El cuento del domingo

Álvaro Mutis
El último rostro
El último rostro es el rostro con el que te recibe la muerte.
-De un manuscrito anónimo de la Biblioteca
del Monasterio del Monte Athos, siglo XI. 
Las páginas que van a leerse pertenecen a un legajo de manuscritos vendidos en la subasta de un librero de Londres pocos años después de terminada la segunda guerra mundial. Formaron parte estos escritos de los bienes de la familia Nimbourg-Napierski, el último de cuyos miembros murió en Mers-el Kebir combatiendo como oficial de la Francia libre. Los Nimbourg-Napierski llegaron a Inglaterra meses antes de la caída de Francia y llevaron consigo algunos de los más preciados recuerdos de la familia: un sable con mango adornado de rubíes y zafiros, obsequio del mariscal José Poniatowski al coronel de lanceros Miecislaw Napierski, en recuerdo de su heroica conducta en la batalla de Friedland; una serie de bocetos y dibujos de Delacroix comprados al artista por el príncipe de Nimbourg-Boulac, la colección de monedas antiguas del abuelo Nimbourg-Napierski, muerto en Londres pocos días después de emigrar y los manuscritos del diario del coronel Napierski, ya mencionados.
Por un azar llegaron a nuestras manos los papeles del coronel Napierski y al hojearlos en busca de ciertos detalles sobre la batalla de Bailén, que allí se narra, nuestra vista cayó sobre una palabra y una fecha: Santa Marta, diciembre de 1830. Iniciada su lectura, el interés sobre la derrota de Bailén se esfumó bien pronto a medida que nos internábamos en los apretados renglones de letra amplia y clara del coronel de coraceros. Los folios no estaban ordenados y hubo que buscar entre los ocho tomos de legajos aquellos que, por el color de la tinta y ciertos nombres y fechas, indicaban pertenecer a una misma época.
Miecislaw Napierski había viajado a Colombia para ofrecer sus servicios en los ejércitos libertadores. Su esposa, la condesa Adéhaume de Nimbourg-Boulac, había muerto al nacer su segundo hijo y el coronel, como buen polonés, buscó en América tierras en donde la libertad y el sacrificio alentaran sus sueños de aventura truncados con la caída del Imperio. Dejó sus dos hijos al cuidado de la familia de su esposa y embarcó para Cartagena de Indias. En Cuba, en donde tocó la fragata en que viajaba, fue detenido por una oscura delación y encerrado en el fuerte de Santiago. Allí padeció varios años de prisión hasta cuando logró evadirse y escapar a Jamaica. En Kingston embarcó en la fragata inglesa "Shanon" que se dirigía a Cartagena.
Por razones que se verán más adelante, se transcriben únicamente las páginas del Diario que hacen referencia a ciertos hechos relacionados con un hombre y las circunstancias de su muerte, y se omiten todos los comentarios y relatos de Napierski ajenos a este episodio de la historia de Colombia que diluyen y, a menudo, confunden el desarrollo del dramático fin de una vida.
Napierski escribió esta parte de su Diario en español, idioma que dominaba por haberlo aprendido en su estada en España durante la ocupación de los ejércitos napoleónicos. En el tono de ciertos párrafos se nota empero la influencia de los poetas poloneses exiliados en París y de quienes fuera íntimo amigo, en especial de Adam Nickiewiez a quien alojó en su casa.
29 de junio. Hoy conocí al general Bolívar. Era tal mi interés por captar cada una de sus palabras y hasta el menor de sus gestos y tal su poder de comunicación y la intensidad de su pensamiento que, ahora que me siento a fijar en el papel los detalles de la entrevista, me parece haber conocido al Libertador desde hace ya muchos años y servido desde siempre bajo sus órdenes.
La fragata ancló esta mañana frente al fuerte de Pastelillo. Un edecán llegó por nosotros a eso de las diez de la mañana. Desembarcamos el capitán, un agente consular británico de nombre Page y yo. Al llegar a tierra fuimos a un lugar llamado Pie de la Popa por hallarse en las estribaciones del cerro del mismo nombre, en cuya cima se halla una fortaleza que antaño fuera convento de monjas. Bolívar se trasladó allí desde el pueblecito cercano de Turbaco, movido por la ilusión de poder partir en breves días.
Entramos en una amplia casona con patios empedrados llenos de geranios un tanto mustios y gruesos muros que le dan un aspecto de cuartel. Esperamos en una pequeña sala de muebles desiguales y destartalados con las paredes desnudas y manchadas de humedad. Al poco rato entró el señor Ibarra, edecán del Libertador, para decirnos que Su Excelencia estaba terminando de vestirse y nos recibiría en unos momentos. Poco después se entreabrió una puerta que yo había creído clausurada y asomó la cabeza un negro que llevaba en la mano unas prendas de vestir y una manta e hizo a Ibarra señas de que podíamos entrar.
Mi primera impresión fue de sorpresa al encontrarme en una amplia habitación vacía, con alto techo artesonado, un catre de campaña al fondo, contra un rincón, y una mesa de noche llena de libros y papeles. De nuevo las paredes vacías llenas de churretones causados por la humedad. Una ausencia total de muebles y adornos. Únicamente una silla de alto respaldo, desfondada y descolorida, miraba hacia un patio interior sembrado de naranjos en flor, cuyo suave aroma se mezclaba con el de agua de colonia que predominaba en el ambiente. Pensé, por un instante, que seguiríamos hacia otro cuarto y que esta sería la habitación provisional de algún ayudante cuando una voz hueca pero bien timbrada, que denotaba una extrema debilidad física, se oyó tras de la silla hablando en un francés impecable traicionado apenas por un leve «accent du midi».
-Adelante, señores, ya traen algunas sillas. Perdonen lo escaso del mobiliario, pero estamos todos aquí un poco de paso. No puedo levantarme, excúsenme ustedes.
Nos acercamos a saludar al héroe mientras unos soldados, todos con acentuado tipo mulato, colocaban unas sillas frente a la que ocupaba el enfermo. Mientras éste hablaba con el capitán del velero, tuve oportunidad de observar a Bolívar. Sorprende la desproporción entre su breve talla y la enérgica vivacidad de las facciones. En especial los grandes ojos oscuros y húmedos que se destacan bajo el arco pronunciado de las cejas. La tez es de un intenso color moreno, pero a través de la fina camisa de batista, se advierte un suave tono oliváceo que no ha sufrido las inclemencias del sol y el viento de los trópicos. La frente, pronunciada y magnífica, está surcada por multitud de finas arrugas que aparecen y desaparecen a cada instante y dan al rostro una expresión de atónita amargura, confirmada por el diseño delgado y fino de la boca cercada por hondas arrugas. Me recordó el rostro de César en el busto del museo Vaticano. El mentón pronunciado y la nariz fina y aguda, borran un tanto la impresión de melancólica amargura, poniendo un sello de densa energía orientada siempre en toda su intensidad hacia el interlocutor del momento. Sorprenden las manos delgadas, ahusadas, largas, con uñas almendradas y pulcramente pulidas, ajenas por completo a una vida de batallas y esfuerzos sobrehumanos cumplidos en la inclemencia de un clima implacable.
Un gesto del Libertador -olvidaba decir que tal es el título con que honró a Bolívar el Congreso de Colombia y con el cual se le conoce siempre más que por su nombre o sus títulos oficiales- me impresionó sobremanera, como si lo hubiera acompañado toda su vida. Se golpea levemente la frente con la palma de la mano y luego desliza ésta lentamente hasta sostenerse con ella el mentón entre el pulgar y el índice; así permanece largo rato, mirando fijamente a quien le habla. Estaba yo absorto observando todos sus ademanes cuando me hizo una pregunta, interrumpiendo bruscamente una larga explicación del capitán sobre su itinerario hacia Europa.
-Coronel Napierski, me cuentan que usted sirvió bajo las órdenes del mariscal Poniatowski y que combatió con él en el desastre de Leipzig.
-Sí, Excelencia -respondí conturbado al haberme dejado tomar de sorpresa-, tuve el honor de combatir a sus órdenes en el cuerpo de lanceros de la guardia y tuve también el terrible dolor de presenciar su heroica muerte en las aguas del Elster. Yo fui de los pocos que logramos llegar a la otra orilla.
-Tengo una admiración muy grande por Polonia y por su pueblo -me contestó Bolívar-, son los únicos verdaderos patriotas que quedan en Europa. Qué lástima que haya llegado usted tarde. Me hubiera gustado tanto tenerlo en mi Estado Mayor -permaneció un instante en silencio, con la mirada perdida en el quieto follaje de los naranjos-. Conocí al príncipe Poniatowski en el salón de la condesa Potocka, en París. Era un joven arrogante y simpático, pero con ideas políticas un tanto vagas. Tenía debilidad por las maneras y costumbres de los ingleses y a menudo lo ponía en evidencia, olvidando que eran los más acerbos enemigos de la libertad de su patria. Lo recuerdo como una mezcla de hombre valiente hasta la temeridad pero ingenuo hasta el candor. Mezcla peligrosa en los vericuetos que llevan al poder. Murió como un gran soldado. Cuántas veces al cruzar un río (he cruzado muchos en mi vida, coronel) he pensado en él, en su envidiable sangre fría, en su espléndido arrojo. Así se debe morir y no en este peregrinaje vergonzante y penoso por un país que ni me quiere ni piensa que le haya yo servido en cosa que valga la pena.
Un joven general con espesas patillas rojizas, se apresuró respetuosamente a interrumpir al enfermo con voz un tanto quebrada por encontrados sentimientos:
-Un grupo de viles amargados no son toda Colombia, Excelencia. Usted sabe cuánto amor y cuánta gratitud le guardamos los colombianos por lo que ha hecho por nosotros.
-Sí -contestó Bolívar con un aire todavía un tanto absorto-, tal vez tenga razón, Carreño, pero ninguno de esos que menciona estaban a mi salida de Bogotá, ni cuando pasamos por Mariquita.
Se me escapó el sentido de sus palabras, pero noté en los presentes una súbita expresión de vergüenza y molestia casi física. Tornó Bolívar a dirigirse a mí con renovado interés:
-Y ahora que sabe que por acá todo ha terminado, ¿qué piensa usted hacer, coronel?
-Regresar a Europa -respondí- lo más pronto posible. Debo poner orden en los asuntos de mi familia y ver de salvar, así sea en parte, mi escaso patrimonio.
-Tal vez viajemos juntos -me dijo, mirando también al capitán.
Éste explicó al enfermo que por ahora tendría que navegar hasta La Guaira y que, de allí, regresaría a Santa Marta para partir hacia Europa. Indicó que sólo hasta su regreso podría recibir nuevos pasajeros. Esto tomaría dos o tres meses a lo sumo porque en La Guaira esperaba un cargamento que venía del interior de Venezuela. El capitán manifestó que, al volver a Santa Marta, sería para él un honor contarlo como huésped en la "Shanon" y que, desde ahora, iba a disponer lo necesario para proporcionarle las comodidades que exigía su estado de salud.
El Libertador acogió la explicación del marino con un amable gesto de ironía y comentó:
-Ay, capitán, parece que estuviera escrito que yo deba morir entre quienes me arrojan de su lado. No merezco el consuelo del ciego Edipo que pudo abandonar el suelo que lo odiaba.
Permaneció en silencio un largo rato; sólo se escuchaba el silbido trabajoso de su respiración y algún tímido tintineo de un sable o el crujido de alguna de las sillas desvencijadas que ocupábamos. Nadie se atrevió a interrumpir su hondo meditar, evidente en la mirada perdida en el quieto aire del patio. Por fin, el agente consular de Su Majestad británica se puso en pie. Nosotros le imitamos y nos acercamos al enfermo para despedirnos. Salió apenas de su amargo cavilar sin fondo y nos miró como a sombras de un mundo del que se hallaba por completo ausente. Al estrechar mi mano me dijo sin embargo:
-Coronel Napierski, cuando lo desee venga a hacer compañía a este enfermo. Charlaremos un poco de otros días y otras tierras. Creo que a ambos nos hará mucho bien.
Me conmovieron sus palabras. Le respondí:
-No dejaré de hacerlo, Excelencia. Para mí es un placer y una oportunidad muy honrosa y feliz el poder venir a visitarle. El barco demora aquí algunas semanas. No dejaré de aprovechar su invitación.
De repente me sentí envarado y un tanto ceremonioso en medio de este aposento más que pobre y después de la llaneza de buen tono que había usado conmigo el héroe.
Es ya de noche. No corre una brizna de viento. Subo al puente de la fragata en busca de aire fresco. Cruza la sombra nocturna, allá en lo alto, una bandada de aves chillonas cuyo grito se pierde sobre el agua estancada y añeja de la bahía. Allá al fondo, la silueta angulosa y vigilante del fuerte de San Felipe. Hay algo intemporal en todo esto, una extraña atmósfera que me recuerda algo ya conocido no sé dónde ni cuándo. Las murallas y fuertes son una reminiscencia medieval surgiendo entre las ciénagas y lianas del trópico. Muros de Aleppo y San Juan de Acre, kraks del Líbano. Esta solitaria lucha de un guerrero admirable con la muerte que lo cerca en una ronda de amargura y desengaño. ¿Dónde y cuándo viví todo esto?
30 de junio. Ayer envié un grumete para que preguntara cómo seguía el Libertador y si podía visitarle en caso de que se encontrara mejor. Regresó con la noticia de que el enfermo había pasado pésima noche y le había aumentado la fiebre. Personalmente, Bolívar me enviaba decir que, si al día siguiente se sentía mejor, me lo haría saber para que fuera a verlo. En efecto, hoy vinieron a buscarme, a la hora de mayor calor, las dos de la tarde, el general Montilla y un oficial cuyo apellido no entendí claramente. «El Libertador se siente hoy un poco mejor y estaría encantado de gozar un rato de su compañía», explicó Montilla repitiendo evidentemente palabras textuales del enfermo. Siempre se advierte en Bolívar el hombre de mundo detrás del militar y el político. Uno de los encantos de sus maneras es que la banalidad del brillante frecuentador de los sajones del consulado ha cedido el paso a cierta llaneza castrense, casi hogareña, que me recuerdan al mariscal McDonald, duque de Tarento o al conde de Fernán Núñez. A esto habría que agregar un personal acento criollo, mezcla de capricho y fogosidad, que lo han hecho, según es bien conocido, hombre en extremo afortunado con las mujeres.
Me llevaron al patio de los naranjos, en donde le habían colgado una hamaca. Dos noches de fiebre marcaban su paso por un rostro que tenía algo de máscara frigia. Me acerco a saludarlo y con la mano me hace señas de que tome asiento en una silla que me han traído en ese momento. No puede hablar. El edecán Ibarra me explica en voz baja que acaba de sufrir un acceso de tos muy violento y que de nuevo ha perdido mucha sangre. Intento retirarme para no importunar al enfermo y éste se incorpora un poco y me pide con una voz ronca, que me conmueve por todo el sufrimiento que acusa:
-No, no, por favor, coronel, no se vaya usted. En un momento ya estaré bien y podremos conversar un poco. Me hará mucho bien..., se lo ruego..., quédese.
Cerró los ojos. Por el rostro le cruzan vagas sombras. Una expresión de alivio borra las arrugas de la frente. Suaviza las comisuras de los labios. Casi sonríe. Tomé asiento mientras Ibarra se retiraba en silencio. Transcurrido un cuarto de hora pareció despertar de un largo sueño. Se excusó por haberme hecho llamar creyendo que iba a estar en condiciones de conversar un rato. «Hábleme un poco de usted -agregó-, cuál es su impresión de todo esto», y subrayó estas palabras con un gesto de la mano. Le respondí que me era un poco difícil todavía formular un juicio cierto sobre mis impresiones. Le comenté de mi sensación en la noche, frente a la ciudad amurallada, ese intemporal y vago hundirme en algo vivido no sé dónde, ni cuándo. Empezó entonces a hablarme de América, de estas repúblicas nacidas de su espada y de las cuales, sin embargo, allá en su más íntimo ser, se siente a menudo por completo ajeno.
-Aquí se frustra toda empresa humana -comentó-. El desorden vertiginoso del paisaje, los ríos inmensos, el caos de los elementos, la vastedad de las selvas, el clima implacable, trabajan la voluntad y minan las razones profundas, esenciales, para vivir, que heredamos de ustedes. Esas razones nos impulsan todavía, pero en el camino nos perdemos en la hueca retórica y en la sanguinaria violencia que todo lo arrasa. Queda una conciencia de lo que debimos hacer y no hicimos y que sigue trabajando allá adentro, haciéndonos inconformes, astutos, frustrados, ruidosos, inconstantes. Los que hemos enterrado en estos montes lo mejor de nuestras vidas, conocemos demasiado bien los extremos a que conduce esta inconformidad estéril y retorcida. ¿Sabe usted que cuando yo pedí la libertad para los esclavos, las voces clandestinas que conspiraron contra el proyecto e impidieron su cumplimiento fueron las de mis compañeros de lucha, los mismos que se jugaron la vida cruzando a mi lado los Andes para vencer en el Pantano de Vargas, en Boyacá y en Ayacucho; los mismos que habían padecido prisión y miserias sin cuento en las cárceles de Cartagena el Callao y Cádiz de manos de los españoles? ¿Cómo se puede explicar esto si no es por una mezquindad, una pobreza de alma propias de aquellos que no saben quiénes son, ni de dónde son, ni para qué están en la tierra? El que yo haya descubierto en ellos esta condición, el que la haya conocido desde siempre y tratado de modificarla y subsanarla, me ha convertido ahora en un profeta incómodo, en un extranjero molesto. Por esto sobro en Colombia, mi querido coronel, pero un hado extraño dispone que yo muera con un pie en el estribo, indicándome así que tampoco mi lugar, la tumba que me corresponde, está allende el Atlántico.
Hablaba con febril excitación. Me atreví a sugerirle descanso y que tratara de olvidar lo irremediable y propio de toda condición humana. Traje al caso algunos ejemplos harto patentes y dolorosos de la reciente historia de Europa. Se quedó pensativo un momento. Su respiración se regularizó, su mirada perdió la delirante intensidad que me había hecho temer una nueva crisis.
-Da igual, Napierski, da igual, con esto no hay ya nada que hacer -comentó señalando hacia su pecho-; no vamos a detener la labor de la muerte callando lo que nos duele. Más vale dejarlo salir, menos daño ha de hacernos hablándolo con amigos como usted.
Era la primera vez que me trataba con tan amistosa confianza y esto me conmovió, naturalmente. Seguimos conversando. Volví a comentarle de Europa, la desorientación de quienes aún añoraban las glorias del Imperio, la necedad de los gobernantes que intentaban detener con viejas mañas y rutinas de gabinete un proceso irreversible. Le hablé de la tiranía rusa en mi patria, de nuestra frustración de los planes de alzamiento preparados en París. Me escuchaba con interés mientras una vaga sonrisa, un gesto de amable escepticismo, le recorría el rostro.
-Ustedes saldrán de esas crisis, Napierski, siempre han superado esas épocas de oscuridad, ya vendrán para Europa tiempos nuevos de prosperidad y grandeza para todos. Mientras tanto nosotros, aquí en América, nos iremos hundiendo en un caos de estériles guerras civiles, de conspiraciones sórdidas y en ellas se perderán toda la energía, toda la fe, toda la razón necesarias para aprovechar y dar sentido al esfuerzo que nos hizo libres. No tenemos remedio, coronel, así somos, así nacimos...
Nos interrumpió el edecán Ibarra que traía un sobre y lo entregó al enfermo. Reconoció al instante la letra y me explicó sonriente: «Me va a perdonar que lea esta carta ahora, Napierski. La escribe alguien a quien debo la vida y que me sigue siendo fiel con lo mejor de su alma». Me retiré a un rincón para dejarlo en libertad y comenté algunos detalles de mis planes con Ibarra. Cuando Bolívar terminó de leer los dos pliegos, escritos en una letra menuda con grandes mayúsculas semejantes a arabescos, nos llamó a su lado. Estaba muy cambiado, casi dijera que rejuvenecido.
Nos quedamos un largo rato en silencio. Miraba al cielo por entre los naranjos en flor. Suspiró hondamente y me habló con cierto acento de ligereza y hasta de coquetería:
-Esto de morir con el corazón joven tiene sus ventajas, coronel. Contra eso sí no pueden ni la mezquindad de los conspiradores ni el olvido de los próximos ni el capricho de los elementos... ni la ruina del cuerpo. Necesito estar solo un rato. Venga por aquí más a menudo. Usted ya es de los nuestros, coronel, y a pesar de su magnífico castellano a los dos nos sirve practicar un poco el francés que se nos está empolvando.
Me despedí con la satisfacción de ver al enfermo con mejores ánimos. Antes de tornar a la fragata, Ibarra me acompañó a comprar algunas cosas en el centro de la ciudad que tiene algo de Cádiz y mucho de Túnez o Algeciras. Mientras recorríamos las blancas calles en sombra, con casas llenas de balcones y amplios patios a los que invitaba la húmeda frescura de una vegetación espléndida, me contó los amores de Bolívar con una dama ecuatoriana que le había salvado la vida, gracias a su valor y serenidad, cuando se enfrentó, sola, a los conspiradores que iban a asesinar al héroe en sus habitaciones del Palacio de San Carlos en Bogotá. Muchos de ellos eran antiguos compañeros de armas, hechura suya casi todos. Ahora comprendo la amargura de sus palabras esta tarde.
1º de julio. He decidido quedarme en Colombia, por lo menos hasta el regreso de la fragata. Ciertas vagas razones, difíciles de precisar en el papel, me han decidido a permanecer al lado de este hombre que, desde hoy, se encamina derecho hacia la muerte ante la indiferencia, si no el rencor, de quienes todo le deben.
Si mi propósito era alistarme en el ejército de la Gran Colombia y circunstancias adversas me han impedido hacerlo, es natural que preste al menos el simple servicio de mi compañía y devoción a quien organizó y llevó a la victoria, a través de cinco naciones, esas mismas armas. Si bien es cierto que quienes ahora le rodean, cinco o seis personas, le muestran un afecto y lealtad sin límites, ninguno puede darle el consuelo y el alivio que nuestra afinidad de educación y de recuerdos le proporciona. A pesar de la respetuosa distancia de nuestras relaciones, me doy cuenta de que hay ciertos temas que sólo conmigo trata y cuando lo hace es con el placer de quien renueva viejas relaciones de juventud. Lo noto hasta en ciertos giros del idioma francés que le brotan en su charla conmigo y que son los mismos impuestos en los salones del consulado por Barras, Talleyrand y los amigos de Josefina.
El Libertador ha tenido una recaída de la cual, al decir del médico que lo atiende -y sobre cuya preparación tengo cada día mayores dudas-, no volverá a recobrarse. La causa ha sido una noticia que recibió ayer mismo. Estaba en su cuarto, recostado en el catre de campaña en donde descansaba un poco de la silla en donde pasa la mayor parte del tiempo, cuando, tras un breve y agitado murmullo, tocaron a la puerta.
-¿Quién es? -preguntó el enfermo incorporándose.
-Correo de Bogotá, Excelencia -contestó Ibarra. Bolívar trató de ponerse en pie pero volvió a recostarse sacudido por un fuerte golpe de tos. Le alcancé un vaso con agua, tomó de ella algunos sorbos e hizo pasar a su edecán. Ibarra traía el rostro descompuesto a pesar del esfuerzo que hacía por dominarse. Bolívar se le quedó mirando y le preguntó intrigado:
-¿Quién trae el correo?
-El capitán Arrázola, Excelencia -contestó el otro con voz pastosa y débil.
-¿Arrázola? ¿El que fue ayudante de Santander?... Ese viene más a espiar que a traer noticias. En fin... que entre. ¿Pero qué le pasa a usted, Ibarra? -inquirió preocupado al ver que el edecán no se movía.
-Mi general..., Excelencia..., prepárese a recibir una terrible noticia.
Y las lágrimas, a punto de brotarle de los ojos, le obligaron a dar media vuelta y salir. Afuera volvió a hablar con alguien. Se oían carreras y ruidos de gente que se agrupaba alrededor del recién llegado. Bolívar permaneció rígido, mirando hacia la puerta. Entró de nuevo Ibarra seguido por un oficial en uniforme de servicio, con el rostro cruzado por una delgada cicatriz de color oscuro. Su mirada inquieta recorrió la habitación hasta quedarse detenida en el lecho donde le observaban fijamente. Se presentó poniéndose en posición de firmes.
-Capitán Vicente Arrázola, Excelencia.
-Siéntese Arrázola -le invitó Bolívar sin quitarle la vista de encima. Arrázola siguió en pie, rígido-. ¿Qué noticias nos trae de Bogotá? ¿Cómo están las cosas por allá?
-Muy agitadas, Excelencia, y le traigo nuevas que me temo van a herirle en forma que me siento culpable de ser quien tenga que dárselas.
Los ojos inmensamente abiertos de Bolívar se fijaron en el vacío.
-Ya hay pocas cosas que puedan herirme, Arrázola. Serénese y dígame de qué se trata.
El capitán dudó un instante, intentó hablar, se arrepintió y sacando una carta del portafolio con el escudo de Colombia que traía bajo el brazo, se la alcanzó al Libertador. Éste rasgó el sobre y comenzó a leer unos breves renglones que se veían escritos apresuradamente. En este momento entró en punta de pie el general Mantilla, quien se acercó con los ojos irritados y el rostro pálido. Un gemido de bestia herida partió del catre de campaña sobrecogiéndonos a todos. Bolívar saltó del lecho como un felino y tomando por las solapas al oficial le gritó con voz terrible:
-¡Miserables! ¿Quiénes fueron los miserables que hicieron esto? ¿Quiénes? ¡Dígamelo, se lo ordeno, Arrázola! -y sacudía al oficial con una fuerza inusitada- ¿¡Quién pudo cometer tan estúpido crimen!?
Ibarra y Montilla acudieron a separarlo de Arrázola, quien lo miraba espantado y dolorido. De un manotón logró soltarse de los brazos que lo retenían y se fue tambaleando hacia la silla en donde se derrumbó dándonos la espalda. Tras un momento en que no supimos qué hacer, Montilla nos invitó con un gesto a salir del cuarto y dejar solo al Libertador. Al abandonar la habitación me pareció ver que sus hombros bajaban y subían al impulso de un llanto secreto y desolado.
Cuando salí al patio todos los presentes mostraban una profunda congoja. Me acerqué al general Laurencio Silva, con quien he hecho amistad, y le pregunté lo que pasaba. Me informó que habían asesinado en una emboscada al Gran Mariscal de Ayacucho, don Antonio José de Sucre.
-Es el amigo más estimado del Libertador, a quien quería como a un padre. Por su desinterés en los honores y su modestia, tenía algo de santo y de niño que nos hizo respetarlo siempre y que fuera adorado por la tropa- me explicó mientras pasaba su mano por el rostro en un gesto desesperado. Permanecí toda la tarde en el pie de la Popa. Vagué por corredores y patios hasta cuando, entrada ya la noche, me encontré con el general Montilla, quien en compañía de Silva y del capitán Arrázola me buscaban para invitarme a cenar con ellos.
-No nos deje ahora, coronel -me pidió Montilla- ayúdenos a acompañar al Libertador a quien esta noticia le hará más daño que todos los otros dolores de su vida juntos.
Accedí gustoso y nos sentamos en la mesa que habían servido en un comedor que daba al castillo de San Felipe. La sobremesa se alargó sin que nadie se atreviera a importunar al enfermo. Hacia las once, Ibarra entró en el cuarto con una palmatoria y una taza de té. Permaneció allí un rato y cuando salió nos dijo que el Libertador quería que le hiciéramos un rato de compañía. Lo encontramos tendido en el catre, envuelto completamente en una sábana empapada en el sudor de la fiebre, que le había aumentado en forma alarmante. Su rostro tenía de nuevo esa desencajada expresión de máscara funeraria helénica, los ojos abiertos y hundidos desaparecían en las cuencas, y, a la luz de la vela, sólo se veían en su lugar dos grandes huecos que daban a un vacío que se suponía amargo y sin sosiego según era la expresión de la fina boca entreabierta.
Me acerqué y le manifesté mi pesar por la muerte del Gran Mariscal. Sin contestarme, retuvo un instante mi mano en la suya. Nos sentamos alrededor del catre sin saber qué decir ni cómo alejar al enfermo del dolor que le consumía. Con voz honda y cavernosa, que llenó toda la estancia en sombras, preguntó de pronto dirigiéndose a Silva:
-¿Cuántos años tenía Sucre? ¿Usted recuerda?
-Treinta y cinco, Excelencia. Los cumplió en febrero.
-Y su esposa, ¿está en Colombia?
-No, Excelencia. Le esperaba en Quito. Iba a reunirse con ella.
De nuevo quedaron en silencio un buen rato. Ibarra trajo más té y le hizo tomar al enfermo unas cucharadas que le habían recetado para bajar la temperatura. Bolívar se incorporó en el lecho y le pusimos unos cojines para sostenerlo y que estuviera más cómodo. Iniciábamos una de esas vagas conversaciones de quienes buscan alejarse de un determinado asunto, cuando de repente empezó a hablar un poco para sí mismo y a veces dirigiéndose a mí concretamente:
-Es como si la muerte viniera a anunciarme con este golpe su propósito. Un primer golpe de guadaña para probar el filo de la hoja. Le hubiera usted conocido, Napierski. El calor de su mirada un tanto despistada, su avanzar con los hombros un poco caídos y el cuerpo desgonzado, dando siempre la impresión de cruzar un salón tratando de no ser notado. Y ese gesto suyo de frotar con el dedo cordial el mango de su sable. Su voz chillona y las eses silbadas y huidizas que imitaba tan bien Manuelita haciéndole ruborizar. Sus silencios de tímido. Sus respuestas a veces bruscas, cortantes pero siempre claras y francas... Cómo debió tomarlo por sorpresa la muerte. Cómo se preguntaría con el último aliento de vida, la razón, el porqué del crimen... «Usted y yo moriremos viejos, me dijo una vez en Lima, ya no hay quién nos mate después de lo que hemos pasado»... Siempre iluso, siempre generoso, siempre crédulo, siempre dispuesto a reconocer en las gentes las mejores virtudes, las mismas que él sin notarlo ni proponérselo, cultivaba en sí mismo tan hermosamente... Berruecos... Berruecos... Un paso oscuro en la cordillera. Un monte sombrío con los chillidos de los monos siguiéndonos todo el día. Mala gente esa... Siempre dieron qué hacer. Nunca se nos sumaron abiertamente. Los más humillados quizá, los menos beneficiados por la Corona y por ello los más sumisos, los menos fuertes. ¡Qué poco han valido todos los años de batallar, ordenar, sufrir, gobernar, construir, para terminar acosados por los mismos imbéciles de siempre, los astutos políticos con alma de peluquero y trucos de notario que saben matar y seguir sonriendo y adulando. Nadie ha entendido aquí nada. La muerte se llevó a los mejores, todo queda en manos de los más listos, los más sinuosos que ahora derrochan la herencia ganada con tanto dolor y tanta muerte...
Recostó la cabeza en la almohada. La fiebre le hacía temblar levemente. Volvió a mirar a Ibarra.
-No habrá tal viaje a Francia. Aquí nos quedamos aunque no nos quieran.
Una arcada de náuseas lo dobló sobre el catre. Vomitó entre punzadas que casi le hacían perder el sentido. Una mancha de sangre comenzó a extenderse por las sábanas y a gotear pausadamente en el piso. Con la mirada perdida murmuraba delirante: «Berruecos... Berruecos... ¿Por qué a él?... ¿Por qué así?».
Y se desplomó sin sentido. Alguien fue por el médico quien, después de un examen detenido, se limitó a explicarnos que el enfermo se hallaba al final de sus fuerzas y era aventurado predecir la marcha del mal, cuya identidad no podía diagnosticar.
Me quedé hasta las primeras horas de la madrugada cuando regresé a la fragata. He meditado largamente en mi camarote y acabo de comunicar al capitán mi decisión de quedarme en Cartagena y esperar aquí su regresó de Venezuela, que calcula será dentro de dos meses. Mañana hablaré con mi amigo el general Silva para que me ayude a buscar alojamiento en la ciudad. El calor aumenta y de las murallas viene un olor de frutas en descomposición y de húmeda carroña salobre. 
Álvaro Mutis Jaramillo; Bogotá, Colombia, 1923. México, 2013. Escritor y poeta colombiano. Autor destacado por la riqueza verbal de su producción y una característica combinación de lírica y narratividad, participó en sus inicios del movimiento de poetas agrupados en torno a la revista Mito. Influido por Pablo Neruda, Octavio Paz, Saint-John Perse y Walt Withman, empleó la poesía como vía de conocimiento para el acceso a universos desconocidos, a nuevos mundos donde fuese posible el amor y la buena muerte. Su álter ego es Maqroll, un aventurero sombrío y a la vez inocente, que canta a la frágil condición humana. Su obra ha sido reconocida con galardones tan prestigiosos como el Príncipe de Asturias (1997) y el Premio Cervantes (2001).

Álvaro Mutis
Hijo del abogado internacionalista Santiago Mutis Dávila y de Carolina Jaramillo, en 1925 su padre ingresó al servicio diplomático y la familia hubo de trasladarse a Bruselas, donde el jefe de familia había sido nombrado ministro consejero. En Bélgica nació, en 1928, su hermano Leopoldo, y en 1931 murió repentinamente su padre. La afligida madre retornó a Colombia y se instaló en la finca Coello (ubicada en la confluencia de los ríos Coello y Cocora, en el departamento del Tolima). La finca había pertenecido al abuelo materno, el pionero Jerónimo Jaramillo Uribe, uno de los fundadores de Armenia, y doña Carolina acababa de heredarla. Mutis permaneció en Bruselas estudiando en el colegio Saint Michel de los padres jesuitas, en el que se empapó de conocimientos históricos, muy especialmente sobre Bizancio.
La finca Coello, y en general Colombia, representaron en esos años para Mutis un sitio de vacaciones. Sin embargo, la experiencia del contacto físico con el trópico, con el clima de la tierra caliente, el aroma del café, el plátano y los árboles frutales marcarían su posterior producción literaria. Pese a que para Mutis el mundo era Europa, los reiterados viajes en barco a Colombia (en pequeños buques de carga y pasajeros, que llegaban a Buenaventura tres semanas después de zarpar, al cabo de las cuales había que desplazarse en automóvil, tren y caballo hasta el hogar materno) fueron otra experiencia fundamental en la formación del escritor. No es raro, entonces, encontrar que el personaje principal de las novelas de Álvaro Mutis, Maqroll el Gaviero, se debata entre ciertas contradicciones, viva entre Europa y América, en mundos totalmente contrastantes, considere el Viejo Continente como la cuna de la civilización y al Nuevo Mundo como la fuerza, y que, insatisfecho con uno y otro, intente crear en sus aventuras un universo acorde con sus ideales.
Álvaro Mutis no acabó el bachillerato. Por problemas financieros de su madre, hubo de abandonar el colegio en Bruselas y se matriculó en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario en Bogotá. Pero no le interesaba estudiar el pensum regular; le gustaba leer libros de historia, de viajeros y de literatura, y no le preocupó aprender matemáticas y otras minucias. En 1941, con sólo dieciocho años, prefirió casarse con Mireya Durán, con quien tendría tres hijos.
Como muchos de los grandes escritores contemporáneos, cumplió un exigente periplo de lecturas formativas que se inició con Julio Verne y Emilio Salgari, pasó por Honoré de Balzac y Flaubert y por los maestros rusos (Dostoievski, Tolstoi, Chéjov) para terminar, en esa primera etapa, con Kafka, Werfel y Rilke. De los latinoamericanos también leyó mucho, pero quien más lo conmovió fue Pablo Neruda con su Residencia en la tierra. En el Colegio del Rosario tuvo como profesor de literatura a Eduardo Carranza, quien le enseñó la importancia de poetas como Juan Ramón Jiménez y los españoles de la generación del 27.
Una vez casado, y para ganarse la vida, se vinculó a la radio. Inicialmente, en 1942, trabajó en la emisora Nuevo Mundo, que con los años se convirtió en la matriz de la Cadena Radial Colombiana, Caracol. Allí reemplazó a Jorge Zalamea en la dirección del programa "Actualidad literaria". Se relacionó con el mundo intelectual y bohemio de Bogotá y conoció al crítico Casimiro Eiger, a quien Mutis agradecería el facilitarle la entrada en el mundo de las letras. Este misterioso personaje escapado de las obras de Proust ejerció cierto papel tutelar en la joven intelectualidad de entonces, similar al que cumplió Ramón Vinyes en el Grupo de Barranquilla.
Se hizo también amigo de los críticos y escritores Hernando Téllez y Eduardo Zalamea; frecuentaba los tradicionales cafés El Molino, El Asturias y El Automático, donde se acercó a dos generaciones distintas de poetas: los Nuevos y los de Piedra y Cielo. Conoció además a los hermanos Otto y León de Greiff, el primero de ellos muy importante en su formación como melómano. En 1942 fue contratado por la Radiodifusora Nacional como locutor de noticias, actividad en la que permaneció hasta 1946, cuando la Compañía Colombiana de Seguros lo nombró jefe de redacción de su revista institucional Vida; allí aparecieron sus primeros escritos: pequeños retratos literarios de Joseph Conrad, Alexander Pushkin, Antoine de Saint-Exupéry o Joachim Murat. Y también su primer poema, titulado "La creciente".
Durante esa época tuvo un acercamiento importante a los surrealistas: Saint-John Perse, traducido por Jorge Zalamea, André Breton y su Poisson salubre. Este último fue determinante en sus primeros poemas, pues quiso ser surrealista, al punto que sus versos iniciales los iba a titular "La cebra perfumada". También recibió la influencia del poeta venezolano Juan Sánchez Peláez, agregado cultural de la Embajada de Venezuela en Bogotá, quien lo llevó a un mundo mágico, a un vocabulario deslumbrante. En 1947 conoció al poeta guatemalteco Luis Cardoza y Aragón, que era el embajador de Guatemala en Colombia, y a los pintores Fernando Botero y Alejandro Obregón.
El año siguiente se hizo amigo de Ernesto Volkening, quien, al igual que Casimiro Eiger, cumplió un papel importantísimo en el periplo literario de Mutis. Eiger conoció fragmentos de la obra de Mutis y lo animó a publicar algunos textos en el suplemento del periódico La Razón, que dirigía Alberto Zalamea. Por ese entonces existía el grupo de los Cuadernícolas, el cual, aunque no era homogéneo, gustaba de publicar sus versos en cuadernos. Mutis siguió la moda y, junto con Carlos Patiño Roselli y alentado por Volkening, publicó el cuaderno de poesía La balanza, con ilustraciones de Hernando Tejada, que se agotó por incineración el 9 de abril de 1948. El cuadernito recibió algunas críticas y Mutis esperó cuatro años para publicar su segundo libro: Los elementos del desastre, que por su frescura y pureza conmovió el mundo de las letras colombianas.
El trabajo consta de catorce poemas que configuran una visión apocalíptica del hombre, en los que se muestran la duda, el miedo y la destrucción, elementos que aniquilan al ser humano. Este libro contó con la lectura crítica de Volkening y con él se configuró Mutis como el principal poeta joven colombiano. Mientras se consolidaba como escritor, inició una importante carrera como relacionista público y publicista pues, desde un comienzo, comprendió que con la literatura no iba a percibir mayores ingresos. Fue director de publicidad de la Compañía Colombiana de Seguros y de Bavaria, jefe de relaciones públicas de Lansa, y, tras la quiebra de esta última compañía, pasó a ser en 1954 jefe de relaciones públicas de la Esso. Tales empleos le obligaban a viajar, con lo que conoció todo el país y parte del mundo. Muchos de sus poemas de esa época los escribió en aviones, aeropuertos y cuartos de hotel.
Los dos años que permaneció en la Esso fueron de casi total receso literario; sin embargo, Maqroll el Gaviero nació de las experiencias de Mutis en los planchones petroleros que recorrían el río Magdalena, desde Barrancabermeja hasta Barranquilla. Cabe destacar que Gaviero es el marino que desde el sitio más alto del barco vigila por todos los demás; su símbolo para el oficio de la poesía. En la Esso, Mutis manejaba importantes cantidades de dinero que la compañía destinaba a diferentes actividades: un buen porcentaje era para obras de caridad, y muy especialmente para el Secretariado Nacional de Asistencia Social (SENDAS). Pero el poeta le dio un uso distinto: lo invirtió en quijotescas empresas culturales y la compañía lo demandó, pues estaban en juego sus relaciones con la dictadura. Mutis tuvo que viajar con urgencia a México en 1956.
Era la segunda ocasión que visitaba ese país (la primera había sido en 1952) y desde entonces se convirtió en su lugar de residencia. Entró en contacto con el gran cineasta español Luis Buñuel y el productor Luis de Llano. Buñuel siempre soñó con llevar al cine la novela de Mutis La mansión de Araucaíma (1973), "relato gótico de tierra caliente". Gracias a ambos, Mutis consiguió empleo en una agencia de publicidad para la televisión. Se vinculó de lleno a la vida cultural mexicana y se hizo amigo de los escritores Octavio Paz, Juan José Arreola, Juan Rulfo, Carlos Fuentes y Elena Poniatowska.
No perdió los lazos con Colombia, pues esporádicamente colaboró en la revista Mito. En 1959, la prestigiosa revista publicó como separata el libro Reseña de los hospitales de ultramar, que significó la aparición en el mundo de las letras del romántico personaje de Maqroll el Gaviero, que viene a encarnar la conciencia del poeta. En 1959 se hicieron efectivas las demandas en su contra y fue recluido en la cárcel mexicana de Lecumberri durante un año y tres meses. Una nueva experiencia para su formación como escritor, pues, además de conocer la poco gratificante vida carcelaria, logró superar miedos y fantasmas. De ese período de su vida es necesario resaltar la disciplina que tuvo en devorar libros; leyó por segunda vez los siete volúmenes de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, de quien tenía un retrato en su celda. Dio forma a los relatos "Saraya", "El último rostro", "Antes que cante el gallo" y "La muerte del estratega", a algunos poemas de Los trabajos perdidos (1965), y escribió el Diario de Lecumberri (1960), resultado directo de su estadía en la cárcel, en el que narra, de manera conmovedora, la vida y muerte de "Palitos". El libro fue publicado por la Universidad Veracruzana.
Tras la cárcel, algunos años después, Mutis pasó a ser gerente de ventas para América Latina de la Twentieth Century Fox y luego de la Columbia Pictures (en donde permaneció hasta jubilarse en 1988), empresas que le permitieron seguir viajando por el mundo. Entre 1960 y 1973 es relativamente poco lo que hizo en literatura: en 1962 publicó cuatro textos con el seudónimo de Álvar de Mattos (diplomático portugués) en la revista Snob, dirigida por Salvador Elizondo y Emilio García Riera: "Pequeña historia de un gran negocio", "Historia y ficción de un pequeño militar sarnoso", "El general Bonaparte en Nizza" y "El incidente de Maiquetía o Isaac salvado de las jaulas". En 1964, en la Casa del Lago de la Universidad Nacional Autónoma de México, dictó una serie de conferencias dedicadas a sus devociones literarias: Valéry Larbaud, Joseph Conrad y Marcel Proust. Tales conferencias serían publicadas ese mismo año en la revista de la UNAM, dirigida por Jaime García Terrés.
En 1965 se publicó su libro Los trabajos perdidos, con el que obtuvo el Premio Nacional del nadaísmo para poesía de ese año. Entonces ya era considerado el mejor poeta colombiano del momento, aunque, definitivamente, su visión de la literatura y del país era sumamente pesimista. Decía, por ejemplo, que "la literatura es para mí una servidumbre dolorosa, y no siento por ella la menor simpatía. Me abruma un poco, por ejemplo, la agobiante montaña de literatura que producimos los colombianos y que nos oculta en muchos casos la miserable realidad de nuestra situación ante el mundo". Su enfoque sobre la violencia fue descarnado y realista: "La violencia en Colombia es el resultado de las seculares represiones e inhibiciones a que se ha visto sometido el colombiano por razones históricas y sociales. Como fenómeno me parece sano y recomendable, es un despertar. Todas las civilizaciones se han basado en sacrificios humanos, en violencia, en humillación y en sangre. ¿Por qué los colombianos creímos estar libres de esta servidumbre? Tal vez por retóricos y artificiales nos creímos de veras que éramos la Suiza de América. No hay que olvidar que los suizos llenaron de sangre a Europa como soldados mercenarios antes de formar su idílica confederación".
En 1973, se publicó en España Summa de Maqroll el Gaviero (1947-1970) que contenía las obras Primeros poemas, Los elementos del desastre, Los trabajos perdidos, Reseña de los hospitales de ultramar y Recuento de ciertas visiones. En 1977 inició la columna semanal "Rincón Reaccionario" en el periódico Uno más Uno, que después continuó en El Sol de México y en el diario Novedades. En 1978, se publicó una segunda edición de La mansión de Araucaíma, junto con los cuatro relatos escritos en la cárcel.
Sólo en 1982 volvió a aparecer un nuevo libro de poemas de Álvaro Mutis: Caravansary, que publicó el Fondo de Cultura Económica; ese año su gran amigo Gabriel García Márquez, a quien había conocido en 1950, ganó el premio Nobel de Literatura. Mutis, junto con otros amigos mutuos como Guillermo Angulo, Álvaro Castaño Castillo y Gloria Valencia de Castaño, Alfonso Fuenmayor, Gonzalo Mallarino, Alejandro Obregón, Hernán Vieco y Fernando Gómez Agudelo, fueron invitados especiales del autor de Cien años de soledad a la ceremonia de entrega del Nobel en Estocolmo. Al año siguiente se le concedió en Colombia el Premio Nacional de Poesía.
Semblanza biográfica: biografiasyvidas.com.Texto y foto:ciudadseva.com.

El cuento del domingo


Juan Rulfo

El llano en llamas

Ya mataron a la perra, pero quedan los perritos...
(Corrido popular)
«¡Viva Petronilo Flores!»
El grito se vino rebotando por los paredones de la ba­rranca y subió hasta donde estábamos nosotros. Luego se deshizo.
Por un rato, el viento que soplaba desde abajo nos trajo un tumulto de voces amontonadas, haciendo un ruido igual al que hace el agua crecida cuando rueda sobre pedregales. En seguida, saliendo de allá mismo, otro grito torció por el recodo de la barranca, volvió a rebotar en los paredones y llegó todavía con fuerza junto a nosotros:
«¡Viva mi general Petronilo Flores!»
Nosotros nos miramos.
La Perra se levantó despacio, quitó el cartucho a la car­ga de su carabina y se lo guardó en la bolsa de la camisa. Después se arrimó a donde estaban «los Cuatro» y les dijo: «¡Síganme, muchachos, vamos a ver qué toritos toreamos!» Los cuatro hermanos Benavides se fueron detrás de él, aga­chados; solamente la Perra iba bien tieso, asomando la mi­tad de su cuerpo flaco por encima de la cerca.
Nosotros seguimos allí, sin movernos. Estábamos ali­neados al pie del lienzo, tirados panza arriba, como igua­nas calentándose al sol.
La cerca de piedra culebreaba mucho al subir y bajar por las lomas, y ellos, la Perra y «los Cuatro», iban tam­bién culebreando como si fueran con los pies trabados. Así los vimos perderse de nuestros ojos. Luego volvimos la cara para ver otra vez hacia arriba y miramos las ramas bajas de los amóles que nos daban tantita sombra.
Olía a eso: a sombra recalentada por el sol. A amóles podridos.
Se sentía el sueño del mediodía.
La boruca que venía de allá abajo se salía a cada rato de la barranca y nos sacudía el cuerpo para que no nos durmiéramos. Y aunque queríamos oír, parando bien la oreja, sólo nos llegaba la boruca: un remolino de murmu­llos, como si se estuviera oyendo de muy lejos el rumor que hacen las carretas al pasar por un callejón pedregoso.
De repente sonó un tiro. Lo repitió la barranca como si estuvieran derrumbándose. Eso hizo que las cosas des­pertaran: volaron los totochilos, esos pájaros colorados que habíamos estado viendo jugar entre los amóles. En segui­da las chicharras, que se habían dormido a ras del medio­día, también despertaron llenando la tierra de rechinidos.
—¿Qué fue? —preguntó Pedro Zamora, todavía medio amodorrado por la siesta.
Entonces el Chihuila se levantó y, arrastrando su cara­bina como si fuera un leño, se encaminó detrás de los que se habían ido.
—Voy a ver qué fue lo que fue —dijo perdiéndose tam­bién como los otros.
El chirriar de las chicharras aumentó de tal modo que nos dejó sordos y no nos dimos cuenta de la hora en que ellos aparecieron por allí. Cuando menos acordamos aquí estaban ya, mero en frente de nosotros, todos desguarnecidos. Parecían ir de paso, ajuareados para otros apuros y no para este de ahorita.
Nos dimos vuelta y los miramos por la mira de las tro­neras.
Pasaron los primeros, luego los segundos y otros más, con el cuerpo echado para adelante, jorobados de sueño. Les relumbraba la cara de sudor, como si la hubieran zam­bullido en el agua al pasar por el arroyo.
Siguieron pasando.
Llegó la señal. Se oyó un chiflido largo y comenzó la tracalera allá lejos, por donde se había ido la Perra. Luego siguió aquí.
Fue fácil. Casi tapaban el agujero de las troneras con su bulto, de modo que aquello era como tirarles a boca de jarro y hacerles pegar tamaño respingo de la vida a la muerte sin que apenas se dieran cuenta.
Pero esto duró muy poquito. Si acaso la primera y la segunda descarga. Pronto quedó vacío el hueco de la tro­nera por donde, asomándose uno, sólo se veía a los que estaban acostados en mitad del camino, medio torcidos, como si alguien los hubiera venido a tirar allí. Los vivos desaparecieron. Después volvieron a aparecer, pero por lo pronto ya no estaban allí.
Para la siguiente descarga tuvimos que esperar.
Algunos de nosotros gritó: «¡Viva Pedro Zamora!»
Del otro lado respondieron, casi en secreto: «¡Sálvame patroncito! ¡Sálvame! ¡Santo Niño de Atocha, socórreme!»
Pasaron los pájaros. Bandadas de tordos cruzaron por encima de nosotros hacia los cerros.
La tercera descarga nos llegó por detrás. Brotó de ellos, haciéndonos brincar hasta el otro lado de la cerca, hasta más allá de los muertos que nosotros habíamos matado.
Luego comenzó la corretiza por entre los matorrales.
Sentíamos las balas pajueleándonos los talones, como si hubiéramos caído sobre un enjambre de chapulines. Y de vez en cuando, y cada vez más seguido, pegando mero en medio de alguno de nosotros que se quebraba con un cru­jido de huesos.
Corrimos. Llegamos al borde de la barranca y nos de­jamos descolgar por allí como si nos despeñáramos.
Ellos seguían disparando. Siguieron disparando todavía después que habíamos subido hasta el otro lado, a gatas, como tejones espantados por la lumbre.
«¡Viva mi general Petronilo Flores, hijos de la tal por cual!», nos gritaron otra vez. Y el grito fue rebotando como el trueno de una tormenta, barranca abajo.
Nos quedamos agazapados detrás de unas piedras gran­des y boludas, todavía resollando fuerte por la carrera. So­lamente mirábamos a Pedro Zamora preguntándole con los ojos qué era lo que nos había pasado. Pero él también nos miraba sin decirnos nada. Era como si se nos hubiera aca­bado el habla a todos o como si la lengua se nos hubiera hecho bola como la de los pericos y nos costara trabajo soltarla para que dijera algo.
Pedro Zamora nos seguía mirando. Estaba haciendo sus cuentas con los ojos; con aquellos ojos que él tenía, todos enrojecidos, como si los trajera siempre desvelados. Nos contaba de uno en uno. Sabía ya cuántos éramos los que estábamos allí, pero parecía no estar seguro todavía; por eso nos repasaba una vez y otra y otra.
Faltaban algunos: once o doce, sin contar a la Perra y al Chihuila y a los que habían arrendado con ellos. El Chihuila bien pudiera ser que estuviera horquetado arriba de algún amolé, acostado sobre su retrocarga, aguardando a que se fueran los federales.
Los Joseses, los dos hijos de la Perra, fueron los prime­ros en levantar la cabeza, luego el cuerpo. Por fin camina­ron de un lado a otro esperando que Pedro Zamora les di­jera algo. Y dijo:
—Otro agarre como éste y nos acaban.
En seguida, atragantándose como si se tragara un bu­che de coraje, les gritó a los Joseses: « ¡Ya sé que falta su padre, pero aguántense, aguántense tantito! ¡Iremos por él!»
Una bala disparada de allá hizo volar una parvada de tildíos en la ladera de enfrente. Los pájaros cayeron sobre la barranca y revolotearon hasta cerca de nosotros; luego, al vernos, se asustaron, dieron media vuelta relumbrando contra el sol y volvieron a llenar de gritos los árboles de la ladera de enfrente.
Los Joseses volvieron al lugar de antes y se acuclillaron en silencio.
Así estuvimos toda la tarde. Cuando empezó a bajar la noche llegó el Chihuila acompañado de uno de «los Cua­tro». Nos dijeron que venían de allá abajo, de la Piedra Lisa, pero no supieron decirnos si ya se habían retirado los federales. Lo cierto es que todo parecía estar en calma. De vez en cuanto se oían los aullidos de los coyotes.
—¡Epa tú, Pichón! —me dijo Pedro Zamora—. Te voy a dar la encomienda de que vayas con los Joseses hasta Piedra Lisa y vean a ver qué le pasó a la Perra. Si está muerto, pos entiérrenlo. Y hagan lo mismo con los otros. A los heridos déjenlos encima de algo para que los vean los guachos; pero no se traigan a nadie.
—Eso haremos.
Y nos fuimos.
Los coyotes se oían más cerquita cuando llegamos al co­rral donde habíamos encerrado la caballada. Ya no había caballos, sólo estaba un burro trasijado que ya vivía allí desde antes que nosotros viniéramos. De seguro los fede­rales habían cargado con los caballos.
Encontramos al resto de «los Cuatro» detracito de unos matojos, los tres juntos, encaramados uno encima de otro como si los hubieran apilado allí. Les alzamos la cabeza y se la zangoloteamos un poquito para ver si alguno daba todavía señales; pero no, ya estaban bien difuntos. En el aguaje estaba otro de los nuestros con las costillas de fuera como si lo hubieran macheteado. Y recorriendo el lien­zo de arriba abajo encontramos uno aquí y otro más allá, casi todos con la cara renegrida.
—A éstos los remataron, no tiene ni qué —dijo uno de los Joseses.
Nos pusimos a buscar a la Perra; a no hacer caso de ningún otro sino de encontrar a la mentada Perra.
No dimos con él.
«Se lo han de haber llevado —pensamos—. Se lo han de haber llevado para enseñárselo al gobierno»; pero, aun así, seguimos buscando por todas partes, entre el rastrojo. Los coyotes seguían aullando.
Siguieron aullando toda la noche.
Pocos días después, en el Armería, al ir pasando el río, nos volvimos a encontrar con Petronilo Flores. Dimos mar­cha atrás, pero ya era tarde. Fue como si nos fusilaran. Pedro Zamora pasó por delante haciendo galopar aquel macho barcino y chaparrito que era el mejor animal que yo había conocido. Y detrás de él, nosotros, en manada, agachados sobre el pescuezo de los caballos. De todos mo­dos la matazón fue grande. No me di cuenta de pronto porque me hundí en el río debajo de mi caballo muerto, y la corriente nos arrastró a los dos, lejos, hasta un remanso bajito de agua y lleno de arena.
Aquél fue el último agarre que tuvimos con las fuerzas de Petronilo Flores. Después ya no peleamos. Para decir mejor las cosas, ya teníamos algún tiempo sin pelear, sólo de andar huyendo el bulto; por eso resolvimos remontar­nos los pocos que quedamos, echándonos al cerro para es­condernos de la persecución. Y acabamos por ser unos grupitos tan ralos que ya nadie nos tenía miedo. Ya nadie corría gritando: «¡Allí vienen los de Zamora!»
Había vuelto la paz al Llano Grande. Pero no por mucho tiempo.
Hacía cosa de ocho meses que estábamos escondidos en el escondrijo del cañón del Tozín, allí donde el río Armería se encajona durante muchas horas para dejarse caer sobre la costa. Esperábamos dejar pasar los años para luego vol­ver al mundo, cuando ya nadie se acordara de nosotros.
Habíamos comenzado a criar gallinas y de vez en cuando subíamos a la sierra en busca de venados. Éramos cinco, casi cuatro, porque a uno de los Joseses se le había gangrenado una pierna por el balazo que le dieron abajito de la nalga, allá, cuando nos balacearon por detrás.
Estábamos allí, empezando a sentir que ya no servía­mos para nada. Y de no saber que nos colgarían a todos, hubiéramos ido a pacificarnos.
Pero en eso apareció un tal Armando Alcalá, que era el que le hacía los recados y las cartas a Pedro Zamora.
Fue de mañanita, mientras nos ocupábamos en destazar una vaca, cuando oímos el pitido del cuerno. Venía de muy lejos, por el rumbo del Llano. Pasado un rato volvió a oírse. Era como el bramido de un toro: primero agudo, luego ronco, luego otra vez agudo. El eco lo alargaba más y más y lo traía aquí cerca, hasta que el ronroneo del río lo apagaba.
Y ya estaba para salir el sol, cuando el tal Alcalá se dejó ver asomándose por entre los sabinos. Traía tercia­das dos carrilleras con cartuchos del «44» y en las ancas de su caballo venía atravesado un montón de rifles como si fuera una maleta.
Se apeó del macho. Nos repartió las carabinas y volvió a hacer la maleta con las que le sobraban.
—Si no tienen nada urgente que hacer de hoy a maña­na, pónganse listos para salir a San Buenaventura. Allí los está aguardando Pedro Zamora. En mientras, yo voy un poquito más abajo a buscar a los Zanates. Luego volveré.
Al día siguiente volvió, ya de atardecida. Y sí, con él venían los Zanates. Se les veía la cara prieta entre el par­dear de la tarde. También venían otros tres que no cono­cíamos.
—En el camino conseguiremos caballos —nos dijo. Y lo seguimos.
Desde mucho antes de llegar a San Buenaventura nos dimos cuenta de que los ranchos estaban ardiendo. De las trojes de la hacienda se alzaba más alta la llamarada, como si estuviera quemándose un charco de aguarrás. Las chis­pas volaban y se hacían rosca en la oscuridad del cielo for­mando grandes nubes alumbradas.
Seguimos caminando de frente, encandilados por la lu­minaria de San Buenaventura, como si algo nos dijera que nuestro trabajo era estar allí, para acabar con lo que que­dara.
Pero no habíamos alcanzado a llegar cuando encontra­mos a los primeros de a caballo que venían al trote, con la soga morreada en la cabeza de la silla y tirando, unos, de hombres pialados que, en ratos, todavía caminaban so­bre sus manos, y otros, de hombres a los que ya se les habían caído las manos y traían descolgada la cabeza.
Los miramos pasar. Más atrás venía Pedro Zamora y mucha gente a caballo. Mucha más gente que nunca. Nos dio gusto.
Daba gusto mirar aquella larga fila de hombres cruzan­do el Llano Grande otra vez, como en los tiempos buenos. Como al principio, cuando nos habíamos levantado de la tierra como huizapoles maduros aventados por el viento, para llenar de terror todos los alrededores del Llano. Hubo un tiempo que así fue. Y ahora parecía volver.
De allí nos encaminamos hacia San Pedro. Le prendi­mos fuego y luego la emprendimos rumbo al Petacal. Era la época en que el maíz ya estaba por pizcarse y las milpas se veían secas y dobladas por los ventarrones que soplan por este tiempo sobre el Llano. Así que se veía muy bonito ver caminar el fuego en los potreros; ver hecho una pura brasa casi todo el Llano en la quemazón aquella, con el humo ondulado por arriba; aquel humo oloroso a carrizo y a miel, porque la lumbre había llegado también a los cañaverales.
Y de entre el humo íbamos saliendo nosotros, como es­pantajos, con la cara tiznada, arreando ganado de aquí y de allá para juntarlo en algún lugar y quitarle el pellejo. Ése era ahora nuestro negocio: los cueros de ganado.
Porque, como nos dijo Pedro Zamora: «Esta revolución la vamos a hacer con el dinero de los ricos. Ellos pagarán las armas y los gastos que cueste esta revolución que esta­mos haciendo. Y aunque no tenemos por ahorita ninguna bandera por qué pelear, debemos apurarnos a amontonar dinero, para que cuando vengan las tropas del gobierno vean que somos poderosos.» Eso nos dijo.
Y cuando al fin volvieron las tropas, se soltaron matán­donos otra vez, como antes, aunque no con la misma faci­lidad. Ahora se veía a leguas que nos tenían miedo.
Pero nosotros también les teníamos miedo. Era de ver­se cómo se nos atoraban los güevos en el pescuezo con sólo oír el ruido que hacían sus guarniciones o las pezuñas de sus caballos al golpear las piedras de algún camino, donde estábamos esperando para tenderles una emboscada. Al verlos pasar, casi sentíamos que nos miraban de reojo y como diciendo: «Ya los venteamos, nomás nos estamos ha­ciendo disimulados.»
Y así parecía ser, porque de buenas a primeras se echa­ban sobre suelo, afortinados detrás de sus caballos y nos resistían allí, hasta que otros nos iban cercando poquito a poco, agarrándonos como a gallinas acorraladas. Desde en­tonces supimos que a ese paso no íbamos a durar mucho, aunque éramos muchos.
Y es que ya no se trataba de aquella gente del general Urbano, que nos habían echado al principio y que se asus­taban a puros gritos y sombrerazos; aquellos hombres sa­cados a la fuerza de sus ranchos para que nos combatieran y que sólo cuando nos veían poquitos se iban sobre noso­tros. Ésos ya se habían acabado. Después vinieron otros; pero estos últimos eran los peores. Ahora era un tal Olachea, con gente aguantadora y entrona; con alteños traídos desde Teocaltiche, revueltos con indios tepehuanes: unos indios mechudos, acostumbrados a no comer en muchos días y que a veces se estaban horas enteras espiándolo a uno con el ojo fijo y sin parpadear, esperando a que uno asomara la cabeza para dejar ir, derechito a uno, una de esas balas largas de «30-30» que quebraban el espinazo como si se rompiera una rama podrida.
No tiene ni qué, que era más fácil caer sobre los ran­chos en lugar de estar emboscando a las tropas del gobier­no. Por eso nos desperdigamos, y con un puñito aquí y otro más allá hicimos más perjuicios que nunca, siempre a la carrera, pegando la patada y corriendo como mulas brutas.
Y así, mientras en las faldas del volcán se estaban que­mando los ranchos del Jazmín, otros bajábamos de repen­te sobre los destacamentos, arrastrando ramas de huizache y haciendo creer a la gente que éramos muchos, escondidos entre la polvareda y la gritería que armábamos.
Los soldados mejor se quedaban quietos, esperando. Es­tuvieron un tiempo yendo de un lado para otro, y ora iban para adelante y ora para atrás, como atarantados. Y desde aquí se veían las fogatas en la sierra, grandes incendios como si estuvieran quemando los desmontes. Desde aquí veíamos arder día y noche las cuadrillas y los ranchos y a veces algunos pueblos más grandes, como Tuzamilpa y Zapotitlán, que iluminaban la noche. Y los hombres de Olachea salían para allá, forzando la marcha; pero cuando llegaban, comenzaba a arder Totolimispa, muy acá, muy atrás de ellos.
Era bonito ver aquello. Salir de pronto de la maraña de los tepemezquites cuando ya los soldados se iban con sus ganas de pelear, y verlos atravesar el llano vacío, sin enemigo al frente, como si se zambulleran en el agua hon­da y sin fondo que era aquella gran herradura del Llano encerrada entre montañas.
Quemamos el Cuastecomate y jugamos allí a los toros. A Pedro Zamora le gustaba mucho este juego del toro.
Los federales se habían ido por el rumbo de Autlán, en busca de un lugar que le dicen La Purificación, donde se­gún ellos estaba la nidada de bandidos de donde habíamos salido nosotros. Se fueron y nos dejaron solos en el Cuastecomate.
Allí hubo modo de jugar al toro. Se les habían quedado olvidados ocho soldados, además del administrador y el caporal de la hacienda. Fueron dos días de toros.
Tuvimos que hacer un corralito redondo como esos que se usan para encerrar chivas, para que sirviera de plaza. Y nosotros nos sentamos sobre las trancas para no dejar salir a los toreros, que corrían muy fuerte en cuanto veían el verduguillo con que los quería cornear Pedro Zamora.
Los ocho soldaditos sirvieron para una tarde. Los otros dos para la otra. Y el que costó más trabajo fue aquel ca­poral flaco y largo como garrocha de otate, que escurría el bulto sólo con ladearse un poquito. En cambio, el adminis­trador se murió luego luego. Estaba chaparrito y ovachón y no usó ninguna maña para sacarle el cuerpo al verdugui­llo. Se murió muy callado, casi sin moverse y como si él mismo hubiera querido ensartarse. Pero el caporal sí cos­tó trabajo.
Pedro Zamora les había prestado una cobija a cada uno, y ésa fue la causa de que al menos el caporal se haya de­fendido tan bien de los verduguillos con aquella pesada y gruesa cobija; pues en cuanto supo a qué atenerse, se de­dicó a zangolotear la cobija contra el verduguillo que se le dejaba ir derecho, y así lo capoteó hasta cansar a Pedro Zamora. Se veía a las claras lo cansado que ya estaba de andar correteando al caporal, sin poder darle sino unos cuantos pespuntes. Y perdió la paciencia. Dejó las cosas como estaban y, de repente, en lugar de tirar derecho como lo hacen los toros, le buscó al del Cuastecomate las costillas con el verduguillo, haciéndole a un lado la cobija con la otra mano. El caporal pareció no darse cuenta de lo que había pasado, porque todavía anduvo un buen rato sacudiendo la frazada de arriba abajo como si se anduvie­ra espantando las avispas. Sólo cuando vio su sangre dán­dole vueltas por la cintura dejó de moverse. Se asustó y trató de taparse con sus dedos el agujero que se le había hecho en las costillas, por donde le salía en un solo chorro la cosa aquella colorada que lo hacía ponerse más desco­lorido. Luego se quedó tirado en medio del corral mirán­donos a todos. Y allí se estuvo hasta que lo colgamos, por­que de otra manera hubiera tardado mucho en morirse.
Desde entonces, Pedro Zamora jugó al toro más segui­do, mientras hubo modo.
Por ese tiempo casi todos éramos «abajeños», desde Pedro Zamora para abajo; después se nos juntó gente de otras partes: los indios güeros de Zacoalco, zanconzotes y con caras como de requesón. Y aquellos otros de la tierra fría, que se decían de Mazamitla y que siempre andaban ensarapados como si a todas horas estuvieran cayendo las aguasnieves. A estos últimos se les quitaba el hambre con el calor, y por eso Pedro Zamora los mandó a cuidar el puerto de los Volcanes, allá arriba, donde no había sino pura arena y rocas lavadas por el viento. Pero los indios güeros pronto se encariñaron con Pedro Zamora y no se quisieron separar de él. Iban siempre pegaditos a él, haciéndole sombra y todos los mandados que él quería que hicieran. A veces hasta se robaban las mejores muchachas que había en los pueblos para que él se encargara de ellas.
Me acuerdo muy bien de todo. De las noches que pasá­bamos en la sierra, caminando sin hacer ruido y con mu­chas ganas de dormir, cuando ya las tropas nos seguían de muy cerquita el rastro. Todavía veo a Pedro Zamora con su cobija solferina enrollada en los hombros cuidando que ninguno se quedara rezagado:
— ¡Epa, tú, Pitasio, métele espuelas a ese caballo! ¡Y usté no se me duerma, Reséndiz, que lo necesito para platicar! Sí, él nos cuidaba. Íbamos caminando mero en medio de la noche, con los ojos aturdidos de sueño y con la idea ida; pero él, que nos conocía a todos, nos hablaba para que levantáramos la cabeza. Sentíamos aquellos ojos bien abiertos de él, que no dormían y que estaban acostumbra­dos a ver de noche y a conocernos en lo oscuro. Nos con­taba a todos, de uno en uno, como quien está contando dinero. Luego se iba a nuestro lado. Oíamos las pisadas de su caballo y sabíamos que sus ojos estaban siempre alerta; por eso todos, sin quejarnos del frío ni del sueño que ha­cía, callados, lo seguíamos como si estuviéramos ciegos.
Pero la cosa se descompuso por completo desde el des­carrilamiento del tren en la cuesta de Sayula. De no haber sucedido eso, quizá todavía estuviera vivo Pedro Zamora y el chino Arias y el Chihuila y tantos otros, y la revuelta hubiera seguido por el buen camino. Pero Pedro Zamora le picó la cresta al gobierno con el descarrilamiento del tren de Sayula.
Todavía veo las luces de las llamaradas que se alzaban allí donde apilaron a los muertos. Los juntaban con palas o los hacían rodar como troncos hasta el fondo de la cues­ta, y cuando el montón se hacía grande, lo empapaban con petróleo y le prendían fuego. La jedentina se la llevaba el aire muy lejos, y muchos días después todavía se sentía el olor a muerto chamuscado.
Tantito antes no sabíamos bien a bien lo que iba a su­ceder. Habíamos regado de cuernos y huesos de vaca un tramo largo de la vía y, por si esto fuera poco, habíamos abierto los rieles allí donde el tren iría a entrar en la curva. Hicimos eso y esperamos.
La madrugada estaba comenzando a dar luz a las cosas. Se veía ya casi claramente a la gente apeñuscada en el te­cho de los carros. Se oía que algunos cantaban. Eran voces de hombres y de mujeres. Pasaron frente a nosotros toda­vía medio ensombrecidos por la noche, pero pudimos ver que eran soldados con sus galletas. Esperamos. El tren no se detuvo.
De haber querido lo hubiéramos tiroteado, porque el tren caminaba despacio y jadeaba como si a puros pujidos quisiera subir la cuesta. Hubiéramos podido hasta platicar con ellos un rato. Pero las cosas eran de otro modo.
Ellos empezaron a darse cuenta de lo que les pasaba cuando sintieron bambolearse los carros, cimbrarse el tren como si alguien lo estuviera sacudiendo. Luego la máquina se vino para atrás, arrastrada y fuera de la vía por los ca­rros pesados y llenos de gente. Daba unos silbatazos ron­cos y tristes y muy largos. Pero nadie la ayudaba. Seguía hacia atrás arrastrada por aquel tren al que no se le veía fin, hasta que le faltó tierra y yéndose de lado cayó al fon­do de la barranca. Entonces los carros la siguieron, uno tras otro, a toda prisa, tumbándose cada uno en su lugar allá abajo. Después todo se quedó en silencio como si to­dos, hasta nosotros, nos hubiéramos muerto. Así pasó aquello.
Cuando los vivos comenzaron a salir de entre las asti­llas de los carros, nosotros nos retiramos de allí, acalam­brados de miedo.
Estuvimos escondidos varios días; pero los federales nos fueron a sacar de nuestro escondite. Ya no nos dieron paz; ni siquiera para mascar un pedazo de cecina en paz. Hicieron que se nos acabaran las horas de dormir y de comer, y que los días y las noches fueran iguales para noso­tros. Quisimos llegar al cañón del Tozín; pero el gobierno llegó primero que nosotros. Faldeamos el volcán. Subimos a los montes más altos y allí, en ese lugar que le dicen el Camino de Dios, encontramos otra vez al gobierno tirando a matar. Sentíamos cómo bajaban las balas sobre nosotros, en rachas apretadas, calentando el aire que nos rodeaba. Y hasta las piedras detrás de las que nos escondíamos se hacían trizas una tras otra como si fueran terrones. Des­pués supimos que eran ametralladoras aquellas carabinas con que disparaban ahora sobre nosotros y que dejaban hecho una coladera el cuerpo de uno; pero entonces creí­mos que eran muchos soldados, por miles, y todo lo que queríamos era correr de ellos.
Corrimos los que pudimos. En el Camino de Dios se quedó el Chihuila, atejonado detrás de un madroño, con la cobija envuelta en el pescuezo como si se estuviera de­fendiendo del frío. Se nos quedó mirando cuando nos íba­mos cada quien por su lado para repartirnos la muerte. Y él parecía estar riéndose de nosotros, con sus dientes pelones, colorados de sangre.
Aquella desparramada que nos dimos fue buena para muchos; pero a otros les fue mal. Era raro que no viéra­mos colgados de los pies a alguno de los nuestros en cualquier palo de algún camino. Allí duraban hasta que se hacían viejos y se arriscaban como pellejos sin curtir. Los zopilotes se los comían por dentro, sacándoles las tripas, hasta dejar la pura cáscara. Y como los colgaban alto, allá se estaban campaneándose al soplo del aire muchos días, a veces meses, a veces ya nada más las puras tilangas de los pantalones bulléndose con el viento como si alguien las hubiera puesto a secar allí. Y uno sentía que la cosa ahora sí iba de veras al ver aquello.
Algunos ganamos para el Cerro Grande y arrastrándo­nos como víboras pasábamos el tiempo mirando hacia el Llano, hacia aquella tierra de allá abajo donde habíamos nacido y vivido y donde ahora nos estaban aguardando para matarnos. A veces hasta nos asustaba la sombra de las nubes.
Hubiéramos ido de buena gana a decirle a alguien que ya no éramos gente de pleito y que nos dejaran estar en paz; pero, de tanto daño que hicimos por un lado y otro, la gente se había vuelto matrera y lo único que habíamos logrado era agenciarnos enemigos. Hasta los indios de acá arriba ya no nos querían. Dijeron que les habíamos mata­do sus animalitos. Y ahora cargan armas que les dio el gobierno y nos han mandado decir que nos matarán en cuanto nos vean:
«No queremos verlos; pero si los vemos los matamos», nos mandaron decir.
De este modo se nos fue acabando la tierra. Casi no nos quedaba ya ni el pedazo que pudiéramos necesitar para que nos enterraran. Por eso decidimos separarnos los últimos, cada quien arrendado por distinto rumbo.
Con Pedro Zamora anduve cosa de cinco años. Días bue­nos, días malos, se ajustaron cinco años. Después ya no lo volví a ver. Dicen que se fue a México detrás de una mujer y que por allá lo mataron. Algunos estuvimos esperando a que regresara, que cualquier día apareciera de nuevo para volvernos a levantar en armas; pero nos cansamos de es­perar. Es todavía la hora en que no ha vuelto. Lo mataron por allá. Uno que estuvo conmigo en la cárcel me contó eso de que lo habían matado.
Yo salí de la cárcel hace tres años. Me castigaron allí por muchos delitos; pero no porque hubiera andado con Pedro Zamora. Eso no lo supieron ellos. Me agarraron por otras cosas, entre otras por la mala costumbre que yo te­nía de robar muchachas. Ahora vive conmigo una de ellas, quizá la mejor y más buena de todas las mujeres que hay en el mundo. La que estaba allí, afuerita de la cárcel, es­perando quién sabe desde cuándo a que me soltaran.
¡Pichón!, te estoy esperando a ti —me dijo—. Te he estado esperando desde hace mucho tiempo.
Yo entonces pensé que me esperaba para matarme. Allá como entre sueños me acordé de quién era ella. Volví a sentir el agua fría de la tormenta que estaba cayendo so­bre Telcampana, esa noche que entramos allí y arrasamos el pueblo. Casi estaba seguro de que su padre era aquel viejo al que le dimos su aplaque cuando ya íbamos de sa­lida; al que alguno de nosotros le descerrajó un tiro en la cabeza mientras yo me echaba a su hija sobre la silla del caballo y le daba unos cuantos coscorrones para que se calmara y no me siguiera mordiendo. Era una muchachita de unos catorce años, de ojos bonitos, que me dio mu­cha guerra y me costó buen trabajo amansarla.
—Tengo un hijo tuyo —me dijo después—. Allí está.
Y apuntó con el dedo a un muchacho largo con los ojos azorados:
—¡Quítate el sombrero, para que te vea tu padre!
Y el muchacho se quitó el sombrero. Era igualito a mí y con algo de maldad en la mirada. Algo de eso tenía que haber sacado de su padre.
—También a él le dicen el Pichón —volvió a decir la mujer, aquella que ahora es mi mujer—. Pero él no es nin­gún bandido ni ningún asesino. Él es gente buena. -Yo agaché la cabeza.
Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno (de nombre artístico Juan Rulfo). (Sayula, Jalisco, 16 de mayo de 1917 - México, D. F., 7 de enero de 1986) fue un escritor, guionista y fotógrafo mexicano, perteneciente a la generación del 52.3 La reputación de Rulfo se asienta en dos pequeños libros: El Llano en llamas, compuesto de diecisiete pequeños relatos y publicado en 1953, y la novela Pedro Páramo, publicada en 1955.
Juan Rulfo fue uno de los grandes escritores latinoamericanos del siglo XX, en sus obras se presenta una combinación de realidad y fantasía, cuya acción se desarrolla en escenarios mexicanos, y sus personajes representan y reflejan el tipismo del lugar, con sus grandes problemáticas socio-culturales entretejidas con el mundo fantástico. La obra de Rulfo, y sobre todo Pedro Páramo, es el parteaguas de la literatura mexicana, marca el fin de la Novela revolucionaria, lo cual permitió las experimentaciones narrativas como es el caso de la Generación del Medio Siglo en México o los escritores pertenecientes al Boom Latinoamericano.
Huérfano de padre a los siete años, cuatro años después falleció su madre. En 1929, se trasladó a San Gabriel y vivió con su abuela y posteriormente en el orfanatorio Luis Silva —actualmente Instituto Luis Silva— en la ciudad de Guadalajara. En 1924 inició sus estudios de primaria. En 1933 intentó ingresar a la Universidad de Guadalajara, pero al estar en huelga, optó por trasladarse a la Ciudad de México. Asistió de oyente al Colegio de San Ildefonso. En 1934 comenzó a escribir sus trabajos literarios y a colaborar en la revista América.4
A partir de 1946 se dedicó también a la labor fotográfica, en la que realizó notables composiciones. Trabajó para la compañía Goodrich-Euzkadi de 1946 a 1952 como agente viajero. En 1947 se casó con Clara Angelina Aparicio Reyes, con quien tuvo cuatro hijos (Claudia Berenice, Juan Francisco, Juan Pablo y Juan Carlos). De 1954 a 1957 fue colaborador de la Comisión del Papaloapan y editor en el Instituto Nacional Indigenista en la Ciudad de México.5
En 1930 participó en la revista México. En 1945, publicó, para la revista Pan en Guadalajara los cuentos: “La vida no es muy seria en sus cosas”, “Nos han dado la tierra” así como en “Macario”. Establecido en la Ciudad de México en 1946 se publicó el cuento “Macario” en la revista América. En 1948, se publicó “La cuesta de las comadres” y en 1950 “Talpa” y El Llano en llamas. En 1951 la revista América publicó el cuento “¡Diles que no me maten!” y en 1953 el Fondo de Cultura Económica integró El Llano en llamas (al que pertenece el cuento “Nos han dado la tierra”) en la colección Letras Mexicanas.6 En 1955 se publicó Pedro Páramo.
Entre 1956 y 1958 escribió su segunda novela, El gallo de oro, que no fue publicada sino hasta 1980.7
Después de haber concluido sus dos novelas, Rulfo abandonó la escritura de libros. En marzo de 1974, durante un diálogo estudiantil en la Universidad Central de Venezuela, Rulfo justificó ese abandono con la muerte de su tío Celerino, quien "le platicaba todo".8 El tío Celerino existió realmente y, con él, Rulfo recorrió muchos pueblos y escucho sus historias, las cuales eran consideradas como fantasiosas.8
El escritor Enrique Vila-Matas, en su libro Bartleby y compañía, describe esta justificación como una de las más creativas que haya conocido.9 Para el escritor César Leante, Rulfo quiso evitar la repetición de evocar la crueldad y el dolor expresados en El Llano en llamas y Pedro Páramo.10 La esencia de la explicación de Leante se asemeja a la declaración de Rulfo acerca de que, al escribir Pedro Páramo, pensaba frecuentemente en salir de la ansiedad, porque la escritura llevaba al sufrimiento.11
En 1956, el director de cine Emilio "el Indio" Fernández le solicitó guiones para cine, Rulfo en colaboración con Juan José Arreola realizó algunos de ellos. Muchos de sus textos han sido base de producciones cinematográficas. En 1960 se produjo la película El despojo basada en una idea de Rulfo. En 1964 El gallo de oro dirigida por Roberto Gavaldón y adaptada al cine por Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez.12
La película El Rincón de las Vírgenes dirigida por Alberto Isaac en 1972, es una adaptación del cuento Anacleto Morones incluido en El Llano en llamas.
Fue un incansable viajero y participó de varios congresos y encuentros internacionales, y obtuvo varios premios. Recibió el Premio Xavier Villaurrutia en 1956 por su novela Pedro Páramo.13 Fue ganador del Premio Nacional de Literatura por el gobierno federal de México en 1970.14 En 1974 viajó a Europa para participar en el Congreso de Estudiantes de la Universidad de Varsovia. Fue invitado a integrarse a la comitiva presidencial viajando por Alemania, Checoslovaquia, Austria y Francia. El 9 de julio de 1976, fue elegido miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, tomó posesión de la silla XXXV el 25 de septiembre de 1980.5 Rulfo ganó el Premio Príncipe de Asturias de España en 1983.
Durante mucho tiempo Rulfo tuvo una única novela publicada, Pedro Páramo. Esta obra tuvo una larga gestación. Rulfo sostuvo que concibió la primera idea de la novela antes de cumplir los treinta años, y ya en dos cartas dirigidas en 1947 a su novia Clara Aparicio se refiere a esta obra bajo el nombre de Una estrella junto a la luna, diciendo que le daba algún trabajo. Posteriormente, también declaró que los cuentos de El Llano en llamas fueron en parte una manera de aproximarse a su novela. En la última etapa de la escritura de ésta cambia el nombre en Los murmullos, un título que muestra una aparente inspiración de la novela Las palmeras salvajes / If I Forget Thee, Jerusalem de William Faulkner, aunque él siempre reconoció la influencia de la literatura irlandesa y en particular de la novela Gente independiente, de Halldór Laxness, islandés. Gracias a una beca del Centro Mexicano de Escritores puede concluirla entre 1953 y 1954. En este último año tres revistas publican adelantos de la novela y en 1955 aparece como libro. La edición fue de dos mil ejemplares, de los cuales solamente se vendieron la mitad, el resto fueron obsequiados. La novela fue traducida a varios idiomas: alemán, sueco, inglés, francés, italiano, polaco, noruego, finlandés.
Algunos críticos advierten de inmediato que se trata de una obra maestra, aunque no faltaron lectores habituados a los esquemas novelísticos del siglo XIX que se desorientan frente a su innovadora estructura, reaccionando con desconcierto. Pero los estudios más recientes al respecto, como La recepción inicial de Pedro Páramo, de Jorge Cepeda, han puesto en claro, que desde el principio, el reconocimiento a esta obra, dentro y fuera de México, ha sido ininterrumpido y creciente. Los estudios dedicados a Pedro Páramo son muy numerosos y se incrementan cada año.
Pedro Páramo fue muy estimada por autores como Jorge Luis Borges, quien dijo:
Pedro Páramo es una de las mejores novelas de las literaturas de lengua hispánica, y aun de toda la literatura.15
Gabriel García Márquez escribió, al recordar su primera lectura de la novela:
... Álvaro Mutis subió a grandes zancadas los siete pisos de mi casa con un paquete de libros, separó del montón el más pequeño y corto, y me dijo muerto de risa: ¡Lea esa vaina, carajo, para que aprenda! Era Pedro Páramo. Aquella noche no pude dormir mientras no terminé la segunda lectura. Nunca, desde la noche tremenda en que leí la Metamorfosis de Kafka en una lúgubre pensión de estudiantes de Bogotá —casi diez años atrás— había sufrido una conmoción semejante.
Y Susan Sontag también:
La novela de Rulfo no es sólo una de las obras maestras de la literatura mundial del siglo XX, sino uno de los libros más influyentes de este mismo siglo.
El gallo de oro es la segunda novela de Juan Rulfo. A pesar de haber sido escrita entre 1956 y 1958, recién fue publicada en 1980 y en una edición descuidada; la edición de 2010 corrige muchos errores. Existen traducciones al alemán, italiano, francés y portugués.
A Juan Rulfo le bastaron una novela y un libro de cuentos para ocupar un lugar de privilegio dentro de las letras hispanoamericanas. Creador de un universo rural inconfundible, el narrador plasmó en sus narraciones no sólo las peculiaridades de la idiosincrasia mexicana, sino también el drama profundo de la condición humana. El llano en llamas (1953) reúne diecisiete cuentos que reflejan un mundo cerrado y violento donde el costumbrismo tradicional se desplaza para vincularse con los mitos más antiguos de Occidente: la búsqueda del padre, la expulsión del paraíso, la culpa original, la primera pareja, la vida, la muerte. Pedro Páramo (1955) trata los mismos temas de sus relatos, pero los traslada al ámbito de la novela rodeándolos de una atmósfera macabra y poética. Este libro ostenta, además, una prodigiosa arquitectura formal que fragmenta el carácter lineal del relato.
La mítica ciudad de Comala sirve de escenario para la novela y algunos cuentos de Juan Rulfo. Su paisaje es siempre idéntico, una inmensa llanura en la que nunca llueve, valles abrasados, lejanas montañas y pueblos habitados por gente solitaria. Y no es difícil reconocer en esta descripción las características de Sayula, en el Estado de Jalisco, donde el 16 de mayo de 1918 nació el niño que, más tarde, se haría famoso en el mundo de las letras. Su nombre completo era Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno.
Juan Rulfo dividió su infancia entre su pueblo natal y San Gabriel (así se llamaba la actual Ciudad Venustiano Carranza), donde realizó sus primeros estudios y pudo contemplar algunos episodios de la sublevación cristera, violento levantamiento que, al grito de "¡Viva Cristo Rey!" y ante el cómplice silencio de las autoridades eclesiásticas, se opuso a las leyes promulgadas por el presidente Calles para prohibir las manifestaciones públicas del culto y subordinar la Iglesia al Estado.
Rulfo vivió en San Gabriel hasta los diez años, en compañía de su abuela, para ingresar luego en un orfanato donde permaneció cuatro años más. Puede afirmarse, sin temor a incurrir en error, que la rebelión de los cristeros fue determinante en el despertar de su vocación literaria, pues el sacerdote del pueblo, con el deseo de preservar la biblioteca parroquial, la confió a la abuela del niño. Rulfo tuvo así a su alcance, cuando apenas había cumplido los ocho años, todos aquellos libros que no tardaron en llenar sus ratos de ocio.
A los dieciséis años intentó ingresar en la Universidad de Guadalajara, pero no pudo hacerlo pues los estudiantes mantuvieron, por aquel entonces, una interminable huelga que se prolongó a lo largo de año y medio. En Guadalajara publicó sus primeros textos, que aparecieron en la revista Pan, dirigida por Juan José Arreola. Poco después se instaló en México D.F., ciudad que, con algunos intervalos, iba a convertirse en su lugar de residencia y donde, el 7 de enero de 1986, le sorprendería la muerte.
Ya en la capital, intentó de nuevo entrar en la universidad, alentado por su familia a seguir los pasos de su abuelo, pero fracasó en los exámenes para el ingreso en la Facultad de Derecho y se vio obligado a trabajar. Entró entonces en la Secretaría de Gobernación como agente de inmigración; debía localizar a los extranjeros que vivían fuera de la ley. Desempeñó primero sus funciones en la capital para trabajar luego en Tampico y Guadalajara y recorrer, más tarde, durante dos o tres años, extensas zonas del país, entrando así en contacto con el habla popular, los peculiares dialectos, el comportamiento y el carácter de distintas regiones y grupos de población.
Esta vida viajera, este contacto con la múltiple realidad mexicana, fue fundamental en la elaboración de su obra literaria. Más tarde, y siempre en la misma Secretaría de Gobernación, fue trasladado al Archivo de Migración. Rulfo se ganó la vida en trabajos muy diversos: estuvo empleado en una compañía que fabricaba llantas de hule y también en algunas empresas privadas, tanto nacionales como extranjeras. Simultáneamente, dirigió y coordinó diversos trabajos para el Departamento Editorial del Instituto Nacional Indigenista y fue también asesor literario del Centro Mexicano de Escritores, institución que, en sus inicios, le había concedido una beca.
La obra de Juan Rulfo, pese a constar sólo de dos libros, le valió un general reconocimiento en todo el mundo de habla española, reconocimiento que se concretó en premios tan importantes como el Nacional de Letras (1970) y el Príncipe de Asturias de España (1983); fue traducida a numerosos idiomas. En 1953 apareció el primero de ellos, El llano en llamas, que incluía diecisiete narraciones (algunas de ellas situadas en la mítica Comala), que son verdaderas obras maestras de la producción cuentística.
Cuando, en 1955, aparece Pedro Páramo, la única novela que escribió Juan Rulfo, el acontecimiento señala el final de un lento proceso que ha ocupado al escritor durante años y que aglutina toda la riqueza y diversidad de su formación literaria. Una formación que ha asimilado deliberadamente las más diversas literaturas extranjeras, desde los modernos autores escandinavos, como Halldor Laxness y Knut Hamsun, hasta las producciones rusas o estadounidenses. Basta con acercarse a la novela, de estructura más poética que lógica, que ha sido tachada de confusa por algunos críticos, para comprender la paciente laboriosidad del autor, el minucioso trabajo que su redacción supuso y que le exigió rehacer numerosos párrafos, desechar páginas y páginas ya escritas.
Desde 1955, año de la aparición de Pedro Páramo, Rulfo anunció, varias veces y en épocas distintas, que estaba preparando un libro de relatos de inminente publicación, Días sin floresta, y otra novela titulada La cordillera, que pretendía ser la historia de una inexistente región de México desde el siglo XVI hasta nuestros días. Pero el autor no volvió a publicar libro alguno. En una entrevista de 1976, Rulfo confesó que la novela proyectada había terminado en la basura. De vez en cuando, algunos textos suyos aparecían en las páginas de las publicaciones periódicas dedicadas a la literatura. Así, en septiembre de 1959, la Revista Mexicana de Literatura publicó con el título de Un pedazo de noche un fragmento de un relato de tema urbano; mucho más tarde, en marzo de 1976, la revista ¡Siempre! incluía dos textos inéditos de Rulfo: una narración, El despojo, y el poema La fórmula secreta.
Pero esta escasa producción literaria ha servido de inspiración y base para una considerable floración de producciones cinematográficas, adaptaciones de cuentos y textos de Rulfo que se iniciaron, en 1955, con la película dirigida por Alfredo B. Crevenna, Talpa, cuyo guión es una adaptación de Edmundo Báez del cuento homónimo del escritor. Siguieron El despojo, dirigida por Antonio Reynoso (1960); Paloma herida, que, con argumento rulfiano, dirigió el mítico realizador mexicano Emilio Indio Fernández; El gallo de oro (1964), dirigida por Roberto Gavaldón, cuyo guión sobre una idea original del autor fue elaborado por Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez. En 1972, Alberto Isaac dirigió y adaptó al cine dos cuentos de El llano en llamas y en 1976 se estrenó La Media Luna, película dirigida por José Bolaños que supone la segunda versión cinematográfica de la novela Pedro Páramo.
Cuatro películas se basaron en esta novela:7 El gallo de oro (1964), de Roberto Gavaldón. El imperio de la fortuna (1986), dirigida por Arturo Ripstein.. La fórmula secreta (1964), de Rubén Gámez.. El despojo (1960), cortometraje de Antonio Reynoso.
Obras. Un pedazo de noche, único fragmento que quedó de la novela El Hijo del desaliento. La vida no es muy seria en sus cosas (cuento) (1945). El Llano en llamas, (1953). Pedro Páramo, (1955). El gallo de oro (1980). Talpa (cuento)
Fueron tantas las reacciones periodísticas y las notas necrológicas que se publicaron después de la muerte de Rulfo que con ellas se elaboró un libro titulado Los murmullos, antología periodística en torno a la muerte de Juan Rulfo. Póstumamente se recopilaron los artículos que el autor había publicado en 1981 en la revista Proceso.
Semblanza biográfica: Wikipedia, biografiasyvidas.com.Texto:El cuento del día. Foto:internet.