Sueño de conciencia


Jorge Arturo Castañeda

Fueron las tres de la mañana cuando despertó con una angustia inmensa provocada por una pesadilla, tardó poco en incorporarse y sentado sobre la cama, se llevó las manos al rostro como queriendo borrar de su mente aquellas tormentosas imágenes; un cuarto blanco y él flotando al centro, moviendo las manos con desesperación como tratando de alcanzar el techo.

Volteando hacia abajo, un mar de sangre y una serie de escenas que lo aterraban, por la violencia con que se desarrollaban. Cada instante que pasaba, bajaba más y más, la sangre casi lo alcanzaba, las imágenes cobraban vida y su angustia era mayor.

En un instante se encontraba con los guerrilleros en aquella selva espesa, llevando un machete y ropa verde olivo, caminaba y caminaba tras un grupo de los que siempre consideró terroristas y malvivientes, pero el miedo de perderse y quedarse solo en aquel lugar, lo hacía instintivamente seguir a aquel grupo.

Llegaron a un claro y descansaron en la obscuridad, de sorpresa una serie de luces los alumbraban y comenzaron disparos de metralleta, sólo escuchó que uno del grupo le gritaba: ¡Compa, corre y sálvate, estos sardos nos van a matar! Al momento, sus piernas se movieron sin dirección y se alejaba del lugar.

Se encontró en una población desconocida, en una pequeña choza, los habitantes le ofrecieron agua y comida, él platicó lo acontecido en aquel lugar y nuevamente escuchó gritos de desesperación:¡Compañero, huya de aquí con nosotros, vayamos a la selva a refugiarnos!... Corriendo y volviendo la mirada atrás, veía, cómo con lanzallamas, los sardos quemaban a los niños y mujeres, sin piedad, sin miramientos de ninguna índole.

Ya en la selva nuevamente, caminaba y caminaba, al paso encontraba víboras y los mosquitos lo devoraban, su tensión era enorme.

Platicando con los habitantes de aquella choza, le contaban que la causa que perseguía era la mejor, que no importaban las vidas que se perdieran, con tal que desaparecieran aquellos opresores, aquellos asesinos. En el recorrido cayó en una zanja que se abrió a su paso y volvió a flotar ensangrentado en aquel cuarto blanco, se elevó vertiginosamente dando vueltas, hasta estrellarse con el techo y despertó.

Después de las tres de la mañana y al sacudirse la angustia, durmió profundamente.

En la mañana, se dirigió al trabajo con una actitud decidida y firme. Llegó a su oficina y …

¡Buenos días mi general, quiero presentar mi baja!

El cuento del domingo


Marguerite Yourcenar

Cuento azul


Los mercaderes procedentes de Europa estaban sentados en el puente, de cara a la mar azul, en la sombra color índigo de las velas remendadas de retazos grises. El sol cambiaba constantemente de lugar entre los cordajes y, con el balanceo del barco, parecía estar saltando como una pelota que rebotara por encima de una red de mallas muy abiertas. El navío tenía que virar continuamente para evitar los escollos; el piloto, atento a la maniobra, se acariciaba el mentón azulado.

Al crepúsculo, los mercaderes desembarcaron en una orilla embaldosada de mármol blanco; vetas azuladas surcaban la superficie de las grandes losas que antaño fueran revestimiento de templos. La sombra que cada uno de los mercaderes arrastraba tras de sí por la calzada, al caminar en el sentido del ocaso, era más alargada, más estrecha y no tan oscura como en pleno mediodía; su tonalidad, de un azul muy pálido, recordaba a la de las ojeras que se extienden por debajo de los párpados de una enferma. En las blancas cúpulas de las mezquitas espejeaban inscripciones azules, cual tatuajes en un seno delicado; de vez en cuando, una turquesa se desprendía por su propio peso del artesonado y caía con un ruido sordo sobre las alfombras de un azul muelle y descolorido.

Se levantó la luna y emprendió una danza errática, como un espíritu endiablado, entre las tumbas cónicas del cementerio. El cielo era azul, semejante a la cola de escamas de una sirena, y el mercader griego encontraba en las montañas desnudas que bordeaban el horizonte un parecido con las grupas azules y rasas de los centauros.

Todas las estrellas concentraban su fulgor en el interior del palacio de las mujeres. Los mercaderes penetraron en el patio de honor para resguardarse del viento y del mar, pero las mujeres, asustadas, se negaban a recibirlos y ellos se desollaron en vano las manos a fuerza de llamar a las puertas de acero, relucientes como la hoja de un sable.

Tan intenso era el frío, que el mercader holandés perdió los cinco dedos de su pie izquierdo; al mercader italiano le amputó los dedos de la mano derecha una tortuga que él había tomado, en la oscuridad, por un simple cabujón de lapislázuli. Por fin, un negrazo salió del palacio llorando y les explicó que, noche tras noche, las damas rechazaban su amor por no tener la piel suficientemente oscura. El mercader griego supo congraciarse con el negro merced al regalo de un talismán hecho de sangre seca y de tierra de cementerio, así es que el nubio los introdujo en una gran sala color ultramar y recomendó a las mujeres que no hablaran demasiado alto para que no despertaran los camellos en su establo y no se alterasen las serpientes que chupan la leche del claro de luna.

Los mercaderes abrieron sus cofres ante los ojos ávidos de las esclavas, en medio de olorosos humos azules, pero ninguna de las damas respondió a sus preguntas y las princesas no aceptaron sus regalos. En una sala revestida de dorados, una china ataviada con un traje anaranjado los tachó de impostores, pues las sortijas que le ofrecían se volvían invisibles al contacto de su piel amarilla. Ninguno advirtió la presencia de una mujer vestida de negro, sentada en el fondo de un corredor, y como le pisaran sin darse cuenta los pliegues de su falda, ella los maldijo invocando al cielo azul en la lengua de los tártaros, invocando al sol en la lengua turca, e invocando la arena en la lengua del desierto. En una sala tapizada de telas de araña, los mercaderes no obtuvieron respuesta de otra mujer, vestida de gris, que sin cesar se palpaba para estar segura de que existía; en la siguiente sala, color grana, los mercaderes huyeron a la vista de una mujer vestida de rojo que se desangraba por una ancha herida abierta en el pecho, aunque ella parecía no darse cuenta, ya que su vestido no estaba ni siquiera manchado.

Pudieron al cabo refugiarse en el ala donde estaban las cocinas y allí deliberaron acerca del mejor medio para llegar hasta la caverna de los zafiros. Constantemente los molestaba el trajín de los aguadores, y un perro sarnoso fue a lamer el muñón azul del mercader italiano, el que había perdido los dedos. Al fin, vieron aparecer por la escalera de la bodega a una joven esclava que llevaba hielo granizado en un ataifor de cristal turbio; lo depositó sin mirar dónde, sobre una columna de aire, para dejarse las manos libres y poder saludar, levantándolas hasta la frente, donde llevaba tatuada la estrella de los magos. Sus cabellos azul-negros fluían desde las sienes hasta los hombros; sus ojos claros miraban el mundo a través de dos lágrimas; y su boca no era sino una herida azul. Su vestido color lavanda, de fina tela desteñida por hartos lavados, estaba desgarrado en las rodillas, pues la joven tenía por costumbre prosternarse para rezar y lo hacía constantemente.

Poco importaba que no comprendiera la lengua de los mercaderes, pues era sordomuda; así, se limitó a asentir gravemente con la cabeza cuando ellos inquirieron cómo ir hasta el tesoro mostrándole en un espejo sus ojos color de gema y señalando luego la huella de sus pasos en el polvo del corredor. El mercader griego le ofreció sus talismanes: la niña los rechazó como lo hubiera hecho una mujer dichosa, pero con la sonrisa amarga de una mujer desesperada; el mercader holandés le tendió un saco lleno de joyas, pero ella hizo una reverencia desplegando con las manos el pobre vestido todo roto, y no les fue posible adivinar si es que se juzgaba demasiado indigente o demasiado rica para tales esplendores.

Luego, con una brizna de hierba levantó el picaporte de la puerta y se encontraron en un patio redondo como el interior de un pozal, lleno hasta los bordes de la fría luz matinal. La joven se sirvió de su dedo meñique para abrir la segunda puerta que daba a la llanura y, uno tras otro, se encaminaron hacia el interior de la isla por un camino bordeado de matas de aloe. Las sombras de los mercaderes iban pegadas a sus talones, cual siete víboras pequeñas y negras, en tanto que la muchacha estaba desprovista de toda sombra, lo que les dio que pensar si no sería un fantasma.

Las colinas, azules a distancia, se volvían negras, pardas o grises a medida que se aproximaban; sin embargo, el mercader de la Turena no perdía el valor y para darse ánimos cantaba canciones de su tierra francesa. El mercader castellano recibió por dos veces la picadura de un escorpión y sus piernas se hincharon hasta las rodillas y cobraron un color de berenjena madura, pero no parecía sentir dolor alguno e incluso caminaba con el paso más seguro y más solemne que los otros, como si estuviera sostenido por dos gruesos pilares de basalto azul. El mercader irlandés lloraba viendo cómo gotas de sangre pálida perlaban los talones de la muchacha, que andaba descalza sobre cascos de porcelana y de vidrios rotos.

Cuando llegaron al sitio, tuvieron que arrastrarse de rodillas para entrar a la caverna, que no abría al mundo más que una boca angosta y agrietada. La gruta era, sin embargo, más espaciosa de lo que hubiera podido esperarse y, así que sus ojos hubieron hecho buenas migas con las tinieblas, descubrieron por doquier fragmentos de cielo entre las fisuras de la roca. Un lago muy puro ocupaba el centro del subterráneo, y cuando el mercader italiano lanzó una guija para calcular la profundidad, no se la oyó caer, pero se formaron pompas en la superficie, como si una sirena bruscamente desesperada hubiera expelido todo el aire que llenaba sus pulmones. El mercader griego empapó sus manos ávidas en aquella agua y las sacó teñidas hasta las muñecas, como si se tratara de la tina hirviendo de una tintorera; mas no logró apoderarse de los zafiros que bogaban, cual flotillas de nautilos, por aquellas aguas más densas que las de los mares. Entonces, la joven deshizo sus largas trenzas y sumergió los cabellos en el lago: los zafiros se prendieron en ellos como en las mallas sedosas de una oscura red. Llamó primero al mercader holandés, que se metió las piedras preciosas en las calzas; luego, al mercader francés, que se llenó el chapeo de zafiros; el mercader griego atiborró un odre que llevaba al mercader castellano, arrancándose los sudados guantes de cuero, los llenó y se los puso colgados al cuello, de tal suerte que parecía llevar dos manos cortadas. Cuando le llegó el turno al mercader irlandés, ya no quedaban zafiros en el lago; la joven esclava se quitó un colgante de abalorios que llevaba y por señas le ordenó que se lo pusiera sobre el corazón.

Salieron arrastrándose de la caverna y la muchacha pidió al mercader irlandés que la ayudara a rodar una gruesa piedra para cerrar la entrada. Luego, colocó un precinto confeccionado con un poco de arcilla y una hebra de sus cabellos.

El camino se les hizo más largo que a la ida por la mañana. El mercader castellano, que empezaba a sufrir a causa de sus piernas emponzoñadas, se tambaleaba y blasfemaba invocando el nombre de la madre de Dios. El mercader holandés, que estaba hambriento, trató de arrancar las azules brevas maduras, de una higuera, pero un enjambre de abejas ocultas en la espesura almibarada lo picaron profundamente en la garganta y en las manos.

Llegados al pie de las murallas, el grupo dio un rodeo para evitar a los centinelas y se dirigieron sin hacer ruido hacia el puerto de los pescadores de sirenas, que estaba siempre desierto, pues hacía largo tiempo que no se pescaban ya sirenas en aquel país. La barca flotaba blandamente en el agua, amarrada al dedo de un pie de bronce, único resto de una estatua colosal erigida antaño en honor a un dios del que ya nadie recordaba el nombre. En el muelle, la esclava sordomuda hizo intención de despedirse de los hombres, saludándolos con las manos puestas en el corazón; entonces, el mercader griego la tomó por las muñecas y la arrastró hasta el barco, movido por el propósito de venderla al príncipe veneciano del Negroponto, de quien se sabía que le gustaban las mujeres heridas o afectadas de alguna invalidez. La doncella se dejó llevar sin oponer resistencia y sus lágrimas, al caer sobre las maderas del puente, se transformaban en bellas aguamarinas, así es que sus verdugos se las ingeniaron para darle motivos que la hicieran llorar.

La dejaron desnuda y la ataron al palo mayor; su cuerpo era tan blanco que servía de fanal al barco en aquella noche clara navegando entre las islas. Cuando hubieron terminado su partida de palillos, los mercaderes bajaron a la cabina para echarse a dormir. Hacia el alba, el holandés subió al puente aguijoneado por el deseo y se acercó a la prisionera, dispuesto a violentarla. Mas he aquí que la niña había desaparecido: las ligaduras colgaban, vacías, del tronco negro del mástil, como un cinturón demasiado ancho, y en el lugar donde se habían posado sus pies suaves y delgados no quedaba otra cosa que un mantoncito de hierbas aromáticas que exhalaban un humillo azul.

En los días que siguieron reinó una calma chicha, y los rayos del sol, que caían a plomo sobre la lisa superficie color de algas, producían un chirrido de hierro candente sumergido en agua fría. Las piernas gangrenadas del mercader castellano se habían puesto azules como las montañas que se columbraban en el horizonte y purulentos regueros se deslizaban desde las tablas del puente hasta el mar. Cuando el sufrimiento se hizo intolerable, el hombre sacó del cinturón una ancha daga triangular y se cercenó a la altura de los muslos las dos piernas envenenadas. Murió agotado al despuntar la aurora, después de haber legado sus zafiros al mercader suizo, que era su enemigo mortal.

Al cabo de una semana recalaron en Esmirna y el mercader de Turena, que siempre había temido al mar, optó por desembarcar, con intención de continuar su viaje a lomos de una buena mula. Un banquero armenio le cambió los zafiros por diez mil monedas con la efigie del Preste Juan. Eran piezas perfectamente redondas y el francés cargó alegremente con ellas hasta trece mulos; pero, así que llegó a Angers, tras siete años de viaje, se encontró con la sorpresa de que las monedas del monarca-preste no tenían curso en su país.

En Ragusa, el mercader holandés trocó sus zafiros por una jarra de cerveza servida en el mismo muelle, pero tuvo que escupir aquel insulso líquido aventado que no tenía el mismo gusto que la cerveza de las tabernas de Ámsterdam. El mercader italiano desembarcó en Venecia con el propósito de hacerse proclamar Dogo, mas pereció asesinado al día siguiente de sus nupcias con la laguna. En cuanto al mercader griego, se le ocurrió atar los zafiros a un cabo largo y suspenderlos en el costado de la barca, esperando que el contacto con las olas fuera benéfico para su hermoso color azul. Al mojarse, las gemas se volvieron líquidas y apenas si añadieron al tesoro del mar unas pocas gotas de agua transparente. El hombre se consoló pescando peces y asándolos al rescoldo de la ceniza.

Un atardecer, al cabo de veintisiete días de navegación, el barco fue atacado por un corsario. El mercader de Basilea se tragó sus zafiros para sustraerlos de la avaricia de los piratas y murió de atroces dolores de entrañas. El griego se echó al mar y fue recogido por un delfín, que lo condujo hasta Tinos. El irlandés, molido a golpes, fue dejado por muerto en la barca, entre los cadáveres y los sacos vacíos; nadie se tomó la molestia de quitarle el colgante de falsas piedras azules, que no tenía ningún valor. Treinta días más tarde, la barca a la deriva entró por sí misma en el puerto de Dublín y el irlandés echó pie a tierra para mendigar un pedazo de pan.

Estaba lloviendo. Los tejados oblicuos de las casas bajas sugerían grandes espejos destinados a captar los espectros de la luz muerta. La calzada desigual se encharcaba más y más; el cielo, de un parduzco sucio, parecía tan cenagoso que ni los ángeles se hubieran atrevido a salir de la casa de Dios; las calles estaban desiertas; el puesto de un mercero ambulante, que vendía calcetines de lana cruda y cordones para los zapatos, se veía abandonado al borde de una acera debajo de un paraguas abierto. Los reyes y los obispos esculpidos en el pórtico de la catedral no hacían nada para impedir que cayera la lluvia sobre sus coronas o sus mitras, y la Magdalena recibía el agua en sus senos desnudos.

El mercader, todo desalentado, fue a sentarse bajo el pórtico junto a una joven mendiga, tan pobre que su cuerpo, azulenco de frío, se veía a través de los desgarrones de su vestido gris. Sus rodillas se entrechocaban ligeramente; sus dedos cubiertos de sabañones apretaban un mendrugo de pan. El mercader le pidió por el amor de Dios que se lo diera, y ella se lo tendió en el acto. El mercader hubiera querido regalarle el colgante de abalorios azules, puesto que no tenla ninguna otra cosa que ofrecer; más en vano buscó en sus bolsillos, alrededor de su cuello, entre las cuentas de su rosario. No hallándolo, se echó a llorar desconsolado: no poseía ya nada que pudiera recordarle el color del cielo y la tonalidad del mar en donde había estado a punto de perecer.

Suspiró profundamente y, como el crepúsculo y la fría niebla se espesaban en derredor, la muchachita se apretujó contra él para darle calor. El hombre le hizo preguntas acerca del país y ella le contestó en el tosco dialecto del pueblo que dejara antaño, siendo aún muy chico. Entonces, apartó los cabellos desgreñados que cubrían el rostro de la mendiga, pero tan sucio estaba que la lluvia iba trazando en él regueritos blancos, y el mercader descubrió horrorizado que la niña era ciega y que una siniestra nube velaba el ojo izquierdo. No dejó por ello, sin embargo, de posar su cabeza en aquellas rodillas mal cubiertas de harapos y se durmió sosegado: el ojo derecho, que había visto privado de mirada, era milagrosamente azul.

Marguerite Cleenewerck de Crayencour (Bruselas, Bélgica, 8 de junio de 1903 – Bar Harbor, Mount Desert Island, Maine, Estados Unidos, 17 de diciembre de 1987), conocida como Marguerite Yourcenar (primero pseudónimo y luego de nacionalizarse, nombre oficial), fue una novelista, poetisa, dramaturga y traductorafrancesa nacionalizada estadounidense en 1947.1
Marguerite Antoinette Jeanne Marie Ghislaine Cleenewerck de Crayencour nació en Bruselas (Bélgica). Su madre, Fernande de Cartier de Marchienne,2 que provenía de una familia aristocrática belga, murió a los diez días de su nacimiento por complicaciones en el parto, y la niña fue educada por su padre, Michel-René Cleenewerck de Crayencour, que provenía de una familia aristocrática francesa, en la casa de la abuela paterna, en el norte de Francia, Mont Noir, cerca de la frontera con Bélgica. Yourcenar leía a Racine y a Aristófanes a la edad de ocho años. Su padre le enseñó latín a los 10 y griego clásico a los 12.

A partir de 1919 abandona su apellido real y empieza a firmar como Marguerite Yourcenar, siendo éste un anagrama de Crayencour. Su primera novela, Alexis, fue publicada en 1929. En 1939, para que pudiera escapar de los problemas bélicos, su mejor amiga en ese momento, una traductora norteamericana llamada Grace Frick a la que había conocido en París en 1937, la invita a Estados Unidos, donde dará clases de Literatura comparada en la ciudad de Nueva York. Yourcenar era bisexual,3 ella y Frick se harán amantes y seguirán juntas hasta la muerte de ésta en 1979 a consecuencia de un cáncer de mama.4

Tradujo al francés Las olas de Virginia Woolf, en 1937, Lo que Maisie sabía de Henry James, en 1947, y obras de Yukio Mishima.

En 1947 obtuvo la nacionalidad norteamericana. En 1951 publica en París su muy documentada novela histórica Mémoires d'Hadrien (en español Memorias de Adriano), en la que estuvo trabajando a lo largo de una década. La novela fue un éxito inmediato y tuvo una gran acogida por parte de la crítica. Su presentación fue el motivo para volver a Francia después de doce años de ausencia.

En Memorias de Adriano, Yourcenar recrea la vida y muerte de una de las figuras más importantes del mundo antiguo, el emperador romano Adriano. La obra está escrita a modo de larga carta del emperador a su nieto adoptivo y futuro sucesor, Marco Aurelio. Adriano le explica su pasado, describiendo sus triunfos, su amor por Antinoo y su filosofía. Memorias de Adriano fue una novela pionera que ha servido de influencia en la posterior novelística histórica y se ha convertido en una obra maestra moderna.

Ganadora de los premios Femina y Erasmus, en 1980 fue la primera mujer elegida miembro de número de la Academia francesa, aunque desde 1970 ya pertenecía a la Academia belga. Una de las más respetadas escritoras en lengua francesa, tras el éxito de Memorias de Adriano, siguió publicando novela, ensayo, poesía y tres volúmenes de memorias.

Yourcenar vivió la mayor parte de su vida en su casa Petite Plaisance, en Mount Desert Island, en el estado de Maine, y sus restos descansan junto a los de Grace Frick en la misma isla, en una sencilla tumba en el Brookside Cemetery de Somesville[2].5 La casa de ambas es ahora un museo dedicado a su memoria, abierto al público durante los veranos.

Legó sus archivos personales y literarios a la Harvard University de Cambridge. En su Houghton Library pueden ser consultados libremente miles de cartas, fotografías y manuscritos (cf. Marguerite Yourcenar additional papers: Guide), excepto algunos documentos, que quedarán liberados en 2057. En Bruselas, su ciudad natal, existe también, desde 1989, el CIDMY: Centre International de Documentation Marguerite Yourcenar, que atesora numerosos fondos gráficos y escritos y ofrece información puntual sobre actividades y publicaciones relacionadas con la afamada autora.

Obra

El jardín de las quimeras (Le jardin des chimères) (1921) (poemas). Los dioses no han muerto (Les dieux ne sont pas morts) (1922) (poemas). Alexis o el tratado del combate inútil (Alexis ou le traité du vain combat) (1929) (novela). La nueva Eurídice (La nouvelle Eurydice) (1931)6. El denario del sueño (1934) (novela). Fuegos (Feux) (1936) (poema en prosa). Los sueños y las suertes (Les songes et les sorts) (1938). Cuentos orientales (Nouvelles orientales) (1938). El tiro de gracia (Le coup de grâce) (1939). Memorias de Adriano (Mémoires d'Hadrien) (1951) (novela, traducida al español por Julio Cortázar, entre otros). Electra o la caída de las máscaras (Électre ou la chute des masques) (1954). Las caridades de Alcipo (Les charités d'Alcippe) (1956). A beneficio de inventario (1962) (ensayos). Opus nigrum (L'Œuvre au noir) (1968) (Prix Femina). Teatro I y Teatro II (1971) (obras teatrales). Recordatorios (1973) (primera parte de la trilogía familiar El laberinto del mundo). Recuerdos piadosos (Souvenirs pieux) (1974). Archivos del norte (Archives du Nord) (1977) (segunda parte de la trilogía familiar El laberinto del mundo). El cerebro negro de la Piranèse (Le cerveau noir de Piranèse) (1979) (ensayo). Mishima o la visión del vacío (Mishima ou la vision du vide) (1980) (ensayo). Como el agua que fluye (Comme l'eau qui coule: Anna, soror…, Un homme obscur, Une belle matinée) (1982). El tiempo, gran escultor (Le temps, ce grand sculpteur) (1983) (ensayos). ¿Qué? La eternidad (Quoi? L'Éternité) (1988) (tercera parte de la trilogía familiar El laberinto del mundo, publicada póstumamente; inacabada). Peregrina y extranjera (En pèlerin et ètranger) (1989) (recopilación póstuma de ensayos). Una vuelta por mi cárcel (Le tour de la prison) (1991) (recopilación realizada por la autora de catorce textos de viajes, la mayor parte sobre Japón y el último inacabado, publicada póstumamente).

Foto:elpais.com. Semblanza biográfica:Wikipedia. Texto:ciudadseva.com

El cuento del domingo

Andrés Caicedo

Maternidad


A las vacaciones de quinto de bachillerato salimos con un saldo de muertos. "Es una verdadera tragedia terminar un año marcado por triunfo -la construcción de un nuevo pabellón deportivo, por ejemplo- con la desaparición de seis jóvenes que apenas despuntaban la que sería una brillante carrera", se lamentó el padre rector, en el discurso de clausura. Pepito Torres hizo un viaje repentino a Bogotá (faltó a un examen final) y dicen que vino a pie, devorando cuanto hongo mágico encontró a la vera del camino, y al llegar a Cali comenzó a dar escándalo público por la Sexta, lo agarraron dos policías sin avisar a sus papás, lo metieron en la radio patrulla en donde murió como un perro, dándose contra las rejas, exhalando por boca y narices un polvito negro. Manolín Camacho y Alfredo Campos, los inseparables, se volaron del colegio y fueron a pasar un viernes de tarde deportiva en el río Pance, hubo crecida, y a los dos días encontraron sus cuerpos "entrelazados", pero el periódico no explicaba cómo. Tiempo después un campesino encontraría, entre las raíces de un carbonero a la orilla del río, una botella con un manuscrito de Alfredo, redactado compasivamente: "Vemos cómo crece el río. Es increíble. Es como si viniera a cobrar venganza por el pasado esplendoroso que le quitaron las modernas urbanizaciones. Pero ruge, recobra su poder. La idea se nos ha ocurrido a ambos. No seremos víctimas en vano. Mejorarán los tiempos. Cogidos de la mano caminamos hacia el río". Yo nunca pensé‚ que las cosas mejorarían así no más. Un mes antes de exámenes finales Diego A. Castro (Castrico) salió con su hermano mayor, Julián, a la bocana del Océano Pacifico. Le encantaba ese mar de agua, arena, cielo, selva y gentes negras. Ambos habían ganado medallas en intercolegiados, departamentales y nacionales de natación. No fueron a ninguna competencia internacional por el uso de las pepas. Así, podían nadar hasta la línea del horizonte, de allí alcanzar la línea que uno podría divisar si llegara al horizonte, y aún la otra. Pero no esa vez. A las pocas brazadas, Julián le resopló que se sentía muy mal, que se devolvía. Castrico, abstraído en sus movimientos parejos sobre las cresticas de cada ola, le dijo que bueno, y siguió nadando. Al regresar, feliz de su inmensa travesía, lo encontró en la playa, muerto, con el pescuezo inflado. Nadie sabe cómo regresó Castrico a Cali, pero ya se le había atravesado la existencia. Comenzó a buscarle pelea a todo el mundo, en especial a los más amigos de su hermano. Cargó puñal. Viajaba al campo y allá peleaba con machete y ruana envuelta. Lo encerraron en el manicomio y se voló del manicomio reclamando la presencia de su madre. No era más que ella le tuviera al lado su frasco de pepas y Castrico se quedaba calmado, acariciando las flores, jugando con los gatos. Salía a la Sexta una vez cada dos meses, y yo lo veía parado solo, hablando incoherencias sobre todas las mujeres, sonriendo. En la última pepera salió despavorido a buscar pelea, pero murió antes de que se la dieran: quedó como clavado en el suelo, gritó que se le abría el suelo y cayó muerto. Y van cinco. El sexto, Manolín Camacho, es el que más me duele. Mi compañero de pupitre. Solíamos caminar distraídos en los recreos, hablando de paisajes que nos imaginábamos en tres dimensiones de sólo mirar mapas. Nunca había probado ninguna droga, ni en las fiestas bebía. Sólo un sábado. Vaya a saber uno con quién se metió, quién lo invitó, por qué‚ lo vieron recorriendo calles a la velocidad que iba, con la velocidad que iba, con la mirada desencajada, buscando qué, con la piel llena de huecos, insultando ancianas, pateando carros. Murió solo, en un baño cualquiera, esforzándose por vomitar lo que seguro se había tragado inocentemente y ahora le cercenaba el coccis, la próstata, el cerebelo. Le dieron una mezcla de analgésico para caballos y líquido de freno para aviones: "es una lástima, una serie así de muertes sin ningún, sin ningún sentido", decía el padre rector. Y yo, agarrado a mi asiento, con una rabia inmensa, sabía qué‚ sentido había. Nos habían escogido como primeras víctimas de la decadencia de todo, pero yo no iba a llevar del bulto. "Haré‚ mi afirmación de vida", pensaba, y no sonreí ni una sola de las seis veces que me llamaron para recibir diplomas de matemáticas, historia, religión, inglés, geografía y excelencia. Miraba a ese público compuesto por curas, alumnos y padres de familia, y recibía los aplausos con apretón de dientes. "Haré‚ mi afirmación de vida".
"¿Qué te pasaba?", me decían los compañeros, luego. "Como si no te gustara el éxito", y yo, a todos, silencio, y me negué a ir a la fiesta de curso que organizaba Mauricio Gamboa. A mi casa llegué en el carro de mis padres, entre sus cuerpos blandos. Ya me habían felicitado por tanto triunfo, y no se habló de más en el camino. Yo no me aburrí, pues llovió y me distraje imaginando que las gotas en el parabrisas eran gente, personitas con hombros y cabezas bien formadas, y venían las plumillas y chas, las barrían dejando minúsculas porciones de la primera gota, irrecuperable para siempre.
Esa noche soñé con un viaje en tren por entre campos de mangos y trigo, y una muchacha rubia se me acercaba y nos volvíamos uno solo en la alborozada contemplación de esa feliz naturaleza. Luego el tren se metió a un túnel muy negro y desperté, demorándome en identificar como miedo o gozo el sentimiento con que empezaba ese nuevo día.
Antes de almuerzo me llamó el mismo Mauricio a comunicarme que en la fiesta de anoche, una pelada, Patricia Simón, se había pegado la gran desilusionada ante mi ausencia, que era la mejor alumna de quinto del Sagrado Corazón y que quería, que se moría por conocerme. Yo le pregunté que entonces cómo. Él me indicó que en otra fiesta, esa misma noche. Yo accedí.
Al llegar, no vi más que caras pálidas, poca amistosidad, puertas cerradas, prevención, horrible humo. Muy poca gente bailaba la música Rock que yo jamás aprendí y que hace medio año ponía frenético a todo el mundo. Me alegró ver que los invitados se recostaban en las paredes y nada más oían, con el ánimo ido. Yo me paré en toda la mitad de la pista para no dar aires de vencido, hasta que del fondo, de bien al fondo de esa casa vino a mí una muchacha vestida de rosado y rubia, y haciendo mágico todo el trayecto hacia mí mientras sonreía. Se presentó: "Patricia Simón", muy tímida me dió la mano, yo se la apreté exageradamente para intimidarla aún más. "Eres muy inteligente", fue lo primero que me dijo cuando la conduje al patio, puesto que con el volumen de la música no podía oír sus lánguidas palabras de alabanza y devoción por mis conocimientos del Imperio Romano, de la Cordillera Occidental Colombiana, del Misterio de la Transubstanciación. Se respiraba mejor en ese patio acosado por el color azul de la noche que perdía a cuantos jóvenes más allá de nosotros, acorralando -lo supe- a los que buscaban refugio en esa casa. Yo me sentí libre de la noche, de su muerte, superior a su extravío. Con mucha cautela le comenté a Patricia mis temores sobre la feroz época, y ella como si fuera su forma peculiar de explicarme que los compartía, me relató un sueño. Soñó que alguien muy amado le regalaba un pastel de fresas -su bocado predilecto- y al irlo a morder no había fresas sino gillettes, alfileres, etcétera, que se le incrustaron en las encías y le reemplazon los dientes, de tal manera que quedó con alfileres en lugar de dientes. "Extraño", pensé, mirándola, pues sus dientes eran grandes, muy sanos, de encías duras. Ella alzaba la cabeza para mirar a mí o al cielo. Era pequeña, pero fuerte, de buenas espaldas y caderas, ojos azules y largas cejas. "Buena raza", pensé, y luego "Edelrasse", observando que tendría mínimo cuatro dedos de frente, rosada la piel. Resolví "Le haré un hijo a esta mujer".
El tiempo pasó en el sentido que quiso nuestro amor. De esa fiesta salimos cogidos de la mano, y empezamos a vernos todos los días, y yo le fui llenando la cabeza de cucarachas como Nietzsche y Rousseau, y por miles de argumentos la fui llevando a una conclusión sencilla: que la única manera de salvarnos sería trascendiendo en algo. Un día me salió con que le provocaría escribir versos, pero yo le espanté la idea como si fuese un enjambre de moscas: "La poesía es una profesión decadente", y ella me creyó. Y le ponía cara de moribundo siempre que la miraba a los ojos, y ella apuesto que pensaba: "Lo que haría para hacerte feliz", y en los cines me le pegaba mucho o suspiraba cada vez que había un pasaje de maternidad , y ella salía conmovida toda, aún sin decirme nada pero ya pensando en la idea de que la única manera de trascender sería quedando preñada y pariendo un hijo.
Lo que la decidió fue precisamente la muerte de Ignacio Moreira, que tuvo una discusión con sus papás, subió corriendo las escaleras y se dio un tiro en la cabeza. Ella vivía al frente, conocía a Ignacio desde chiquito, oyó el disparo, el chapoteo: estuve, pues, de buenas.
Conseguí que me prestaran la finca de la Carretera al Mar, lugar que yo había escogido para que se diera la concepción. Con nosotros subieron varios amigos, pero casi nunca nos mezclábamos. Los días amanecían oscuros y la niebla bajaba temprano, y ella se llenaba de añoranzas y de melancolías, lo que, curiosamente, no le producía impavidez sino movimiento. Caminábamos horas, acercándonos cada vez más al filo de las montañas. Ella resistía el empinadísimo camino sin una queja.
Mi día vino claro, de visibilidad profunda. Nos levantamos con el sol y empezamos a subir, dispuestos a llegar esta vez hasta la cumbre. Los guayabos y los lecheros viraban en múltiples tonos verdes a cada paso que ganábamos, y los pájaros cantaban "pichajué-pichajué", y todo eso me llegaba como puro presagio y signo de fertilidad. Hacia las dos de la tarde salvamos la última pendiente de piedras blancas y tuvimos, repentinísimamente, una enloquecedora visión del mar, a miles y miles de kilometros. El frío de la montaña y el ardor que se contemplaba allá en el mar la llevó a abrazarme, y yo le respondí mejor que nunca. Descubrí sus senos con valentía, chupé su pelo, rasgué con su sangre el pasto yaraguá, pude sentir cómo sus complicadas entrañas se abrían para darle paso, cabina y fermento a mi espermatozoide sano y cabezón que daría con los años, testimonio de mi existencia. No creo que ella gozó.
Nos casamos al escondido, toque muy aristocrático para familias como la suya y la mía. Fuimos el matrimonio más joven de la sociedad caleña y salimos mucho en el periódico y la gente nos miraba y nos hicieron muchas fiestas y nosotros respondíamos a todas con actitud calladita y mayor, reflexionando siempre. Con alegría entramos a sexto de bachillerato, comparando y acariciando nuestros libros de texto. A los pocos meses engordó muchísimo y le vinieron los vómitos, así que no pudo volver al colegio y perdió sexto. Yo solamente falté a clase un día: el día en que después de cuatro horas de terquedad y mucho sufrimiento, dejó salir a mi hijo. Nació en un día lluvioso. No nos pusimos de acuerdo con el nombre, pero prevaleció mi opinión: lo llamé Augusto, que hace pensar en porte distinguido y en conciencia de victoria, siempre. Fui toda una celebridad en el colegio, padre a los 16 años. Ella no quiso hacer gimnasia y le quedó una barriga arrugada muy fea, y los senos se le hincharon como brevas y después se le cayeron. Recuerdo madrugadas en las que yo abría el ojo sólo para hallarme en la física gloria, despertado por el llanto de Augusto, y volteaba a mirarla a ella, despierta desde hace muchas horas con la mirada perdida en el cielorraso, negándose siempre a contestarme en qué era que pensaba. Yo no insistí. Yo había previsto eso. No cuidó bien a nuestro hijo. No quiso tampoco volver al colegio. Le perdió interés a todo, se pasaba los días sin asearse ni asear la casa, mal sentada en una silla, presa de un vacío que supongo debe ser normal después de que uno ha estado lleno y redondo como una naranja ombligona. Yo no la toqué más. Ella tampoco se hubiera dejado. Al fin, un día salió de la casa, y se demoró en regresar. Hizo amistades nuevas, jóvenes más viejos que ella, y seguía saliendo. Pero falta no me hacía. Yo cumplía puntualmente con mis deberes escolares. Me levantaba temprano, le daba el tetero al niño, cambiaba pañales, barría, trapeba. Al volver del colegio me la pasaba horas dejando que Augusto me apretara el dedo índice y contemplándole su pipí, lo único que sacó igualito a mí, porque todo lo demás, ojos, pelo y frente eran de ella.
Cuando regresaba, nunca conversábamos. Se tiraba por ahí, sin dormir, o a oír música. Supe que estaba metiendo droga. Me importó un comino. Consegí una hipodérmica desechable, con mi amigo Gómez un gramo de la mejor cocaína y una noche la esperé. Llegó muy tarde, cayéndose de la borrachera, bajando de todas las trabas. Yo la recibí, le sobé su cabecita hasta que se quedó dormida en mi pecho. Preparé la cocaína, tomé uno de sus brazos, cuando lo estiré y palpé sus buenas venas abrió los ojos y me miró, perpleja. Yo le sonreí. Creo que le inyecté medio gramo, en empujaditas leves. Ella hizo caras y risitas y yo sentí celos: nunca se portó así con mis orgasmos. Luego se levantó y comenzó a saltar por toda la casa, puso el estéreo a todo volumen y a mí no me importó que despertara a Augusto. Yo reí con ella.
Hace días que no la veo. Se fue a paseo creo que a San Agustín, con una manada de gringos. Espero que no vuelva, que se muera o que reciba allá su merecido. Yo he terminado sexto con todos los honores, leo Comics y espero con mi hijo una mejor época.

Luis Andrés Caicedo Estela.Escritor colombiano nacido en Cali, (29 de septiembre de 1951 – 4 de marzo de 1977) ciudad en la que pasó la mayor parte de su vida. A pesar de su prematura muerte, su obra es considerada como una de las más originales de la literatura colombiana. Caicedo lideró diferentes movimientos culturales en la ciudad vallecaucana como el grupo literario los Dialogantes, el Cineclub de Cali y la revista Ojo al Cine. En 1970 ganó el I Concurso Literario de Cuento de Caracas con su obra "Los dientes de caperucita", lo que le abriría las puertas a un reconocimiento intelectual. En su obra ¡Que viva la música! es en donde asegura que vivir más de 25 años era una vergüenza, lo que es visto por muchos como la razón principal de su suicidio el 4 de marzo de 1977 cuando tenía tan sólo 25 años de edad.

La obra de Caicedo hace relevancia a la sociedad urbana y sus problemas sociales, principalmente con respecto al mundo actual. Contrario a la escuela literaria del realismo mágico, la obra de Caicedo se inspira completamente en la realidad social, lo que ha hecho que algunos estudiosos le den la importancia como alternativa en Latinoamérica a figuras prominentes como la de Gabriel García Márquez. Especialmente el periodista, escritor y cineasta chileno Alberto Fuguet sigue la obra de Caicedo, al cual llama " el primer enemigo de Macondo".4 A pesar de su fama en Colombia, Caicedo es poco conocido en América Latina, seguramente debido a su temprana muerte. Sin embargo, la permanente organización de su producción literaria y la influencia que tiene en nuevas generaciones de escritores como Rafael Chaparro, Efraím Medina, Octavio Escobar Giraldo y Ricardo Abdahllah, hacen que cada vez más cobre gran valor el aporte literario del "escritor con cara de estrella del pop", como lo llama el chileno Alberto Fuguet.

Hijo de Carlos Alberto Caicedo y Nellie Estela, Andrés fue el menor de cuatro hijos, y el único varón. En 1958 nació su hermano Francisco José, quien moriría tres años más tarde. Para esa fecha, Andrés estudiaba en el Colegio del Pilar, institución a la cual ingresó luego de su paso por el Colegio Pío XII: "un gran establecimiento de franciscanos", comentaría algunos años más tarde. A raíz de su mal comportamiento en la escuela –el mismo Caicedo cuenta que mentía desaforadamente a sus amigos, inventando una fama y fortuna que no tenía, lo que le acarreó varios problemas- es transferido en 1964 a otra institución educativa, el Colegio Calasanz, en la ciudad de Medellín; ese mismo año escribiría su primer cuento, titulado El Silencio. Su vida académica luego de regresar nuevamente a Cali siguió igual de turbulenta e intermitente: del Colegio Calasanz pasó al Colegio San Juan Berchmans (institución que marcaría mucho su universo literario), de donde fue expulsado, y de ahí al San Luis en 1966, lugar del que también lo expulsaron por mala conducta; finalmente, se graduaría como bachiller del Colegio Camacho Perea, en 1968.

A la par de su gusto por la literatura, Andrés mostraba un gran interés por el teatro y el cine. En 1966 escribiría su primera obra de teatro, titulada Las curiosas conciencias; de ese mismo año data su relato Infección. Un año más tarde dirige la obra La cantante calva, de Eugène Ionesco, y escribe las piezas El fin de las vacaciones, Recibiendo al nuevo alumno, El Mar, Los imbéciles también son testigos, y La piel del otro héroe; con esta última obra ganaría el Primer Festival de Teatro Estudiantil de Cali. En 1968 ingresa al Departamento de Teatro de la Universidad del Valle -institución que abandonaría en 1971-; un año más tarde ingresa como actor al Teatro Experimental de Cali, donde conoce a Enrique Buenaventura.

1969 viene a ser el año más prolífico de Andrés Caicedo. Su inicio en el ejercicio de la crítica cinematográfica en los diarios El País, Occidente y El Pueblo viene a coincidir con varios premios literarios: su relato Berenice es premiado en el concurso de cuento de la Universidad del Valle, mientras que Los dientes de Caperucita ocupa el segundo puesto en el Concurso Latinoamericano de Cuento, organizado por la revista venezolana Imagen. Adapta y dirige otra obra de Eugène Ionesco: Las Sillas. Escribe los relatos Por eso yo regreso a mi ciudad, Vacíos, Los mensajeros, Besacalles, De arriba a abajo de izquierda a derecha, El espectador, Felices amistades y Lulita, ¿que no quiere abrir la puerta?.

Su gusto por el cine lo lleva a fundar en 1971, junto a sus amigos Ramiro Arbeláez, Hernando Guerrero, Carlos Mayolo y Luis Ospina, el Cine-Club de Cali, inicialmente en una casa o comuna llamada Ciudad Solar, propiedad de Guerrero. El cine-club se trasladó luego a la sala del TEC, luego al Teatro Alameda y finalmente al Teatro San Fernando. El Cine-Club de Cali atrajo a una gran diversidad de personas entre las que se encontraban estudiantes, intelectuales y cinéfilos, quienes veían, interpretaban y criticaban aquello que Andrés, el director del Cine-Club, deseaba que viesen.

En 1970 adapta y dirige La noche de los asesinos, de José Triana; en ese mismo año escribe el relato Antígona. Un año más tarde escribe los relatos Patricialinda, Calibanismo, Destinitos fatales, Angelita y Miguel Ángel y El atravesado; escribe además los ensayos Los héroes al principio, sobre la obra de Mario Vargas Llosa La ciudad y los perros, y El Mar, acerca de la obra de Harold Pinter.

Con su amigo Carlos Mayolo intenta llevar al cine, sin éxito, su guion de Angelita y Miguel Ángel, en 1972. Ese mismo año escribe el guion Un hombre bueno es difícil de encontrar, y los relatos El pretendiente y El tiempo de la ciénaga, este último premiado por el concurso nacional de cuento de la Universidad Externado de Colombia.

En 1973, Andrés viaja a Los Ángeles y luego a Nueva York con la ilusión de venderle a Roger Corman cuatro guiones de largometraje que había escrito, y que su hermana había traducido afanosamente; su empresa no tuvo éxito y Corman nunca llegó a tener los guiones en sus manos. "[…] es un medio muy difícil y enmarañado, y la parte que está metida en Hollywood no se anima a colaborar por miedo a la competencia […]", escribiría a su madre en una carta, a propósito de su fracaso. En este país Andrés empezaría a escribir la que es considerada por la crítica su mejor novela ¡Que viva la música! (la única novela que logró terminar), e inicia la redacción de un diario que pretendía convertir en novela, titulado Pronto: memorias de una Cinesífilis; además, tuvo la oportunidad de entrevistar al director de cine Sergio Leone. Su estancia en los Estados Unidos fue el periodo de su vida en el que más cine vio.

Maternidad, cuento escrito en 1974, sería considerado por él mismo como su mejor obra. En ese mismo año aparece el primer número de Ojo al cine, revista especializada que se convertiría en la más importante de Colombia. También viaja nuevamente a los Estados Unidos, esta vez para asistir a la Muestra Internacional de Cine. Un año después Ediciones Pirata de Calidad publica su relato El atravesado, gracias al apoyo económico de su madre, logrando cierto éxito a nivel local. El libro donde describe parte de su vida titulado "El Atravesado" cuenta la historia de su niñez, y el por qué de su carácter imponente.

Fiel a su idea de que vivir más de 25 años es una insensatez, Andrés intenta suicidarse dos veces en 1976; pese a esto escribe dos cuentos más: Pronto y Noche sin fortuna, y aparecen los números 3, 4 y 5 de la revista Ojo al cine. Entrega a Colcultura el manuscrito final de ¡Que viva la música!, del cual alcanzaría a recibir un ejemplar editado el cuatro de marzo de 1977; ese mismo día ingiere intencionalmente 60 pastillas de secobarbital, acto que acaba con su vida.

Analizando su muerte, Alberto Fuguet dice:

"Caicedo es el eslabón perdido del boom. Y el enemigo número uno de Macondo. No sé hasta qué punto se suicidó o acaso fue asesinado por García Márquez y la cultura imperante en esos tiempos. Era mucho menos el rockero que los colombianos quieren, y más un intelectual. Un nerd súper atormentado. Tenía desequilibrios, angustia de vivir. No estaba cómodo en la vida. Tenía problemas con mantenerse de pie. Y tenía que escribir para sobrevivir. Se mató porque vio demasiado", dice. 5
El penultimo autor en retomar la línea de Caicedo fue el ibaguereño Manuel Giraldo Magil en su obra 'Conciertos del Desconcierto'. En los años 90, la obra Opio en las nubes, de Rafael Chaparro Madiedo, fue vista como una versión al extremo de varias historias caicedianas; la influencia del autor caleño continúa en nuestros días con escritores como Octavio Escobar Giraldo, en su libro De música lígera, Efraím Medina, quien retoma el humor negro caicediano en apartes de su novela Érase una vez el amor pero tuve que matarlo, y Ricardo Abdahllah, quien en su primer libro de cuentos Noche de Quema incluyó varios relatos caicedianos adaptados a los años noventa. El Teatro matacandelas ha presentado durante diez años la obra 'Angelitos Empantanados', basada en el trabajo del autor.
La mayoría de sus escritos han sido publicados póstumamente. Gracias a la labor editorial de algunos de sus amigos, han salido a la luz libros que recopilan sus cuentos y guiones para teatro, así como sus ensayos críticos sobre cine. Así mismo, han sido publicadas algunas cartas que envió a su madre, hermanas y amigos, las cuales permiten evidenciar sus turbulentos estados emocionales. Algunas de las recopilaciones más conocidas son: Mi Cuerpo es una celda(2008)Bogotá: Norma. El libro negro de Andres Caicedo (2008). Bogotá: Norma. El cuento de mi vida (2007). Bogotá: Norma.Noche sin fortuna / Antígona (2002). Bogotá: Norma.Ojo al cine (1999). Bogotá: Norma. Angelitos empantanados o historias para jovencitos / A propósito de Andrés Caicedo y su obra (1995). Bogotá: Norma. Recibiendo al nuevo alumno (1995). Cali: Editorial de la Facultad de Humanidades de la Universidad del Valle. Destinitos fatales (1984). Bogotá: Oveja Negra. Berenice / El atravesado / Maternidad / El Tiempo de la ciénaga (1978). Cali: Editorial Andes. ¡Que viva la música! (1977) Noche sin fortuna (inconclusa) (1976) La estatua del soldadito de plomo (inconclusa) (1967) La Vida de Jose Vicente Diaz Lopez (inconclusa) (1975).
Foto:internet. Semblanza biográfica:Wikipedia. Texto:delcastilloencantado.blogspot.com .

El cuento del domingo


Gabriel García Márquez

Un día de estos

El lunes amaneció tibio y sin lluvia. Don Aurelio Escovar, dentista sin título y buen madrugador, abrió su gabinete a las seis. Sacó de la vidriera una dentadura postiza montada aún en el molde de yeso y puso sobre la mesa un puñado de instrumentos que ordenó de mayor a menor, como en una exposición. Llevaba una camisa a rayas, sin cuello, cerrada arriba con un botón dorado, y los pantalones sostenidos con cargadores elásticos. Era rígido, enjuto, con una mirada que raras veces correspondía a la situación, como la mirada de los sordos.

Cuando tuvo las cosas dispuestas sobre la mesa rodó la fresa hacia el sillón de resortes y se sentó a pulir la dentadura postiza. Parecía no pensar en lo que hacía, pero trabajaba con obstinación, pedaleando en la fresa incluso cuando no se servía de ella.

Después de la ocho hizo una pausa para mirar el cielo por la ventana y vio dos gallinazos pensativos que se secaban al sol en el caballete de la casa vecina. Siguió trabajando con la idea de que antes del almuerzo volvería a llover. La voz destemplada de su hijo de once años lo sacó de su abstracción.

- Papá.

- Qué

- Dice el alcalde que si le sacas una muela.

- Dile que no estoy aquí.

Estaba puliendo un diente de oro. Lo retiró a la distancia del brazo y lo examinó con los ojos a medio cerrar. En la salita de espera volvió a gritar su hijo.

- Dice que sí estás porque te está oyendo.

El dentista siguió examinando el diente. Sólo cuando lo puso en la mesa con los trabajos terminados, dijo:

- Mejor.

Volvió a operar la fresa. De una cajita de cartón donde guardaba las cosas por hacer, sacó un puente de varias piezas y empezó a pulir el oro.

- Papá.

- Qué.

Aún no había cambiado de expresión.

- Dice que si no le sacas la mela te pega un tiro.

Sin apresurarse, con un movimiento extremadamente tranquilo, dejó de pedalear en la fresa, la retiró del sillón y abrió por completo la gaveta inferior de la mesa. Allí estaba el revólver.

- Bueno -dijo-. Dile que venga a pegármelo.

Hizo girar el sillón hasta quedar de frente a la puerta, la mano apoyada en el borde de la gaveta. El alcalde apareció en el umbral. Se había afeitado la mejilla izquierda, pero en la otra, hinchada y dolorida, tenía una barba de cinco días. El dentista vio en sus ojos marchitos muchas noches de desesperación. Cerró la gaveta con la punta de los dedos y dijo suavemente:

- Siéntese.

- Buenos días -dijo el alcalde.

- Buenos -dijo el dentista.

Mientras hervían los instrumentos, el alcalde apoyó el cráneo en el cabezal de la silla y se sintió mejor. Respiraba un olor glacial. Era un gabinete pobre: una vieja silla de madera, la fresa de pedal, y una vidriera con pomos de loza. Frente a la silla, una ventana con un cancel de tela hasta la altura de un hombre. Cuando sintió que el dentista se acercaba, el alcalde afirmó los talones y abrió la boca.

Don Aurelio Escovar le movió la cabeza hacia la luz. Después de observar la muela dañada, ajustó la mandíbula con una presión cautelosa de los dedos.

- Tiene que ser sin anestesia -dijo.

- ¿Por qué?

- Porque tiene un absceso.

El alcalde lo miró en los ojos.

- Esta bien -dijo, y trató de sonreír. El dentista no le correspondió. Llevó a la mesa de trabajo la cacerola con los instrumentos hervidos y los sacó del agua con unas pinzas frías, todavía sin apresurarse. Después rodó la escupidera con la punta del zapato y fue a lavarse las manos en el aguamanil. Hizo todo sin mirar al alcalde. Pero el alcalde no lo perdió de vista.

Era una cordal inferior. El dentista abrió las piernas y apretó la muela con el gatillo caliente. El alcalde se aferró a las barras de la silla, descargó toda su fuerza en los pies y sintió un vacío helado en los riñones, pero no soltó un suspiro. El dentista sólo movió la muñeca. Sin rencor, mas bien con una amarga ternura, dijo:

- Aquí nos paga veinte muertos, teniente.

El alcalde sintió un crujido de huesos en la mandíbula y sus ojos se llenaron de lágrimas. Pero no suspiró hasta que no sintió salir la muela. Entonces la vio a través de las lágrimas. Le pareció tan extraña a su dolor, que no pudo entender la tortura de sus cinco noches anteriores. Inclinado sobre la escupidera, sudoroso, jadeante, se desabotonó la guerrera y buscó a tientas el pañuelo en el bolsillo del pantalón. El dentista le dio un trapo limpio.

- Séquese las lágrimas -dijo.

El alcalde lo hizo. Estaba temblando. Mientras el dentista se lavaba las manos, vio el cielorraso desfondado y una telaraña polvorienta con huevos de araña e insectos muertos. El dentista regresó secándose. "Acuéstese --dijo-- y haga buches de agua de sal." El alcalde se puso de pie, se despidió con un displicente saludo militar, y se dirigió a la puerta estirando las piernas, sin abotonarse la guerrera.

- Me pasa la cuenta -dijo.

- ¿A usted o al municipio?

El alcalde no lo miró. Cerró la puerta, y dijo, a través de la red metálica:

- Es la misma vaina.

Gabriel José García Márquez. escritor colombiano. Nació en Aracataca en el departamento costero de Magdalena, Colombia, el domingo 6 de marzo de 1927. Hijo de Gabriel Eligio García y de Luisa Santiaga Márquez Iguarán. Fue criado por sus abuelos maternos, el coronel Nicolás Márquez y Tranquilina Iguarán, en Aracataca. Su niñez está relatada en sus memorias Vivir para contarla. En 2007 regresó a Aracataca, después de 24 años de ausencia, para un homenaje que le realizó el gobierno colombiano al cumplir sus 80 años de vida y 40 de la primera publicación de Cien Años de Soledad. En 1936 murió el coronel Nicolás Márquez, motivo que desplazó a Gabriel García Márquez a Sincé Sucre con sus padres, para meses después trasladarse a Barranquilla a estudiar. Cursó los primeros grados de secundaria en el Colegio San José desde 1940 para luego viajar a Zipaquirá a terminar su bachillerato en el Liceo Nacional de Varones, hoy Colegio Nacional San Juan Bautista de La Salle, con una beca, hasta 1946. En 1947, García Márquez se fue a Bogotá con la intención de estudiar Derecho y Ciencias Políticas en la Universidad Nacional de Colombia , carrera de la que desertó. Después del llamado "Bogotazo" en 1948, sangrientos disturbios que se desataron el 9 de abril a causa del asesinato del líder popular Jorge Eliécer Gaitán, cuando se quemaron algunos de sus escritos en la pensión donde residía, decidió irse a Cartagena de Indias y empezó a trabajar como reportero de El Universal. A finales de 1949 se traslada a Barranquilla para trabajar como columnista y reportero en El Heraldo. Por petición de Álvaro Mutis, García Márquez regresó a Bogotá en 1954, donde trabajó en El Espectador como reportero y crítico de cine. En 1958, tras quedarse en Europa, García Márquez regresó a América,y se quedó en Venezuela. En Barranquilla se casó con Mercedes Barcha, con la que pronto tendría dos hijos, Rodrigo (que nació en Bogotá en 1959) y Gonzalo (que nació en México tres años más tarde). En 1960 tras el triunfo de la revolución cubana se va a La Habana y trabaja en la agencia de prensa creada por el gobierno cubano Prensa Latina y hace amistad con Ernesto Guevara En 1961 se instaló en Nueva York como corresponsal de Prensa Latina. Al recibir amenazas y críticas de la CIA y de los exiliados cubanos, que no compartían el contenido de sus reportajes, decidió trasladarse a México. En 1967, el escritor, García Márquez, publicó su obra más pedida, Cien años de soledad, historia que narra las vivencias de la familia Buendía en Macondo. La obra es considerada como un gran referente del Realismo mágico. En 1969 se instala en Barcelona (España) donde vivirá varios años entablando relación con numerosos intelectuales. Y donde escribe El otoño del patriarca. Desde 1975, García Márquez vive entre México, Cartagena de Indias, La Habana y París. En 1982, le conceden el Premio Nobel de Literatura. En 1998 se convierte en presidente del Consejo Editorial y uno de los propietarios de la Revista Cambio en Colombia, pero en 2006 vende su participación en dicha revista. En 2002 publicó sus memorias Vivir para contarla. Gabriel García Márquez es conocido mundialmente por la forma con la que trata sus obras, conocida como "realismo mágico" y que consiste en tratar hechos fantásticos desde el punto de vista de determinadas culturas que los consideran normales. En 1994 funda con su hermano Jaime y con el abogado Jaime Abello, la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) con la que espera que los jóvenes periodistas puedan aprender con maestros del oficio como Alma Guillermoprieto, Javier Darío Restrepo o Jon Lee Anderson, en busca de renovar sus vocaciones y aprender a hacer un mejor periodismo. García Márquez sigue siendo el presidente de la FNPI.
Foto. Semblanza biográfica y texto: quedelibros.com