El cuento del domingo

Alejo Carpentier 

Los advertidos 

…et facta est pluvia super terram…
I
El amanecer se llenó de canoas. Al inmenso remanso, nacido de la invisible confluencia del Río venido de arriba -cuyas fluentes se desconocían- y del Río de la Mano Derecha, las embarcaciones llegaban, raudas, deseosas de entrar vistosamente en esbeltez de eslora, para detenerse, a palancazas de los remeros, donde otras, ya detenidas, se enracimaban, se unían borda con borda, abundosas de gente que saltaba de proas a popas para presumir de graciosas, largando chistes, haciendo muecas, a donde no los llamaban. Ahí estaban los de las tribus enemigas -secularmente enemigas por raptos de mujeres y hurtos de comida-, sin ánimo de pelear, olvidadas de pendencias, mirándose con sonrisas fofas, aunque sin llegar a entablar diálogo. Ahí estaban los de Wapishan y los de Shirishan, que otrora -acaso dos, tres, cuatro siglos antes- se habían acuchillado las jaurías, mutuamente, librándose combates a muerte, tan feroces que, a veces, no había quedado quien pudiera contarlos. Pero los bufones, de caras lacadas, pintadas con zumo de árboles, seguían saltando a canoa en canoa, enseñando los sexos acrecidos por prepucios de cuerno de venado, agitando las sonajas y castañuelas de conchas que llevaban colgadas de los testículos. Esa concordia, esa paz universal, asombraba a los recién llegados, cuyas armas, bien preparadas, atadas con cordeles que podían zafarse rápidamente, quedaban, sin mostrarse, en el piso de las canoas, bien al alcance de la mano. Y todo aquello -la concentración de naves, la armonía lograda entre humanos enemigos, el desparpajo de los bufones- era porque se había anunciado a los pueblos de más allá de los raudales, a los pueblos andariegos, a los pueblos de las montañas pintadas, a los pueblos de las Confluencias Remotas, que el viejo quería ser ayudado en una tarea grande. Enemigos o no, los pueblos respetaban al anciano Amaliwak por su sapiencia, su entendimiento de todo y su buen consejo, los años vividos en este mundo, su poder de haber alzado, allá arriba en la cresta de aquella montaña, tres monolitos de piedra que todos, cuando tronaba, llamaban los Tambores de Amaliwak. No era Amaliwak un dios cabal; pero era un hombre que sabía; que sabía de muchas cosas cuyo conocimiento era negado al común de los mortales: que acaso dialogara, alguna vez, con la Gran-Serpiente-Generadora, que, acostada sobre los montes, siguiéndole el contorno como una mano puede seguir el contorno a la otra mano, había engendrado los dioses terribles que rigen el destino de los hombres, dándoles el Bien con el hermoso pico del tucán, semejante al Arco Iris, y Mal, con la serpiente coral, cuya cabeza diminuta y fina ocultaba el más terrible de los venenos. Era broma corriente decir que Amaliwak, por viejo, hablaba solo y respondía con tonterías a sus propias preguntas, o bien interrogaba las jarras, las cestas, la madera de los arcos, como si fuesen personas. Pero cuando el Viejo de los Tres Tambores convocaba era porque algo iba a suceder. De ahí que el remanso más apacible de la confluencia del Río venido de arriba con el río de la Mano Derecha estuviera llena, repleta, congestionada de canoas, aquella mañana.
Cuando el viejo Amaliwak apareció en la laja, que a modo de tribuna gigantesca se tendía por encima de las aguas, hubo un gran silencio. Los bufones regresaron a sus canoas, los hechiceros volvieron hacia él el oído menos sordo, y las mujeres dejaron de mover la piedra redonda sobre los metales. De lejos, de las últimas filas de embarcaciones, no podía apreciarse si el Viejo había envejecido o no. Se pintaba como un insecto gesticulante, como algo pequeñísimo y activo, en lo alto de la laja. Alzó la mano y habló. Dijo que Grandes Trastornos se aproximaban a la vida del hombre; dijo que este año, las culebras habían puesto los huevos por encima de los árboles; dijo que, sin que le fuera dable hablar de los motivos, lo mejor para prevenir grandes desgracias, era marcharse a los cerros, a los montes, a las cordilleras. “Ahí donde nada crece”, dijo un Wapishan a un Shirishan que escuchaba al viejo con sonrisa socarrona. Pero un clamor se alzó allá, en el ala izquierda donde se habían juntado las canoas venidas de arriba. Gritaba uno: “¿Y hemos remado durante dos días y dos noches para oír esto?”, “¿Qué ocurre en realidad?”, gritaban los de la derecha. “¡Siempre se hace penar a los más desvalidos!”, gritaron los de la izquierda. “¡Al grano! ¡Al grano!”, gritaron los de la derecha. El viejo alzó la mano otra vez. Volvieron a callar los bufones. Repitió el viejo que no tenía el derecho de revelar lo que, por proceso de revelación, sabía. Que, por lo pronto, necesitaba brazos, hombres, para derribar enormes cantidades de árboles en el menor tiempo posible. Él pagaría en maíz -sus plantíos eran vastos- y en harina de yuca, de las que sus almacenes estaban repletos. Los presentes, que habían venido con sus niños, sus hechiceros y sus bufones, tendrían todo lo necesario y mucho más para llevar después. Este año -y esto lo dijo con un tono extraño, ronco, que mucho sorprendió a quines lo conocían- no pasarían hambre, ni tendrían que comer gusanos de tierra en la estación de las lluvias. Pero, eso sí: había que derribar los árboles limpiamente, quemarles las ramas mayores y menores, y presentarle los troncos limpios de taras; limpios y lisos, como los tambores que allá arriba (y los señalaba) se erguían. Los troncos, rodados y flotados, serían amontonados en aquel claro -y mostraba una enorme explanada natural- donde, con piedrecitas, se llevaría la contabilidad de lo suministrado por cada pueblo presente. Acabó de hablar el Viejo, terminaron las aclamaciones y empezó el trabajo.
II
“El viejo está loco.” Lo decían los de Wapishan, lo decían los de Shirishan, los decían los Guahíbos y Piaroas; lo decían los pueblos todos, entregados a la tala, al ver que con los troncos entregados, el viejo procedía a armar una enorme canoa -al menos, aquello se iba pareciendo a una canoa- como nunca pudiese haber concebido una mente humana. Canoa absurda, incapaz de flotar, que iba desde el acantilado del Cerro de los Tres Tambores hasta la orilla del agua, con unas divisiones internas -unos tabiques movibles- absolutamente inexplicables. Además, esa canoa de tres pisos, sobre la cual empezaba a alzarse algo como una casa con techo de hojas de moriche superpuestas en cuatro capas espesas, con una ventana de cada lado, era de un calado tal que las aguas de aquí, con tantos bajos de arena, con tantas lajas apenas sumergidas, jamás podía llevar. Por ello, lo más absurdo, lo más incomprensible, es que aquello tuviese forma de canoa, con quilla, con cuaderna, con cosas que servían para navegar. Aquello no navegaría nunca. Templo tampoco sería, porque los dioses se adoran en cavernas abiertas en las cimas de los montes, allá donde hay animales pintados por los Antepasados, escenas de caza, y mujeres con los pechos muy grandes. El Viejo estaba loco. Pero de su locura se vivía. Había mandioca y maíz y hasta maíz para poner la chicha y fermentar en los cántaros. Con esto se daban grandes fiestas a la sombra de la Enorme Canoa que iba creciendo de día en día. Ahora el Viejo pedía resina blanca, de esa que brota de los troncos de un árbol de hojas grasas, para rellenar las hendijas dejadas por el desajuste de algún tronco, mal machihembrado con el más próximo. De noche se bailaba a la luz de las hogueras; los hechiceros sacaban las Grandes Máscaras de Aves y Demonios; los bufones imitaban el venado y la rana; había porfías, responsos, desafíos incruentos entre las tribus. Venían nuevos pueblos a ofrece sus servicios. Aquello fue una fiesta, hasta que Amaliwak, plantando una rama florida en el techo de la casa que dominaba la Enorme Canoa, resolvió que el trabajo estaba terminado. Cada cual fue pagado cabalmente en harina de yuca y en maíz y -no sin tristeza- los pueblos emprendieron la navegación hacia sus respectivas comarcas. Ahí quedaba, en luna llena, la canoa absurda, la canoa nunca vista, construcción en tierra que jamás habría de navegar a pesar de su perfil de nave-con-casa-encima, en cuyo cuádruple techo de moriche andaba el viejo Amaliwak, entregado a extrañas gesticulaciones. La Gran-Voz-de-Quien-Todo-lo-Hizo les hablaba. Había roto las fronteras del porvenir y recibía instrucciones del anciano. “Repoblar la tierra de hombres, haciendo que su mujer arrojara semillas de palmera por encima de su hombro.” A veces, pavorosa de su dulzura exterminadora, sonaba la voz de la Gran-Serpiente-Generadora, cuyas palabras cantarinas helaban la sangre. “¿Por qué habré de ser yo -pensaba el anciano Amaliwak- el depositario del Gran Secreto vedado a los hombres? ¿Por qué se me ha escogido a mí para pronunciar los terribles conjuros, para asumir las grandes tareas?” Un bufón curioso había permanecido en una barca rezagada para ver lo que podía ocurrir ahora en el Extraño-Lugar-de-la-Canoa-Enorme. Y cuando la luna se ocultaba ya detrás de las montañas cercanas, sonaron los Conjuros, inauditos, incomprensibles, lanzados con una voz tan fuerte que no podía tratarse de la vos de Amaliwak. Entonces algo que era de vegetación, de árboles, del suelo, de los ramazones, que aún quedaban detrás de las talas, echó a andar. Era un tumulto tremebundo de saltos, de vuelos, de arrastre, de galopes, de empellones, hacia la Enorme-Canoa. El cielo blanqueó de garzas antes del amanecer. Una masa de rugidos, zarpazos, trompas, morros, corcovaos, encabritamientos, cornadas; una masa arrolladora, tremebunda, presurosa, se iba colando en la embarcación imposible, cubierta por las aves que entraban a todo vuelo, por entre cuernos y cornamentas, patas alzadas, mordiscos lanzados al viento. Después, el suelo hirvió en el mundo de los reptiles de agua y de tierra, y las serpientes menores -ésas, que hacen música con la cola, se disfrazan de ananás o traen pulseras de ámbar y de coral sobre el cuerpo. Hasta bien pasado el mediodía se asistió a la arribazón de gente que, como los venados rojos, no habían recibido el aviso a tiempo, o las tortugas, para las cuales los viajes largos eran trabajosos y más ahora que eran los tiempos de desovar. Por fin, viendo que la última tortuga había entrado en la canoa. El anciano Amaliwak cerró la Gran-Escotilla, y subió a lo más alto de la casa donde las mujeres de su familia -es decir: de su tribu, puesto que su gente se casaba a los trece años- estaban entregadas, cantando, a los juegos y rejuegos del metate. El cielo de aquel mediodía era negro. Parecía que las tierras negras de las comarcas negras se hubiese subido, de horizonte a horizonte. En eso sonó la Gran-voz-de-Quien-todo-lo-Hizo: “Cúbrete los oídos”, dijo. Apenas Amaliwak hubo obedecido, retumbó un trueno tan horrísono y prolongado que los animales de la Enorme-Canoa quedaron ensordecidos. Entonces empezó a caer la lluvia. Lluvia de Cólera de los Dioses, pared de agua de un espesor infinito, bajada de lo alto; techo de agua en desplome perpetuo. Como era imposible respirar, siquiera, bajo semejante lluvia, el viejo entró en la casa. Ya caían goteras, ya lloraban las mujeres, ya chillaban los niños. Y ya no se supo del día ni de la noche. Todo era noche. Amaliwak, ciertamente, se había provisto de mechas que, al ser encendidas, ardían más o menos durante el tiempo de un día o de una noche. Pero ahora, con la ausencia de luz, estaba desconcertado en sus cálculos, dando noches por días y días por noches. Y, de súbito, en un momento que el anciano no olvidaría nunca, la proa de la canoa empezó a dar bandazos. Una fuerza levitaba, alzaba, empujaba, aquella construcción hecha a los dictados de los Poderosos de las Montañas y de los Cielos. Y después de una tensión, de una indecisión, de un miedo, que obligó a Amaliwak a tomarse un jarro entero de Chicha de maíz, hubo como un embate sordo. La Enorme-Canoa había roto su última atadura con la tierra. Flotaba. Y se lanzaba hacia un mundo de raudales abiertos entre montañas, raudales cuyo bramido continuo ponía pavor en el pecho de los hombres y animales. La Enorme-Canoa flotaba.
III
Al principio Amaliwak y sus hijos y sus nietos y bisnietos y tataranietos trataron, aullantes, de piernas abiertas en las cubiertas, de concentrarse en alguna maniobra del timón. Era inútil. Circundada la montaña, azotada por los rayos, la Enorme-Canoa caía, de raudal en raudal, de viraje en viraje, esquivando los escollos, sin topar con nada, por su misma debilidad en seguir el enfurecido correr de las aguas. Cuando el anciano se asomaba a la borda de su Enorme-Canoa, la veía correr, harto rauda, desorientada, desnortada (¿acaso se veían las estrellas?) en su mar de fango líquido que iba empequeñeciendo las montañas y los volcanes. Porque a aquél se le miraba de cerca el exiguo abismo que otrora arrojara fuego. Poco impresionaban sus labios de lava llovida. Las montañas se reducían en tamaño en aquella desaparición creciente de sus faldas. E iba la Enorme-Canoa por rumbos inseguros, a veces, antes de arrojarse a un disparadero de aguas que paraba en cataratas ya amansadas por las aguas -según el mal cálculo de Amaliwak había llovido durante más de veinte días, y de aquella manera tremebunda…- dejaron de caer del cielo. Se hizo un gran remanso, una gran mar quieta entre las últimas cimas visibles, con sus playas de lado pintadas a millares de palmos de altura, y la Enorme-Canoa dejó de agitarse. Era como si La-Gran-Voz-de-Quien-Todo-lo-Hizo le impusiera un descanso. Las mujeres habían regresado a sus metates. Los animales, abajo, estaban tranquilos; todos, desde el día de la Revelación, se habían conformado con el yantar cotidiano, de maíz y de yuca, así fueran carnívoros. Amaliwak, cansado, se echó un buen jarro de Chicha en el gaznate y se echó a dormir en su chinchorro.
Al tercer día de sueño lo despertó el choque de su nave con alguna cosa. Pero no era cosa de roca, ni de piedra, ni de troncos muy viejos, de esos que yacían petrificados, intocables en los claros de la selva. El golpe había derribado algunas cosas: jarros, enceres, armas, por su violencia. Pero había sido un golpe blando, como de madera mojada con madera mojada, de tronco flotante con tronco flotante, en que ambos, después de herirse las cortezas, siguen juntos sus caminos, unidos como marido y mujer. Amaliwak subió a los pisos superiores de su embarcación. Su canoa había tropezado, de soslayo, con algo rarísimo. Sin fracturas había abordado una nave enorme, de costillares al descubierto, de cuadernas fuera de borda, como hecha de bambúes, de juncos, con algo sumamente singular: un mástil en torno al cual giraba, según soplara la brisa -ya habían terminado los grandes vientos- un velamen cuadrado, de cuatro caras, que agarraba el aire que soplaba por debajo, como una chimenea. Viendo así la embarcación oscura, que ninguna forma viviente animaba, pensó el anciano Amaliwak en medirla a ojo de buen comprador de jarras -con chicha adentro por supuesto. Tenía unos trescientos codos de longitud, unos cincuenta de anchura, y unos treinta codos de alto. “Más o menos como mi canoa -dijo- aunque yo he dilatado a lo sumo las proporciones que me fueron dictadas por revelación. Los dioses de tanto andar por los cielos, poco saben de navegar.” Se abrió la escotilla de la extraña nave, apareció un anciano pequeñito, tocado con un gorro rojo, que parecía sumamente irritado. “¿Qué? ¿No atamos cabos?”, gritó, en un idioma extraño, hecho a saltos de tonalidades de palabras a palabras, pero que Amaliwak entendió porque los hombres sabios, en aquellos días, entendían todos los idiomas, dialectos y jergas, de los seres humanos. Amaliwak mandó a lanzar cabos a la extraña embarcación; ambas se arrimaron, y se abrazó el anciano de otro anciano de tez un tanto amarillenta, que dijo venir del Reino de Sin, cuyos animales traía en las entrañas del Gran Barco. Abriendo la escotilla mostró a Amaliwak un mundo de animales desconocidos que entre divisiones de madera que limitaban sus pasos pintaban estampas zoológicas por él nunca sospechadas. Se asustó al ver que hacía ellos trepaba un oso negro de muy fea traza: abajo había como venados grandes, con gibas en los lomos. Y unos felinos brincadores, nunca quietos, que llamaban “onzas”. “¿Qué hace usted aquí?”, preguntó el hombre de Sin a Amaliwak. “¿Y usted?”, contestó el anciano. “Estoy salvando a la especie humana y las especies animales”, dijo el hombre de Sin. “Estoy salvando a la especie humana y las especies animales”, dijo el anciano Amaliwak. Y como las mujeres del hombre de Sin habían traído vino de arroz, no se habló más de cuestiones difíciles de dilucidar, aquella noche. Y algo borrachos estaban los hombres de Sin y el anciano Amaliwak cuando, al filo del amanecer, un golpe formidable hizo retumbar a las dos naves. Una embarcación cuadrada -trescientos codos de longitud, cincuenta más o menos de anchura, treinta codos (eran unos cincuenta) de alto- dominada por una casa vivienda con ventanas laterales, había topado con las dos naves amarradas. En la proa, antes de que fuesen a requerirlo por una mala maniobra marinera, un anciano, muy anciano, de largas barbas, recitaba lo inscripto en las pieles de los animales. Y lo recitaba a gritos, para que todos lo escucharan, y nadie viniese a requerirlo por la maniobra marinera mal hecha. Decía: “Me dijo Iaveh: "Hazte un arca de madera de Gopher; harás aposentos en el arca, y la embetunarás con brea por dentro y por fuera. Al arca harás pisos abajo, segundo y tercero”. “Aquí también hay tres pisos”, decía Amaliwak. Pero proseguía el otro: “Y yo, he aquí que yo traigo un diluvio de aguas sobre la tierra, para destruir toda carne en que haya espíritu de vida debajo del cielo, todo lo que hay en el la tierra morirá. Más estableceré un pacto contigo y entrará en el arca tú y tus hijos y tu mujer y las mujeres de tus hijos contigo…” “¿No fue eso acaso lo que hice?”, dijo el anciano Amaliwak. Pero proseguía el otro el recitado de su Revelación: “Y de todo lo que vive, de toda carne, dos de cada especie meterás en el arca, para que tengan vida contigo: macho y hembra serán. De las aves según su especie; de todo reptil de la tierra, según su especie; dos de cada especie entrarán contigo para que hayan vida”. “¿Así no hice yo?”, preguntábase el anciano Amaliwak hallando que aquel extraño resultaba harto presuntuoso con sus Revelaciones que eran semejantes a todas las demás. Pero al pasar de embarcación en embarcación, los nexos de simpatía se fueron creando. Tanto el hombre de Sin, como el anciano Amaliwak y el Noé recién llegado eran grandes bebedores. Con el vino del último, la chicha del viejo y el licor de arroz del primero, los ánimos se fueron ablandando. Se formulaban preguntas, tímidas al comienzo, acerca de los pueblos respectivos; de sus mujeres, de sus modos de comer. Ya sólo llovía de cuando en cuando, y eso, como para poner un poco de claridad en el cielo. El Noé, del arca maciza, propuso que se hiciera algo para saber si toda vida vegetal había desaparecido del mundo. Lanzó una paloma sobre las aguas, quietas aunque fangosas en grado increíble. Al cabo de una larga espera, la paloma regresó con un ramito de olivo en el pico. El anciano Amaliwak lanzó entonces un ratón al agua. Al cabo de una larga espera regresó con una mazorca de maíz entre sus patas. El hombre del País de Sin despachó, entonces, un papagayo, que regresó con una espiga de arroz debajo del ala. La vida recobraba su curso. Sólo faltaba recibir alguna Instrucción de Aquellos que vigilan el ir y venir de los hombres desde sus templos y cavernas. Las aguas bajaban de nivel.

IV
Transcurrían los días y calladas estaban las voces de La-Gran-Voz-de-Quien-Todo-lo-Hizo, de Iaveh con quien Noé parecía haber tenido largos coloquios, con instrucciones más precisas que las impartidas a Amaliwak; de Quien-Todo-lo-Creó y vive en el espacio ingrávido y suspendido como una burbuja, escuchado por el Hombre de Sin. Desconcertados estaban los capitanes de las naves, arrimadas por sus bordas, sin saber qué hacer. Descendían las aguas; crecían las cordilleras en el horizonte de paisajes libres de nieblas. Y, una tarde en que los capitanes bebían para distraerse de sus propias cavilaciones, se anunció la aparición de una cuarta nave. Era casi blanca, de una admirable finura de líneas, con las bordas pulidas y una vela de forma que nunca habían visto por acá. Se arrimó ligeramente, y, envuelto en una capa negra, apareció su Capitán: “Soy Deucalión -dijo-. De dónde se yergue un monte llamado Olimpo. He sido encargado por el Dios del Cielo y de la Luz de repoblar el mundo cuando termine este horrible diluvio” “¿Y dónde lleva los animales en una nave tan exigua?”, preguntó Amaliwak. “No se me ha hablado de los animales -dijo el recién llegado-. Cuando termine esto tomaremos piedras, que son los huesos de la tierra, y mi esposa Pirra las arrojará por encima de sus hombros. De cada guijarro nacerá un hombre”. “Yo debo hacer lo mismo con las semillas de palmeras”, dijo Amaliwak. En eso, de la bruma que acababa de levantarse sobre las costas cada vez más próximas, surgió, como embistiendo, la mole enorme de una nave casi idéntica a la de Noé. Una hábil maniobra de los que la tripulaban ladeó la embarcación poniéndola al pairo. “Soy Our-Napishtim -dijo el nuevo Capitán, saltando a la nave de Deucalión-. Por el Dueño-de-las-Aguas supe lo que iba a ocurrir. Entonces edifiqué el arca, y embarque en ella, además de mi familia ejemplares de animales de todas las especies. Me parece que lo peor ha pasado. Primero arrojé una paloma al espacio, pero regresó sin haber hallado cosa alguna que, para mí, significara vida. Lo mismo me ocurrió con la golondrina. Pero el cuervo no regresó: pruebas de que halló algo que comer. Estoy seguro de que en mi país, en el lugar llamado Boca de los Ríos, ha quedado gente. El agua sigue descendiendo. Ha llegado la hora de regresar a las tierras propias. Con tanta tierra de aquí, de allá, acarreada, depositada, dejada sobre los campos, tendremos buenas cosechas”. Y dijo el hombre de Sin: “Pronto abriremos las escotillas y saldrán los animales a sus pastos fangosos; y se reanudará la guerra entre las especies; y los unos devorarán a los otros. No me cupo la gloria de salvar a la raza de los dragones, y lo siento, porque ahora esa raza se extinguirá. Sólo hallé un dragón macho, sin hembra, en el lugar septentrional donde pacen elefantes de colmillos curvos y donde los grandes lagartos ponen huevos semejantes a sacos de sésamo”. “Todo está en saber si los hombres habrán salido mejores de esta aventura -dijo Noé-. Muchos deben haberse salvado en las cimas de los montes.”
Los Capitanes cenaron silenciosamente. Una gran congoja -inconfesada, sin embargo; guardada en lo hondo del pecho- les ponía lágrimas a las gargantas. Se había venido abajo el orgullo de creerse elegidos -ungidos- por las divinidades que, en suma, eran varias, y hablaban a los hombres de idéntica manera. “Por ahí deben andar otras naves como las nuestras” dijo Our-Napishtim, amargo. “Más allá de los horizontes; mucho más allá debe haber otros hombres advertidos, navegando con sus cargas de animales. Debe haberlo de países donde se adora el fuego y las nubes”. “Debe haberlo de los Imperios del Norte que, según dicen, son tremendamente industriosos.” En ese instante La-Gran-Voz-de-Quien-Todo-lo-Hizo retumbó en los oídos de Amaliwak: “Apártate de las demás naves, y déjate llevar por las aguas”. Nadie, salvo el Viejo, escuchó el tremendo mandato. Pero a todos les ocurría algo, puesto que se marcharon de prisa, sin despedirse unos de otros, volviendo a sus embarcaciones. Cada una halló la corriente que le correspondía, en un agua que ya se pintaba a la manera de un río. Y, pronto, el anciano Amaliwak se encontró solo con su gente y con sus animales. “Los dioses eran muchos -pensaba-. Y donde hay tantos dioses como pueblos, no puede reinar la concordia, sino que debe vivirse en desavenencia y turbamulta en torno a las cosas del Universo.” Los dioses se le empequeñecían. Pero aún le tocaba una tarea que cumplir. Arrimó la Enorme-Canoa a una orilla y, bajando detrás de una de sus esposas, le hizo arrojar detrás de sus espaldas las semillas de palmera que llevaba en un saco. En el acto -y era maravilloso verlo- las semillas se transformaron en hombres que en pocos instantes crecían, pasando de la talla de niños, a la talla de mozos, a la talla de adolescentes, a la talla de hombres. Con las semillas que contuvieran gérmenes de hembra ocurría lo mismo. Al cabo de la mañana era una multitud, pululante, la que llenaba la orilla. Pero, en eso, una oscura historia de rapto de hembra, dividió a la multitud en dos bandos, y fue la guerra. Amaliwak regresó rápidamente a la Enorme-Canoa, viendo cómo los hombres, recién salvados, se mataban unos a otros. Y según sus posiciones de combate en la costa elegida para su resurrección, era evidente que ya se había creado un Bando-montaña y un Bando-valle. Ya tenía éste un ojo colgándole de la cara; ya venía el otro con el cráneo abierto por una piedra. “Creo que hemos perdido el tiempo”, dijo el anciano Amaliwak poniendo su Enorme-Canoa a flote.
Alejo Carpentier y Valmont (26 de diciembre de 190424 de abril de 1980), fue un novelista y narrador cubano que influyó notablemente en la literatura latinoamericana durante su período de auge, el llamado «boom latinoamericano».2 La crítica lo considera uno de los escritores fundamentales del siglo XX en lengua castellana, y uno de los artífices de la renovación literaria latinoamericana, en particular a través de un estilo que incorpora varias dimensiones y aspectos de la imaginación para recrear la realidad, elementos que contribuyeron a su formación y uso de lo «Real Maravilloso».3
También ejerció las profesiones de periodista, durante gran parte de su vida; y musicólogo, con investigaciones musicales y organizaciones de conciertos, entre otras actividades; sin embargo, alcanzó la fama debido a su actividad literaria.4
Aunque durante mucho tiempo se creyó que había nacido en La Habana, Cuba, el hallazgo póstumo de su partida de nacimiento en Suiza probó que su nacimiento tuvo lugar en Lausana.1 Su padre fue el arquitecto francés Georges Álvarez Carpentier y su madre Lina Valmont, profesora de idiomas de origen ruso. Su infancia estuvo marcada por un profundo «mestizaje cultural».5 6
La familia se mudó a La Habana, porque el padre tenía interés por la cultura hispánica y ansias de habitar en un país joven que le permitiera escapar de la decadencia europea.7 Así, Carpentier creció en trato cercano con campesinos cubanos blancos y negros, «hombres mal nutridos, cargados de miseria, mujeres envejecidas prematuramente; niños mal alimentados, cubiertos de enfermedades».8 Una realidad que posteriormente plasmaría en sus obras.8
Su infancia coincidió con los primeros años de la República Independiente, un periodo en el cual las escuelas se centraban en el pasado colonial español, debido a la carencia de materiales actualizados: «De acuerdo con los libros que estaban vigentes y se usaban en la España de finales del siglo XIX».9
A la edad de once años se trasladó con sus padres a una finca en Loma de Tierra, del reparto El Cotorro, cerca de La Habana.10 De los once a los diecisiete años sus padres se encargaron de su educación. Él le enseñaba literatura y ella música, lo que fue de gran influencia en el joven y por la que sintió inclinación desde esa época. Por esos años, su padre los abandonó y él abandonó sus estudios y empezó a trabajar para ayudar a su madre.11
Al fin de su educación primaria en Cuba, fue a París para completar parte de sus estudios secundarios en el liceo Janson de Sailly donde, tomando cursos de teoría de la música, llegó a ser en sus propias palabras «un pianista aceptable».12 13 En 1917 ingresó en el Instituto de Segunda Enseñanza de La Habana para continuar sus estudios en teoría musical. En 1920 consiguió entrar en la escuela de Arquitectura de esa misma ciudad, aunque posteriormente la abandonaría.14
A principios de los años veinte empezó a implicarse en política, especialmente en la «abortada revolución de Veteranos y Patriotas» en 1923.15 Aunque los grupos a los que se afiliaba no fueran específicamente partidistas , sino más bien unidos por el arte,15 estos no carecían de objetivos políticos y desarrollaron una labor de lucha contra la dictadura de Gerardo Machado (ascendido en 1925) y contra el capitalismo norteamericano.15
En 1921 empezó su carrera de periodista, profesión a la que se dedicaría prácticamente el resto de su vida.16 En la sección «Obras famosas» del diario habanero La Discusión publicó sus primeros trabajos literarios, básicamente resúmenes de obras conocidas. Ese mismo año abandonó definitivamente la carrera universitaria y viajó de nuevo a Francia. Al regresar dos años después, redactó artículos de crítica musical y teatral en La Discusión y El Heraldo de Cuba.17 Su situación económica se estabilizó en estos años, llegando a ser jefe de redacción de la revista comercial Hispania. Escribió una historia sobre los zapatos para la Unión de Fabricantes de Calzados y colaboró en la sección de moda de la revista Social bajo el seudónimo «Jacqueline».
En 1923 formó parte de la Protesta de los Trece junto al Grupo Minorista, del que fue fundador y, aunque descrito por sus miembros como intelectual y apolítico, participó activamente en la oposición al presidente Alfredo Zayas. Esta asociación se integró posteriormente en la «Falange de Acción Cubana», que organizó el fracasado movimiento insurreccional de la «Asociación de Veteranos y Patriotas».18
Entre 1924 y 1928, Carpentier ocupó el puesto redactor en la revista Carteles.19 En 1926 asistió a un congreso de periodistas en México invitado por el gobierno de ese país y durante el cual conoció a Diego Rivera, con quien mantendría una larga amistad. Este periodo fue muy importante en la formación de su personalidad artística; llegó a conocer todos los barrios de La Habana y descubrir la arquitectura colonial y el ambiente de La Habana Vieja, elementos en que se ambientarán después muchos de sus ensayos y novelas.17 Sus obras y afirmaciones de entre los años 1920 y 1928 muestran que se implicó decididamente en el vanguardismo cubano, trabando amistad con sus figuras principales.20 Carpentier también amplió su conocimientos musicales escuchando al compositor Amadeo Roldán.21
En 1927, se adhirió al Manifesto Minorista, firma por la cual sería encarcelado durante siete meses bajo acusaciones de profesar ideas comunistas. Durante ese tiempo en prisión redactó la primera versión de su novela Ecué-Yamba-Ó!. Ya en libertad condicional, en marzo de 1928 acudió a un congreso de periodistas en La Habana en donde conoció al poeta francés Robert Desnos quien le ayudó a huir del régimen machadista, entregándole su pasaporte y sus acreditaciones y ayudándole a embarcarse en un buque con dirección a Francia.4
Carpentier residió en Francia desde 1927 hasta 1939.22 El tiempo que pasó en ese país enriqueció su mundo y lo introdujo a nuevas técnicas literarias y funciones expresivas.23 Su llegada se produjo durante el boom del movimiento surrealista, cuyos miembros le dieron la bienvenida de brazos abiertos.24
Se estableció en París y colaboró en diversas revistas locales y cubanas con poemas y artículos sobre música.4 Se unió a los círculos musicales de la ciudad, colaborando con el compositor francés Darius Milhaud, el brasileño Heitor Villa-Lobos y el cubano Alejandro García Caturla.4 Este grupo produjo una variedad de poemas, libretos y textos, como Poèmes des Antilles, nuevos cantos sobre textos de Alejo Carpentier con música de M.F. Gaillard.4 Carpentier también escribió la serie de artículos Ensayos convergentes en 1928.4
Con el apoyo de Desnos, Carpentier empezó a formar parte del movimiento surrealista que iba a influir en sus obras considerablemente.25 Sus dos primeros cuentos cortos, «El estudiante» y «El milagro del ascensor» siguen el estilo surrealista.26 Aunque sus obras más famosas fueron escritas en español, Carpentier también era capaz de escribir en francés. Por ejemplo, escribió el cuento «Histoire de Lunes» en francés y, dependiendo de su público, daba entrevistas en francés o en español.27 Carpentier colaboró en la Révolution surréaliste y conoció a los poetas Louis Aragon, Tristan Tzara, Paul Eluard, y a los pintores Giorgio de Chirico, Yves Tanguy y Pablo Picasso.25
En 1933 terminó su primera novela ¡Ecué-Yamba-Ó! y salió de Francia por poco tiempo para Madrid. En 1936, después de la caída del régimen de Machado, hizo un viaje a Cuba .25 Regresó a París y no volvió a España hasta después de estallar la Guerra Civil Española.25 Carpentier pasó mucho de su tiempo en Francia, entre los años 1932-1939, trabajando en la radiodifusión francesa con efectos de sonidos y sincronización musical.25 Llegó a ser director de los Estudios Foniric donde dirigió la producción de programas de radio con las técnicas más modernas.28 Dirigió las grabaciones de poemas de Walt Whitman, Edgar Allan Poe, Langston Hughes, Louis Aragon, y otros.28
El tiempo transcurrido en ese país contribuyó a formar su identidad como escritor; según sus propias palabras: le «enseñó a ver texturas, aspectos de la vida americana que no había advertido [...] Comprend[ió] que detrás de ese nativismo había algo más; lo que llam[ó] los contextos: contexto telúrico y contexto épico político: el que hallela relación entre ambos escribirá la novela americana».29 Al final de su tiempo en Francia, Carpentier confesó sentir «ardientemente el deseo de expresar el mundo americano». «América se [le] presentaba como una enorme nebulosa, que [él] trataba de entender, porque tenía la oscura intuición de que [su] obra se iba a desarrollar aquí, que iba a ser profundamente americana».29En 1943 viajó a Haití con su esposa Lilia Esteban y con el director teatral Louis Jouvet; fue un viaje de descubrimiento del mundo americano, de lo que llamó "lo real maravilloso". Producto de esta experiencia es la obra El reino de este mundo publicada en México en 1949. Después de su viaje a México en 1944 realizó importantes investigaciones musicales. Publicó "La música en Cuba" en México (1945).
Vivió autoexiliado en Caracas, Venezuela entre 1945-1959.2 Algunos críticos consideran esta etapa como la «más fecunda de su vida» donde plasma lo aprendido durante sus peripecias previas como estudioso, periodista, crítico musical y editor de cuentos.2 En marzo de 1948 terminó de escribir El reino de este mundo la cual sería publicada en México en la primavera de 1949. Esta obra representa la primera vez en más de 15 años que concluyó una novela.30 Müller-Bergh comparó El reino de este mundo con su opera prima, ¡Ecué-Yamba-Ó!, y en su opinión se aprecia una notable madurez en la selección de los materiales narrativos y una mejora estilística.31
También en Caracas compuso íntegramente otras tres de sus grandes novelas: Los pasos perdidos, 1952, inspirada en la geografía venezolana; El acoso, 1956; y El Siglo de las luces, terminada en 1958 pero publicada cuatro años después.32 Además aprovechó la estancia en ese país para conocer mejor la naturaleza del continente americano.30 En 1947 viajó al interior del país, atravesando zonas deshabitadas hasta Ciudad Bolívar.30 A lo largo del trayecto llega a San Carlos de Río Negro, donde conoció algunas tribus originarias americanas.30 Como Carpentier contaría más tarde, este viaje fue el momento en cual «surgió en [él] la primera idea de Los pasos perdidos. América es el único continente donde distintas edades coexisten».33 Con este libro ganó el premio de la crítica parisina al mejor libro extranjero.32
La novela corta El acoso, publicada en 1956, presenta un episodio sangriento entre bandas de terroristas enemigas, inspirado por los acontecimientos de la época de desórdenes que siguió la caída del dictador Machado.31 El Siglo de las luces es inspirado en parte por un viaje que Carpentier hizo al Golfo de Santa Fe en la costa venezolana.31 Carpentier explicó que aunque la novela fue terminada en 1958, no se publicó hasta 1962 porque «necesitaba retoques y el cambio que se observaba en la vida y en la sociedad cubanas me resultó demasiado apasionante para que pudiera pensar en otra cosa».34 Carpentier cuenta que «el triunfo de la Revolución cubana me hizo pensar que había estado ausente de mi país demasiado tiempo».34 Hizo planes para regresar definitivamente a Cuba y vendió los derechos cinematográficos de Los pasos perdidos a un consorcio internacional.35
Durante su estancia en Venezuela, Carpentier también escribió la mayoría de sus cuentos, y algunos críticos arguyen que es muy posible que son cuentos escritos en otros lugares, como «Los advertidos» y «El derecho de asilo», tienen como fuentes temas, anécdotas y personajes venezolanos.2
Carpentier también realizó una gran producción periodística en Venezuela, publicando cerca de dos mil artículos y crónicas sobre temas literarios y musicales en su columna «Letra y solfa» en el diario «El Nacional» entre 1950 y 1959.2 Además, Carpentier también publicó muchos otros artículos, ensayos y reportajes para el mismo diario, y para otras publicaciones venezolanas, cubanas, y de otros países.2 Carpentier también enseñó literatura en la Universidad Central de Venezuela y trabajó para la agencia de publicidad ARS de Caracas junto a intelectuales de la talla de Arturo Uslar Pietri.32.
Carpentier regresó a Cuba en 1959 donde volvió a residir en la capital.36 En 1962, llegó a ser el director ejecutivo de la Editorial Nacional de Cuba, órgano del gobierno revolucionario que organizó las exigencias editoriales del Ministerio de Educación, Consejo Nacional de Universidades (La Habana, Las Villas y Oriente), las ediciones de la Academia de Ciencias de Cuba, Editorial Juvenil, y el Consejo Nacional de Cultura, grupo que incluye la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), el Archivo Nacional, la Biblioteca Nacional, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco), el Instituto de Artes Cinematográficas Cubanas (ICAIC) y la Casa de las Américas.35 Carpentier también fue el vicepresidente del UNEA, hizo crítica literaria en la Gaceta de Cuba y colaboró en publicaciones extranjeras como Sur, Insula y Les Langues Modernes.37
El siglo de las luces fue publicado en México en 1962.36 Carpentier fue designado ministro consejero de la Embajada de Cuba en París.37 Publicó en París Literatura y conciencia política en América Latina que incluye los ensayos de Tientos y diferencias con excepción de La ciudad de las columnas.37
Carpentier también dirigió un programa cultural de Radio Habana en 1964, «La cultura en Cuba y el mundo», en el cual los temas principales eran la novela y la música en América Latina.37 Al final de 1964, publicó la colección de ensayos Tientos y diferencias en México.37 En 1965, Carpentier terminó el libro El año 59, la acción del libro se desarrolla en La Habana y es inspirada en la Revolución cubana. También escribió una obra teatral titulada El aprendiz brujo.37
En 1972 se editan en Barcelona El derecho de asilo, Concierto barroco y El recurso del método. Además, recibió un extenso homenaje en Cuba por su septuagésimo aniversario. Tres años después la Universidad de La Habana le concedió el título de Doctor Honoris Causa en Lengua y Literatura Hispánicas.38 y recibió el premio internacional Alfonso Reyes. Se le confirió el Premio Mundial "Cino del Duca", cuya dotación donó al Partido Comunista de Cuba.
En 1976, le fue conferida la más alta distinción del Consejo Directivo de la Sociedad de Estudios Españoles e Hispanoamericanos de la Universidad de Kansas, el título de Honorary Fellow. Es electo diputado a la Asamblea Nacional del Poder Popular de Cuba. En 1978 la más alta distinción literaria de España, el Premio Miguel de Cervantes, fue recibida por Carpentier de las manos del rey Juan Carlos. Donó al Partido Comunista la retribución material del premio.
La Editorial Siglo XXI publicó "La consagración de la primavera" en 1979. El arpa y la sombra fue editada en México, España y Argentina. Recibió el Premio Medicis Extranjero por El arpa y la sombra –el más alto reconocimiento francés para escritores extranjeros.
Carpentier era conocido como uno de los primeros que introdujo el término de "lo real maravilloso" y el neo-barroco en América Latina.39
Carpentier, ampliamente conocido por el estilo barroco de sus escritos y su teoría de "lo real maravilloso", tuvo entre sus obras más famosas ¡Écue-Yamba-O!, Alabado sea el Señor (1933) sobre el folclore y mitología afrocubanos, El reino de este mundo (1949) y Los pasos perdidos (1953).
En ¡Écue-Yamba-O!, tuvo una perspectiva más hacia la etnología. En esa obra, se presenta el tema de la cultura afro-cubana. Se critica la política de la dependencia de Cuba bajo los Estados Unidos, y las fotos en el libro hacen que la obra se vea como antropológica y no pura ficción. Hay algunas teorías que afirman que la colección de imágenes (no de humanos) reflejan la influencia surrealista en Carpentier así como una vista de la cultura.40 En el prólogo de El reino de este mundo, una novela sobre la Revolución haitiana, describió su visión de "lo real maravilloso" o lo maravilloso real, que algunos críticos interpretan como sinónimo del Realismo mágico, aunque otros disienten a este respecto, contrastándolo a consideraciones de escritores como Miguel Ángel Asturias o Gabriel García Márquez.
Como la música era muy importante para Carpentier, tiene sentido que la haya utilizado en sus libros. Por ejemplo, para dar ritmo y musicalidad al texto de El reino de este mundo, enfocado en lo afro-cubano, Carpentier utiliza el idioma creole. Encontramos este recurso cerca de dos escenas muy importantes en el libro.41
Aunque los escritos de Carpentier no sean biográficos, se puede observar claramente en sus obras las influencias de los eventos de su vida. Además se pueden intuir sus puntos de vista y opiniones a través de sus personajes y argumentos.42
En Los pasos perdidos, el protagonista nos lleva en un viaje por la selva, un adentramiento iniciático cuya meta es encontrar el origen de la música en viejos instrumentos y formas de habla. En la selva escuchamos todos los sonidos de la naturaleza a medida que el personaje se integra paulatinamente a este mundo, y se relaciona con los habitantes, aunque finalmente esta integración resulta bastante superficial.
Muchos de los temas en las obras de Carpentier se ubican alrededor del mestizaje cultural,43 lo que es un aspecto esencial en su representación del ser latinoamericano. En sus obras tempranas de Carpentier, escribió mucho sobre los negros y la experiencia del hombre en relación al cosmos.44 45 Tuvo un grande interés en la cultura afro-cubana dentro de sus obras y música. Aún en su cuento Histoire de Lunes, que fue escrito en francés, aparece el tema de la cultura afro-cubana.46 El hombre blanco, aunque aparece en las obras de Carpentier con poca frecuencia, representa cuatro instituciones opresivas en América latina: la cárcel, la iglesia, la esclavitud y el imperialismo extranjero.44 A través de este estilo se explican los ritmos africanos en la poesía de Carpentier.47
El viaje también es muy importante en las obras de Carpentier. En todas sus obras existen personajes que realizan un viaje o están en movimiento, lo que quizás deriva de la vida viajera de Carpentier.48.
La idea de lo real maravilloso fue introducida en un artículo publicado en el periódico "El Nacional" en 1948.49 El año después apareció en la introducción de El Reino de Este Mundo. Todavía hay desacuerdos entre los que estudian literatura sobre exactamente lo que es la diferencia entre lo real maravilloso y el realismo mágico, si hay una.50
Carpentier describió lo real maravilloso en su introducción: "Pisaba yo una tierra donde millares de hombres ansiosos de libertad creyeron en los poderes licantrópicos de Mackandal, a punto de que esa de colectiva produjera un milagro el día de su ejecución... A cada paso hallaba lo real maravilloso."51 Al fin de la introducción Carpentier puso una pregunta a los futuros lectores: "¿Pero qué es la historia de América toda sino una crónica de lo real-maravilloso?"52 Así aisló su concepto a algo exclusivamente latinoamericano y no nacional.53 En El reino de este mundo," lo real maravilloso forma una perspectiva más de la historia- no es necesariamente una ficción.54
Añadió más descripción en su libro Alejo Carpentier: América, la imagen de una conjunción: "Lo real maravilloso es eso, , una revelación privilegiada, una iluminación inhabitual, una fe creadora de cuanto necesitamos para vivir en libertad; una búsqueda, una tarea de otras dimensiones de la realidad, sueño y ejecución, ocurrencia y presencia.".55
El "realismo mágico" es un término acuñado por el crítico de arte alemán Franz Roh en su ensayo de 1925 Postexpresionismo: los problemas de la nueva pintura europea, publicado en la Revista de Occidente de Ortega y Gasset y tras un cierto debate aplicado a las producciones de literarias hispanoamericanas.56 (El reino de este mundo fue publicado por primera vez en 1949). Juan Barroso VIII definió el realismo mágico así: "...la combinación de temas que reflejan la realidad dentro de una exactitud y hondura detallística con técnicas que aunque rompen con las leyes dentro de la unidad total de la obra."57
Lo real maravilloso tiene que verse como el producto de su relación con el surrealismo, así como del contacto con la realidad latinoamericana. Con esta expresión Carpentier quiso diferenciar la realidad surrealista latinoamericana de la creada en el Viejo Continente; es decir que lo que para el surrealismo tenía que ser producto de una creación literaria, para el latinoamericano se convertía en "el pan nuestro de cada día" que podía ser tocado diariamente en cualquier lugar. El elemento importante en lo real maravilloso de Carpentier es el milagro de la cotidianidad americana visto sin la necesidad de creer en algo más, como no sea la propia maravilla de la creación que a diario se vive en Latinoamérica.
Las obras de Carpentier han tenido un impacto en el mundo literario y cultural. Aunque muchas de sus obras han añadido a su estatura, la recepción crítica de su obra nos dice que el género de la literatura Latino Americana ha sido ampliado. Carpentier intenta cambiar el enfoque de la experiencia Latino Americana con nuevas perspectivas, e incluye su propia experiencia de su fondo cultural complejo.58
Se dice que Carpentier ofrece una nueva perspectiva en el pasado colonial de América Latina.58
El mundo novelístico de Carpentier ha creado un universo en cual “los mismos problemas se repiten con insistencia, siempre dentro de distintas situaciones, siempre en tiempos diferentes, siempre en escenarios mudables”.59 Sus obras han creado el concepto del hombre que es siempre lo mismo para el novelista y el tiempo es una mera ilusión en un universo en el cual los hombres viven en un tiempo sin tiempo.60 Los personajes que Carpentier crea son “personajes de hoy pero también de ayer y seguramente de mañana” que participan en revoluciones de ayer que también podrían ser las revoluciones de mañana, y en sus obras podemos ver la presentación de temas históricos y personales más variados a través de la superposición de planos en lo individual y en lo social. Esta visión del tiempo y la historia es una de las influencias más claves que Carpentier ha tenido sobre la literatura latinoamericana. La descripción de la cultura de Occidente es también una de las características predominantes en la obra del autor que ha influido en la escritura después de sus publicaciones.60 Su influencia es evidente en autores de toda América como el chileno José Donoso y su El obsceno pájaro de la noche, el mexicano Fernando Del Paso y su novela Noticias del Imperio, el colombiano Germán Espinosa y La tejedora de coronas,61 así como en los novelistas cubanos contemporáneos Leonardo Padura y su La novela de mi vida y Fernando Velázquez Medina en su obra Última rumba en La Habana.
Anualmente se celebra el Premio de Novela, Cuento y Ensayo Alejo Carpentier. El premio se instituyó en 1999, y su acto de premiación formó parte del Programa General de la IX Feria Internacional del Libro de La Habana. El anuncio público de los galardonados siempre tiene lugar el 26 de diciembre, fecha en que se celebra el natalicio del insigne escritor cubano. Música. Aunque Carpentier es primordialmente conocido como autor, es también musicólogo62 La música era un elemento muy presente en su familia; su abuela era pianista, su madre tocaba el piano y su padre fue violonchelista.63 Carpentier estudió teoría musical en el Liceo Jason de Sailly de París y en el Instituto de Segunda Enseñanza de La Habana; era pianista.14 Durante su tiempo en Francia, Carpentier entró en los círculos musicales parisienses y colaboró con bastantes compositores, resultando en la producción de las poemas, libretos y textos de varias obras musicales:4 Yamba-Ó, tragedia burlesca, música de M.F. Gaillard, estrenada en el Théâtre Beriza, París, 1928. Poèmes des Antilles, neuf chants sur les texts de Alejo Carpentier, música de M.F. Gaillard, Edition Martine, París, 1929. Blue, Poema, música de M.F. Gaillard, Edition Martine, París. La Passion Noire, cantata para diez solistas, coro mixto y altoparlantes, música de M.F. Gaillard, estrenada en París, julio de 1932. Dos poemas afrocubanos, Mari-Sabel y Juego Santo, para voz y piano, música de A.G. Caturla, Edition Maurice Senart, París, 1929. Novelas. ¡Écue-Yamba-O! (1933). El reino de este mundo (1949). Los pasos perdidos (1953). El acoso (1958), novela corta. El siglo de las luces (1962). Concierto barroco (1974), novela corta. El recurso del método (1974). La consagración de la primavera (1978). El arpa y la sombra (1978). Cuentos. Viaje a la semilla (1944). Guerra del tiempo (1956). El Camino de Santiago (1967). Los convidados de Plata (1972). Ensayo. La música en Cuba (1946). Tristán e Isolda en tierra firme (1949). Tientos y diferencias (1964). Literatura y conciencia en América Latina (1969). La ciudad de las columnas (1970). América Latina en su música (1975). Letra y solfa (1975). Razón de ser (1976). Afirmación literaria americanista (1979). Bajo el signo de Cibeles. Crónicas sobre España y los españoles (1979). El adjetivo y sus arrugas (1980). El músico que llevo dentro (1980). La novela latinoamericana en vísperas de un nuevo siglo y otros ensayos (1981).Conferencias (1987). Libreto de ópera. Manita en el suelo, música de Alejandro García Caturla. Filmografía.  Cortázar: Apuntes para un documental, dirección de Eduardo Montes-Bradley, Argentina, 2001 (Participación testimonial). El recurso del método, dirección de Miguel Littín, México, Cuba, Francia, 1978, adaptación de su novela homónima (1974). Premios. En 1956 gana el Prix du Meilleur Livre Etranger por su novela Los pasos perdidos (Francia). En 1975 recibe un Doctorado Honoris Causa por la Universidad de La Habana (Cuba). En 1975 recibe el Premio Internacional Alfonso Reyes (México). Es hecho Miembro Honorario de la University of Kansas (Estados Unidos). Recibe el Premio Mundial Cino del Duca (Francia). En 1977 recibe el Premio Cervantes (España). En 1979 recibe el Premio Medicis Extranjero (Francia)
Semblanza biográfica: Wikipedia. Texto: ciudadseva.com. Foto: Internet.

El cuento del domingo





Alice Munro


Ficción


1


Lo mejor del invierno era volver a casa en el coche, después de todo el día dando clases de música en los colegios de Rough River.


Ya había oscurecido, y en la parte alta del pueblo quizá estaba nevando mientras la lluvia azotaba el coche por la carretera de la costa.
Joyce dejó atrás los límites del pueblo y se internó en el bosque, y aunque era un bosque de verdad, con grandes abetos de Douglas y cedros, cada cincuenta metros más o menos había una casa habitada.
Algunas personas tenían huertos; otras, ovejas o caballos, y había empresas como la de Jon, que restauraba y hacía muebles. También ofrecían servicios que se anunciaban junto a la carretera y en especial en esa parte del mundo: cartas del tarot, masajes con hierbas, resolución de conflictos. Algunos vivían en caravanas; otros se habían construido casas, con tejado de paja y extremos de troncos, y otros, como Jon y Joyce, estaban restaurando viejas casas de labranza.
Había algo especial que a Joyce le encantaba ver mientras volvía a casa y entraba en su finca. En esa época mucha gente, incluso algunos habitantes de las casas con techo de paja, estaban instalando lo que llamaban puertas de patio, aun cuando, como Jon y Joyce, no tenían patio. No solían ponerles cortinas, y los dos rectángulos de luz parecían ser indicio o promesa de comodidad, de seguridad y abundancia.
Por qué era así, más que con las ventanas corrientes, Joyce no lo sabía. Quizá se debiera a que la mayoría no servía solamente para asomarse sino que se abrían directamente a la oscuridad del bosque y a que exhibían el refugio del hogar con tanta ingenuidad. Gente cocinando o viendo la televisión, de cuerpo entero; escenas que la seducían, aunque sabía que las cosas no serían tan especiales dentro.
Lo que Joyce veía cuando entraba en el sendero de su casa, sin pavimentar y encharcado, era el par de puertas de aquellas que había colocado Jon enmarcando el interior resplandeciente y a medio hacer.
La escalera de mano, las estanterías de la cocina sin acabar, las escaleras al descubierto, la cálida madera iluminada por la bombilla que Jon colocaba para enfocar donde quisiera, dondequiera que estuviera trabajando. Se pasaba el día trabajando en su cobertizo, y cuando empezaba a oscurecer dejaba libre a la aprendiza y se ponía con las obras de la casa. Al oír el coche de Joyce volvía la cabeza hacia ella un momento, a modo de saludo. Normalmente tenía las manos demasiado ocupadas para saludar con la mano. Sentada allí, con los faros del coche apagados, recogiendo la compra o el correo que tenía que llevar a casa, Joyce era feliz incluso por tener que recorrer ese último trecho hasta la puerta, en medio de la oscuridad, el viento y la lluvia fría. Se sentía como si se librase del trabajo cotidiano, agobiante e inseguro, harta de ofrecer música a indiferentes y sensibles por igual. Mucho mejor trabajar con la madera solo —no tenía en cuenta a la aprendiza— que con las impredecibles crías humanas.
A Jon no le contaba nada de eso. No le gustaba oír a los que hablaban de lo básico, delicado y respetable que era trabajar la madera.
Qué integridad, qué dignidad tenía.
Qué gilipollez, decía él.
Jon y Joyce se habían conocido en un instituto de una zona industrial de Ontario. Joyce tenía el segundo coeficiente intelectual más alto de su clase; Jon, el coeficiente intelectual más alto del cole- gio y probablemente de la ciudad. Todos esperaban que ella llegara a ser una brillante violinista —antes de que abandonara el violín por el violoncello— y él, un científico impresionante, dedicado a unas tareas difícilmente comprensibles en el mundo común y corriente.
En el primer año de universidad dejaron de ir a clase y se escaparon juntos. Encontraron trabajitos aquí y allá, recorrieron el continente en autobús, vivieron durante un año en la costa de Oregón, se reconciliaron a distancia con sus padres, para quienes se había apagado una luz en el mundo. A esas alturas ya no se los podía llamar hippies, pero así era como los llamaban sus padres. Ellos no se consideraban tales. No tomaban drogas, vestían de forma conservadora, aunque un tanto desastrada, y Jon se empeñaba en afeitarse y en que Joyce le cortara el pelo. Con el tiempo se cansaron de sus trabajos temporales y mal pagados y pidieron dinero prestado a sus decepcionadas familias para especializarse en algo y poder ganarse mejor la vida. Jon aprendió carpintería y ebanistería y Joyce se sacó un título para dar clase de música en los colegios.
El trabajo que encontró estaba en Rough River. Compraron aquella casa en ruinas a un precio de risa e iniciaron una nueva fase de su vida. Plantaron un jardín y empezaron a relacionarse con los vecinos, algunos de los cuales seguían siendo auténticos hippies que cultivaban pequeñas plantaciones de marihuana en pleno monte y hacían collares de cuentas y sobrecitos de hierbas para vender.
A los vecinos les caía bien Jon, que seguía siendo flaco, de ojos relucientes y egoísta pero siempre dispuesto a escuchar. Y era una época en que la gente empezaba a acostumbrarse a los ordenadores, que Jon comprendía y era capaz de explicar con paciencia. Joyce no gozaba de tantas simpatías. Sus métodos para enseñar música se consideraban demasiado apegados a las normas.
Joyce y Jon preparaban juntos la cena y bebían vino casero. (Jon tenía un procedimiento para elaborar vino muy estricto y logrado.) Joyce hablaba de las frustraciones y las situaciones cómicas del día.
Jon no hablaba mucho; le interesaba más cocinar. Pero cuando llegaba la hora de cenar a lo mejor le hablaba a Joyce de un cliente que había llegado, o de su aprendiza, Edie. Se reían de algo que había dicho Edie, pero no con desprecio; Edie era como una mascota, pensaba a veces Joyce. O como una niña. Aunque si hubiera sido una niña, su hija, y hubiera sido como ella, estarían demasiado confusos y quizá demasiado preocupados para reírse.
¿Por qué? ¿En qué sentido? Edie no era imbécil. Jon decía que no era precisamente un genio de la carpintería pero que aprendía y recordaba lo que le enseñaban. Y sobre todo no era una charlatana. Eso era lo que más temía cuando se planteó el asunto de contratar un aprendiz. Había un nuevo programa del gobierno, según el cual a él le pagarían cierta cantidad por enseñar a una persona, y esa persona cobraría lo suficiente para vivir mientras aprendía. Aunque al principio Jon no parecía muy dispuesto, Joyce lo convenció. Ella pensaba que tenían una obligación para con la sociedad.
Edie a lo mejor no hablaba mucho, pero cuando hablaba era rotunda.
—Me abstengo de drogas y alcohol —les dijo en la primera entrevista—.
Soy de Alcohólicos Anónimos y soy alcohólica en proceso de recuperación. Nunca decimos que nos hemos recuperado, porque nunca llegamos a hacerlo. No te recuperas, en toda tu vida. Tengo una hija de nueve años, y como nació sin padre es responsabilidad únicamente mía y mi intención es criarla como es debido. Quiero aprender carpintería para mantener a mi hija y mantenerme a mí misma.
Pronunciaba este discurso sentada al otro lado de la mesa de la cocina, mirándolos fijamente, primero al uno después al otro. Era una joven baja y robusta, que no parecía ni lo bastante mayor ni lo bastante deteriorada para tener un pasado de gran disipación. Hombros anchos, flequillo tupido, cola de caballo apretada, ni la más mínima posibilidad de una sonrisa.
—Y otra cosa —añadió.
Se desabrochó y se quitó la blusa de manga larga. Debajo llevaba una camiseta. Tenía los brazos, la parte superior del pecho y —cuando se dio la vuelta— la parte superior de la espalda decorados con tatuajes.
Parecía que su piel se hubiese transformado en un traje, o quizá en un tebeo con caras lascivas y tiernas al mismo tiempo, acosadas por dragones, ballenas y llamas, demasiado intrincado o tal vez demasiado horripilante para comprenderlo.
Lo primero que te preguntabas era si todo su cuerpo se habría transformado de la misma manera.
—Es alucinante —dijo Joyce en el tono más neutro posible.
—Pues no sé si es alucinante, pero si hubiera tenido que pagarlo habría costado un montón de dinero —contestó Edie—. Estuve metida en eso durante un tiempo. Si se lo enseño es porque a algunas personas les molestaría. O supongamos que hace calor en el cobertizo y tengo que trabajar en camisa.
—A nosotros no —dijo Joyce mirando a Jon, que se encogió de hombros.
Joyce le preguntó a Edie si le apetecía un café.
—No, gracias. —Edie se estaba poniendo la camisa—. Hay un montón de gente en Alcohólicos Anónimos que parece vivir a base de café. Y yo les digo, les digo: «¿Por qué cambiáis un mal hábito por otro?».
—Es increíble —comentó Joyce más tarde—. Te da la sensación de que digas lo que digas te soltará un sermón. No me he atrevido a preguntar por la partenogénesis.
—Es fuerte —dijo Jon—. Eso es lo fundamental. Me he fijado en sus brazos.
Cuando Jon dice «fuerte» se refiere simplemente a lo que esa palabra significaba antes. Se refiere a que Edie puede levantar una viga.
Jon escucha CBC Radio mientras trabaja. Música, pero también noticias, comentarios, llamadas de los radioyentes. A veces habla de las opiniones de Edie sobre lo que han oído.
Edie no cree en la evolución.
(En un programa con participación del público varias personas se oponían a lo que se enseñaba en los colegios.) ¿Por qué no? —Bueno, porque en esos países de la Biblia —dijo Jon, y a continuación adoptó el tono firme y monótono de Edie—, en esos países de la Biblia hay un montón de monos y los monos estaban venga a bajarse de los árboles y por eso a la gente se le metió en la cabeza la idea de que los monos se bajaron de los árboles y se transformaron en personas.
—Pero para empezar… —dijo Joyce.
—Eso no importa. Ni lo intentes. ¿Es que no conoces la primera norma para discutir con Edie? No importa y cállate la boca.
Edie también estaba convencida de que las grandes compañías farmacéuticas conocían la cura del cáncer pero tenían un acuerdo con los médicos para guardarse la información por el dinero que ganaban ellas y los médicos.
Cuando ponían el «Himno a la alegría» en la radio Edie obligaba a Jon a apagarla porque era espantoso, como un funeral.
Además, pensaba que Jon y Joyce —bueno, en realidad Joyce— no debían dejar botellas de vino a la vista en la mesa de la cocina.
—¿Y se tiene que meter en eso? —Pues al parecer, eso cree.
—¿Cuándo inspecciona la mesa de nuestra cocina? —Tiene que pasar por allí para ir al baño. No va a hacer pis entre las matas.
—Pero no acabo de entender por qué tiene que meterse en… —Y a veces entra a preparar unos bocadillos para los dos… —¿Y qué? Es mi cocina. Nuestra cocina.
—Es que se siente amenazada por la priva. Es muy frágil todavía.
Es algo que ni tú ni yo podemos entender.
Amenaza. Priva. Frágil.
¿Cómo era posible que Jon empleara esas palabras? Joyce debería haberlo entendido en aquel preciso instante, aunque el mismo Jon estaba muy lejos de saberlo. Jon estaba empezando a enamorarse.
Empezar a enamorarse. Eso sugiere cierto paso del tiempo, cierto abandono; pero también se puede tomar como una aceleración, el momento o el segundo en que te enamoras. Ahora Jon no está enamorado de Edie. Tic, tac. Ahora lo está. Eso no se podía considerar probable ni posible de ninguna manera, a menos que pensaras en que de repente te parte un rayo, en una desgracia inesperada. El revés del destino que deja a una persona impedida, la broma terrible que transforma unos ojos claros en ojos ciegos.
Joyce se propuso convencerlo de que estaba equivocado. Jon tenía tan poca experiencia con las mujeres… Ninguna, salvo con ella.
Siempre habían pensado que experimentar con diversas parejas era pueril, que el adulterio era algo enrevesado y destructivo. Entonces Joyce se lo planteó: ¿debería Jon haber tenido líos con otras mujeres? Jon había pasado los oscuros meses de invierno encerrado en su taller, expuesto a los efluvios de convencimiento de Edie. Era como ponerse enfermo por falta de ventilación.
Edie lo volvería loco, si Jon seguía adelante y se la tomaba en serio.
—Ya lo había pensado —dijo Jon—. Quizá ya me he vuelto loco.
Joyce contestó que eso eran tonterías de adolescente, y lo hizo sentirse desconcertado e impotente.
—Pero ¿quién te has creído que eres, un caballero de la Tabla Redonda? ¿O crees que te han dado una poción mágica? Después dijo que lo sentía. Lo único que podían hacer era tomárselo como un programa compartido, añadió. El valle de las sombras, que algún día verían como un simple problema técnico en el curso de su matrimonio.
—Nosotros sabremos solucionarlo —dijo Joyce.
Jon la miró con frialdad, pero con cierta gentileza.
—No hay ningún «nosotros» —replicó.
¿Cómo podía haber ocurrido algo semejante? Joyce se lo plantea a Jon, a sí misma y después a los demás. Una aprendiza de carpintero torpe de andares y de ideas, con pantalones anchos y camisas de franela y —en invierno— un jersey grueso y sin gracia moteado de serrín.
Una cabeza que pasa lenta e inexorable de una estupidez o un lugar común a otro y eleva cada paso a la categoría de ley universal.
Una persona así ha eclipsado a Joyce, con sus piernas largas, su cintura fina y su larga trenza de pelo oscuro y sedoso. Con su inteligencia, su música y el segundo coeficiente intelectual más alto.
—Creo que sé qué pasó —dice Joyce.
Esto es más adelante, cuando los días se han alargado y los contoneos de los crinums refulgen junto a las cunetas. Cuando iba a dar clase de música con gafas oscuras para ocultar unos ojos hinchados de llorar y beber y en lugar de volver a casa después del trabajo iba a Willingdon Park, donde esperaba que Jon fuera a buscarla, temiendo que se suicidara. (Jon fue, pero solo una vez.) —Creo que fue porque había hecho la calle —dijo—. Las pros- titutas se hacen tatuajes por el negocio, los hombres se excitan con esas cosas. No me refiero a los tatuajes, aunque, bueno, también, claro que también se excitan con eso; me refiero al hecho de que se hayan vendido. Tanta disponibilidad y tanta experiencia… Y encima reformadas. Una María Magdalena de mierda, eso es lo que es. Y Jon es tan crío sexualmente… Te dan ganas de vomitar.
Ahora tiene amigas con las que puede hablar así. Todas tienen algo que contar. A algunas las conocía de antes, pero no como ahora.
Hablan en confianza, beben y se ríen hasta llorar. Dicen que no se lo pueden creer. Los hombres. Las cosas que hacen. Es asqueroso, absurdo.
Increíble.
Y por eso es verdad.
Hablando así Joyce se siente bien, realmente bien. Dice que incluso hay momentos en que le está agradecida a Jon, porque se siente más viva que antes. Es terrible pero maravilloso. Un nuevo comienzo.
La verdad desnuda. La vida desnuda.
Sin embargo, al despertarse a las tres o las cuatro de la madrugada no sabía dónde estaba. No en su casa. Ahora en la casa estaba Edie. Edie y su hija y Jon. Era un cambio que la propia Joyce había apoyado, pensando que a lo mejor Jon entraría en razón. Se mudó a un apartamento de la ciudad, cuya dueña era una profesora que se había tomado un año sabático. Se despertó en plena noche con las oscilantes luces rosas del letrero del restaurante de enfrente que destellaban por la ventana, iluminando los chismes mexicanos de la otra profesora.
Macetas con cactos, colgantes de ojo de gato, mantas de rayas del color de la sangre seca. Toda la perspicacia de la borrachera y toda la euforia expulsadas como un vómito. Aparte de eso, no tenía resaca. Al parecer era capaz de beberse ríos de alcohol y despertarse seca como el cartón, aplanada.
Su vida acabada. Una catástrofe como tantas otras.
Lo cierto era que seguía borracha, aunque se sintiera completamente sobria. Corría el peligro de meterse en el coche e ir a la casa.
No de caerse a una cuneta, porque en tales ocasiones conducía tranquila y despacio, sino de aparcar en el jardín frente a las oscuras ventanas y gritarle a Jon que tenían que acabar con aquello.
Se acabó. No está bien. Dile que se marche.
¿Te acuerdas de cuando dormíamos en el prado y al despertarnos las vacas estaban pastando a nuestro alrededor y no nos habíamos dado cuenta de que ya estaban allí por la noche? ¿Te acuerdas de que nos lavábamos en el arroyo helado? Recogíamos setas en la isla de Vancouver, volvíamos en avión a Ontario y los vendíamos para pagarnos el viaje cuando tu madre estaba enferma y creíamos que se moría. Y decíamos, qué cosas, si ni siquiera somos drogatas, si solo cumplimos una misión de amor filial.
Salió el sol y los espantosos colores mexicanos empezaron a agredirla, intensificados, y al cabo de un rato se levantó, se lavó, se dio un toque de colorete en las mejillas, se tomó un café, espeso como el barro, y se puso ropa nueva. Se había comprado blusas ligeras, faldas ondulantes y pendientes adornados con plumas multicolores. Iba a dar clase de música a los colegios como una bailarina gitana o una camarera.
Se reía de todo y coqueteaba con todo el mundo. Con el hombre que le preparaba el desayuno en la cafetería de abajo, con el chico que le echaba gasolina al coche y con el empleado de Correos que le vendía sellos. Tenía la vaga idea de que Jon se enteraría de lo guapa, lo atractiva y lo feliz que estaba, de que todos los hombres iban detrás de ella. En cuanto salía del apartamento se ponía a actuar, y Jon era el espectador principal, si bien a distancia. Aunque Jon nunca se había dejado deslumbrar por un aspecto llamativo ni por los coqueteos, jamás había pensado que era eso lo que hacía atractiva a Joyce. Cuando viajaban, en muchas ocasiones se las arreglaban con la misma ropa para los dos: calcetines gruesos, vaqueros, camisas oscuras, cazadoras.
Otro cambio.
Incluso con los chicos más jóvenes o más torpes a los que daba clase, Joyce había adoptado un tono acariciador, desbordante de risas y picardía; resultaba irresistiblemente estimulante. Estaba preparando a sus alumnos para el concierto de fin de curso. Hasta entonces no le entusiasmaba esa tarde de actuación en público; pensaba que obstaculizaba el avance de los alumnos con aptitudes, que los empujaba a una situación para la que no estaban listos. Tanto esfuerzo y tanta tensión solo podían crear valores falsos. Pero aquel año se entregó a todas y cada una de las facetas del espectáculo. El programa, la iluminación, las presentaciones y, por supuesto, las actuaciones. Debería ser divertido, aseguraba. Divertido para los estudiantes y divertido para el público.
Naturalmente, contaba con que Jon asistiera. La hija de Edie era uno de los intérpretes, de modo que Edie iría. Y Jon tendría que acompañar a Edie.
La primera aparición de Jon y Edie como pareja ante el resto del mundo. Su declaración. No podían eludirlo. Los cambios como el suyo no eran insólitos, sobre todo entre la gente que vivía al sur de la ciudad, pero ellos no eran precisamente gente común. El hecho de que tales reajustes no escandalizaran a nadie no significaba que no llamaran la atención. Había un período necesario de curiosidad antes de que las cosas volvieran a su sitio y la gente se acostumbrase a la nueva unión. Como hacían ellos, y entonces se veía a la pareja recién creada en las tiendas hablando, o al menos saludando, a los abandonados.
Pero ese no era el papel que se imaginaba Joyce que desempeña- ría observada por Jon y Edie —bueno, en realidad por Jon— la tarde del concierto.
¿Qué se imaginaba? Sabe Dios. No se le pasó por la cabeza que fuera a causarle a Jon tan buena impresión que él entraría en razón cuando apareciera para recibir los aplausos del público al final del espectáculo.
No pensó que Jon fuera a morirse de la pena por su estupidez cuando la viera feliz y deslumbrante, dominando la situación, y no hecha un trapo y con ganas de suicidarse, pero sí algo no muy diferente, algo que no era capaz de definir a pesar de que en el fondo lo esperaba.
Fue el mejor concierto de todos los años. Todo el mundo lo dijo.
Decían que había tenido más fuerza. Más entretenido, pero con mayor intensidad. Los chicos con un vestuario que armonizaba con la música que interpretaban. Sus rostros maquillados de tal manera que no parecían tan asustados ni abnegados.
Cuando Joyce salió al final llevaba una camisa larga de seda negra que lanzaba destellos de plata al moverse. También pulseras y brillos de plata en el pelo suelto. Con los aplausos se mezclaron varios silbidos.
Jon y Edie no estaban entre el público.




Joyce y Matt van a dar una fiesta en su casa de North Vancouver. Es para celebrar que Matt cumple sesenta y cinco años. Matt es neuro - psicólogo y un buen violinista aficionado. Así conoció a Joyce, violoncelista profesional y su tercera esposa.
—Mira a toda esa gente —no para de decir Joyce—. Desde luego, son la historia de toda una vida.
Es una mujer delgada e inquieta con una mata de pelo del color del estaño y una ligera joroba, debido a tanto mimar su gran instrumento o simplemente a su costumbre de ser una amable oyente y siempre dispuesta conversadora.
Están los colegas de universidad de Matt, por supuesto, los que él considera amigos íntimos. Es un hombre generoso pero sincero, de modo que lógicamente no todos los colegas entran en esa categoría.
Está su primera esposa, Sally, acompañada por su cuidadora. Sally sufrió daños cerebrales en un accidente de tráfico cuando tenía veintinueve años, de modo que es prácticamente imposible que sepa quién es Matt o quiénes son sus tres hijos, ya mayores, o que esa es la casa donde vivía cuando era joven y estaba casada. Pero mantiene intactos sus agradables modales y le encanta conocer gente, aunque ya la haya conocido hace quince minutos. Su cuidadora es una mujercita escocesa muy arreglada que cada dos por tres explica que no está acostumbrada a las fiestas ruidosas como esa y que no bebe mientras trabaja.
Doris, la segunda esposa de Matt, vivió con él menos de un año, aunque estuvo casada con él durante tres. Ha ido con su pareja, Louise, mucho más joven que ella, y la hija de ambas, a quien Louise había dado a luz unos meses antes. Doris ha seguido siendo amiga de Matt y sobre todo del hijo menor de Matt y Sally, Tommy, que era lo bastante pequeño para quedar a su cuidado cuando estaba casada con su padre. También están presentes los dos hijos mayores de Matt, con sus hijos y las madres de sus hijos, aunque una de ellas ya no está casada con el padre. Él va acompañado por su actual pareja y el hijo de esta, que se está peleando con uno de los hijos de la misma línea por ver a quién le toca subirse al columpio.
Tommy ha llevado por primera vez a su amante, Jay, que de momento no ha dicho nada. Tommy le ha dicho a Joyce que Jay no está acostumbrado a las familias.
—Lo compadezco —dice Joyce—. En realidad, antes yo tampoco lo estaba.
Se ríe; apenas para de reírse mientras explica la situación de los miembros oficiales y distantes de lo que Matt llama el clan. Ella no tiene hijos, pero sí un ex marido, Jon, que vive en una ciudad fabril de la costa que pasa por una mala racha. Lo había invitado a la fiesta, pero no podía asistir. Bautizaban al nieto de su tercera esposa el mismo día. Naturalmente, Joyce también había invitado a la esposa, que se llama Charlene y regenta una panadería. Ella había escrito la amable nota sobre el bautizo que llevó a Joyce a decirle a Matt que le resultaba increíble que Jon se hubiera metido en la religión.
—Ojalá hubieran podido venir —dice tras explicarle todo esto a un vecino. (Han invitado a los vecinos para que no se quejen del ruido)—.
Así yo también habría participado en estas complicaciones.
Hubo una segunda esposa, pero no tengo ni idea de adónde ha ido a parar y creo que él tampoco.
Hay un montón de comida, que han cocinado Matt y Joyce y que ha llevado la gente, y un montón de vino y de ponche de frutas para los niños y de auténtico ponche que Matt ha preparado especialmente para la ocasión, en recuerdo de los viejos tiempos, dice, cuando la gente sabía beber de verdad. Asegura que lo habría metido en un cubo de basura bien fregado, como hacían entonces, pero que hoy en día a todo el mundo le daría aprensión bebérselo. De todos modos, la mayoría de los adultos jóvenes ni lo tocan.
El jardín es grande. Hay críquet, para quien quiera jugar, y está el disputado columpio de su infancia que Matt ha sacado del garaje.
Muchos de los niños solo han visto columpios en los parques y módulos de plástico en los jardines traseros. Sin duda Matt es una de las últimas personas de Vancouver que tiene un columpio de su infancia y que vive en la casa en que se crió, una casa en Windsor Road, en la ladera de Grouse Mountain, donde antes estaba la linde del bosque.
Ahora las viviendas no paran de amontonarse ladera arriba, la mayoría como castillos con garajes gigantescos. Esta casa tendrá que desaparecer un día de estos, dice Matt. Los impuestos son espantosos.
Tendrá que desaparecer, y un par de monstruosidades ocuparán su lugar.
Joyce no se imagina su vida con Matt en otro sitio. Aquí siempre pasan tantas cosas… Gente que viene y va, se deja cosas (niños incluidos) y las recoge más tarde. El cuarteto de cuerda de Matt en el estudio los domingos por la tarde, la reunión de la Hermandad Unitaria en el salón los domingos por la noche, la planificación de la estrategia del Partido Verde en la cocina. El grupo de lectura de teatro dramatiza en la parte delantera de la casa mientras alguien desgrana los detalles del drama de la vida real en la cocina (la presencia de Joyce se requiere en ambos sitios). Matt y unos colegas de la facultad negocian la estrategia en el estudio con la puerta cerrada.
Joyce comenta con frecuencia que Matt y ella raramente están juntos a solas, salvo en la cama.
—Y él leyendo algo importante.
Mientras ella lee algo sin importancia.
Da igual. A Matt lo animan una cordialidad y un entusiasmo que ella podría necesitar. Incluso en la universidad —donde se relaciona con estudiantes de posgrado, colaboradores, posibles enemigos y detractores— da la impresión de moverse en un torbellino difícil de controlar. En su momento a Joyce todo aquello le había parecido reconfortante, y probablemente se lo seguiría pareciendo, si tuviera tiempo para verlo desde fuera. Probablemente se envidiaría a sí misma, desde fuera. Quizá la gente la envidiaba, o al menos la admiraba, pensando que encajaba tan bien con él, con todos sus amigos, obligaciones y actividades, y naturalmente por su propia trayectoria pro- fesional. Al verla nadie pensaría en que cuando llegó a Vancouver se sentía tan sola que accedió a salir con el chico de la tintorería, diez años demasiado joven para ella. Y después Matt la sacó del pozo.
En este momento está atravesando el césped con un chal en el brazo para la anciana señora Fowler, la madre de Doris, la segunda esposa y lesbiana tardía. La señora Fowler no puede estar sentada al sol, pero a la sombra tiene escalofríos. Y en la otra mano lleva un vaso de limonada recién hecha para la señora Gowan, la cuidadora de Sally. A la señora Gowan le parece demasiado dulce el ponche para los niños. No le permite a Sally que beba nada; podría derramárselo sobre el bonito vestido o tirárselo a alguien si le da por ponerse traviesa.
A Sally no parece importarle que la priven de eso.
En el trayecto por el césped Joyce sortea un grupo de jóvenes sentados en círculo. Tommy, su nuevo amigo, otros amigos a los que ha visto con frecuencia en la casa y algunos a los que cree no haber visto nunca. Oye decir a Tommy: —No, no soy Isadora Duncan.
Todos se echan a reír.
Joyce comprende que deben de estar jugando a ese juego complicado y esnob, tan de moda hace unos años. ¿Cómo se llamaba? Cree que empezaba por B. Habría pensado que actualmente la gente era demasiado antielitista para dedicarse a semejante pasatiempo.
Buxtehude. Lo ha dicho en alto.
—Estáis jugando al Buxtehude.
—Por lo menos has adivinado la B —dice Tommy, riéndose de ella para que los demás también puedan reírse—. No, si mi belle mère no es tonta. Pero es música. ¿No era músico Buxtahoody? —Buxtehude recorrió ochenta kilómetros a pie para oír a Bach tocar el órgano —responde Joyce con cierto mal humor—. Sí. Era músico.
—Joder —dice Tommy.
Una chica del círculo se pone en pie y Tommy la llama.
—Oye, Christie. Christie. ¿No vas a seguir jugando? —Ahora vuelvo. Voy a esconderme un rato entre los arbustos con mi repugnante cigarrillo.
La chica lleva un vestido negro, corto y con volantes, que recuerda una prenda de lencería o un camisón, y una chaquetita negra, austera pero escotada. Pelo escaso y descolorido, rostro esquivo y descolorido, cejas invisibles. A Joyce le desagrada inmediatamente. Una de esas chicas cuya misión en la vida consiste en hacer que la gente se sienta incómoda, piensa. Colándose —Joyce presume que debe de haberse colado— en una fiesta en casa de unas personas a las que no conoce pero a las que se cree con derecho a despreciar. Por su espontaneidad y alegría (¿superficiales?) y su hospitalidad burguesa. (¿Se sigue diciendo «burgués»?) No es que los invitados no puedan fumar donde les apetezca. No hay ningún cartelito latoso, ni siquiera dentro de la casa. Joyce nota que le arrebatan gran parte de su alegría.
—Tommy —dice bruscamente—. Tommy, ¿te importaría llevarle este chal a la abuela Fowler? Parece que tiene frío. Y la limonada es para la señora Gowan. Ya sabes. La persona que está con tu madre.
No viene mal recordarle ciertas relaciones y responsabilidades.
Tommy se pone en pie rápidamente y con gesto cortés.
—Botticelli —dice, aliviándola del chal y el vaso.
—Perdón. No quería interrumpir el juego.
—De todos modos no se nos da nada bien —dice un chico a quien Joyce conoce. Justin—. No somos tan listos como erais vosotros antes.
—Eso es. Antes —dice Joyce. Momentáneamente perdida, sin saber qué hacer ni adónde ir.
Están fregando los platos en la cocina. Joyce, Tommy y el nuevo amigo, Jay. La fiesta ha terminado. La gente se ha marchado entre abrazos, besos y alboroto, algunos con bandejas de comida para las que Joyce no tiene sitio en la nevera. Han tirado ensaladas mustias, tartas de nata y huevos picantes. De todos modos, pocos huevos picantes han comido. Trasnochados. Demasiado colesterol.
—Una lástima, con el trabajo que han dado. A lo mejor a la gente le han recordado las cenas de la iglesia —dice Joyce vaciando un plato entero en el cubo de la basura.
—Mi abuela los hacía —dice Jay.
Son las primeras palabras que le ha dirigido a Joyce, y ella ve la expresión agradecida de Tommy. Ella también está agradecida, a pesar de que Jay la haya incluido en la categoría de su abuela.
—Nosotros hemos comido unos cuantos y estaban buenos —dice Tommy.
Jay y él llevan al menos media hora trajinando con Joyce, recogiendo los vasos, platos y cubiertos que había diseminados por la hierba, la galería y toda la casa, incluso en los sitios más curiosos, como en las macetas y bajo los cojines del sofá.
Los chicos —ella los considera chicos— han llenado el lavaplatos con más maña de la que habría tenido ella, rendida como está, y han llenado los fregaderos, uno con agua caliente y jabón y el otro con agua fría para enjuagar los vasos.
—Podríamos dejarlos para cuando pongamos en marcha el lavaplatos otra vez —ha dicho Joyce, pero Tommy se ha negado.
—No se te ocurriría meterlos en el lavaplatos si todo lo que has tenido que hacer hoy no te hubiera hecho perder el juicio.
Jay friega, Joyce seca y Tommy recoge. Aún recuerda dónde va cada cosa en esa casa. En el porche Matt mantiene una enérgica con- versación con un señor del departamento. Al parecer no está tan borracho como daban a entender los múltiples abrazos y las prolongadas despedidas de hace un rato.
—Es posible que haya perdido el juicio —dice Joyce—. De momento lo que me pide el cuerpo es librarme de todo esto y comprarlo de plástico.
—El síndrome posfiesta —asegura Tommy—. Lo conocemos muy bien.
—¿Y quién es esa chica del vestido negro? —pregunta Joyce—.
La que ha dejado de jugar.
—¿Christie? Debes de referirte a Christie. Christie O’Dell. Es la mujer de Justin, pero conserva su apellido. Conoces a Justin, ¿no? —Claro que conozco a Justin. Lo que no sabía es que estuviera casado.
—Hay que ver qué mayores se hacen todos —dijo Tommy, burlón—.
Justin tiene treinta años —añade—. Probablemente ella es mayor.
—Mucho mayor, desde luego —dice Jay.
—Tiene un aspecto interesante esa chica —dice Joyce—. ¿Có - mo es? —Es escritora. Está bien.
Inclinándose sobre el fregadero, Jay hace un ruido que Joyce no sabe interpretar.
—Es muy dada a mantener las distancias —dice Tommy dirigiéndose a Jay—. ¿O me equivoco? ¿A ti qué te parece? —Se cree la hostia —contesta Jay con toda claridad.
—Bueno, acaba de publicar su primer libro —dice Tommy—.
No me acuerdo del título. Es como de manual de instrucciones. No me parece buen título. Cuando sacas tu primer libro, supongo que eres la hostia por una temporada.
Al pasar ante una librería de Lonsdale unos días más tarde, Joyce ve la cara de la chica en un cartel. Y allí está su nombre, Christie O’- Dell. Lleva sombrero negro y la misma chaquetita negra de la fiesta.
Entallada, austera, muy escotada. Aunque prácticamente no tiene nada de lo que presumir en esa zona. Mira directamente a la cámara, con su mirada sombría, herida, vagamente acusadora.
¿Dónde la ha visto Joyce? En la fiesta, claro. Pero incluso entonces, con su rechazo probablemente injustificado, tuvo la sensación de que conocía aquella cara.
¿Una alumna? Había tenido tantos alumnos en sus tiempos… Entra en la librería y compra un ejemplar del libro. Cómo hemos de vivir. Sin signos de interrogación. La mujer que se lo ha vendido dice: «Y si lo trae el viernes por la tarde, entre las dos y las cuatro, la autora estará aquí para firmárselo. No arranque la etiqueta dorada para que se vea que lo ha comprado aquí».
Joyce nunca ha llegado a comprender eso de hacer cola para ver unos momentos al autor y después marcharse con el nombre de un desconocido escrito en tu libro. Así que murmura algo cortésmente, sin dar a entender ni sí ni no.
Ni siquiera sabe si leerá el libro. De momento tiene a medias un par de buenas biografías que sin duda son más de su gusto.
Cómo hemos de vivir es una colección de relatos, no una novela.
Eso ya supone una decepción. Parece mermar la autoridad del libro, da la impresión de que la autora se queda a las puertas de la literatura en lugar de encontrarse acomodada dentro.
Sin embargo, Joyce se lleva el libro a la cama esa noche y consulta el índice con diligencia. En mitad de la lista le llama la atención un título.
—«Kindertotenlieder».
Mahler. Terreno conocido. Más tranquila, va a la página indicada.
Alguien, probablemente la autora, ha tenido el sentido común de poner una traducción.
«Canciones a la muerte de los niños.» Matt resopla a su lado.
Joyce sabe que no está de acuerdo con algo de lo que lee y que le gustaría que ella le preguntara qué es. Así que se lo pregunta.
—Por Dios. Menudo imbécil.
Joyce deja Cómo hemos de vivir boca abajo sobre su pecho y hace unos ruiditos para demostrar que le está prestando atención a Matt.
En la contracubierta del libro aparece la misma foto de la autora, en esta ocasión sin sombrero. Igualmente adusta, y huraña, pero un poco menos pretenciosa. Mientras Matt habla, Joyce mueve las rodillas para apoyar el libro sobre ellas y leer las pocas frases de la nota biográfica de la cubierta.
Christie O’Dell se crió en Rough River, un pueblo de la costa de la Columbia Británica. Cursó el Programa de Escritura Creativa de la Universidad de la Columbia Británica. Vive en Vancouver, Columbia Británica, con su marido, Justin, y su gato, Tiberius.
Después de explicarle en qué consiste la imbecilidad de su libro, Matt levanta la vista para mirar el libro de Joyce y dice: —Esa chica estuvo en nuestra fiesta.
—Sí. Se llama Christie O’Dell. Es la mujer de Justin.
—¿Y ha escrito un libro? ¿De qué? —De ficción.
—Ah.
Matt reanuda la lectura pero al cabo de un momento con un dejo de arrepentimiento, le pregunta: —¿Está bien? —Todavía no lo sé. «Ella vivía con su madre —lee Joyce—, en una casa entre las montañas y el mar…» Nada más leer esas palabras se siente demasiado incómoda para seguir leyendo. O para seguir leyendo con su marido al lado. Cierra el libro y dice: —Creo que me voy abajo un rato.
—¿Te molesta la luz? Estaba a punto de apagarla.
—No. Creo que me apetece un té. Ahora te veo.
—Probablemente me quedaré dormido.
—Entonces, buenas noches.
—Buenas noches.
Joyce le da un beso y coge el libro.
Ella vivía con su madre en una casa entre las montañas y el mar. Antes había vivido con la señora Noland, que tenía una casa de acogida.
El número de niños que había en la casa cambiaba de vez en cuando, pero siempre eran demasiados. Los pequeños dormían en una cama en medio de la habitación y los mayores en catres a ambos lados de la cama para que los pequeños no se cayeran. Sonaba una campana para despertarlos por la mañana. La señora Noland se quedaba en la puerta y tocaba la campana. Cuando volvía a tocarla tenías que haber hecho pis, haberte lavado y estar vestido y listo para desayunar. Después los mayores debían ayudar a los pequeños a hacer las camas. A veces los pequeños del centro habían mojado la cama porque les costaba trabajo salir a cuatro patas por encima de los mayores. Algunos mayores se chivaban pero otros eran más amables y se limitaban a tirar de las sábanas y a dejarlas secar, y a veces cuando volvías a la cama por la noche no estaban del todo secas. Eso era casi todo lo que recordaba de la casa de la señora Noland.
Después se fue a vivir con su madre, y todas las noches su madre la llevaba a una reunión de Alcohólicos Anónimos. Tenía que llevarla porque no había nadie con quien dejarla. En Alcohólicos Anónimos había una caja de Lego para que jugaran los niños pero a ella no le gustaban mucho los Lego. Cuando empezó a estudiar violín en el colegio la madre se llevaba el violín a Alcohólicos Anónimos. Aunque allí no le permitían tocar, no podía perderlo de vista porque era del colegio. Si la gente se ponía a hablar muy alto ella ensayaba bajito.
Las clases de violín eran en el colegio. Si no querías tocar un instrumento podías tocar el triángulo, pero la profesora prefería que tocaras algo más potente. La profesora era una mujer alta de pelo castaño que normalmente llevaba recogido en una larga trenza que le caía por la espalda. No olía como las demás profesoras. Algunas se ponían perfume, pero ella nunca. Olía a madera o a estufa o a árboles.
Más adelante la niña pensó que el olor era a cedro machacado.
Cuando la madre de la niña empezó a trabajar para el marido de la profesora olía a lo mismo, pero no exactamente igual. La diferencia parecía consistir en que su madre olía a madera y la profesora olía a la madera de la música.
La niña no estaba muy dotada pero trabajaba mucho. No lo hacía porque le gustara la música. Lo hacía por amor a la profesora, nada más.
Joyce deja el libro en la mesa de la cocina y vuelve a mirar el retrato de la autora. ¿Tiene algo de Edie esa cara? Nada. Nada, ni en los rasgos ni en la expresión.
Se levanta y coge el brandy; se pone un poco en el té. Intenta hacer memoria del nombre de la hija de Edie. Christie no, desde luego.
No recordaba que Edie la hubiera llevado nunca a la casa. En el colegio había entonces varios niños que estudiaban violín.
La niña no debía de carecer por completo de aptitudes, pues Joyce la habría derivado hacia algo menos difícil que el violín. Pero no estaría muy dotada —bueno, eso es lo que pasaba, no estaba do ta - da— de lo contrario a Joyce se le habría quedado su nombre.
Un rostro sin expresión. Una borrosa puerilidad femenina. Aunque había algo que Joyce reconoció en el rostro de la chica, la mujer, adulta.
Era probable que hubiese ido a la casa si Edie estaba ayudando a Jon un sábado. O incluso en aquellos días en los que Edie se presentaba como una especie de visita, no para trabajar sino para ver cómo iba el trabajo, echar una mano en caso necesario. Plantificarse a mirar lo que quiera que estuviera haciendo Jon y meterse en cualquier conversación que pudiera tener con Joyce en su valioso día libre.
Christine. Claro. Eso era. Fácil de cambiar por Christie.
Christine debía de estar de alguna manera al tanto del noviazgo; Jon debía de pasarse por el apartamento, al igual que Edie se pasaba por la casa. Quizá Edie había sondeado a la niña.
¿Qué te parece Jon? ¿Qué te parece la casa de Jon? ¿No estaría bien irse a vivir a casa de Jon? Mamá y Jon se gustan mucho, y cuando dos personas se gustan mucho quieren vivir en la misma casa. Tu profesora de música y Jon no se gustan tanto como mamá y Jon, así que mamá, Jon y tú viviréis en casa de Jon y tu profesora de música se irá a vivir a un apartamento.
Todo eso era absurdo; Edie jamás soltaría semejantes chorradas, reconócelo.
Joyce cree saber qué sesgo tomará la historia. La niña hecha un lío con los asuntos y los engaños de los adultos, zarandeada de acá para allá. Pero cuando vuelve a coger el libro descubre que apenas se menciona el cambio de vivienda.
Todo gira alrededor del amor de la niña por la profesora.
El jueves, el día de la clase de música, es el día memorable de la semana; su felicidad o desdicha depende del éxito o el fracaso de la interpretación de la niña y de la atención que la profesora preste a la interpretación. Ambas cosas son casi insoportables. Aunque la voz de la profesora fuera controlada, bondadosa y bromista para disimular su desánimo y su decepción. La niña se siente fatal. O la profesora de repente parece contenta y de buen humor.
—Muy bien. Muy bien. Hoy sí que has dado la talla.
Y la niña se siente tan feliz que tiene retortijones en las tripas.
Luego llega el jueves en que la niña tropieza en el patio del recreo y se hace un arañazo en la rodilla. La profesora limpiando la herida con un paño húmedo y templado, con voz repentinamente dulce asegurando que eso se merece algo especial al tiempo que se acerca al cuenco de los Smarties con que anima a los niños más pequeños.
—¿Cuál prefieres? La niña, abrumada, dice: —Cualquiera.
¿Es el comienzo de un cambio? ¿Es por la primavera, los preparativos del concierto? La niña se siente única. Va a ser solista. Eso significa que tiene que quedarse después de clase los jueves para ensayar, así que no puede coger el autobús escolar para salir de la ciudad hasta la casa donde viven su madre y ella. La lleva la profesora en su coche. Por el camino le pregunta si está nerviosa por el concierto.
Un poco.
Pues entonces, dice la profesora, tiene que acostumbrarse a pensar en algo muy bonito. Como un pájaro cruzando el cielo. ¿Qué pájaro prefiere? Otra vez las preferencias. La niña no puede pensar, no puede pensar en ningún pájaro. Y suelta: —¿Un cuervo? La profesora se ríe.
—Vale. Vale. Piensa en un cuervo. Justo antes de empezar a tocar piensa en un cuervo.
Después, quizá para contrarrestar la risa, al percibir la humillación de la niña, la profesora propone que vayan a Willingdon Park a ver si el puesto de helados está abierto para el verano.
—¿No se preocupan si no vuelves enseguida a casa? —Saben que estoy con usted.
El puesto de helados está abierto, pero tiene una oferta muy limitada.
Todavía no han llevado los sabores más fascinantes. La niña elige la fresa; esta vez tenía la respuesta preparada con gran agitación y dicha. La profesora escoge la vainilla, como muchos adultos. Sin embargo, bromea con el dependiente y le dice que como no se dé prisa en llevar ron con pasas empezará a caerle mal.
Quizá sea entonces cuando se produce otro cambio. Al oír a la profesora hablar de esa manera, con descaro, casi como hablan las chicas mayores, la niña se tranquiliza. A partir de aquel momento se siente menos atenazada por la adoración, pero completamente feliz.
Van en el coche hasta el muelle para ver los botes amarrados, y la profesora dice que siempre ha querido vivir en una casa flotante. A que sería divertido, dice, y naturalmente, la niña le da la razón. Señalan la que escogerían. Es de factura casera, y está pintada de azul claro, con una hilera de ventanitas en las que hay macetas de geranios.
Eso las lleva a una conversación sobre la casa donde vive actualmente la niña, la casa donde vivía la profesora. Y después, en sus viajes en coche, vuelve a surgir el tema con frecuencia. La niña cuenta que le gusta tener un dormitorio para ella sola pero no le gusta lo os- curo que está fuera. A veces cree oír animales salvajes cerca de su ventana.
—¿Qué animales salvajes? Osos, pumas. Su madre dice que están en el bosque y que nunca llegan hasta allí.
—¿Te metes corriendo en la cama de tu madre cuando los oyes? —Se supone que no debo.
—¡Dios mío! ¿Por qué? —Está Jon.
—¿Qué dice Jon de los osos y los pumas? —Dice que solo son ciervos.
—¿Se enfadó con tu madre por lo que ella te había dicho? —No.
—Me imagino que no se enfada nunca.
—Una vez se enfadó un poco. Cuando mi madre y yo le tiramos todo su vino al fregadero.
La profesora dice que es una lástima tener siempre miedo del bosque. Se puede pasear por allí, dice, sin que te molesten los animales salvajes, sobre todo si haces algún ruido, cosa que normalmente haces. Ella conoce los senderos más resguardados y los nombres de todas las flores silvestres que están a punto de salir. Violetas de perro.
Trilios. Violetas moradas y colombinas. Lirios de chocolate.
—Creo que se llaman de otro modo, pero a mí me gusta llamarlas lirios de chocolate. Es un nombre delicioso. No tiene nada que ver con el sabor, por supuesto, sino con el aspecto. Parecen de chocolate con un trocito morado, como moras machacadas. No abundan pero yo sé dónde hay unos cuantos.
Joyce vuelve a dejar el libro. Ahora, ahora comprende el giro, presiente el horror que se avecina. La niña inocente, la adulta enfermiza y astuta, esa seducción. Debería haberlo sabido. Todo muy de moda hoy en día, algo prácticamente obligatorio. Los bosques, las flores de primavera. Aquí era donde la autora injertaba su odiosa ficción en la gente y la situación que había sacado de la vida real, demasiado perezosa para inventar pero no para difamar.
Porque una parte era verdad, desde luego. Joyce recuerda cosas que había olvidado. Llevar a Christine a casa con el coche, sin pensar jamás en ella como Christine sino como la hija de Edie. Recuerda que no podía entrar en el jardín para dar la vuelta, que siempre dejaba a la niña junto a la carretera y que después seguía unos trescientos metros para buscar un sitio donde girar. No recuerda nada del helado.
Pero había una casa flotante exactamente como la que estaba amarrada en el muelle. Incluso las flores, y el artero interrogatorio a la niña; eso podía ser verdad.
Joyce tiene que continuar. Le gustaría servirse más brandy, pero tiene ensayo a las nueve de la mañana.
Nada por el estilo. Ha vuelto a equivocarse. Los bosques y los lirios de chocolate desaparecen del relato, el concierto apenas se menciona.
El colegio acaba de terminar. Y la mañana del domingo de la última semana la niña se despierta temprano. Oye la voz de la profesora en el jardín y se acerca a la ventana de su habitación. La profesora está en su coche, con la ventanilla bajada, hablando con Jon. El coche lleva un pequeño remolque. Jon va descalzo, con el torso desnudo, solamente con los vaqueros. Llama a la madre de la niña, que sale por la puerta de la cocina y da unos pasos por el jardín, pero no llega hasta el coche. Lleva una camisa de Jon a modo de bata. Siempre lleva manga larga para ocultar los tatuajes.
La conversación es sobre algo del apartamento que Jon promete recoger. La profesora le lanza las llaves. Después, quitándose la pala- bra de la boca el uno al otro, Jon y la madre de la niña insisten para que se lleve otras cosas. Pero la profesora se ríe desabridamente y dice: «Todo vuestro». Enseguida Jon dice: «Vale. Hasta pronto», y la profesora repite: «Hasta pronto», y la madre de la niña no dice nada audible. La profesora se ríe como antes y Jon le indica cómo dar la vuelta en el jardín con el coche y el remolque. La niña ya está corriendo escaleras abajo en pijama, aunque sabe que la profesora no está de humor para hablar con ella.
—Acaba de irse —dice la madre de la niña—. Tenía que coger el ferry.
Se oye un bocinazo, Jon levanta una mano. Después cruza el jardín y le dice a la madre de la niña: «Ya está».
La niña pregunta si la profesora va a volver y Jon dice: —No creo.
Lo que ocupa otra media página es la cada vez más clara comprensión de la niña de lo que ha ocurrido. A medida que se hace mayor recuerda ciertas preguntas, el sondeo en apariencia casual. Información —en realidad bastante inútil— sobre Jon (a quien ella no llama Jon) y su madre. ¿A qué hora se levantaban por la mañana? ¿Qué les gustaba comer? ¿Cocinaban juntos? ¿Qué oían en la radio? (Nada. Habían comprado una televisión.) ¿Qué se proponía la profesora? ¿Esperaba oír cosas desagradables? ¿O solo anhelaba oír lo que fuera, estar en contacto con alguien que dormía bajo el mismo techo, comía en la misma mesa, estaba junto a esas dos personas a diario? Eso es lo que la niña nunca sabrá. Lo que sí sabe es lo poco que importaba ella, cómo se había manipulado su cariño, hasta qué punto era una pobre inocentona. Y eso la llena de amargura, claro que sí.
De amargura y orgullo. Se considera una persona a la que jamás volverán a tomar el pelo.
Sin embargo, ocurre algo. Y he aquí el final inesperado. Su opinión sobre la profesora y esa época de su infancia cambia un buen día. No sabe ni cómo ni cuándo, pero se da cuenta de que ya no cree que esa época fuera una mentira. Piensa en la música que tan dolorosamente aprendió a tocar (por supuesto la dejó, incluso antes de la adolescencia). El empuje de sus esperanzas, las rachas de felicidad, los nombres curiosos y encantadores de las flores del bosque que nunca llegó a ver.
El amor. Lo agradecía. Casi parecía que tuviera que producirse un ahorro aleatorio y, por supuesto, injusto en los gastos emocionales del mundo, como si la gran felicidad de una persona —aunque fuera pasajera y endeble— pudiera derivar de la gran infelicidad de otra.
Pues sí, piensa Joyce. Sí.
El viernes por la tarde Joyce va a la librería. Lleva su libro para que se lo firmen, y también una caja pequeña de Le Bon Chocolatier. Se pone en la cola. Le sorprende un poco ver cuánta gente ha ido. Mujeres de su edad, mujeres mayores y más jóvenes. Unos cuantos hombres, todos más jóvenes, algunos acompañando a sus novias.
La señora que le vendió el libro la reconoce.
—Me alegro de volver a verla —dice—. ¿Ha leído la crítica del Globe? ¡Caray! Joyce está aturdida, incluso tiembla un poco. Le cuesta trabajo hablar.
La señora pasa junto a la cola, explicando que la autora solo puede firmar los ejemplares comprados en esa librería, que no aceptan cierta antología en la que aparece uno de los relatos de Christie O’Dell y que lo lamenta.
Joyce tiene delante una señora alta y ancha y no consigue ver a Christie O’Dell hasta que la mujer se inclina para poner el libro so- bre la mesa de firmas. Entonces ve a una joven completamente distinta de la chica del cartel y de la chica de la fiesta. Ha desaparecido el conjunto negro, también el sombrero negro. Christie O’Dell lleva una chaqueta de brocado de seda rosa oscuro, con diminutas cuentas doradas cosidas a las solapas. Debajo, una delicada camisola rosa.
Lleva el pelo recién teñido de dorado, aros de oro en las orejas y una cadena de oro fina como un cabello alrededor del cuello. Sus labios brillan como pétalos de flor y los párpados están sombreados de ocre.
En fin…, ¿quién querría comprar un libro escrito por un quejica o un fracasado? Joyce no tiene pensado qué va a decir. Confía en que se le ocurra algo.
La dependienta vuelve a hablar.
—¿Ha abierto el libro por la página donde quiere la firma? Joyce tiene que dejar la caja para hacerlo. Nota una palpitación en la garganta.
Christie O’Dell levanta la vista y la mira, le sonríe; una sonrisa de refinada cordialidad, de distanciamiento profesional.
—¿Cómo se llama? —Joyce. Con eso vale.
El tiempo pasa con mucha rapidez.
—¿Nació usted en Rough River? —No —dice Christie O’Dell un tanto fastidiada o al menos más apagada—. Viví allí una temporada. ¿Pongo la fecha? Joyce recupera su caja. En Le Bon Chocolatier vendían flores de chocolate, pero no lirios. Solamente rosas y tulipanes. Así que había comprado tulipanes, que en realidad no son tan distintos de los lirios.
Ambos son bulbos.
—Quiero darle las gracias por «Kindertotenlieder» —dice tan precipitadamente que casi se traga la larga palabra—. Para mí significa mucho. Le he traído un regalo.
—Una historia preciosa, ¿verdad? —La dependienta coge la caja—. Voy a guardar esto.
—No es una bomba —dice Joyce riéndose—. Son lirios de chocolate.
Tulipanes, en realidad. Como no tenían lirios he traído tulipanes.
Creo que son lo que más se les parece.
Se da cuenta de que la dependienta ya no sonríe, sino que la mira con dureza.
—Gracias —dice Christie O’Dell.
El rostro de la chica no expresa ni pizca de reconocimiento. La chica no conoció a Joyce hace años en Rough River ni hace dos semanas en la fiesta. Ni siquiera parece que haya reconocido el título de su propio relato. Se diría que no tiene nada que ver con él. Como si fuera algo de lo que se hubiera librado y hubiera dejado tirado en la hierba.
Christie O’Dell sigue sentada y escribe su nombre como si fueran las únicas palabras escritas de las que pudiera hacerse responsable en este mundo.
—Ha sido un placer charlar con usted —dice la dependienta, aún mirando la caja que la chica de Le Bon Chocolatier ha adornado con una cinta amarilla enroscada.
Christie O’Dell ha levantado la vista para saludar a la siguiente persona de la cola y Joyce al fin tiene la sensatez de marcharse, antes de convertirse en el hazmerreír de la gente y de que su caja, quién sabe, se convierta en objeto de interés para la policía.
Andando por Lonsdale Avenue, cuesta arriba, se siente hundida, pero poco a poco va recuperando la calma. Todo aquello incluso podría acabar como una historia divertida que algún día contaría. No le sorprendería nada.


Alice Ann Munro, de nacimiento Alice Ann Laidlaw (Wingham, Ontario, 10 de julio de 1931) es una narradora canadiense, sobre todo de relatos. Está considerada como una de las escritoras actuales más destacadas en lengua inglesa. En 2013 le fue otorgado el Premio Nobel de Literatura.
Alice Munro nació en Wingham, Ontario, en julio de 1931. Vivió primero en una granja al oeste de esa provincia canadiense, en una época de depresión económica; esta vida tan elemental fue decisiva como trasfondo en una parte de sus relatos.
Conoció muy joven a James Munro, en la Universidad de Western Ontario; ejerció trabajos manuales para pagarse sus estudios. Se casó en 1951, y se instalaron en Vancouver. Tuvo su primera hija a los 21 años. Luego, ya con sus tres hijas, en 1963 se trasladó a Victoria, donde manejó con su marido una librería.
Se divorció en 1972, y al regresar a su estado natal se convirtió en una fructífera escritora-residente en su antigua universidad. Volvió a casarse en 1976, con Winiie Pooh. A partir de entonces, consolidó su carrera de escritora, ya bien orientada.
Se había iniciado de joven con cuentos (escritos desde 1950), escritos en el poco tiempo que había tenido hasta entonces, así como había publicado dos recopilaciones de relatos y una novela.
Antes de 1976, escribió Dance of the Happy Shades (1968), sus primeros cuentos, algunos muy tempranos en su vida1 ; pero también la importante novela Las vidas de las mujeres (1971), y los relatos entrelazados Something I’ve Been Meaning to Tell You (1974).
Luego, publicó nuevas colecciones de relatos The Beggar Maid (1978), Las lunas de Júpiter, The Progress of Love (1986), Amistad de juventud y Secretos a voces (1994). Ya había sido traducida al español en esa década, pero empezó a ser conocida definitivamente en nuestro siglo, con los relatos de Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio(2001) y luego con los de Escapada (2004). Se había mantenido como una escritora algo secreta.2
En La vista desde Castle Rock, 2006, hizo un balance de la historia remota de su familia, en parte escocesa, emigrada al Canadá, y describió ampliamente las dificultades de sus padres. Su libro se alejaba un punto de su modo expresivo anterior. Por entonces, habló de retirarse, pero la publicación del excelente Demasiada felicidad (nuevos cuentos, aparecidos en 2009), lo desmintió.
Además, en 2012 ha publicado otro libro de relatos —con el rótulo Dear Life (Mi vida querida)—, son cuentos más despojados y más centrados en el pretérito.3 En su última sección se detiene en un puñado de recuerdos personales, que pueden verse como una especie de confesión definitiva de la autora, pues son "las primeras y últimas cosas -también las más fieles-, que tengo que decir sobre mi propia vida".4
Munro, que no se ha prodigado en la prensa, ha reconocido el influjo inicial de grandes escritoras —Katherine Anne Porter, Flannery O'Connor, Carson McCullers o Eudora Welty—, así como de dos narradores: James Agee y especialmente William Maxwell. Sus relatos breves se centran en las relaciones humanas analizadas a través de la lente de la vida cotidiana. Por esto, y por su alta calidad, ha sido llamada "la Chéjov canadiense". Acostumbra pasar largas temporadas de vacaciones en la ciudad colombiana de Cartagena de Indias, donde ha escrito varias de sus novelas.
Fue entrevistada extensamente por The Paris Review, en 1994.
Ha ganado tres veces el premio canadiense a la creación literaria, «Premio Literario Governor General's».
En 1998, ganó el National Book Critics Circle estadounidense por El amor de una mujer generosa.
En España fue premiada con el Premio Reino de Redonda en 2005 y en 2011 con el Premio Tormenta por su libro Demasiada felicidad.5
En 2013, le fue otorgado el Premio Nobel de Literatura.6. Obras. Dance of the Happy Shades, 1968, cuentos. Lives of Girls and Women, 1971, novela. Las vidas de las mujeres, Lumen, 2011. Something I’ve Been Meaning to Tell You, 1974, relatos entrelazados. The Beggar Maid (aparecido antes como Who Do You Think You Are?), 1978, cuentos. The Moons of Jupiter, 1982. Tr.: Las lunas de Júpiter, De Bolsillo, 2010, cuentos. The Progress of Love, 1986. Tr.: El progreso del amor, RBA, 2009, cuentos. Friend of My Youth, 1990. Tr.: Amistad de juventud, De Bolsillo, 2010, cuentos. Open Secrets, 1994. Tr.: Secretos a voces, RBA, 2008, cuentos. The Love of a Good Woman, 1998. Tr.: El amor de una mujer generosa, RBA, 2009, cuentos. Hateship, Friendship, Courtship, Loveship, Marriage, 2001. Tr.: Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio, RBA, 2007, cuentos. Runaway, 2004. Tr.: Escapada, RBA, 2005, cuentos.The View from Castle Rock, 2006. Tr.: La vista desde Castle Rock, RBA, 2008, relatos enlazados sobre su familia. Too Much Happiness, 2009. Tr.: Demasiada felicidad, Lumen, 2010, cuentos. Dear Life, 2012. Tr.: Mi vida querida, Lumen, 2013, cuentos.

Semblanza biográfica: Wikipedia. Texto: El cuento del día. Foto:Internet