El cuento del domingo

Boris Pilniak

Un cuento sobre cómo se escriben los cuentos

I

Conocí en Tokio por casualidad al escritor Tagaki-san. Nos presentaron en un círculo literario japonés, aunque después no volvimos a vernos; he olvidado las pocas palabras que allí intercambiamos, y de él sólo me quedó la impresión de que había estado casado con una rusa. Era verdaderamente sibuy (sibuy en japonés equivale a chic; su sencilla elegancia era algo que muy pocos logran poseer); extraordinariamente sencillos eran su kimono y sus ghetta (esa especie de coturnos de madera que usan los japoneses en vez de zapatos), llevaba en la mano un sombrero de paja, sus manos eran bellísimas. Hablaba ruso. Era moreno, de baja estatura, delgado y hermoso, si es que a los ojos de un europeo los japoneses pueden parecer hermosos. Me dijeron que había alcanzado la fama con una novela en la que describía a una mujer europea.
Se habría borrado ya de mi memoria, como tantos encuentros ocasionales, a no ser...
En el archivo del consulado soviético en la ciudad japonesa de K. me cayó entre las manos el expediente de una tal Sofía Vasilievna Gniedij-Tagaki, quien pedía la repatriación. Mi compatriota, el camarada Dyurba, secretario del Consulado General, me llevó a Mayo-san, el templo de la zorra situado en lo alto de una de las montañas que rodean la ciudad de K. Para llegar allí es necesario tomar primero un automóvil, luego el funicular, y, al final, continuar a pie entre bosquecillos que crecen sobre las rocas hasta la cima de la montaña, donde había un espeso bosque de cedros, en medio de un silencio sólo turbado con el infinitamente triste tañido de una campana budista. La zorra es el dios de la astucia y de la traición: si el espíritu de la zorra penetra en un hombre, la raza de ese hombre está maldita. A la sombra espesa de los cedros, sobre la explanada de una roca cuyos tres costados caían a pico sobre un desfiladero, surgía un templo con aspecto de monasterio, en cuyos altares reposaban las zorras. Reinaba un silencio profundo; desde allí se abría el horizonte por encima de una cadena de montañas y sobre el inmenso océano que se perdía en la infinita lejanía. No obstante, encontramos una pequeña fonda con cerveza inglesa fresca no muy lejos del templo pero a mayor altura todavía, desde donde era visible también el otro flanco de la cadena montañosa.
Bajo la acción de la cerveza, al rumor de los cedros y frente al océano, dos compatriotas pueden conversar bastante bien. Fue entonces cuando el camarada Dyurba me contó una historia que me hizo recordar al escritor Tagaki y que me hace ahora escribir este cuento.
Aquel día en Mayo-san reflexionaba yo sobre la manera en que se escriben los cuentos.
Sí, ¿cómo se escriben los cuentos?
Aquella misma mañana saqué el expediente en que Sofía Vasilievna Gniedij-Tagaki desarrollaba su biografía desde el momento de su nacimiento, pues no había comprendido bien el instructivo según el cual todo repatriado debe proporcionar sus datos biográficos. Para mí, la biografía de esta mujer comienza en el momento en que el barco llegaba al puerto de Suruga; era una biografía extraña y breve, muy diferente a la de millares y millares de mujeres rusas de provincia, cuyas vidas podrían perfectamente escribirse con un método estadístico —monográfico— de conducta, porque se parecen como una cesta a otra: la cesta del primer amor, los sufrimientos y alegrías, el marido, los pequeños engendrados para bien de la patria, y tantas otras cosas...

II

En mi cuento existen él y ella.
Sólo una vez he estado en Vladivostok. Fue a finales de agosto, y recordaré siempre Vladivostok como una ciudad de días dorados, de amplios horizontes, de recio viento marino, de mar azul, cielo azul, horizontes azules; en aquella áspera soledad que me recordaba Noruega, porque allá también la tierra se desploma hasta el horizonte en lisos bloques de piedra, sobre los cuales, solitarios, se yerguen los pinos. A decir verdad, estoy siguiendo el método de costumbre: completar con descripciones de la naturaleza los caracteres de los protagonistas. Ella, Sofía Vasilievna Gniedij, nació y creció en Vladivostok.
Trataré de presentarla:
Había terminado sus cursos en el gimnasio para convertirse en profesora de primera enseñanza, en espera de un buen partido: era una de tantas señoritas como existían por millares en la vieja Rusia. Conocía a Pushkin, por supuesto, pero sólo en las estrictas proporciones exigidas por los programas escolares, y con seguridad confundía los conceptos que entrañan las palabras "ética" y "estética" de la misma manera que los confundí yo cuando escribí un ensayo ampuloso sobre Pushkin, cuando cursaba el sexto año en el Colegio de Ciencias.
Era evidente que la pobre ni siquiera podía imaginar que Pushkin comenzara precisamente donde terminaba el programa escolar, así como tampoco había pensado nunca que los hombres creen medir todo por el grado de inteligencia que tienen, y que todo lo que queda por encima o por abajo de su comprensión le parece al hombre un poco estúpido o rematadamente estúpido si él mismo es algo mentecato.
Había leído todo Chéjov por haber sido publicado en el suplemento de la revista Neva que recibía su padre, y Chéjov conocía a aquella muchacha, "perdónala, Dios mío, era una pobre tonta..." Pero si queremos volver a Pushkin, esta muchacha podría ser (y yo deseo que así sea) un poco boba, como lo es la poesía, lo que por otra parte puede ser muy agradable cuando se tienen dieciocho años.
Tenía ideas propias: sobre la belleza (son muy bellos los kimonos japoneses, especialmente los que fabrican los japoneses sólo para los extranjeros), sobre la justicia (y al efecto con toda razón le retiró el saludo al alférez Ivantsov, quien se había jactado de haber obtenido de ella una cita), sobre la cultura (porque en el concepto común que se tiene de la cultura, existe la convicción de que los Pushkin y los Chéjov —los grandes escritores— son sobre todo hombres extraordinarios, y, en segundo lugar, de que constituyen una especie ya extinguida como la de los mamuts, pues en nuestros tiempos no existe nada ni nadie extraordinario; en efecto, los profetas no nacen ni en la propia patria ni en los propios tiempos). Pero, si se puede aplicar la regla literaria según la cual el carácter de los protagonistas se complementa con las descripciones de la naturaleza, digamos entonces que esta muchacha como un poema —¡el Señor nos perdone!—, un poco boba, era limpia y diáfana como el cielo, el mar y las rocas de la costa rusa del Extremo Oriente.
Sofía Vasilievna supo escribir su biografía con tal habilidad, que yo y el funcionario consular no podíamos sino quedarnos perplejos (aunque en mi caso no demasiado) ante el hecho de que aquella mujer apenas si había sido desflorada por los acontecimientos vividos durante aquellos años. Como es sabido, el ejército imperial japonés estaba en 1920 en el punto más oriental de Rusia con el propósito de ocupar todo el Extremo Oriente, y, como también es sabido, los japoneses fueron expulsados por los revolucionarios. En la biografía no aparece una sílaba siquiera sobre esos acontecimientos.
Él era oficial del estado mayor general del ejército imperial japonés de ocupación, y vivía durante su estancia en Vladivostok en el mismo apartamiento en que Sofía Vasilievna alquilaba una pequeña habitación.
Fragmento de la autobiografía:
"...todo el mundo lo conocía con el mote de el Macaco. No había quien no se asombrara de que se bañase dos veces al día, usara ropa interior de seda, durmiera por las noches en piyama... Después se le comenzó a estimar... Por las noches jamás salía de casa, y leía en voz alta libros rusos, poemas y cuentos de autores contemporáneos para mí entonces desconocidos: Briusov y Bunin. Hablaba bien el ruso, aunque con un solo defecto: en vez de r pronunciaba l. Y eso fue lo que hizo que nos conociéramos: me encontraba yo junto a su puerta, él leía poemas y luego comenzó a cantar en voz baja:

La noche murmuraba...

"No pude contenerme al oír su pronunciación y solté una carcajada; él abrió la puerta antes de que lograra alejarme y me dijo: "
—Perdone que me atreva a solicitarle un favor, mademoiselle ¿Me permite usted que le haga una visita?
"Me quedé muy aturdida, no comprendí nada; le dije que me excusara y me encerré en mi habitación. Al día siguiente se presentó a hacerme la visita anunciada. Me entregó una caja enorme de chocolates, y luego me dijo:
"—¿Recuerda que le pedí permiso para hacerle una visita? Por favor, tome usted un chocolate. Dígame, ¿cuál es su impresión sobre el tiempo?"
El oficial japonés demostró ser un hombre con intenciones serias, todo lo contrario del alférez Ivantsov, quien concertaba las citas en callejones oscuros y estiraba las manos. El japonés invitaba a la muchacha al teatro a una buena localidad y después de la función la llevaba a un café. Sofía Gniedij le escribió una carta a su madre en la que le refería las intenciones serias del oficial. En su confesión autobiográfica, describe minuciosamente cómo una noche el oficial, que estaba en la habitación de ella, palideció de golpe, cómo su rostro adquirió luego un color violáceo y la sangre le afluyó a los ojos, y cómo se retiró apresuradamente, por lo que ella comprendió que en él había estallado la pasión... y luego lloró largamente sobre la almohada, sintiendo miedo físico hacia aquel japonés tan diferente, por raza, de ella. "Pero fueron precisamente esos arrebatos pasionales, que él sabía contener a la perfección, los que después encendieron mi curiosidad de mujer." Y comenzó a amarlo.
Él le hizo la proposición de matrimonio muy al estilo de Turgueniev, en uniforme de gala y guantes blancos, la mañana de un día de fiesta, en presencia de los patrones de casa, según todas las reglas europeas, y le ofreció su mano y el corazón.
"Dijo que volvería dentro de una semana al Japón y me pidió que lo siguiera, porque muy pronto los revolucionarios tomarían la ciudad. Según el reglamento del ejército japonés, los oficiales no pueden contraer matrimonio con mujeres extranjeras, y los oficiales del estado mayor tienen prohibido, en términos generales, casarse antes de cierto límite de edad. Por tales motivos me pidió mantener en el más estricto secreto nuestra situación, y vivir, hasta el día que lograra obtener el retiro, al lado de sus padres, en un pueblo japonés. Me dejó mil quinientos yenes y una carta de presentación para que pudiera reunirme con sus padres. Le dije que sí..."
Los japoneses eran odiados en toda la costa del Extremo Oriente ruso: los japoneses capturaban a los bolcheviques y los asesinaban, quemando a algunos en las calderas de los acorazados estacionados en la bahía, a otros los fusilaban o los quemaban en hornos construidos sobre pequeños volcanes de lodo... los revolucionarios echaban mano de toda su astucia para destruir a los japoneses (Kolchiak y Sionov habían ya muerto)... Los moscovitas se acercaban como un torrente enorme de lava... pero Sofía Vasilievna no dedica siquiera una línea a esos acontecimientos.

III

La verdadera y auténtica biografía de Sofía Vasilievna comienza el día en que puso pie en el archipiélago japonés. Esta biografía constituye una confirmación a las leyes de las grandes cifras con sus excepciones estadísticas.
No he vivido en Suruga, pero sé muy bien lo que es la policía japonesa y lo que son esos agentes que hasta los propios japoneses llaman inu, es decir perros. Los inu actúan de una manera aplastante, porque tienen prisa, hablan un ruso imposible, piden las generales comenzando con el nombre, patronímico y apellido de la abuela materna; su explicación es que "la policía japonesa necesita saberlo todo"; se enteran, casi sin que el interrogado se dé cuenta del "objeto de la visita". Escudriñan las cosas con la misma brutalidad con que inspeccionan el alma, según el sinobi, o sea el método científico de la escuela de policía japonesa. Suruga es un puerto pequeño, donde fuera de las casas de estilo japonés no existe siquiera un edificio europeo; un puerto donde abunda la pesca del pulpo, al que revientan para obtener la tinta y ponen luego a secar en las calles. En aquella provincia japonesa contribuía a sembrar la confusión, además de la policía, el hecho de que un gesto que en Vladivostok significa "ven acá" quiere decir en Suruga "aléjate de mí"; los rostros de los habitantes, por otra parte, no dicen nada, conforme a las reglas del hermetismo japonés que exige ocultar cualquier intimidad y no revelarla ni siquiera por la expresión de los ojos.
Sin duda le preguntaron a Sofía Vasilievna "el objeto de su visita" y ella no debió recordar con exactitud los apellidos de su abuela materna.
A ese propósito escribe brevemente: "Me interrogaron sobre el objeto de mi viaje. Me tuvieron arrestada. Permanecí un día entero en la delegación de policía. Constantemente me preguntaban sobre mis relaciones con Tagaki y por qué me había dado una carta de presentación: declaré que era su prometida, porque la policía me amenazó con repatriarme en el mismo barco si no hablaba. Tan pronto como confesé me dejaron tranquila y me llevaron un plato de arroz con dos palillos, que entonces todavía no sabía usar.
Esa misma noche llegó Tagaki-san, el novio, a Suruga. Ella lo vio desde la ventana dirigirse resueltamente a la oficina del jefe de la policía. Le pidieron cuentas sobre la muchacha. Tagaki se comportó virilmente y declaró:
—Sí, es mi prometida.
Le aconsejaron devolverla a su patria, pero él se negó. Le dijeron que sería expulsado del ejército y desterrado a algún lugar remoto: él lo sabía.
Entonces quedaron en libertad él y ella. Él, a la manera de Turgueniev, le besó la mano y no le hizo el menor reproche. Después la acompañó al tren y le dijo que en Osaka encontraría a su hermano; que él por el momento "estaría un poco ocupado".
Desapareció en la oscuridad; el tren se internó entre montes oscuros. La muchacha permaneció en la más absoluta soledad, y se convenció de que él, Tagaki, era la única persona por quien sentía cariño y devoción, hacia la cual se sentía ligada y llena de gratitud, y también de incomprensión.
El vagón estaba bien iluminado; afuera todo eran tinieblas. Todas las cosas que la rodeaban le parecieron horribles e incomprensibles, sobre todo cuando los japoneses que viajaban en su compartimiento, hombres y mujeres, se desvistieron para dormir, sin ninguna vergüenza de mostrar el cuerpo desnudo, así como cuando, en algunas estaciones, vio comprar a través de las ventanillas té caliente en pequeñas botellas y cajas de madera de abeto que contenían una cena de arroz, pescado, rábanos, una servilleta de papel, un mondadientes y un par de palillos, con los que había que comer. Después se apagó la luz y los pasajeros comenzaron a dormir. Sofía Vasilievna no logró pegar un ojo en toda la noche, víctima de la soledad, de la incomprensión, del espanto. No entendía nada.
En Osaka fue la última en bajar al andén y se encontró inmediatamente ante un hombre en kimono de tela oscura a rayas, con los pies atados a dos trozos de madera. Se sintió muy ofendida por el silbido con que aquel individuo acompañó su propia reverencia, apoyando las manos abiertas sobre las rodillas, y de la tarjeta de visita que le entregó sin tenderle la mano: ella ignoraba que tal era la manera de saludar entre los japoneses; mientras ella estaba dispuesta a abrazar a su pariente, él ni siquiera se dignaba a estrecharle la mano... Se quedó paralizada, sintiendo que ardía de humillación.
Él no sabía una sola palabra de ruso: le dio una palmadita en un hombro y le indicó la salida. Se pusieron en movimiento. Entraron en un automóvil. La ensordeció y la cegó la ciudad, comparada con la cual, Vladivostok era una aldea. Llegaron a un restaurante donde les sirvieron un desayuno a la inglesa: no comprendía por qué debía comer la fruta antes que el jamón y los huevos. El otro, dándole siempre una palmadita en el hombro, le indicaba lo que debía hacer, sin articular siquiera un sonido, sonriendo inexpresivamente de cuando en cuando. Después del desayuno la condujo a los excusados: ella no sabía que en Japón el retrete era común para hombres y mujeres. Aterrada, le hizo señas de que saliera, el otro no comprendió y comenzó a orinar.
Volvieron a tomar el tren; él le compró una ración de alimentos empacada en una cajita de madera de pino, una botella de café y le puso en las manos los dos palillos para que comiera.
Por la noche bajaron del tren, y él la hizo sentarse en una ricksha: la sangre se le subió a las mejillas por esa sensación casi insoportable de desagrado que experimenta todo europeo al subir por primera vez en una ricksha... pero ya para entonces carecía de voluntad propia.
Atravesaron la ciudad de calles estrechas, siguieron después por callejones y senderos bordeados de cedros, al lado de cabañas escondidas entre el verdor del follaje y las flores; la ricksha los condujo, siguiendo la pendiente de una montaña, hacia el mar. Sobre una roca que caía a pico, en una pequeña explanada sobre el mar, en la bahía, bajo la fronda de los árboles, había una cabaña; se detuvieron frente a ella. De la cabaña salieron un anciano y una anciana, varios niños y una mujer joven, todos vestidos con kimonos, que le hicieron profundas reverencias sin tenderle la mano. No le permitieron entrar de inmediato; el hermano del novio le señaló los pies: ella no comprendía. Entonces la hizo sentarse, casi a la fuerza, y le quitó los zapatos. En el umbral de la casa las mujeres se arrodillaron rogándole que entrara. Toda la casa parecía un juguete: en la última habitación una ventana se abría sobre el amplio mar, el cielo, las rocas: aquel lado de la casa estaba situada sobre el abismo. En el suelo de la habitación había muchos platos y recipientes, y al lado de cada recipiente había un almohadón. Todos, ella también, se sentaron sobre esos almohadones, en el suelo, para cenar.
...Al día siguiente se presentó Tagaki-san, el prometido. Entró en kimono, y ella por un instante no reconoció a aquel hombre que se inclinó en una profundísima ceremonia primero ante el padre y el hermano, luego ante la madre y, finalmente, ante ella. Sofía Vasilievna habría querido arrojarse en sus brazos, pero él retuvo por un minuto sus manos y, con aire de profunda cavilación, le besó una de ellas. Llegó por la mañana. Le hizo saber que había estado en Tokio, que lo habían licenciado del ejército y, como castigo, exiliado durante dos años, concediéndole pasar el tiempo del exilio en su pueblo, en casa de su padre: de aquella casa y de aquel peñasco no debería alejarse durante dos años.
Ella estaba feliz. Él le había llevado de Tokio muchos kimonos. Ese mismo día fueron a registrar su matrimonio en la oficina correspondiente; ella en kimono azul, con los cabellos rubios peinados a la japonesa, el obi (cinturón) que le dificultaba la respiración, oprimiéndole dolorosamente el pecho, y los coturnos de madera que le oprimían un callo entre los dedos de un pie. Dejó de ser Sofía Vasilievna Gniedij para convertirse en Tagaki-no-okusan. Y la única cosa con la que pudo pagarle al marido, al amado marido, no fue con gratitud, sino con auténtica pasión, cuando por la noche, en el suelo, envuelta en un kimono de noche, se le entregó y en las pausas de la ternura, el dolor y el deseo, oían el estallido de las olas bajo ellos.

IV

En otoño se marcharon todos, dejando solos a los jóvenes esposos. De Tokio les enviaron cajas con libros rusos, ingleses y japoneses. En su confusión, ella no cuenta casi nada sobre cómo pasaba el tiempo. Es fácil imaginar cómo soplaban los vientos del océano en otoño, el estruendo de las olas al golpear los peñascos, el frío y la soledad ante la estufa doméstica cuando se sentaban solos durante horas, días, semanas.
Pronto ella aprendió a saludar: o-yasumi-nasai, a despedirse: sayonara, a dar las gracias: do-ita-sima-site, a pedir que tuvieran la amabilidad de esperar mientras iba a llamar a su marido:chotomato-kudasai... En su tiempo libre aprendió que el arroz, igual que el trigo, podían cocinarse de las maneras más diversas, y que así como los europeos no saben preparar el arroz, los japoneses no sabían hacer el pan. A través de los libros que el marido había recibido, aprendió que Pushkin comenzaba precisamente donde terminaba el programa escolar, que Pushkin no era algo muerto como un mamut sino algo que vive y que vivirá siempre; por su marido y por los libros se enteró de que la literatura más grande y el pensamiento más profundo eran los rusos.
Su tiempo transcurría con la severa regularidad de la vida en el campo; con ciertas asperezas.
Por la mañana el marido se sentaba en el suelo con sus libros; ella cocinaba el arroz y los demás platos; bebían té, comían ciruelas en salmuera y arroz sin sal. El marido no era exigente: habría podido vivir meses enteros sólo de arroz, pero ella preparaba también algunos platos de la cocina rusa; iba por la mañana a la ciudad a hacer las compras y se asombraba de que los japoneses no vendieran los pollos enteros sino en piezas, podía comprar separadamente las alas, la pechuga, los muslos. En el crepúsculo, iban a pasear por la orilla del mar, o por las montañas hasta un pequeño templo; ella se acostumbró a caminar con los coturnos, a saludar a los vecinos a la manera japonesa, haciendo reverencias profundas con las manos en las rodillas. Por la noche leían. Muchas noches las dedicaban a hacer el amor: el marido era apasionado y refinado en la pasión, por la larga cultura de sus antepasados, distinta a la europea; el primer día del matrimonio, la madre de él, sin decirle una palabra —ya que no tenían ningún medio común de expresión— le regaló unos cuadritos eróticos en seda, que ilustraban ampliamente el amor sexual.
Ella amaba, respetaba y temía a su marido; lo respetaba porque era fuerte, noble y taciturno, y lo sabía todo; lo amaba y lo temía porque cuando ardía de pasión lograba subyugarla por completo. Había días en que su marido se comportaba de modo sombrío, cortés, esquivo, y, a pesar de su noble conducta, la trataba con severidad. A fin de cuentas era muy poco lo que sabía de él, nada de su familia: su suegro poseía en alguna parte una fábrica, algo relacionado con la seda.
A veces llegaban a visitar a su marido algunos amigos de Tokio o de Kioto; en esas ocasiones él le pedía que se vistiera a la europea y que recibiera a los huéspedes a la manera europea; es decir, bebían el sake, el aguardiente japonés, junto con las visitas; después del segundo vaso sus ojos se inyectaban de sangre, hablaban sin cesar, y luego, ebrios, cantaban algunas canciones y se iban a la ciudad poco antes del amanecer.
Vivían en medio de una gran soledad, el frío de invierno sin nieve se transformaba en el sopor del verano, el mar se encrespaba durante las tormentas, pero era sereno y azul a la hora del reflujo; las diarias jornadas de ella no se parecían siquiera a las cuentas de un rosario, porque éstas pueden ser contadas y recontadas, como suelen hacer los monjes europeos y los budistas, mientras que ella no podía contar sus días.
Aquí puede terminar el cuento sobre cómo se escriben los cuentos.
Pasó un año, otro, otro más.
Se cumplió el término del exilio, sin embargo se quedaron a vivir allí todavía otro año. Más tarde comenzó a llegar a su ermita mucha gente, que saludaba con profundas reverencias tanto a ella como a su marido; lo fotografiaban ante su biblioteca con ella al lado; le preguntaban sobre sus impresiones del Japón. Le pareció que toda aquella gente caía sobre ellos como guisantes salidos de un costal. Supo entonces que su marido había publicado una novela con enorme éxito. Le hicieron ver las revistas donde estaban fotografiados los dos: en casa, cerca de casa, durante un paseo hacia el templo, durante un paseo a la orilla del mar, él en kimono japonés, ella vestida a la europea.
Ya para entonces hablaba un poco de japonés. Muy pronto aprendió a desempeñar el papel de esposa de un escritor célebre, sin advertir el cambio que tiene lugar de manera misteriosa, ese cambio que consiste en no tener ya miedo de los extraños, sino en considerarlos como gente dispuesta a rendirle alguna cortesía. Pero no conocía la célebre novela de su marido ni el argumento. A menudo le hacía preguntas a su marido quien respondía a su pregunta con un silencio convencional; tal vez porque en realidad el asunto no le interesaba demasiado ella dejó de insitir. Pasó el rosario de jaspe de sus días. Unos jóvenes cocineros preparaban ahora el arroz, y a la ciudad ella iba en automóvil, dándole órdenes en japonés al chofer. Cuando su suegro se presentaba, le hacía una reverencia más respetuosa que la que ella hacía para saludarlo.
No cabe duda de que Sofía Vasilievna habría sido la mujer perfecta del escritor Tagaki, igual que la mujer de Heinrich Heine, que acostumbraba preguntarle a los amigos de su marido: "Me han dicho que Heinrich ha escrito algo nuevo, ¿es cierto?..." Pero Sofia Vasilievna acabó por enterarse del contenido de la novela. Había llegado a casa el corresponsal de un periódico de la capital, quien hablaba ruso. Llegó cuando el marido estaba ausente. Fueron a pasear hasta el mar. Y junto al mar, después de conversar sobre algunas trivialidades, ella le preguntó cómo se explicaba el éxito de la novela de su marido, y qué era lo que consideraba fundamental en ella.

V

...Y esto es todo. Cuando en la ciudad de K. encontré en el archivo consular la autobiografía de Sofía Gniedij-Tagaki, compré al día siguiente la novela de su marido. Mi amigo Takahashi me refirió el contenido. Conservo todavía este libro en mi casa, en la calle Povarskaia. El cuarto capítulo de este cuento no lo escribí dejándome llevar por la imaginación, sino siguiendo casi punto por punto lo que me tradujo mi amigo Takahashi-san.
El escritor Tagaki, durante todo el tiempo que duró su exilio, había escrito sus observaciones sobre la esposa, esa rusa que no sabía que la grandeza de Rusia comenzaba precisamente después de los programas escolares, y que la grandeza de la cultura rusa consistía en saber meditar.
La moral japonesa no tiene el pudor del cuerpo desnudo, de las funciones naturales del hombre, del acto sexual: la novela de Tagaki-san había sido escrita con minuciosidad clínica... y con meditaciones al estilo ruso. Tagaki-san meditaba sobre el tiempo, sobre los pensamientos y sobre el cuerpo de su mujer... Cuando a la orilla del mar, el corresponsal del periódico de la capital discurría con Tagaki-no-okusan, la mujer del célebre escritor, puso ante ella no un espejo sino la filosofía de los espejos, ella se vio a sí misma vivir entre las páginas de papel; no era tan importante el hecho de que en la novela se describiera con detalles clínicos cómo temblaba ella en los momentos de pasión y el desorden de sus vísceras; no, lo terrible, lo terrible para ella era otra cosa. Comprendió todo, allí comenzaba lo horrible; eso era un traición excesivamente cruel a todo lo que ella alentaba. Fue entonces cuando pidió, por medio del consulado, ser repatriada a Vladivostok.
He leído y releído con la mayor atención su autobiografía: que toda su vida había sido material de observación, que el marido la había estado espiando cada momento de su vida... estaba escrita siempre con la misma sensibilidad, con monotonía, sin efectos; las partes de la autobiografía de esta mujercita insignificante donde —a saber por qué— se describían la infancia, la escuela y la vida de Vladivostok y también las jornadas japonesas, estaban escritas con la misma insipidez con que se escriben las cartas de amigas de sexto año de la escuela municipal, o del segundo curso de los institutos para muchachas nobles, según las reglas de composición escolar; pero en la última parte (en la que arrojaba alguna luz sobre su vida conyugal) esta mujer había sabido encontrar palabras verdaderas y grandes de simplicidad y claridad, como supo encontrar la fuerza para actuar simple y claramente.
Abandonó la condición de mujer de un escritor célebre, el amor y las costumbres adquiridas y volvió a Vladivostok a las habitaciones desnudas de las profesoras de escuela elemental.

VI

Eso es todo.
Ella: vivió su autobiografía hasta el fondo; yo escribí su biografía, escribiendo que pasar a través de la muerte es bastante más cruel que matar a un hombre.
Él: escribió una novela hermosísima.
Que sean los otros quienes juzguen, no yo. Mi trabajo se reduce a meditar: sobre todas las cosas, y, también, en particular, sobre cómo se deben escribir los cuentos.
La zorra es el dios de la astucia y de la traición: si el espíritu de la zorra penetra en un hombre, la raza de ese hombre está maldita.
¡La zorra es el dios de los escritores!
Boris Pilniak (en ruso: Бори́с Пильня́к; Octubre 11 de 1894, Mozhaisk – Abril 21 de 1938, Moscú) fue un escritor ruso. Nacido Borís Andréyevich Wogáu (Бори́с Андре́евич Вога́у), fue uno de los mayores partidarios del anti-urbanismo, y crítico de la sociedad mecanizada. Estas perspectivas lo llevaron a menudo a relaciones desfavorables con el gobierno soviético. Sus principales obras son El año desnudo, Mahogania, Volga desemboca en el Mar Caspio, y OK. Novela americana. Este último es un negativo cuaderno de viaje, de su visita en 1931 a los Estados Unidos.
Nació en una familia de alemanes del Volga, desde los nueve años comenzó a mostrar aptitudes para la escritura. Asistió a la escuela en Nizhni Nóvgorod, y posteriormente se traslado a Moscú, donde se graduó de veterinario. Durante sus años de univesitario continuo desarrollando artículos y ensayos.
En en transcurso de la Primera Guerra Mundial visitó el Frente Oriental, en nombre del Gobierno Provisional. Después de la Revolución de Octubre fue detenido por soldados bolcheviques y durante un tiempo estuvo en peligro de ser ejecutado.
Fue patrocinado por Anatoli Lunacharski, comisario del pueblo, para que pudiese escribir a tiempo completo. Su primera novela, El año desnudo (1922), se ocupó de la Revolución de Octubre y la Guerra Civil. Su historia, El cuento de la Luna inextinguible (1926), habla de la sospechosa muerte de Mijaíl Frunze, esto alarmó al gobierno soviético e inmediatamente fue prohibida. Su novela, El árbol rojo, publicada en Alemania (1929), retrato compasivo de León Trotski, así como el hecho de haberla publicado en el extranjero, provocaron su remoción de la dirección de la Unión Panrusa de Escritores (Всероссийский союз писателей, una de las antecesoras de la Unión de Escritores Soviéticos que sería fundada en 1934).
En 1937 (28 de Octubre) fue arrestado por cargos de actividades contrarevolucionarias, espía y terrorismo. Un reporte alegaba que “el sostuvo reuniones secretas con (André) Gide, y le suministró información acerca de la situación en la URSS. No hay duda, de que Gide utilizó dicha información en este libro (Regreso de la URSS) atacando a la URSS.” Pilniak fue juzgado el 21 de abril de 1938. En el proceso, que duró 15 minutos, fue condenado a muerte. Un pequeño papel amarillo sujetado a sus archivos rezaba: “Sentencia llevada a cabo.”1
Obras.Boris Pilniak. El año desnudo. Editorial Planeta (1975).Boris Pilniak. Pedro, Su Majestad Emperador. Madrid, UNIV VERACRUZANA (MEX) (January 1, 2010).
Semblanza biográfica: Wikipedia.Texto:El cuento del día. Foto:internet

El cuento del domingo

Isaak Bábel

Prischepa 
Me dirigía a Léchniuv, en donde se había instalado el estado mayor de la división. Mi compañero de viaje continuaba siendo Prischepa, joven kubanés, pícaro incansable, depurado comunista, futuro trapero, despreocupado, sifilítico y tardo mentiroso. Llevaba un caftán circasiano carmesí confeccionado con paño fino, y un capuchón aboatado caído sobre la espalda. Por el camino me contó su vida…
Hace un año, Prischepa huyó de los blancos. Como represalia, éstos tomaron como rehenes a los padres del joven y los fusilaron en la sección de contraespionaje. Los vecinos saquearon los bienes de la casa. Al ser expulsados los blancos del Kubán, Prischepa volvió a su aldea natal.
Ocurrió por la mañana, al amanecer, cuando el sueñito del mujik suspira bajo el agriado bochorno. Prischepa enganchó un carro oficial y fue por el pueblo recogiendo su gramófono, sus tinas de kvas y las toallas bordadas por su madre. Se echó a la calle con abrigo negro y un puñal curvo en el cinto; el carro iba rodando detrás. Prischepa fue de un vecino a otro, y la huella sangrienta de sus plantas iba dejando un rastro tras él. En las casas donde el cosaco encontraba objetos de su madre o la pipa de su padre, dejaba viejas apuñaladas, perros colgados sobre el pozo, iconos emporcados con excrementos de animales. Fumando sus pipas, los aldeanos seguían sombríamente, con los ojos, el camino de Prischepa. Los cosacos jóvenes se dispersaron por la estepa y llevaron la cuenta de las víctimas. Esta cuenta iba creciendo, el pueblo callaba. Cuando hubo terminado, Prischepa volvió a la vacía casa de sus padres. Colocó los recuperados muebles en el orden que recordaba de su infancia y mandó por vodka. Encerrado en la casa, estuvo dos días bebiendo, cantando, llorando y dando sablazos sobre la mesa.
La tercera noche, el pueblo vio humo sobre la isba de Prischepa. Chamuscado, con la ropa desgarrada, Prischepa salió tambaleándose, sacó una vaca del establo, le puso el revólver en la boca y disparó. La tierra giraba bajo sus pies, un círculo de azuladas llamas salía volando por las chimeneas y se desvanecía. Un ternero abandonadlo gemía en el establo. El incendio resplandecía como un domingo. Prischepa desató el caballo, saltó sobre la silla, arrojó al fuego un mechón de sus cabellos y desapareció.
Isaak Emanuílovich Bábel, en Ruso: Исаа́к Эммануи́лович Ба́бель (Odesa, 13 de julio de 189427 de enero de 1940) fue un periodista, escritor y dramaturgo soviético. Fue detenido, torturado y ejecutado durante la Gran Purga de Stalin.
Bábel nació en una familia de origen judío en el gueto de Odesa, durante un periodo de desasosiego social en el que tuvo lugar el éxodo masivo de muchos judíos del Imperio ruso. Bábel sobrevivió el pogromo del 1905, con la ayuda de vecinos cristianos que dieron refugio a su familia, pero su abuelo Shoyl fue uno de los 300 judíos asesinados.
Para ingresar en las clases preparatorias del Instituto Comercial Nicolás I, Bábel tuvo que sobresalir en la cuota judía - diseñada por el régimen Zarista para excluir un gran sector de la juventud judía de la educación superior. (10% [de las aldeas] del pálido del establecimiento; 5% del exterior y 3% para las dos capitales). A pesar de que alcanzó los grados académicos para entrar, Bábel fue rechazado y el puesto se le otorgó a otro niño, cuyos padres sobornaron a las autoridades del colegio. Por ello fue educado en su casa y en un año cumplió el currículo de dos años escolares. También estudió el Talmud, música clásica, estudió el idioma y la literatura francesa. Lector y admirador de la literatura de Flaubert y Maupassant, Bábel comenzó escribiendo sus primeros cuentos en francés.
Después de tratar de postular en vano a la Universidad de Odesa (también por razones de cuotas), Bábel ingreso en el Instituto de Comercio de Kiev – donde conoció a su futura esposa, Yevguenia Gronfein.
En 1915 Bábel se graduó y se trasladó a Petrogrado, hoy San Petersburgo, desafiando las leyes que ordenaban el confinamiento de los judíos en el Pálido. En la capital conoció al gran escritor ruso Máximo Gorki que publicó algunos de sus cuentos en la publicación literaria Létopis. ("Летопись", "Crónicas"). Gorki aconsejó al joven Bábel que adquiriera más experiencia de la vida mezclándose con el pueblo; Bábel escribió en su autobiografía: “…le debo todo a ese encuentro [con Gorki] y aún pronuncio el nombre [de Gorki] Alekséi Maksímovich con amor y admiración.” Uno de sus cuentos autobiográficos más famosos, “El cuento de mi palomar”, está dedicado a Gorki. El cuento “La ventana del baño” fue considerado obsceno por la censura oficial y Bábel fue acusado de violar el código penal 1001.
Bábel comentó sobre este periodo en Petrogrado:
Terminada la escuela me desplacé a Kíev y en 1915 a Petersburgo. En Petersburgo lo pasé muy mal, no tenía certificado de residencia y me ocultaba de la policía en la calle Púshkinskaya, en un sótano habitado por un camarero desgarrado y borracho. En ese año de 1915 empecé a llevar mis creaciones a las editoriales, pero me echaban de todas partes. Todos los redactores (el difunto Izmáilov, Possé y otros), me aconsejaban que me emplease en alguna tienda; no les hice caso y a fines de 1916 llegué hasta Gorki.
En los siguientes siete años, Bábel luchó por el comunismo soviético en la Guerra Civil Rusa, también trabajó en la Cheka (ЧК - чрезвычайная комиссия) como traductor para los servicios de la contra-inteligencia. Tuvo puestos en el Gubkom de Odesa (el Comité Regional del Partido Bolchevique), en el centro requisitorio de alimentos, y en el Narkompros (Comisaría del Pueblo para la Educación). Trabajó en una oficina de impresión tipográfica y desempeño el cargo de reportero y periodista en San Petersburgo y Tiflis. El 9 de agosto del 1919 se casó con Yevguenia Gronfein en Odesa.
En 1920, durante la sangrienta Guerra Civil Rusa, a Bábel se le otorgó el cargo de periodista en el famoso "Primer Ejército de Caballería" (Konarmia) del mariscal de campo, Semión Budionni. Bábel fue testigo de la campaña militar de la Guerra Polaco-Soviética del 1920 y documentó los horrores del conflicto armado en su Diario de 1920 (Konarméyski Dnevnik 1920 Goda) – que utilizó más tarde para escribir su libro Caballería Roja (Конармия).
Bábel escribió: “Fue alrededor de 1923 cuando aprendí a expresar mis pensamientos de forma clara y concisa. A partir de entonces volví a escribir”. Varios escritos, que fueron más tarde incluidos en Caballería Roja, fueron publicados en la famosa revista LEF ("ЛЕФ"), de Vladímir Maiakovski, en 1924. La falta de romanticismo revolucionario en las crudas descripciones escritas por Bábel del conflicto armado le crearon muchos enemigos en el poder, entre ellos Semión Budionni. La intervención de su amigo Gorki le ayudó a salvar la publicación del libro, que pronto sería traducido a varios idiomas. Obras. Babel, Isaak. Cuentos de Odessa, Barcelona, Bruguera, 1981. BÁBEL, Isaac: Debes saberlo todo (Relatos 1915-1937). Madrid, Alianza, 1976. Traducción del inglés: Veronica Head. BÁBEL, Isaac: Cuentos de Odessa y otros relatos. Madrid, Alianza, 1972. Traducción: José Fernández Sánchez. Isaak Emmanuilovich Babel. Siete Relatos. Grupo Editorial Norma, 1998. Isaak Babel. Caballería Roja - Diario de 1920. 221 pags.
Semblanza biográfica:Wikipedia. Texto:El cuento del día.Foto: internet.

El cuento del domingo

Roberto Bolaño 
Sensini 
La forma en que se desarrolló mi amistad con Sensini sin duda se sale de lo corriente. En aquella época yo tenía veintitantos años y era más pobre que una rata. Vivía en las afueras de Girona, en una casa en ruinas que me habían dejado mi hermana y mi cuñado tras marcharse a México y acababa de perder un trabajo de vigilante nocturno en un cámping de Barcelona, el cual había acentuado mi disposición a no dormir durante las noches. Casi no tenía amigos y lo único que hacía era escribir y dar largos paseos que comenzaban a las siete de la tarde, tras despertar, momento en el cual mi cuerpo experimentaba algo semejante al jet-lag, una sensación de estar y no estar, de distancia con respecto a lo que me rodeaba, de indefinida fragilidad. Vivía con lo que había ahorrado durante el verano y aunque apenas gastaba mis ahorros iban menguando al paso del otoño. Tal vez eso fue lo que me impulsó a participar en el Concurso Nacional de Literatura de Alcoy, abierto a escritores de lengua castellana, cualquiera que fuera su nacionalidad y lugar de residencia. El premio estaba divido en tres modalidades: poesía, cuento y ensayo. Primero pensé en presentarme en poesía, pero enviar a luchar con los leones (o con las hienas) aquello que era lo que mejor hacía me pareció indecoroso. Después pensé en presentarme en ensayo, pero cuando me enviaron las bases descubrí que éste debía versar sobre Alcoy, sus alrededores, su historia, sus hombres ilustres, su proyección en el futuro y eso me excedía. Decidí, pues, presentarme en cuento y envié por triplicado el mejor que tenía (no tenía muchos) y me senté a esperar.
Cuando el premio se falló trabajaba de vendedor ambulante en una feria de artesanía en donde absolutamente nadie vendía artesanías. Obtuve el tercer accésit y diez mil pesetas que el Ayuntamiento de Alcoy me pagó religiosamente. Poco después me llegó el libro, en el que no escaseaban las erratas, con el ganador y los seis finalistas. Por supuesto, mi cuento era mejor que el que se había llevado el premio gordo, lo que me llevó a maldecir al jurado y a decirme que, en fin, eso siempre pasa. Pero lo que realmente me sorprendió fue encontrar en el mismo libro a Luis Antonio Sensini, el escritor argentino, segundo accésit, con un cuento en donde el narrador se iba al campo y allí se le moría su hijo o con un cuento en donde el narrador se iba al campo porque en la ciudad se le había muerto su hijo, no quedaba nada claro, lo cierto es que en el campo, un campo plano y más bien yermo, el hijo del narrador se seguía muriendo, en fin, el cuento era claustrofóbico, muy al estilo de Sensini, de los grandes espacios geográficos de Sensini que de pronto se achicaban hasta tener el tamaño de un ataúd, y superior al ganador y al primer accésit y también superior al tercer accésit y al cuarto, quinto y sexto.
No sé qué fue lo que me impulsó a pedirle al Ayuntamiento de Alcoy la dirección de Sensini. Yo había leído una novela suya y algunos de sus cuentos en revistas latinoamericanas. La novela era de las que hacen lectores. Se llamaba Ugarte y trataba sobre algunos momentos de la vida de Juan de Ugarte, burócrata en el Virreinato del Río de la Plata a finales del siglo XVIII. Algunos críticos, sobre todo españoles, la habían despachado diciendo que se trataba de una especie de Kafka colonial, pero poco a poco la novela fue haciendo sus propios lectores y para cuando me encontré a Sensini en el libro de cuentos de Alcoy, Ugarte tenía repartidos en varios rincones de América y España unos pocos y fervorosos lectores, casi todos amigos o enemigos gratuitos entre sí. Sensini, por descontado, tenía otros libros, publicados en Argentina o en editoriales españolas desaparecidas, y pertenecía a esa generación intermedia de escritores nacidos en los años veinte, después de Cortázar, Bioy, Sabato, Mujica Lainez, y cuyo exponente más conocido (al menos por entonces, al menos para mí) era Haroldo Conti, desaparecido en uno de los campos especiales de la dictadura de Videla y sus secuaces. De esta generación (aunque tal vez la palabra generación sea excesiva) quedaba poco, pero no por falta de brillantez o talento; seguidores de Roberto Arlt, periodistas y profesores y traductores, de alguna manera anunciaron lo que vendría a continuación, y lo anunciaron a su manera triste y escéptica que al final se los fue tragando a todos.
A mí me gustaban. En una época lejana de mi vida había leído las obras de teatro de Abelardo Castillo, los cuentos de Rodolfo Walsh (como Conti asesinado por la dictadura), los cuentos de Daniel Moyano, lecturas parciales y fragmentadas que ofrecían las revistas argentinas o mexicanas o cubanas, libros encontrados en las librerías de viejo del D.F., antologías piratas de la literatura bonaerense, probablemente la mejor en lengua española de este siglo, literatura de la que ellos formaban parte y que no era ciertamente la de Borges o Cortázar y a la que no tardarían en dejar atrás Manuel Puig y Osvaldo Soriano, pero que ofrecía al lector textos compactos, inteligentes, que propiciaban la complicidad y la alegría. Mi favorito, de más está decirlo, era Sensini, y el hecho de alguna manera sangrante y de alguna manera halagador de encontrármelo en un concurso literario de provincias me impulsó a intentar establecer contacto con él, saludarlo, decirle cuánto lo quería.
Así pues, el Ayuntamiento de Alcoy no tardó en enviarme su dirección, vivía en Madrid, y una noche, después de cenar o comer o merendar, le escribí una larga carta en donde hablaba de ligarte, de los otros cuentos suyos que había leído en revistas, de mí, de mi casa en las afueras de Girona, del concurso literario (me reía del ganador), de la situación política chilena y argentina (todavía estaban bien establecidas ambas dictaduras), de los cuentos de Walsh (que era el otro a quien más quería junto con Sensini), de la vida en España y de la vida en general. Contra lo que esperaba, recibí una carta suya apenas una semana después. Comenzaba dándome las gracias por la mía, decía que en efecto el Ayuntamiento de Alcoy también le había enviado a él el libro con los cuentos galardonados pero que, al contrario que yo, él no había encontrado tiempo (aunque después, cuando volvía de forma sesgada sobre el mismo tema, decía que no había encontrado ánimo suficiente) para repasar el relato ganador y los accésits, aunque en estos días se había leído el mío y lo había encontrado de calidad, «un cuento de primer orden», decía, conservo la carta, y al mismo tiempo me instaba a perseverar, pero no, como al principio entendí, a perseverar en la escritura sino a perseverar en los concursos, algo que él, me aseguraba, también haría. Acto seguido pasaba a preguntarme por los certámenes literarios que se «avizoraban en el horizonte», encomiándome que apenas supiera de uno se lo hiciera saber en el acto. En contrapartida me adjuntaba las señas de dos concursos de relatos, uno en Plasencia y el otro en Écija, de 25.000 y 30.000 pesetas respectivamente, cuyas bases según pude comprobar más tarde extraía de periódicos y revistas madrileñas cuya sola existencia era un crimen o un milagro, depende. Ambos concursos aún estaban a mi alcance y Sensini terminaba su carta de manera más bien entusiasta, como si ambos estuviéramos en la línea de salida de una carrera interminable, amén de dura y sin sentido. «Valor y a trabajar», decía.
Recuerdo que pensé: qué extraña carta, recuerdo que releí algunas capítulos de Ugarte, por esos días aparecieron en la plaza de los cines de Girona los vendedores ambulantes de libros, gente que montaba sus tenderetes alrededor de la plaza y que ofrecía mayormente stocks invendibles, los saldos de las editoriales que no hacía mucho habían quebrado, libros de la Segunda Guerra Mundial, novelas de amor y de vaqueros, colecciones de postales. En uno de los tenderetes encontré un libro de cuentos de Sensini y lo compré. Estaba como nuevo —de hecho era un libro nuevo, de aquellos que las editoriales venden rebajados a los únicos que mueven este material, los ambulantes, cuando ya ninguna librería, ningún distribuidor quiere meter las manos en ese fuego— y aquella semana fue una semana Sensini en todos los sentidos. A veces releía por centésima vez su carta, otras veces hojeaba Ugarte, y cuando quería acción, novedad, leía sus cuentos. Éstos, aunque trataban sobre una gama variada de temas y situaciones, generalmente se desarrollaban en el campo, en la pampa, y eran lo que al menos antiguamente se llamaban historias de hombres a caballo. Es decir historias de gente armada, desafortunada, solitaria o con un peculiar sentido de la sociabilidad. Todo lo que en Ugarte era frialdad, un pulso preciso de neurocirujano, en el libro de cuentos era calidez, paisajes que se alejaban del lector muy lentamente (y que a veces se alejaban con el lector), personajes valientes y a la deriva.
En el concurso de Plasencia no alcancé a participar, pero en el de Écija sí. Apenas hube puesto los ejemplares de mi cuento (seudónimo: Aloysius Acker) en el correo, comprendí que si me quedaba esperando el resultado las cosas no podían sino empeorar. Así que decidí buscar otros concursos y de paso cumplir con el pedido de Sensini. Los días siguientes, cuando bajaba a Girona, los dediqué a trajinar periódicos atrasados en busca de información: en algunos ocupaban una columna junto a ecos de sociedad, en otros aparecían entre sucesos y deportes, el más serio de todos los situaba a mitad de camino del informe del tiempo y las notas necrológicas, ninguno, claro, en las páginas culturales. Descubrí, asimismo, una revista de la Generalitat que entre becas, intercambios, avisos de trabajo, cursos de posgrado, insertaba anuncios de concursos literarios, la mayoría de ámbito catalán y en lengua catalana, pero no todos. Pronto tuve tres concursos en ciernes en los que Sensini y yo podíamos participar y le escribí una carta.
Como siempre, la respuesta me llegó a vuelta de correo. La carta de Sensini era breve. Contestaba algunas de mis preguntas, la mayoría de ellas relativas a su libro de cuentos recién comprado, y adjuntaba a su vez las fotocopias de las bases de otros tres concursos de cuento, uno de ellos auspiciado por los Ferrocarriles del Estado, premio gordo y diez finalistas a 50.000 pesetas por barba, decía textualmente, el que no se presenta no gana, que por la intención no quede. Le contesté diciéndole que no tenía tantos cuentos como para cubrir los seis concursos en marcha, pero sobre todo intenté tocar otros temas, la carta se me fue de la mano, le hablé de viajes, amores perdidos, Walsh, Conti, Francisco Urondo, le pregunté por Gelman al que sin duda conocía, terminé contándole mi historia por capítulos, siempre que hablo con argentinos termino enzarzándome con el tango y el laberinto, les sucede a muchos chilenos.
La respuesta de Sensini fue puntual y extensa, al menos en lo tocante a la producción y los concursos. En un folio escrito a un solo espacio y por ambas caras exponía una suerte de estrategia general con respecto a los premios literarios de provincias. Le hablo por experiencia, decía. La carta comenzaba por santificarlos (nunca supe si en serio o en broma), fuente de ingresos que ayudaban al diario sustento. Al referirse a las entidades patrocinadoras, ayuntamientos y cajas de ahorro, decía «esa buena gente que cree en la literatura», o «esos lectores puros y un poco forzados». No se hacía en cambio ninguna ilusión con respecto a la información de la «buena gente», los lectores que previsiblemente (o no tan previsiblemente) consumirían aquellos libros invisibles. Insistía en que participara en el mayor número posible de premios, aunque sugería que como medida de precaución les cambiara el título a los cuentos si con uno solo, por ejemplo, acudía a tres concursos cuyos fallos coincidían por las mismas fechas. Exponía como ejemplo de esto su relato Al amanecer, relato que yo no conocía, y que él había enviado a varios certámenes literarios casi de manera experimental, como el conejillo de Indias destinado a probar los efectos de una vacuna desconocida. En el primer concurso, el mejor pagado, Al amanecer fue como Al amanecer, en el segundo concurso se presentó como Los gauchos, en el tercer concurso su título era En la otra pampa, y en el último se llamaba Sin remordimientos. Ganó en el segundo y en el último, y con la plata obtenida en ambos premios pudo pagar un mes y medio de alquiler, en Madrid los precios estaban por las nubes. Por supuesto, nadie se enteró de que Los gauchos y Sin remordimientos eran el mismo cuento con el título cambiado, aunque siempre existía el riesgo de coincidir en más de una liza con un mismo jurado, oficio singular que en España ejercían de forma contumaz una pléyade de escritores y poetas menores o autores laureados en anteriores fiestas. El mundo de la literatura es terrible, además de ridículo, decía. Y añadía que ni siquiera el repetido encuentro con un mismo jurado constituía de hecho un peligro, pues éstos generalmente no leían las obras presentadas o las leían por encima o las leían a medias. Y a mayor abundamiento, decía, quién sabe si Los gauchos y Sin remordimientos no sean dos relatos distintos cuya singularidad resida precisamente en el título. Parecidos, incluso muy parecidos, pero distintos. La carta concluía enfatizando que lo ideal sería hacer otra cosa, por ejemplo vivir y escribir en Buenos Aires, sobre el particular pocas dudas tenía, pero que la realidad era la realidad, y uno tenía que ganarse los porotos (no sé si en Argentina llaman porotos a las judías, en Chile sí) y que por ahora la salida era ésa. Es como pasear por la geografía española, decía. Voy a cumplir sesenta años, pero me siento como si tuviera veinticinco, afirmaba al final de la carta o tal vez en la posdata. Al principio me pareció una declaración muy triste, pero cuando la leí por segunda o tercera vez comprendí que era como si me dijera: ¿cuántos años tenés vos, pibe? Mi respuesta, lo recuerdo, fue inmediata. Le dije que tenía veintiocho, tres más que él. Aquella mañana fue como si recuperara si no la felicidad, sí la energía, una energía que se parecía mucho al humor, un humor que se parecía mucho a la memoria.
No me dediqué, como me sugería Sensini, a los concursos de cuentos, aunque sí participé en los últimos que entre él y yo habíamos descubierto. No gané en ninguno, Sensini volvió a hacer doblete en Don Benito y en Écija, con un relato que originalmente se titulaba Los sables y que en Écija se llamó Dos espadas y en Don Benito El tajo más profundo. Y ganó un accésit en el premio de los ferrocarriles, lo que le proporcionó no sólo dinero sino también un billete franco para viajar durante un año por la red de la Renfe.
Con el tiempo fui sabiendo más cosas de él. Vivía en un piso de Madrid con su mujer y su única hija, de diecisiete años, llamada Miranda. Otro hijo, de su primer matrimonio, andaba perdido por Latinoamérica o eso quería creer. Se llamaba Gregorio, tenía treintaicinco años, era periodista. A veces Sensini me contaba de sus diligencias en organismos humanitarios o vinculados a los departamentos de derechos humanos de la Unión Europea para averiguar el paradero de Gregorio. En esas ocasiones las cartas solían ser pesadas, monótonas, como si mediante la descripción del laberinto burocrático Sensini exorcizara a sus propios fantasmas. Dejé de vivir con Gregorio, me dijo en una ocasión, cuando el pibe tenía cinco años. No añadía nada más, pero yo vi a Gregorio de cinco años y vi a Sensini escribiendo en la redacción de un periódico y todo era irremediable. También me pregunté por el nombre y no sé por qué llegué a la conclusión de que había sido una suerte de homenaje inconsciente a Gregorio Samsa. Esto último, por supuesto, nunca se lo dije. Cuando hablaba de Miranda, por el contrario, Sensini se ponía alegre, Miranda era joven, tenía ganas de comerse el mundo, una curiosidad insaciable, y además, decía, era linda y buena. Se parece a Gregorio, decía, sólo que Miranda es mujer (obviamente) y no tuvo que pasar por lo que pasó mi hijo mayor.
Poco a poco las cartas de Sensini se fueron haciendo más largas. Vivía en un barrio desangelado de Madrid, en un piso de dos habitaciones más sala comedor, cocina y baño. Saber que yo disponía de más espacio que él me pareció sorprendente y después injusto. Sensini escribía en el comedor, de noche, «cuando la señora y la nena ya están dormidas», y abusaba del tabaco. Sus ingresos provenían de unos vagos trabajos editoriales (creo que corregía traducciones) y de los cuentos que salían a pelear a provincias. De vez en cuando le llegaba algún cheque por alguno de sus numerosos libros publicados, pero la mayoría de las editoriales se hacían las olvidadizas o habían quebrado. El único que seguía produciendo dinero era ligarte, cuyos derechos tenía una editorial de Barcelona. Vivía, no tardé en comprenderlo, en la pobreza, no una pobreza absoluta sino una de clase media baja, de clase media desafortunada y decente. Su mujer (que ostentaba el curioso nombre de Carmela Zajdman) trabajaba ocasionalmente en labores editoriales y dando clases particulares de inglés, francés y hebreo, aunque en más de una ocasión se había visto abocada a realizar faenas de limpieza. La hija sólo se dedicaba a los estudios y su ingreso en la universidad era inminente. En una de mis cartas le pregunté a Sensini si Miranda también se iba a dedicar a la literatura. En su respuesta decía: no, por Dios, la nena estudiará medicina.
Una noche le escribí pidiéndole una foto de su familia. Sólo después de dejar la carta en el correo me di cuenta de que lo que quería era conocer a Miranda. Una semana después me llegó una fotografía tomada seguramente en el Retiro en donde se veía a un viejo y a una mujer de mediana edad junto a una adolescente de pelo liso, delgada y alta, con los pechos muy grandes. El viejo sonreía feliz, la mujer de mediana edad miraba el rostro de su hija, como si le dijera algo, y Miranda contemplaba al fotógrafo con una seriedad que me resultó conmovedora e inquietante. Junto a la foto me envió la fotocopia de otra foto. En ésta aparecía un tipo más o menos de mi edad, de rasgos acentuados, los labios muy delgados, los pómulos pronunciados, la frente amplia, sin duda un tipo alto y fuerte que miraba a la cámara (era una foto de estudio) con seguridad y acaso con algo de impaciencia. Era Gregorio Sensini, antes de desaparecer, a los veintidós años, es decir bastante más joven de lo que yo era entonces, pero con un aire de madurez que lo hacía parecer mayor.
Durante mucho tiempo la foto y la fotocopia estuvieron en mi mesa de trabajo. A veces me pasaba mucho rato contemplándolas, otras veces me las llevaba al dormitorio y las miraba hasta caerme dormido. En su carta Sensini me había pedido que yo también les enviara una foto mía. No tenía ninguna reciente y decidí hacerme una en el fotomatón de la estación, en esos años el único fotomatón de toda Girona. Pero las fotos que me hice no me gustaron. Me encontraba feo, flaco, con el pelo mal cortado. Así que cada día iba postergando el envío de mi foto y cada día iba gastando más dinero en el fotomatón. Finalmente cogí una al azar, la metí en un sobre junto con una postal y se la envié. La respuesta tardó en llegar. En el ínterin recuerdo que escribí un poema muy largo, muy malo, lleno de voces y de rostros que parecían distintos pero que sólo eran uno, el rostro de Miranda Sensini, y que cuando yo por fin podía reconocerlo, nombrarlo, decirle Miranda, soy yo, el amigo epistolar de tu padre, ella se daba media vuelta y echaba a correr en busca de su hermano, Gregorio Samsa, en busca de los ojos de Gregorio Samsa que brillaban al fondo de un corredor en tinieblas donde se movían imperceptiblemente los bultos oscuros del terror latinoamericano.
La respuesta fue larga y cordial. Decía que Carmela y él me encontraron muy simpático, tal como me imaginaban, un poco flaco, tal vez, pero con buena pinta y que también les había gustado la postal de la catedral de Girona que esperaban ver personalmente dentro de poco, apenas se hallaran más desahogados de algunas contingencias económicas y domésticas. En la carta se daba por entendido que no sólo pasarían a verme sino que se alojarían en mi casa. De paso me ofrecían la suya para cuando yo quisiera ir a Madrid. La casa es pobre, pero tampoco es limpia, decía Sensini imitando a un famoso gaucho de tira cómica que fue muy famoso en el Cono Sur a principios de los setenta. De sus tareas literarias no decía nada. Tampoco hablaba de los concursos.
Al principio pensé en mandarle a Miranda mi poema, pero después de muchas dudas y vacilaciones decidí no hacerlo. Me estoy volviendo loco, pensé, si le mando esto a Miranda se acabaron las cartas de Sensini y además con toda la razón del mundo. Así que no se lo mandé. Durante un tiempo me dediqué a rastrearle bases de concursos. En una carta Sensini me decía que temía que la cuerda se le estuviera acabando. Interpreté sus palabras erróneamente, en el sentido de que ya no tenía suficientes certámenes literarios adonde enviar sus relatos.
Insistí en que viajaran a Girona. Les dije que Carmela y él tenían mi casa a su disposición, incluso durante unos días me obligué a limpiar, barrer, fregar y sacarle el polvo a las habitaciones en la seguridad (totalmente infundada) de que ellos y Miranda estaban al caer. Argüí que con el billete abierto de la Renfe en realidad sólo tendrían que comprar dos pasajes, uno para Carmela y otro para Miranda, y que Cataluña tenía cosas maravillosas que ofrecer al viajero. Hablé de Barcelona, de Olot, de la Costa Brava, de los días felices que sin duda pasaríamos juntos. En una larga carta de respuesta, en donde me daba las gracias por mi invitación, Sensini me informaba que por ahora no podían moverse de Madrid. La carta, por primera vez, era confusa, aunque a eso de la mitad se ponía a hablar de los premios (creo que se había ganado otro) y me daba ánimos para no desfallecer y seguir participando. En esta parte de la carta hablaba también del oficio de escritor, de la profesión, y yo tuve la impresión de que las palabras que vertía eran en parte para mí y en parte un recordatorio que se hacía a sí mismo. El resto, como ya digo, era confuso. Al terminar de leer tuve la impresión de que alguien de su familia no estaba bien de salud.
Dos o tres meses después me llegó la noticia de que probablemente habían encontrado el cadáver de Gregorio en un cementerio clandestino. En su carta Sensini era parco en expresiones de dolor, sólo me decía que tal día, a tal hora, un grupo de forenses, miembros de organizaciones de derechos humanos, una fosa común con más de cincuenta cadáveres de jóvenes, etc. Por primera vez no tuve ganas de escribirle. Me hubiera gustado llamarlo por teléfono, pero creo que nunca tuvo teléfono y si lo tuvo yo ignoraba su número. Mi contestación fue escueta. Le dije que lo sentía, aventuré la posibilidad de que tal vez el cadáver de Gregorio no fuera el cadáver de Gregorio.
Luego llegó el verano y me puse a trabajar en un hotel de la costa. En Madrid ese verano fue pródigo en conferencias, cursos, actividades culturales de toda índole, pero en ninguna de ellas participó Sensini y si participó en alguna el periódico que yo leía no lo reseñó.
A finales de agosto le envié una tarjeta. Le decía que posiblemente cuando acabara la temporada fuera a hacerle una visita. Nada más. Cuando volví a Girona, a mediados de septiembre, entre la poca correspondencia acumulada bajo la puerta encontré una carta de Sensini con fecha 7 de agosto. Era una carta de despedida. Decía que volvía a la Argentina, que con la democracia ya nadie le iba a hacer nada y que por tanto era ocioso permanecer más tiempo fuera. Además, si quería saber a ciencia cierta el destino final de Gregorio no había más remedio que volver. Carmela, por supuesto, regresa conmigo, anunciaba, pero Miranda se queda. Le escribí de inmediato, a la única dirección que tenía, pero no recibí respuesta.
Poco a poco me fui haciendo a la idea de que Sensini había vuelto para siempre a la Argentina y que si no me escribía él desde allí ya podía dar por acabada nuestra relación epistolar. Durante mucho tiempo estuve esperando su carta o eso creo ahora, al recordarlo. La carta de Sensini, por supuesto, no llegó nunca. La vida en Buenos Aires, me consolé, debía de ser rápida, explosiva, sin tiempo para nada, sólo para respirar y parpadear. Volví a escribirle a la dirección que tenía de Madrid, con la esperanza de que le hicieran llegar la carta a Miranda, pero al cabo de un mes el correo me la devolvió por ausencia del destinatario. Así que desistí y dejé que pasaran los días y fui olvidando a Sensini, aunque cuando iba a Barcelona, muy de tanto en tanto, a veces me metía tardes enteras en librerías de viejo y buscaba sus libros, los libros que yo conocía de nombre y que nunca iba a leer. Pero en las librerías sólo encontré viejos ejemplares de Ugarte y de su libro de cuentos publicado en Barcelona y cuya editorial había hecho suspensión de pagos, casi como una señal dirigida a Sensini, dirigida a mí.
Uno o dos años después supe que había muerto. No sé en qué periódico leí la noticia. Tal vez no la leí en ninguna parte, tal vez me la contaron, pero no recuerdo haber hablado por aquellas fechas con gente que lo conociera, por lo que probablemente debo de haber leído en alguna parte la noticia de su muerte. Ésta era escueta: el escritor argentino Luis Antonio Sensini, exiliado durante algunos años en España, había muerto en Buenos Aires. Creo que también, al final, mencionaban Ugarte. No sé por qué, la noticia no me impresionó. No sé por qué, el que Sensini volviera a Buenos Aires a morir me pareció lógico.
Tiempo después, cuando la foto de Sensini, Carmela y Miranda y la fotocopia de la foto de Gregorio reposaban junto con mis demás recuerdos en una caja de cartón que por algún motivo que prefiero no indagar aún no he quemado, llamaron a la puerta de mi casa. Debían de ser las doce de la noche, pero yo estaba despierto. La llamada, sin embargo, me sobresaltó. Ninguna de las pocas personas que conocía en Girona hubieran ido a mi casa a no ser que ocurriera algo fuera de lo normal. Al abrir me encontré a una mujer de pelo largo debajo de un gran abrigo negro. Era Miranda Sensini, aunque los años transcurridos desde que su padre me envió la foto no habían pasado en vano. Junto a ella estaba un tipo rubio, alto, de pelo largo y nariz ganchuda. Soy Miranda Sensini, me dijo con una sonrisa. Ya lo sé, dije yo y los invité a pasar. Iban de viaje a Italia y luego pensaban cruzar el Adriático rumbo a Grecia. Como no tenían mucho dinero viajaban haciendo autostop. Aquella noche durmieron en mi casa. Les hice algo de cenar. El tipo se llamaba Sebastián Cohen y también había nacido en Argentina, pero desde muy joven vivía en Madrid. Me ayudó a preparar la cena mientras Miranda inspeccionaba la casa. ¿Hace mucho que la conoces?, preguntó. Hasta hace un momento sólo la había visto en foto, le contesté.
Después de cenar les preparé una habitación y les dije que se podían ir a la cama cuando quisieran. Yo también pensé en meterme a mi cuarto y dormirme, pero comprendí que aquello iba a resultar difícil, si no imposible, así que cuando supuse que ya estaban dormidos bajé a la primera planta y puse la tele, con el volumen muy bajo, y me puse a pensar en Sensini.
Poco después sentí pasos en la escalera. Era Miranda. Ella tampoco podía quedarse dormida. Se sentó a mi lado y me pidió un cigarrillo. Al principio hablamos de su viaje, de Girona (llevaban todo el día en la ciudad, no le pregunté por qué habían llegado tan tarde a mi casa), de las ciudades que pensaban visitar en Italia. Después hablamos de su padre y de su hermano. Según Miranda, Sensini nunca se repuso de la muerte de Gregorio. Volvió para buscarlo, aunque todos sabíamos que estaba muerto. ¿Carmela también?, pregunté. Todos, dijo Miranda, menos él. Le pregunté cómo le había ido en Argentina. Igual que aquí, dijo Miranda, igual que en Madrid, igual que en todas partes. Pero en Argentina lo querían, dije yo. Igual que aquí, dijo Miranda. Saqué una botella de coñac de la cocina y le ofrecí un trago. Estás llorando, dijo Miranda. Cuando la miré ella desvió la mirada. ¿Estabas escribiendo?, dijo. No, miraba la tele. Quiero decir cuando Sebastián y yo llegamos, dijo Miranda, ¿estabas escribiendo? Sí, dije. ¿Relatos? No, poemas. Ah, dijo Miranda. Bebimos largo rato en silencio, contemplando las imágenes en blanco y negro del televisor. Dime una cosa, le dije, ¿por qué le puso tu padre Gregorio a Gregorio? Por Kafka, claro, dijo Miranda. ¿Por Gregorio Samsa? Claro, dijo Miranda. Ya, me lo suponía, dije yo. Después Miranda me contó a grandes trazos los últimos meses de Sensini en Buenos Aires.
Se había marchado de Madrid ya enfermo y contra la opinión de varios médicos argentinos que lo trataban gratis y que incluso le habían conseguido un par de internamientos en hospitales de la Seguridad Social. El reencuentro con Buenos Aires fue doloroso y feliz. Desde la primera semana se puso a hacer gestiones para averiguar el paradero de Gregorio. Quiso volver a la universidad, pero entre trámites burocráticos y envidias y rencores de los que no faltan el acceso le fue vedado y se tuvo que conformar con hacer traducciones para un par de editoriales. Carmela, por el contrario, consiguió trabajo como profesora y durante los últimos tiempos vivieron exclusivamente de lo que ella ganaba. Cada semana Sensini le escribía a Miranda. Según ésta, su padre se daba cuenta de que le quedaba poca vida e incluso en ocasiones parecía ansioso de apurar de una vez por todas las últimas reservas y enfrentarse a la muerte. En lo que respecta a Gregorio, ninguna noticia fue concluyente. Según algunos forenses, su cuerpo podía estar entre el montón de huesos exhumados de aquel cementerio clandestino, pero para mayor seguridad debía hacerse una prueba de ADN, pero el gobierno no tenía fondos o no tenía ganas de que se hiciera la prueba y ésta se iba cada día retrasando un Poco más. También se dedicó a buscar a una chica, una probable compañera que Goyo posiblemente tuvo en la clandestinidad, pero la chica tampoco apareció. Luego su salud se agravó y tuvo que ser hospitalizado. Ya ni siquiera escribía, dijo Miranda. Para él era muy importante escribir cada día, en cualquier condición. Sí, le dije, creo que así era. Después le pregunté si en Buenos Aires alcanzó a participar en algún concurso. Miranda me miró y se sonrió. Claro, tú eras el que participaba en los concursos con él, a ti te conoció en un concurso. Pensé que tenía mi dirección por la simple razón de que tenía todas las direcciones de su padre, pero que sólo en ese momento me había reconocido. Yo soy el de los concursos, dije. Miranda se sirvió más coñac y dijo que durante un año su padre había hablado bastante de mí. Noté que me miraba de otra manera. Debí importunarlo bastante, dije. Qué va, dijo ella, de importunarlo nada, le encantaban tus cartas, siempre nos las leía a mi madre y a mí. Espero que fueran divertidas, dije sin demasiada convicción. Eran divertidísimas, dijo Miranda, mi madre incluso hasta os puso un nombre. ¿Un nombre?, ¿a quiénes? A mi padre y a ti, os llamaba los pistoleros o los cazarrecompensas, ya no me acuerdo, algo así, los cazadores de cabelleras. Me imagino por qué, dije, aunque creo que el verdadero cazarrecompensas era tu padre, yo sólo le pasaba uno que otro dato. Sí, él era un profesional, dijo Miranda de pronto seria. ¿Cuántos premios llegó a ganar?, le pregunté. Unos quince, dijo ella con aire ausente. ¿Y tú? Yo por el momento sólo uno, dije. Un accésit en Alcoy, por el que conocí a tu padre. ¿Sabes que Borges le escribió una vez una carta, a Madrid, en donde le ponderaba uno de sus cuentos?, dijo ella mirando su coñac. No, no lo sabía, dije yo. Y Cortázar también escribió sobre él, y también Mujica Lainez. Es que él era un escritor muy bueno, dije yo. Joder, dijo Miranda y se levantó y salió al patio, como si yo hubiera dicho algo que la hubiera ofendido. Dejé pasar unos segundos, cogí la botella de coñac y la seguí. Miranda estaba acodada en la barda mirando las luces de Girona. Tienes una buena vista desde aquí, me dijo. Le llené su vaso, me llené el mío, y nos quedamos durante un rato mirando la ciudad iluminada por la luna. De pronto me di cuenta de que ya estábamos en paz, que por alguna razón misteriosa habíamos llegado juntos a estar en paz y que de ahí en adelante las cosas imperceptiblemente comenzarían a cambiar. Como si el mundo, de verdad, se moviera. Le pregunté qué edad tenía. Veintidós, dijo. Entonces yo debo tener más de treinta, dije, y hasta mi voz sonó extraña.
Roberto Bolaño Ávalos (Santiago, 28 de abril de 1953Barcelona, 15 de julio de 20031 ).Escritor y poeta chileno, cuya novela Los detectives salvajes ganó los premios Herralde 1998 y Rómulo Gallegos 1999. Después de su muerte Bolaño se ha convertido en uno de los escritores más influyentes en lengua española, como lo demuestran las numerosas publicaciones consagradas a su obra y el hecho de que tres novelas —además de la ya citada, 2666 y la breve Estrella distante— figuren en los 15 primeros lugares de la lista confeccionada en 2007 por 81 escritores y críticos latinoamericanos y españoles con los mejores 100 libros en lengua castellana de los últimos 25 años.2
Hijo de León Bolaño y Victoria Ávalos, Roberto pasó su infancia en las ciudades de Los Ángeles, Valparaíso, Quilpué, Viña del Mar y Cauquenes. Fue un escolar con problemas de dislexia.3 A los 15 años, en 1968, se trasladó con su familia a México, donde continuó sus estudios secundarios que abandonó definitivamente a los 17. Durante su adolescencia fue un asiduo visitante de la biblioteca pública de la Ciudad de México.
En 1973 regresó a Chile con el propósito de apoyar el proceso de reformas socialistas de Salvador Allende. Tras un largo viaje en autobús y barco (atravesando prácticamente toda América Latina) llegó a Chile pocos días antes del golpe de estado del 11 de septiembre; al poco tiempo fue detenido cerca de Concepción y liberado ocho días después gracias a la ayuda de un antiguo compañero de estudios en Cauquenes que se encontraba entre los policías que debían custodiarlo. Se piensa que esta experiencia podría haber originado su cuento Detectives, publicado en Llamadas telefónicas.4
Sobre su posición política, él mismo comentó que no le gustaba "la unanimidad sacerdotal, clerical, de los comunistas. Siempre he sido de izquierda y no me iba a hacer de derechas porque no me gustaban los clérigos comunistas, entonces me hice trotskista. Lo que pasa que luego, cuando estuve entre los trotskistas, tampoco me gustaba la unanimidad clerical de los trotskistas, y terminé siendo anarquista [...]. Ya en España encontré muchos anarquistas y empecé a dejar de ser anarquista. La unanimidad me jode muchísimo".5

El infrarrealismo

Después de pasar una breve estadía en El Salvador con Roque Daltón y la guerrilla del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional,6 regresa a México, donde junto al poeta Mario Santiago Papasquiaro (quien serviría de modelo para Ulises Lima en Los detectives salvajes) fundó el movimiento infrarrealista, que, surgido a partir de reuniones y tertulias en el Café La Habana de la calle Bucareli, se opuso radicalmente a los poderes dominantes en la poesía mexicana y al establishment literario de ese país, que tenía a Octavio Paz como su figura preponderante.
El movimiento infrarrealista tuvo como guía romper con lo oficial y establecerse como vanguardia. Si bien se agruparon bajo el apelativo de infrarrealistas alrededor de quince poetas (entre ellos Roberto Matta, Óscar Altamirano Carmona, José Rosas Ribeyro y Rubén Medina), Roberto Bolaño y Mario Santiago Papasquiaro fueron los exponentes estilísticamente más sólidos, destacando ambos por una poesía cotidiana, disonante y con varios elementos dadaístas. Santiago cultivó este género hasta el final de su vida pero Bolaño lo fue abandonando poco a poco por la prosa, aunque él mismo nunca dejó de considerarse poeta.
Respecto a su relación con este movimiento, comentó el escritor Juan Villoro: "Se podría sostener que el infrarrealismo lo determinó como escritor de la misma forma que el alejamiento de la corriente le permitió iniciar su carrera como novelista. México para él fue central, porque lo determinó como escritor (...) el México nocturno, el México de las calles, del habla cotidiana, de un destino quebrado y a veces trágico y el humor lo cautivaron. No es casualidad que sus dos novelas más grandes las haya centrado en México, Los detectives salvajes y 2666."7

Europa

Emigró a España, concretamente a Cataluña, donde ya vivía su madre. Allí desempeñó diversos oficios, como vendimiador en verano, vigilante nocturno de un camping en Castelldefels o vendedor en un almacén de barrio, para más tarde dedicarse por completo a la literatura. Finalmente se instala en Blanes.
Em 1982 se casa con Carolina López, catalana que trabaja en los servicios sociales, con quien tiene un hijo y una hija: Lautaro y Alexandra.
En 1998 Bolaño ganó el Premio Herralde de Novela gracias su obra Los detectives salvajes, por la que también obtuvo el Premio Rómulo Gallegos8 en 1999. Sobre esta novela, Enrique Vila-Matas escribió: "Los detectives salvajes —vista así— sería una grieta que abre brechas por las que habrán de circular nuevas corrientes literarias del próximo milenio. Los detectives salvajes es, por otra parte, mi propia brecha; es una novela que me ha obligado a replantearme aspectos de mi propia narrativa. Y es también una novela que me ha infundido ánimos para continuar escribiendo, incluso para rescatar lo mejor que había en mí cuando empecé a escribir."9
En 2004, un año después de su muerte, Bolaño obtuvo el Premio Salambó a la mejor novela escrita en español, por 2666. El jurado destacó el nivel y diversidad de los cinco finalistas, todos ellos "libros nobles, respetables y muy notables", considerando sin embargo a éste "el resumen de una obra de mucho peso, donde se decanta lo mejor de la narrativa de Roberto Bolaño (...) que supone un gran riesgo y lleva al extremo el lenguaje literario de su autor".10
Bolaño falleció el martes 15 de julio de 2003 en el hospital Valle de Hebrón de Barcelona tras pasar diez días en coma como consecuencia de una insuficiencia hepática. Dejó inconclusa la novela 2666, en la que llevó al extremo su capacidad fabuladora, esta vez en torno a un personaje, Benno von Archimboldi, mediante el que retoma la figura del escritor desaparecido.
Tras su muerte, la obra de Bolaño ha conocido una mayor difusión en el mundo de habla hispana pero también en Francia y Estados Unidos, donde estuvo en la lista de los 10 mejores libros del año de algunos de los más prestigiosos medios, como el The New Yorker, Slate y Bookforum.11
Semblanza biográfica:Wikipedia.Texto: Cuentosinfin.com. Foto:internet