El cuento del domingo


 
Italo Calvino

La aventura de un poeta

Las orillas del islote eran altas, rocosas. Encima crecía la mancha baja y tupida de la vegetación que resiste la cercanía del mar. En el cielo volaban las gaviotas. Era una isla pequeña próxima a la costa, desierta, sin cultivar: en media hora se le podía dar la vuelta en barca y hasta en bote de goma, como el de los dos que se acercaban, el hombre que remaba tranquilo, la mujer acostada tomando el sol. Al aproximarse el hombre aguzó la oreja.
—¿Has oído algo? —preguntó ella.
—Silencio —dijo—. Las islas tienen un silencio que se oye.
En realidad todo silencio consiste en la red de menudos ruidos que lo envuelve: el silencio de la isla se diferenciaba del silencio del tranquilo mar circundante porque estaba recorrido por murmullos vegetales, cantos de pájaros o un brusco rumor de alas.
Abajo, al pie de las rocas, el agua, aquel día sin una ola, era de un azul intenso, límpido, atravesada hasta el fondo por los rayos del sol. En la escollera se abrían bocas de cavernas, y los dos del bote se acercaban perezosamente a explorarlas.
Era una costa del sur, poco afectada todavía por el turismo, y los dos bañistas venían de fuera. Él era un tal Usnelli, poeta bastante conocido; élla, Delia H., una mujer muy bella.
Delia era una admiradora del sur, apasionada, francamente fanática, y tendida en el bote hablaba con continuo transporte de todo lo que veía, y quizá también en cierto tono de polémica porque le parecía que Usnelli, recién llegado a aquellos lugares, participaba de su entusiasmo menos de lo debido.
—Espera —decía Usnelli—. Espera.
—¿Espera qué? ¿Quieres algo más hermoso que esto? —decía ella.
Él, desconfiado (por naturaleza y por educación literaria) de las emociones y las palabras que otros ya habían hecho suyas, habituado más a descubrir las bellezas escondidas y espúreas que las manifiestas e indiscutibles, estaba sin embargo con los nervios de punta. La felicidad era para Usnelli un estado de suspensión, de esos que se han de vivir conteniendo la respiración. Desde que se había enamorado de Delia veía en peligro su cautelosa, avara relación con el mundo, pero no quería renunciar a nada ni de sí mismo ni de la felicidad que se le ofrecía. Ahora estaba alerta, como si cada grado de perfección que la naturaleza circundante alcanzaba —un decantarse del azul del agua, una transformación del verde de la costa en ceniciento, la alerta de un pez que asomaba justo allí donde era más lisa la superficie del mar—, sólo sirviera para preceder otro grado más alto, y así sucesivamente, hasta el punto en que la línea invisible del horizonte se abriera como una ostra revelando de pronto un planeta distinto o una palabra nueva.
Entraron en una gruta. Al principio era espaciosa, casi un lago interior de un verde claro, bajo una alta bóveda rocosa. Más adelante se estrechaba en una oscura galería. Con el remo el hombre hacía girar el bote sobre sí mismo para gozar de los diversos efectos de la luz. La de afuera, que se metía por la grieta irregular de la entrada, deslumbraba con sus colores avivados por el contraste. Allí el agua irradiaba, y las láminas de luz rebotaban hacia arriba, contrastando con las blandas sombras que se alargaban desde el fondo. Reflejos y manchas de luz comunicaban a la roca de las paredes y de la bóveda la inestabilidad del agua.
—Aquí comprendes a los dioses —dijo la mujer.
—Hum —dijo Usnelli. Estaba nervioso. Su mente, habituada a traducir las sensaciones en palabras, ahora nada, no conseguía formular ni una sola.
Se internaron. El bote dejó atrás un bajío: el dorso de una roca al ras del agua; ahora flotaba entre los escasos fulgores que aparecían y desaparecían a cada golpe de remo: el resto era sombra espesa; las palas tocaban de vez en cuando una pared. Mirando hacia atrás Delia veía el ojo azul del cielo abierto cuyos contornos cambiaban continuamente.
—¡Un cangrejo! ¡Grande! ¡Allí! —gritó, levantándose.
—“¡...grejo! ¡...iii!” —retumbó el eco.
—¡El eco! —exclamó contenta, y se puso a gritar palabras en las tenebrosas bóvedas: invocaciones, versos—. ¡Tú también! ¡Grita tu nombre! ¡Pide un deseo! —le dijo a Usnelli.
—Ooo.. —hizo Usnelli—. Ehiii... Ecooo...
De vez en cuando la barca se arrastraba por el fondo. La oscuridad era más espesa.
—Tengo miedo. ¡Dios sabe cuántos bichos habrá!
—Todavía se puede pasar.
Usnelli se dio cuenta que avanzaba hacia la oscuridad como un pez de los abismos que huye de las aguas iluminadas.
—Tengo miedo, volvamos —insistió ella.
También a él, en el fondo, el gusto por lo horrible le era ajeno. Remó hacia atrás. Al volver al lugar donde la gruta se ensanchaba, el mar se volvió de cobalto.
—¿Habrá pulpos? —dijo Delia.
—Se verían. Está límpido.
—Entonces voy a nadar.
Se dejó caer desde el bote, se apartó, nadaba en el lago subterráneo, y su cuerpo parecía unas veces blanco (como si la luz lo despojara de todo color propio), otras del azul de aquella pantalla de agua.
Usnelli había dejado de remar: seguía conteniendo la respiración. Para él, estar enamorado de Delia había sido siempre así, como en el espejo de esa gruta: haber entrado a un mundo más allá de la palabra. Por lo demás, en todos sus poemas, jamás había escrito un verso de amor; ni uno.
—Acércate —dijo Delia. Mientras nadaba se había quitado el trapito que le cubría el pecho; lo arrojó por encima de la borda del bote—. Un momento. —Se quitó también el otro pedazo de tela sujeto a las caderas y lo pasó a Usnelli.
Ahora estaba desnuda. La piel más blanca en el pecho y en las caderas casi no se distinguía, porque todo su cuerpo difundía una claridad azulada, de medusa. Nadaba de costado, con un movimiento indolente, la cabeza (una expresión fija y casi irónica de estatua) apenas al ras del agua, y a veces la curva de un hombro y la línea suave del brazo extendido. El otro brazo, con movimientos acariciadores, cubría y descubría los pechos altos, tendidos hacia el vértice. Las piernas apenas batían el agua, sosteniendo el vientre liso, marcado por el ombligo como una huella leve en la arena, y la estrella como de un fruto de mar. Los rayos del sol que reverberaban bajo el agua la rozaban, ya vistiéndola, ya desnudándola del todo.
De la natación pasó a un movimiento que parecía de danza; suspendida en el agua a media profundidad, sonriéndole, extendía los brazos en una blanda rotación de los hombros y las muñecas; o bien, con un empujón de la rodilla hacía asomarse un pie arqueado como un pequeño pez.
Usnelli, en el bote, era todo ojos. Comprendía que lo que ese momento le ofrecía la vida era algo que no a todos les es dado mirar con los ojos abiertos, como el corazón más deslumbrador del sol. Y en el corazón de ese sol había silencio. Todo lo que allí había en ese momento no podía traducirse en ninguna otra cosa, quizá ni siquiera en un recuerdo.
Ahora Delia nadaba de espaldas, emergiendo hacia el sol, en la boca de la gruta. Avanzaba con un ligero movimiento de brazos hacia el mar abierto y debajo el agua iba cambiando gradualmente de azul, cada vez más clara y luminosa.
—¡Cuidado, cúbrete! ¡Se acercan unas barcas, allá fuera!
Delia ya estaba en los escollos, bajo el cielo. Se metió debajo del agua, extendió el brazo, Usnelli le tendió las exiguas prendas, ella se las sujetó nadando, volvió a subir al bote.
Las barcas que llegaban eran de pescadores. Usnelli reconoció a algunos del grupo de gente pobre que pasaban la estación de la pesca en aquella playa, durmiendo al abrigo de unos escollos. Les salió al encuentro. El hombre que remaba era el joven, taciturno en su dolor de muelas, la gorra blanca de marinero encajada sobre los ojos estrechos, remando a tirones como si cada esfuerzo que hacía le sirviera para sentir menos el dolor; padre de cinco hijos; desesperado. El viejo iba en la popa; un sombrero mexicano de paja coronaba con una aureola toda deshilachada la figura flaca, los ojos redondos y muy abiertos, en otro tiempo quizá por soberbia fanfarrona, ahora por comedia de borrachín, la boca abierta bajo los bigotes caídos, todavía negros; limpiaba con cuchillo los mújoles que habían pescado.
—¿Buena pesca? —gritó Delia.
—Lo poco que hay —contestaron—. Es el año.
A Delia le gustaba hablar con los lugareños. A Usnelli, no (“frente a ellos”, decía, “no me siento con la consciencia tranquila”, se encogía de hombros y todo terminaba ahí).
Ahora el bote se acostaba a la barca, cuyo barniz descolorido y surcado de grietas se levantaba en pequeñas escamas, y el remo atado con una anilla de cáñamo al escalmo gemía cada vez que frotaba la madera astillada de la borda, y una pequeña y herrumbada ancla de cuatro puntas se había enganchado bajo la tabla estrecha del asiento en una de las nasas de mimbre erizadas de algas rojizas, secas quien sabe hacía cuanto tiempo, y sobre el montón de redes teñidas de tanino y bordeadas de redondas tajadas de corcho, centelleaban en sus filosas envolturas de escamas, ya de un gris mortecino, ya de un turquesa resplandeciente, los peces boqueantes; las branquias todavía palpitaban mostrando, debajo, un rojo triángulo de sangre.
Usnelli seguía callado, pero esta angustia del mundo humano era lo contrario de la que le comunicaba poco antes la belleza de la naturaleza: así como allá le faltaban las palabras, aquí una avalancha de palabras se precipitaba en su cabeza: palabras para describir cada verruga, cada pelo de la flaca cara mal afeitada del pescador viejo, cada plateada escama de mújol.
En la orilla había otra barca en seco, volcada, sostenida por caballetes, y de la sombra salían las plantas de los pies descalzos de unos hombres dormidos, los que habían estado pescando durante toda la noche; cerca, una mujer toda vestida de negro, sin cara, ponía una olla sobre un fuego de algas, del que subía una larga humareda. La orilla en aquella cala era de guijarros grises; las manchas de colores desteñidos eran los delantales de los niños que jugaban, los más pequeños vigilados por las hermanas mayorcitas y regañonas, y los mayores y más despabilados, con cortos calzones hechos de viejos pantalones de adulto, corrían arriba y abajo entre los escollos y el agua. Más lejos empezaba a extenderse una orilla de arena recta, blanca y desierta, que de un lado se perdía en un cañaveral ralo y en terrenos baldíos. Un joven vestido de fiesta, todo de negro, incluso el sombrero, con el bastón al hombro y un ato colgando, caminaba junto al mar a lo largo de la playa, marcando con los clavos de los zapatos la friable costa de arena: seguramente un campesino o un pastor de un pueblo del interior que había bajado a la costa para ir a algún mercado y que seguía el camino pegado al mar buscando el alivio de la brisa. El ferrocarril mostraba los hilos, el terraplén, los postes, la cerca, después desaparecía en un túnel y volvía a empezar más adelante, desaparecía, salía nuevamente, como las puntadas de una costura irregular. Por encima de los guardacantones blancos y negros de la carretera, asomaban unos olivos bajos; más arriba las colinas se cubrían de brezo, pastos y matorrales o solamente de piedras. Un pueblo encastrado en una grieta entre aquellas alturas se alargaba hacia arriba, las casas una sobre otra, separadas por calles en escalera, empedradas, hundidas en el medio para que corriera el arroyuelo de deyecciones de mulo, y en los umbrales de todas las casas había cantidad de mujeres, viejas o envejecidas, y en los pretiles, sentados en fila, cantidad de hombres, viejos y jóvenes, todos en camisa blanca, y en medio de las calles en escalera los niños jugando en el suelo y algún muchachito mayor tendido a través con la mejilla apoyada en un peldaño, durmiendo allí porque estaba un poco más fresco que dentro de la casa y olía menos, y posadas en todas partes y volando nubes de moscas, y en cada muro y en la orla de papel de periódico que cubría el manto de cada chimenea, el infinito punteado de excremento de mosca, y a Usnelli le venían a la mente palabras y más palabras, apretadas, entrelazadas las unas sobre las otras, sin espacio entre las líneas, hasta que poco a poco era imposible distinguirlas, eran una maraña de la que iban desapareciendo incluso los menudos ojales blancos y sólo quedaba el negro, el negro más total, impenetrable, desesperado como un grito.

(Los amores díficiles)


Italo Giovanni Calvino Mameli más conocido como Italo Calvino (Santiago de Las Vegas, Provincia de La Habana, Cuba, 15 de octubre de 1923 - Siena, Italia, 19 de septiembre de 1985). Escritor importante del siglo XX. Nació en Cuba, de padres italianos, toda su etapa formativa se desarrollo en Italia, donde también desarrolló la mayor parte de su carrera como escritor.


Italo Calvino siendo entrevistado en 1958.
Italo Calvino nació en Santiago de las Vegas cerca de La Habana en Cuba,1 donde trabajaba su padre Mario, agrónomo, quien dirigía una estación experimental de agronomía. Su madre, Evelina Mameli, oriunda de Cerdeña, se había licenciado en ciencias naturales.
En 1925, sin embargo, volvieron a San Remo donde los padres dirigen una estación experimental de floricultura, dos años después, en 1927, nació su hermano, Floriano, quien más tarde llegaría a ser un geólogo de fama internacional, además de docente universitario.
Durante su infancia, Calvino recibió una educación laica y antifascista, de acuerdo con la actitud de sus padres que se proclamaban librepensadores. Fue a la escuela infantil St. George College. Después, durante la elemental, a la Scuole Valdesi, e hizo la secundaria en el regio Ginnasio-Liceo G.D. Cassini. Tras ello, en 1941, se matriculó en la facultad de agronomía de la Universidad de Turín, donde su padre enseñaba agricultura tropical.
Sin embargo, al poco tiempo estalla la Segunda Guerra Mundial y Calvino interrumpe sus estudios. En 1943, fue llamado al servicio militar por la República Social Italiana. Calvino desertó y se unió a las Brigadas Partisanas Garibaldi junto con su hermano. Mientras sus padres quedaban como rehenes de los alemanes.
Una vez acabada la guerra, se mudó a Turín, donde colaboró en unos cuantos periódicos, se matriculó en Letras (se graduaría con una tesis sobre Joseph Conrad) y se afilió al Partido Comunista Italiano (PCI). Fue durante este período de su vida que entró en contacto con Cesare Pavese, quien hizo que fuese contratado por la editorial Einaudi, donde ya trabajaba Elio Vittorini.
El ambiente de la editorial fue fundamental en la formación cultural de Calvino. Ya en 1947 publicó su primera novela: Il sentiero dei nidi di ragno, basada en sus experiencias como partisano. Y en 1949, un volumen de cuentos: Ultimo viene il corvo. Las dos obras fueron escritas dentro de la estética del neorrealismo italiano, a pesar de que, especialmente la primera, tiene un tono de fábula. De esta misma época, y también de temática neorrealista y obrera, con influencias visibles de Pavese, es una novela inconclusa que se tendría que haber titulado I giovani del Po. Calvino buscaba entonces una escritura objetiva e intentaba definir la condición del hombre de nuestra época.
En 1952, siguiendo el consejo de Vittorini, abandonó la literatura realistico-social y picaresca para dedicarse a una especie de narración aparentemente fantástica pero que podía ser leída en diferentes niveles interpretativos. Se trata de la trilogía llamada I nostri antenati, una representación alegórica del hombre contemporáneo. Forman parte de ella tres novelas: El vizconde demediado, El barón rampante y El caballero inexistente. La segunda, quizás la más famosa, es fruto de la decepción ideológica del autor que, tras la Invasión de Hungría por la URSS (1956), había abandonado el PCI y apartado el compromiso político.
Aparte de esto, durante los primeros años sesenta, Calvino publicó dos artículos (Il mare dell'oggetività y La sfida al labirinto) en los que enunciaba una poética ético-cognoscitiva que intentaba definir la situación del hombre contemporáneo dentro de un mundo cada vez más complejo y difícil de descifrar. Entraba así en contacto con una corriente naciente de neo-vanguardia, en cuya poética Calvino veía una profundización en las razones de la tecnología y la industria.
En 1963 publicó La giornata d'uno scrutatore, un libro que, de alguna manera, apareció fuera de lugar y a destiempo. Mientras el llamado Gruppo 63 proponía textos rupturistas, Calvino publicó un texto que era todo lo contrario a los ideales neo-vanguardistas del citado grupo: una novela sociológica, psicológica e ideológica.
Aquel mismo año publicó Marcovaldo, ovvero le stagioni in città una recopilación de fábulas modernas en las cuales se evidencia el contraste entre naturaleza y progreso.
En 1964 hizo un viaje a Cuba que le permitió visitar la casa donde había vivido con sus padres y realizar diversos encuentros, uno de los cuales fue con Ernesto Che Guevara. El 19 de febrero, en La Habana, se casaba con la argentina Esther Judit Singer, Chichita. Juntos se fueron a vivir a Roma, donde un año después nacerá su hija Giovanna. La atmósfera cultural italiana había cambiado mucho. La neo-vanguardia había consolidado sus posiciones de prestigio y el estructuralismo y la semiología se habían convertido en las ciencias sociales a las que todos se referían. De estos años son Le Cosmicomiche (1965), una recopilación de cuentos aparentemente de ciencia-ficción pero que en realidad se basan en una corriente fantástica y surreal. Y Ti con zero (Tiempo cero) de 1967 que comparte muchas de estas características.
En 1967 se trasladó a París, incrementó su interés por las ciencias naturales y la sociología y entró en contacto con el grupo Oulipo. Il castello dei destini incrociati (1969), La taverna dei destini incrociati (1973), Le città invisibili (1972) y Se una notte d'inverno un viaggiatore (1979), las obras que pertenecen a su llamada época combinatoria, son una muestra de como influyeron en Italo Calvino estos contactos. El método de construcción de estas obras se basa en la utilización de las diferentes combinaciones de un cierto número de elementos (como las figuras del tarot en Il castello...), que dan origen potencialmente a innumerables acontecimientos.
En 1980 volvió a Roma junto con su familia. En 1983 publicó Palomar, en el cual la anécdota se reduce al máximo, en favor de las reflexiones metafísicas y las descripciones.
Italo Calvino padeció un ataque de ictus cerebral en 1985, en Roccamare de Castiglione della Pescaia donde pasaba las vacaciones. Estaba trabajando en una serie de conferencias que tenía que impartir en la Universidad Harvard (y que serían publicadas póstumamente con el título de Lezioni americane, o en español Seis propuestas para el próximo milenio). Fue llevado al hospital de Santa Maria della Scala, pero no pudo superar la noche del 18 al 19 de septiembre y murió.
Póstumamente se publicaron, entre otros libros: Sotto il sole giaguaro, La strada di San Giovanni y Prima che tu dica pronto.
El neorrealismo más que una escuela fue una manera de sentir común a los jóvenes escritores que después de la Segunda Guerra Mundial se sentían depositarios de una realidad social nueva. Fue en este clima intelectual que Italo Calvino concibió una breve novela Il sentiero dei nidi di ragno y un cierto número de cuentos que aparecerían agrupados bajo el título de Ultimo viene il corvo. Los dos libros revelan un escritor con una singular capacidad para representar la realidad, conjugando el compromiso político y la literatura de una manera espontánea y ligera. Según contaba el propio escritor, después de la guerra había intentado contar su experiencia partisana en primera persona, pero sin obtener resultados satisfactorios. Cuando, en cambio, empezó a escribir las historias que no le afectaban personalmente y adoptó un punto de vista objetivo consiguió un trabajo a la altura de sus propósitos. Sus recuerdos de adolescente y las luchas partisanas se convirtieron en oportunidades para el conocimiento del mundo: cada gesto intenta desvelar su significado.
En Il sentiero dei nidi di ragno, la adopción del punto de vista de Pin —el adolescente protagonista de la narración— hace posible el carácter fabuloso y fantástico del libro. Mediante esta técnica el escritor puede describir la realidad como si se tratase de un sueño pero sin hacerle perder consistencia. Le permite, además, escribir una novela sobre la resistencia sin caer en una retórica excesiva.
Con este libro, Calvino inicia un modo de trabajar que se convertirá en una de sus características intrínsecas: la simplificación de la forma narrativa de manera que toda la obra se convierte en algo legible por diferentes tipos de lector, incluso por lectores no demasiado atentos.
Calvino siempre se había sentido atraído por la literatura popular, especialmente por el mundo de las fábulas.
I nostri antenati: Con Il visconte dimezzato va un poco más allá en su camino de la invención fantástica. Ahora se instala completamente dentro del campo de la fábula y de la fabulación. Si eso permite una primera lectura en cierta manera superficial, pero agradable, la novela tiene, además, otra lectura más alegórica y simbólica, ésta, cargada de significados históricos y políticos, públicos y privados (demediamiento como división entre ética e ideología, entre bloques políticos y como división entre ilusión y realidad). La conclusión de la novela sería, pues, una invitación a la moderación y al equilibrio, ya que nadie es depositario de la verdad absoluta.
Muchas de estas características se encuentran también en las otras dos novelas que completan la trilogía. El protagonista de Il barone rampante (El barón rampante) es el alter ego del autor que acaba de abandonar el Partido Comunista y la idea de la literatura como mensaje político. El hombre, a su entender, se ha de desvincular de los condicionamientos ideológicos y políticos, de las ideas preconcebidas y de las imposiciones intelectuales. La novela, ambientada en la Italia del siglo XVIII es al mismo tiempo una reivindicación ilustrada de la realidad.
En Il cavaliere inesistente (El caballero inexistente) esta fe en la realidad, sin embargo, ha entrado en crisis. La realidad parece algo irracional. Y el pesimismo de Calvino se hace más profundo.
Aparte de la producción alegórica y simbólica, Calvino también produce una narrativa que tiene como objeto, a pesar de mantener la contaminación proveniente del mundo de lo fabuloso y a menudo del absurdo, la realidad contemporánea al autor. Reexamina la sociedad y el lugar que el intelectual (a quien niega unas posibilidades reales de intervención) ocupa en ella. Este dualismo narrativa-literatura ideológica no sólo se encuentra en Calvino. Es igualmente presente en otros autores italianos de la época. Un ejemplo de ello es Elio Vittorini. Sin embargo, Calvino resuelve el dilema aceptando una literatura en la cual sólo un lector atento sea capaz de percibir más de un nivel de lectura. Vittorini, en cambio, no conseguirá resolver esta contradicción y acabará por no aceptar una literatura no-ideológica y renunciará a la escritura (1956).
Aparte de la trilogía también pertenecen a este periodo dos libros más: Marcovaldo y La giornata d'uno scrutatore
Marcovaldo ovvero Le stagioni in città se articula en dos series publicadas en dos fechas diferentes (1958 y 1963), lo que permite apreciar la evolución del autor. La primera serie se acerca más al terreno de la fábula, mientras que la segunda trata los mismos temas —los temas de la sociedad urbana— pero llevándolos, en cambio, de manera irónica hacia el absurdo. En cierta manera, además, se puede decir que el personaje central de Marcovaldo prefigura el de Palomar y su peculiar mirada sobre la realidad.
En 1963 Calvino acaba con una fase de su producción literaria que coincide, aunque sea de manera aproximada, con la década de los cincuenta. Su despedida de esta década es La giornata d'uno scrutatore. Un militante comunista actúa como interventor electoral (scrutatore) del Partido Comunista de Italia en un manicomio. Este hecho le hará entrar en crisis cuando se enfrente con la irracionalidad. Según dijo el propio autor, los temas tratados en el libro, la infelicidad, el dolor o la responsabilidad de la procreación nunca se había atrevido a tocarlos hasta entonces. La giornata supondrá, además, una suerte de relación de su propio recorrido ideológico.
Después vendrá Sfida al labirinto (dell'esistenza) donde Calvino toma posición el debate sobre el lugar a ocupar por el intelectual que, según él, ha de individuar los modelos teóricos éticos y cognoscitivos que nos puedan permitir entender, aunque sea de manera parcial, el caos de la realidad y dar así un sentido a nuestra existencia.
Sin embargo, dos libros, en los que se aprecia el influjo de diferentes ciencias, Le cosmicomiche y Ti con zero (Tiempo cero) abrirán una nueva fase de ciencia-ficción. En verdad, no obstante, no nos encontramos delante de libros de ciencia-ficción. Lo que Calvino hace es reflejar una peculiar proyección de su análisis humano y social. De hecho, en los últimos cuentos de Ti con zero, los protagonistas ya no son los mismos que en el resto del libro o en Le cosmicomiche, por decirlo de alguna manera, ya no son tan de ciencia-ficción, sino que son personas normales que buscan una solución científica a sus problemas. Calvino se pregunta hasta qué punto la razón y la ciencia pueden modificar la relación concreta del hombre con el mundo. La búsqueda existencial, aunque frustrada, no se interrumpirá nunca.
En los años sesenta, Calvino se apunta a una nueva manera de hacer literatura, entendida ya como artificio, ya como un juego combinatorio. A su entender, hay que hacer visible la estructura de la narración para el lector y así aumentar su complicidad. Es en esta época cuando Calvino se acerca a una clase de escritura que podría ser definida como combinatoria porque el mismo mecanismo que permite escribir asume un papel central en el interior de la obra. Calvino, de hecho, se ha convencido de que el universo lingüístico ha suplantado a la realidad y concibe la novela como un mecanismo que juega con las posibles combinaciones de las palabras. A pesar de que este aspecto puede ser considerado como el más cercano a la neo-vanguardia, Calvino se distancia de ella tanto por su estilo como por su lenguaje, extremadamente compresibles ambos.
Esta nueva concepción de Calvino es fruto de numerosas influencias: el estructuralismo y la semiología, las lecciones impartidas por Roland Barthes sobre el ars combinatoria, el acercamiento al Oulipo de Raymond Queneau, la escritura laberíntica de Jorge Luis Borges, además de la relectura del Tristram Shandy de Laurence Sterne a quien definirá como el padre de todas la novelas de vanguardia de nuestro siglo.
Cristalización de esta nueva concepción de la literatura será Il Castello dei destini incrociati (1969) al que se añadirá en 1973 La Taverna dei destini incrociati y donde el recorrido narrativo es confiado a la combinación de las cartas del tarot. Un grupo de viajeros se encuentran en un castillo. Cada uno de ellos tendrá una aventura que contar pero no pueden porque han perdido la voz. Para comunicarse, por tanto, utilizan las cartas del tarot y así reconstruyen, gracias a las cartas, los sucesos que les han ocurrido. En este libro, Calvino utiliza las cartas del tarot como un sistema de señales, como un auténtico lenguaje propio. Cada figura impresa depende del contexto en el que es pronunciada. El intento de Calvino consiste en quitar la máscara de los mecanismos que están en la base de todas las narraciones. La novela, pues, va más allá de sí misma, ya que es una reflexión sobre su propia naturaleza y configuración.
Este juego combinatorio también ocupa un lugar central en su siguiente libro, Le città invisibili (1972) (Las ciudades invisibles), una especie de reescritura del Libro de las maravillas de Marco Polo, en el que es el veneciano quien describe a Kublai Khan las ciudades de su imperio. Estas ciudades, sin embargo, no existen en otro lugar que en la imaginación de Marco Polo, viven nada más que dentro de sus palabras. Por tanto, para Calvino, la narración puede crear mundos, pero no pude destruir «el infierno de los vivos» que está a nuestro alrededor y para combatirlo, como se sugiere en la conclusión de la novela, no se puede hacer otra cosa que no sea dar valor a aquello que no es infierno.
En Las ciudades invisibles la exhibición de los mecanismos combinatorios de la narración todavía es más explicita que el El Castillo..., lo es incluso en la estructura misma de la novela, segmentada en textos breves que se suceden dentro de un estructura de marco.
Las ciudades..., de hecho, está compuesta por nueve capítulos, cada uno dentro de un marco en cursiva en el cual sucede el diálogo entre el emperador de los tártaros, Kublai Khan, y Marco Polo. Dentro de los capítulos se narra la descripción de cincuenta ciudades, según unos núcleos temáticos. Esta construcción arquitectónica compleja está indudablemente dirigida a la reflexión del lector sobre las modalidades compositivas de la obra. En este sentido, Las ciudades invisibles es una novela fuertemente metatextual, ya que induce a la producción de reflexiones sobre sí mismo y sobre el funcionamiento de la narrativa en general.
Sin embargo, la obra más metanarrativa de Calvino es seguramente Se una notte d'inverno un viaggiatore (1979). En esta novela, más que en ninguna otra, Calvino desnuda los mecanismos de la narración, desencadenando una reflexión sobre la práctica de la escritura y sobre las relaciones entre el escritor y el lector. El libro lo forman diez capítulos insertos en un marco: en verdad los capítulos son diez incipit de otras tantas novelas. En el marco, sin embargo, se narra la historia entre el Lector y la Ludmilla, la Lectora, una aventura tradicional a la que no le falta el final feliz. La narración empieza con el Lector que va a comprar un ejemplar de la novela de Calvino Se una notte d'inverno... pero que después de unas cuantas páginas descubre que el libro está defectuoso, está compuesto por cuentos todos iguales. Vuelve entonces a la librería y allí encuentra a Ludmilla (a quien le ha ocurrido lo mismo). Así empieza una historia compuesta sólo con principios de novelas. Cada vez que Ludmilla y el Lector se sumergen en una novela por la que se apasionan, la narración se interrumpe por los más diversos motivos. Al final el Lector no conseguirá completar la lectura de las novelas, pero se casará con la Lectora a quien, en la cama, antes de apagar la luz, dirá que está acabando de leer Se una notte d'inverno un viaggiatore de Italo Calvino. Los diez principios de que se compone el libro corresponden cada uno a un tipo diferente de narración. Con este ejercicio de estilo a la manera de Queneau, Calvino ejemplifica cuales son los modelos y los estilos de la novela moderna (desde el de neo-vanguardia hasta en neo-realista, desde el existencial al fantástico y surreal). En la base de la narración está encajado el esquema de las Mil y una noches, dentro del que Calvino coloca las sugerencias y las solicitudes provenientes de la novela contemporánea.
Se una notte d'inverno... es substancialmente un juego en el que Calvino, casi de manera provocativa, hace gala de sus trucos de narrador. Pero es un juego serio, casi dramático, porque quiere mostrar la imposibilidad de conseguir el conocimiento de la realidad. La novela tuvo un éxito considerable, tanto en Italia, como en otros países, especialmente en los Estados Unidos, donde fue leído de manera inmediata como un ejemplo de literatura posmoderna. Obras. Orlando furioso. 2013.Un misterio en el laberinto.2013.Seis propuestas para el próximo milenio 2012.El camino de San Giovanni 2012.La hormiga argentina. 2012.La entrada en guerra 2011.Correspondencia (1940-1985) 2010.Por qué leer a los clásicos 2009.Mundo escrito y mundo no escrito 2006.Cuentos populares italianos 2003.Ermitaño en París. Páginas autobiográficas 2001 (2004).La gran bonanza de las antillas 1991.(2012).Bajo el sol jaguar 1988 (2010).Cuentos fantásticos del siglo XIX 1985 (2005).Seis propuestas para un nuevo milenio 1985.Palomar 1983 (2001). Colección de arena 1980 (2001).De fábula 1980. Punto y aparte. Ensayos sobre literatura y sociedad 1980 (2013).Si una noche de invierno un viajero 1979.La taberna de los destinos cruzados 1973.Las ciudades invisibles 1972 (2013).Los amores difíciles 1970 (2009). El castillo de los destinos cruzados 1969. Irene, la prostituta más grande del mundo 1968.Tiempo cero 1966.Las cosmicómicas 1965 (2011).La jornada de un interventor electoral 1963 (2012).Marcovaldo 1963 Nuestros antepasados 1960. El caballero inexistente 1959.La nube de smog1958.El barón rampante 1957.La especulación inmobiliaria.1957 (2010).El vizconde demediado.1952 (2010).Los jóvenes del Po. 1951. Por último, el cuervo.1949.El sendero de los nidos de araña 1947. (2010).
Semblanza biográfica: Wikipedia. Texto:literatura.us. Bibliografía:lecturalia.com. Foto:internet

El cuento del domingo

 

Roberto Bolaño

 

El retorno 

 

 Tengo una buena y mala noticia. La buena es que existe la vida (o algo parecido) después de la vida. La mala es que Jean-Claude Villeneuve es necrófilo.
Me sobrevino la muerte en una discoteca de París a las cuatro de la mañana. Mi médico me lo había advertido pero hay cosas que son superiores a la razón. Erróneamente creí (algo de lo que aún ahora me arrepiento) que el baile y la bebida no constituían la más peligrosa de mis pasiones. Además, mi rutina de cuadro medio en FRACSA contribuía a que cada noche buscara en los locales de moda de París aquello que no se encontraba en mi trabajo ni en lo que la gente llama vida interior: el calor de una cierta desmesura.Pero prefiero no hablar o hablar lo menos posible de eso. Me había divorciado hacía poco y tenía treintaicuatro años cuando acaeció mi deceso. Yo apenas me di cuenta de nada. De repente un pinchazo en el corazón y el rostro de Cecile Lamballe, la mujer de mis sueños, que permanecía impertérrito, y la pista de baile que daba vueltas de forma por demás violenta absorbiendo a los bailarines y a las sombras, y luego un breve instante de oscuridad.
Después de todo siguió tal como lo explican en algunas películas y sobre este punto me gustaría decir algunas palabras.
En vida no fui una persona inteligente ni brillante. Sigo sin serlo (aunque he mejorado mucho). Cuando digo inteligente en realidad quiero decir reflexivo. Pero tengo un cierto empuje y un cierto gusto. Es decir, no soy un patán. Objetivamente hablando, siempre he estado lejos de ser un patán. Estudié empresariales, es cierto, pero eso no me impidió leer de vez en cuando una buena novela, ir de vez en cuando al teatro, y frecuentar con más asiduidad que el común de la gente las salas cinematográficas. Algunas películas las vi por obligación, empujado por mi ex esposa. El resto las vi por vocación de cinéfilo.
Como tantas otras personas yo también fui a ver Ghost, no sé si la recuerdan, un éxito en taquilla, aquella con Demi Moore y Whoopy Goldberg, esa a donde a Patrick Swayze lo matan y el cuerpo queda tirado en una calle de Manhattan, tal vez un callejón, en fin, una calle sucia, mientras el espíritu de Patrick Swayze se separa de su cuerpo, en un alarde de efectos especiales (sobre todo para la época), y contempla estupefacto su cadáver. Bueno, pues a mi (efectos especiales aparte) me pareció una estupidez. Una solución fácil, digna del cine americano, superficial y nada creíble
Cuando me llegó mi turno, sin embargo, fue exactamente eso lo que sucedió. Me quedé de piedra. En primer lugar, por haberme muerto, algo que siempre resulta inesperado, excepto, supongo, en el caso de algunos suicidas y después por estar interpretando involuntariamente una de las peores escenas de Ghost. Mi experiencia, entre otras mil cosas, me hace pensar que tras la puerilidad de los norteamericanos a veces se esconde algo que los europeos no podemos o no queremos entender. Pero después de morirme no pensé en eso. Después de morirme de buen grado me hubiera puesto a reír a gritos.
Uno a todo se acostumbra y además aquella madrugada yo me sentía mareado o borracho, no por haber ingerido bebidas alcohólicas la noche de mi deceso, que no lo hice, fue mas bien una noche de jugos de piña mezclados con cerveza sin alcohol, sino por la impresión de estar muerto, por el miedo de estar muerto y no saber que venia después. Cuando uno se muere el mundo real semueve un poquito y eso contribuye al mareo. Es como si de repente cogieras unas gafas con otra graduación, no muy diferente de la tuya, pero distintas. Y lo peor es que tu sabes que son tus gafas la que has cogido, no unas gafas equivocadas. Y el mundo real se mueve un poquito a la derecha, un poquito para abajo, la distancia que te separa de un objeto determinado cambia imperceptiblemente, y ese cambio uno lo percibe como un abismo, y el abismo contribuye a tu mareo pero tampoco importa.
Dan ganas de llorar o rezar. Los primeros minutos del fantasma son minutos de nocaut inminente. Quedas como un boxeador tocado que se mueve por el ring en el dilatado instante en que el ring se está evaporando. Pero luego te tranquilizas y generalmente lo que sueles hacer es seguir a la gente que va contigo, a tu novia, a tus amigos, o, por el contrario, a tu cadáver.
Yo iba con Cecile Lambelle, la mujer de mis sueños, iba con ella cuando me morí y a ella la vi antes de morirme, pero cuando mi espíritu se separó de mi cuerpo ya no la vi por ninguna parte. La sorpresa fue considerable y la decepción mayúscula, sobre todo si lo pienso ahora, aunque entonces no tuve tiempo para lamentarlo. Allí estaba, mirando mi cuerpo tirado en el suelo en una pose grotesca, como si en medio del baile y del ataque al corazón me hubiera desmadejado del todo, o como sino hubiera muerto de un paro cardiaco sino lanzándome de la azotea de un rascacielos, y lo único que hacia era mirar y dar vueltas y caerme, pues me sentía absolutamente mareado, mientras un voluntario de los que nunca faltan me hacia la respiración artificial ( o se la hacia a mi cuerpo) y luego otro me golpeaba el corazón y luego a alguien se le ocurría desconectar la música y una especie de murmullo de desaprobación recorría toda la discoteca, bastante llena pese a lo avanzado de la noche, y la voz grave de un camarero o de un tipo de seguridad ordenada que nadie me tocara, que había que esperar la llegada de la policía y del juez, y aunque yo estaba grogui me hubiera gustado decirles que siguieran intentándolo, que siguieran reanimándome, pero la gente estaba cansada y cuando alguien nombró a la policía todos se echaron para atrás y mi cadáver se quedó solo en un costado de la pista, con los ojos cerrados, hasta que un alma caritativa me echó un mantel por encima para cubrir eso que ya estaba definitivamente muerto.
Después llegó la policía y unos tipos que certificaron lo que ya todo el mundo sabia, y después llegó el juez y sólo entonces yo me di cuenta de que Cecile Lamballe se había esfumado de la discoteca, así que cuando levantaron mi cuerpo y lo metieron en una ambulancia, yo seguí a los enfermeros y me introduje en la parte de atrás del vehiculo y me perdí con ellos en el triste y exhausto amanecer de París.
Qué poca cosa me pareció entonces mi cuerpo o mi ex cuerpo (no sé como expresarme al respecto), abocado a la maraña de la burocracia de la muerte. Primero me llevaron a los sótanos de un hospital aunque a ciencia cierta no podría asegurar que aquello fuera un hospital, en donde una joven con gafas ordenó que me desnudaran y luego, ya sola, estuvo mirándome y tocándome durante unos instantes. Luego me pusieron una sabana y en otra habitación sacaron una copia completa de mis huellas dactilares. Luego me volvieron a llevar a la primera sala, en donde no había nadie esta vez y en donde permanecí un tiempo que a mi me pareció largo y que no sabría medir en horas. Tal vez sólo fueran unos minutos, pero yo cada vez estaba mas aburrido.
Al cabo de un rato vino a buscarme un camillero negro que me llevó a otro piso subterráneo, en donde me entregó a un par de jovenzuelos también vestidos de blanco, pero que desde el primer momento, no sé por qué, me dieron mala espina. Tal vez fuera la manera de hablar, pretendidamente sofisticada, que delataba a un par de artistas plásticos de ínfima categoría, tal vez fueran los pendientes hexagonales que sugerían de forma vaga unos animales escapados de un bestiario, fantástico y que aquella temporada usaban los modernos que circulan por las discotecas a las que yo con irresponsable frecuencia acudí.
Los nuevos enfermeros anotaron algo en un libro, hablaron con el negro durante unos minutos (no sé de qué hablaron) y luego el negro se fue y nos quedamos solos. Es decir, en la habitación estaban los dos jóvenes detrás de la mesa, rellenando formularios y parloteando entre ellos, mi cadáver sobre la camilla, cubierto de pies a cabeza, y yo a un lado de mi cadáver, con la mano izquierda apoyada en el reborde metálico de la camilla, intentando pensar cualquier cosa que contribuyera a clarificar mis días venideros, si es que iba a haber días venideros, algo que no tenia nada claro en aquel instante.
Después uno de los jóvenes se acercó a la camilla y me destapó (o destapó mi cadáver) y durante unos segundos estuvo observándome con la expresión pensativa que nada bueno presagiaba. Al cabo de un rato volvió a cubrirlo y arrastraron, entre los dos, la camilla hasta la habitación vecina, una suerte de panal helado que pronto descubrí era depósito en donde se acumulaban los cadáveres. Nunca hubiera imaginado que tanta gente moría en París en el transcurso de una noche cualquiera. Introdujeron mi cuerpo en un nicho refrigerado y se marcharon. Yo no los conseguí.
Allí, en la morgue, me pasé todo aquel día. A veces me asomaba a la puerta, que tenia una ventanita de cristal, y miraba la hora en el reloj de pared de la habitación vecina. Poco a poco fue remitiendo la sensación de mareo aunque en algún momento tuve una crisis de pánico, en la que pensé en el infierno y en el paraíso, en la recompensa y en el castigo, pero esta clase de terror irrazonable no se prolongó mucho tiempo. La verdad es que empecé a sentirme mejor.
En el transcurso del día fueron llegando nuevos cadáveres, pero ningún fantasma acompañaba a su cuerpo, y a eso de las cuatro de la tarde un joven miope me hizo la autopsia y luego dictaminó las causas accidentales de mi muerte. Debo reconocer que yo no tuve estomago para ver como abrían mi cuerpo. Pero fui hasta la sala de autopsias y escuché como el forense y su ayudante, una chica bastante agraciada, trabajaban, eficientes y rápidos, tal como seria deseable que hicieran su trabajo todos los funcionarios de los servicios públicos, mientras yo esperaba de espaldas, contemplando las baldosas de color marfil de la pared. Después me lavaron y me cosieron y un camillero me volvió a llevar a la morgue.
Hasta las once de la noche permanecí allí, sentado en el suelo debajo de mi nicho refrigerado, y aunque en algún momento pensé que me iba a quedar dormido ya no tenida sueño ni forma de conciliarlo, y con lo que hice fue seguir reflexionando sobre mi vida pasada y sobre el enigmático porvenir (por llamarlo de alguna manera) que tenía delante de mí. El trasiego, que durante el día había sido como un goteo constante aunque apenas perceptible, a partir de las diez de la noche cesó o se mitigó de forma considerable. A las once y cinco volvieron a aparecer los jóvenes de los pendientes hexagonales. Me sobresalté cuando abrieron la puerta. Sin embargo ya me estaba acostumbrando a mi condición fantasmal y tras reconocerlos seguí sentado en el suelo, pensando en la distancia que me separaba ahora de Cecile Lamballe, infinitamente mayor de la que mediaba entre ambos cuando yo aún estaba vivo. Siempre nos damos cuenta de las cosas cuando ya no hay remedio. En la vida tuve miedo de ser juguete (o algo menos que un juguete) en manos de Cecile y ahora que estaba muerto ese destino, antes origen de mis insomnios y de mi inseguridad rampante, se me antojaba dulce y no carente incluso de cierta elegancia y de cierto peso: la solidez de lo real.
Pero hablaba de los camilleros modernos. Los vi cuando entraron en la morgue y aunque no dejé de percibir en sus gestos una cautela que se contradecía con su forma de ser pegajosamente felina, de pretendidos artistas de discoteca, al principio de presté atención a sus movimientos, a sus cuchicheos, hasta que uno de ellos abrió el nicho donde reposaba mi cadáver.
Entonces me levanté y me puse a mirarlos. Con gestos de profesionales consumados pusieron mi cuerpo en una camilla. Luego arrastraron la camilla fuera de la morgue y se perdieron por un corredor largo, con una suave pendiente en subida, que iba a dar directamente al parking del edificio. Por un instante pensé que estaban robando mi cadáver. Mi delirio de Cecile Lamballe, el rostro blanquísimo de Cecile Lamballe, que emergía de la oscuridad del parking y les daba a los camilleros seudoartistas el pago estipulado por el rescate de mi cadáver. Pero en el parking no había nadie, lo que demuestra que yo aún estaba lejos de recobrar mi raciocinio o siquiera serenidad.
Durante unos instantes volví a sentir el mareo de los primeros minutos de fantasma mientras los seguía con cierta timidez e inseguridad por las inhóspitas hileras de coches. Luego metieron mi cadáver en el maletero de un Renault gris, con la carrocería llena de pequeñas abolladuras, y salimos del vientre de aquel edificio, que ya empezaba a considerar mi casa, hacia la noche libérrima de París.
No recuerdo ya por qué avenidas y calles transitamos. Los camilleros iban drogados, según pude colegir tras un vistazo más concienzudo, y hablaban de gente que estaba muy por encima de sus posibilidades sociales. No tardé e confirmar mi primera impresión: eran unos pobres diablos, y sin embargo algo en su actitud, que por momentos parecía esperanza y por momentos inocencia, hizo que me sintiera próximo a ellos. En el fondo, nos parecíamos, no ahora ni en los momentos previos a mi muerte, sino en la imagen que guardaba en mí mismo a los veintidós años o a los veinticinco, cuando aún estudiaba y creía que el mundo algún día se iba a rendir a mis pies.
El Renault se detuvo junto a una mansión en unos de los barrios más exclusivos de París. Eso, al menos, fue lo que creí. Uno de los seudoartistas se bajó del coche y tocó un timbre. Al cabo de un rato una voz que surgió de la oscuridad le ordenó, no, le sugirióque se pusiera un poco más a la derecha y que levantara la barbilla. El camillero siguió las instrucciones y levantó la cabeza. El otro se asomó a la ventanilla del coche y saludó con la mano en dirección a una cámara de televisión que nos observaba desde lo alto de la verja. La voz carraspeó (en ese momento supe que iba a conocer dentro de poco a un hombre retraído en grado extremo) y dijo que podíamos pasar.
Al instante la verja se abrió con un ligero chirrido y el coche se internó por un camino pavimentado que caracoleaba por un jardín lleno de árboles y plantas cuyo insinuado descuido correspondía más a un capricho que a dejadez. Nos detuvimos en uno de los laterales de la casa. Mientras los camilleros bajaban mi cuerpo del maletero la contemplé con desaliento y admiración. Nunca en toda mi vida había estado en una cada como aquella. Parecía antigua. Sin duda debía de valer una fortuna. Poco más es lo que sé de arquitectura.
Entramos por unas de las puertas de servicio. Pasamos por la cocina, impoluta y fría como la cocina de un restaurante que llevara muchos años cerrado, y recorrimos un pasillo en penumbra al final del cual tomamos un ascensor que nos llevó hasta el sótano. Cuando las puertas del aseador se abrieron allí estaba Jean-Claude Villeneuve. Lo reconocí de inmediato. El pelo largo y canoso, las gafas de cristales gruesos, la mirada gris que insinuaba a un niño desprotegido, los labios delgados y firmes que delataban, por el contrario, a un hombre que sabia muy bien lo que quería. Iba vestido con pantalones vaqueros y camiseta blanca de manga corta. Su atuendo me resultó chocante pues las fotos que yo había visto de Villeneuve siempre lo mostraban vestido con elegancia. Discreto, sí, pero elegante. El Villeneuve que tenía ante mí, por el contrario, parecía un viejo rockero insomne. Su andar, si embargo, era inconfundible: se movía con la misma inseguridad que tantas veces había visto en la televisión, cuando al final de sus colecciones de otoño-invierno o de primavera-verano saltaba a la pasarela, se diría que casi por obligación, arrastrado por sus modelos favoritas a recibir el aplauso unánime del público.
Los camilleros pusieron mi cadáver sobre un diván verde oscuro y retrocedieron unos pasos, a la espera del dictamen de Villeneuve. Este se acercó, me destapó la cara y luego sin decir nada se dirigió a un pequeño escritorio de madera noble (supongo) de donde extrajo un sobre. Los camilleros recibieron el sobre, que con casi toda probabilidad contenía una suma importante de dinero, aunque ninguno de los dos se molestó en contarlo, y luego uno de ellos dijo que pasarían a las siete de la mañana del día siguiente a recogerme y se marcharon. Villeneuve ignoró sus palabras de despedida. Los camilleros desaparecieron por donde habíamos entrado, oí el ruido del ascensor y después silencio. Villeneuve, sin prestarle atención a mi cuerpo, encendió un monitor de televisión. Miré por encima de su hombro. Los seudoartistas estaban junto a la verja, esperando a que Villeneuve les franqueara la salida. Después el coche se perdió por la calle de aquel barrio tan selecto y la puerta metálica se cerró con un chirrido seco.
A partir de ese momento todo en mi nueva vida sobrenatural empezó a cambiar, a acelerarse en fases que se distinguían perfectamente unas de otras pese a la rapidez con que se sucedían. Villeneuve se acercó a un mueble muy parecido a un minibar de un hotel cualquiera y sacó un refresco de manzana. Lo destapó, comenzó a beberlo directamente de la botella y apagó el monitor de vigilancia. Sin dejar de beber puso música. Una música que yo nunca había oído, o tal vez si, pero entonces la escuché con atención y me pareció que era la primera vez: guitarras, eléctricas, un piano, un saxo, algo triste y melancólico pero también fuerte, como si el espíritu del músico no diera un brazo a torcer. Me acerqué al aparato con la esperanza de ver el nombre del músico en la tapa del compact disc pero no vi nada. Sólo en rostro de Villeneuve que en la penumbra me pareció extraño, como si al quedarse solo y beber refresco de manzana se hubiera acalorado de improvisto. Distinguí una gota de sudor en medio de su mejilla. Una gota minúscula que bajaba lentamente hacia el mentón. También creí percibir un ligero estremecimiento.
Después Villeneuve dejó el vaso al lado del aparato de música y se aproximó a mi cuerpo. Durante un rato me estuvo mirando como si no supiera qué hacer, lo cual no era cierto, o como si intentara adivinar qué esperanzas y deseos palpitaron alguna vez en aquel bulto envuelto en una funda de plástico que ahora tenía a su merced. Así permaneció un rato. Yo no sabía, siempre he sido un ingenuo, cuáles eran sus intenciones. Si lo hubiera sabido me habría puesto nervioso. Pero no lo sabía, de manera que me senté en uno de los confortables sillones de cuero que había en la habitación y esperé.
Entonces Villeneuve deshizo con extremo cuidado el envoltorio que contenía mi cuerpo hasta dejar la funda arrugada debajo de mis piernas y luego (tras dos o tres minutos interminables) retiró del todo la funda y dejó mi cadáver desnudo sobre el diván tapizado en cuero verde. Acto seguido se levantó, pues todo lo anterior lo había hecho de rodillas, y se sacó la camisa e hizo una pausa sin dejar de mirarme y fue entonces cuando yo e levanté y me acerqué un poco y vi mi cuerpo desnudo, más gordito de lo que hubiera deseado, pero no mucho, los ojos cerrados y una expresión ausente, y vi el torso de Villeneuve, algo que pocos han visto, pues nuestro modisto es famoso entre tantas otras cosas por su discreción y nunca se habían publicado fotos de él en la playa, por ejemplo, y luego busqué la expresión de Villeneuve, para adivinar qué iba a suceder a continuación, pero lo único que vi fue su rostro tímido, mas tímido que en las fotos, de hecho infinitamente más tímido que en las fotos que aparecían en las revistas de moda o del corazón.
Villeneuve se despojó de los pantalones y de los calzoncillos y se tumbó junto a mi cuerpo. Ahí si que lo entendí todo y me quedé mudo de asombro. Lo que sucedió a continuación cualquiera puede imaginárselo pero tampoco fue una bacanal. Villeneuve me abrazó, me acarició, me besó castamente en los labios. Me masajeó el pene y los testículos con una delicadeza similar a la que alguna vez empleó Cecile Lamballe, la mujer de mis sueños, y al cabo de un cuarto de hora de arrumacos en la penumbra comprobé que estaba empalmado. Dios mío, pensé, ahora me va a sodomizar. Pero no fue así. El modisto, para mi sorpresa, se corrió frotándose contra uno de mis muslos. En ese momento hubiera querido cerrar los ojos, pero no pude. Experimenté sensaciones encontradas: disgusto por lo que veía, agradecimiento por no ser sodomizado, sorpresa por ser Villeneuve quien era, rencor contra los camilleros por haber venido o alquilado mi cuerpo, incluso vanidad por ser involuntariamente el objeto del deseo de uno de los hombres más famosos de Francia.
Después de correrse Villeneuve cerró los ojos y suspiró. En ese suspiro creí percibir una ligera señal de hastío. Acto seguido se incorporó y durante y durante unos segundos permaneció sentado en el diván, dándole la espalda a mi cuerpo, mientras se limpiaba con la mano el miembro que aun goteaba. Debería darle vergüenza, dije.
Desde que había muerto era la primera vez que hablaba. Villeneuve levantó la cabeza, en modo alguno sorprendido o en cualquier caso con una sorpresa mucho menor de la que hubiera experimentado yo en su lugar, mientras con una mano buscaba las gafas que estaban sobre la moqueta.
En el acto comprendí que me había oído. Me pareció un milagro. De pronto sentí tan feliz que le perdoné su anterior lascivia. Sin embargo, como un idiota, repetí: debería darle vergüenza. ¿Quién está ahí?, dijo Villeneuve. Soy yo, dije, el fantasma del cuerpo al que usted acaba de violar. Villeneuve empalideció y luego sus mejillas se colorearon, todo de forma casi simultánea. Temí que fuera a sufrir un ataque al corazón o que muriera del susto, aunque la verdad es que muy asustado no se le veía.
No hay problema, dije conciliador, está perdonado.
Villeneuve encendió la luz y buscó por todos los rincones de la habitación. Creí que se había vuelto loco, pues era evidente que allí sólo estaba él y que de ocultarse otra persona éste tenía que ser un pigmeo o aún mas pequeño que un pigmeo, un gnomo. Luego comprendí que el modisto, contra lo que yo pensaba, no estaba loco sino que más bien hacía gala de unos nervios de acero: no buscaba a una persona sino un micrófono. Mientras me tranquilizaba sentí una oleada de simpatía por él. Su forma metódica de desplazarse por la habitación me pareció admirable. Yo en su lugar hubiera escapado como alma que lleva el diablo.
No soy ningún micrófono, dije. Tampoco soy una cámara de televisión. Por favor, procure calmarse, siéntese y charlemos. Sobre todo, no tenga miedo de mí. No voy a hacerle nada. Eso le dije y cuando terminé de hablar me callé vi que Villeneuve, tras vacilar imperceptiblemente, seguía buscando. Lo dejé hacer. Mientras él desordenaba la habitación yo permanecí sentado en uno de los confortables sillones. Luego se me ocurrió algo. Le sugerí que nos encerráramos en una habitación pequeña (pequeña como un ataúd, fue el termino exacto que empleé), una habitación en donde fuera impensable la instalación de micrófonos o cámaras y en donde yo le seguiría hablando hasta que pudiera convencerlo de cuál era mi naturaleza o mejor dicho mi nueva naturaleza. Después, mientras él reflexionaba sobre mi proposición, yo pensé a mi vez que me había expresado mal, pues en modo alguno podía llamar naturaleza a mi estado de fantasma. Mi naturaleza seguía siendo, a todas luces, la de un ser vivo. Sin embargo era evidente que yo no estaba vivo. Por un instante se me ocurrió la posibilidad de que todo fuera un sueño. Con el valor de los fantasmas me dije que si era un sueño lo mejor (y lo único) que podía hacer era seguir soñando. Por experiencia sé que intentar despertarse de golpe de una pesadilla es inútil y además añade dolor al dolor o terror al terror.
Así que repetí mi oferta y esta vez Villeneuve dejó de buscar y se quedó quieto (contemplé con detenimiento su rostro tantas veces visto en las revistas de papel satinado, y la expresión que vi fue la misma, es decir una expresión de soledad y de elegancia, aunque ahora por su frente y por sus mejillas se deslizaban unas pocas pero significativas gotas de sudor). Salió de la habitación. Lo seguí. En medio de un largo pasillo se detuvo y dijo ¿sigue usted conmigo? Su voz me sonó extrañamente simpática, llena de matices que se acercaba, por distintos caminos, a una calidez no sé si real o quimérica.
Aquí estoy, dije.
Villeneuve hizo un gesto con la cabeza que no comprendía y siguió recorriendo su mansión, deteniéndose en cada habitación y sala de estar o rellano y preguntándome si aun estaba con el, pregunta que yo ineluctablemente respondía en cada ocasión, procurando darle a mi voz un tono distendido, o al menos intentando singularizar mi voz (que en vida fue siempre una voz más bien vulgar, del montón), influido, qué duda cabe, por la voz delgada (en ocasiones casi un pito) y sin embargo extremadamente distinguida del modisto. Es mas, a cada respuesta añadía, con miras a conseguir una mayor credibilidad, detalles del lugar en que nos encontrábamos, por ejemplo, si había una lámpara con una pantalla de color tabaco y pie de hierro labrado, y Villeneuve asentía o me corregía, el pie de lámpara es de hierro forjado o de hierro colado, podía decirme, con los ojos, eso si, fijos en el suelo, como si temiera que de improviso yo me materializara o como si no quisiera avergonzarme, y entonces yo le decía: perdone, no me he fijado bien, o: eso quise decir. Y Villeneuve movía la cabeza de forma ambigua, como si efectivamente aceptara mis excusas o como si se estuviera haciendo una idea más cabal del fantasma que le había tocado en suerte.
Y así recorrimos toda la casa, y mientras íbamos de un sitio a otro Villeneuve cada vez estaba o se le veía mas tranquilo y yo estaba cada vez mas nervioso, pues la descripción de objetos nunca ha sido mi fuerte, máxime si esos objetos no eran objetos de uso común, o si esos objetos eran cuadros de pintores contemporáneos que seguramente valían una fortuna pero sus autores para mí eran unos perfectos desconocidos, o si esos objetos eran figuras que Villeneuve había ido reuniendo después de sus viajes (de incógnito) por el mundo.
Hasta que llegamos a una pequeña habitación en donde no había nada, ni un solo mueble, si una sola luz, una habitación revestida de una capa de cemento, e donde nos encerramos y quedamos a oscuras. La situación, a primera vista, parecía embarazosa, pero para mí fue como un segundo o un tener nacimiento, es decir, para mí fue el inicio de la esperanza y al mismo tiempo la conciencia desesperada de la esperanza. Allí Villeneuve dijo: descríbame el sitio en donde estamos ahora. Y yo le dije que aquel lugar era como la muerte, pero no como la muerte real sino como imaginamos la muerte cuando estamos vivos. Y Villeneuve dijo: descríbalo todo está oscuro, dije yo. Es como un refugio atómico. Y añadí que el alma se encogía en un sitio así e iba a seguir enumerando lo que sentía, el vacío que se había instalado en mi alma mucho antes de morir y del que sólo ahora tenia conciencia, pero Villeneuve me interrumpió, dijo que con eso bastaba, que me creía, y abrió de golpe la puerta.
Lo seguí hasta la sala principal de la casa, en donde se sirvió un whisky y precedió a pedirme perdón, con pocas y medidas frases, por lo que había hecho con mi cuerpo. Está usted perdonado, le dije. Soy una persona de mente abierta. En realidad ni siquiera estoy seguro de lo que significa tener una mente abierta, pero sentí que era mí deber hacer tabla rasa y despejar nuestra futura relación de culpabilidades y rencores.
Se preguntará usted por qué hago lo que hago, dijo Villeneuve.
Le aseguré que no tenía intención de pedirle explicaciones. Sin embargo Villeneuve insistió en dármelas. Con cualquier otra persona aquello se hubiera convertido en una velada de lo mas desagradable, pero quien hablaba era Jean-Claude Villeneuve, el mas grande modisto de Francia, es decir del mundo, y el tiempo se me fue volando mientras odia una historia sucinta de su infancia y adolescencia, de su juventud, de sus reservas en material sexual, de sus experiencias con algunos hombres y con algunas mujeres, de su inveterada soledad, de su mórbido deseo de no causar daño a nadie que tal vez encubría el oculto deseo de que nadie le hiciese daño a él, de sus gustos artísticos que admiré y envidié con toda mi alma, de su inseguridad crónica, de sus disputas con algunos modistos famosos, de sus primeros trabajos para una casa de alta costura, de sus viajes iniciáticos sobre los que no quiso profundizar, de su amistad con tres de las mejores actrices del cine europeo, de su relación con el par de seudoartistas de la morgue que le conseguían de tanto en tanto cadáveres con los que pasaba solo una noche, de su fragilidad, de su fragilidad que se asemejaba a una demolición en cámara lenta e infinita, hasta que por las cortinas de la sala principalse deslizaron las primeras luces de la mañana y Villeneuve dio por concluida su larga exposición.
Permanecimos en silencio durante un largo rato. Supe que ambos estábamos si no exultantes de alegría sí razonablemente felices.
Poco después llegaron los camilleros. Villeneuve miró al suelo y me preguntó que debía hacer. Después de todo, el cuerpo que venían a buscar era el mío. Le di las gracias por la delicadeza de preguntármelo pero al mismo tiempo le aseguré que me encontraba más allá de esas preocupaciones. Haga lo que suele hacer, le dije. ¿Se marchará usted?, dijo él. Mi decisión hacia rato que estaba tomada, sin embargo fingí reflexionar durante unos segundos antes de decirle que no, que no me iba a marchar. Si a él no le importaba, claro. Villeneuve pareció aliviado. No me importa, al contrario, dijo. Entonces sonó un timbre y Villeneuve encendió los monitores y flanqueó el paso a los alquiladores de cadáveres, que entraron sin decir una palabra.
Agotado por los sucesos de la noche, Villeneuve no se levantó del sofá. Los seudoartistas lo saludaron, me pareció que uno de ellos tenía ganas de charla, pero el otro le dio un empujón y ambos bajaron sin más a buscar mi cadáver. Villeneuve tenía los ojos cerrados y parecía dormido. Yo seguí a los camilleros al sótano. Mi cadáver yacía semicubierto por la funda de la morgue. Ví como lo metían en ella y lo cargaban hasta depositarlo otra vez en el maletero del coche. Lo imaginé allí, en el frío, hasta que un pariente o mi ex mujer acudiera a reclamarlo. Pero no hay que darle espacio al sentimentalismo, pensé, y cuando el coche de los camilleros dejó el jardín y se perdió en aquella calle arbolada y elegante no sentí ni el más leve asomo de nostalgia o de tristeza o de melancolía.
Al volver a la sala Villeneuve seguía en el sillón y hablaba solo (aunque no tardé en descubrir que él creía que hablaba conmigo) mientras con los brazos entrecruzados temblaba de frío. Me senté en una silla junto a él, una silla de madera labrada y respaldo de terciopelo, de cara a la ventana y al jardín y a la hermosa luz de la mañana, y lo dejé seguir hablando todo lo que quisiera.
Roberto Bolaño Ávalos (Santiago, 28 de abril de 1953Barcelona, 15 de julio de 20031 ).Escritor y poeta chileno, cuya novela Los detectives salvajes ganó los premios Herralde 1998 y Rómulo Gallegos 1999. Después de su muerte Bolaño se ha convertido en uno de los escritores más influyentes en lengua española, como lo demuestran las numerosas publicaciones consagradas a su obra y el hecho de que tres novelas —además de la ya citada, 2666 y la breve Estrella distante— figuren en los 15 primeros lugares de la lista confeccionada en 2007 por 81 escritores y críticos latinoamericanos y españoles con los mejores 100 libros en lengua castellana de los últimos 25 años.2
Hijo de León Bolaño y Victoria Ávalos, Roberto pasó su infancia en las ciudades de Los Ángeles, Valparaíso, Quilpué, Viña del Mar y Cauquenes. Fue un escolar con problemas de dislexia.3 A los 15 años, en 1968, se trasladó con su familia a México, donde continuó sus estudios secundarios que abandonó definitivamente a los 17. Durante su adolescencia fue un asiduo visitante de la biblioteca pública de la Ciudad de México.
En 1973 regresó a Chile con el propósito de apoyar el proceso de reformas socialistas de Salvador Allende. Tras un largo viaje en autobús y barco (atravesando prácticamente toda América Latina) llegó a Chile pocos días antes del golpe de estado del 11 de septiembre; al poco tiempo fue detenido cerca de Concepción y liberado ocho días después gracias a la ayuda de un antiguo compañero de estudios en Cauquenes que se encontraba entre los policías que debían custodiarlo. Se piensa que esta experiencia podría haber originado su cuento Detectives, publicado en Llamadas telefónicas.4
Sobre su posición política, él mismo comentó que no le gustaba "la unanimidad sacerdotal, clerical, de los comunistas. Siempre he sido de izquierda y no me iba a hacer de derechas porque no me gustaban los clérigos comunistas, entonces me hice trotskista. Lo que pasa que luego, cuando estuve entre los trotskistas, tampoco me gustaba la unanimidad clerical de los trotskistas, y terminé siendo anarquista [...]. Ya en España encontré muchos anarquistas y empecé a dejar de ser anarquista. La unanimidad me jode muchísimo".5

El infrarrealismo

Después de pasar una breve estadía en El Salvador con Roque Daltón y la guerrilla del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional,6 regresa a México, donde junto al poeta Mario Santiago Papasquiaro (quien serviría de modelo para Ulises Lima en Los detectives salvajes) fundó el movimiento infrarrealista, que, surgido a partir de reuniones y tertulias en el Café La Habana de la calle Bucareli, se opuso radicalmente a los poderes dominantes en la poesía mexicana y al establishment literario de ese país, que tenía a Octavio Paz como su figura preponderante.
El movimiento infrarrealista tuvo como guía romper con lo oficial y establecerse como vanguardia. Si bien se agruparon bajo el apelativo de infrarrealistas alrededor de quince poetas (entre ellos Roberto Matta, Óscar Altamirano Carmona, José Rosas Ribeyro y Rubén Medina), Roberto Bolaño y Mario Santiago Papasquiaro fueron los exponentes estilísticamente más sólidos, destacando ambos por una poesía cotidiana, disonante y con varios elementos dadaístas. Santiago cultivó este género hasta el final de su vida pero Bolaño lo fue abandonando poco a poco por la prosa, aunque él mismo nunca dejó de considerarse poeta.
Respecto a su relación con este movimiento, comentó el escritor Juan Villoro: "Se podría sostener que el infrarrealismo lo determinó como escritor de la misma forma que el alejamiento de la corriente le permitió iniciar su carrera como novelista. México para él fue central, porque lo determinó como escritor (...) el México nocturno, el México de las calles, del habla cotidiana, de un destino quebrado y a veces trágico y el humor lo cautivaron. No es casualidad que sus dos novelas más grandes las haya centrado en México, Los detectives salvajes y 2666."7

Europa

Emigró a España, concretamente a Cataluña, donde ya vivía su madre. Allí desempeñó diversos oficios, como vendimiador en verano, vigilante nocturno de un camping en Castelldefels o vendedor en un almacén de barrio, para más tarde dedicarse por completo a la literatura. Finalmente se instala en Blanes.
Em 1982 se casa con Carolina López, catalana que trabaja en los servicios sociales, con quien tiene un hijo y una hija: Lautaro y Alexandra.
En 1998 Bolaño ganó el Premio Herralde de Novela gracias su obra Los detectives salvajes, por la que también obtuvo el Premio Rómulo Gallegos8 en 1999. Sobre esta novela, Enrique Vila-Matas escribió: "Los detectives salvajes —vista así— sería una grieta que abre brechas por las que habrán de circular nuevas corrientes literarias del próximo milenio. Los detectives salvajes es, por otra parte, mi propia brecha; es una novela que me ha obligado a replantearme aspectos de mi propia narrativa. Y es también una novela que me ha infundido ánimos para continuar escribiendo, incluso para rescatar lo mejor que había en mí cuando empecé a escribir."9
En 2004, un año después de su muerte, Bolaño obtuvo el Premio Salambó a la mejor novela escrita en español, por 2666. El jurado destacó el nivel y diversidad de los cinco finalistas, todos ellos "libros nobles, respetables y muy notables", considerando sin embargo a éste "el resumen de una obra de mucho peso, donde se decanta lo mejor de la narrativa de Roberto Bolaño (...) que supone un gran riesgo y lleva al extremo el lenguaje literario de su autor".10
Bolaño falleció el martes 15 de julio de 2003 en el hospital Valle de Hebrón de Barcelona tras pasar diez días en coma como consecuencia de una insuficiencia hepática. Dejó inconclusa la novela 2666, en la que llevó al extremo su capacidad fabuladora, esta vez en torno a un personaje, Benno von Archimboldi, mediante el que retoma la figura del escritor desaparecido.
Tras su muerte, la obra de Bolaño ha conocido una mayor difusión en el mundo de habla hispana pero también en Francia y Estados Unidos, donde estuvo en la lista de los 10 mejores libros del año de algunos de los más prestigiosos medios, como el The New Yorker, Slate y Bookforum.11
Semblanza biográfica:Wikipedia.Texto:  El cuento del día. Foto:internet