El cuento del domingo


 

Rubem Fonseca 

 

Cualquier semejanza no es mera coincidencia

 

En la madrugada del día 3 de mayo, una vaca marrón camina por el puente del río Colorado, en el kilómetro 53, en dirección a Río de Janeiro.Un turista de la empresa Unica Autocares, matrícula RF-80-07-83 y JR-81-1227 circula por el puente del río Coroado en dirección a Sâo Paulo.
Cuando ve a la vaca, el conductor Plinio Sergio intenta desviarse. Da contra la vaca, da contra el muro del puente, el autocar se precipita al río.
La vaca está muerta encima del puente.
Debajo del puente, están muertos: una mujer vestida con falda larga y blusa amarilla, de alrededor de 20 años y que nunca será identificada; Ovidia Monteiro, de 34; Manuel dos Santos Pinhal, portugués, de 35 años, que usaba un carné de socio del Sindicato de Empleados de Fábricas de Bebidas; el niño Reinaldo, de 1 año, hijo de Manuel; Eduardo Varela, casado, 43 años.
Fueron testigos del accidente Elías Gentil dos Santos y su mujer Lucilia, residentes en las cercanías. Elías manda a su mujer que traiga un cuchillo de la casa. ¿Un cuchillo?, pregunta Lucilia. Un cuchillo, de prisa, imbécil, dice Elías. El está preocupado. íAh!, cae en la cuenta Lucilia. Lucilia corre.
Asoma Marcilio da Conçeiçâo. Elías lo mira con odio. Aparece también Ivonildo de Moura Júnior. íY esa imbécil que no trae el cuchillo!, piensa Elías. Le da rabia todo el mundo, sus manos tiemblan. Elías escupe en el suelo varias veces, con fuerza, hasta que se le seca la boca.
Buenos días, don Elías, dice Marcilio. Buenos días, dice Elías entre dientes, mirando a los lados. íEse mulato!, piensa Elías.
Qué cosa, dice Ivonildo, después de inclinarse sobre el paredón del puente y mirar a los bomberos y los policías que están abajo. Enfrente, además del conductor de un coche de la Policía de Tráfico, sólo están Elías, Marcilio e Ivonildo.
La situación no está nada bien, dice Elías mirando a la vaca. No logra despegar los ojos de la vaca.
Es verdad, dice Marcilio.
Los tres miran a la vaca.
A lo lejos se ve la silueta de Lucilia, corriendo.
Elías se puso a escupir de nuevo. Si pudiese, también yo sería rico, dice Elías. Marcilio e Ivonildo menean la cabeza, miran a la vaca y a Lucilia, que se acerca corriendo. A Lucilia tampoco le gusta ver a los dos hombres. Buenos días, doña Lucilia, dice Marcilio. Lucilia responde meneando la cabeza. ¿He tardado mucho?, pregunta, sin aliento, al marido.
Elías sujeta el cuchillo con la mano, como si fuese un puñal; mira con odio a Marcilio e Ivonildo. Escupe en el suelo. Corre hacia la vaca.
En el lomo es donde está el solomillo, dice Lucilia. Elías corta la vaca.
Marcilio se acerca. ¿Después me presta el cuchillo, don Elías?, pregunta Marcilio. No, responde Elías.
Marcilio se aleja, andando deprisa. Ivonildo corre a gran velocidad.
Van a buscar cuchillos, dice Elías con rabia, ese mulato, ese cornudo. Tiene las manos, la camisa y los pantalones llenos de sangre. Deberías haber traído una cesta, una bolsa, dos bolsas, idiota. Ve a buscar dos bolsas, ordena Elías.
Lucilia corre.
Elías ya ha cortado dos trozos grandes de carne cuando asoman, corriendo, Marcilio y su mujer Dalva, Ivonildo y su suegra Aurelia y Erandir Medrado con su hermano Valfrido Medrado. Todos llevan cuchillos y cuchillas. Se arrojan sobre la vaca.
Lucilia llega corriendo. Apenas puede hablar. Está embarazada de ocho meses, tiene lombrices y su casa queda en lo alto de una colina, el puente en lo alto de otra colina. Lucilia ha traído un segundo cuchillo. Lucilia corta la vaca.
Que alguien me preste un cuchillo; si no, incauto todo, dice el conductor del coche de la policía. Los hermanos Medrano, que han traído varios cuchillos, le prestan uno al conductor.
Con una sierra, una cuchilla y una hachuela aparece Joâo Leitâo, el carnicero, acompañado de dos ayudantes.
Usted no puede, grita Elías.
Joâo Leitâo se arrodilla junto a la vaca.
No puede, dice Elías dándole un empujón. Joâo cae, sentado.
No puede, gritan los hermanos Medrano.
No puede, gritan todos, con excepción del conductor de la policía.
Joâo se aparta; a diez metros de distancia, se detiene, se queda observando con sus ayudantes.
La vaca está semidescarnada. No fue fácil cortar el rabo. Nadie consiguió cortar la cabeza y las patas. Nadie quiso las tripas.
Elías ha llenado las dos bolsas. Los otros tres hombres usan las camisas como si fuesen sacos.
Quien primero se retira es Elías con su mujer. Hazme un filete, le dice a Lucilia sonriendo. Voy a pedirle unas patatas a Doña Dalva, te haré también unas patatas fritas, responde Lucilia.
Los despojos de la vaca están desparramados en un charco de sangre. Joâo llama con un silvido a sus dos auxiliares. Uno de ellos trae una carretilla. Allí disponen los restos de la vaca. En el puente sólo queda el charco de sangre.
Rubem Fonseca (Juiz de Fora, Minas Gerais, 11 de mayo de 1925). Escritor y guionista de cine brasileño. Fue formado en Derecho, habiendo ejercido varias actividades antes de dedicarse enteramente a la literatura. En 2003, ganó el Premio Camões, el más prestigiado galardón literario para la lengua portuguesa, una especie de nobel para escritores lusos; y el de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo.
En 31 de diciembre de 1952 inició su carrera en la policía, como comisario, en el 16º Distrito Policial, en São Cristóvão, en Río de Janeiro. Muchos de los hechos vividos en aquella época y de sus compañeros de trabajo están inmortalizados en sus libros. Alumno brillante de la Escuela de Policía, no demostraba, entonces, propensiones literarias. Pasó poco tiempo en las calles. La mayor parte del tiempo en que trabajó, hasta ser exonerado el 6 de febrero de 1958, un policía de oficina. Cuidaba del servicio de relaciones públicas de la policía.
En junio de 1954 recibió una licencia para estudiar y después dar clases sobre ese tema en la Fundación Getúlio Vargas, en Río de Janeiro. En la Escuela de Policía se destacó en psicología. Los contemporáneos de Rubem Fonseca dicen que, en aquella época, los policías eran más jueces de paz, separadores de pelea, que autoridades. Rubem veía, debajo de las definiciones legales, las tragedias humanas y conseguía resolverlas. En ese aspecto, afirman, él era admirable. Escogido, junto con otros nueve policías cariocas, para especializarse en Estados Unidos, entre septiembre de 1953 y marzo de 1954, aprovechó la oportunidad para estudiar administración de empresas en la Universidad de Nueva York. Después de salir de la policía, Rubem Fonseca trabajó en la Light hasta que comenzó a dedicarse integralmente a la literatura.
Es reconocidamente una persona recluida que adora el anonimato y se rehúsa a dar entrevistas, como Dalton Trevisan y como Thomas Pynchon, que es su amigo personal. Aun así es descrito por sus amigos como persona simple, afable y de óptimo humor. Tello Garrido nos narra un comentario que le hizo Fonseca durante una visita a México sobre los motivos que lo llevan a mantenerse al borde de los reflectores literarios:
Al parecer Rubem Fonseca prefiere pensar que un escritor puede decir todo lo que a él le parezca importante, independientemente de lo que los lectores puedan opinar al respecto, pero siempre a través de sus obras y no como personaje público que dicta sentencias en cuanto tiene un micrófono enfrente. Él mismo me comentó después que John Updike le había dicho alguna vez que la fama es como una máscara que los hombres suelen ponerse, y que resulta peligrosa porque devora el rostro original, le impone gestos, niega la identidad de quien se la ha echado encima.
Las obras de Rubem Fonseca generalmente retratan, en estilo seco, áspero y directo, la lujuria sexual y la violencia humana, en un mundo donde marginales, asesinos, prostitutas, delegados y pobres miserables se mezclan. Fonseca dice que un escritor debe tener el coraje de mostrar lo que la mayoría de la gente teme decir. La historia a través de la ficción es también una marca de Rubem Fonseca, como en las novelas Agosto (su libro más famoso) en la que retrataba las conspiraciones que resultaron en el suicidio de Getúlio Vargas, y en El Salvaje de la Ópera en la que retrata la vida de Carlos Gomes, o aún sobre la obra La Caballería roja, libro de Isaac Babel retratado en Vastas Emociones y Pensamientos Imperfectos. Casi todos los autores brasileros contemporáneos reconocen la importancia de Fonseca, y algunos de la nueva generación, tales como Patrícia Melo o Luis Ruffato, dicen que es una gran influencia.
Creó, para protagonizar algunos de sus cuentos y novelas, un personaje antológico: el abogado Mandrake, mujeriego, cínico y amoral, además de profundo conocedor del submundo carioca. Mandrake fue transformado en serie para la cadena de televisión HBO, con guiones de José Henrique Fonseca, hijo de Rubem, y el actor Marcos Palmeira en el papel protagonista.
Pues le interesa profundamente el arte cinematográfico, escribe también guiones para filmes, muchos premiados.
Es viudo y tiene tres hijos.
Obra. Los Prisioneros (cuentos, 1963). El Collar del Perro (cuentos, 1965). Lucía McCarney (cuentos, 1967). El Hombre de Febrero o Marzo (antología, 1973). El Caso Morel (novela, 1973). Feliz Año Nuevo (cuentos, 1975). El Cobrador (cuentos, 1979). El Gran Arte (novela, 1983). Bufo & Spallanzani (novela, 1986). Vastas Emociones y Pensamientos Imperfectos (novela, 1988).Agosto (novela, 1990).Romance Negro y otras historias (cuentos, 1992). El Salvaje de la Ópera (novela, 1994).El Agujero en la Pared (cuentos, 1995). Historias de Amor (cuentos, 1997).Y de este Mundo Prostituto y Vano, Sólo Quise un Cigarro en mi Mano (novela corta, 1997). La Cofradía de los Espadas (cuentos, 1998). El Enfermo Molière (novela, 2000). Secreciones, Excreciones y Desatinos (cuentos, 2001).Pequeñas Criaturas (cuentos, 2002). Diario de un Libertino (cuentos, 2003).64 Cuentos de Rubem Fonseca (cuentos, 2004).Mandrake, la Biblia y el bastón (novela, 2005).[1].Ella y otras mujeres (cuentos, 2006).La novela murió (Crónicas, 2008). El Seminarista (Novela, 2010)
Sus cuentos reunidos fueron publicados en 1994 bajo el sello Alfaguara títulado: Mejores relatos.

Foto:archivo.Semblanza biográfica:Wikipedia.Texto: El cuento del día

El cuento del domingo



John Berger
Una carga de mierda

En uno de sus libros, Milan Kundera desecha la idea de Dios porque, en su opinión, ningún dios podría haber concebido una forma de vida en la que fuera necesario cagar. El modo en que enuncia este argumento lleva a pensar que no se trata tan sólo de una broma. Kundera expresa una profunda afrenta, una afrenta típicamente elitista. Transforma la repugnancia natural en shock moral, un ejercicio muy caro a las élites. El coraje, por ejemplo, es una virtud por todos admirada, pero sólo las élites condenan la cobardía como una bajeza. Los desposeídos saben perfectamente que en determinadas circunstancias todos somos capaces de ser cobardes. 
    La semana pasada cargué y enterré la mierda de todo el año. La mierda de mi familia y de los amigos que nos visitan. Hay que hacerlo una vez por año y mayo es el momento oportuno. Antes de mayo, se corre el riesgo de que esté congelada y más tarde llegan las moscas. Hay muchas moscas en verano a causa del ganado. Un hombre, hablándome de su soledad, me dijo no hace mucho: "El invierno pasado llegué a echar de menos las moscas".
    Primero cavo un foso en la tierra del tamaño de una tumba, pero no tan profundo. Los bordes deben ser firmes para que la carretilla no se deslice cuando la inclino para descargarla. Estando parado allí en el foso, se acerca Mick, el perro de mi vecino. Lo conozco desde que era cachorro, pero nunca me ha visto así, frente a él, más bajo que un enano. Su sentido de la proporción se perturba y comienza a ladrar.
  No importa con cuánta calma comience la tarea de cargar la mierda junto a la casa, transportarla en la carretilla y descargarla en el foso: fatalmente llega el momento en que comienza a brotar en mí una especie de ira. ¿Contra qué o contra quién? Creo que se trata de una ira atávica. En todas las lenguas "¡Mierda!" es una maldición que expresa exasperación. Algo de lo que uno quiere liberarse. Los gatos esconden la suya, cubriéndola con tierra con una de sus patas. Los hombres maldicen por la suya. Nombrar eso que junto con la pala, finalmente, me provoca una ira irracional. ¡Mierda!
    Si de mierda se trata, la bosta de vaca y de caballo es relativamente más agradable. Puede inclusive provocar nostalgia. Huele a grano fermentado y hay un rastro lejano de heno y hierba en su olor. La mierda de las gallinas es desagradable e irrita la garganta por la cantidad de amoníaco que contiene. Mientras se limpia un gallinero hay que salir de vez en cuando a tomar un poco de aire fresco. El olor del excremento de los cerdos y de los hombres, sin embargo, es el peor porque el hombre y el cerdo son animales carnívoros y su apetito es indiscriminado. Tiene un resabio dulce, nauseabundo de podredumbre. Hay un rastro lejano de muerte.
   Mientras cargo la pala, me vienen a la mente imágenes del Paraíso. No de ángeles ni trompetas celestiales, sino de jardines amurallados, una fuente de agua pura, los colores frescos de las flores, una tela blanca inmaculada extendida sobre la hierba, ambrosía. El sueño de la pureza y la frescura nació de la omnipresencia del estiércol y el polvo. Esta polaridad es, sin duda, una de las más profundas de la imaginación humana, vinculada íntimamente a la idea del hogar como refugio –refugio contra muchas cosas, incluida la suciedad–.
  En el mundo de la higiene moderna, la pureza se ha convertido en un término puramente metafórico o moralista. Carece de toda realidad sensual. En los hogares pobres de Turquía, en cambio, el primer gesto de hospitalidad consiste en ofrecer agua de colonia de limón para que el viajero se refresque las manos, los brazos, el cuello, el rostro. Este gesto me recuerda un proverbio turco sobre los elitistas: "Se cree un ramito de perejil en medio de la mierda del mundo".
    La mierda cae deslizándose de la carretilla, cuando se la vuelca con un peso muerto. El hedor dulce acicatea, irrita con su teleología. El olor a podredumbre y de allí al olor a putrefacción, a corrupción. El olor a muerte, sin duda. No conduce, sin embargo, a la vergüenza ni al pecado ni al mal, tal como el puritanismo  con su desprecio por el cuerpo ha tratado de demostrar. Sus colores son el dorado bruñido, el marrón oscuro, el negro: los colores del cuadro de Rembrandt de Alejandro el Grande con su yelmo.
    Mi hijo Yves me cuenta una historia que ha escuchado en la escuela del pueblo:
    Es otoño en la huerta. Una manzana rosada cae sobre la hierba, junto a una bosta de vaca. Amistosa y gentil, la bosta de vaca le dice a la manzana: "Buenos días, Madame La Pomme, ¿cómo está usted?"
    La manzana ignora el comentario porque considera que la conversación es ajena a su dignidad.
    "¿Buen tiempo, no cree, Madame La Pomme?"
    Silencio.
    "Verá que la hierba es aquí muy dulce, Madame La Pomme."
    Silencio, otra vez.
    En ese momento, un hombre atraviesa la huerta, ve la manzana rosada y se agacha a recogerla. Mientras el hombre muerde la manzana, la bosta de vaca no se puede contener y dice: "¡Nos vemos pronto, Madame La Pomme!"
    La mierda aparece en chistes tan universales porque nos recuerda, de modo ineludible, nuestra dualidad, nuestra naturaleza sucia y nuestro deseo de gloria. Es la última lèse majesté.
    Mientras descargo la tercera carretilla de mierda, canta un pinzón en uno de los ciruelos. Nadie sabe muy bien por qué los pájaros cantan tanto. Lo único cierto es que no cantan para engañarse a sí mismos ni para engañar a los demás. Cantan para anunciarse tales como son. Comparada con la transparencia del canto de un pájaro, nuestra habla es opaca porque se ve obligada a buscar la verdad en lugar de actuarla.
    Pienso en la gente cuya mierda transporto. Tantas personas diferentes. La mierda es lo que queda atrás, indiferenciado: el desecho de la energía recibida y consumida. La energía tiene miles de formas, pero para nosotros, humanos, con nuestra mierda humana, toda energía es en parte verbal. Hablo conmigo mismo mientras levanto la pala, prudentemente, para que no caiga demasiado al suelo. El mal no deriva de la materia que se descompone, sino de la capacidad humana de persuadirse a uno mismo.
    La imagen del buen salvaje del siglo XVIII era miope. Confundía un ancestro distante con los animales que ese hombre cazaba. Todos los animales viven conforme a las leyes de su especie. No conocen la piedad (aunque conocen el duelo), pero nunca son perversos. Es por ello que los cazadores creen que algunos animales son naturalmente nobles y poseen una gracia espiritual que armoniza con su gracia física. No es el caso del hombre.
    No existe el mal en la naturaleza que nos rodea. Es necesario repetirlo una y otra vez, porque una de las formas humanas de persuadirse  a cometer actos inhumanos consiste en tomar como ejemplo la supuesta crueldad de la naturaleza.
    El cuclillo recién empollado, todavía ciego y sin plumas, tiene un hueco especial, como un hoyuelo en su lomo, para cargar a los otros pichones, uno por uno, hacia afuera del nido. La crueldad es el resultado de persuadirse a uno mismo a la imposición del dolor o a la ignorancia consciente del dolor ya infligido. El cuclillo no se persuade de nada. Tampoco el lobo.
    La historia de la Tentación con la otra manzana (ya no Madame La Pomme) está bien contada. "... la serpiente dijo a la mujer, Tú, de seguro, no morirás." La mujer no ha comido aún la manzana y, sin embargo, las palabras de la serpiente son la primera mentira o el primer juego de palabras vacías. (¡Mierda! Se me ha caído media palada.) La máscara inocente del mal.
    "Una cierta fraseología es inevitable –dijo George Orwell– si se quiere nombrar las cosas sin apelar a las imágenes mentales de las cosas."
    La despreocupación con que cagan las vacas es quizá parte de la placidez y la paciencia que ha llevado a muchas culturas a considerarlas animales sagrados.
    El mal aborrece todo aquello que ha sido creado físicamente. La primera manifestación de ese odio consiste en separar el orden de las palabras del orden de aquello que denotan. ¡Oh Hansard!
    Mick, el perro, me sigue mientras llevo la carretilla hasta el foso. "¡No más ovejas!", le digo. La primavera pasada, junto con otro perro, mató tres ovejas. Mick baja la cola. Después de haber matado lo encadenaron durante tres meses. El tono un tanto sarcástico de mi voz, la palabra "oveja", y el recuerdo de la cadena lo hacen recular un poco. Pero mentalmente no nombra la sangre derramada con otro nombre, y me mira fijo a los ojos.
    No muy lejos de donde cavé el foso, florece un lilo. Ha de haber cambiado el viento y ahora sopla desde el sur, porque siento el aroma del lilo a través de la mierda. Huele a menta mezclada con mucha miel.
    El perfume me devuelve a mi primera infancia, al primer jardín que conocí, y de pronto, desde aquel tiempo tan lejano, vuelven ambos olores, desde mucho antes que el lilo o la mierda tuvieran nombre para mí.

John Peter Berger (Londres, 1926) es un crítico de arte, pintor y escritor. Entre sus obras más conocidas están G., ganadora del prestigioso Booker Prize en 1972 y el ensayo de introducción a la crítica de arte, Modos de ver, el cual es un texto de referencia básica para la historia del arte.
John Berger es hijo de un converso al cristianismo y a quien el servicio como oficial de la infantería en el ejército británico durante la Segunda Guerra Mundial le quitó las ganas de ser sacerdote, pero no la fe. De su padre, dice el propio Berger, heredó el talento para la pintura y cierta moral de soldado que siempre ha intentado imitar. "Al contrario de lo que me ocurre con muchos políticos actuales, a quienes me resulta imposible respetar, yo respeto a los soldados, porque ellos son conscientes de las consecuencias de lo que hacen", declaró a EPS. En la misma entrevista añadía "Si mi madre está tan cerca de mí es porque durante mi infancia, y ya adulto, siempre me dejó ser muy libre".
A los 16 años se escapó del St. Edward's School de Oxford decidido a estudiar arte "y ver mujeres desnudas" [cita requerida]. Obtuvo una beca para estudiar en la «Central School of Art» de Londres, aunque pocos años después se enrolaría en el ejército británico, donde sirvió entre 1944-1946. Finalizada la guerra, retoma sus estudios en la «Chelsea School of Art» con otra beca, esta vez concedida por el propio ejército. Entre 1948 y 1955 impartió clases de dibujo en la misma escuela donde Henry Moore impartía clases de escultura. Durante ese periodo traba vínculos con el partido comunista británico y no tardará en empezar a publicar artículos en el Tribune, donde escribiría bajo la estricta supervisión de George Orwell. En 1951 comenzó un periodo de colaboración con la revista New Stateman, colaboración que se prolongaría hasta diez años y en la que se revela como crítico de arte marxista y defensor del realismo. En 1960 se publica Permanent Red, volumen que recogerá una selección de los artículos publicados en New Stateman.
A los treinta años decidió dejar de pintar para dedicarse completamente a la escritura, no porque, según sus palabras, dudara de su talento como pintor, sino porque la urgencia de la situación política en la que vivía (plena guerra fría) parecía requerir de él que se pusiera a escribir. En 1958 publicó su primera novela, Un pintor de nuestro tiempo. En ella se relata la vida de un pintor húngaro exiliado en Londres. El evidente compromiso político de la novela y el realismo con el que se narraba —siempre en primera persona—, hizo pensar a muchos que se trataba de un diario íntimo y no de ficción. El libro estuvo a la venta durante un mes, al cabo del cual la editorial, Secker&Worburg, retiró la novela de las librerías. Más tarde se ha sabido que dicha retirada se llevó a cabo bajo presión del Congress for Cultural Freedom, una asociación de abogados anticomunistas.
Pero Berger siguió escribiendo, novela, ensayo, artículos en prensa, poesía, guiones de cine —junto a Alain Tanner— e incluso obras de teatro, y entre tanto decidió emigrar voluntariamente a un pueblo de los Alpes franceses. Se ha publicado muchas veces que lo que provocó aquel auto-exilio fue la vocación de ser un "escritor europeo", aunque más tarde Berger ha confesado no haber conseguido sentirse en casa en el Londres de aquella época, una ciudad en la que no parecía encajar.
En 1972 la BBC emite una serie de televisión que fue acompañada por la publicación del texto Modos de ver, que marcó a toda una generación de críticos de arte, se ha convertido en libro de texto en las escuelas británicas y que tomaba prestadas muchas ideas de La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, el artículo de Walter Benjamin de 1936. Y ese mismo año, Berger, gana inesperadamente el prestigioso Booker Prize por su novela G., levantando especial revuelo su decisión de donar la mitad del monto del premio al Partido Pantera Negra británico.
A lo largo de los años ochenta va publicando escalonadamente la excepcional trilogía De sus fatigas, en la que estuvo trabajando durante quince años y en la que aborda el cambio que estamos experimentando con el paso de la vida rural a la urbana. En Puerca tierra nos anuncia una investigación en un modo de vida que tardará menos de un siglo en desaparecer, la vida campesina. En Una vez en Europa relata los amores que origina una vida así y, finalmente, en Lila y Flag acompañamos a la siguiente generación a una existencia en la gran ciudad cosmopolita. Pero la investigación se extiende hacia la formal y al leer somos testigos de la búsqueda de una voz con la que relatar este excepcional acontecimiento de la humanidad.
En la elección de los temas sobre los que escribe, John Berger ha seguido evidenciando hasta hoy su compromiso con la escritura como medio de lucha política. Así se puede comprobar, por ejemplo, en El tamaño de una bolsa, que incluye una correspondencia con el subcomandante Marcos, en Hacia la boda, que gira en torno al sida, o en King, un relato de la vida de los sin techo, además de en su activa colaboración como articulista para la prensa de muchos países. Aunque con el paso de los años ha tomado cierta distancia respecto a antiguas posturas políticas, por ejemplo respecto de su apoyo al régimen soviético, hace poco terminaba uno de sus artículos, publicado en La jornada y titulado "Dónde hallar nuestro lugar", diciendo: "Sí, entre muchas otras cosas, sigo siendo marxista".
Ficción. A Painter of Our Time (Un pintor de hoy, Alfaguara, 2002). The Foot of Clive. Corker's Freedom. A Fortunate Man. A Seventh Man (Un séptimo hombre, Huerga y Fierro, 2002). G. (G., Alfaguara, 1994). The Trilogy: Into Their Labours (Pig Earth, Once in Europe, Lilac and Flag) (De sus fatigas: Puerca tierra, Alfaguara, 2006; Una vez en Europa, Alfaguara, 2000; Lila y Flag, Alfaguara, 1992). And Our Faces, My Heart, Brief as Photos . Photocopies (Fotocopias, Alfaguara, 2006)..To the Wedding (Hacia la boda, Alfaguara, 1995).. King (K., una historia de la calle, Alfaguara, 2000).. Here is Where We Meet (Aquí nos vemos, Alfaguara, 2005)..From A to X (De A para X, Alfaguara, 2009). Poesía. Pages of the Wound (Páginas de la Herida: antología poética, Visor, 1995). No-ficción. Permanent Red Art and Revolution The Moment of Cubism and Other Essays The Look of Things: Selected Essays and Articles Ways of Seeing (Modos de ver, Gustavo Gili, 2004) Another Way of Telling (Otra manera de contar, Mestizo, 1998). The Success and Failure of Picasso. About Looking (Mirar, Gustavo Gili, 2003). The Sense of Sight (El sentido de la vista, Alianza Editorial, 2006). Keeping a Rendezvous. The Shape of a Pocket (El tamaño de una bolsa, Taurus, 2004). I send you this Cadmium Red (Te mando este rojo cadmio: correspondencia entre John Berger y John Christie, Actar Editorial, 2000). Titian: Nymph and Sepherd (Tiziano, Ninfa y Pastor, Árdora Ediciones, 2003). Hold Everything Dear (Verso, 2007).Guiones.  La salamandra (La salamandre), 1971 (Guion: Alain Tanner, John Berger). Le milie du monde, 1974 (Guion: Alain Tanner, John Berger). Jonás que cumplirás 25 años en el año 2000 (Jonas qui aura 25 ans en l'an 2000), 1976 (Guion: Alain Tanner, John Berger). Otros libros publicados. Sobre las propiedades del retrato fotográfico, Gustavo Gili, 2006. Esa belleza, Bartleby Editores, 2005. Siempre bienvenidos, Huerga y Fierro Editores, 2004. Algunos pasos hacia la teoría de lo visible, Árdora Ediciones, 1997. "Con la esperanza entre los dientes" (Alfaguara, 2010)
Semblanza biográfica: Wikipedia. Texto y foto: El cuento del día.

Después de la carrera



James Joyce

Los carros venían volando hacia Dublín, deslizándose como balines por la curva del camino de Naas. En lo alto de la loma, en Inchicore, los espectadores se aglomeraban para presenciar la carrera de vuelta, y por entre este canal de pobreza y de inercia, el Continente hacía desfilar su riqueza y su industria acelerada. De vez en cuando los racimos de personas lanzaban al aire unos vítores de esclavos agradecidos. No obstante, simpatizaban más con los carros azules -los carros de sus amigos los franceses.
Los franceses, además, eran los supuestos ganadores. El equipo francés llegó entero a los finales en los segundos y terceros puestos, y el chofer del carro ganador alemán se decía que era belga. Cada carro azul, por tanto, recibía doble dosis de vítores al alcanzar la cima, y las bienvenidas fueron acogidas con sonrisas y venias por sus tripulantes. En uno de aquellos autos de construcción compacta venía un grupo de cuatro jóvenes, cuya animación parecía por momentos sobrepasar con mucho los límites del galicismo triunfante: es más, dichos jóvenes se veían alborotados. Eran Charles Ségouin, dueño del carro; André Riviére, joven electricista nacido en Canadá; un húngaro grande llamado Villona y un joven muy bien cuidado que se llamaba Doyle. Ségouin estaba de buen humor porque inesperadamente había recibido algunas órdenes por adelantado (estaba a punto de establecerse en el negocio de automóviles en París) y Riviére estaba de buen humor porque había sido nombrado gerente de dicho establecimiento; estos dos jóvenes (que eran primos) también estaban de buen humor por el éxito de los carros franceses. Villona estaba de buen humor porque había comido un almuerzo muy bueno; y, además, porque era optimista por naturaleza. El cuarto miembro del grupo, sin embargo, estaba demasiado excitado para estar verdaderamente contento.
Tenía unos veintiséis años de edad, con un suave bigote castaño claro y ojos grises un tanto inocentes. Su padre, que comenzó en la vida como nacionalista avanzado, había modificado sus puntos de vista bien pronto. Había hecho su dinero como carnicero en Kingstown y al abrir carnicería en Dublín y en los suburbios logró multiplicar su fortuna varias veces. Tuvo, además, la buena fortuna de asegurar contratos con la policía y, al final, se había hecho tan rico como para ser aludido en la prensa de Dublín como príncipe de mercaderes. Envió a su hijo a educarse en un gran colegio católico de Inglaterra y después lo mandó a la universidad de Dublín a estudiar derecho. Jimmy no anduvo muy derecho como estudiante y durante cierto tiempo sacó malas notas. Tenía dinero y era popular; y dividía su tiempo, curiosamente, entre los círculos musicales y los automovilísticos. Luego, lo enviaron por un trimestre a Cambridge a que viera lo que es la vida. Su padre, amonestante pero en secreto orgulloso de sus excesos, pagó sus cuentas y lo mandó llamar. Fue en Cambridge que conoció a Ségouin. No eran más que conocidos entonces, pero Jimmy halló sumo placer en la compañía de alguien que había visto tanto mundo y que tenía reputación de ser dueño de uno de los mayores hoteles de Francia. Valía la pena (como convino su padre) conocer a una persona así, aun si no fuera la compañía grata que era. Villona también era divertido -un pianista brillante-, pero, desgraciadamente, pobre.
El carro corría con su carga de jacarandosa juventud. Los dos primos iban en el asiento delantero; Jimmy y su amigo húngaro se sentaban detrás. Decididamente, Villona estaba en gran forma; por el camino mantuvo su tarareo de bajo profundo durante kilómetros. Los franceses soltaban carcajadas y palabras fáciles por encima del hombro y más de una vez Jimmy tuvo que estirarse hacia delante para coger una frase al vuelo. No le gustaba mucho, ya que tenía que acertar con lo que querían decir y dar su respuesta a gritos y contra la ventolera. Además que el tarareo de Villona los confundía a todos; y el ruido del carro también.
Recorrer rápido el espacio, alboroza; también la notoriedad; lo mismo la posesión de riquezas. He aquí tres buenas razones para la excitación de Jimmy. Ese día muchos de sus conocidos lo vieron en compañía de aquellos continentales. En el puesto de control, Ségouin lo presentó a uno de los competidores franceses y, en respuesta a su confuso murmullo de cumplido, la cara curtida del automovilista se abrió para revelar una fila de relucientes dientes blancos. Después de tamaño honor era grato regresar al mundo profano de los espectadores entre codazos y miradas significativas. Tocante al dinero: tenía de veras acceso a grandes sumas. Ségouin tal vez no pensaría que eran grandes sumas, pero Jimmy, quien a pesar de sus errores pasajeros era en su fuero interno heredero de sólidos instintos, sabía bien con cuánta dificultad se había amasado esa fortuna. Este conocimiento mantuvo antaño sus cuentas dentro de los límites de un derroche razonable, y si estuvo consciente del trabajo que hay detrás del dinero cuando se trataba nada más del engendro de una inteligencia superior, ¡cuánto no más ahora, que estaba a punto de poner en juego una mayor parte de su sustancia! Para él esto era cosa seria.
Claro que la inversión era buena y Ségouin se las arregló para dar la impresión de que era como favor de amigo que esa pizca de dinero irlandés se incluiría en el capital de la firma. Jimmy respetaba la viveza de su padre en asuntos de negocios y en este caso fue su padre quien primero sugirió la inversión; mucho dinero en el negocio de automóviles, a montones. Todavía más, Ségouin tenía una inconfundible aura de riqueza. Jimmy se dedicó a traducir en términos de horas de trabajo ese auto señorial en que iba sentado. ¡Con qué suavidad avanzaba! ¡Con qué estilo corrieron por caminos y carreteras! El viaje puso su dedo mágico sobre el genuino pulso de la vida y, esforzado, el mecanismo nervioso humano intentaba quedar a la altura de aquel veloz animal azul.
Bajaron por la Calle Dame. La calle bullía con un tránsito desusado, resonante de bocinas de autos y de campanillazos de tranvías. Ségouin arrimó cerca del banco y Jimmy y su amigo descendieron. Un pequeño núcleo de personas se reunió para rendir homenaje al carro ronroneante. Los cuatro comerían juntos en el hotel de Ségouin esa noche y, mientras tanto, Jimmy y su amigo, que paraba en su casa, regresarían a vestirse. El auto dobló lentamente por la Calle Grafton mientras los dos jóvenes se desataban del nudo de espectadores. Caminaron rumbo al norte curiosamente decepcionados por el ejercicio, mientras que arriba la ciudad colgaba pálidos globos de luz en el halo de la noche estival.
En casa de Jimmy se declaró la comida ocasión solemne. Un cierto orgullo se mezcló a la agitación paterna y una decidida disposición, también, de tirar la casa por la ventana, pues los nombres de las grandes ciudades extranjeras tienen por lo menos esa virtud. Jimmy, él también, lucía muy bien una vez vestido, y al pararse en el corredor, dando aprobación final al lazo de su smoking, su padre debió de haberse sentido satisfecho, aun comercialmente hablando, por haber asegurado para su hijo cualidades que a menudo no se pueden adquirir. Su padre, por lo mismo, fue desusadamente cortés con Villona y en sus maneras expresaba verdadero respeto por los logros foráneos; pero la sutileza del anfitrión probablemente se malgastó en el húngaro, quien comenzaba a sentir unas grandes ganas de comer.
La comida fue excelente, exquisita. Ségouin, decidió Jimmy, tenía un gusto refinadísimo. El grupo se aumentó con un joven irlandés llamado Routh a quien Jimmy había visto con Ségouin en Cambridge. Los cinco cenaron en un cuarto coquetón iluminado por lámparas incandescentes. Hablaron con ligereza y sin ambages. Jimmy, con imaginación exaltada, concibió la ágil juventud de los franceses enlazada con elegancia al firme marco de modales del inglés. Grácil imagen ésta, pensó, y tan justa. Admiraba la destreza con que su anfitrión manejaba la conversación. Los cinco jóvenes tenían gustos diferentes y se les había soltado la lengua. Villona, con infinito respeto, comenzó a describirle al amablemente sorprendido inglesito las bellezas del madrigal inglés, deplorando la pérdida de los instrumentos antiguos. Riviére, no del todo sin ingenio, se tomó el trabajo de explicarle a Jimmy el porqué del triunfo de los mecánicos franceses. La resonante voz del húngaro estaba a punto de poner en ridículo los espurios laúdes de los pintores románticos, cuando Ségouin pastoreó al grupo hacia la política. He aquí un terreno que congeniaba con todos. Jimmy, bajo influencias generosas, sintió que el celo patriótico, ya bajo tierra, de su padre, le resucitaba dentro: por fin logró avivar al soporífero Routh. El cuarto se caldeó por partida doble y la tarea de Ségouin se hizo más ardua por momentos: hasta se corrió peligro de un pique personal. En una oportunidad, el anfitrión, alerta, levantó su copa para brindar por la Humanidad y cuando terminó el brindis abrió las ventanas significativamente.
Esa noche la ciudad se puso su máscara de gran capital. Los cinco jóvenes pasearon por Stephen’s Green en una vaga nube de humos aromáticos. Hablaban alto y alegre, las capas colgándoles de los hombros. La gente se apartaba para dejarlos pasar. En la esquina de la Calle Grafton un hombre rechoncho embarcaba a dos mujeres en un auto manejado por otro gordo. El auto se alejó y el hombre rechoncho atisbó al grupo.
-André.
-¡Pero si es Farley!
Siguió un torrente de conversación. Farley era americano. Nadie sabía a ciencia cierta de qué hablaban. Villona y Riviére eran los más ruidosos, pero todos estaban excitados. Se montaron a un auto, apretándose unos contra otros en medio de grandes risas. Viajaban por entre la multitud, fundida ahora a colores suaves y a música de alegres campanitas de cristal. Cogieron el tren en Westland Row y en unos segundos, según pareció a Jimmy, estaban saliendo ya de la estación de Kingstown. El colector saludó a Jimmy; era un viejo:
-¡Linda noche, señor!
Era una serena noche de verano; la bahía se extendía como espejo oscuro a sus pies. Se encaminaron hacia allá cogidos de brazos, cantando Cadet Roussel a coro, dando patadas a cada:
-¡Ho! ¡Ho! ¡Hohé, vraiment!
Abordaron un bote en el espigón y remaron hasta el yate del americano. Habría cena, música y cartas. Villona dijo, con convicción:
-¡Es una belleza!
Había un piano de mar en el camarote. Villona tocó un vals para Farley y para Riviére, Farley haciendo de caballero y Riviére de dama. Luego vino una Square dance de improviso, todos inventando las figuras originales. ¡Qué contento! Jimmy participó de lleno; esto era vivir la vida por fin. Fue entonces que a Farley le faltó aire y gritó: ¡Alto! Un camarero trajo una cena ligera y los jóvenes se sentaron a comerla por pura fórmula. Sin embargo, bebían: vino bohemio. Brindaron por Irlanda, Inglaterra, Francia, Hungría, los Estados Unidos. Jimmy hizo un discurso, un discurso largo, con Villona diciendo ¡Vamos! ¡Vamos! a cada pausa. Hubo grandes aplausos cuando se sentó. Debe de haber sido un buen discurso. Farley le palmeó la espalda y rieron a rienda suelta. ¡Qué joviales! ¡Qué buena compañía eran!
¡Cartas! ¡Cartas! Se despejó la mesa. Villona regresó quedo a su piano y tocó a petición. Los otros jugaron juego tras juego, entrando audazmente en la aventura. Bebieron a la salud de la Reina de Corazones y de la Reina de Espadas. Oscuramente Jimmy sintió la ausencia de espectadores: qué golpes de ingenio. Jugaron por lo alto y las notas pasaban de mano en mano. Jimmy no sabía a ciencia cierta quién estaba ganando, pero sí sabía quién estaba perdiendo. Pero la culpa era suya, ya que a menudo confundía las cartas y los otros tenían que calcularle sus pagarés. Eran unos tipos del diablo, pero le hubiera gustado que hicieran un alto: se hacía tarde. Alguien brindó por el yate La Beldad de Newport y luego alguien más propuso jugar un último juego de los grandes.
El piano se había callado; Villona debió de haber subido a cubierta. Era un juego pésimo. Hicieron un alto antes de acabar para brindar por la buena suerte. Jimmy se dio cuenta de que el juego estaba entre Routh y Ségouin. ¡Qué excitante! Jimmy también estaba excitado; claro que él perdió. ¿Cuántos pagarés había firmado? Los hombres se pusieron en pie para jugar los últimos quites, hablando y gesticulando. Ganó Routh. El camarote tembló con los vivas de los jóvenes y se recogieron las cartas. Luego empezaron a colectar lo ganado. Farley y Jimmy eran buenos perdedores.
Sabía que lo lamentaría a la mañana siguiente, pero por el momento se alegró del receso, alegre con ese oscuro estupor que echaba un manto sobre sus locuras. Recostó los codos a la mesa y descansó la cabeza entre las manos, contando los latidos de sus sienes. La puerta del camarote se abrió y vio al húngaro de pie en medio de una luceta gris:
-¡Señores, amanece!

El cuento del domingo



Julio Ramón Ribeyro

La insignia
Hasta ahora recuerdo aquella tarde en que al pasar por el malecón divisé en un pequeño basural un objeto brillante. Con una curiosidad muy explicable en mi temperamento de coleccionista, me agaché y después de recogerlo lo froté contra la manga de mi saco. Así pude observar que se trataba de una menuda insignia de plata, atravesada por unos signos que en ese momento me parecieron incomprensibles. Me la eché al bolsillo y, sin darle mayor importancia al asunto, regresé a mi casa. No puedo precisar cuánto tiempo estuvo guardada en aquel traje que usaba poco. Sólo recuerdo que en una oportunidad lo mandé a lavar y, con gran sorpresa mía, cuando el dependiente me lo devolvió limpio, me entregó una cajita, diciéndome: "Esto debe ser suyo, pues lo he encontrado en su bolsillo".

Era, naturalmente, la insignia y este rescate inesperado me conmovió a tal extremo que decidí usarla.

Aquí empieza realmente el encadenamiento de sucesos extraños que me acontecieron. Lo primero fue un incidente que tuve en una librería de viejo. Me hallaba repasando añejas encuadernaciones cuando el patrón, que desde hacía rato me observaba desde el ángulo más oscuro de su librería, se me acercó y, con un tono de complicidad, entre guiños y muecas convencionales, me dijo: "Aquí tenemos libros de Feifer". Yo lo quedé mirando intrigado porque no había preguntado por dicho autor, el cual, por lo demás, aunque mis conocimientos de literatura no son muy amplios, me era enteramente desconocido. Y acto seguido añadió: "Feifer estuvo en Pilsen". Como yo no saliera de mi estupor, el librero terminó con un tono de revelación, de confidencia definitiva: "Debe usted saber que lo mataron. Sí, lo mataron de un bastonazo en la estación de Praga". Y dicho esto se retiró hacia el ángulo de donde había surgido y permaneció en el más profundo silencio. Yo seguí revisando algunos volúmenes maquinalmente pero mi pensamiento se hallaba preocupado en las palabras enigmáticas del librero. Después de comprar un libro de mecánica salí, desconcertado, del negocio.

Durante algún tiempo estuve razonando sobre el significado de dicho incidente, pero como no pude solucionarlo acabé por olvidarme de él. Mas, pronto, un nuevo acontecimiento me alarmó sobremanera. Caminaba por una plaza de los suburbios cuando un hombre menudo, de faz hepática y angulosa, me abordó intempestivamente y antes de que yo pudiera reaccionar, me dejó una tarjeta entre las manos, desapareciendo sin pronunciar palabra. La tarjeta, en cartulina blanca, sólo tenía una dirección y una cita que rezaba: SEGUNDA SESIÓN: MARTES 4. Como es de suponer, el martes 4 me dirigí a la numeración indicada. Ya por los alrededores me encontré con varios sujetos extraños que merodeaban y que, por una coincidencia que me sorprendió, tenían una insignia igual a la mía. Me introduje en el círculo y noté que todos me estrechaban la mano con gran familiaridad. En seguida ingresamos a la casa señalada y en una habitación grande tomamos asiento. Un señor de aspecto grave emergió tras un cortinaje y, desde un estrado, después de saludarnos, empezó a hablar interminablemente. No sé precisamente sobre qué versó la conferencia ni si aquello era efectivamente una conferencia. Los recuerdos de niñez anduvieron hilvanados con las más agudas especulaciones filosóficas, y a unas digresiones sobre el cultivo de la remolacha fue aplicado el mismo método expositivo que a la organización del Estado. Recuerdo que finalizó pintando unas rayas rojas en una pizarra, con una tiza que extrajo de su bolsillo.

Cuando hubo terminado, todos se levantaron y comenzaron a retirarse, comentando entusiasmados el buen éxito de la charla. Yo, por condescendencia, sumé mis elogios a los suyos, mas, en el momento en que me disponía a cruzar el umbral, el disertante me pasó la voz con una interjección, y al volverme me hizo una seña para que me acercara.

-Es usted nuevo, ¿verdad? -me interrogó, un poco desconfiado.

-Sí -respondí, después de vacilar un rato, pues me sorprendió que hubiera podido identificarme entre tanta concurrencia-. Tengo poco tiempo.

-¿Y quién lo introdujo?

Me acordé de la librería, con gran suerte de mi parte.

-Estaba en la librería de la calle Amargura, cuando el...

-¿Quién? ¿Martín?

-Sí, Martín.

-¡Ah, es un colaborador nuestro!

-Yo soy un viejo cliente suyo.

-¿Y de qué hablaron?

-Bueno... de Feifer.

-¿Qué le dijo?

-Que había estado en Pilsen. En verdad... yo no lo sabía.

-¿No lo sabía?

- No -repliqué con la mayor tranquilidad.

-¿Y no sabía tampoco que lo mataron de un bastonazo en la estación de Praga?

-Eso también me lo dijo.

-¡Ah, fue una cosa espantosa para nosotros!

-En efecto -confirmé- Fue una pérdida irreparable.

Mantuvimos una charla ambigua y ocasional, llena de confidencias imprevistas y de alusiones superficiales, como la que sostienen dos personas extrañas que viajan accidentalmente en el mismo asiento de un ómnibus. Recuerdo que mientras yo me afanaba en describirle mi operación de las amígdalas, él, con grandes gestos, proclamaba la belleza de los paisajes nórdicos. Por fin, antes de retirarme, me dio un encargo que no dejó de llamarme la atención.

-Tráigame en la próxima semana -dijo- una lista de todos los teléfonos que empiecen con 38.

Prometí cumplir lo ordenado y, antes del plazo concedido, concurrí con la lista.

-¡Admirable! -exclamó- Trabaja usted con rapidez ejemplar.

Desde aquel día cumplí una serie de encargos semejantes, de lo más extraños. Así, por ejemplo, tuve que conseguir una docena de papagayos a los que ni más volví a ver. Más tarde fui enviado a una ciudad de provincia a levantar un croquis del edificio municipal. Recuerdo que también me ocupé de arrojar cáscaras de plátano en la puerta de algunas residencias escrupulosamente señaladas, de escribir un artículo sobre los cuerpos celestes, que nunca vi publicado, de adiestrar a un menor en gestos parlamentarios, y aun de cumplir ciertas misiones confidenciales, como llevar cartas que jamás leí o espiar a mujeres exóticas que generalmente desaparecían sin dejar rastros.

De este modo, poco a poco, fui ganando cierta consideración. Al cabo de un año, en una ceremonia emocionante, fui elevado de rango. "Ha ascendido usted un grado", me dijo el superior de nuestro círculo, abrazándome efusivamente. Tuve, entonces, que pronunciar una breve alocución, en la que me referí en términos vagos a nuestra tarea común, no obstante lo cual, fui aclamado con estrépito.

En mi casa, sin embargo, la situación era confusa. No comprendían mis desapariciones imprevistas, mis actos rodeados de misterio, y las veces que me interrogaron evadí las respuestas porque, en realidad, no encontraba una satisfactoria. Algunos parientes me recomendaron, incluso, que me hiciera revisar por un alienista, pues mi conducta no era precisamente la de un hombre sensato. Sobre todo, recuerdo haberlos intrigado mucho un día que me sorprendieron fabricando una gruesa de bigotes postizos pues había recibido dicho encargo de mi jefe.

Esta beligerancia doméstica no impidió que yo siguiera dedicándome, con una energía que ni yo mismo podría explicarme, a las labores de nuestra sociedad. Pronto fui relator, tesorero, adjunto de conferencias, asesor administrativo, y conforme me iba sumiendo en el seno de la organización aumentaba mi desconcierto, no sabiendo si me hallaba en una secta religiosa o en una agrupación de fabricantes de paños.

A los tres años me enviaron al extranjero. Fue un viaje de lo más intrigante. No tenía yo un céntimo; sin embargo, los barcos me brindaban sus camarotes, en los puertos había siempre alguien que me recibía y me prodigaba atenciones, y en los hoteles me obsequiaban sus comodidades sin exigirme nada. Así me vinculé con otros cofrades, aprendí lenguas foráneas, pronuncié conferencias, inauguré filiales a nuestra agrupación y vi cómo extendía la insignia de plata por todos los confines del continente. Cuando regresé, después de un año de intensa experiencia humana, estaba tan desconcertado como cuando ingresé a la librería de Martín.

Han pasado diez años. Por mis propios méritos he sido designado presidente. Uso una toga orlada de púrpura con la que aparezco en los grandes ceremoniales. Los afiliados me tratan de vuecencia. Tengo una renta de cinco mil dólares, casas en los balnearios, sirvientes con librea que me respetan y me temen, y hasta una mujer encantadora que viene a mí por las noches sin que yo la llame. Y a pesar de todo esto, ahora, como el primer día y como siempre, vivo en la más absoluta ignorancia, y si alguien me preguntara cuál es el sentido de nuestra organización, yo no sabría qué responderle. A lo más, me limitaría a pintar rayas rojas en una pizarra negra, esperando confiado los resultados que produce en la mente humana toda explicación que se funda inexorablemente en la cábala.
Julio Ramón Ribeyro Zúñiga (Lima, 31 de agosto de 1929 - Lima, 4 de diciembre de 1994). Escritor peruano, considerado uno de los mejores cuentistas de la literatura latinoamericana. Es una figura destacada de la Generación del 50 de su país, a la que también pertenecen narradores como Mario Vargas Llosa, Enrique Congrains Martin y Carlos Eduardo Zavaleta. Su obra ha sido traducida al inglés, francés, alemán, italiano, holandés y polaco. Aunque el mayor volumen de su obra lo constituye su cuentística, también destacó en otros géneros: novela, ensayo, teatro, diario y aforismo. El año de su muerte ganó el reconocido Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo.
Nació en Lima, el 31 de agosto de 1929. Hijo de Julio Ribeyro y Mercedes Zúñiga, fue el primero de cuatro hermanos (dos varones y dos mujeres). Su familia era de clase media, pero en generaciones anteriores había pertenecido a la clase alta, pues entre sus ancestros se contaban personajes ilustres de la cultura y la política peruana, de tendencia conservadora y civilista.1 En su niñez vivió en Santa Beatriz, un barrio de clase media limeño y luego se mudó a Miraflores, residiendo en el barrio de Santa Cruz, aledaño a la huaca Pucllana. Su educación escolar la recibió en el colegio Champagnat de Miraflores. La muerte de su padre lo afectó mucho y complicó la situación económica de su familia.
Posteriormente, estudió Letras y Derecho en la Pontificia Universidad Católica del Perú, entre los años 1946 y 1952, donde coincidió con Pablo Macera, Alberto Escobar y Luis Felipe Angell "Sofocleto", entre otros jóvenes con intereses intelectuales y artísticos. Inició su carrera como escritor con el cuento La vida gris que publicó en la revista Correo Bolivariano, en 1948. En 1952 ganó una beca de periodismo otorgado por el Instituto de Cultura Hispánica, que le permitió viajar a España.

Viajó en barco a Barcelona y de ahí pasó a Madrid, donde permaneció un año e hizo estudios en la Universidad Complutense de dicha ciudad. También escribió algunos cuentos y artículos.
Al culminarse su beca en 1953, viajó a París para preparar una tesis sobre literatura francesa en la Universidad La Sorbona. Por entonces escribió su primer libro Los gallinazos sin plumas, una colección de cuentos de temática urbana, considerado como uno de sus más logrados escritos narrativos. Pero abandonó los estudios y permaneció en Europa realizando trabajos eventuales, alternando su estancia en Francia con breves temporadas en Alemania y Bélgica. Fue así que entre 1955 y 1956 estuvo en Múnich, donde escribió su primera novela, Crónica de San Gabriel. Regresó a París y luego viajó a Amberes en 1957, donde trabajó en una fábrica de productos fotográficos. En 1958, regresó a Alemania y permaneció un tiempo en Berlín, Hamburgo y Fráncfort del Meno. Durante su estadía europea tuvo que realizar muchos oficios para sobrevivir, como reciclador de periódicos, conserje, cargador de bultos en el metro, vendedor de productos de imprenta, etc.
Regresó a Lima en 1958. Trabajó como profesor en la Universidad Nacional de San Cristóbal de Huamanga, en Ayacucho, a cuya solicitud se dedicó a la creación de un Instituto de Cultura Popular, en 1959. En 1960 publicó su novela Crónica de San Gabriel, que le hizo merecedor del Premio Nacional de Novela de ese año.
En 1961 volvió a París, donde trabajó como periodista durante diez años, en la Agencia France Press. Asimismo, fue agregado cultural en la embajada peruana en París, desempeñando igualmente como consultor cultural y embajador del Perú ante la Unesco.
Se casó con Alida Cordero y tuvieron un único hijo. En 1973 se operó por primera vez de un cáncer pulmonar, provocado por su adicción al cigarrillo, y a raíz de lo cual recibió un largo tratamiento. Inspirado en esta experiencia, escribió un libro titulado "Sólo para fumadores".
En 1983 recibió el Premio Nacional de Literatura, y diez años después, el Nacional de Cultura.
Generoso con sus amigos y con escritores jóvenes, Ribeyro nunca tuvo enemigos y fue siempre muy valorado por sus contemporáneos. Luego de ser confirmado como embajador ante Unesco a finales de los años 1980, tuvo un intercambio verbal muy áspero con su compatriota y amigo Mario Vargas Llosa, a raíz de la discusión desatada en el Perú en torno a la proyectada estatización de la banca del primer gobierno de Alan García, que dividió a la opinión pública del país. Ribeyro criticó a Mario que apoyara a los sectores conservadores de su país, oponiéndose así, según él, a la irrupción de las clases populares. Vargas Llosa no dejó pasar la oportunidad de responderle en sus memorias El pez en el agua (1993), señalándole su falta de coherencia, que lo llevaba a mostrarse servil con cada gobierno de turno solo con el fin subalterno de mantener su cargo diplomático en la Unesco.2 Sin embargo, al margen de este episodio penoso, Vargas Llosa ha alabado incesantemente la obra literaria de Ribeyro, a quien considera como uno de los grandes narradores de habla hispana. La relación entre ambos autores, que compartieron piso en París, fue por lo demás compleja y llena de misterios.3
Sus últimos años los pasó viajando entre Europa y el Perú. En el último año de su vida había decidido radicar definitivamente en su patria. Murió el 4 de diciembre de 1994, días después de obtener el Premio de Literatura Juan Rulfo.
El conjunto de sus cuentos se halla reunido en el libro La palabra del mudo, que fue ampliando a lo largo de su carrera y suma cuatro volúmenes. Entre sus cuentos más célebres figuran "Los gallinazos sin plumas", "Al pie del acantilado", "Alienación", "El doblaje" y "Silvio en el rosedal".
Con sus obras, aparecidas a partir de la década de 1950, el Realismo Urbano llega a su desarrollo pleno en el Perú, y se abre camino para las obras de los autores del boom latinoamericano como Mario Vargas Llosa y Alfredo Bryce Echenique. Ribeyro, sin embargo, prefirió vivir alejado del denominado Boom.
Narrados con un estilo sencillo e irónico, los personajes de sus historias, frecuentemente, pertenecientes a la clase media establecida o la clase baja ascendente, se encuentran ante situaciones de quiebre y fracaso, usualmente ante pequeñas tragedias personales o cotidianas que se articulan con los discursos en constante pugna: el racismo, los rezagos de una Lima colonial anquilosada, la migración campo-ciudad; así como sentimientos personales como la soledad y el fracaso.
Novela. 1960 Crónica de San Gabriel Premio Nacional de Novela del mismo año. 1965 Los geniecillos dominicales Premio de Novela del diario Expreso. 1976 Cambio de guardia.
Teatro.1975 Santiago, el Pajarero Obra de teatro basada en Santiago el Volador, parte de las Tradiciones Peruanas de Ricardo Palma. 1981 Atusparia.
Ensayo. 1975 La caza sutil (Ensayos).1975 Prosas apátridas (Sin clasificación).1989 Dichos de Luder (Sin clasificación). 1992-1995 La tentación del fracaso (Diarios). 1996-1998 Cartas a Juan Antonio (Correspondencia).
Premios. Premio Nacional de Novela (1960). Premio de Novela del Diario Expreso (1963). Premio Nacional de Literatura (1983). Premio Nacional de Cultura (1993). Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo (1994).
Semblanza biográfica: Wikipedia. Texto:ciudadseva.com. Foto:archivo

El cuento del domingo


John Davys Beresford

El misántropo

Después que volví del islote y discutí el caso, empecé a preguntarme si aquel hombre no me habría tomado por tonto. Pero, en lo más profundo de mi conciencia, creo que no. Sin embargo, no puedo resistirme a la influencia de las risas que ha despertado mi relato. Aquí, en tierra firme, todo parece improbable, grotesco, estúpido. Pero en el islote la confesión de ese hombre resultaba absolutamente convincente. El escenario es todo, y quizá yo deba agradecer que las circunstancias que me rodean sean tan favorables a la normalidad. Nadie aprecia más que yo el misterio de la vida; pero cuando ese misterio implica dudar de uno mismo, me resulta más agradable olvidarlo.
Naturalmente, no quiero creer en esa historia. De lo contrario tendría que admitir que soy un ser aborrecible. Y lo peor es que nunca acertaría a saber por qué soy aborrecible. Antes de mi viaje, descartada la explicación trivial de que el hombre estaba loco, habíamos recurrido a las dos alternativas inevitables: el Crimen, el Amor Desengañado. Éramos humanos, éramos románticos, y tratábamos desesperadamente de no ser demasiado vulgares. Ya antes un hombre había intentado lo mismo, y construyó o quiso construir una casa en el peñasco de Gulland; pero antes de que pasaran quince días se vio derrotado, y lo que quedó de su construcción fue sacado de la isla y convertido en una capilla de hojalata. Aún está ahí. Todos fuimos a Trevone, y meditamos en torno a ella, abrigando la vaga esperanza de que alguno de nosotros, sin saberlo, tuviera condiciones de psicometrista. Nada resultó de esa visita, salvo una ligera intensificación de aquellas teorías, que se estaban volviendo un poco rancias.
Comparamos el primitivo fracaso de treinta y cinco años atrás, la frustrada tentativa, con el éxito presente. Porque este nuevo misántropo había vívido en el Gulland todo el invierno, y aún vivía. En realidad, el hecho de su presencia en ese terrible peñasco era aceptado ahora por las gentes del lugar; para ellas, sólo estaba un poco más loco que la remuneradora, reincidente multitud de visitas que este año interrumpían su viaje a Bedruthan con el propósito de pararse en la playa de Trevone y contemplar estúpidamente la choza apenas visible que como una excrecencia de forma cúbica se alzaba en aquel islote giboso y desolado. Y eso lo hacíamos todos; mirábamos, sin un propósito definido, y meditábamos mucho. Poseído por lo que a la sazón me pareció un alocado espíritu de aventura, fui una noche a la eminencia del Cabo Gunver, y vi una luz en la distante cabaña, como una mancha de liquen dorado sobre el parásito del peñasco. En aquella luz creí descubrir cierta apariencia de humanidad; y eso, junto con una secreta simpatía por el ermitaño (¿loco, criminal o amante desdichado?) que había huido del pestilente contacto de la ubicua multitud, fue lo que acabó de decidirme.
Era, en realidad, una noche borrascosa, y yo me quedé hasta que la luz amarilla se extinguió y ya sólo pude ver, de tanto en tanto, a través de las tinieblas, un curvado dosel de espumas cuando el brazo del Faro de Trevone tocaba un rincón desnudo del lóbrego peñasco. No fue difícil arribar a una decisión; pero mientras aguardaba la llegada del buen tiempo que permitiría viajar al bote que llevaba provisiones a la isla, a dos millas de tierra firme, sufrí alternados accesos de vacilación y nerviosidad. Y los soporté solo, porque había resuelto no mencionar mi aventura, hasta que la excursión se hubiera realizado. Pensarían que había salido a pescar. Y la llegada del botero, para anunciarme que el viento y la marea eran favorables aquella mañana, dio a mi excusa la necesaria verosimilitud. Yo lo había prevenido, y sobornado, para que no diera a mis amigos el menor indicio sobre el propósito de mi salida. Mi nerviosidad no disminuyó cuando al acercarnos a la roca vi la silueta de su único habitante esperando nuestra llegada. Me consolé pensando que al ver al inusitado pasajero de nuestra barca se pondría sobre aviso; pero me estremecí interiormente al considerar la necesidad de emplear un saludo convencional si quería al mismo tiempo presentarme y disculparme. Las formas consagradas por el uso civilizado eran irremediablemente incapaces de expresar mi simpatía; lejos de ello, creía yo, serían el síntoma inconfundible de la curiosidad.
Me extrañó que nunca hubiera recibido a otros visitantes entrometidos, como me lo había asegurado el barquero. Mi desasosiego aumentó cuando nos aproximamos a la única abertura entre afiladas rocas que servía de puerto. Tuve la impresión de que el hombre que nos aguardaba me observaba. Y súbitamente me faltó el ánimo. Resolví no molestarlo con mi presencia, permanecer en el bote mientras descargaban la mercadería, y después volver con el barquero a Trevone. Y seguí este plan con tal decisión que cuando atracamos, aparté obstinadamente la vista del hombre a quien venía a ver, y contemplé con solemnidad el abultado lomo de Trevone, que ahora se me aparecía bajo un aspecto enteramente nuevo. La voz del ermitaño me arrancó de una abstracción perfectamente sincera.
Buen tiempo tenemos hoy. -dijo. Y me pareció descubrir en su acento cierta nerviosidad. Recordé que había dirigido la misma observación a los boteros, que ahora transportaban el cargamento a la cabaña. Alcé la cabeza y me encontré con su mirada. Me observaba, en efecto, con extraña concentración, como si estuviera ansioso por captar el menor detalle de mi expresión.
-Muy bueno -asentí-. Pero estos dos últimos días han sido detestables. Se habrá encontrado usted algo desprovisto.
-He tomado mis precauciones. Tengo algunas reservas, ¿comprende? ¿Se aloja allá? -preguntó, señalando la bahía con un movimiento de cabeza.
-Por una semana o dos. -repuse, y empezamos a hablar de los campos aledaños a Harlyn, con el entusiasmo de dos desconocidos que hayan un tópico común en una recepción aburrida.
-¿Nunca ha estado usted en el Gulland? -aventuró él, por fin, cuando ya los barqueros habían descargado sus mercaderías y se disponían, evidentemente, a marcharse.
-No, es la primera vez. -contesté, vacilante, considerando que la invitación debía provenir de él. Pero él dejó la cuestión indecisa:
-Es un condenado lugar, y desde luego no hay nada que ver. No sé si le interesa a usted la pesca.
-Bastante. -repuse con entusiasmo.
-Del otro lado del peñasco -prosiguió-, hay aguas profundas. Cuando el tiempo es favorable, se pescan unos róbalos espléndidos. -Hizo una pausa antes de añadir-: Esta tarde será magnífica para pescar.
-Quizá podría volver… -murmuré, pero el botero me interrumpió.
-Si quiere volver, tendrá que ser mañana -advirtió-. Sólo hay marea favorable cada doce horas.
-Bueno, si quiere usted quedarse… -ofreció el ermitaño.
-¡Gracias! -repuse-. Es usted muy amable. Me quedaré, encantado.
Y me quedé, dejando claramente establecido que la barca vendría a buscarme a la mañana siguiente. A primera vista, no había nada excesivamente extraño en el hombre del Gulland. Me dijo que se llamaba William Copley, mas al parecer no estaba emparentado con los Copley que yo conocía. Afeitado, habría parecido un inglés enteramente vulgar pasando sus vacaciones en un lugar agreste. Calculé que su edad oscilaba entre los treinta y los cuarenta años. Sólo dos cosas me parecieron un poco extrañas durante aquella tarde que pasamos dedicados a pescar. La primera, su intensa mirada indagadora, que parecía sondearlo a uno hasta lo más profundo. La segunda, una inexplicable devoción por un ritual muy singular. A medida que crecía nuestra intimidad, iba dejando de lado la cortesía formal que le imponía su calidad de anfitrión; pero siempre insistía en un detalle que en un comienzo supuse no era más que la convencional ceremonia de dejar paso a su huésped. Nada podía inducirle a adelantárseme. Marchó detrás de mí incluso cuando me llevó a conocer los pequeños recovecos de su isla (el único metro cuadrado enteramente plano en toda la extensión de la misma era el piso de la choza). Pero después observé que aquella peculiaridad iba aún más lejos, y que ni por un solo instante quería volverme la espalda.
Ese descubrimiento me intrigó. Yo excluía aún la explicación de la locura. Los modales y la conversación de Copley eran normales. Pero recaí en aquellas dos sugerencias que ya se habían formulado, y las perfeccioné. Imposible evitar la inferencia de que este hombre, de algún modo, me temía; mas no acertaba a decidir si era un fugitivo de la justicia, o de la venganza; quizá de una vendetta. Ambas teorías parecían explicar su mirada inquisitiva. Deduje que su deseo de sentirse acompañado se había vuelto tan fuerte, que había resuelto afrontar el riesgo de que yo fuera un emisario enviado por alguna persona exquisitamente romántica (a mi modo de ver) que deseaba la muerte de Copley.
Recordé algunas de las fantasías de los novelistas y me deleité con ellas. Me pregunté si podría hacer hablar a Copley convenciéndolo de mi inocencia. ¡Cómo me estremeció esta perspectiva! Pero la explicación vino sin esfuerzo de mi parte. Me envió fuera de la cabaña mientras preparaba la cena, una cena excelente, dicho sea de paso. En seguida comprendí sus motivos: no podía arreglárselas para cocinar y poner la mesa sin darme la espalda. Una cosa, sin embargo, me intrigó un poco: tan pronto como salí, bajó la cortina de la pequeña ventana cuadrada. Naturalmente, yo no puse reparos. Bajé al borde del mar y esperé hasta que me llamó. Permaneció en la puerta de la choza hasta que llegué a unos pocos pies de distancia; después retrocedió y tomó asiento de espaldas a la pared. Mientras cenábamos hablamos de la pesca de la tarde, pero cuando encendimos la pipa, acabada la cena, dijo de pronto:
-No veo por qué no he de decírselo. -Como un necio, aprobé ansiosamente. Me habría sido tan fácil disuadirlo. -Empezó cuando yo era niño -dijo-. Mi madre me encontró llorando en el jardín. Y yo sólo pude decirle que Claude, mi hermano mayor, tenía un aspecto horrible. Durante varios días, en efecto, verlo me resultó intolerable. Pero como yo era un niño perfectamente normal, esta pequeña manía no inquietó demasiado a mis padres. Creyeron que Claude me había hecho una mueca y me había asustado. Pero al fin mi padre me dio una tunda. Esa paliza debió servirme de advertencia. Sea como fuere, hasta que tuve casi diecisiete años no volví a mencionar a nadie mi peculiaridad. Estaba avergonzado de ella, desde luego. Y en cierto modo, aún lo estoy.
Se interrumpió, bajando la vista; apartó el plato y cruzó los brazos sobre la mesa. Yo desfallecía, por preguntarle algo, pero temía interrumpirlo. Después de vacilar un instante, levantó la cabeza y clavó en la mía su mirada, pero desprovista ya de aquella expresión inquisitiva. Más bien parecía buscar comprensión.
-Se lo dije al rector de mi escuela -prosiguió-. Era un hombre excelente, y se mostró muy comprensivo; tomó en serio todo lo que le conté y me aconsejó que consultara a un oculista. Fui en las vacaciones con mi padre (ahora le había dado una explicación más razonable de mi problema). Me llevó al mejor oculista de Londres. El oculista demostró un interés enorme, y ello prueba que debe haber algo de cierto en todo esto. No puede ser simple imaginación, porque realmente me encontró un defecto en la vista;  algo enteramente nuevo, según él. Una nueva forma de astigmatismo; pero, desde luego, me indicó que ninguna clase de lentes podría serme útil.
-Pero, ¿cómo? -interrumpí, incapaz ya de contener mi curiosidad. Copley vaciló y bajó los ojos.
-El astigmatismo, como usted sabe -dijo-, es un defecto visual (repito la definición del diccionario; la sé de memoria, y a menudo vuelvo a pensar en ella, azorado) que hace que las imágenes de los ejes que poseen cierta dirección se vean borrosamente, mientras que las de ejes perpendiculares a los anteriores se ven con nitidez. En mi caso, ocurre que mi vista es perfectamente normal salvo cuando miro a alguien por encima del hombro.
Alzó la cabeza, con expresión casi patética. Advertí su esperanza de que yo comprendiera sin nuevas explicaciones. Pero no pude ocultar mi desconcierto. ¿Qué relación existía entre ese insignificante defecto visual y la reclusión de Copley en la roca de Gulland? Expresé mi perplejidad con un fruncimiento de cejas.
-Pero, no comprendo… -dije. Él vació su pipa y empezó a raspar el hornillo con su cortaplumas.
-Mi astigmatismo es también moral -dijo-. O por lo menos, me da cierta clase de penetración moral. Me parece inevitable darle ese nombre. En algunos casos he demostrado… -Bajó la voz. Al parecer, estaba absorto en la operación de limpiar su pipa, que miraba fijamente- Normalmente, ¿comprende usted?, cuando miro a las personas frente a frente, las veo como todos los demás. Pero cuando las miro por encima del hombro… ¡oh! Entonces veo todos sus vicios y defectos. Sus rostros permanecen en cierto sentido iguales, es decir, perfectamente reconocibles, pero deformados, bestiales. Ahí tiene, por ejemplo, el caso de mi hermano Claude. Era un muchacho de agradable aspecto. Pero cuando yo lo miré de esa manera, tenía una nariz como un loro, parecía al mismo tiempo débil y voraz y vicioso. -Se interrumpió, estremeciéndose levemente, y después prosiguió-: Ahora sabemos que era así. Acaba de cometer un desfalco en la Bolsa. Una vulgar estafa. Después fue Denison, el rector de mi escuela. Un hombre tan decente, en apariencia. Nunca lo mire de ese modo hasta que terminó mi último año de estudios. Yo me había acostumbrado, con más o menos dificultad, a no mirar nunca por encima del hombro, ¿comprende usted? Pero a menudo caía en la trampa. Y este fue, uno de esos casos. Yo integraba el equipo de fútbol de la escuela, que aquel día jugaba contra Old Boys. En el momento de entrar en la cancha, Denison me gritó: ¡Buena suerte, muchacho! y yo me olvide y lo mire por encima del hombro…
Yo aguardaba, suspenso, y al advertir que no seguía, lo apremie:
-¿Él también era… así?
Copley asintió.
-Era débil, pobre diablo. No había nada de malo en sus ojos, pero estaban en pugna con su boca; no sé si usted me entiende. Cuatro años más tarde se habría producido un terrible escándalo en la escuela si no hubieran echado tierra a cierto asunto. Denison se vio obligado a salir del país. Después, si quiere usted más ejemplos, estaba el oculista. Un hombre atlético, espléndido. Desde luego, me pidió que lo mirara por encima del hombro, para ponerme a prueba. Me preguntó que veía; yo se lo dije, con bastante aproximación. Por un instante se puso pálido. Era un sensual, ¿comprende usted? Y cuando yo lo miré de ese modo, me pareció un viejo cerdo sucio. El verdadero golpe de gracia -prosiguió después de un intervalo- fue la ruptura de mi compromiso con Helen. Estábamos enamorados, y yo le conté mi problema. Se mostró comprensiva, y también, creo, algo sentimental. Creía que yo era víctima de un hechizo. En todo caso, según su teoría, si yo alguna vez llegaba a ver, mirando de ese modo, a alguien verdaderamente sano y normal, terminarían mis tribulaciones… se rompería el hechizo. Y naturalmente ella quería ser ese alguien. No resistí demasiado a sus ruegos. Supongo que la quería. De todas maneras, yo pensaba que ella era la perfección y que sería imposible encontrarle defectos. Cedí, pues, y la miré de ese modo…
Su voz tenía ahora una monótona entonación de abatimiento, como si el relato de la tragedia final de su vida le hubiera traído la indiferencia de la desesperación.
-La miré -prosiguió- y vi una criatura sin mentón, con ojos perrunos y aguachentos. Una muchacha fiel y pegajosa… ¡uff! No puedo… Nunca volví a hablarle. Eso me derrumbó, ¿sabe usted? Después, ya cesó de importarme. Empecé a mirar a todo el mundo de esa manera, hasta que sentí la necesidad de alejarme de los seres humanos. Estaba viviendo en un mundo de bestias. Los fuertes eran viciosos y criminales; y los débiles eran detestables. No podía soportarlo. Al fin, tuve que venir aquí para apartarme de todos. En aquel momento se me ocurrió una idea.
-¿Alguna vez se ha mirado al espejo? -le pregunté.
Asintió.
-No soy mejor que los demás -dijo-. Por eso me he dejado crecer esta sucia barba. Aquí no tengo espejo.
-¿Y no puede usted caminar entre los hombres con el cuello rígido, por así decirlo, mirándolos de frente?
-La tentación es demasiado fuerte -dijo Copley-. Y crece cada vez más. Supongo que en parte obedece a simple curiosidad; pero, en parte, a la momentánea sensación de superioridad que uno experimenta. Cuando los ve de esa manera, olvida cómo es usted por dentro. Pero al cabo de un tiempo se siente asqueado.
-Y usted… -dije y vacilé. Quería saber, pero me dominaba un miedo terrible-. Usted… -empecé nuevamente- ¿aún no me ha mirado a mí de esa manera?
-Aún no -dijo.
-¿Cree usted que… ?
-Probablemente. No lo parece, desde luego. Pero los otros tampoco.
-¿No tiene la menor idea de cómo me vería, si me mirase así?
-En absoluto. He tratado de adivinarlo, pero no puedo.
-¿Quiere usted… ?
-Ahora no -respondió ásperamente-. Cuando esté a punto de irse, quizá.
-¿Está usted seguro, entonces…?
Asintió, con atroz seguridad. Me fui a dormir, pensando si la teoría de Helen no sería cierta, y si acaso yo no podría deshacer el hechizo del infortunado Copley. A la mañana siguiente, poco después de las once, vinieron a buscarme los boteros.
Yo había dominado en parte el sentimiento de supersticioso terror que me asaltara, y no había repetido mi ruego; él, por su parte, tampoco se había ofrecido a indagar en los rincones tenebrosos de mi alma. Me acompañó hasta el embarcadero y me estrechó la mano cordialmente, pero no me dijo que volviera a visitarlo. Y luego, en el preciso instante en que la barca se ponía en movimiento, se volvió hacia la cabaña y me miró por sobre el hombro. Fue sólo una mirada, muy rápida.
-Un momento -ordené a los barqueros, e incorporándome lo llamé: -¡Eh, Copley! -grité. Él se volvió para mirarme de frente, y advertí que su cara estaba transfigurada. Tenía una expresión de estúpido asco y repugnancia, semejante a la que yo había visto, cierta vez, en la cara de un niño idiota acometido de náuseas. Me dejé caer en el bote y le volví la espalda. Entonces me pregunté si era así como él mismo se había visto en el espejo. Mas a partir de entonces sólo me he preguntado qué vio él en mí. Y jamás podré volver para preguntárselo.

John Davis Beresford.1873-1947 fue uno de los grandes escritores de la literatura fantástica inglesa. Sus inicios lo tuvieron como protagonista de la ciencia ficción, aunque de hecho lo mejor de su obra puede observarse en el relato corto de terror y en sus novelas.
Reseña biográfica: elespejogotico.blogspot.com. Texto:El cuento del día.