo. ¿Te diviertes? ¿Cómo se siente este súcubo, echada boca arriba con un caucho debajo del trasero para evitar que le salgan llagas de tanto yacer en cama? ¿En qué piensa? ¿Dice guba-guba-guba con sus encías desdentadas, igual que en la infancia, cuando también llevaba las ijadas envueltas en pañales?

Naomi Barton Markham, nos enterrarás a todos, mientras haya un Viejo Hogar que recoja la pasta, mientras haya un imbécil o dos que la paguen.

Patricia Highsmith (Fort Worth, Texas, 19 de enero de 1921 - Locarno, Suiza, 4 de febrero de 1995). Novelista estadounidense famosa por sus obras de suspenso.

Nació con el nombre de Mary Patricia Plangman en Fort Worth, Texas. Sus padres se divorciaron cinco meses antes de nacer Patricia y no conoció a su padre hasta los doce años. A raíz del divorcio, su madre y con ella Patricia se trasladaron a Greenwich Village, en Nueva York. Durante los primeros años de vida fue educada por su abuela materna, Willi Mae. En 1924 su madre se casó con Stanley Highsmith, del que Patricia tomaría el apellido.

La joven Highsmith mantuvo una relación intensa y complicada con su madre y con su padrastro. Según contó la propia Patricia Highsmith, su madre le confesó que durante su embarazo había tratado de abortar bebiendo aguarrás. Highsmith nunca superó esta relación de amor y odio, que la acompañó durante el resto de su vida y que llegó a convertir en ficción en el cuento "The Terrapin," en el cual un joven apuñala a su madre.

Su vocación por la escritura fue tempranísima; fue una voraz lectora, preocupada sobre todo por cuestiones relacionadas con la culpa, la mentira y el crimen, que más adelante serían los temas centrales en su obra. A los ocho años descubrió el libro de Karl Menninger La mente humana y quedó fascinada por los casos que describía de pacientes afligidos por enfermedades mentales. Los análisis de este autor sobre las conductas anormales influyeron en su percepción de los personajes literarios.

Empezó a escribir gruesos volúmenes desde los 16 años hasta su muerte con ideas sobre relatos y novelas, así como diarios. Todo este material se conserva en los Archivos Literarios Suizos, en Berna.

Se graduó en 1942 en el Barnard College, donde estudió literatura inglesa, latín y griego. En 1943 empezó a trabajar para la editorial Fawcett haciendo sinopsis de cómics y en esa época descubre su homosexualidad, tema que tratará más adelante cuando en 1952 aparezca bajo el pseudónimo de Claire Morgan su novela El precio de la sal.1 Trata de la problemática historia de amor entre dos mujeres, con un final feliz insólito para la época. Treinta y tantos años después la reimprimió con el título de Carol y descubriendo que era ella la verdadera autora, revelando en su epílogo las comprensibles razones del anonimato inicial. Finalizaba con estas palabras: "Me alegra pensar que este libro le dio a miles de personas solitarias y asustadas algo en que apoyarse".

A los 22 años comenzó a escribir su primera novela The click of the shutting, nunca publicada. En 1945, tras una breve estancia en México de cinco meses, surgen los cuentos "En la Plaza", escrito en Taxco, estado de Guerrero, y "El coche".

Publicó su primer cuento a los 24 años en la revista Harper´s Bazaar. En 1950 publica su primera novela, Extraños en un tren, por la que saltaría a la fama un año después con la adaptación al cine de Alfred Hitchcock.

El pesimismo de sus historias y la crueldad materialista de sus análisis éticos fueron mal acogidos en Estados Unidos, pero no en Europa, y como sus ideas políticas de sesgo comunista contrariaban al american way of life, abandonó el Nuevo Mundo y se trasladó para siempre a Europa en 1963. Residió en East Anglia (Reino Unido) y en Francia, y sus últimos años los pasó en Tegna al oeste de Locarno (Suiza), donde falleció el 4 de febrero de 1995.

Según cuenta su biografía, Beautiful Shadow, su vida personal era problemática, en parte por su alcoholismo; nunca tuvo una relación sentimental que durase más que unos pocos años, ni siquiera con la también novelista Marijane Meaker, y algunos de sus contemporáneos la tachaban de misantropía, en lo que hay algo de cierto. Prefería la compañía de sus muchos gatos y caracoles y una vez dijo: "Mi imaginación funciona mucho mejor cuando no tengo que hablar con la gente". También se la ha acusado de misoginia por sus Little Tales of Misogyny y de antiamericanismo por sus Tales of Natural and Unnatural Catastrophes; lo cierto es que su fama de escritora morbosa no la hizo especialmente vendible en los Estados Unidos. Highsmith encontraba frecuentemente inspiración en el arte, en la psicología clínica y en el reino animal.

Escribió más de 30 libros entre novelas, ocho colecciones de cuentos, entre los que destacan los Little Tales of Misogyny (Cuentos misóginos), los Cuentos de animales y los Tales of Natural and Unnatural Catastrophes (Cuentos de catástrofes naturales y no naturales, 1987), ensayos y otros textos, y dejó numeroso material inédito.

La temática de la obra de Patricia Highsmith se centra en torno a la culpa, la mentira y el crimen, y sus personajes, muy bien caracterizados, suelen estar cerca de la psicopatía y se mueven en la frontera misma entre el bien y el mal. Esto es muy notorio en su primera novela publicada, Extraños en un tren (de 1950), que fue llevada un año después al cine por Alfred Hitchcock con el mismo título y cuyo guion fue adaptadado por Raymond Chandler .

La visión de la realidad que se desprende de sus novelas y cuentos es depresiva, pesimista y sombría, como también su concepto sobre el ser humano. Algunas de sus novelas incluyen referencias homosexuales; su novela Carol, que sus editores rechazaron por su temática lésbica, fue publicada bajo el pseudónimo Claire Morgan en 1953 y vendió cerca de un millón de ejemplares. En su última novela publicada, Small g, un idilio de verano (de forma póstuma un mes después de su fallecimiento), se trata nuevamente la temática homosexual, esta vez en torno a la presentación de una serie de relaciones equivocadas.

Highsmith, cuyo estilo se presenta tan económico como el de Guy de Maupassant, al que admiraba, destaca especialmente como creadora de personajes, especialmente marginales. Busca la polémica y le atrae especialmente la ambigüedad moral: sus héroes suelen ser personajes turbios y ambiguos que explotan la hipocresía social para ascender socialmente. Su obra se compone de una veintena de novelas, un gran número de relatos y un ensayo, El arte del suspense. Su amigo Graham Greene dijo sobre ella: "Uno no cesa de releerla. Ha creado un mundo original, cerrado, irracional, opresivo, donde no penetramos sino con un sentimiento personal de peligro y casi a pesar nuestro, pues tenemos enfrente un placer mezclado con escalofrío".

Alabada por la crítica como una de las mejores escritoras de su generación, por la penetración psicológica que lograba en sus personajes y sus tramas complejas y muy elaboradas, consiguió un reconocimiento internacional que pasó al público.

Una estancia en Europa le inspiró el personaje del amoral Tom Ripley, cuya primera aparición data de 1955 con El talento de Mr. Ripley, escrita tras el primer viaje al Viejo Continente de la escritora, sufragado con los derechos cinematográficos de su primera novela, la ya citada Extraños en un tren.

Con esta primera novela de la serie de Ripley obtuvo el Gran Premio de Literatura Policíaca y estuvo nominada al Premio Edgar a la mejor novela, y fue adaptada al cine dos veces; el personaje aparecerá en otras cuatro novelas y se convertirá en uno de los más populares protagonistas de series de novelas policiacas, aunque no es ni detective ni policía, sino un estafador inteligentísimo que suplanta a sus víctimas y un ladrón y asesino ocasional; no se somete a la moral establecida y crea sus propios valores. Al contrario que lo habitual, no es castigado ni atrapado por la policía e inicia un gran ascenso social.

Foto:internet. Semblanza biográfica: Wikipedia. Texto: El cuento del día