El cuento del domingo



Guillermo Samperio

Sencilla mujer de mediodía

Esta sencilla mujer de mediodía, además de largos pasadores naranja en su cabello, tiene el extraño nombre de Violeta. Se puede encontrar a Violeta entre paredes caseras, saliendo de alguna puerta color tabaco, detrás de sus ojos azules y un vestido amarillo suelto, con ese vuelo discreto que le ofrecerá al inocente viento de abril. Pero su ámbito originario son las calles arboladas bajo un sol oriente que calienta y hace oblicuas las sombras de la mañana. Y Violeta transita hacia la lejana frescura de telas blancas, cruzando su paso con los sinceros lilas y morados de la bugambilia y las hirsutas cabelleras en flor de la jacaranda. Se dice Violeta, eucalipto, azalea y trueno y es hablar de un mismo espacio que lanza al cielo silenciosas voces de tonalidades diversas, sencillas y jocosas. Violeta entra naturalmente en sus pasos, su cuerpo se mueve como el imperceptible crecimiento de las plantas de sombra que un día nos sorprenden con su presencia de fuego, ni mustio ni pretencioso. La misma luminosidad azarosa surge en las mejillas de Violeta; en ella está también el principio que explica las flamas que se posan en las grandes ramas cuando el viento se ha ido. El pelo ámbar a la altura de la barbilla y recogido apenas a los lados se balancea con la misma modulada cadencia del vuelo de su vestido. Forman una simetría contrapendular, ordenada por el ir pausado de Violeta y el asimétrico vaivén de sus brazos, cuyos ambarinos vellos a veces brillan en la temperatura cálida que baja a la tierra y se levanta de las banquetas. La mujer camina hacia la exactitud porque sus largas piernas avanzan por un camino de certezas, apenas demorándose para que ella mire una enredadera esponja, o para dar paso a los automóviles que cruzan su viaje solitario por la avenida arbolada. Reinicia su andar entonces apoyándose segura en los zapatos color dorado mate, de punta redondeada y tacón a media altura, felices y discretos. Ellos sugieren las relaciones de la mujer con el sol, ese noble pariente que la acompañará a lo largo de la primavera y el verano, ofreciéndole sugerentes consejos de luz y sombra, de tibiezas y ardores, de flores sutiles e insectos galantes. Espíritu del sol calzando sus pies, puntas de llamas en el vestido y el cabello, detalles de fuego rojo en sus labios, amplia habitación del sol en su mirada, Violeta mueve las líneas de sus pantorrillas, libres bajo la tela volante que termina donde principian los muslos. Su piel ha ido cobrando la tonalidad ligeramente sepia de algunos crepúsculos de mayo que maduran hacia los amaneceres siena de junio y julio. Mientras tanto, la mujer va cubierta con ese sepia musitado, camino a la blancura y la tibieza. Elige una calle empedrada e introduce la lumbre de su cuerpo y su vestir entre una vegetación un poco más apretada, entre edificaciones antiguas que han guardado en sus piedras el paso de centenares de abriles, y sus altos muros han permitido que las trepadoras depositen lo verde y broten de ellas minúsculos peces blancos, azules, colorados. Se podría afirmar sin duda que la mujer se ha desprendido de ese ambiente y ha vivido siempre bajo esos eucaliptos y colorines que nunca alcanzarán los brazos extendidos del sol. Por este vericueto estrecho de antaño los olores entran en desnuda plática, revuelan lentos y se meten al cabello de Violeta, se estrechan a su rostro y se introducen bajo el escote oval; las palabras aromáticas le platican historias de mujeres tan hermosas como ella que han transitado la misma leyenda. Violeta, sin proponérselo, responde con el lenguaje del aroma de su cuerpo y devuelve frases táctiles que se mezclan con los olores eternos de ese mediodía. En el momento en que la mujer da vuelta en un callejón todavía más apretado, su ausencia resulta evidente en el camino que abandonó. Pero la nueva calleja se abrillanta y ahora es difícil distinguir entre la luz de la vegetación y la de Violeta, pues se reconocen, comprenden y confunden. Mencionar lumbre, abril, pirul, sitio del sol es decir que Violeta avanza sobre los bordes del ardor permitiendo que la noble humedad de los muros roce sus labios apenas gruesos. Esa caricia desciende a sus hombros que van al aire y de allí a los brazos y a sus senos frutales, a la cintura y a la cadera, hasta detenerse sobre sus piernas. Violeta lo agradece porque la humedad representa el mensaje mustio de la penumbra consentida, de los giros primeros de la ternura, de esa otra vegetación donde también existe una plática de aromas, colores, formas. La mujer cambia el ritmo y se pone ágil, semejante a gloria que echa a volar sus menudas flores. Así son sus movimientos, decididos, irreversibles, semejantes al cambio de invierno en primavera. Y Violeta lo comprende en el palpitar de sus flexibles músculos, como se entienden entre sí la música y una mujer que duerme, el ciervo y la encina, el carbón encendido y el incienso. Llega al fondo de la calleja y se detiene ante una puerta pequeña de cedro; toca ligero, la puerta después se abre de manera automática y Violeta entra cerrando tras de sí. En una débil sombra, aparece una escalera de color tabaco rubio, sube con plenitud produciendo percusivos ecos que la acompañan. Llega a una estancia donde hay muebles bajos de pino, objetos de límpido cristal, espigas de trigo multicolores explotando en lugares discretos, cojines de floreadas telas hindúes, viejas figurillas de bronce y latón, ceniceros de vidrio azul; todo ello sobre una alfombra blanca con manchones canela semejante a la pelambre de las cabras. La pieza es apacible y la mujer levanta los brazos, gira lentamente sobre sí misma danzando para el silencio y se detiene poniendo sus brazos sobre los muslos. Se despoja los zapatos, sus pies reciben la caricia de la alfombra; da vuelta alrededor de la mesita de centro gozando las pisadas. Ahora se encuentra detenida frente a una puerta entornada que da a otra habitación, se acerca y percibe una penumbra más densa, cadenciosamente la penetra. Ante la frescura de un lecho verde limón, el cuerpo y el vestir de Violeta son el fuego: los pasadores, su cabellera, el rostro, sus hombros, los vellos de sus brazos, el vestido, sus piernas, los pies descalzos. La sencilla mujer de mediodía se decide y deja totalmente libre su pelo y lo agita con lentitud produciendo brillos en la sombra. Se aproxima a la cama, lleva sus manos al lienzo, lo acaricia largamente: luego lo retira dejando descubiertas las sábanas. Mientras Violeta se despoja las llamas que la cubren y un fuego mayor ilumina la recámara, Abril entra a la pieza desnudo. Se tienden sobre las telas blancas, en la exactitud de la penumbra consentida, entre las complicidades del silencio, y empieza otra plática de aromas, colores, formas, juegos de luz y sombra, flores sutiles e insectos galantes, donde sobrevendrán nuevas humedades.

Guillermo Samperio (Ciudad de México, 22 de octubre de 1948) es un escritor mexicano, ha publicado más de veinticinco libros en su carrera entre los cuales destacan cuento, novela, ensayo, literatura infantil, poesía y crónica. Desde hace más de veinte años ha impartido talleres literarios en México y el extranjero. Ha sido incluido en múltiples antologías del país y del extranjero, ha sido traducido a varias lenguas, compartiendo antologías con Julio Cortázar, Jorge Luis Borges, Guillermo Cabrera Infante, Miguel Ángel Asturias, Álvaro Mutis, Gabriel García Márquez, Cristina Peri Rossi, Carlos Drummond de Andrade, Eduardo Galeano, Antonio Skármeta, Luisa Valenzuela, entre otros escritores de alto nivel. En la actualidad después de Julio Torri, Ramón Gómez de la Serna y Juan José Arreola, es considerado el mejor cuentista mexicano vivo y reactivador de la microficción.

Es hijo de William Samperio Ruíz, músico y miembro del Trío Tamaulipeco de los Hnos. Samperio, además de director de la disqueras Orfeón y Dimsa. Desde niño tuvo contacto artístico por influencia de su padre, pues en casa se escuchó música popular y de distintos lugares del mundo. Cerca de su casa vivía su Tío Luis Burgos, barítono y pintor, y fue quien que lo acercó a las bellas artes como la ópera, la pintura y por supuesto la literatura.

En 1969 se incorporó a los talleres creados por Juan José Arreola en el Casco de Santo Tomás del IPN; impartido por Andrés González Pagés. Durante 3 o 4 años escribió una veintena de pequeñas historias y se retiró del taller llamado por la política de izquierda, casi abandonando la literatura. Un año después, el Mtro. Pagés lo llamó para pedirle textos para un libro, el cual sería publicado por el IPN. Era finales del 73' cuando Samperio vio una convocatoria para becas INBA-Fonapas y, como se tardaban en publicar el libro que se llamaría Cuando el tacto toma la palabra, su primera obra, escogió sus mejores textos y los mandó para la beca, la cual ganó, el maestro sería Augusto Monterroso.

En 1976 ganó el primer lugar del Concurso Museo del Chopo con el cuento "Bodegón" al convertirse tal museo de Historial Natural en Centro Cultural de la UNAM, en el mismo año. Un año después se llevó Premio Casa de las Américas, en la rama de Cuento, con el libro Miedo ambiente; sólo dos mexicanos habían ganado este premio Jorge Ibargüengoitia y Emilio Carballido. Años más tarde, en 1985, ganó el Premio Nacional de Periodismo Literario al Mejor Libro de Cuentos (Literatura), Comitán de Domínguez, Chiapas, 1988, con el Libro Cuaderno imaginario (Editorial Diana, 1991); además de que ha sido miembro del Sistema Nacional de Creadores del FONCA en 1994-2000 y 2007-2010 y Premio Instituto Cervantes de París dentro del Concurso Juan Rulfo 2000 de Francia, con el cuento "¿Mentirme?".

Recibió un Homenaje Nacional en el Palacio de Bellas Artes por sus 25 años de escritor con el apoyo del IPN, CONACULTA, INBA, UNAM, y con la participación de Silvia Molina, Francisca Noguerol (España), José Agustín, Hernán Lara Zavala e Ignacio Solares en 1999. Así como la Celebración 40 y 20 en el Palacio Nacional de Bellas Artes a iniciativa de editoriales y escritores con la presencia de Ana Clavel, Hernán Lara Zavala, Silvia Molina y Víctor Roura en octubre del 2008.

Sigue impartiendo talleres a lo largo y ancho de la República mexicana y continuamente es invitado para participar en libros recopilatorios y antologías en su país y en el extranjero. Primer lugar del Concurso Museo del Chopo con el cuento "Bodegón" al convertirse tal museo de Historial Natural en Centro Cultural de la UNAM, 1976. Premio Casa de las Américas 1977, en la rama de Cuento, con el libro Miedo ambiente: Jurado: Luis Britto García, Aída Cartegena, César Leante, Pedro Orgambide y Carlos Droguett. Medalla a las Artes por los países del Este, recibida en Praga, 1985. Premio Nacional de Periodismo Literario al Mejor Libro de Cuentos (Literatura), Comitán de Domínguez, Chiapas, 1988, con el Libro Cuaderno imaginario (Editorial Diana, 1991): Jurado: Carmen Boullosa, Beatriz Espejo y Eraclio Zepeda. Miembro de la Comisión Binacional en el Fideicomiso para la Cultura México / USA, los años 1993/1994. Miembro del Sistema Nacional de Creadores del FONCA: 1993-1996, 1997-2000, 2007-2010 y 2010-2013. Homenaje Nacional en el Palacio de Bellas Artes por sus 25 años de escritor con el apoyo del IPN, CONACULTA, INBA, UNAM, y con la participación de Silvia Molina, Francisca Noguerol (España), José Agustín, Hernán Lara Zavala e Ignacio Solares, 1999. Premio Instituto Cervantes de París dentro del Concurso Juan Rulfo 2000 de Francia, con el cuento "¿Mentirme?" Miembro de la Organización Internacional de Microficción fundada en la Universidad de Salamanca, España, 2002. Celebración 40 y 20 en el Palacio Nacional de Bellas Artes a iniciativa de editoriales y escritores, 2008. Mención especial por la Universidad de Salamanca, España, junto con el poeta español José Ángel Valente (qedp) y el Premio Nobel José Saramago (qedp). Premio Letterario Nazionale di Calabria e Basilicata 2010 al mejor libro de un autor extranjero por su obra La Gioconda en bicicletta, publicado en Italia por Aljon Editrice. Ha sido gratamente homenajeado en vida con la inauguración de dos bibliotecas que llevan el nombre de "Guillermo Samperio" ubicadas en:

-Centro Cultural La Veranda, Nacional de Enseñanza Técnica No.9, Col. El Cerrito, Tepeji del Río, Hgo. CP.42850 Cel. 773-114-66-01. Junio del 2009. -Escuela Preparatoria Oficial N° 31, Av. Preparatoria s/n, Bo. Xahanuento, Tultepec, Estado de México, C.P. 54976, Tel/Fax 58922505. Clave estatal: 0007TUEPUD0031, C.C.T.: ISEBH0090X. Mayo del 2011.En febrero de 2012 el ahora Dr. Rafael Pontes Velasco, presentó la Tesis Doctoral titulada "La Puerta de la Cárcel está Abierta. La Poética de Guillermo Samperio", siendo sus directores la Dra. Francisca Noguerol Jiménez y el Dr. Juan Antonio García Iglesias en la Universidad de Salamanca, España; obteniendo al mismo tiempo el Doctorado Europeo. Tesis que está incorporada por el momento en el Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA) y en la Universidad de Los Ángeles (UCLA).

Cuentos: Cuando el tacto toma la palabra, IPN, México, 1974. Fuera del ring, INBA, México, 1975. Miedo ambiente, Casa de las Américas, Cuba, 1977 / Ediciones Corunda, México, 1994. Lenin en el futbol, cuentos, Grijalbo, México, 1977/Alfaguara,México, 2004. Cualquier día sábado, INBA / Editorial Nueva Imagen, México, 1974/1994. Gente de la Ciudad, FCE, cuentos, 1985/1993/1997. Cuaderno imaginario, Editorial Diana, México, 1989. El fantasma de la jerga, Col. Biblioteca del ISSSTE, México, 1999. La Gioconda en bicicleta, cuentos, Océano-México, 2001. Ellas habitaban un cuento, Aldus–CONACULTA, Colección La Centena, México, 2001. La mujer de la gabardina roja y otras mujeres, Páginas de Espuma, Madrid, 2002. La brevedad es una catarina anaranjada, Lectorum, México, 2004. Cuentos reunidos, Alfaguara, México, 2007.Molina, Silvia (2006). «Guillermo Samperio, un rostro literario». Revista de la Universidad de Méxcio. La guerra oculta, Lectorum, México, 2008. Sueños de escarabajo, FCE, México, 2011

Novelas: Anteojos para la abstracción, novela; doce dibujos de Fernando Leal Audirac; Editorial Cal y Arena, 1994. Ventriloquía inalámbrica, novela; imágenes fotográficas de Lázaro Blanco; Editorial Océano-México, 1996-1997/Editorial Berenice, España, 2007. Emiliano Zapata, un soñador con bigotes, Alfaguara Infantil, México 2004. Juárez, El héroe de papel, biografía novelada, Ediciones B, México, 2010. Miguel Hidalgo y Costilla, aventurero astuto de corazón grande, biografía novelada, Ediciones B, México, 2010. Morelos, adicto de la nación, biografía novelada, Ediciones B, México, 2010. Marcos, el enmascarado de estambre, (biografía no autorizada y novelada), Editorial Lectorum, México, 2011. Almazán, El Único General Revolucionario, biografía novelada del General Juan Andreu Almazán, Editorial Lectorum México, 2011.

Semblanza biográfica:Wikipedia. Texto y foto: El cuento del día.

Para entrar al Jardín


Juan José Arreola
Tome en sus brazos a la mujer amada y extiéndala con un rodillo sobre la cama, después de amasarla perfectamente con besos y caricias. No deje parte alguna sin humedecer, palpar ni olfatear. Colóquela en decúbito prono (ventral), para que no pueda meter las manos y arañarlo. Incorpórese con ella cuando este a punto de caramelo, cuidando de no empalagarse. En el momento supremo, apriétele el pescuezo con las dos manos y toda la energía restante.
Para facilitar la operación se recomienda embestir de frente sobre la nuca para que no pueda oírse un monosílabo. Suéltela y sepárese de ella cuando el corazón haya dejado de latir y no haya feas sospechas de necrofilia. Colóquela ahora en decúbito supino (dorsal) y compruebe el reflejo de pupila. Por las dudas, auscúltela con el estetoscopio que habrá pedido prestado a su vecino, el estudiante de medicina. Ciérrele los ojos, sáquela de la cama y déjela enfriar, arrastrándola hasta el cuarto de baño. Si tiene a mano un espejo, póngaselo sobre la cara y no la vea más.
Previamente habrá usted diluido en agua tres partes iguales de arena, grava (confitillo) y cemento rápido, de preferencia blanco, dentro de un recipiente apropiado, batiendo el todo hasta que forme una pasta espesa y homogénea. Si es preciso, pida el consejo de un albañil experimentado. Tome un molde rectangular de esos que pueden adquirirse fácilmente en el barrio, o improvise usted mismo una adobera con tablas de pino sin cepillar, por que resulta mas barato. Sea precavido y deje un margen de diez centímetros de cada lado para que ella pueda caber holgadamente. Usted sabe las medidas de memoria: tanto mas cuanto de pies a cabeza, tanto menos cuanto de busto, cintura y caderas. No hace falta la tapa.
Acuérdese de los vendajes, por que ahora va usted a momificarla sin embalsamamiento previo. Use la banda ortopédica enyesada de cinco centímetros de ancho y conforme a las instrucciones que vienen en el paquete humedézcala y empiece por la punta de los pies siguiendo el método de la dieciochava o más bien decimo-octava dinastía faraónica, procurando que el conjunto quede lo mas apretado posible: la crisálida en su capullo eterno que ya no podrá volar más que en su memoria, si usted puede permitirse ese lujo. Cuando el yeso este completamente seco, lije toda la superficie hasta que casi desaparezcan los bordes superpuestos de las bandas. Dele una mano gruesa de sellador instantáneo, con brocha de dos pulgadas, común y corriente. Después aplique con pistola de aire, o en su defecto, con brocha de pelo de marta, varias manos de laca epóxica, que es dura como el cristal. una vez que ha secado, gracias a sus componentes, en cosa de dos minutos, cerciórese de que no quede poro alguno al descubierto, de tela ni yeso. El todo debe constituir una capsula perfectamente hermética, donde no puedan entrar ni la humedad ni las sales del cemento.
Llene ahora el molde hasta una tercera parte de su altura, más o menos, y póngase a reposar un rato para que la masa repose también. Medite entonces si puede acerca de lo largo del amor y lo corto del olvido o viceversa. Cuando ella, usted y la pasta hayan adquirido la suficiente firmeza, coloque el cuerpo dentro del molde con la mayor exactitud. Una vez calculada la resistencia de los materiales empleados, vierta sobre ella el resto del concreto fresco, después de agitarlo muy bien.
(Aquí se recomienda arrodillarse y modular una canción de cuna con tremolo bajo y profundo, o el salmo penitencial que mas sea de su agrado.)
Si es posible, hay que utilizar un vibrador eléctrico. Si no, plana y cuchara. Antes de que ella desaparezca para siempre, usted puede, naturalmente, darle el último adiós. Sobre todo para comprobar que sus labios y sus ojos ya no le dicen nada, debidamente vendados y amordazados como están.
Cuando el molde este a punto de desbordarse, déjelo a la intemperie y váyase a dormir bien abrigado por que tendrá que madrugar.
Al día siguiente y antes de salir el sol, cave una fosa al ras del suelo a la entrada del jardín, justamente en el umbral, y ponga en ella el lingote de cemento, sirviéndose para el traslado solitario de plataforma, cuerdas y rodillos. Con piedritas de rio o teselas de mosaico italiano, puede hacerse una verdadera obra de arte, según el gusto de cada quien: la palabra welcome es la más aconsejable, siempre que este rodeada de flores y palomas alusivas, para que todos la entiendan y la pisen al pasar.
Precaución: procure, en la medida de lo posible, que la policía no ponga los pies sobre esta lapida amorosa hasta que la superficie este completamente seca. Y si lo interrogan, diga la verdad: Ella se fue de la casa en traje sastre, color beige y zapatos cafés. Llevaba una cara de pocos amigos y aretes de brillantes...

El cuento del domingo


Yukio Mishima

Patriotismo

I

El veintiocho de febrero de 1936, al tercer día del incidente del 26 de febrero, el teniente Shinji Takeyama, del batallón de transportes, profundamente perturbado al saber que sus colegas más cercanos estaban en connivencia con los amotinados, e indignado ante la inminente perspectiva del ataque de las tropas imperiales contra tropas imperiales, tomó su espada de oficial y ceremoniosamente se vació las entrañas en la habitación de ocho tatami de su residencia privada en la sexta manzana de Aoba-cho, en el distrito Yotsuya. Su esposa, Reiko, lo siguió clavándose un puñal hasta morir.

La nota de despedida del teniente consistía en una sola frase: "¡Vivan las Fuerzas Imperiales!" La de su esposa, luego de implorar el perdón de sus padres por precederlos en el camino a la tumba, concluía: "Ha llegado el día para la mujer de un soldado". Los últimos momentos de esta heroica y abnegada pareja hubieran hecho llorar a los dioses. Es menester destacar que la edad del teniente era de treinta y un años; la de su esposa, veintitrés.

Hacía sólo dieciocho meses que se habían casado.

II

Los que contemplaron el retrato conmemorativo del novio y de la novia no dejaron de admirar, quizás tanto como quienes habían asistido a la boda, el elegante porte de la pareja.

El teniente, de pie junto a su esposa, estaba majestuoso en su uniforme militar. Su mano derecha descansaba sobre el puño de la espada y con la izquierda sostenía la gorra de oficial. Su expresión severa traducía claramente la integridad de su juventud.

En cuanto a la belleza de la novia, envuelta en sus blancas vestiduras, sería difícil encontrar las palabras adecuadas para describirla. Había sensualidad y refinamiento en sus ojos, en las finas cejas y en los labios llenos. Una mano, tímidamente asomada a la manga del vestido, sostenía un abanico, y las puntas de los dedos, agrupados delicadamente, eran como el capullo de una flor de luna.

Luego de consumado el suicidio, muchos tomaron la fotografía y se entregaron a tristes reflexiones acerca de las maldiciones que suelen recaer sobre las uniones sin tacha. Quizás fuera sólo efecto de la imaginación, pero, al observar el retrato, parecía casi que los dos jóvenes, ante el biombo dorado, contemplaran, con absoluta claridad, la muerte que los aguardaba.

Gracias a los buenos oficios de su mediador, el teniente general Ozeki, habían podido instalarse en su nuevo hogar de Aoba-cho, en Yotsuya. En realidad aquel nuevo hogar no era sino una vieja casona alquilada, de tres dormitorios y con un pequeño jardín detrás. Utilizaban la habitación del piso superior, de ocho tatami, como dormitorio y habitación de huésped, pues el resto de la casa no recibía la luz del sol.

No tenían sirvientes y Reiko cuidaba del hogar en ausencia de su marido.

El viaje de boda quedó postergado por coincidir con una época de emergencia nacional. El teniente y su esposa pasaron la primera noche de casados en la vieja casa. Muy tieso, sentado sobre el piso y con su espada frente a él, Shinji había hecho escuchar a su esposa un discurso de corte militar antes de llevarla al lecho nupcial. Una mujer que contraía matrimonio con un soldado debía saber y aceptar sin vacilaciones el hecho de que la muerte de su marido podría llegar en cualquier momento. Quizás al día siguiente. No importaba cuándo. ¿Estaba ella conforme con aceptarlo? Reiko se puso de pie y, abriendo la vitrina, tomó de ella su más preciado bien, un puñal regalado por su madre. Se comprendieron perfectamente sin necesidad de palabras y el teniente no puso nunca más a prueba la resolución de su mujer.

Durante los primeros meses que siguieron a la boda, la belleza de Reiko se hizo cada día más radiante. Brillaba, serena, como la luna después de la lluvia.

Como ambos estaban dotados de cuerpos sanos y vigorosos, su relación era apasionada y no se limitaba a las horas de la noche. En más de una ocasión, al volver a su hogar directamente del campo de maniobras, y aún con el uniforme salpicado de barro, el teniente había poseído a su mujer en el suelo, apenas abierta la puerta de la casa. Reiko le correspondía con el mismo ardor. En aproximadamente un mes, contando con la noche de bodas, Reiko conoció la absoluta felicidad, y el teniente, al comprobarlo, se sintió también muy feliz.

El cuerpo de Reiko era blanco y puro, y de sus pechos turgentes emanaba un rechazo firme y casto que, cuando gozaba, se mudaba en la mas íntima y acogedora tibieza. Aun en los momentos de mayor intimidad se mantenían extraordinariamente serios. Conservaban sus corazones sobrios y austeros en medio de las más embriagadoras demostraciones de pasión.

El teniente recordaba a su mujer durante el día en los cortos periodos de descanso entre su entrenamiento y su retorno al hogar, y Reiko no olvidaba a su marido en ningún momento. Cuando estaban separados, les bastaba con mirar solamente la fotografía de su casamiento para ratificar una vez más su felicidad. A Reiko no le sorprendía en lo mas mínimo que un hombre que había sido un extraño hasta algunos meses atrás se hubiese convertido en el sol alrededor del cual giraban su vida y su mundo.

Esta relación tenía una base moral y seguía fielmente el mandato de los Principios de la Educación en los que se estipula que "la armonía reinará entre el marido y la mujer". Reiko no encontró jamás la ocasión de contradecir a su marido, y el teniente no tuvo motivo alguno para reñir a su mujer.

En el nicho, debajo de la escalera, junto a la tablilla del Gran Santuario Ise, habían colocado fotografías de sus Majestades Imperiales, y cada mañana, antes de partir hacia sus obligaciones, el teniente y su mujer se detenían frente a ese lugar santificado y juntos se inclinaban en una profunda reverencia.

La ofrenda de agua se renovaba cada mañana y la rama sagrada de sakasi estaba siempre verde y fresca. Sus vidas se deslizaban bajo la solemne protección de los dioses y estaban colmadas de una felicidad intensa que hacía vibrar cada fibra de sus cuerpos.

III

Aun cuando la casa de Saito, Señor del Sello Privado, se hallaba en la vecindad, nadie escuchó allí el tiroteo de la mañana del 26 de febrero. Aquel fue un ruidoso toque de atención en el amanecer nevado e interrumpió bruscamente el sueño del teniente. Saltó inmediatamente de la cama y, sin pronunciar palabra, vistió el uniforme, se ajustó la espada que le tendía su mujer y se precipitó hacia la calle cubierta de nieve en el oscuro amanecer. No regresó a su hogar hasta la noche del día veintiocho.

Algo más tarde, Reiko escuchó por la radio las noticias sobre aquella súbita erupción de violencia. Vivió los dos días siguientes en completa y tranquila soledad tras las puertas cerradas.

Reiko había leído la presencia de la muerte en el rostro de su marido al marcharse a toda prisa bajo la nieve. Si Shinji no regresaba, su propia decisión era también muy firme. Moriría con él.

Se dedicó, entonces, a ordenar sus pertenencias personales. Eligió su mejor conjunto de kimonos como recuerdo para sus amigas de colegio y escribió un nombre y una dirección sobre el rígido papel en el que los había doblado uno por uno.

Como su marido le recordaba constantemente que no hay que pensar en el mañana, Reiko ni siquiera había escrito un diario, y se encontraba, ahora, en la imposibilidad de releer los pasajes en los que hubiera dado testimonio de su felicidad. Sobre la radio se destacaban un perrito de porcelana, un conejo, una ardilla, un oso y un zorro. Tampoco faltaban allí un jarrón y un recipiente para el agua. Estos objetos constituían la única colección de Reiko. Sin embargo, de nada serviría regalarlos como recuerdos. Tampoco sería apropiado pedir específicamente que fueran incluidos en su ataúd. Mientras estos objetos desfilaban por su mente, Reiko tuvo la sensación de que los animalitos parecían cada vez más tristes y desamparados.

Tomó la ardilla en su mano y la observó. Fue entonces cuando, con sus pensamientos puestos en un reino mucho más alejado que estos afectos infantiles, vio en la lontananza los principios, vitales como el sol, que personificaba su marido. Estaba pronta y feliz de terminar sus días en compañía de aquel hombre deslumbrante, pero en ese momento de soledad se permitió refugiarse con el inocente afecto por aquellas bagatelas. Ya había pasado el tiempo en que realmente las había amado.

Ahora solamente acariciaba su recuerdo y el lugar que ocuparan en su corazón se había colmado definitivamente con pasiones más intensas.

Reiko jamás había supuesto que las turbadoras emociones de la carne fueran sólo un placer. La baja temperatura de febrero y el contacto con la gélida porcelana de la ardilla habían entumecido sus dedos. Sin embargo, bajo los dibujos simétricos de su acicalado kimono meisen podía sentir, cuando recordaba los poderosos brazos del teniente, una cálida humedad que, desde su piel, desafiaba al frío.

No experimentaba absolutamente ningún temor por la muerte que rondaba en la cercanía. Mientras esperaba sola en su casa, Reiko no dudaba que la angustia y la congoja que estaría experimentando su marido en aquellos momentos la llevarían, con tanta certeza como su intensa pasión, a una muerte agradable. Sentía en lo más hondo que su cuerpo podría disolverse con facilidad y convertirse en una sola cosa con el pensamiento de su marido.

A través de las informaciones de la radio, escuchó los nombres de varios colegas de su marido mencionados entre los insurgentes. Éstas eran noticias de muerte. Se preguntaba ansiosamente, a medida que la situación se hacía más difícil, por qué no se emitía una Ordenanza Imperial. El movimiento, que en un principio había parecido ser un intento de restaurar el honor nacional, se había convertido gradualmente en algo llamado motín. El regimiento no había dado ningún comunicado y se suponía que, en cualquier momento, podría comenzar la lucha en las calles aún cubiertas de nieve.

El veintiocho, a la caída del sol, furiosos golpes estremecieron a Reiko. Bajó precipitadamente las escaleras, y mientras, con dedos inexpertos, tiraba del pasador, la silueta apenas delineada tras los vidrios cubiertos de escarcha, no emitía sonido alguno. Sin embargo, no dudó de la presencia de su marido. Nunca antes había tenido tanta dificultad en abrir la puerta .Cuando finalmente pudo lograrlo, se encontró frente al teniente enfundado en un capote color kaki y con las botas de campaña salpicadas de barro.

Reiko no comprendió por qué Shinji cerró la puerta y corrió nuevamente el pasador.

-Bienvenido a casa -la joven ejecuta una profunda reverencia a la cual su marido no responde. Se había quitado la espada y comenzaba a desembarazarse del capote. Ella quiso ayudarlo. La chaqueta, que estaba fría y húmeda y había perdido el olor a estiércol que tenía normalmente cuando se la exponía al sol, le pesaba en el brazo. La colgó de una percha y sosteniendo la espada y el cinturón de cuero entre sus mangas, esperó a que su marido se quitase las botas. Luego, lo siguió hasta el cuarto de estar: la habitación de seis tatami.

Bajo la clara luz de la lámpara, el rostro barbudo y agotado de su marido era casi irreconocible. Las mejillas hundidas habían perdido su brillo y elasticidad.

En circunstancias normales hubiera cambiado su ropa por otra de casa, y la hubiera urgido a servir la comida de inmediato. En cambio, aquella noche se sentó frente a la mesa vistiendo el uniforme y con la cabeza hundida sobre el pecho.

Reiko se abstuvo de preguntar si debía preparar la comida.

-Yo no sabía nada -dijo el hombre al cabo de un silencio-. No me pidieron que me uniera a ellos .Quizás no lo hicieron al saberme recién casado. Kano, Homma y, también, Yamaguchi.

Reiko evocó los rostros de los alegres oficiales jóvenes, amigos de su marido, que habían ido a aquella casa en calidad de invitados.

-Quizás mañana se publique una Ordenanza Imperial. Supongo que serán juzgados como rebeldes. Estaré a cargo de la unidad con órdenes de atacarlos... No puedo hacerlo. Sería simplemente imposible -guardó un corto silencio-. Me han dispensado de las guardias y estoy autorizado para volver a casa por una noche. Mañana, a primera hora, deberé unirme al ataque sin proferir una réplica. No puedo hacerlo, Reiko...

Reiko estaba sentada, muy tiesa, con los ojos bajos.

Comprendía muy claramente que su marido hablaba en términos de muerte. El teniente estaba resuelto y, aun cuando todavía planteaba el dilema, en su mente ya no cabían vacilaciones.

Sin embargo, en el silencio que se estableció entre ambos, todo quedó claro con la misma transparencia de un cauce alimentado por el deshielo.

Ya en su casa después de la larga prueba de dos días y contemplando el rostro de su hermosa mujer, el teniente experimentó, por primera vez, una verdadera paz interior. Había intuido de inmediato que su mujer conocía la resolución que ocultaban sus palabras.

-Bien, entonces... -el teniente abrió, grandes, los ojos. Pese al cansancio, su mirada era fuerte y transparente y no la apartó de su esposa-. Esta noche me abriré el estómago.

Reiko no vaciló.

-Estoy preparada -dijo-, permíteme acompañarte.

El teniente se sintió casi hipnotizado por la mirada implorante de su esposa. Sus palabras comenzaron a fluir rápida y fácilmente, como expresadas en delirio.

Otorgó su aprobación a aquella empresa vital en una forma descuidada y negligente que parecía escapar a su entendimiento.

-Bien. Nos iremos juntos. Pero, antes, quiero que seas testigo de mi muerte.

Ya de acuerdo, sus corazones se vieron inundados por una repentina felicidad.

Reiko estaba profundamente conmovida por la confianza que depositaba en ella su marido. Era vital para el teniente que no se cometieran irregularidades en su muerte. Por esta razón era necesario un testigo. Y el haber elegido para tal fin a su mujer, demostraba una profunda y absoluta confianza. En segundo lugar, y esto era aun más importante, aunque había rogado a Reiko que muriera con él, ni siquiera intentaba matar a su esposa primero, sino que dejaba aquel momento librado al criterio de ella, para cuando él ya no estuviera allí, verificándolo todo. Si el teniente hubiera abrigado la menor sospecha, cumpliendo el pacto de los suicidas, hubiera preferido matarla primero.

Cuando Reiko dijo: "Permíteme acompañarte", el teniente apreció en estas palabras el fruto final de las enseñanzas impartidas a su mujer desde la noche del casamiento. La había educado en forma tal que, llegado el momento, respondía en los exactos términos que correspondían. Era éste un halago a la confianza en sí mismo que alimentaba Shinji... No era ni tan romántico ni tan presuntuoso como para creer que esas palabras eran dichas espontáneamente, sólo por amor.

Sus corazones estaban tan inundados de felicidad, que no podían dejar de sonreír. Reiko se sentía nuevamente en la noche de bodas. Ante sus ojos no existían ni el dolor ni la muerte. Sólo creía ver un ilimitado espacio abierto hacia vastos horizontes.

-El agua está caliente. ¿Te darás un baño ahora?

-Sí, por supuesto.

-¿Y la comida...?

Las palabras fueron pronunciadas en un tono tan tranquilo y doméstico, que, por una fracción de segundo, el teniente creyó haber sido juguete de una alucinación.

-No creo que sea necesario. ¿Podrás calentar un poco de sake?

-Como quieras.

Reiko se levantó y al tomar del ropero un vestido tanzan para después del baño, atrajo deliberadamente la atención de su marido sobre los cajones vacíos. El teniente observó el interior del mueble. Leyó las direcciones sobre los regalos recordatorios. No hubo pena en él frente a la heroica determinación de Reiko. Como un marido a quien su joven esposa enseña con orgullo sus compras pueriles, el teniente, inundado de afecto, abrazó a su mujer cariñosamente por la espalda y le besó el cuello.

Reiko sintió la aspereza de aquel rostro sin afeitar. Esta sensación encerraba para ella toda la alegría del mundo, y ahora -sintiendo que iba a perderla para siempre- contenía una frescura mas allá de toda experiencia. Cada momento parecía contener una infinita fuerza vital. Los sentidos se despertaron en todo su cuerpo.

Aceptando las caricias de Shinji, Reiko se alzó sobre la punta de los pies y dejó que aquella vitalidad atravesara su cuerpo.

-Primero, el baño, y luego, después de tomar sake... Prepara las camas arriba, ¿quieres?

El teniente susurró algo en el oído de su mujer, y ella asintió silenciosamente.

El teniente se quitó apresuradamente el uniforme y se dirigió al baño.

Al escuchar el suave rugido del agua, Reiko llevó carbón hasta el cuarto de estar y empezó a calentar el sake.

Tomó el tanzen, un fajín y su ropa interior. Se dirigió al baño para controlar el calor del agua. En medio de una nube de vapor, el teniente se afeitaba con las piernas cruzadas en el suelo. Ella pudo distinguir los músculos de su fuerte espalda húmeda que respondían a los movimientos de sus brazos.

Nada sugería algún acontecimiento anormal. Reiko se ocupaba diligentemente de sus tareas y preparaba platos improvisados.

Sus manos no temblaban y se mostraba más eficiente y desenvuelta que de costumbre. De tanto en tanto sentía extrañas palpitaciones en el centro del pecho, pero eran como luces distantes. Tenían un momento de gran intensidad y luego se desvanecían sin dejar huellas. Omitiendo esto, no parecía ocurrir nada fuera de lo habitual.

Mientras se afeitaba en el baño, el teniente sintió que su cuerpo tibio se libraba milagrosamente de la desesperada fatiga de aquellos días de incertidumbre y se llenaba de una agradable expectativa pese a la muerte que lo aguardaba. Podía oír vagamente los ruidos habituales con que su mujer cumplía sus quehaceres, y un saludable deseo físico, postergado durante dos días, se presentó nuevamente.

El teniente confiaba en que no había habido impureza en el goce experimentado mientras resolvían morir.

Ambos habían sentido en aquel momento, aun cuando no de una manera clara y consciente, que esos placeres permisibles estaban nuevamente bajo la protección del Bien y del Poder Divino. Los protegía una moralidad total e intachable. Al mirarse a los ojos descubrieron en su interior una muerte honorable, estaban de nuevo a salvo tras las paredes de acero que nadie podría destruir, enfundados en la impenetrable coraza de la Belleza y la Verdad.

El teniente podía entonces considerar su patriotismo y las urgencias de su carne como un todo.

Acercó más aun la cara al oscuro y agrietado espejo de pared y se afeitó cuidadosamente. Aquel era el rostro que presentaría a la muerte y era importante que no tuviera imperfecciones. Sus mejillas, recién afeitadas, irradiaban nuevamente el brillo de la juventud y parecían iluminar la opacidad del espejo. Sintió que había cierta elegancia en la asociación de la muerte con aquella cara sana y radiante.

Sería su rostro de difunto. En realidad ya había dejado a medias de pertenecerle para convertirse en el busto de un soldado muerto. A título de experimento, cerró fuertemente los ojos y todo quedó envuelto en la oscuridad. Ya no era una criatura viviente.

Al salir del baño, con un tenue reflejo azulado bajo la tersa piel de las mejillas, se sentó junto al brasero de carbón. Advirtió que, pese a hallarse ocupada, Reiko había encontrado el tiempo necesario para retocar su cara. Su rostro estaba fresco y sus labios húmedos. Era imposible encontrar en ella el menor rastro de tristeza, y al observar aquella demostración de la personalidad apasionada de su mujer, el teniente pensó que había elegido la esposa que le correspondía.

Tan pronto como hubo vaciado su taza de sake, se la ofreció a Reiko, quien nunca lo había probado. La joven bebió un sorbo, tímidamente.

-Ven aquí-dijo el teniente.

Reiko se acercó a su marido, y mientras él la abrazaba ella se sintió profundamente conmovida, como si la tristeza, la alegría y el poderoso sake se mezclaran dentro de ella.

El teniente contemplo las facciones de su esposa. Era el último rostro que vería en este mundo. Lo estudió minuciosamente con los ojos de un viajero despidiéndose de espléndidos paisajes.

Reiko tenía una cara de rasgos regulares, sin ser fríos, y de labios suaves. El teniente, que no se cansaba de contemplarla, la besó en la boca. Y repentinamente, sin que se alterara su belleza por el llanto, las lágrimas comenzaron a brotar lentamente bajo las largas pestañas y corrieron como hilos brillantes por sus mejillas.

Luego Shinji quiso subir al dormitorio, pero ella le suplicó que le diera tiempo a tomar su baño. El teniente subió, pues, solo, y se acostó con los brazos y las piernas abiertas en la habitación entibiada por la estufa de gas. El tiempo que transcurrió esperando a su mujer no fue más largo de lo habitual.

Colocó las manos bajo la cabeza y observó las vigas del techo. ¿Esperaba la muerte? ¿Un salvaje éxtasis de los sentidos? Ambas cosas parecían sobreponerse, como si el objeto del deseo físico fuera la muerte propia.

El teniente nunca había gozado de una libertad tan absoluta.

Un coche frenó y pudo escuchar el chirrido de las ruedas patinando sobre la nieve apilada en los bordes de la calle. La bocina repercutió en las paredes cercanas. Al percibir esos ruidos, Shinji pensó que aquella casa se levantaba como una isla solitaria en el océano de una sociedad ocupada incansablemente en los mismos asuntos de siempre. A su alrededor se extendía desordenadamente el país por el cual estaba sufriendo y a punto de dar la vida. No sabía ni le importaba si aquella gran nación reconocería su sacrificio. En su campo de batalla no existía la gloria. Era la trinchera del espíritu.

Los pasos de Reiko resonaron en la escalera. Crujían los empinados escalones de la antigua morada y estos sonidos inundaron al teniente de gratos recuerdos. En cuantas ocasiones los había escuchado desde la cama. Al reflexionar en que ya no volvería a percibirlos, se concentró en ellos tratando de que cada rincón de aquel tiempo precioso se colmara con el ruido de las suaves pisadas de la vieja escalera. Tales instantes parecieron transformarse en joyas rutilantes de luz interior.

Reiko tenia un fajín sobre el yukata y su rojo estaba atenuado por la media luz. El teniente quiso asirla y la mano de Reiko corrió en su ayuda. El fajín cayó al suelo.

Ella estaba de pie frente a él, vistiendo su yukata.

El hombre hundió las manos en las aberturas laterales bajo las mangas y la abrazó intensamente. El roce de sus dedos sobre la piel desnuda, sentir que las axilas se cerraban suavemente sobre sus manos, encendió aun más su pasión y, pocos instantes más tarde, ambos yacían desnudos frente al brillante fuego de la estufa.

No pronunciaron palabra alguna, pero sus cuerpos y sus corazones se inflamaron al saber que aquel sería el último encuentro. Era como si las palabras "ÚLTIMA VEZ" hubieran sido estampadas con pinceladas invisibles sobre cada centímetro de sus cuerpos.

El teniente atrajo a su mujer y la besó con vehemencia. Sus lenguas exploraron las bocas, adentrándose en su interior suave y húmedo, y fue como si las aún desconocidas agonías de la muerte templaran sus sentidos como el acero al rojo vivo. Los lejanos dolores finales habían refinado su percepción amorosa.

-Es la ultima vez que voy a verte -murmuró el teniente-. Déjame mirar... -y tomando la lámpara en su mano, dirigió un haz de luz sobre el cuerpo extendido de Reiko.

Ella había cerrado los ojos. La luz de la lámpara destacaba la majestuosidad de su carne blanca. El teniente con un dejo de egocentrismo, se alegró pensando en que jamás vería esa belleza derrumbándose frente a la muerte.

El teniente contempló sin apuro aquel inolvidable espectáculo. Acariciaba la sedosa cabellera, palmeaba suavemente el bello rostro y besaba todos los puntos donde se detenía su mirada. La frente alta tenía una serena frescura, los ojos cerrados se orlaban de largas pestañas bajo las cejas finamente dibujadas y el brillo de los dientes se entreveía por los labios llenos y regulares... Todo ello configuraba en la mente del teniente la visión de una máscara mortuoria verdaderamente radiante y una y otra vez apretó sus labios contra la blanca garganta donde la mano de Reiko no tardaría en descargar su certero golpe. El cuello enrojeció bajo los besos y volviendo suavemente a los labios de su amada, apoyó su boca sobre ellos con el fluctuante movimiento de un pequeño bote. Cerrando los ojos, el mundo se convertirá, así, en una mecedora.

La boca del teniente seguía fielmente el recorrido de sus ojos. Los pechos altos y turgentes, terminados como capullos de cerezo silvestre, se endurecían al contacto de sus labios. Los brazos emergían malsanamente a ambos lados, afinándose hacia las muñecas, pero sin perder su redondez ni simetría.

Los dedos delicados eran aquellos que habían sostenido el abanico durante la ceremonia nupcial. A medida que el teniente los besaba, se retraían como avergonzados. El hueco natural de esa curva entre el pecho y el estómago tenía en sus líneas no sólo la sugestión de la tersura, sino la fuerza de la elasticidad y anunciaba las ricas curvas que se extendían hasta las caderas. La riqueza y la blancura del vientre y las caderas eran como la leche contenida en un recipiente amplio. El hoyo sombreado del ombligo podía haber sido la huella de una gota de agua recién caída allí. Donde las sombras se hacían más intensas, el vello crecía apretado, dulce y sensible, y a medida que la excitación aumentaba en aquel cuerpo que había dejado de mostrarse pasivo, un aroma de flores ardientes se hacia cada vez más penetrante.

Reiko habló, por fin, con voz trémula:

-Muéstrame... Déjame mirar por última vez...

Shinji no había escuchado nunca de labios de su mujer un ruego tan firme y definido. Era como si su modestia ya no podía ocultar algo que, ahora, se libraba de las trabas que la oprimían. El teniente se recostó sumisamente para someterse a los requerimientos de su mujer. Ella alzó ágilmente su cuerpo blanco y tembloroso y ardiendo en un inocente deseo de devolverle todo cuanto había hecho por ella, puso los dedos sobre los ojos de Shinji y los cerró suavemente.

Repentinamente inundada de ternura, con las mejillas encendidas por el vértigo de la emoción, Reiko abrazó la cabeza rapada del teniente y el pelo afeitado lastimó su pecho. Aflojando el abrazo, contempló luego el rostro varonil de su marido. Las cejas severas, los ojos cerrados, el espléndido puente de la nariz, los labios bien dibujados y firmes. Reiko comenzó a besarlos, se detuvo en la ancha base del cuello, en los hombros fuertes y erguidos, en el pecho poderoso con sus círculos gemelos semejantes a escudos de ásperos pezones. Un olor dulce y melancólico se desprendía de las axilas profundamente sombreadas por la carne abundante del pecho y de los hombros. En cierto modo, la esencia de la muerte joven estaba contenida en aquella dulzura. La piel desnuda del teniente relucía como un campo de cebada y podía observar los músculos en relieve convergiendo sobre el abdomen alrededor del ombligo pequeño y modesto.

Al mirar el estómago firme y joven, púdicamente cubierto por un vello vigoroso, Reiko pensó que pronto iba a ser cruelmente lacerado por la espada y, reclinando la cabeza, rompió en sollozos y lo cubrió con sus besos.

Al sentir las lágrimas de su mujer, el teniente se sintió capaz de afrontar valerosamente las más crueles agonías del suicidio. Resulta fácil imaginar a qué éxtasis llegaron después de aquellos tiernos intercambios. El teniente se incorporó y rodeó con un potente abrazo a su mujer, cuyo cuerpo estaba exhausto luego de tantas lágrimas y aflicciones. Juntaron sus caras apasionadamente, restregando las mejillas. El cuerpo de Reiko temblaba. Sus pechos húmedos estaban fuertemente apretados y cada milímetro de aquellos cuerpos jóvenes y hermosos se habían compenetrado tanto con el otro que parecía imposible que se separaran jamás.

Reiko gritó.

Desde las altura se sumergieron en el abismo, y, de allí, una vez más hasta embriagantes alturas. El teniente jadeaba como el portador de un estandarte...

Al terminarse su ciclo, surgía inmediatamente una nueva ola de placer y, juntos, sin muestras de fatiga, se elevaron nuevamente hasta la cima misma de un nuevo movimiento jadeante.

IV

Cuando Shinji se volvió finalmente no fue por cansancio. No quería agotar la considerable fuerza física que necesitaría para llevar a cabo el suicidio. Ademas, hubiera lamentado enturbiar la dulzura de aquellos últimos momentos abusando de esos goces.

Reiko, con su habitual complacencia, siguió el ejemplo de su marido. Los dos yacían desnudos, con los dedos entrelazados, mirando fijamente el oscuro cielo raso. La habitación estaba caldeada por la estufa y en la noche silenciosa no se escuchaba el trafico callejero. Ni siquiera llegaba hasta ellos el fragor de los trenes y autobuses de la estación Yotsuya, que se perdía en el parque densamente arbolado frente a la ancha carretera que bordea el Palacio Akasaka. Resultaba difícil pensar en la tensión existente en el barrio donde las dos facciones del Ejercito Imperial se preparaban para la lucha.

Deleitándose en su propio calor, los jóvenes rememoraron en silencio los éxtasis recientes. Revivieron cada momento de la pasada experiencia, recordaron el gusto de los besos nunca agotados, el contacto de la piel desnuda, tanta embriagante felicidad .Pero ya entonces, el rostro de la muerte acechaba desde las vigas del techo. Aquellos habían sido los últimos placeres de los que sus cuerpos no disfrutarían nunca más. Ambos pensaron que, aun cuando vivieran hasta una edad avanzada, no volverían a disfrutar de un goce tan intenso.

También se desprenderían sus dedos entrelazados. Hasta los dibujos de las oscuras vetas de la madera, desaparecerían pronto. Era posible detectar el avance de la muerte. En aquel momento ya no cabían dudas. Era menester tener el coraje necesario, salirle al encuentro y atraparla.

-Podemos prepararnos -dijo el teniente.

La determinación que encerraban sus palabras era inconfundible, pero tampoco había habido nunca tan cálidas y tiernas inflexiones en su voz.

Varias tareas los aguardaban. El teniente, que no había ayudado nunca a guardar las camas, empujó la puerta corrediza del armario, alzó el colchón y lo depositó dentro de él.

Reiko apagó la estufa y la luz. En ausencia del teniente lo había aseado todo cuidadosamente, y ahora aquella habitación de ocho tatami presentaba la apariencia de una sala lista para recibir a importantes invitados.

-Aquí bebieron Kano y Homma y Noguchi...

-Sí, eran todos grandes bebedores.

-Nos reuniremos pronto con ellos en el otro mundo. Se burlarán de nosotros cuando adviertan que te llevo conmigo.

Al bajar la escalera, el teniente se volvió para contemplar la limpia y tranquila habitación iluminada por la lámpara. En su mente flotaba el recuerdo de los jóvenes oficiales que allí habían bebido y bromeado inocentemente. Nunca había imaginado, entonces, que en aquella habitación se abriría el estómago.

El matrimonio se ocupó despacio y serenamente de sus respectivos preparativos en las dos habitaciones de la planta baja. El teniente fue primero al retrete, y luego, al baño a lavarse. Mientras tanto, Reiko doblaba y guardaba la bata acolchada de su marido; ordenaba la túnica del uniforme, los pantalones y un taparrabos blanco recién cortado; disponía unas hojas de papel sobre la mesa del comedor para las notas de despedida. Luego, tomó la caja que contenía los instrumentos para escribir, y comenzó a raspar la tableta para hacer tinta. Ya había decidido el contenido de su última misiva.

Los dedos de Reiko apretaron fuertemente las frías letras doradas de la tableta y el agua del tintero se tiñó inmediatamente como si una oscura nube hubiera pasado sobre él. Todo aquello no era sino una solemne preparación para la muerte. La rutina doméstica o una forma de pasar el tiempo hasta que llegara el momento del enfrentamiento definitivo. Una inexplicable oscuridad brotaba del olor de la tinta al espesarse.

El teniente salió del baño. Vestía el uniforme sobre la piel. Sin pronunciar una palabra, tomó asiento frente a la mesa y, empuñando el pincel, permaneció indeciso frente al papel que tenía delante.

Reiko tomó un kimono de seda blanca y, a su vez, entró en el baño. Cuando reapareció en la habitación, ligeramente maquillada, la misiva ya estaba terminada. El teniente la había colocado bajo la lámpara .Las gruesas pinceladas solo decían:

"¡Vivan las fuerzas imperiales! - Teniente del ejército, Takeyama Shinji."

El teniente observó en silencio los controlados movimientos con que los dedos de su mujer manejaban el pincel.

Con sus respectivas esquelas en la mano -la espada del teniente ajustada sobre su costado y la pequeña daga de Reiko dentro de la faja de su kimono blanco-, ambos permanecieron frente al santuario, rezando en silencio. Luego, apagaron todas las luces de la planta baja. Mientras subían, el teniente volvió la cabeza y observó la llamativa silueta de su mujer que, toda vestida de blanco y los ojos bajos, iba tras él.

Acomodaron las notas de despedida una junto a la otra en la alcoba de la planta baja.

Por un momento pensaron en descolgar el pergamino, pero como había sido escrito por su mediador el teniente general Ozzeki y consistía en dos caracteres chinos que significaban "Sinceridad", lo dejaron donde estaba. Pensaron que, aunque se manchara con sangre, el teniente general no se ofendería.

Shinji tomó asiento de espaldas a la habitación y, muy erguido, colocó su espada frente a él. Reiko se sentó frente a él, a un tatami de distancia. El toque de pintura en sus labios parecía aun más seductor sobre el severo fondo blanco.

Se miraron intensamente a los ojos a través de la distancia de un tatami que los separaba. La espada del teniente casi tocaba sus rodillas. Al verla, Reiko recordó la primera noche de casada, y se sintió abrumada de tristeza.

Finalmente, el teniente habló con voz ronca:

-Como no voy a tener quién me ayude, me haré un corte profundo. Puede que sea desagradable. Por favor, no te asustes. La muerte es algo horrible de presenciar, en cualquier circunstancia. No debes dejarte atemorizar, ¿comprendes?

Reiko asintió con una profunda inclinación de cabeza.

Al mirar la figura esbelta de su mujer, el teniente experimentó una extraña excitación. Estaba por llevar a cabo un acto que requería toda su capacidad de soldado, algo que exigía una resolución similar al coraje que se necesita para entrar en combate. Sería una muerte no menos importante ni de menor calidad que si hubiera muerto en el frente de batalla.

Por unos instantes el pensamiento llevó al teniente a elaborar una rara fantasía. Una muerte solitaria en el campo de lucha, una muerte frente a los ojos de su hermosa esposa... Una dulzura sin límites lo invadió al experimentar la sensación de que iba a morir en aquellas dos dimensiones, conjugando la imposible unión de ambas.

"Este debe ser el pináculo de la buena fortuna", pensó. El hecho de que aquellos hermosos ojos observaran cada minuto de su muerte, equivaldría a ser llevado al más allá en alas de una brisa fragante y sutil.

Presentía en aquella circunstancia una suerte de merced especial, vedada a los demás, a él solo dispensada. El teniente creyó ver en su radiante esposa, ataviada como una novia, el compendio de todo lo amado por lo cual iba, ahora, a entregar la vida. La Casa Imperial, la Nación, la bandera del Ejército. Todas ellas eran presencias que, como su esposa, lo observaban atentamente con ojos transparentes y firmes. Reiko también contemplaba a su marido que tan pronto habría de morir, pensando que jamás había visto algo tan maravilloso en el mundo.

El uniforme siempre le sentaba bien, pero ahora, mientras se enfrentaba a la muerte con cejas severas y labios firmemente apretados, irradiaba lo que podría llamarse una esplendorosa belleza varonil.

-Es hora de partir -dijo, por fin.

Reiko dobló su cuerpo hasta el suelo en una profunda reverencia. No podía alzar el rostro. No quería arruinar su maquillaje con las lágrimas que le resultaban imposibles de contener.

Cuando finalmente alzó la mirada, vio borrosamente, a través de las lágrimas, que su marido había enroscado una venda blanca alrededor de su espada ahora desenvainada; sólo dejaba en la punta doce o quince centímetros de acero al desnudo.

Apoyando la espada en el tatami que tenía frente a él, el teniente se alzó sobre las rodillas, se sentó nuevamente con las piernas cruzadas y desabrochó el cuello del uniforme. Sus ojos no verían ya a su mujer. Lentamente, se desprendió uno por uno los botones chatos de metal. Observó primero su pecho oscuro y, luego, su estómago. Desató el cinturón y se desabrochó los pantalones. Tomó el taparrabos con ambas manos y lo tiró hacia abajo para dejar más libre al estómago. Luego empuñó la espada con la venda blanca en su filo, mientras que, con la mano izquierda, masajeaba su abdomen. Conservaba la mirada baja.

Para verificar el filo, el teniente abrió la parte izquierda del pantalón, dejando parte del muslo a la vista, y deslizó el filo sobre la piel. La sangre brotó inmediatamente de la herida y varias gotas brillaron a la luz.

Era la primera vez que Reiko veía la sangre de su marido y experimentó violentas palpitaciones en el pecho. Observó el rostro del teniente y vio que estudiaba con calma su propia sangre. Pese a que aquel era un consuelo superficial, Reiko sintió cierto alivio.

Los ojos del hombre se fijaron en ella con una mirada penetrante como la de un halcón. Colocando la espada frente a él, se alzó ligeramente sobre sus músculos e inclinó la parte superior del cuerpo sobre la punta de la espada. La excesiva tensión que presentaba la tela del uniforme, indicaba a las claras que estaba reuniendo todas sus fuerzas. Se proponía asestar un profundo golpe en la parte izquierda del estómago y su grito agudo traspasó el silencio de la habitación.

Pese al esfuerzo, el teniente tuvo la sensación de que era otro quien había golpeado su estómago como con una gruesa barra de hierro. Durante algunos segundos su cabeza giró vertiginosamente y no recordó cuánto había sucedido. Los doce o quince centímetros de punta desnuda habían desaparecido completamente en su carne, y el vendaje blanco, fuertemente sujeto por su puño cerrado, le presionaba directamente el estómago.

Recuperó la conciencia. Pensó que el filo debía haber atravesado las paredes del abdomen. Su respiración era dificultosa, el pecho le palpitaba violentamente y en alguna zona remota, aparentemente desligada de su persona, un dolor terrible e insoportable se alzaba en forma avasalladora como si la tierra se abriera para vomitar un cauce de rocas hirvientes. El dolor se acercó, de pronto, a una velocidad vertiginosa. El teniente se mordió el labio inferior y sofocó un lamento instintivo.

"¿Es esto el seppuku?", pensó.

Experimentaba una sensación de caos total, como si el cielo se hubiera desplomado sobre él y todo el universo girara como bajo el efecto de una enorme borrachera. Su fuerza de voluntad y coraje, que tan fuertes se manifestaran antes de la incisión, se habían reducido, ahora, a una fibra de acero del grosor de un cabello. Lo asaltó la incómoda sensación de que tendría que avanzar asido a esa fibra con toda su desesperación.

Algo humedecía su puño y, bajando la mirada, vio que, tanto su mano como el paño que envolvía la hoja, estaban empapados en sangre. También su taparrabos estaba teñido de un rojo intenso. Le pareció increíble que en medio de aquella agonía, las cosas visibles pudieran ser todavía vistas y las cosas existentes, existir.

Reiko luchó por no correr al lado de su esposo al observar la mortal palidez que invadía sus rasgos después de clavarse la espada. Sucediera lo que sucediera, su misión era la de observar. Ser testigo. Tal era la obligación contraída con el hombre amado. Frente a ella, a un tatami de distancia, podía ver cómo su marido se mordía los labios para ahogar el dolor.

Reiko no contaba con ningún medio para rescatarlo a él.

La transpiración brillaba en su frente. Shinji cerró los ojos para abrirlos luego, nuevamente, como quien hace un experimento. Su mirada había perdido todo brillo y los suyos parecían los ojos inocentes y vacíos de un animalito.

La agonía que se desarrollaba frente a Reiko la quemaba como un implacable sol de verano, pero era algo totalmente alejado de la pena que parecía estar partiéndola en dos.

El dolor crecía con regularidad. Reiko sentía que su marido se había convertido en un ser de un mundo aparte, en un hombre íntegramente disuelto en el dolor, en un prisionero en una jaula de sufrimiento, y mientras pensaba, comenzó a sentir como si alguien hubiera levantado una cruel muralla de cristal entre ellos.

Desde su matrimonio, la existencia de su marido se había convertido en la suya propia, y cada respiración de Shinji parecía pertenecer a Reiko. En cambio, ahora, mientras que la existencia de su marido en el dolor era una realidad viviente, Reiko no podía encontrar en su pena ninguna prueba concluyente de su propia existencia.

Usando solamente la mano derecha, el teniente comenzó a cortarse el vientre de un lado a otro. Pero a medida que la hoja se enredaba en las entrañas, era rechazada hacia fuera por la blanda resistencia que encontraba allí. El teniente comprendió que sería menester usar ambas manos para mantener la punta profundamente hundida en su cuerpo. Tiró hacia un costado, pero el corte no se produjo con la facilidad que había esperado. Concentró toda la energía de su cuerpo en la mano derecha y tiró nuevamente. El corte se agrandó ocho o diez centímetros.

El dolor se extendió como una campana que sonara en forma salvaje. O como mil campanas tocando al unísono con cada respiración y con cada latido, estremeciendo todo su ser. El teniente no podía contener los gemidos. Pero la hoja ya se había abierto camino hasta debajo del ombligo. Al advertirlo, Shinji sintió un renovado coraje.

El volumen de la sangre no había dejado de aumentar y ahora manaba por la herida como originado por el latir del pulso. La estera estaba empapada de sangre que seguía renovándose con aquella que chorreaba de los pliegues del pantalón kaki del teniente. Una salpicadura, semejante a un pájaro, voló hacia Reiko y manchó la falda de su kimono de seda blanca. Cuando el teniente pudo, por fin, desplazar la espada hacia el costado derecho, ésta ya cortaba superficialmente y era posible contemplar su punta desnuda resbalándose de sangre y grasa. Atacado súbitamente por terribles vómitos, el teniente gritó roncamente. Los vómitos volvieron aun más horrendo el dolor, y el estómago, que hasta aquel momento se había mantenido firme y compacto, explotó de repente, dejando que las entrañas reventaran por la herida abierta. Ignorantes del sufrimiento de su dueño, las entrañas de Shinji causaban una impresión de salud y desagradable vitalidad que las hacía escurrirse blandamente y desparramándose sobre la estera. La cabeza del hombre se abatió, sus hombros se estremecieron y un fino hilo de saliva goteó de su boca. Las insignias doradas brillaban a la luz.

Todo estaba lleno de sangre. El teniente estaba empapado de ella hasta las rodillas, y ahora se sentaba en una posición encogida y desamparada con una mano en el piso. Un olor acre inundaba la habitación. La cabeza del hombre colgaba en el vacío y su cuerpo se sacudía en interminables arcadas. La hoja de la espada, expulsada de sus entrañas, estaba totalmente expuesta y aun sostenida por la mano derecha del teniente.

Sería difícil imaginar una visión más heroica que la del teniente reuniendo sus fuerzas y echando la cabeza hacia atrás. La violencia del movimiento hizo que la cabeza del teniente chocara contra uno de los pilares de la alcoba.

Hasta aquel momento, Reiko había permanecido sentada con la mirada baja, como encandilada por el flujo de la sangre que avanzaba hacia sus rodillas, pero el golpe la sorprendió y tuvo que alzar la vista.

El rostro del teniente no era el del hombre con vida. Los ojos estaban vacíos, la piel lívida, las mejillas y los labios tenían el color de la tierra seca. Sólo la mano derecha se movía aun sosteniendo laboriosamente la espada. Se agitó convulsamente en el aire, como la mano de un títere, y luchó por dirigir la punta de la espada hasta la base del cuello.

Reiko contempló cómo su marido intentaba este último, conmovedor y fútil esfuerzo. Brillando de sangre y grasa, la punta se descargaba una y otra vez sobre la garganta. Siempre fallaba. No le quedaban fuerzas para guiarla y sólo chocaba contra las insignias del cuello del uniforme que se había cerrado nuevamente y protegía la garganta.

Reiko no soportó aquella visión por más tiempo. Intentó ir en ayuda de Shinji, pero le resultaba imposible ponerse en pie. Se arrastró de rodillas y su falda se tiñó de un rojo intenso. Se colocó detrás de su marido y lo ayudó abriendo solamente el cuello del uniforme. La hoja vacilante tomó finalmente contacto con la piel desnuda de la garganta. Reiko tuvo la sensación de haber empujado a su marido hacia adelante.

No fue así. El teniente había dado una última demostración de fortaleza. Echó su cuerpo violentamente contra la hoja y el filo perforó su cuello, apareciendo luego por la nuca. El teniente permaneció inmóvil mientras un tremendo chorro de sangre lo inundaba todo.

V

Reiko descendió lentamente la escalera. Sus medias estaban resbalosas de sangre. En la habitación superior reinaba ahora la más absoluta calma.

Encendió las luces de la planta baja, verificó los quemadores y la llave principal del gas. Echó agua sobre el carbón humeante y semiapagado del brasero. Se detuvo frente al espejo de la habitación de cuatro tatami, y medio alzó su falda. Las manchas de sangre parecían un alegre dibujo estampado en la parte inferior de su kimono blanco. Al instalarse frente al espejo, sintió la fría humedad de la sangre de su marido en los muslos y tuvo un estremecimiento. Se entretuvo largamente en el baño. Aplicó una generosa capa de rouge sobre sus mejillas y también abundante pintura en los labios. Este maquillaje ya no estaba destinado a agradar a su marido. Se maquillaba para el mundo que estaba a punto de abandonar. Había algo espectacular y magnífico en los toques de su pincel. Al levantarse, advirtió que la sangre había mojado la estera dispuesta frente al espejo. Reiko no lo tuvo ya en cuenta.

La joven se detuvo al pisar el corredor de cemento que llevaba a la galería. Su marido había cerrado el pestillo de la puerta la noche anterior en un acto de preparación a la muerte, y durante un instante se sumió en la consideración de un simple problema, ¿dejaría el cerrojo echado? De hacerlo así, podrían transcurrir varios días antes de que los vecinos advirtieran el suicidio. A Reiko no le agradó la idea de dos cadáveres descomponiéndose antes de ser descubiertos. Después de todo, sería mejor dejar la puerta abierta...

Abrió el cerrojo y dejó la puerta de vidrios escarchados ligeramente entreabierta. El viento helado se coló de inmediato en la habitación. Nadie pasaba por la calle, era medianoche y las estrellas resplandecían tan frías como el hielo.

Reiko dejó la puerta entornada y subió las escaleras. Durante varios minutos caminó de un lado a otro. La sangre ya se había secado en sus medias .De pronto, un olor peculiar llegó hasta ella.

El teniente yacía, boca abajo, en un mar de sangre. La punta de la espada, que sobresalía de su nuca, parecía haberse hecho más prominente aun. Reiko anduvo negligentemente entre la sangre y se sentó al lado del cadáver de su marido. Lo observó atentamente. Tenía la mejilla apoyada en la alfombra, los ojos estaban muy abiertos, como si algo hubiera despertado su atención. Ella alzó la cabeza, la apoyó sobre su manga y, limpiándose la sangre de los labios, lo besó por ultima vez.

Luego tomó del armario una bata blanca y un cordón. Para evitar que su falda se desordenara, envolvió la manta alrededor de su cintura y la sujetó firmemente con el cordón.

Reiko se sentó muy cerca de Shinji. Extrajo la daga de su faja, examinó el brillo opaco de la hoja y la acercó a su lengua. El gusto del acero bruñido era ligeramente dulce.

Reiko no perdió tiempo. Pensó que el dolor que la había separado de su marido moribundo iba a formar ahora parte de su propia experiencia. Sólo vislumbró ante sí el gozo de penetrar en un reino que el amado Shinji ya había hecho suyo.

Había percibido algo inexplicable en la fisonomía agonizante de su marido. Algo nuevo. Le sería dado, pues, resolver el enigma.

Reiko sintió que, por fin, también podría participar de la verdadera y amarga dulzura del gran principio moral en que había creído el teniente.

Empujó entonces la punta de la daga contra la base de su garganta. La empujó fuertemente. La herida resultó poco profunda. Le ardía la cabeza y sus manos temblaban de forma incontrolable. Forzó la hoja hacia un costado y una sustancia caliente le anudó la boca. Todo se tiñó de rojo frente a sus ojos como el fluir de un río de sangre. Reunió todas sus fuerzas y hundió aun más profundamente la daga en su garganta.
Yukio Mishima (三島由紀夫 Mishima Yukio?), cuyo verdadero nombre era Kimitake Hiraoka (平岡公威?), (Tokio, Japón, 14 de enero de 1925 - ibídem, 25 de noviembre de 1970). Escritor y dramaturgo japonés, considerado uno de los más grandes escritores de la historia del Japón.
Hijo de Azusa Hiraoka, secretario de Pesca del Ministerio de Agricultura. Pasó los primeros años de su infancia bajo la sombra de su abuela, Natsu, que se lo llevó y lo separó de su familia inmediata durante varios años. Natsu provenía de una familia vinculada a los samurái de la era Tokugawa, ella mantuvo aspiraciones aristocráticas -el nombre de juventud de Mishima, "kimitake", significa "príncipe guerrero"- aun después de casarse con el abuelo de Mishima, un burócrata que había hecho su fortuna en las fronteras coloniales. Tenía mal carácter y se exacerbó por su ciática. El joven Mishima acudía a masajearla para aliviar su dolor. Ella tenía tendencia a la violencia, incluso con salidas mórbidas cercanas a la locura que serán posteriormente retratadas en algunos escritos de Mishima. Algunos biógrafos opinan que Natsu favoreció la fascinación de Mishima por la muerte. Ella leía francés y alemán, y tenía un exquisito gusto por el Kabuki. Natsu no permitía que Mishima jugase a la luz del sol, practicase algún deporte o que tuviera juegos rudos con otros chicos de su edad. Prefería que pasase su tiempo solo o jugando a las muñecas con sus primas, incluso se habla de unos escritos de primera juventud que su padre rompió ante la mirada del joven Mishima.
Exento del servicio militar por sufrir tuberculosis, no participó en la guerra, suceso que él mismo entendió como una humillación. Generacionalmente es considerado parte de la “segunda generación“ de escritores de posguerra, junto con Kōbō Abe.
Su ensayo más importante, Bunka boueiron (En defensa de la cultura), defendía la figura del Emperador, como la mayor señal de identidad de su pueblo. Más tarde formaría la Sociedad del Escudo (Tatenokai), con un fastuoso uniforme que él mismo diseñó y en el que pretendía reencarnar los valores nacionales de "su" Japón tradicional.
Durante los años 60 escribió sus obras más importantes.
Dentro de estas obras, destaca su tetralogía El mar de la fertilidad, compuesta de las novelas Nieve de primavera, Caballos desbocados, El templo del alba y La corrupción de un ángel (esta última editada póstumamente), que, en su conjunto, constituyen una especie de testamento ideológico del autor, que se rebelaba contra una sociedad para él sumida en la decadencia moral y espiritual.
La mañana del "incidente" del 25 de noviembre de 1970, Mishima llevaba la última parte de esta tetralogía a su editor. Después se dirigió junto con los miembros de su grupo a un cuartel del ejército que ocuparon, y tras un discurso a la tropa, él y su compañero Masakatsu Morita se suicidaron mediante seppuku. Mishima realizó su seppuku en el despacho del General Kanetoshi Mashita. Su kaishaku (asistente) trató 3 veces de decapitarlo sin éxito. Finalmente, fue Hiroyasu Koga quien realizó la decapitación. Posteriormente, Masakatsu Morita intentó realizar su propio seppuku. Aunque sus cortes fueron poco profundos para ser fatales, hizo una señal a Koga para que también le decapitase.
Con su muerte desapareció uno de los críticos más lúcidos de la sociedad japonesa de posguerra y un artista superdotado que marcó señaladamente un rumbo en la historia de la literatura japonesa contemporánea.
A la edad de 12, Mishima comenzó a escribir sus primeras historias. Leyó vorazmente las obras de Wilde, Rilke, y numerosos clásicos japoneses. Aunque su familia no era tan rica como las de los otros estudiantes de su colegio, Natsu insistió en que asistiera a la elitista Escuela Peers (donde acudía la aristocracia japonesa, y de forma eventual, plebeyos extremadamente ricos).
Después de seis desdichados años de colegio, continuaba siendo un adolescente frágil y pálido, aunque empezó a prosperar y se convirtió en el miembro más joven de la junta editorial en la sociedad literaria de la escuela. Fue invitado a escribir un relato para la prestigiosa revista literaria, Bungei-Bunka (Cultura literaria) y presentó Hanazakari no Mori (El bosque en todo su esplendor). La historia fue publicada en forma de libro en el año 1944, aunque en una pequeña tirada debido a la escasez de papel en tiempo de guerra.
Mishima fue llamado a filas de la Armada japonesa durante la Segunda Guerra Mundial. Cuando pasó la revisión médica coincidió con que estaba resfriado, y de forma espontánea le mintió al doctor de la armada sobre que tenía síntomas de tuberculosis y debido a ello fue declarado incapacitado. Aunque a Mishima le alivió mucho el no tener que ir a la guerra, continuó sintiéndose culpable por haber sobrevivido y haber perdido la oportunidad de una muerte heroica.
Aunque su padre le había prohibido escribir ninguna historia más, Mishima continuó escribiendo en secreto cada noche, apoyado y protegido por su madre Shizue, quien era siempre la primera en leer cada nueva historia. Después de la escuela, su padre, que simpatizaba con los nazis, no le permitiría ejercer una carrera de escritor, y en lugar de ello le obligó a estudiar Ley alemana. Asistiendo a clase durante el día y escribiendo durante la noche, Mishima se graduó en la elitista Universidad de Tokio en 1947 en Derecho. Obtuvo un trabajo como funcionario en el Ministerio de Finanzas japonés y se estableció para una prometedora carrera.
Sin embargo, acabó tan agotado que su padre estuvo de acuerdo con la dimisión de Mishima de su cargo durante su primer año, para dedicar su tiempo a la escritura.

Mishima comenzó su primera novela, Tōzoku (Ladrones), en 1946 y la publicó en 1948, colocándose en la segunda generación de escritores de posguerra (una clasificación en la literatura japonesa moderna que agrupa a los escritores que aparecieron en la escena literaria de posguerra, entre 1948 y 1949). Le siguió Kamen no Kokuhaku (Confesiones de una máscara), una obra autobiográfica sobre un joven de homosexualidad latente que debe esconderse tras una máscara para encajar en la sociedad. La novela tuvo un enorme éxito y convirtió a Mishima en una celebridad a la edad de 24 años.
Mishima fue un escritor disciplinado y versátil. No solo escribió novelas, novelas de series populares, relatos y ensayos literarios, también obras muy aclamadas para el teatro kabuki y versiones modernas de dramas tradicionales.
Su escritura le hizo adquirir fama internacional y un considerable seguimiento en Europa y América, siendo muchas de sus obras más famosas traducidas al inglés y otras lenguas europeas.
Viajó ampliamente, siendo propuesto para el Premio Nobel de Literatura en tres ocasiones, y fue pretendido por muchas publicaciones extranjeras. Sin embargo, en 1968 su primer mentor Yasunari Kawabata ganó el premio y Mishima se dio cuenta de que las posibilidades de que fuera concedido a otro autor japonés en un futuro próximo eran escasas. Se cree también que Mishima quiso dejar el premio a Kawabata, de más edad, como muestra de respeto para el hombre que lo había presentado a los círculos literarios de Tokio en la década de los 40.
Tras Confesiones de una máscara, Mishima trató de dejar atrás al joven hombre que había vivido sólo dentro de su cabeza, continuamente coqueteando con la muerte. Intentó vincularse al mundo real y físico, realizando una estricta actividad física. En 1955, Mishima practicó entrenamiento con pesas, y no interrumpió su régimen de entrenamiento de tres sesiones por semana durante los últimos 15 años de su vida. Del material menos prometedor forjó un impresionante físico, como muestran las fotografías que se hizo. También llegó a ser muy hábil en Kendō (el arte marcial japonés de la esgrima).
Aunque visitó bares de ambiente en Japón, Mishima permaneció como observador, y sólo tuvo encuentros con hombres cuando viajó al extranjero. Después de considerar brevemente el enlace con Michiko Shoda (se convertiría después en esposa del Emperador Akihito) se casó con Yoko Sugiyama en 1958. En los tres años siguientes la pareja tuvo una hija y un hijo.
En el año 1967, Mishima se alistó en las Fuerzas de Autodefensa de Japón (el ejército japonés) y tuvo un entrenamiento básico. Un año más tarde formó la Tatenokai (Sociedad del Escudo), milicia privada compuesta sobre todo por jóvenes estudiantes patriotas, de estética fascistoide, que estudiaban principios de artes marciales y disciplinas físicas, que también fueron entrenados a través de las Fuerzas de Autodefensa de Japón bajo la supervisión de Mishima.
En los últimos diez años de su vida, Mishima actuó en varias películas y codirigió la adaptación de una de sus historias, Yûkoku.
El 25 de noviembre de 1970, Mishima y cuatro miembros de la Tatenokai visitaron con un pretexto al comandante del campamento Ichigaya, el cuartel general de Tokio del Comando Oriental de las Fuerzas de Autodefensa de Japón. Una vez dentro, procedieron a cercar con barricadas el despacho y ataron al comandante a su silla. Con un manifiesto preparado y pancartas que enumeraban sus peticiones, Mishima salió al balcón para dirigirse a los soldados reunidos abajo. Su discurso pretendía inspirarlos para que se alzaran, dieran un golpe de estado y que devolvieran al Emperador a su legítimo lugar. Sólo consiguió molestarlos, que le abuchearan y se mofaran de él. Como no fue capaz de hacerse oír, acabó con el discurso tras unos pocos minutos. Regresó a la oficina del comandante y cometió seppuku. La costumbre de la decapitación al final de este ritual le fue asignada a Masakatsu Morita, miembro de la Tatenokai. Pero Morita no fue capaz de realizar su tarea de forma adecuada: después de varios intentos fallidos, le permitió a otro miembro de la Tatenokai, Hiroyasu Koga, acabar el trabajo. Entonces Morita también cometió seppuku y fue decapitado por Koga.
Otros elementos tradicionales del suicidio ritual fueron la composición de jisei no ku (un poema compuesto por uno mismo cuando se acerca la hora de su propia muerte) antes de su entrada en el cuartel general.1

Mishima preparó su suicidio meticulosamente durante al menos un año y nadie ajeno al cuidadosamente seleccionado grupo de miembros de la Tatenokai sospechaba lo que estaba planeando. Mishima debía haber sabido que su intento de golpe jamás podría haber tenido éxito y su biógrafo, traductor, y antiguo amigo John Nathan sugiere que fue sólo un pretexto para el suicidio ritual con el cual Mishima tanto había soñado. Mishima se aseguró de que sus asuntos estuvieran en orden e incluso tuvo la previsión de dejar dinero para la defensa en el juicio de los otros 3 miembros de la Tatenokai que no murieron.

El suicidio de Mishima ha estado siempre rodeado de mucha especulación. En el momento de su muerte acababa de terminar el libro final de su tetralogía El mar de la fertilidad, compuesta por las novelas Nieve de primavera, Caballos desbocados, El templo del alba y La corrupción de un ángel (esta última editada póstumamente, ya que el mismo día de su suicidio se la entregó a su editor), que, en su conjunto, constituyen una especie de testamento ideológico del autor, que se rebelaba contra una sociedad para él sumida en la decadencia moral y espiritual. Fue reconocido como uno de los más importantes estilistas del lenguaje japonés de posguerra.
Mishima escribió 40 novelas, 18 obras de teatro, 20 libros de relatos, y al menos, 20 libros de ensayos, así como un libreto. Una gran porción de su obra se compone de libros escritos rápidamente sólo por los beneficios monetarios, pero incluso no teniendo en cuenta estos, seguimos teniendo una parte sustancial de su obra.
Obras principales: Madame de Sade.  Confesiones de una máscara (仮面の告白; Kamen no kokuhaku), 1948. Sed de amor (愛の渇き; Ai no Kawaki), 1950. Los años verdes (青の時代; Ai no jidai), 1950. El color prohibido (禁色; Kinjiki), 1954..El rumor del oleaje (潮騒 Shiosai), 1956. El pabellón de oro (金閣寺; Kinkakuji), 1956. Después del banquete (宴のあと; Utage no ato) ,1960. El marino que perdió la gracia del mar, (午後の曳航; Gogo no eiko), 1963. La Perla y otros cuentos (; Shinju oyobi sonota no teiruzu), 1966. Incluye Patriotismo (憂国; Yokoku) del cual se hizo una película de 29 minutos y cuyas escenas aluden a su propio harakiri. El mar de la fertilidad (tetralogía) (豊饒の海; Hojo no umi, 1964-1970. Nieve de primavera (春の雪; Haru no yuki). Caballos desbocados (奔馬; Homba). El templo del alba (暁の寺; Akatsuki no tera), La corrupción de un ángel, (天人五衰; Tennin gosui), .
  • Música (音楽; Ongaku), 1972. Trata sobre la terapia que lleva a cabo un psicoanalista (el doctor Shiomi) con su paciente (Reiko), la cual llega a su consultorio aclarando que misteriosamente ha dejado de oír la música, que es utilizada por la paciente como una metáfora del orgasmo. La novela se centra en la investigación profesional del médico por encontrar la razón de la frigidez de la paciente y por aclarar la atracción que ésta despierta en él. Lecciones espirituales para los jóvenes samuráis, (葉隠入門; Hagakure Nyūmon)
Su carácter narcisista le llevó a participar en representaciones teatrales, espectáculos públicos y películas como Yokoku (llamada en el mundo occidental "Patriotismo", o, en Japón, "El rito de amor y de muerte"), corto que él mismo escribió, dirigió, protagonizó y produjo. En él, representó su propio seppuku.
Semblanza biográfica: Wikipedia. Texto:ciudadseva.com. Foto:internet.