El cuento del domingo

 

Augusto Monterroso

Obras completas



Cuando cumplió cincuenta y cinco años, el profesor Fombona había consagrado cuarenta al resignado estudio de las más diversas literaturas, y los mejores círculos intelectuales lo consideraban autoridad de primer orden en una dilatada variedad de autores. Sus traducciones, monografías, prólogos y conferencias, sin ser lo que se llama geniales (por lo menos eso dicen hasta sus enemigos) podrían constituir en caso dado una preciosa memoria de cuanto valor se ha escrito en el mundo, máxime si ese caso fuera, digamos, la destrucción de todas las bibliotecas existentes.
Su gloria como maestro de la juventud no era menor. El selecto grupo de ávidos discípulos que comandaba, y con el que compartía una que otra hora por las tardes, veía en él un humanista de inagotable erudición y seguía sus indicaciones con fanatismo incondicional, del que el propio Fombona era el primero en asustarse: más de una vez había sentido el peso de esos destinos gravitando sobre su conciencia.
El último, Feijoo, apareció tímidamente. Un día. Con cualquier pretexto, se atrevió a reunírseles en el café*. Aceptado en principio por Fombona, más tarde se incorporó al grupo como todo buen neófito: con cierto temor inocultable y sin participar mucho en las discusiones. Sin embargo, pasados algunos días y vencida en parte la timidez inicial, se decidió al fin a mostrarles algunos versos Le gustaba leerlos él mismo, acentuando con entonación molestamente escolar las partes que creía de mayor efecto. Después doblaba sus papelitos con serenidad nerviosa, los metía en su cartapacio y jamás volvía a hablar de ellos. Ante cualquier opinión, favorable o negativa, desarrollaba un silencio oprimido, molesto. Inútil consignar que a Fombona esos trabajos no le parecían buenos, pero adivinaba en el autor cierta fuerza poética oculta pugnando por salir.
La inseguridad de Feijoo no podía escapar a la felina percepción de Fombona. Muchas veces lo pensó con detenimiento y estuvo a punto de decirle unas palabras de elogio (era obvio que Feijoo las necesitaba); pero una resistencia extraña que no llegó nunca a comprender, o que trataba por todos los medios de ocultarse, le impedía pronunciar esas palabras. Por el contrario, si algo se le ocurría era más bien una broma, cualquier agudeza sobre los versos, que provocaba invariablemente la risa de todos. Decía que eso «descargaba la atmósfera» haciendo menos sensible su presencia de maestro; pero un acre remordimiento se apoderaba siempre de él inmediatamente después de aquellas salidas. La parquedad en el elogio era la virtud que cultivaba con más esmero. Sin duda porque él mismo, a la edad de Feijoo, se avergonzaba de escribir versos, y un rubor invencible -tanto mas difícil de evitar cuanto más combatido- le subía al rostro si alguien encomiaba sus vacilantes composiciones. Aún ahora, cuando cuarenta años de tenaz ejercicio literario -traducciones, monografías, prólogos y conferencias- le deparaban una seguridad antes desconocida, rehuía todo género de alabanzas, y los elogios de sus admiradores eran para él más bien una constante amenaza, algo que en secreto imploraba, pero que rechazaba siempre con un gesto huraño, o superior.
Con el tiempo los poemas de Feijoo empezaron a ser perceptiblemente mejores. Claro, ni Fombona ni su grupo se lo decían, pero en ausencia de Feijoo comentaban la posibilidad de que terminara por convertirse en un gran poeta. Sus progresos fueron finalmente tan notorios que el mismo Fombona se entusiasmó, y una tarde, como sin darse cuenta, le dijo que a pesar de todo sus versos encerraban no poca belleza. El rubor de Feijoo ante lo insólito de ese inesperado incienso fue más visible y penoso que nunca. Evidentemente sufría por la exigencia futura que esas palabras implicaban: mientras Fombona guardó silencio no tenía nada que perder; ahora su obligación era superarse a cada nuevo intento para conservar el derecho a aquella generosa frase de aliento.
Desde entonces le fue cada vez más difícil mostrar sus trabajos. Por otra parte, a partir de ese momento el entusiasmo de Fombona se transformó en una discreta indiferencia que Feijoo no tuvo la capacidad de comprender. Un sentimiento de impotencia lo asaltó ya no sólo ante los demás, sino hasta a solas consigo mismo. Aquella alabanza de Fombona equivalía un poco a la gloria, y el riesgo de una censura fue algo que Feijoo no se sintió ya con fuerzas para afrontar. Pertenecía a esa clase de personas a quienes los elogios hacen daño.
En Daysie's el café no es muy bueno y últimamente lo contamina la televisión. Saltemos sobre la ingrata descripción de ese ambiente banal y no nos detengamos, pues no viene al caso, ni siquiera a ver los rostros llenos de vida de las adolescentes que pueblan las mesas, ni mucho menos a oír las conversaciones de los graves empleados de banco que en las tardes, a la hora del crepúsculo, gustan dialogar, llenos de la suave melancolía propia de su profesión, acerca de sus números y de las mujeres sutilmente perfumadas con que sueñan.
Iturbe, Ríos y Montúfar charlaban sobre sus respectivas especialidades: Montúfar, Quintiliano; Ríos, Lope de Vega; Iturbe, Rodó. Al calor de un café que la charla había dejado enfriar, Fombona, como un director de orquesta, señalaba a cada uno la nota apropiada, y extraía una y otra vez de su insondable saco gris (cruelmente injuriado por superpuestas manchas de origen poco misterioso) tarjetas con nuevos datos, por las cuales la posteridad estaría en aptitud de saber que hubo una coma que Rodó no puso, un verso que Lope encontró prácticamente en la calle, un giro que indignaba a Quintiliano. Brillaba en todos los ojos la alegría que esos aportes eruditos despiertan siempre en las personas de corazón sensible. Cartas de primordiales especialistas, envíos de amigos lejanos y hasta contribuciones de procedencia anónima, iban a acrecentar semana a semana el conocimiento exhaustivo de esos grandes hombres distantes en el tiempo y en la geografía. Esta variante, aquella simple errata descubierta en los textos, acrecentaban en el grupo la fe en la importancia de su trabajo, en la cultura, en el destino de la humanidad.
Feijoo, según su costumbre, llegó en silencio y se colocó de inmediato al margen de la conversación. Aparte de conocer bien a Lope de Vega (aunque conocer «bien» a Lope de Vega era algo que Fombona no creía posible), es improbable que supiera distinguir con claridad la diferencia precisa entre Quintiliano y Rodó. Resultaba fácil ver que se sentía molesto y como disminuido.
Fombona consideró propicio el momento. Como solía en esos casos, produjo un cargado silencio que se prolongó por varios minutos. Después, sonriendo un poco, dijo:
-Dígame, Feijoo, ¿recuerda aquella cita de Shakespeare que trae Unamuno en el capítulo III de Del sentimiento trágico de la vida?
No; Feijoo no la recordaba.
-Búsquela; es interesante, puede servirle.
Tal como lo esperaba, al día siguiente Feijoo habló de aquella cita y de su torpe memoria.
Unamuno dejó de ser tema de conversación por algunos días. Y Quintiliano, Lope y Rodó tuvieron tiempo de crecer considerablemente.
Cuando ya Unamuno estaba olvidado por completo:
-Feijoo -dijo otra vez sonriendo Fombona-, usted que conoce tan bien a Unamuno, ¿recuerda cuál fue su primer libro traducido al francés?
Feijoo no lo recordaba muy bien.
El sábado y el domingo siguiente no se vieron. Pero el lunes Feijoo proporcionó ese dato, y la fecha, y el pie de imprenta.
Desde ese día inolvidable las conversaciones adquirieron un nuevo huésped efectivo: Feijoo. Ahora charlaban mucho mejor, y cierto atardecer desapacible, en que la lluvia imprimía una vaga tristeza en los rostros de todos, Feijoo pronunció por primera vez, clara y distintamente, el nombre sagrado de Quintiliano. Feijoo, antigua pieza suelta en aquel armonioso sistema, había encontrado por fin su lugar preciso en el engranaje. Desde entonces los unió algo que antes no compartían: el afán de saber, de saber con precisión.
Fombona volvió a gozar el deleite de sentirse maestro, y un día y otro imprimió un nuevo signo en aquella dócil materia. ¡La indecisión de Feijoo encajaba tan fácilmente en la indecisión de Unamuno! El tema no fue escogido al azar. El campo era infinito. Unamuno filósofo, Unamuno novelista, Unamuno poeta, Kierkegaard y Unamuno, Unamuno y Heidegger y Sartre. Un autor digno de que alguien le consagrara la vida entera, y él, Fombona, encauzando esa vida, haciéndola una prolongación de la suya. Imaginaba a Feijoo en un mar de papeles y notas y pruebas de imprenta, libre de sus temores, de su horror a la creación. ¡Qué seguridad adquiriría! Cómo en adelante aquel querido muchacho temeroso podría enfrentarse a quien fuera, y hablar de todo a través de Unamuno. Y se vio a sí mismo, cuarenta años atrás, sufriendo avergonzado y solo por el verso que se negaba a salir, y que si salía era únicamente para producirle aquel rubor como fuego que nunca pudo explicarse. Pero de nuevo volvió la vieja duda a atormentarlo. Se preguntó otra vez si sus traducciones, monografías, prólogos y conferencias -que constituirían, en caso dado, una preciosa memoria de cuanto de valor se había escrito en el mundo- bastarían a compensarlo de la primavera que sólo vio a través de otros y del verso que no se atrevió nunca a decir. La responsabilidad de un nuevo destino oprimía sus hombros. Y un como remordimiento, el viejo remordimiento de siempre, vino a intranquilizar sus noches: Feijoo, Feijoo, muchacho querido, escápate, escápate de mí, de Unamuno; quiero ayudarte a escapar.
Cuando Marcel Bataillon nos visitó hace unos meses, Fombona les propuso organizar una reunión para agasajarlo y hablar de sus libros.
En la pequeña fiesta Bataillon se interesó vivamente por los nuevos poetas, por la investigación literaria, por la pintura, por todo. Como a las diez y media Fombona tomó a Feijoo por el brazo (creyó percibir una ligera resistencia que fue vencida más por la autoridad de su mirada sonriente que por la fuerza), se acercó al distinguido visitante y pronunció despacio, con calma:
-Maestro, quiero presentarle a Feijoo. Es especialista en Unamuno; prepara la edición crítica de sus Obras completas.
Feijoo le estrechó la mano y dijo dos o tres palabras que casi no se oyeron, pero que significaban que sí, que mucho gusto, mientras Fombona saludaba de lejos a alguien, o buscaba un cerillo, o algo.

Augusto Monterroso (Tegucigalpa, 21 de diciembre de 1921Ciudad de México, 7 de febrero de 2003). Escritor hispanoamericano, natural de Guatemala y nacionalizado como mexicano,[cita requerida] conocido por sus producciones de relatos breves e hiperbreves.
Augusto Monterroso nació el 21 de diciembre de 1921 en Tegucigalpa[cita requerida], capital de Honduras. Sin embargo, a los 15 años su familia se estableció en Guatemala y desde 1944 fijó su residencia en México, al que se trasladó por motivos políticos.
Narrador y ensayista, empezó a publicar sus textos a partir de 1959, año en que se publica la primera edición de Obras completas (y otros cuentos), conjunto de incisivas narraciones donde comienzan a notarse los rasgos fundamentales de su narrativa: una prosa concisa, breve, aparentemente sencilla que sin embargo está llena de referencias cultas, así como un magistral manejo de la parodia, la caricatura,y el humor negro.
Las escrituras de Augusto se trasladaron a diferentes lugares del mundo, como a Japón, país donde se convirtieron varias de sus escritos en series de televisión, haciendo referencia a dibujos animaos, comics, series y demás, entre estas distinguimos: Pieza Única (One Piece) que fue compuesta por el director de mangas Eiichirō Oda.
Tito, como lo llamaban sus allegados, el gran escritor de cuentos y fábulas breves, falleció de un paro cardíaco el 7 de febrero de 2003. Estuvo casado con la escritora de origen libanés Bárbara Jacobs.1
Es considerado como uno de los maestros de la mini-ficción y, de forma breve, aborda temáticas complejas y fascinantes, con una provocadora visión del mundo en el universo y una narrativa que deleita a los lectores más exigentes, haciendo habitual la sustitución del nombre por el apócope.[cita requerida] Entre sus libros destacan además: La oveja negra y demás fábulas (1969), Movimiento perpetuo (1972), la novela Lo demás es silencio (1978); Viaje al centro de la fábula (conversaciones, 1981); La palabra mágica (1983) y La letra e: fragmentos de un diario (1987). En 1998 publicó su colección de ensayos La vaca.
Su composición Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí, estaba considerada como el microrrelato más breve de la literatura universal hasta la aparición de El emigrante de Luis Felipe Lomelí. Sobre El Dinosaurio, Monterroso aseveró que "sus interpretaciones eran tan infinitas como el universo mismo". En 1970 ganó el premio Magda Donato, en 1975 el Premio Xavier Villaurrutia por Antología personal,2 y en 1988 le fue entregada la condecoración del Águila Azteca, por su aporte a la cultura de México. Fue galardonado con el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances (México) en 1996. En 1997 el Ministerio de Cultura y Deportes de Guatemala le otorgó el Premio Nacional de Literatura "Miguel Ángel Asturias". En 2000 le fue concedido el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en reconocimiento a toda su carrera. Obras. Obras completas (y otros cuentos) (1959). La oveja negra y demás fábulas (1969). Movimiento perpetuo (cuentos, ensayos y aforismos, 1972). Lo demás es silencio (novela, 1978). Viaje al centro de la fábula (entrevistas, 1981). La palabra mágica (cuentos y ensayos, 1983). La letra e: fragmentos de un diario (1987). Los buscadores de oro (autobiografía, 1993).La vaca (ensayos, 1998). Pájaros de Hispanoamérica (antología, 2002). Literatura y vida (cuentos y ensayos, 2004.
Semblanza biográfica: Wikipedia. Texto:cuentosinfin.com.Foto:archivo

El cuento del domingo



Patricia Melo

Infierno

Sol, piojos, trapicheos, gente chévere, trapos, moscas, televisión, usureros, sol, plástico, tempestades, trastos varios, música funk, basura y estafadores infestan el lugar. El muchacho que sube el cerro es José Luis Reis, Reizinho. Aparte de Reizinho, nadie allí es José, Luis, Pedro, Antonio, Joaquín, María, Sebastiana. Son Giseles, Alexis, Karinas, Washingtons, Christians, Vans, Daianas, Keblers y Eltons, nombres sacados de novelas, programas de televisión, del jet set internacional, de las revistas de modas y de productos importados que invaden las favela.

Subiendo. Calles de tierra. Ocho años, el muchacho Reizinho. Un papalote en las manos. Los pies descalzos. Un short  naranja. Una niña actúa para la cámara de filmación. Es habitual tropezarse con un equipo de periodistas de televisión en la favela. La muchacha dice que sabe bailar. Y sabe. Proyecta el culo en dirección a la cámara, se contonea,  sensual.  Dos flaquitas, en la puerta del bar de Onofre, la ridiculizan. Chupan mango. La gorda quiere rodar, dicen, mira la gorda. Se carcajean. Ella  les dice comemierdas metidas en lo que no les importa y continúa su serpenteo. Le sonríe a Reizinho. Los muchachos preguntan al camarógrafo si pueden cantar un rap. Pueden. El mango es lanzado lejos. Montañas de basura. Comiencen, dice el camarógrafo.  Urubúes. Perros. Prefiero ser una metamorfosis ambulante/Prefiero ser/Que vivir en esa vieja opinión/Ambulante/Prefiero ser/Vieja opinión formada sobre todo/Todo/Metamorfosis ambulante sobre/ Sobre qué es el amor/Ambulante/Sobre lo que yo ni sé quién soy. Eso es de Raúl, afirma el camarógrafo, y Reizinho sigue, apretando el paso. Durante la caminata cerro arriba, las criadas le sonríen, pasan, niños, perros, electricistas, adiós, agitan las manos, ladran, perras, niñeras y mecanógrafos, perros, yeseros, chulos, porteros, ladrones de carros, niños sonríen, mozas en las ventanas, parqueadores, asaltantes, costureras,  sonríen, traficantes de armas, el lugar está repleto, niños, lamentos, es ruidoso, confuso, abarrotado, sucio y colorido. Reizinho atraviesa todo, prestando especial atención a los perros que se cruzan en su camino.

Allá en lo alto se ven muchas parabólicas y tejas Eternit. Aviones volando bajo. Basura. Perros cagando en la hierba. Trenes. Edificios de dos pisos. Teléfonos públicos, colas. El viento está fuerte. Reizinho se recuesta contra el muro del mirador y prepara su papalote. Nunca entendió por qué los muchachos del cerro Berimbau empinaban los suyos por diversión. ¿Cuál es la belleza de un papalote en el cielo? Ninguna.  Si acaso los colores. Bonito es ver volar a un urubú. Si quisiera jugar, escogería otra cosa, enterraría una llave en el sofá de napa verde, un trasto viejo que la patrona de mamá les metió en la casa, brummm, simulaba el arranque y llevaba pasajeros elegantes del Hotel Nacional, brummm, Leblon, Copacabana, Ipanema, Barra, shoppings,  compras, brummm, avenida Atlántica, playas, perfumes, mujeres de piernas cruzadas, labios, brummm, medias negras, blancas,  tacones altos, ¿por qué clausuraron el Hotel Nacional? Y si cerrase los ojos y, brummm, acelerase, el carro entraría en una avenida vacía, y todo pasaría, el blanco de la arena del mar, el azul, el verde, el gris del mar, corría, el gris del cielo, corría, esquivaría los postes que le pusieran  enfrente, brummm, esquivaría su casa, brummm, su madre, su cama, esquivando, las palizas y las noches largas, brummm, brummm, y si acelerase más todavía, después de muchas curvas, se encontraría al final de un túnel, bloqueando el camino, con un hombre alto, pecho de nadador profesional, ey tú, soy tu padre, diría el hombre, entrando en el carro. Sigue. Seguían, amigos. Siempre imaginaba a su padre blanco, a pesar de estar harto de ver en las dos únicas fotos de su padre negro, bien negro, que robara a su madre. Bonito, su padre. Justo, correcto, honesto, su padre, negro, no en el sueño. Siempre su padre le explicaba que era mentira lo que decían de él, las historias de que salió  de casa para comprar cerveza, con una vasija en las manos, y nunca más volvió. Calumnias asquerosas. La cirrosis era calumnia, las borracheras, las palizas, las amantes, calumnias y más calumnias. Los encuentros con su padre no sólo ocurrían cuando estaba en el sofá, manejando, sino también cuando daba vueltas en la cama, insomne, y, brummm, era chofer de un taxi. Peo no le gustaba encontrase con su padre de esa forma. Era mejor cuando lo esperaba en la puerta de la casa. Vamos al McDonald”s. Vamos al cine. Vamos a comer rositas de maíz. Vamos a conocer Bahía. Vamos a cazar avispas. Era fácil ser propietario de una flota de avispas, siguiendo las instrucciones de su padre: capturarlas en días lluviosos, en los charcos, arrancarles el aguijón, amarrarlas en fila y mirarlas volar, esclavas. Otra cosa que su padre le enseñó, en sueños, fue a usar la escoba como micrófono y repetir  palabras que dicen en la televisión, déficit, bonos del tesoro, mercado inmobilario, créditos bancarios, cambio. Las personas de la televisión, casi todas, eran muy queridas por Reizinho. Pero Reizinho no estaba allí en la punta del cerro de Berimbau para jugar. Era  un observador profesional. Y le gustaba observar, no de aquella forma, desde lo alto, el conjunto, toda la favela, las casuchas, la multitud. Prefería los detalles. El pie de una señora, en el ómnibus, los callos, las uñas sucias o limpias, largas, pintadas, destrozadas por la micosis, los dedos saliéndose de las sandalias, los calcañales, nunca supo explicar por qué las minucias, las deformidades y las desproporciones lo atraían tanto, mujeres muy gordas, o muy delgadas, muy negras, cabellos muy rizados, Reizinho no conseguía apartar los ojos de determinada especie de fealdad, los pliegues de las obesas fofas, la expresión de bondad de los mongoloides, la celulitis en las playas, el sudor en el bozo, los tetrapléjicos, los tullidos, los locos, todos ellos atraían la mirada de Reizinho con la misma voracidad que la belleza de Susana, la vecina. Vas acabar aplastado en plena calle, decía Carolaine, su hermana mayor,  está bueno ya de mirar, no mires a la gente, decía ella, cuando estaban en el ómnibus, en la playa, en cualquier lugar donde hubiese mucha gente. Más tarde, cuando se hizo amigo de Leitor, supo que en Francia la gente aprovecha el tiempo en el transporte para leer. Leitor consideraba el hábito de lectura de los europeos algo formidable. Imagínense, leer, leer todo el tiempo. En el metro. En los cafés. Reizinho era incapaz de comprender tal actitud. Siempre pensó que lo más interesante del mundo eran los hombres, las mujeres. Más atractivos que los libros y los paisajes. Las mujeres. Siempre se sentía desorientado espacialmente, porque jamás prestó atención a las calles, caminos, plazas, direcciones. Nada más observaba a las personas. Las mujeres. Los hombres.  Los niños. Y los perros. Y su trabajo era, precisamente, ése, mirar. Los marihuaneros eran los más fáciles de reconocer, tranquilos, displicentes, bien diferentes de los cocainómanos, que andan tensos, aunque son menos acelerados que los usuarios del crack y de drogas más pesadas, viciosos que llegan descompuestos y enloquecidos a los tiros de droga, como si fuesen funcionarios de la bolsa de valores. Negrito enviciado tiene vida difícil, le había explicado Milton, el jefe de narcotráfico en el cerro de Berimbau y novio de Susana, la vecina linda como una flor, Negrito se acuerda de la droga, decía Milton, y ya comienza a trajinar para conseguir dinero para comprar un sobre. Negrito roba, vende cualquier tareco que encuentra en la casa y corre para acá, para aliviarse, es una verdadera mierda, la vida del vicioso. Y si el vicio es por la heroína, mucho peor. Porque Negrito siente una sensación deliciosa, como de estar bajando por la montaña rusa, la primera vez, y, después, Negrito se droga para no estar temblando y sudando y cagando en la cama. Una mierda. Todo ese blablablá, decía Milton, es sólo para que entiendas mi consejo: no te metas en drogas, chiquito. Nunca. Si tú quieres ser un traficante de verdad, manténte lejos del crack , de la hierba, del polvo y de todo lo sabroso que vendemos aquí.

No tenía la menor importancia si el que subía al cerro era blanco, negro, vicioso, periodista, caritativa  profesional o intrépido aventurero, la orden era simple y clara, los traficantes debían saber todo respecto a quién entraba en la favela. Incluso debía ser comunicada hasta la presencia de los turistas extranjeros que pagaban en dólares para ver los desagües de mierda y a los niños pobres. Tenemos que desconfiar incluso de los gringos, decía Milton, puede haber un perro informante metido entre ellos, quiero saber todo todo todo: si entró, debe ser analizado. Y si Negrito no conectaba una cosa con  la otra, advertía Milton, Negrito se jode conmigo. Había un código para orientar el movimiento de los papalotes en el cielo. Cuando los muchachos como Reizinho desaparecían súbitamente de los puntos de observación y los papalotes desaparecían del horizonte, los traficantes sabían exactamente cómo cruzar.

Aquella mañana, Reizinho se acomodó en el mirador y después de dos tediosas horas de trabajo, vigilando la entrada de la favela, el movimiento, los callejones, las antenas, los tejados, las personas, el Vintáo, de la asociación de moradores, Rosa María, la bandida, Dedé y Preta, las lavanderas, los compradores, el Negrón, sentado en la puerta de su chabola vendiendo  cocaína, los soldados, la madre de Suzana llegando, Suzana  saliendo, Suzana, Suzana, Suzana, cada día más bonito, los niños corriendo, Suzana y su deliciosa carcajada, Reizinho sintió un sueño profundo, Suzana, carcajada, los ojos del muchacho se cerraban contra su voluntad. Evitando dormir, sacó del bolsillo u n papel, lo cortó en dos partes iguales, las cuadriculó, enumeró filas y columnas, y colocó en ellas destructores, submarinos y torpederas. Jugó a la batalla naval, haciendo el papel de los dos jugadores, uno era él mismo, el otro, su padre. E incluso teniendo como adversario a aquel hombre al que amaba tanto, a pesar de no conocerlo, a pesar de las cosas horribles que su madre decía de él, borracho, vago, canalla, mujeriego, Reizinho no conseguía dejar de hacer trampas, hundiendo rápidamente, uno a uno, todos los buques de guerra de su padre. Intentó con fuerza hacer trampas para el otro yo, su yo-padre, pero enseguida descubrió que hay un primer yo dentro de nuestros yos, un yo preocupado sólo de los propios intereses, egoísta, un yo que hace trampa, vence y no se da cuenta de la llegada de la policía a la favela.

Cuando Reizinho oyó los tiros, ya era tarde. De nada servía ya avisar. Carajo. Recogió el papalote indeciso, ¿debía volver a su casa? ¿Meterse en el laberinto, corriendo el riesgo de caer en el fuego cruzado? Acabó por ocultarse en el depósito de agua. Escondió la cabeza y volvió a sacarla. Pa rá pa pa par á. Carajo. Reizinho había oído decir que algunos vigilantes sabían reconocer las armas de comabate por los disparos, AR-15 americanas, Daewoos de Corea del Sur, AK-47 rusas, armas que llegaban a soltar quince tiros por segundo y por las cuales se pagaban hasta siete mil dólares, y que además de matar, despedazaban al enemigo. Pero Reizinho no entendçia nada de armas. No en aquella época. Se sumergió de nuevo, oscuridad. Salio, pa pa par á rá, oscuridad, pa pa rá pa pa pa, todo fue muy rápido, el helicóptero se marchó, lo peor vino después, un silencio largo, un nada, ni siquira los perros ladraban. El agua hasta la nariz. Es la peor parte, decía Milton, no hay nada peor en la guerra que el silencio. Puede ser la tregua, hay un buen chance de que sea una tregua, pero también hay la posibilidad de que Negrito se lleve un tiro en la carótida, salido de la nada, tuf y morir. Se hunde. Carajo. Silencio, silencio, silencio. No sucedió nada más. Reizinho no consiguió salir del depósito de agua ni siquiera cuando estuvo seguro de que la policía se había marchado. ¿Qué le diría a Milton? ¿Cómo no vio a los policías? ¿Y su madre? ¿Por qué estás todo mojado José Luis? La voz fría de la madre, su mirada impasible, ¿dónde tú estabas metido, José Luis? Y taf, taf, habla, imbécil, a su madre le gustaba golpearle en la cara, niño, habla rápido, antes de que te reviente, y taf, y tap, Negrito idiota, yo te voy a enseñar, taf, Reizinho sabía que después de la larga secuencia de golpes su made siempe se calmaba y se embobecía frente a la televisión, era sólo por eso que lo golpeaba, para poder quedarse en paz y ver tranquila las novelas. ¿Qué importaba que él estuviese mal en la escuela? ¿Qué si iba bien? ¿A quién le interesaba? ¿Qué no sabía leer? ¿Escribir? ¿Para qué otra cosa servía la escuela? Las zurras no tenían nada que ver con eso, ni con Milton, aunque ella le soltara la misma letanía todos los días, si te juntas con Milton, te mato, había repetido esa frase tantas veces, te mato, con tanto énfasis, que acabó dándole la idea, y Reizinho fue a ver a Milton para pedirle un trabajo. Todavía no se acuerda perfectamente cómo mpezó todo. Fue después de una zurra. Cogió el papalote de un amigo y esperó a que Milton apareciese por la casa de Suzana. Cuando los dos se besaban en la puerta, Reizinho corrió de un lado para otro con el papalote en la mano. Milton ni siquiera lo había visto. Ni Suzana. Entonces Reizinho tuvo una idea mejor. Se paró delante de la pareja y comenzó a gritar y a romper el papalote, lo hizo pedazos, partió las varillas, tiró todo al suelo, sin dejar de gritar. A Milton le gustó. Rió. Qué chiquillo más loco. ¿Quieres trabajar para mí? Fue así.  Fue idea de su madre, yo te mato, yo te mato si te juntas con eso bandidos. Paf. Después los golpes, Reizinho sentía como si hubiese tragado un huevo de tristeza, un huevo que se le atascaba en el esófago, entre la garganta y el pecho, taf, golpea, él pensaba, golpra, puede golpear, con el tiempo el huevo se rompió, tap, y Reizinho pasó a no sentir nada más, nuna más, tap, sólo era carne siendo golpeada, golpea, pensaba, puede golpear, no duele, carajo.

El papalote está aquí, dijeron. Una voz familiar. Reizinho hundió la cabeza en el agua e, inmediatamente, fue izado de los pelos. ¿Qué pasa,  suertudo, dijo el Voláo, vamos a nadar? El Voláo tenía ese apodo porque siempre se encantaba con aparatos electrónicos, cualquier porquería que pitase y se encendiese estaba “voláo”,  batidora voláo, reloj voláo, revólver voláo, y enseguida Milton comenzó a llamarlo el Negrón Voláo. El Voláo le dio a Reizinho tantas zambullidas, que el muchacho se desmayó.

Cuando despertó estaba en un cuarto sofocante, sin ventanas, un afiche del equipo Vasco da Gama pegado en la pared. Los otros vigilantes también estaban allí, Vavá, Loriva,  Varilla y Luisón, todos sentados en el suelo, con la ropa rota y sus ojazos asustados. Vasco da Gama. Si un día conociese de verdad a  su padre, lo invitaría a un juego del Vasco da Gama contra el Flamengo. La televisión encendida. Jaú y el Voláo con los ojos clavados en la pantalla. La novela. Helena es una bandida, decían los actores, ella es capaz de todo. ¿Cómo descubrió Helena el secreto del cofre? Es una canalla. Le tengo miedo a Helena, mamita. Un capítulo entero diciendo eso, que Helena era una bandida. Carajo. Reizinho cerró los ojos, su madre también debía estar viendo la novela. En todas las casas del cerro, la televisión encendida, las voces de las actrices, músicas románticas, y después los comerciales, compre eso, compre aquello, las músicas, los culos, las cervezas, las promociones,  los noticieros, las desgracias, Reizinho sintió un cierto alivio con aquel sonido familiar, el audio de la televisión le dab una sensación de paz  y familia. ¿Se despertó el bebé? Preguntó el Voláo.

Milton entró cuando pasaban los comerciales. Apaga la televisión, dijo a Jaú. Comemirdas, gritó, dirigiéndose a los muchachos. Comemierdas cagones. Perdimos a melón por culpa de cinco mojones apestoso cagones de mierda maricones imbéciles trabajando para mí. Cinco mojones apestosos y ciegos. Imbéciles. Ven aquí, sanaco. Imbécil. Sólo matándote. Cagón. Tú primero, Reizinho. Los otros se ponen en fila. Y yo pensando que Negrito tenía futuro, tú mismo, Reizinho, pensé negrito conectaba con la otra. Él siempre decía eso, Milton. Una cosa con la otra. Comemierdas. Ven acá, comemierda. Reizinho se aproximó. Milton sacó un revólver de la cintura, apoyó el cañón del arma en la palma de la mano del muchacho y disparó.
Patricia Melo.Escritora brasileña. Novelista, dramaturga y guionista de cine y televisión. Es considerada por la crítica de su país como la sucesora de Rubem Fonseca en la novela negra brasileña, género en que ha desarrollado casi toda su obra. Traducida ya a diversos idiomas, su obra narrativa se compone de las novelas Acqua toffana, 1994,  El matador, 1995, ganadora de los premios Deux Océans, Francia, 1996, y Krim Press, Alemania, 1998. El elogio de la mentira, 1998, y más recientemente, Infierno. Es autora de la obra de teatro Dos mujeres y un cadáver. Adaptó al cine las novelas de Fonseca El caso Morel y Bufo y Spallanzani.
Sinopsis biográfica, y texto traducido por Leonardo Padura Fuentes. Tomado de Variaciones en negro. Antología de cuentos policiacos. Foto autora: internet.

El cuento del domingo

Katherine Mansfield
 La mosca 
-Pues sí que está usted cómodo aquí -dijo el viejo señor Woodifield con su voz de flauta. Miraba desde el fondo del gran butacón de cuero verde, junto a la mesa de su amigo el jefe, como lo haría un bebé desde su cochecito. Su conversación había terminado; ya era hora de marchar. Pero no quería irse. Desde que se había retirado, desde su... apoplejía, la mujer y las chicas lo tenían encerrado en casa todos los días de la semana excepto los martes. El martes lo vestían y lo cepillaban, y lo dejaban volver a la ciudad a pasar el día. Aunque, la verdad, la mujer y las hijas no podían imaginarse qué hacía allí. Suponían que incordiar a los amigos... Bueno, es posible. Sin embargo, nos aferramos a nuestros últimos placeres como se aferra el árbol a sus últimas hojas. De manera que ahí estaba el viejo Woodifield, fumándose un puro y observando casi con avidez al jefe, que se arrellanaba en su sillón, corpulento, rosado, cinco años mayor que él y todavía en plena forma, todavía llevando el timón. Daba gusto verlo.
Con melancolía, con admiración, la vieja voz añadió:
-Se está cómodo aquí, ¡palabra que sí!
-Sí, es bastante cómodo -asintió el jefe mientras pasaba las hojas del Financial Times con un abrecartas. De hecho estaba orgulloso de su despacho; le gustaba que se lo admiraran, sobre todo si el admirador era el viejo Woodifield. Le infundía un sentimiento de satisfacción sólida y profunda estar plantado ahí en medio, bien a la vista de aquella figura frágil, de aquel anciano envuelto en una bufanda.
-Lo he renovado hace poco -explicó, como lo había explicado durante las últimas, ¿cuántas?, semanas-. Alfombra nueva -y señaló la alfombra de un rojo vivo con un dibujo de grandes aros blancos-. Muebles nuevos -y apuntaba con la cabeza hacia la sólida estantería y la mesa con patas como de caramelo retorcido-. ¡Calefacción eléctrica! -con ademanes casi eufóricos indicó las cinco salchichas transparentes y anacaradas que tan suavemente refulgían en la placa inclinada de cobre.
Pero no señaló al viejo Woodifield la fotografía que había sobre la mesa. Era el retrato de un muchacho serio, vestido de uniforme, que estaba de pie en uno de esos parques espectrales de estudio fotográfico, con un fondo de nubarrones tormentosos. No era nueva. Estaba ahí desde hacía más de seis anos.
-Había algo que quería decirle -dijo el viejo Woodifield, y los ojos se le nublaban al recordar-. ¿Qué era? Lo tenía en la cabeza cuando salí de casa esta mañana. -Las manos le empezaron a temblar y unas manchas rojizas aparecieron por encima de su barba.
Pobre hombre, está en las últimas, pensó el jefe. Y sintiéndose bondadoso, le guiñó el ojo al viejo y dijo bromeando:
-Ya sé. Tengo aquí unas gotas de algo que le sentará bien antes de salir otra vez al frío. Es una maravilla. No le haría daño ni a un niño.
Extrajo una llave de la cadena de su reloj, abrió un armario en la parte baja de su escritorio y sacó una botella oscura y rechoncha.
-Ésta es la medicina -exclamó-. Y el hombre de quien la adquirí me dijo en el más estricto secreto que procedía directamente de las bodegas del castillo de Windsor.
Al viejo Woodifield se le abrió la boca cuando lo vio. Su cara no hubiese expresado mayor asombro si el jefe hubiera sacado un conejo.
-¿Es whisky, no? -dijo débilmente.
El jefe giró la botella y cariñosamente le enseñó la etiqueta. En efecto, era whisky.
-Sabe -dijo el viejo, mirando al jefe con admiración- en casa no me dejan ni tocarlo-. Y parecía que iba a echarse a llorar.
-Ah, ahí es donde nosotros sabemos un poco más que las señoras -dijo el jefe, doblándose como un junco sobre la mesa para alcanzar dos vasos que estaban junto a la botella del agua, y sirviendo un generoso dedo en cada uno-. Bébaselo, le sentará bien. Y no le ponga agua. Sería un sacrilegio estropear algo así. ¡Ah! -Se tomó el suyo de un trago; luego se sacó el pañuelo, se secó apresuradamente los bigotes y le hizo un guiño al viejo Woodifield, que aún saboreaba el suyo.
El viejo tragó, permaneció silencioso un momento, y luego dijo débilmente:
-¡Qué fuerte!
Pero lo reconfortó; subió poco a poco hasta su entumecido cerebro... y recordó.
-Eso era -dijo, levantándose con esfuerzo de la butaca-. Supuse que le gustaría saberlo. Las chicas estuvieron en Bélgica la semana pasada para ver la tumba del pobre Reggie, y dio la casualidad que pasaron por delante de la de su chico. Por lo visto quedan bastante cerca la una de la otra.
El viejo Woodifield hizo una pausa, pero el jefe no contestó. Sólo un ligero temblor en el párpado demostró que estaba escuchando.
-Las chicas estaban encantadas de lo bien cuidado que está todo aquello -dijo la vieja voz-. Lo tienen muy bonito. No estaría mejor si estuvieran en casa. ¿Usted no ha estado nunca, verdad?
-¡No, no! -Por varias razones el jefe no había ido.
-Hay kilómetros enteros de tumbas -dijo con voz trémula el viejo Woodifield- y todo está tan bien cuidado que parece un jardín. Todas las tumbas tienen flores. Y los caminos son muy anchos. -Por su voz se notaba cuánto le gustaban los caminos anchos.
Hubo otro silencio. Luego el anciano se animó sobremanera.
-¿Sabe usted lo que les hicieron pagar a las chicas en el hotel por un bote de confitura? -dijo-. ¡Diez francos! A eso yo le llamo un robo. Dice Gertrude que era un bote pequeño, no más grande que una moneda de media corona. No había tomado más que una cucharada y le cobraron diez francos. Gertrude se llevó el bote para darles una lección. Hizo bien; eso es querer hacer negocio con nuestros sentimientos. Piensan que porque hemos ido allí a echar una ojeada estamos dispuestos a pagar cualquier precio por las cosas. Eso es. -Y se volvió, dirigiéndose hacia la puerta.
-¡Tiene razón, tiene razón! -dijo el jefe. aunque en realidad no tenía idea de sobre qué tenía razón. Dio la vuelta a su escritorio y siguiendo los pasos lentos del viejo lo acompañó hasta la puerta y se despidió de él. Woodifield se había marchado.
Durante un largo momento el jefe permaneció allí, con la mirada perdida, mientras el ordenanza de pelo canoso, que lo estaba observando, entraba y salía de su garita como un perro que espera que lo saquen a pasear.
De pronto:
-No veré a nadie durante media hora, Macey -dijo el jefe-. ¿Ha entendido? A nadie en absoluto.
-Bien, señor.
La puerta se cerró, los pasos pesados y firmes volvieron a cruzar la alfombra chillona, el fornido cuerpo se dejó caer en el sillón de muelles y echándose hacia delante, el jefe se cubrió la cara con las manos. Quería, se había propuesto, había dispuesto que iba a llorar...
Le había causado una tremenda conmoción el comentario del viejo Woodifield sobre la sepultura del muchacho. Fue exactamente como si la tierra se hubiera abierto y lo hubiera visto allí tumbado, con las chicas de Woodifield mirándolo. Porque era extraño. Aunque habían pasado más de seis años, el jefe nunca había pensado en el muchacho excepto como un cuerpo que yacía sin cambio, sin mancha, uniformado, dormido para siempre. «¡Mi hijo!», gimió el jefe. Pero las lágrimas todavía no acudían. Antes, durante los primeros meses, incluso durante los primeros años después de su muerte, bastaba con pronunciar esas palabras para que lo invadiera una pena inmensa que sólo un violento episodio de llanto podía aliviar. El paso del tiempo, había afirmado entonces, y así lo había asegurado a todo el mundo, nunca cambiaría nada. Puede que otros hombres se recuperaran, puede que otros lograran aceptar su pérdida, pero él no. ¿Cómo iba a ser posible? Su muchacho era hijo único. Desde su nacimiento el jefe se había dedicado a levantar este negocio para él; no tenía sentido alguno si no era para el muchacho. La vida misma había llegado a no tener ningún otro sentido. ¿Cómo diablos hubiera podido trabajar como un esclavo, sacrificarse y seguir adelante durante todos aquellos años sin tener siempre presente la promesa de ver a su hijo ocupando su sillón y continuando donde él había abandonado?
Y esa promesa había estado tan cerca de cumplirse. El chico había estado en la oficina aprendiendo el oficio durante un año antes de la guerra. Cada mañana habían salido de casa juntos; habían regresado en el mismo tren. ¡Y qué felicitaciones había recibido por ser su padre! No era de extrañar; se desenvolvía maravillosamente. En cuanto a su popularidad con el personal, todos los empleados, hasta el viejo Macey, no se cansaban de alabarlo. Y no era en absoluto un mimado. No, él siempre con su carácter despierto y natural, con la palabra adecuada para cada persona, con aquel aire juvenil y su costumbre de decir: «¡Sencillamente espléndido!».
Pero todo eso había terminado, como si nunca hubiera existido. Había llegado el día en que Macey le había entregado el telegrama con el que todo su mundo se había venido abajo. «Sentimos profundamente informarle que...» Y había abandonado la oficina destrozado, con su vida en ruinas.
Hacía seis años, seis años... ¡Qué rápido pasaba el tiempo! Parecía que había sido ayer. El jefe retiró las manos de la cara; se sentía confuso. Algo parecía que no funcionaba. No estaba sintiéndose como quería sentirse. Decidió levantarse y mirar la foto del chico. Pero no era una de sus fotografías favoritas; la expresión no era natural. Era fría, casi severa. El chico nunca había sido así.
En aquel momento el jefe se dio cuenta de que una mosca se había caído en el gran tintero y estaba intentando infructuosamente, pero con desesperación, salir de él. ¡Socorro, socorro!, decían aquellas patas mientras forcejeaban. Pero los lados del tintero estaban mojados y resbaladizos; volvió a caerse y empezó a nadar. El jefe tomó una pluma, extrajo la mosca de la tinta y la depositó con una sacudida en un pedazo de papel secante. Durante una fracción de segundo se quedó quieta sobre la mancha oscura que rezumaba a su alrededor. Después las patas delanteras se agitaron, se afianzaron y, levantando su cuerpecillo empapado, empezó la inmensa tarea de limpiarse la tinta de las alas. Por encima y por debajo, por encima y por debajo pasaba la pata por el ala, como lo hace la piedra de afilar por la guadaña. Luego hubo una pausa mientras la mosca, aparentemente de puntillas, intentaba abrir primero un ala y luego la otra. Por fin lo consiguió, se sentó y empezó, como un diminuto gato, a limpiarse la cara. Ahora uno podía imaginarse que las patitas delanteras se restregaban con facilidad, alegremente. El horrible peligro había pasado; había escapado; estaba preparada de nuevo para la vida.
Pero justo entonces el jefe tuvo una idea. Hundió otra vez la pluma en el tintero, apoyó su gruesa muñeca en el secante y mientras la mosca probaba sus alas, una enorme gota cayó sobre ella. ¿Cómo reaccionaría? ¡Buena pregunta! La pobre criatura parecía estar absolutamente acobardada, paralizada, temiendo moverse por lo que pudiera acontecer después. Pero entonces, como dolorida, se arrastró hacia delante. Las patas delanteras se agitaron, se afianzaron y, esta vez más lentamente, reanudó la tarea desde el principio.
Es un diablillo valiente -pensó el jefe- y sintió verdadera admiración por el coraje de la mosca. Así era como se debían de acometer los asuntos; ésa era la actitud. Nunca te dejes vencer; sólo era cuestión de... Pero una vez más la mosca había terminado su laboriosa tarea y al jefe casi le faltó tiempo para recargar la pluma, y descargar otra vez la gota oscura de lleno sobre el recién aseado cuerpo. ¿Qué pasaría esta vez? Siguió un doloroso instante de incertidumbre. Pero ¡atención!, las patitas delanteras volvían a moverse; el jefe sintió una oleada de alivio. Se inclinó sobre la mosca y le dijo con ternura: «Ah, astuta cabroncita». Incluso se le ocurrió la brillante idea de soplar sobre ella para ayudarla en el proceso de secado. Pero a pesar de todo, ahora había algo de tímido y débil en sus esfuerzos, y el jefe decidió que ésta tendría que ser la última vez, mientras hundía la pluma hasta lo más profundo del tintero.
Lo fue. La última gota cayó en el empapado secante y la extenuada mosca quedó tendida en ella y no se movió. Las patas traseras estaban pegadas al cuerpo; las delanteras no se veían.
-Vamos -dijo el jefe-. ¡Espabila! -Y la removió con la pluma, pero en vano. No pasó nada, ni pasaría. La mosca estaba muerta.
El jefe levantó el cadáver con la punta del abrecartas y lo arrojó a la papelera. Pero lo invadió un sentimiento de desdicha tan agobiante que verdaderamente se asustó. Se inclinó hacia delante y tocó el timbre para llamar a Macey.
-Tráigame un secante limpio -dijo con severidad- y dese prisa. -Y mientras el viejo perro se alejaba con un paso silencioso, empezó a preguntarse en qué había estado pensando antes. ¿Qué era? Era... Sacó el pañuelo y se lo pasó por delante del cuello de la camisa. Aunque le fuera la vida en ello no se podía acordar.
Katherine Mansfield es el pseudónimo que usó Kathleen Beauchamp (Wellington, Nueva Zelanda, 14 de octubre de 1888 - Fontainebleau, Francia, 9 de enero de 1923), una destacada escritora modernista de origen neozelandés.
Kathleen Bowden Murray nació como Kathleen Beauchamp el 14 de octubre de 1888 en una familia de clase media de origen colonial, en Wellington, Nueva Zelanda. Vivió con sus padres, dos hermanas, una abuela y dos tías adolescentes. Tenía una madre que era muy controladora, por lo que fue criada por su abuela. Esto se produce porque su madre quería tener un hijo, lo que provocó que ella le estuviera constantemente indicando que era un "accidente", por lo que no mostraba interés por ella. En 1893, la familia se muda a un área rural, donde pasará los mejores años de su infancia y donde nace su hermano Leslie.
En 1898, la familia vuelve a Wellington y ella publica su primera historia en la revista del colegio. En 1902, se enamora de su profesor de violonchelo, pero no es correspondida. Se siente rechazada por los habitantes, por lo que decide pedirle a sus padres que la envíen a estudiar a Londres. Sus padres se oponen, pero tras mucha insinstencia la dejan marcharse, junto a sus dos hermanas, al Queen's College de Oxford. Aparte de ir a clases al instituto, escribe también para la revista del mismo y recibe clases de violonchelo. Entonces conoce a su novia y después amante, Ida Baker. Pero cuando termina sus estudios sus padres le ordenan que vuelva a Wellington. Cuando vuelve, se arrepiente de haber vuelto, ya que no le gusta la vida en Wellington, un lugar que considera alejado del mundo inglés, y vuelve a Londres en 1908. A partir de entonces y durante el resto de su vida, su padre le envía una pensión anual de 100 libras esterlinas.
Para entonces, en 1908, se ha convertido en una buena violonchelista y sueña con dedicarse profesionalmente a eso, pero su padre no se lo permite y nunca lo hará realidad. Rápidamente se convierte en una bohemia, como muchos artistas de su época, y conoce a un chico llamado Garnet Trowell, del que se queda embarazada, pero los padres de éste se oponen a la relación y ésta termina. Conoce a un profesor de canto 11 años mayor que ella, George Bowden, con el que se casa, pero lo abandona la noche de bodas. Cuando informa a sus padres de que está embarazada, su madre, Annie, llega a Londres a principios de 1909 y se la lleva a Bad Wörishofen, en Baviera, Alemania, con la intención de mantener su embarazo en secreto y curar su lesbianismo, ya que su madre también conoce su relación con Ida Baker, su amante.
En algún momento en Alemania, sufre un aborto natural y pierde al bebé que esperaba. Vuelve a Londres en enero de 1910 y no volverá a ver a su madre. Allí publica 12 historias en "New Age". También mantiene una relación con la mujer de su jefe, Beatrice Hastings. Posteriormente, estas historias son publicadas en un libro con el título de "En una pensión alemana", pero tiene poco éxito. A pesar de eso, envía una historia a la revista "Rythym", pero esta es rechazada por el editor, John Middleton Murry, quien le pide algo más "oscuro". En 1911 ambos empiezan una relación, y acabarán casándose en 1918, pero es una relación "ahora sí, ahora no", compartida con Ida Baker. Unas veces está con Murry, otras con Baker, y otras con ambos, los tres viviendo juntos. Contrae gonorrea, que le provocará artritis para el resto de su vida. En 1912 la revista tiene muchas deudas, ya que el socio de Murry se ha ido con parte del dinero ganado. Entonces ella abandona a Murry y a Baker y se va a vivir a Francia, con otro hombre, pero la relación no funciona y decide volver a Londres con Murry. En febrero de 1915, su hermano Leslie llega a Londres, donde se está formando como oficial. Es un momento feliz para ella, pero la alegría no dura mucho, pues Leslie muere en el frente en octubre de ese año.
La muerte de su hermano le deja muy afectada, por lo que empieza a refugiarse en sus recuerdos de la infancia, cuando vivía en Nueva Zelanda, un lugar que antes le parecía horrible. A pesar de eso, a principios de 1916 entra en su época más productiva y su relación con Murry mejora. En diciembre de 1917, enferma de tuberculosis, por lo que empieza a viajar por toda Europa buscando una cura para la enfermedad. A pesar de eso, su salud empeora y tiene una fuerte hemorragia de la que logra recuperarse, en marzo de 1918. Para abril, ya ha conseguido divorciarse de George Bowden, y se casa con Murray, pero se separan dos semanas después.
Publica su segundo libro de historias, "Preludio". Durante el invierno de 1918, ella e Ida Baker viven en un pueblo en San Remo, en Italia, donde Murry llega para pasar las Navidades con ellas. La relación con Murry es distante a partir de ese momento, ya que viven separados, él en Londres y ella en Italia. Mientras está en Italia recibe la visita de su padre, que ha enviudado recientemente. A partir de entonces empieza a buscar desesperadamente cura para la tuberculosis, algunos poco ortodoxos.
En 1920 publica su tercer libro con historias "Por Favor", el cual es un gran éxito. Posteriormente, en 1921, se traslada a Suiza, donde escribe "El Viaje". Un año después publica su cuarto libro de historias, "La Fiesta En El Jardín". Viaja a París, donde se aloja en un balneario cerca de Fontainebleau, donde es visitada por Murry el 9 de enero de 1923. En la tarde de ese día sufre una segunda hemorragia pulmonar que le provoca la muerte a los 34 años.
Murry coge todo lo que había escrito y se lo lleva a Londres, para publicarlo. Prepara una serie de historias y las publica en un libro titulado "El Canto del Cisne" ese mismo año y al año siguiente hace lo mismo con otras historias en un libro titulado "Algo Infantil". Posteriormente publicará también su diario "Diario de Katherine Mansfield" (1927) y "Cartas de Katherine Mansfield" (1928).
Semblanza biográfica: Wikipedia.Texto y foto: El cuento del día.

El cuento del domingo

Jorge Luis Borges

El inmortal


Salomon saith. There is no new thing upon the earth. So that as Plato had and imagination, that all knowledge was but remembrance; so Salomon giveth his sentence, that all novelty is but oblivion.
FRANCIS BACON: Essays LVIII.

En Londres, a principios del mes de junio de 1929, el anticuario Joseph Carthapilus, de Esmirna, ofreció a la princesa de Lucinge los seis volúmenes en cuarto menor (1715-1720) de la Ilíada de Pope. La princesa los adquirió; al recibirlos, cambió unas palabras con él. Era, nos dice, un hombre consumido y terroso, de ojos grises y barba gris, de rasgos singularmente vagos. Se manejaba con fluidez e ignorancia en diversas lenguas; en muy pocos minutos pasó del francés al inglés y de inglés a una conjunción enigmática de español de Salónica y de portugués de Macao. En octubre, la princesa oyó por un pasajero del Zeus que Cartaphilus había muerto en el mar, al regresar a Esmirna, y que lo habían enterrado en la isla de Ios. En el último tomo de la Ilíada halló éste manuscrito.

I
Que yo recuerde, mis trabajos comenzaron en un jardín de Tebas Hekatómpylos, cuando Diocleciano era emperador. Yo había militado (sin gloria) en las recientes guerras egipcias, yo era tribuno de una legión que estuvo acuartelada en Berenice, frente al Mar Rojo: la fiebre y la magia consumieron a muchos hombres que codiciaban magnánimos el acero. Los mauritanos fueron vencidos; la tierra que antes ocuparon las ciudades rebeldes fue dedicada eternamente a los dioses plutónicos; Alejandría, debelada, imploró en vano la misericordia del César; antes de un año las legiones reportaron el triunfo, pero yo logré apenas divisar el rostro de Marte. Esa privación me dolió y fue tal vez la causa de que yo me arrojara a descubrir, por temerosos y difusos desiertos, la secreta Ciudad de los Inmortales.
Mis trabajos empezaron, he referido, en un jardín de Tebas. Toda esa noche no dormí, pues algo estaba combatiendo en mi corazón. Me levanté poco antes del alba; mis esclavos dormían, la Luna tenía el mismo color de la infinita arena. Un jinete rendido y ensangrentado venía del Oriente. A unos pasos de mí, rodó del caballo. Con una tenue voz insaciable me preguntó en latín el nombre del río que bañaba los muros de la ciudad. Le respndí que era el Egipto, que alimentan las lluvias. Otro es el río que persigo, replicó tristemente, el río secreto que purifica de la muerte a los hombres. Oscura sangre le manaba del pecho. Me dijo que su patria era una montaña que está del otro lado del Ganges y que en esa montaña era fama que si alguien caminara hasta el Occidente, donde se acaba el mundo, llegaría al río cuyas aguas dan la inmortalidad. Agregó que en la margen ulterior se eleva la Ciudad de los Inmortales, ricas en baluartes y anfiteatros y templos. Antes de la aurora murió, pero yo determiné descubrir la ciudad y su río. Interrogados por el verdugo, algunos prisioneros mauritanos confirmaron la relación del viajero; alguien recordó la llanura elísea, en el término de la tierra, donde la vida de los hombres es perdurable; alguien, las cumbres donde nace el Pactolo, cuyos moradores viven un siglo. En Roma, conversé con filósofos que sintieron que dilatar la vida de los hombres era dilatar su agonía y multiplicar el número de sus muertes. Ignoro si creí alguna vez en la Ciudad de los Inmortales: pienso que entonces me bastó la tarea de buscarla. Flavio, procónsul de Getulia, me entregó doscientos soldados para la empresa. También recluté mercenarios, que se dijeron conocedores de los caminos y que fueron los primeros en desertar.
Los hechos ulteriores han deformado hasta lo inextricable el recuerdo de nuestras primeras jornadas. Partimos de Arsinoe y entramos en el abrasado desierto. Atravesamos el país de los trogloditas, que devoran serpientes y carecen del comercio de la palabra; el de los garamantes, que tienen mujeres en común y se nutren de Leones; el de los augilas, que sólo veneran el Tártaro. Fatigamos otros desiertos, donde es negra la arena, donde el viajero debe usurpar las horas de la noche, pues el fervor del día es intolerable. De lejos divisé la montaña que dio nombre al Océano: en sus laderas crece el euforbio, que anula los venenos; en la cumbre habitan los sátiros, nación de hombres ferales y rústicos, inclinados a la lujuria. Que en esas regiones bárbaras, donde la tierra es madre de monstruos, pudieran albergar en su seno una ciudad famosa, a todos nos pareció inconcebible. Proseguimos la marcha, pues hubiera sido una afrenta retroceder. Algunos temerarios durmieron con la cara expuesta a la Luna; la fiebre los ardió; en el agua depravada de las cisternas, otros bebieron la locura y la muerte. Entonces comenzaron las deserciones; muy poco después, los motines.Para reprimirlos, no vacilé ante el ejercicio de la severidad. Procedí rectamente, pero un centurión me advirtió que los sediciosos (ávidos de vengar la crucifixión de uno de ellos) maquinaban mi muerte. Hui del campamento, con los pocos soldados que me eran fieles. En el desierto los perdí, entre los remolinos de arena y la vasta noche. Una flecha cretense me laceró. Varios días erré sin encontrar agua, o un solo enorme día multiplicado por el sol, por la sed y por el temor de la sed. Dejé el camino al arbitrio de mi caballo. En alba, la lejanía se erizó de pirámides y de torres. Insoportablemente soñé con un exiguo y nítido laberinto: en el centro había un cántaro; mis manos casi lo tocaban, mis ojos lo veían, pero tan intrincadas y perplejas eran las curvas que yo sabía que iba a morir antes de alcanzarlo.

II
Al desenredarme por fin de esa pesadilla, me vi tirado y maniatado en un oblongo nicho de piedra, no mayor que una sepultura común, superficialmente excavado en el agrio declive de una montaña. Los lados eran húmedos, antes pulidos por el tiempo que por la industria. Sentí en el pecho un doloroso latido, sentí que me abrasaba la sed. Me asomé y grité débilmente. Al pie de la montaña se dilataba sin rumor un arroyo impuro, entorpecido por escombros y arena; en la opuesta margen resplandecía (bajo el último sol o bajo el primero) la evidente Ciudad de los Inmortales. Vi muros, arcos, frontispicios y foros: el fundamento era una meseta de piedra. Un centenar de nichos irregulares, análogos al mío, surcaban la montaña y el valle. En la arena había pozos de poca hondura; de esos mezquinos agujeros (y de los nichos) emergían hombres de piel gris, de barba negligente, desnudos. Creí reconocerlos: pertenecían a la estirpe bestial de los trogloditas, que infestan las riberas del golfo Arábigo y las grutas etiópicas; no me maravillé de que no hablaran y de que devoraran serpientes.
La urgencia de la sed me hizo temerario. Consideré que estaba a unos treinta pies de la arena; me tiré, cerrados los ojos, atadas a la espalda las manos, montaña abajo. Hundí la cara ensangrentada en el agua oscura. Bebí como se abrevan los animales. Antes de perderme otra vez en el sueño y en los delirios, inexplicablemente repetí unas palabras griegas: los ricos teucros de Zelea que beben el agua negra del Esepo...
No sé cuántos días y noches rodaron sobre mí. Doloroso, incapaz de recuperar el abrigo de las cavernas, desnudo en la ignorada arena, dejé que la Luna y el Sol jugaran con mi aciago destino. Los trogloditas, infantiles en la barbarie, no me ayudaron a sobrevivir o a morir. En vano les rogué que me dieran muerte. Un día, con el filo de un pedernal rompí mis ligaduras. Otro, me levanté y pude mendigar o robar —yo, Marco Flaminio Rufo, tribuno militar de una de las legiones de Roma— mi primera detestada ración de carne de serpiente.
La codicia de ver a los Inmortales, de tocar la sobrehumana Ciudad, casi me vedaba dormir. Como si penetraran mi propósito, no dormían tampoco los trogloditas: al principio inferí que me vigilaban; luego, que se habían contagiado de mi inquietud, como podrían contagiarse los perros. Para alejarme de la bárbara aldea elegí la más pública de las horas, la declinación de la tarde, cuando casi todos los hombres emergen de las grietas y de los pozos y miran el Poniente, sin verlo. Oré en voz alta, menos para suplicar el favor divino que para intimidar a la tribu con palabras articuladas. Atravesé el arroyo que los médanos entorpecen y me dirigí a la Ciudad. Confusamente me siguieron dos o tres hombres. Eran (como los otro de ese linaje) de menguada estatura; no inspiraban temor, sino repulsión. Debí rodear algunas hondonadas irregulares que me parecieron canteras; ofuscado por la grandeza de la Ciudad, yo la había creído cercana. Hacia la medianoche, pisé, erizada de formas idolátricas en la arena amarilla, la negra sombra de sus muros. Me detuvo una especie de horror sagrado. Tan abominadas del hombre son la novedad y el desierto, que me alegré de que uno de los trogloditas me hubiera acompañado hasta el fin. Cerré los ojos y aguardé (sin dormir) que relumbrara el día.
He dicho que la Ciudad estaba fundada sobre una meseta de piedra. Esta meseta comparable a un acantilado no era menos ardua que sus muros. En vano fatigué mis pasos: el negro basamento no descubría la menor irregularidad, los muros invariables no parecían consentir una sola puerta. La fuerza del día hizo que yo me refugiara en una caverna; en el fondo había un pozo, en el pozo una escalera que se abismaba hacia la tiniebla inferior. Bajé; por un caos de sórdidas galerías llegué a una vasta cámara circular, apenas visible. Había nueve puertas en aquel sótano; ocho daban a un laberinto que falazmente desembocaba en la misma cámara; la novena (a través de otro laberinto) daba a una segunda cámara circular, igual a la primera. Ignoro el número total de las cámaras; mi desventura y mi ansiedad las multiplicaron. El silencio era hostil y casi perfecto; otro rumor no había en esas profundas redes de piedra que un viento subterráneo, cuya causa no descubrí; sin ruido se perdían entre las grietas hilos de agua herrumbrada. Horriblemente me habitué a ese dudoso mundo; consideré increíble que pudiera existir otra cosa que sótanos provistos de nueve puertas y que sótanos largos que se bifurcan. Ignoro el tiempo que debí caminar bajo tierra; sé que alguna vez confundí, en la misma nostalgia, la atroz idea de los bárbaros y mi ciudad natal, entre los racimos.
En el fondo de un corredor, un no provisto muro me cerró el paso, una remota luz cayó sobre mí. Alcé los ofuscados ojos: en lo vertiginoso, en lo altísimo, vi un círculo de luz tan azul que pudo parecerme púrpura. Unos peldaños de metal escalaban el muro. La fatiga me relajaba, pero subí, sólo deteniéndome a veces para torpemente sollozar de felicidad. Fui divisando capiteles y astrálagos, frontones triangulares y bóvedas, confusas pompas del granito y del mármol. Así me fue deparado ascender de la ciega región de negros laberintos entretejidos a la resplandeciente Ciudad.
Emergí a una suerte de plazoleta; mejor dicho, de patio. Lo rodeaba un solo edificio de forma irregular y altura variable; a ese edificio heterogéneo pertenecían las diversas cúpulas y columnas. Antes que ningún otro rasgo de ese monumento increíble, me suspendió lo antiquísimo de su fábrica. Sentí que era anterior a los hombres, anterior a la Tierra. Esa notoria antigüedad (aunque terrible de algún modo para los ojos) me pareció adecuada al trabajo de obreros inmortales. Cautelosamente al principio, con indiferencia después, con desesperación al fin, erré por escaleras y pavimentos del inextricable palacio. (Después averigüé que eran inconstantes la extensión y la altura de los peldaños, hecho que me hizo comprender la singular fatiga que me infundieron.) Este palacio es fábrica de los dioses, pensé primeramente. Exploré los inhabitados recintos y corregí: Los dioses que lo edificaron han muerto. Noté sus peculiaridades y dije: Los dioses que lo edificaron estaban locos. Lo dije, bien lo sé, con una incomprensible reprobación, que era casi un remordimiento, con más horror intelectual que miedo sensible. A la impresión de enorme antigüedad se agregaron otras: la de lo interminable, la de lo atroz, la de los complejamente insensato. Yo había cruzado un laberinto, pero la nítida Ciudad de los Inmortales me atemorizó y repugnó. Un laberinto es una casa labrada para confundir a los hombres; su arquitectura, pródiga en simetrías, está subordinada a ese fin. En el palacio que imperfectamente exploré, la arquitectura carecía de fin. Abundaban el corredor sin salida, la alta ventana inalcanzable, la aparatosa puerta que daba a una celda o a un pozo, las increíbles escaleras inversas, con los peldaños y balaustrada hacia abajo. Otras, adheridas aéreamente al costado de un muro monumental, morían sin llegar a ninguna parte, al cabo de dos o tres giros, en la tiniebla superior de las cúpulas. Ignoro si todos los ejemplos que he enumerado son literales; sé que durante muchos años infestaron mis pesadillas; no puedo saber ya si tal o cual rasgo es una transcripción de la realidad o de las formas que desatinaron mis noches. Esta Ciudad (pensé) es tan horrible que su mera existencia y perduración, aunque en el centro de un desierto secreto, contamina el pasado y el porvenir y de algún modo compromete a los astros. Mientras perdure, nadie en el mundo podrá ser valeroso o feliz. No quiero describirla; un caos de palabras heterogéneas, un cuerpo de tigre o de toro, en el que pulularan monstruosamente, conjugados y odiándose, dientes, órganos y cabezas, pueden (tal vez) ser imágenes aproximativas.
No recuerdo las etapas de mi regreso, entre los polvorientos y húmedos hipogeos. Únicamente sé que no me abandonaba el temor de que, al salir del último laberinto, me rodeara otra vez la nefanda Ciudad de los Inmortales. Nada más puedo recordar. Ese olvido, ahora insuperable, fue quizá voluntario; quizá las circunstancias de mi evasión fueron tan ingratas que, en algún día no menos olvidado también, he jurado olvidarlas.

III
Quienes hayan leído con atención el relato de mis trabajos, recordarán que un hombre de la tribu me siguió como un perro podría seguirme, hasta la sombra irregular de los muros. Cuando salí del último sótano, lo encontré en la boca de la caverna. Estaba tirado en la arena, donde trazaba torpemente y borraba una hilera de signos, que eran como letras de los sueños, que uno está a punto de entender y luego se juntan. Al principio, creí que se trataba de una escritura bárbara; después vi que es absurdo imaginar que hombres que no llegaron a la palabra lleguen a la escritura. Además, ninguna de las formas era igual a otra, lo cual excluía o alejaba la posibilidad de que fueran simbólicas. El hombre las trazaba, las miraba y las corregía. De golpe, como si le fastidiara ese juego, las borró con la palma y el antebrazo. Me miró, no pareció reconocerme. Sin embargo, tan grande era el alivio que me inundaba (o tan grande y medrosa mi soledad) que di en pensar que ese rudimental troglodita, que me miraba desde el suelo de la caverna, había estado esperándome. El Sol caldeaba la llanura; cuando emprendimos el viaje de regreso a la aldea, bajo las primeras estrellas, la arena era ardorosa bajo los pies. El troglodita me precedió; esa noche concebí el propósito de enseñarle a reconocer, y acaso a repetir, algunas palabras. El perro y el caballo (reflexioné) son capaces de lo primero; muchas aves, como el ruiseñor de los Césares, de lo último. Por muy basto que fuera el entendimiento de un hombre, siempre sería superior al de los irracionales.
La humildad y miseria el troglodita me trajeron a la memoria la imagen de Argos, el viejo perro moribundo de la Odisea, y así le puse el nombre de Argos y traté de enseñárselo. Fracasé y volví a fracasar. Los arbitrios, el rigor y la obstinaión fueron del todo vanos. Inmóvil, con los ojos inertes, no parecía percibir los sonidos que yo procuraba inculcarle. A unos pasos de mí, era como si estuviera muy lejos. Echado en la arena, como una pequeña y ruinosa esfinge de lava, dejaba que sobre él giraran los cielos, desde el crepúsculo del día hasta el de la noche. Juzgué imposible que no se percatara de mi propósito. Recordé que es fama entre los etíopes que los monos deliberadamente no hablan para que no los obliguen a trabajar y atribuí a suspicacia o a temor el silencio de Argos. De esa imaginación pasé a otras, aún más extravagantes. Pensé que Argos y yo participábamos de universos distintos; pensé que nuestras percepciones eran iguales, pero que Argos las combinaba de otra manera y construía con ellas otros objetos; pensé que acaso no había objetos para él, sino un vertiginoso y continuo juego de impresiones brevísimas. Pensé en un mundo sin memoria, sin tiempo, consideré la posibilidad de un lenguaje que ignorara los sustantivos, un lenguaje de verbos impersonales o de indeclinables epítetos. Así fueron muriendo los días y con los días los años, pero algo parecido a la felicidad ocurrió una mañana. Llovió, con lentitud poderosa.
Las noches del desierto pueden ser frías, pero aquélla había sido un fuego. Soñé que un río de Tesalia (a cuyas aguas yo había restituido un pez de oro) venía a rescatarme; sobre la roja arena y la negra piedra yo lo oía acercarse; la frescura del aire y el rumor atareado de la lluvia me despertaron. Corrí desnudo a recibirla. Declinaba la noche; bajo las nubes amarillas la tribu, no menos dichosa que yo, se ofrecía a los vívios aguaceros en una especie de éxtasis. Parecían coribantes a quienes posee la divinidad. Argos, puestos los ojos en la esfera, gemía; raudales le rodaban por la cara; no sólo de agua, sino (después lo supe) de lágrimas. Argos, le grité, Argos.
Entonces, con mansa admiración, como si descubriera una cosa perdida y olvidada hace mucho tiempo, Argos balbuceó estas palabras: Argos, perro de Ulises. Y después, también sin mirarme: Este perro tirado en el estiércol.
Fácilmente aceptamos la realidad, acaso porque intuimos que nada es real. Le pregunté qué sabía de la Odisea. La práctica del griego le era penosa; tuve que repetir la pregunta.
Muy poco, dijo. Menos que el rapsoda más pobre. Ya habrán pasado mil cien años desde que la inventé.

IV
Todo me fue dilucidado aquel día. Los trogloditas eran los Inmortales; el riacho de aguas arenosas, el Río que buscaba el jinete. En cuanto a la ciudad cuyo nombre se había dilatado hasta el Ganges, nueve siglos haría que los Inmortales la habían asolado. Con las reliquias de su ruina erigieron, en el mismo lugar, la desatinada ciudad que yo recorrí: suerte de parodia o reverso y también templo de los dioses irracionales que manejan el mundo y de los que nada sabemos, salvo que no se parecen al hombre. Aquella fundación fue el último símbolo a que condescendieron los Inmortales; marca una etapa en que, juzgando que toda empresa es vana, determinaron vivir en el pensamiento, en la pura especulación. Erigieron la fábrica, la olvidaron y fueron a morar en las cuevas. Absortos, casi no percibían el mundo físico.
Esas cosas Homero las refirió, como quien habla con un niño. También me refirió su vejez y el postrer viaje que emprendió, movido, como Ulises, por el propósito de llegar a los hombres que no saben lo que es el mar ni comen carne sazonada con sal ni sospechan lo que es un remo. Habitó un siglo en la Ciudad de los Inmortales. Cuando la derribaron, aconsejó la fundación de la otra. Ello no debe sorprendernos; es fama que después de cantar la guerra de Ilión, cantó la guerra de las ranas y los ratones. Fue como un dios que creara el cosmos y luego el caos.
Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal. He notado que, pese a las religiones, esa convicción es rarísima. Israelitas, cristianos y musulmanes profesan la inmortalidad, pero la veneración que tributan al primer siglo prueba que sólo creen en él, ya que destinan todos los demás, en número infinito, a premiarlo o castigarlo Más razonable me parece la rueda de ciertas religiones del Indostán; en esa rueda, que no tiene principio ni fin, cada vida es efecto de la anterior y engendra la siguiente, pero ninguna determina el conjunto... Adoctrinada por un ejercicio de siglos, la república de hombres inmortales había logrado la perfección de la tolerancia y casi con desdén. Sabía que en un plazo infinito le ocurren a todo hombre todas las cosas. Por sus pasadas o futuras virtudes, todo hombre es acreedor a toda bondad, pero también a toda traición, por sus infamias del pasado o del porvenir. Así como en los juegos de azar las cifras pares y las cifras impares tienden al equilibrio, así también se anulan y se corrigen el ingenio y la estolidez, y acaso el rústico poema del Cid es el contrapeso exigido por un solo epíteto de las Églogas o por una sentencia de Heráclito. El pensamiento más fugaz obedece a un dibujo invisible y puede coronar, o inaugurar, una forma secreta. Sé de quienes obraban el mal para que en los siglos futuros resultara el bien, o hubiera resultado en los ya pretéritos... Encarados así, todos nuestros actos son justos, pero también son indiferentes. No hay méritos morales o intelectuales. Homero compuso la Odisea; postulado un plazo infinito, con infinitas circunstancias y cambios, lo imposible es no componer, siquiera una vez, la Odisea. Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres. Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy.
El concepto del mundo como sistema de precisas compensaciones influyó vastamente en los Inmortales. En primer término, los hizo invulnerables a la piedad. He mencionado las antiguas canteras que rompían los campos de la otra margen; un hombre se despeñó en la más honda; no podía lastimarse ni morir, pero lo abrasaba la sed; antes de que le arrojaran una cuerda pasaron setenta años. Tampoco interesaba el propio destino. El cuerpo no era más que un sumiso animal doméstico y le bastaba, cada mes, la limosna de unas horas de sueño, de un poco de agua y de una piltrafa de carne. Que nadie quiera rebajarnos a ascetas. No hay placer más complejo que el pensamiento y a él nos entregábamos. A veces, un estímulo extraordinario nos restituía al mundo físico. Por ejemplo, aquella mañana, el viejo goce elemental de la lluvia. Esos lapsos eran rarísimos; todos los Inmortales eran capaces de perfecta quietud; recuerdo alguno a quien jamás he visto de pie: un pájaro anidaba en su pecho.
Entre los corolarios de la doctrina de que no hay cosa que no esté compensada por otra, hay uno de muy poca importancia teórica, pero que nos indujo, a fines o a principios del siglo X, a dispersarnos por la faz de la Tierra. Cabe en estas palabras Existe un río cuyas aguas dan la inmortalidad; en alguna región habrá otro río cuyas aguas la borren. El número de ríos no es infinito; un viajero inmortal que recorra el mundo acabará, algún día, por haber bebido de todos. Nos propusimos descubrir ese río.
La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Éstos se conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser el último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso. Entre los Inmortales, en cambio, cada acto (y cada pensamiento) es el eco de otros que en el pasado lo antecedieron, sin principio visible, o el fiel presagio de otros que en el futuro lo repetirán hasta el vértigo. No hay cosa que no esté como perdida entre infatigables espejos. Nada puede ocurrir una sola vez, nada es preciosamente precario. Lo elegíaco, lo grave, lo ceremonial, no rigen para los Inmortales. Homero y yo nos separamos en las puertas del Tánger; creo que no nos dijimos adiós.

V
Recorrí nuevos reinos, nuevos imperios. En el otoño de 1066 milité en el puente de Stamford, ya no recuerdo si en las filas de Harold, que no tardó en hallar su destino, o en las de aquel infausto Harald Hardrada que conquistó seis pies de tierra inglesa, o un poco más. En el séptimo siglo de la Héjira, en el arrabal de Bulaq, transcribí con pausada caligrafía, en un idioma que he olvidado, en un alfabeto que ignoro, los siete viajes de Simbad y la historia de la Ciudad de Bronce. En un patio de la cárcel de Samarcanda he jugado muchísimo al ajedrez. En Bikanir he profesado la astrología y también en Bohemia. En 1683 estuve en Kolozsvár y después en Leipzig. En Aberdeen, en 1714, me suscribí a los seis volúmenes de la Ilíada de Pope; sé que los frecuenté con deleite. Hacia 1729 discutí el origen de ese poema con un profesor de retórica, llamado, creo, Giambattista; sus razones me parecieron irrefutables. El 4 de octubre de 1921, el Patna, que me conducía a Bombay, tuvo que fondear en un puerto de la costa eritrea (1). Bajé; recordé otras mañanas muy antiguas, también frente al Mar Rojo, cuando yo era tribuno de Roma y la fiebre y la magia y la inacción consumían a los soldados. En las afueras vi un caudal de agua clara; la probé, movido por la costumbre. Al repechar el margen, un árbol espinoso me laceró el dorso de la mano. El inusitado dolor me pareció muy vivo. Incrédulo, silencioso y feliz, contemplé la preciosa formación de una lenta gota de sangre. De nuevo soy mortal, me repetí, de nuevo me parezco a todos los hombres. Esa noche dormí hasta el amanecer.

...He revisado al cabo de un año, estas páginas. Me constan que se ajustan a la verdad, pero en los primeros capítulos, y aun en ciertos párrafos de los otros, creo percibir algo falso. Ello es obra, tal vez, del abuso de rasgos circunstanciales, procedimiento que aprendí en los poetas y que todo lo contamina de falsedad, ya que esos rasgos pueden abundar en los hechos, pero no en su memoria... Creo, sin embargo, haber descubierto una razón más íntima. La escribiré; no importa que me juzguen fantástico.
La historia que he narrado parece irreal, porque en ella se mezclan los sucesos de dos hombres distintos. En el primer capítulo, el jinete quiere saber el nombre del río que baña las murallas de Tebas; Flaminio Rufo, que antes ha dado a la ciudad el epíteto de Hekatómpylos, dice que el río es el Egipto; ninguna de esas locuciones es adecuada a él, sino a Homero, que hace mención expresa en la Ilíada, de Tebas Hekatómpylos, y en la Odisea, por boca de Proteo y de Ulises, dice invariablemente Egipto por Nilo. En el capítulo segundo, el romano, al beber el agua inmortal, pronuncia unas palabras en griego; esas palabras son homéricas y pueden buscarse en el fin del famoso catálogo de las naves. Después, en el vertiginoso palacio, habla de "una reprobación que era casi un remordimiento"; esas palabras corresponden a Homero, que había proyectado ese horror. Tales anomalías me inquietaron; otras, de orden estético, me permitieron descubrir la verdad. El último capítulo las incluye; ahí está escrito que milité en el puente de Stamford, que transcribí, en Bulaq, los viajes de Simbad el Marino y que me suscribí, en Aberdeen, a la Ilíada inglesa de Pope. Se lee inter alia: "En Bikanir he profesado la astrología y también en Bohemia". Ninguno de esos testimonios es falso; lo significativo es el hecho de haberlos destacado. El primero de todos parece convenir a un hombre de guerra, pero luego se advierte que el narrador no repara en lo bélico y sí en la suerte de los hombres. Los que siguen son más curiosos. Una oscura razón elemental me obligó a registrarlos; lo hice porque sabía que eran patéticos. No lo son, dichos por el romano Flaminio Rufo. Lo son, dichos por Homero; es raro que éste copie, en el siglo trece, las aventuras de Simbad, de otro Ulises, y descubra, a la vuelta de muchos siglos, en un reino boreal y un idioma bárbaro, las formas de su Ilíada. En cuanto a la oración que recoge el nombre de Bikanir, se ve que la ha fabricado un hombre de letras, ganoso (como el autor del catálogo de las naves) de mostrar vocablos espléndidos (2).

Cuando se acerca el fin, ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras. No es extraño que el tiempo haya confundido las que alguna vez me representaron con las que fueron símbolos de la suerte de quien me acompañó tantos siglos. Yo he sido Homero; en breve, seré Nadie, como Ulises; en breve, seré todos: estaré muerto.
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1. Hay una tachadura en el manuscrito; quizás el nombre del puerto ha sido borrado.
2. Ernesto Sábato sugiere que el «Geambattista» que discutió la formación de la Ilíada con el anticuario Cartaphilus es Geambattista Vico; ese italiano defendía que Homero es un personaje simbólico, a la manera de Plutón o de Aquiles

Jorge Luis Borges.(Buenos Aires, 1899 - Ginebra, Suiza, 1986) Escritor argentino. Procedía de una familia de próceres que contribuyeron a la independencia del país. Su antepasado, el coronel Isidro Suárez, había guiado a sus tropas a la victoria en la mítica batalla de Junín; su abuelo Francisco Borges también había alcanzado el rango de coronel.
Pero fue su padre, Jorge Borges Haslam, quien rompiendo con la tradición familiar se empleó como profesor de psicología e inglés. Estaba casado con la delicada Leonor Acevedo Suárez, y con ella y el resto de su familia abandonó la casa de los abuelos donde había nacido Jorge Luis y se trasladó al barrio de Palermo, a la calle Serrano 2135, donde creció el aprendiz de escritor teniendo como compañera de juegos a su hermana Norah.
En aquella casa ajardinada aprendió Borges a leer inglés con su abuela Fanny Haslam y, como se refleja en tantos versos, los recuerdos de aquella dorada infancia lo acompañarían durante toda su vida. Apenas con seis años confesó a sus padres su vocación de escritor, e inspirándose en un pasaje del Quijote redactó su primera fábula cuando corría el año 1907: la tituló La visera fatal. A los diez años comenzó ya a publicar, pero esta vez no una composición propia, sino una brillante traducción al castellano de El príncipe feliz de Oscar Wilde.
En el mismo año en que estalló la Primera Guerra Mundial, la familia Borges recorrió los inminentes escenarios bélicos europeos, guiados esta vez no por un admirable coronel, sino por un ex profesor de psicología e inglés, ciego y pobre, que se había visto obligado a renunciar a su trabajo y que arrastró a los suyos a París, a Milán y a Venecia hasta radicarse definitivamente en la neutral Ginebra cuando estalló el conflicto.
Borges era entonces un adolescente que devoraba incansablemente la obra de los escritores franceses, desde los clásicos como Voltaire o Víctor Hugo hasta los simbolistas, y que descubría maravillado el expresionismo alemán, por lo que se decidió a aprender el idioma descifrando por su cuenta la inquietante novela de Gustav Meyrink El golem.
Hacia 1918 lee asimismo a autores en lengua española como José Hernández, Leopoldo Lugones y Evaristo Carriego y al año siguiente la familia pasa a residir en España, primero en Barcelona y luego en Mallorca, donde al parecer compuso unos versos, nunca publicados, en los que se exaltaba la revolución soviética y que tituló Salmos rojos.
En Madrid trabará amistad con un notable políglota y traductor español, Rafael Cansinos-Assens, a quien extrañamente, a pesar de la enorme diferencia de estilos, proclamó como su maestro. Conoció también a Valle Inclán, a Juan Ramón Jiménez, a Ortega y Gasset, a Ramón Gómez de la Serna, a Gerardo Diego... Por su influencia, y gracias a sus traducciones, fueron descubiertos en España los poetas expresionistas alemanes, aunque había llegado ya el momento de regresar a la patria convertido, irreversiblemente, en un escritor.
De regreso en Buenos Aires, fundó en 1921 con otros jóvenes la revista Prismas y, más tarde, la revista Proa; firmó el primer manifiesto ultraísta argentino, y, tras un segundo viaje a Europa, entregó a la imprenta su primer libro de versos: Fervor de Buenos Aires (1923). Seguirán entonces numerosas publicaciones, algunos felices libros de poemas, como Luna de enfrente (1925) y Cuaderno San Martín (1929), y otros de ensayos, como Inquisiciones, El tamaño de mi esperanza y El idioma de los argentinos, que desde entonces se negaría a reeditar.
Durante los años treinta su fama creció en Argentina y su actividad intelectual se vinculó a Victoria y Silvina Ocampo, quienes a su vez le presentaron a Adolfo Bioy Casares, pero su consagración internacional no llegaría hasta muchos años después. De momento ejerce asiduamente la crítica literaria, traduce con minuciosidad a Virginia Woolf, a Henri Michaux y a William Faulkner y publica antologías con sus amigos. En 1938 fallece su padre y comienza a trabajar como bibliotecario en las afueras de Buenos Aires; durante las navidades de ese mismo año sufre un grave accidente, provocado por su progresiva falta de visión, que a punto está de costarle la vida.
Al agudizarse su ceguera, deberá resignarse a dictar sus cuentos fantásticos y desde entonces requerirá permanentemente de la solicitud de su madre y de su amigos para poder escribir, colaboración que resultará muy fructífera. Así, en 1940, el mismo año que asiste como testigo a la boda de Silvina Ocampo y Bioy Casares, publica con ellos una espléndida Antología de la literatura fantástica, y al año siguiente una Antología poética argentina.
En 1942, Borges y Bioy se esconden bajo el seudónimo de H. Bustos Domecq y entregan a la imprenta unos graciosos cuentos policiales que titulan Seis problemas para don Isidro Parodi. Sin embargo, su creación narrativa no obtiene por el momento el éxito deseado, e incluso fracasa al presentarse al Premio Nacional de Literatura con sus cuentos recogidos en el volumen El jardín de los senderos que se bifurcan, los cuales se incorporarán luego a uno de sus más célebres libros, Ficciones, aparecido en 1944.
Vicisitudes públicas
En 1945 se instaura el peronismo en Argentina, y su madre Leonor y su hermana Norah son detenidas por hacer declaraciones contra el nuevo régimen: habrán de acarrear, como escribió muchos años después Borges, una "prisión valerosa, cuando tantos hombres callábamos", pero lo cierto es que, a causa de haber firmado manifiestos antiperonistas, el gobierno lo apartó al año siguiente de su puesto de bibliotecario y lo nombró inspector de aves y conejos en los mercados, cruel humorada e indeseable honor al que el poeta ciego hubo de renunciar, para pasar, desde entonces, a ganarse la vida como conferenciante.
La policía se mostró asimismo suspicaz cuando la Sociedad Argentina de Escritores lo nombró en 1950 su presidente, habida cuenta de que este organismo se había hecho notorio por su oposición al nuevo régimen. Ello no obsta para que sea precisamente en esta época de tribulaciones cuando publique su libro más difundido y original, El Aleph (1949), ni para que siga trabajando incansablemente en nuevas antologías de cuentos y nuevos volúmenes de ensayos antes de la caída del peronismo en 1955.
En esta diversa tesitura política, el recién constituido gobierno lo designará, a tenor del gran prestigio literario que ha venido alcanzando, director de la Biblioteca Nacional e ingresará asimismo en la Academia Argentina de las Letras. Enseguida los reconocimientos públicos se suceden: Doctor Honoris Causa por la Universidad de Cuyo, Premio Nacional de Literatura, Premio Internacional de Literatura Formentor, que comparte con Samuel Beckett, Comendador de las Artes y de las Letras en Francia, Gran Premio del Fondo Nacional de las Artes de Argentina, Premio Interamericano Ciudad de Sáo Paulo...

Jorge Luis Borges
Inesperadamente, en 1967 contrae matrimonio con una antigua amiga de su juventud, Elsa Astete Millán, boda de todos modos menos tardía y sorprendente que la que formalizaría pocos años antes de su muerte, ya octogenario, con María Kodama, su secretaria, compañera y lazarillo, una mujer mucho más joven que él, de origen japonés y a la que nombraría su heredera universal. Pero la relación con Elsa fue no sólo breve, sino desdichada, y en 1970 se separaron para que Borges volviera de nuevo a quedar bajo la abnegada protección de su madre.
Los últimos reveses políticos le sobrevinieron con el renovado triunfo electoral del peronismo en Argentina en 1974, dado que sus inveterados enemigos no tuvieron empacho en desposeerlo de su cargo en la Biblioteca Nacional ni en excluirlo de la vida cultural porteña.
Dos años después, ya fuera como consecuencia de su resentimiento o por culpa de una honesta alucinación, Borges, cuya autorizada voz resonaba internacionalmente, saludó con alegría el derrocamiento del partido de Perón por la Junta Militar Argentina, aunque muy probablemente se arrepintió enseguida cuando la implacable represión de Videla comenzó a cobrarse numerosas víctimas y empezaron a proliferar los "desaparecidos" entre los escritores. El propio Borges, en compañía de Ernesto Sábato y otros literatos, se entrevistó ese mismo año de 1976 con el dictador para interesarse por el paradero de sus colegas "desaparecidos".
De todos modos, el mal ya estaba hecho, porque su actitud inicial le había granjeado las más firmes enemistades en Europa, hasta el punto de que un académico sueco, Artur Ludkvist, manifestó públicamente que jamás recaería el Premio Nobel de Literatura sobre Borges por razones políticas. Ahora bien, pese a que los académicos se mantuvieron recalcitrantemente tercos durante la última década de vida del escritor, se alzaron voces, cada vez más numerosas, denunciando que esa actitud desvirtuaba el espíritu del más preciado premio literario.
Para todos estaba claro que nadie con más justicia que Borges lo merecía y que era la Academia Sueca quien se desacreditaba con su postura. La concesión del Premio Cervantes en 1979 compensó en parte este agravio. En cualquier caso, durante sus últimos días Borges recorrió el mundo siendo aclamado por fin como lo que siempre fue: algo tan sencillo e insólito como un "maestro".
La obra de Jorge Luis Borges
Borges es sin duda el escritor argentino con mayor proyección universal. Se hace prácticamente imposible pensar la literatura del siglo XX sin su presencia, y así lo han reconocido no sólo la crítica especializada sino además las diversas generaciones de escritores, que vuelven con insistencia sobre sus páginas como si éstas fueran canteras inextinguibles del arte de escribir.
Borges fue el creador de una cosmovisión muy singular, sostenida sobre un original modo de entender conceptos como los de tiempo, espacio, destino o realidad. Sus narraciones y ensayos se nutren de complejas simbologías y de una poderosa erudición, producto de su frecuentación de las diversas literaturas europeas, en especial la anglosajona -William Shakespeare, Thomas De Quincey, Rudyard Kipling o Joseph Conrad son referencias permanentes en su obra-, además de su conocimiento de la Biblia, la Cábala judía, las primigenias literaturas europeas, la literatura clásica y la filosofía. Su riguroso formalismo, que se constata en la ordenada y precisa construcción de sus ficciones, le permitió combinar esa gran variedad de elementos sin que ninguno de ellos desentonara.
El primer libro de poemas de Borges fue Fervor de Buenos Aires (1923), en el que ensayó una visión personal de su ciudad, de evidente cuño vanguardista. En 1925 dio a conocer Luna de enfrente y, tres años más tarde, Cuaderno San Martín, poemarios en los que aparece con insistencia su mirada sobre las "orillas" urbanas, esos bordes geográficos de Buenos Aires en los que años más tarde ubicará la acción de muchos de sus relatos.
Puede decirse que en estos primeros libros Borges funda con su escritura una Buenos Aires mítica, dándole espesor literario a calles y barrios, portales y patios. El poeta parece rondar la ciudad como un cazador en busca de imágenes prototípicas, que luego volcará con maestría en sus versos y prosas.
En 1930 publicó Evaristo Carriego, un título esencial en la producción borgeana. En este ensayo, al tiempo que traza una biografía del poeta popular que da título al libro, se detiene en la invención y narración de diferentes mitologías porteñas, como en la poética descripción del barrio de Palermo. Evaristo Carriego no responde a la estructura tradicional de las presentaciones biográficas, sino que se sirve de la figura del poeta elegido para presentar nuevas e inéditas visiones de lo urbano, como se manifiesta en capítulos tales como "Las inscripciones de los carros" o "Historia del tango".
Hacia 1932 da a conocer Discusión, libro que reúne una serie de ensayos en los que se pone de manifiesto no sólo la agudeza crítica de Borges sino además su capacidad en el arte de conmover los conceptos tradicionales de la filosofía y la literatura. Además de las páginas dedicadas al análisis de la poesía gauchesca, este volumen integra capítulos que han servido como venero de asuntos de reflexión para los escritores argentinos, tales como "El escritor argentino y la tradición", "El arte narrativo y la magia" o "La supersticiosa ética del lector".
En 1935 aparece Historia universal de la infamia, con textos que el propio autor califica como ejercicios de prosa narrativa y en los que es evidente la influencia de Robert Louis Stevenson y Gilbert Chesterton. Este volumen incluye uno de sus cuentos más famosos, "El hombre de laesquina rosada" 
Historia de la eternidad (1936) y, sobre todo, Ficciones (1944) acabaron de consolidar a Borges como uno de los escritores más singulares del momento en lengua castellana. En las páginas de este último libro se despliega toda su maestría imaginativa, plasmada en cuentos como "La biblioteca de Babel", "El jardín de los senderos que se bifurcan" o "La lotería de Babilonia". También pertenece a este volumen "Pierre Menard, autor del Quijote", relato o ensayo -en Borges esos géneros suelen confundirse deliberadamente- en el que reformula con genial audacia el concepto tradicional de influencia literaria.
También de 1944 es Artificios, que incluye su célebre cuento "La muerte y la brújula", en el que la trama policial se conjuga con sutiles apreciaciones derivadas del saber cabalístico, al que Borges dedicó devota atención. El Aleph (1949), volumen de diecisiete cuentos, vuelve a demostrar su maestría estilística y su ajustada imaginación, que combina elementos de la tradición filosófica y de la literatura fantástica. Además del cuento que da título al libro, se incluyen otros como "Emma Zunz", "Deutsches Requiem", "El Zahir" y "La escritura del Dios".
El Hacedor (1960) incluía algunas piezas escritas treinta años antes y sin embargo guardaba una sólida unidad entre todas sus partes, no sólo formal sino también en cuanto a contenidos, siempre alineados en la idea borgeana de que tanto los grandes sistemas de la metafísica como las parábolas y las elucidaciones de la teología son elementos que forman parte del gran mundo de la literatura fantástica.
La obra de Borges se reparte también en un buen número de volúmenes escritos en colaboración, tanto dedicados a la ficción como al ensayo. Engrosan el caudal de sus escritos una gran cantidad de notas de crítica bibliográfica y comentarios de literatura, aparecidos en diferentes publicaciones periódicas argentinas y extranjeras, además de conferencias y entrevistas en las que desplegó con inteligencia y mordacidad sus puntos de vista. Se trata de una parte de su obra que, casi a la misma altura que sus libros considerados mayores, ha sido objeto recurrente de comentario y estudio por parte de la crítica y de numerosas recopilaciones.
Fotos y semblanza biográfica:biografíasyvidas.com.Texto:el cuento del día