El cuento del domingo

Gabriel García Márquez

El avión de la bella durmiente

Era bella, elástica, con una piel tierna del color del pan y los ojos de almendras verdes, y tenía el cabello liso y negro y largo hasta la espalda, y una aura de antigüedad que lo mismo podía ser de Indonesiá que de los Andes. Estaba vestida con un gusto sutil: chaqueta de lince, blusa de seda natural con flores muy tenues, pantalones de lino crudo, y unos zapatos lineales del color de las bugambilias. “Esta es la mujer más bella que he visto en mi vida”, pensé, cuando la vi pasar con sus sigilosos trancos de leona, mientras yo hacía la cola para abordar el avión de Nueva York en el aeropuerto Charles de Gaulle de París. Fue una aparición sobrenatural que existió sólo un instante y, desapareció en la muchedumbre del vestíbulo.
Eran las nueve de la mañana. Estaba nevando desde la noche anterior, y el tránsito era más denso que de costumbre en las calles de la ciudad, y más lento aún en la autopista, y había camiones de carga alineados a la orilla, y automóviles humeantes en la nieve. En el vestíbulo del aeropuerto, en cambio, la vida seguía en primavera.
Yo estaba en la fila de registro detrás de una anciana holandesa que demoró casi una hora discutiendo el peso de sus once maletas. Empezaba a aburrirme cuando vi la aparición instantánea que me dejó sin aliento, así que no supe cómo terminó el altercado, hasta que la empleada me bajó de las nubes con un reproche por mi distracción. A modo de disculpa le pregunté si creía en los amores a primera vista. “Claro que sí”, me dijo. “Los imposibles son los otros”. Siguió con la vista fija en la pantalla,de la computadora, y me preguntó qué asiento prefería: fumar o no fumar.
—Me da lo mismo —le dije con toda intención—, siempre que no sea al lado de las once maletas.
Ella lo agradeció con una sonrisa comercial sin apartar la vista de la pantalla fosforescente.
—Escoja un número —me dijo—: tres, cuatro o siete.
—Cuatro.
Su sonrisa tuvo un destello triunfal.
—En quince años que llevo aquí —dijo—, es el primero que no escoge el siete.
Marcó en la tarjeta de embarque el número del asiento y me la entregó con el resto de mis papeles, mirándome por primera vez con unos ojos color de uva que me sirvieron de consuelo mientras volvía a ver la bella. Sólo entonces me advirtió que el aeropuerto acababa de cerrarse y todos los vuelos estaban diferidos.
—¿Hasta cuándo?
—Hasta que Dios quiera —dijo con su sonrisa. La radio anunció esta mañana que será la nevada más grande del año.
Se equivocó: fue la más grande del siglo. Pero en la sala de espera de la primera clase la primavera era tan real que había rosas vivas en los floreros y hasta la música enlatada parecía tan sublime y sedante como lo pretendían sus creadores. De pronto se me ocurrió que aquel era un refugio adecuado para la bella, y la busqué en los otros salones, estremecido por mi propia audacia. Pero la mayoría eran hombres de la vida real que leían periódicos en inglés mientras sus mujeres pensaban en otros, contemplando los aviones muertos en la nieve a través de las vidrieras panorámicas, contemplando las fábricas glaciales, los vastos sementeras de Roissy devastados por los leones. Después del mediodía no había un espacio disponible, y el calor se había vuelto tan insoportable que escapé para respirar.
Afuera encontré un espectáculo sobrecogedor. Gentes de toda ley habían desbordado las salas de espera, y estaban acampadas en los corredores sofocantes, y aun en las escaleras, tendidas por los suelos con sus animales y sus niños, y sus enseres de viaje. Pues también la comunicación con la ciudad estaba interrumpida, y el palacio de plástico, transparente parecía una inmensa cápsula espacial varada en la tormenta. No pude evitar la idea de que también la bella debía estar en algún lugar en medio de aquellas hordas mansas, y esa fantasía me infundió nuevos ánimos para esperar.
A la hora del almuerzo habíamos asumido nuestra conciencia de náufragos. Las colas se hicieron interminables frente a los siete restaurantes, las cafeterías, los bares atestados, y en menos de tres horas tuvieron que cerrarlos porque no había nada qué comer ni beber. Los niños, que por un momento parecían ser todos los del mundo, se pusieron a llorar al mismo tiempo, y empezó a levantarse de la muchedumbre un olor de rebaño. Era el tiempo de los instintos. Lo único que alcancé a comer en medio de la rebatiña fueron los dos últimos vasos de helado de crema en una tienda infantil. Me los tomé poco a poco en el mostrador, mientras los camareros ponían las sillas sobre las mesas a medida que se desocupaban, y viéndome a mí mismo en el espejo del fondo, con el último vasito de cartón y la última cucharita de cartón, y pensando en la bella.
El vuelo de Nueva York, previsto para las once de la mañana, salió a las ocho de la noche. Cuando por fin logré embarcar, los pasajeros de la primera clase estaban ya en su sitio, y una azafata me condujo al mío. Me quedé sin aliento. En la poltrona vecina, junto a la ventanilla, la bella estaba tomando posesión de su espacio con el dominio de los viajeros expertos. “Si alguna vez escribiera esto, nadie me lo creería”, pensé. Y apenas si intenté en mi media lengua un saludo indeciso que ella no percibió.
Se instaló como para vivir muchos años, poniendo cada cosa en su sitio y en su orden, hasta que el lugar quedó tan bien dispuesto como la casa ideal donde todo estaba al alcance de la mano. Mientras lo hacía, el sobrecargo nos llevó la champaña de bienvenida. Cogí una copa para ofrecérsela a ella, pero me arrepentí a tiempo. Pues sólo quiso un vaso de agua, y le pidió al sobrecargo, primero en un francés inaccesible y luego en un inglés apenas más fácil, que no la despertara por ningún motivo durante el vuelo. Su voz grave y tibia arrastraba una tristeza oriental.
Cuando le llevaron el agua, abrió sobre las rodillas un cofre de tocador con esquinas de cobre, como los baúles de las abuelas, y sacó dos pastillas doradas de un estuche donde llevaba otras de colores diversos. Hacía todo de un modo metódico y parsimonioso, como si no hubiera nada que no estuviera previsto para ella desde su nacimiento. Por último bajó la cortina de la ventana, extendió la poltrona al máximo, se cubrió con la manta hasta la cintura sin quitarse los zapatos, se puso el antifaz de dormir, se acostó de medio lado en la poltrona, de espaldas a mí, y durmió sin una sola pausa, sin un suspiro, sin un cambio mínimo de posición, durante las ocho horas eternas y los doce minutos de sobra que duró el vuelo a Nueva York.
Fue un viaje intenso. Siempre he creído que no hay nada más hermoso en la naturaleza que una mujer hermosa, de modo que me fue imposible escapar ni un instante al hechizo de aquella criatura de fábula que dormía a mi lado. El sobrecargo había desaparecido tan pronto como despegamos, y fue reemplazado por una azafata cartesiano que trató de despertar a la bella para darle el estuche de tocador y los auriculares para la música. Le repetí la advertencia que ella le había hecho al sobrecargo, pero la azafata insistió para oír de ella misma que tampoco quería cenar. Tuvo que confirmárselo el sobrecargo, v aun así me reprendió porque la bella no se hubiera colgado en el cuello el cartoncito con la orden de no despertarla.
Hice una cena solitaria, diciéndome en silencio lo que le hubiera dicho a ella si hubiera estado despierta. Su sueño era tan estable, que en cierto momento tuve la inquietud de que las pastillas que se había tomado no fueran para dormir sino para morir. Antes de cada trago, levantaba la copa y brindaba.
—A tu salud, bella.
Terminada la cena apagaron las luces, dieron la película para nadie, y los dos quedamos solos en la penumbra del mundo. La tormenta más grande del siglo había pasado, y la noche del Atlántico era inmensa y limpida, y el avión parecía inmóvil entre las estrellas. Entonces la contemplé palmo a palmo durante varias horas, y la única señal de vida que pude percibir fueron las sombras de los sueños que pasaban por su frente como las nubes en el agua. Tenía en el cuello una cadena tan fina que era casi invisible sobre su piel de oro, las orejas perfectas sin puntadas para los aretes, las uñas rosadas de la buena salud, y un anillo liso en la mano izquierda. Como no parecía tener más de veinte años me consolé con la idea de que no fuera un anillo de bodas sino el de un noviazgo efímero. “Saber que duermes tú, cierta, segura, cauce fiel de abandono, línea pura, tan cerca de mis brazos maniatados”, pensé, repitiendo en la cresta de espúmas,de champaña el soneto magistral de Gerardo Diego. Luego extendí la poltrona a la altura de la suya, y quedamos acostados más cerca que en una cama matrimonial. El clima de su respiración era el mismo de la voz, y su piel exhalaba un hálito tenue que sólo podía ser el olor propio de su belleza. Me parecía increíble: en la primavera anterior había leído una hermosa novela de Yasunarl Kawabata sobre los ancianos burgueses de Kyoto que pagaban sumas enormes para pasar la noche contemplando a las muchachas más bellas de la ciudad, desnudas y narcotizadas, mientras ellos agonizaban de amor en la misma cama. No podían despertarlas, ni tocarlas, y ni siquiera lo intentaban, porque la esencia de¡ placer era verlas dormir. Aquella noche, velando el sueño de la bella, no sólo entendí aquel refinamiento senil, sino que lo viví a plenitud.
—Quién iba a creerlo —me dije, con el amor propio exacerbado por la champaña—: Yo, anciano japonés a estas alturas.
Creo que dormí varias horas, vencido por la champaña y los fogonazos mudos de la película, Y desperté con la cabeza agrietada. Fui al baño. Dos lugares detrás del mío yacía la anciana de las once maletas despatarrada de mala manera en la poltrona. Parecía un muerto olvidado en el campo de batalla. En el suelo, a mitad del pasillo, estaban sus lentes de leer con el collar de cuentas de colores, y por un instante disfruté de la dicha mezquina de no recogerlos.
Después de desahogarme de los excesos de champaña me sorprendí a mí mismo en el espejo, indigno y feo, y me asombré de que fueran tan terribles los estragos del amor. De pronto el avión se fue a pique, se enderezó como pudo, y prosiguió volando al galope. La orden de volver al asiento se encendió. Salí en estampida, con la ilusión de que sólo las turbulencias de Dios despertaran a la bella, y que tuviera que refugiarse en mis brazos huyendo del terror. En la prisa estuve a punto de pisar los lentes de la holandesa, y me hubiera alegrado. Pero volví sobre mis pasos, los recogí, y se los puse en el regazo, agradecido de pronto de que no hubiera escogido antes que yo el asiento número cuatro.
El sueño de la bella era invencible. Cuando el avión se estabilizó, tuve que resistir la tentación de sacudirla con cualquier pretexto, porque lo único que deseaba en aquella última hora de vuelo era verla despierta, aunque fuera enfurecida, para que yo pudiera recobrar mi libertad, y tal vez mi juventud. Pero no fui capaz. “Carajo”, me dije, con un gran desprecio. “¡Por qué no nací Tauro!”.
Despertó sin ayuda en el instante en que se encendieron los anuncios del aterrizaje, y estaba tan bella y lozana como si hubiera dormido en un rosal. Sólo entonces caí en la cuenta de que los vecinos de asiento en los aviones, igual que los matrimonios viejos, no se dan los buenos días al despertar. Tampoco ella. Se quitó el antifaz, abrió los ojos radiantes, enderezó la poltrona, tiró a un lado la manta, se sacudió las crines que se peinaban solas con su propio peso, volvió a ponerse el cofre en las rodillas, y se hizo un maquillaje rápido y superfluo, que le alcanzó justo para no mirarme hasta que la puerta se abrió. Entonces se puso la chaqueta de lince, pasó casi por encima de mí con una disculpa convencional en castellano puro de las Américas, y se fue sin despedirse siquiera, sin agradecerme al menos lo mucho que hice por nuestra noche feliz, y desapareció hasta el sol de hoy en la amazonia de Nueva York.
Gabriel José de la Concordia García Márquez (Aracataca, 6 de marzo de 1927), mejor conocido como Gabriel García Márquez.Escritor, novelista, cuentista, guionista y periodista colombiano. En 1982 recibió el Premio Nobel de Literatura.
Es conocido familiarmente y por sus amigos como Gabito (hipocorístico guajiro para Gabriel), o por su apócope Gabo desde que Eduardo Zalamea Borda subdirector del diario El Espectador, comenzara a llamarle así.
Los abuelos eran dos personajes bien particulares y marcaron el periplo literario del futuro Nobel: el coronel Nicolás Márquez, veterano de la guerra de los Mil Días, le contaba al pequeño Gabriel infinidad de historias de su juventud y de las guerras civiles del siglo XIX, lo llevaba al circo y al cine, y fue su cordón umbilical con la historia y con la realidad. Doña Tranquilina Iguarán, su cegatona abuela, se la pasaba siempre contando fábulas y leyendas familiares, mientras organizaba la vida de los miembros de la casa de acuerdo con los mensajes que recibía en sueños: ella fue la fuente de la visión mágica, supersticiosa y sobrenatural de la realidad. Entre sus tías la que más lo marcó fue Francisca, quien tejió su propio sudario para dar fin a su vida.
Gabriel García Márquez aprendió a escribir a los cinco años, en el colegio Montessori de Aracataca, con la joven y bella profesora Rosa Elena Fergusson, de quien se enamoró: fue la primera mujer que lo perturbó. Cada vez que se le acercaba, le daban ganas de besarla: le inculcó el gusto de ir a la escuela, sólo por verla, además de la puntualidad y de escribir una cuartilla sin borrador.
En ese colegio permaneció hasta 1936, cuando murió el abuelo y tuvo que irse a vivir con sus padres al sabanero y fluvial puerto de Sucre, de donde salió para estudiar interno en el colegio San José, de Barranquilla, donde a la edad de diez años ya escribía versos humorísticos. En 1940, gracias a una beca, ingresó en el internado del Liceo Nacional de Zipaquirá, una experiencia realmente traumática: el frío del internado de la Ciudad de la Sal lo ponía melancólico, triste. Permaneció siempre con un enorme saco de lana, y nunca sacaba las manos por fuera de sus mangas, pues le tenía pánico al frío.
Sin embargo, a las historias, fábulas y leyendas que le contaron sus abuelos, sumó una experiencia vital que años más tarde sería temática de la novela escrita después de recibir el premio Nobel: el recorrido del río Magdalena en barco de vapor. En Zipaquirá tuvo como profesor de literatura, entre 1944 y 1946, a Carlos Julio Calderón Hermida, a quien en 1955, cuando publicó La hojarasca, le obsequió con la siguiente dedicatoria: "A mi profesor Carlos Julio Calderón Hermida, a quien se le metió en la cabeza esa vaina de que yo escribiera". Ocho meses antes de la entrega del Nobel, en la columna que publicaba en quince periódicos de todo el mundo, García Márquez declaró que Calderón Hermida era "el profesor ideal de Literatura".
En los años de estudiante en Zipaquirá, Gabriel García Márquez se dedicaba a pintar gatos, burros y rosas, y a hacer caricaturas del rector y demás compañeros de curso. En 1945 escribió unos sonetos y poemas octosílabos inspirados en una novia que tenía: son uno de los pocos intentos del escritor por versificar. En 1946 terminó sus estudios secundarios con magníficas calificaciones.
Estudiante de leyes
En 1947, presionado por sus padres, se trasladó a Bogotá a estudiar derecho en la Universidad Nacional, donde tuvo como profesor a Alfonso López Michelsen y donde se hizo amigo de Camilo Torres Restrepo. La capital del país fue para García Márquez la ciudad del mundo (y las conoce casi todas) que más lo impresionó, pues era una ciudad gris, fría, donde todo el mundo se vestía con ropa muy abrigada y negra. Al igual que en Zipaquirá, García Márquez se llegó a sentir como un extraño, en un país distinto al suyo: Bogotá era entonces "una ciudad colonial, (...) de gentes introvertidas y silenciosas, todo lo contrario al Caribe, en donde la gente sentía la presencia de otros seres fenomenales aunque éstos no estuvieran allí".
El estudio de leyes no era propiamente su pasión, pero logró consolidar su vocación de escritor, pues el 13 de septiembre de 1947 se publicó su primer cuento, La tercera resignación, en el suplemento Fin de Semana, nº 80, de El Espectador, dirigido por Eduardo Zalamea Borda (Ulises), quien en la presentación del relato escribió que García Márquez era el nuevo genio de la literatura colombiana; las ilustraciones del cuento estuvieron a cargo de Hernán Merino. A las pocas semanas apareció un segundo cuento: Eva está dentro de un gato.
En la Universidad Nacional permaneció sólo hasta el 9 de abril de 1948, pues, a consecuencia del "Bogotazo", la Universidad se cerró indefinidamente. García Márquez perdió muchos libros y manuscritos en el incendio de la pensión donde vivía y se vio obligado a pedir traslado a la Universidad de Cartagena, donde siguió siendo un alumno irregular. Nunca se graduó, pero inició una de sus principales actividades periodísticas: la de columnista. Manuel Zapata Olivella le consiguió una columna diaria en el recién fundado periódico El Universal.
El Grupo de Barranquilla
A principios de los años cuarenta comenzó a gestarse en Barranquilla una especie de asociación de amigos de la literatura que se llamó el Grupo de Barranquilla; su cabeza rectora era don Ramón Vinyes. El "sabio catalán", dueño de una librería en la que se vendía lo mejor de la literatura española, italiana, francesa e inglesa, orientaba al grupo en las lecturas, analizaba autores, desmontaba obras y las volvía a armar, lo que permitía descubrir los trucos de que se servían los novelistas. La otra cabeza era José Félix Fuenmayor, que proponía los temas y enseñaba a los jóvenes escritores en ciernes (Álvaro Cepeda Samudio, Alfonso Fuenmayor y Germán Vargas, entre otros) la manera de no caer en lo folclórico.
Gabriel García Márquez se vinculó a ese grupo. Al principio viajaba desde Cartagena a Barranquilla cada vez que podía. Luego, gracias a una neumonía que le obligó a recluirse en Sucre, cambió su trabajo en El Universal por una columna diaria en El Heraldo de Barranquilla, que apareció a partir de enero de 1950 bajo el encabezado de "La jirafa" y firmada por "Septimus".
En el periódico barranquillero trabajaban Cepeda Samudio, Vargas y Fuenmayor. García Márquez escribía, leía y discutía todos los días con los tres redactores; el inseparable cuarteto se reunía a diario en la librería del "sabio catalán" o se iba a los cafés a beber cerveza y ron hasta altas horas de la madrugada. Polemizaban a grito herido sobre literatura, o sobre sus propios trabajos, que los cuatro leían. Hacían la disección de las obras de Defoe, Dos Passos, Camus, Virginia Woolf y William Faulkner, escritor este último de gran influencia en la literatura de ficción de América Latina y muy especialmente en la de García Márquez, como él mismo reconoció en su famoso discurso "La soledad de América Latina", que pronunció con motivo de la entrega del premio Nobel en 1982: William Faulkner había sido su maestro. Sin embargo, García Márquez nunca fue un crítico, ni un teórico literario, actividades que, además, no son de su predilección: él prefirió y prefiere contar historias.
En esa época del Grupo de Barranquilla, García Márquez leyó a los grandes escritores rusos, ingleses y norteamericanos, y perfeccionó su estilo directo de periodista, pero también, en compañía de sus tres inseparables amigos, analizó con cuidado el nuevo periodismo norteamericano. La vida de esos años fue de completo desenfreno y locura. Fueron los tiempos de La Cueva, un bar que pertenecía al dentista Eduardo Vila Fuenmayor y que se convirtió en un sitio mitológico en el que se reunían los miembros del Grupo de Barranquilla a hacer locuras: todo era posible allí, hasta las trompadas entre ellos mismos.
También fue la época en que vivía en pensiones de mala muerte, como El Rascacielos, edificio de cuatro pisos, ubicado en la calle del Crimen, que alojaba también un prostíbulo. Muchas veces no tenía el peso con cincuenta para pasar la noche; entonces le daba al encargado sus mamotretos, los borradores de La hojarasca, y le decía: "Quédate con estos mamotretos, que valen más que la vida mía. Por la mañana te traigo plata y me los devuelves".
Los miembros del Grupo de Barranquilla fundaron un periódico de vida muy fugaz, Crónica, que según ellos sirvió para dar rienda suelta a sus inquietudes intelectuales. El director era Alfonso Fuenmayor, el jefe de redacción Gabriel García Márquez, el ilustrador Alejandro Obregón, y sus colaboradores fueron, entre otros, Julio Mario Santo domingo, Meira del Mar, Benjamín Sarta, Juan B. Fernández y Gonzalo González.
Periodismo y literatura
A principios de 1950, cuando ya tenía muy adelantada su primera novela, titulada entonces La casa, acompañó a doña Luisa Santiaga al pequeño, caliente y polvoriento Aracataca, con el fin de vender la vieja casa en donde él se había criado. Comprendió entonces que estaba escribiendo una novela falsa, pues su pueblo no era siquiera una sombra de lo que había conocido en su niñez; a la obra en curso le cambió el título por La hojarasca, y el pueblo ya no fue Aracataca, sino Macondo, en honor de los corpulentos árboles de la familia de las bombáceas, comunes en la región y semejantes a las ceibas, que alcanzan una altura de entre treinta y cuarenta metros.
En febrero de 1954 García Márquez se integró en la redacción de El Espectador, donde inicialmente se convirtió en el primer columnista de cine del periodismo colombiano, y luego en brillante cronista y reportero. El año siguiente apareció en Bogotá el primer número de la revista Mito, bajo la dirección de Jorge Gaitán Durán.
Duró sólo siete años, pero fueron suficientes, por la profunda influencia que ejerció en la vida cultural colombiana, para considerar que Mito señala el momento de la aparición de la modernidad en la historia intelectual del país, pues jugó un papel definitivo en la sociedad y cultura colombianas: desde un principio se ubicó en la contemporaneidad y en la cultura crítica. Gabriel García Márquez publicó dos trabajos en la revista: un capítulo de La hojarasca, el Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo (1955), y El coronel no tiene quien le escriba (1958). En realidad, el escritor siempre ha considerado que Mito fue trascendental; en alguna ocasión dijo a Pedro Gómez Valderrama: "En Mito comenzaron las cosas".
En ese año de 1955, García Márquez ganó el primer premio en el concurso de la Asociación de Escritores y Artistas; publicó La hojarasca y un extenso reportaje, por entregas, Relato de un náufrago, el cual fue censurado por el régimen del general Gustavo Rojas Pinilla, por lo que las directivas de El Espectador decidieron que Gabriel García Márquez saliera del país rumbo a Ginebra, para cubrir la conferencia de los Cuatro Grandes, y luego a Roma, donde el papa Pío XII aparentemente agonizaba. En la capital italiana asistió, por unas semanas, al Centro Sperimentale di Cinema.
Rondando por el mundo
Cuatro años estuvo ausente de Colombia. Vivió una larga temporada en París, y recorrió Polonia y Hungría, la República Democrática Alemana, Checoslovaquia y la Unión Soviética. Continuó como corresponsal de El Espectador, aunque en precarias condiciones, pues si bien escribió dos novelas, El coronel no tiene quien le escriba y La mala hora, vivía pobre a morir, esperando el giro mensual que El Espectador debía enviar pero que demoraba debido a las dificultades del diario con el régimen de Rojas Pinilla. Esta situación se refleja en El coronel, donde se relata la desesperanza de un viejo oficial de la guerra de los Mil Días aguardando la carta oficial que había de anunciarle la pensión de retiro a que tiene derecho. Además, fue corresponsal de El Independiente, cuando El Espectador fue clausurado por la dictadura, y colaboró también con la revista venezolana Élite y la colombianísima Cromos.
Su estancia en Europa le permitió a García Márquez ver América Latina desde otra perspectiva. Le señaló las diferencias entre los distintos países latinoamericanos, y tomó además mucho material para escribir cuentos acerca de los latinos que vivían en la ciudad luz. Aprendió a desconfiar de los intelectuales franceses, de sus abstracciones y esquemáticos juegos mentales, y se dio cuenta de que Europa era un continente viejo, en decadencia, mientras que América, y en especial Latinoamérica, era lo nuevo, la renovación, lo vivo.
A finales de 1957 fue vinculado a la revista Momento y viajó a Venezuela, donde pudo ser testigo de los últimos momentos de la dictadura del general Marcos Pérez Jiménez. En marzo de 1958, contrajo matrimonio en Barranquilla con Mercedes Barcha, unión de la que nacieron dos hijos: Rodrigo (1959), bautizado en la Clínica Palermo de Bogotá por Camilo Torres Restrepo, y Gonzalo (1962). Al poco tiempo de su matrimonio, de regreso a Venezuela, tuvo que dejar su cargo en Momento y asumir un extenuante trabajo en Venezuela Gráfica, sin dejar de colaborar ocasionalmente en Élite.
Pese a tener poco tiempo para escribir, su cuento Un día después del sábado fue premiado. En 1959 fue nombrado director de la recién creada agencia de noticias cubana Prensa Latina. En 1960 vivió seis meses en Cuba y al año siguiente fue trasladado a Nueva York, pero tuvo grandes problemas con los cubanos exiliados y finalmente renunció. Después de recorrer el sur de Estados Unidos se fue a vivir a México. No sobra decir que, luego de esa estadía en Estados Unidos, el gobierno de ese país le denegó el visado de entrada, porque, según las autoridades, García Márquez estaba afiliado al partido comunista. Sólo en 1971, cuando la Universidad de Columbia le otorgó el título de doctor honoris causa, le dieron un visado, aunque condicionado.
Recién llegado a México, donde García Márquez ha vivido muchos años de su vida, se dedicó a escribir guiones de cine y durante dos años (1961-1963) publicó en las revistas La Familia y Sucesos, de las cuales fue director. De sus intentos cinematográficos el más exitoso fue El gallo de oro (1963), basado en un cuento del mismo nombre escrito por Juan Rulfo, y que García Márquez adaptó con el también escritor Carlos Fuentes. El año anterior había obtenido el premio Esso de Novela Colombiana con La mala hora.
La consagración
Un día de 1966 en que se dirigía desde Ciudad de México al balneario de Acapulco, Gabriel García Márquez tuvo la repentina visión de la novela que durante 17 años venía rumiando: consideró que ya la tenía madura, se sentó a la máquina y durante 18 meses seguidos trabajó ocho y más horas diarias, mientras que su esposa se ocupaba del sostenimiento de la casa.
En 1967 apareció Cien años de soledad, novela cuyo universo es el tiempo cíclico, en el que suceden historias fantásticas: pestes de insomnio, diluvios, fertilidad desmedida, levitaciones... Es una gran metáfora en la que, a la vez que se narra la historia de las generaciones de los Buendía en el mundo mágico de Macondo, desde la fundación del pueblo hasta la completa extinción de la estirpe, se cuenta de manera insuperable la historia colombiana desde después del Libertador hasta los años treinta del presente siglo. De ese libro Pablo Neruda, el gran poeta chileno, opinó: "Es la mejor novela que se ha escrito en castellano después del Quijote". Con tan calificado concepto se ha dicho todo: el libro no sólo es la opus magnum de García Márquez, sino que constituye un hito en Latinoamérica, como uno de los libros que más traducciones tiene, treinta idiomas por lo menos, y que mayores ventas ha logrado, convirtiéndose en un verdadero bestseller mundial.
Después del éxito de Cien años de soledad, García Márquez se estableció en Barcelona y pasó temporadas en Bogotá, México, Cartagena y La Habana. Durante las tres décadas transcurridas, ha escrito cuatro novelas más, se han publicado tres volúmenes de cuentos y dos relatos, así como importantes recopilaciones de su producción periodística y narrativa.
Varios elementos marcan ese periplo: se profesionalizó como escritor literario, y sólo después de casi 23 años reanudó sus colaboraciones en El Espectador. En 1985 cambió la máquina de escribir por el computador. Su esposa Mercedes Barcha siempre ha colocado un ramo de rosas amarillas en su mesa de trabajo, flores que García Márquez considera de buena suerte. Un vigilante autorretrato de Alejandro Obregón, que el pintor le regaló y que quiso matar en una noche de locos con cinco tiros del calibre 38, preside su estudio. Finalmente, dos de sus compañeros periodísticos, Álvaro Cepeda Samudio y Germán Vargas Cantillo, murieron, cumpliendo cierta predicción escrita en Cien años de soledad.
Premio Nobel de Literatura
En la madrugada del 21 de octubre de 1982, García Márquez recibió en México una noticia que hacía ya mucho tiempo esperaba por esas fechas: la Academia Sueca le otorgó el ansiado premio Nobel de Literatura. Por ese entonces se hallaba exiliado en México, pues el 26 de marzo de 1981 había tenido que salir de Colombia, ya que el ejército colombiano quería detenerlo por una supuesta vinculación con el movimiento M-19 y porque durante cinco años había mantenido la revista Alternativa, de corte socialista.
La concesión del Nobel fue todo un acontecimiento cultural en Colombia y Latinoamérica. El escritor Juan Rulfo opinó: "Por primera vez después de muchos años se ha dado un premio de literatura justo". La ceremonia de entrega del Nobel se celebró en Estocolmo, los días 8, 9 y 10 de diciembre; según se supo después, disputó el galardón con Graham Greene y Gunther Grass.
Dos actos confirmaron el profundo sentimiento latinoamericano de García Márquez: a la entrega del premio fue vestido con un clásico e impecable liquiliqui de lino blanco, por ser el traje que usó su abuelo y que usaban los coroneles de las guerras civiles, y que seguía siendo de etiqueta en el Caribe continental. Con el discurso "La soledad de América Latina" (que leyó el miércoles 8 de diciembre de 1982 ante la Academia Sueca en pleno y ante cuatrocientos invitados y que fue traducido simultáneamente a ocho idiomas), intentó romper los moldes o frases gastadas con que tradicionalmente Europa se ha referido a Latinoamérica, y denunció la falta de atención de las superpotencias por el continente. Dio a entender cómo los europeos se han equivocado en su posición frente a las Américas, y se han quedado tan sólo con la carga de maravilla y magia que se ha asociado siempre a esta parte del mundo. Sugirió cambiar ese punto de vista mediante la creación de una nueva y gran utopía, la vida, que es a su vez la respuesta de Latinoamérica a su propia trayectoria de muerte.
El discurso es una auténtica pieza literaria de gran estilo y de hondo contenido americanista, una hermosa manifestación de personalidad nacionalista, de fe en los destinos del continente y de sus pueblos. Confirmó asimismo su compromiso con Latinoamérica, convencido desde siempre de que el subdesarrollo total, integral, afecta todos los elementos de la vida latinoamericana. Por lo tanto, los escritores de esta parte del mundo deben estar comprometidos con la realidad social total.
Con motivo de la entrega del Nobel, el gobierno colombiano, presidido por Belisario Betancur, programó una vistosa presentación folclórica en Estocolmo. Además, adelantó una emisión de sellos con la efigie de García Márquez dibujada por el pintor Juan Antonio Roda, con diseño de Dickens Castro y texto de Guillermo Angulo, a propósito de la cual el Nobel colombiano expresó: "El sueño de mi vida es que esta estampilla sólo lleve cartas de amor".
Desde que se conoció la noticia de la obtención del ambicionado premio, el asedio de periodistas y medios de comunicación fue permanente y los compromisos se multiplicaron. Sin embargo, en marzo de 1983 Gabo regresó a Colombia. En Cartagena lo esperaban doña Luisa Santiaga Márquez de García, en su casa del Callejón de Santa Clara, en el tradicional barrio de Manga, con un suculento sancocho de tres carnes (salada, cerdo y gallina) y abundante dulce de guayaba.
Después del Nobel, García Márquez se ratificó como figura rectora de la cultura nacional, latinoamericana y mundial. Sus conceptos sobre diferentes temas ejercieron fuerte influencia. Durante el gobierno de César Gaviria Trujillo (1990-1994), junto con otros sabios como Manuel Elkin Patarroyo, Rodolfo Llinás y el historiador Marco Palacios, formó parte de la comisión encargada de diseñar una estrategia nacional para la ciencia, la investigación y la cultura. Pero, quizás, una de sus más valientes actitudes ha sido el apoyo permanente a la revolución cubana y a Fidel Castro, la defensa del régimen socialista impuesto en la isla y su rechazo al bloqueo norteamericano, que ha servido para que otros países apoyen de alguna manera a Cuba y que ha evitado mayores intervenciones de los estadounidenses.
Tras años de silencio, en 2002 García Márquez presentó la primera parte de sus memorias, Vivir para contarla, en la que repasa los primeros treinta años de su vida. La publicación de esta obra supuso un acontecimiento editorial, con el lanzamiento simultáneo de la primera edición (un millón de ejemplares) en todos los países hispanohablantes. En 2004 vio la luz su novela Memorias de mis putas tristes.
Semblanza biográfica:biografiasyvidas.com.Texto:cuentosinfin.com.Foto:internet.

El cuento del domingo

Giorgio Pressburger
La ley de los espacios en blanco 
Una mañana de invierno, el doctor Fleischmann se dio cuenta de que ya no recordaba el nombre de su mejor amigo. Estaba solo en casa. La gobernanta acudía los días hábiles. Su vieja amiga, Lea, estaba confinada en la cama por una fuerte hemicrania. Durante la noche el médico había soñado con un terremoto y luego con el encuentro con un extraño enemigo de cabellos relucientes de brillantina, que todos llamaban el Espíritu del Tiempo. Por la mañana se despertó y recordó a su amigo, maestro de ajedrez y locutor de televisión. Nunca había anotado su número telefónico en la agenda forrada en piel, ni lo había memorizado con el pequeño ordenador que le regalara un primo residente en Connecticut. Telefoneaba a su amigo todos los días. Le parecía superfluo registrar en el papel o en los circuitos electrónicos una serie de números que su memoria recordaba con tanta frecuencia. Pero en noviembre su amigo había salido de vacaciones durante cuatro semanas, y en ese tiempo su número se había borrado de la memoria del lector Fleischmann. Quiso buscarlo en el listín telefónico, pero ¿con qué nombre buscar? Durante diez minutos, ni el nombre ni el apellido de Isaac Rosenwasser volvieron a la mente del médico. “Bueno, se ve que aún estoy durmiendo”, se dijo a él mismo esa mañana. Se pellizcó el brazo. “También esto podría ser sólo un sueño -volvió a decir en voz alta-. Soñar que uno se pellizca, qué estupidez”, pensó.
Fleischmann creía en el orden y en la solemne sentenciosidad de los propios pensamientos. Lograba decir máximas áureas respecto de cualquier cosa, y sus pacientes le consideraban un verdadero maestro de la vida además de un gran médico.
Su ordenador personal tenía anotados los datos de cada visita, la anamnesis de cada paciente. Su vida afectiva permanecía al margen de esta tentativa de ordenamiento perfecto del mundo: madre, hijos, mujeres, amigos, no correspondían a ningún cuadro visible en la pantalla de su ordenador.
“¿Cómo se llama? -insistía aquella fría mañana-. Lo tengo en la punta de la lengua y no logro recordar su nombre. Crecimos juntos:¡Qué vergüenza!”
Muy pronto su indignación se transformó en miedo, primero tímido, luego cada vez más violento. “¿Y si fuese el comienzo de una enfermedad?” Descartó esa idea. “Por un trivial fallo de la memoria no hay que pensar en seguida lo peor. No se ha producido la sinapsis de dos neuronas. Una molécula de fósforo o de potasio no ha sido arrastrada a la otra orilla entre dos células de la corteza cerebral.”
Se levantó de la cama. Realizó algunos ejercicios de gimnasia. Tenía cincuenta y cinco años, y estaba en toda su plenitud. Esquiando dejaba atrás a muchos jóvenes. En el Octavo Distrito tenía más de una amante entre las señoras más jóvenes y procaces, y también entre las muchachas.
Telefoneó a una de ellas, y durante su encuentro de la tarde en un pisito de la calle del Árbol de Acacia encontró la manera de olvidar el desagradable caso de amnesia.
Pero cinco días después el doctor Fleischmann se sorprendió pensando larga e inútilmente en la palabra “inyección”: no fue capaz de recordar su sonido. Se quedó delante del paciente. El significado de esa palabra giraba en las circunvoluciones de su cerebro, pero su sonido seguía ausente, perdido en la nada. Después de veinte larguísimos segundos, el médico acabó por reencontrarla en la memoria de su oído. Recetó al enfermo inyecciones de vitamina B12, que debía administrarse a diario durante una semana. “Estoy muy cansado -dijo Fleischmann en voz alta, apenas el paciente cerró la puerta detrás de él-; también yo tengo que hacer una cura de neurotróficos. Además debo reordenar mi vida. Tengo demasiadas ataduras, debo simplificarlo todo.” Esta vez, la idea de que se tratase de una temida enfermedad orgánica ni le rozó. Estaba seguro de él y de la máquina de su cuerpo, de cuyo perfecto funcionamiento daban testimonio cada día sus prestaciones deportivas y amorosas.
No tardó en recobrar la tranquilidad y, mediante un ejercicio un poco infantil pero habitual en él, repitió cien veces la palabra “inyección” mientras escrutaba en todos sus pensamientos las asociaciones mentales que pasaban por su cabeza. Y así, durante un instante, en su mente se presentó la idea de la muerte, del más allá y del más acá. En ese instante se sintió moribundo. “Se trata con seguridad de un deterioro irreversible de las células de mi cerebro”, pensó a propósito de su inesperada amnesia, que jamás había conocido hasta esos días. Empezó a sudar y tuvo una sensación de vacío concretamente en el abdomen. El lápiz, pues, había sido apuntado hacia su nombre que muy pronto sería borrado de la lista de los vivos, y él se encontraría en la mesa de mármol de una sala de disección, con los miembros rígidos. Y después la disolución, las aguas putrefactas, la tierra. ¿Eso era todo? ¿Eso era la vida?
Anotó mecánicamente una cita con un laboratorio para el día siguiente, y a las siete de la mañana fue a hacerse un análisis de sangre y de orina. Muy pronto sabría si la máquina estaba condenada de veras a terminar entre la chatarra. “No es una sentencia lo que espero. Cuando fui arrojado entre los vivos, ya se había emanado la sentencia. No importa si un día ya no puedo decir la palabra “yo”, porque el yo no existirá o ya no será capaz de hablar. Eso no me importa”, pensó al salir del laboratorio. Fue directamente a visitar a los pacientes que le esperaban. Durante esas visitas comprobó con triunfal amargura y sentido del ridículo que los nombres desaparecidos durante segundos y horas de su vocabulario se iban multiplicando. Ya no se trataba de palabras de sonido complicado, como plantígrado o clepsidra, sino que términos como dentífrico o arena empezaron a obstaculizar durante un instante el pensamiento que recorría el laberinto de las células cerebrales. “Peor estoy y peor me siento -pensó Fleischmann-; pasará, me acostumbraré.”
Fue a casa de su mujer, y habló largamente con ella de cosas sin importancia, cotidianas. Sólo ahora le parecía estar vivo, cuando su existencia había estado en peligro. Su vida anterior siempre le había parecido un mero recuerdo, nunca un presente; un estado larvario en el que se veía con la forma de un ser ciego, carente de inteligencia y de conciencia. Ahora, en cambio, advertía en ese ser tanta prontitud y tanta agudeza, que estaba asombrado. También su estupor le parecía un movimiento del alma que nunca había sentido antes. Así pasaron dos días. Al tercero fue a buscar los resultados de los análisis. Éstos mostraron una alteración notable del cuadro hematológico. Tres o cuatro valores estaban muy por encima de los límites normales, y sin una intervención exterior pronto llevarían al doctor Fleischmann a lo que sus colegas llamaban el Evento. “¿Ya has tenido un Evento? -le preguntó Flebus, en efecto, cuando le llevó los resultados de los análisis-. ¿Balbuceas alguna vez? ¿Te trabas al hablar? ¿No te acuden las palabras a la lengua? Fleischmann negó. Fue a su casa, se encerró en el estudio y lloró. Por la noche, en su círculo familiar de otra época, con los codos apoyados en el mantel fresco, miró largamente a su hijo, a su madre, a su mujer, que habían seguido viviendo juntos cuando él se hubo ido.
“¿Tiene sentido todo esto?” Se dio cuenta con terror de que lo que más le interesaba -el amor, el afecto, la responsabilidad por la vida de los suyos- lo estaba abandonando, dejándole en un burlón coloquio con todo lo que no era él: el mundo.
-Estás pálido, papá -observó su hijo Benjamín-, tienes demasiados pacientes. Si recetases un purgante menos gozarías más de la vida…
Fleischmann volcó el plato de sopa sobre la mesa y salió. Vio la mirada asustada, de perseguidos, de su hijo y de su mujer.
La noche en la calle del Teatro Popular era fresca y estaba llena de sonidos. Los borrachos subían a cuatro patas de las tabernas. Fleischmann no sabía cómo huir de la persecución que él mismo se infligía. Trataba de darse ánimo: “¿Quién ha dicho que ciertas suposiciones de la ciencia son verdaderas? Nuestro cerebro es inmenso: está formado por dos hemisferios, dos planetas, dos universos. Siento que me ayudará. No ha llegado mi hora”.
Se inscribió en un curso de memorización y lectura veloz que se realizaba en la calle José II, en un oscuro piso de dos habitaciones. La primera vez que subió las escaleras ennegrecidas de ese edificio de cinco plantas encontró a algunos jóvenes de barba larga y a algunos meticulosos empleados decididos a hacer carrera, todos vestidos más o menos de la misma manera, con ropa barata y tosca. En el piso, cuyo pavimento de madera tenía los listones flojos y gastados, una veintena de sillas y una mesa estaban destinadas a dar la impresión de que allí se seguía un método serio y tradicional. Era una de las primeras iniciativas privadas permitidas por el Estado. “¡El Estado que permite el uso de la memoria! Está bien. El Estado es sólo memoria. Está destinado a destruirse, como todas las memorias”, pensó.
Después de algunas semanas de iniciado el curso, observó una notable mejoría en su propia capacidad para recordar nombres, rostros, lugares conocidos recientemente (las cosas remotas se habían conservado intactas en su memoria y en su olvido). La atmósfera de iniciados que reinaba entre los participantes en el curso le daba la impresión de formar parte de una secta cuya misión fuese continuar la vida en la tierra después de la catástrofe.
Las lecturas veloces, transversales, a saltos, las técnicas basadas en la acción común de los sentidos y en la hipnosis, representaban para Fleischmann el viático para los siguientes años de vida, para vivirlos sin el escándalo de la decadencia física. Las tres semanas del curso fueron las últimas soportables en la existencia del ilustre médico.
Al término de ese período recibió un diploma, y el profesor -un rubito de aspecto insignificante que había aprendido en Gran Bretaña el arte de la memoria- le elogió de manera especial. Nunca había encontrado a un alumno tan diligente y, al mismo tiempo, dotado de tanta inteligencia.
Fleischmann reanudó su trabajo con mucho optimismo. Recorría las callejuelas del Octavo Distrito, subía a los pisos oscuros donde visitaba a viejos enfermos del corazón y a mujeres de noventa años solas, resignadas. Tenía la convicción de poder darles algo importante: algunos minutos de vida.
Un día, al volver de sus visitas, oyó sonar el teléfono desde el hueco de la escalera. Subió corriendo el último tramo. Por lo general no se apresuraba tanto: más bien detestaba el teléfono, a través del cual podían alcanzarle los casos más imprevistos de la vida y de la muerte, justamente a él, en cualquier momento. No había pensado en eso al elegir la carrera de médico. Cuando abrió la puerta encontró a la gobernanta -ochenta años, flaca y sorda- con el auricular tendido hacia él y con lágrimas en los ojos.
-Venga, doctor -susurró la viejecita-; es para usted.
Y así fue como Abraham Fleischmann se enteró de la muerte de su hermano. Médico como él, profesor de Anatomía Comparada, cirujano de fama internacional, el hermano siempre había estado un poco delicado de salud. Pero murió de improviso. “Un ictus, mi infarto…”, murmuró Fleischmann para sí, con objetividad científica. Un instante después estalló en llanto, en un ulular doloroso que hizo huir a la vieja sirvienta. El médico salió de su casa y se puso a correr, tragando sus propias lágrimas y gimiendo en voz alta a lo largo de toda la calle Kun. No pocos paseantes se volvían a mirarle, sin preguntar nada. De adulto, Abraham Fleischmann había querido y admirado a ese hermano. En cambio, de pequeños, su melancolía y su propensión contemplativa le irritaban. Todavía no estaba en condiciones de comprender qué gentileza y profundidad de sentimientos se escondían en su aparente abulia. Ahora yacía allí, envuelto en una sábana, según la costumbre de los hospitales, como una especie de momia. Hacía media hora que estaba muerto, y bajo los pliegues de la tela se adivinaban los rasgos de su cara, la protuberancia de la nariz, el dibujo de la boca. Como a muchos mortales, también al médico Fleischmann, aunque habituado a asistir a agonías y muertes, esa visión le hizo subir un grito a los labios:
-¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? -masculló sollozando el médico con el rostro bañado en lágrimas.
Para sí mismo acusaba oscuramente al hermano por no haber sido previsor, por haber consentido la muerte, por haberla deseado. Al mismo tiempo, sabía que en pocos días se rendiría a la superior sabiduría y dulzura del hermano difunto, cuya voluntad de morir -de otra manera, ¿por qué iba a enfermar siendo tan joven y reputado?- era otra expresión de esa sabiduría.
Seguir vivo le parecía ahora una insensatez sin igual, y la existencia toda, un horrendo y sucio matadero y nada más.
Aún no sabía que al cabo de pocos días ese acontecimiento iba a cambiar su sentido del mundo. Ese proceso tuvo un comienzo súbito apenas vio a su cuñada acurrucada en el vano de una ventana del corredor en el hospital. Por ella supo que su hermano había estado largo tiempo enfermo, durante varios años, y que sólo por consideración hacia su madre -también ella afectada por diferentes achaques debidos a la edad- no había confesado a nadie, y mucho menos a él, la gravedad de su afección. El día antes de morir, reunió todas sus fuerzas y telefoneó a su madre, y cuando ella le preguntó cómo se encontraba, sin vacilar y con voz firme le contestó: “Bien, bien”. Luego, sin pestañear, se despidió de ella y le dijo que debía salir para un largo viaje, pero que transcurridos unos meses estaría de regreso. Su voz delató cierta conmiseración hacia sí mismo. Cuando colgó el aparato miró largamente hacia delante antes de susurrar:
-Dentro de cinco, seis meses, cuando se haya habituado a mi ausencia, decidle la verdad. Cuidad de ella.
Al oír ese relato, el doctor Fleischmann tuvo la sensación de vivir un día de fiesta excepcionalmente solemne, radiante. Luego, llegó el momento de la prueba.
Su cuñada le rogó que fuera a su casa, y le dio instrucciones para encontrar, guardado en un armario, el traje con el que debían amortajar el cadáver. Le pidió que lo llevara al hospital.
-¿Recuerdas todavía la plegaria por los muertos? -le preguntó con voz ahogada, después de un momento de silencio-. Deberías decirla tú. Si no la recuerdas apréndela esta noche. Tendrá una veintena de líneas. Debes hacerlo por él. Estoy segura de que lograrás aprenderla.
El doctor Fleischmann salió del hospital muy agitado. Pensó que ahora la suerte de su hermano dependía sólo de él, de su capacidad o no de aprender la plegaria de los muertos. “¡Justamente ahora que mi memoria falla!” Rio con desesperación. “¡Valiente estupidez! ¡Él ya no está, y eso es todo!” Fue a casa del hermano, tomó el traje y volvió al hospital. Luego se dirigió a casa de su mujer y de su madre, pero no dijo nada: se tomaba tiempo, según el deseo del difunto. Volvió a su casa y ordenó a la gobernanta que buscara su viejo libro de rezos con tapas de marfil y lleno de garabatos en la primera página: la fecha de la muerte de parientes y antepasados. Aquella noche no cenó. Se sentó en su estudio polvoriento y oscuro y colocó delante de él, sobre el escritorio, el libro de rezos.
¿Cuánto tiempo hacía que no tenía en sus manos ese libro? ¿Treinta, cuarenta años? ¿Por qué debía fingir que practicaba ciertos rituales que para él habían sido siempre incomprensibles, pueriles? Vida y muerte -se dio cuenta el médico- tenían tan poco sentido para él como esos rezos. Entonces, ¿qué tiene sentido?, se preguntó. La insensatez de todo, la incomprensibilidad de todo le asaltaron como un estado febril. Sintió las orejas enrojecidas. Una especie de excitación erótica se estaba apoderando de él. “No, no me haré preguntas. Siento que, en la incertidumbre, debo hacer este pequeño esfuerzo, debo aprender de memoria estas palabras sin significado para mí, estos sonidos. Es el último regalo que puedo hacer a mi hermano o a mi cuñada… ¡Siempre fui tan avaro con ellos…!” Abrió el libro.
Al principio, aquellas letras cuadradas se le antojaron desconocidas por completo. Todo el sistema de representación de los sonidos le pareció estúpidamente complicado, arbitrario. “Empezar por dudar del alfabeto no me parece el mejor camino para hacer lo que he decidido hacer: Es un invento antiguo, lo sé, pero por ahora no hay otra cosa mejor.”
Con la ayuda de una transcripción en caracteres latinos, Fleischmann descifró las palabras de la plegaria. Pero en seguida decidió fijar en su memoria aquel texto de antiguas letras cuadradas. En cuanto al significado de las palabras, siguió resultándole desconocido. “No es nada -pensó-: hasta mi padre, que tan velozmente sabía leer las plegarias, no conocía el significado de cada una de las palabras pronunciadas. Haré como si estudiara una partitura musical.” El médico volvió a pensar en la innegable inmovilidad del cuerpo de su hermano, nunca tan existente como en aquella muda afirmación de sí mismo. Y pensó que el significado estaba allí, que era la evidencia de sí mismo de un cuerpo, de un acontecimiento (la muerte). El resto, las palabras, los sonidos son, para aludir a los significados más simples, complicaciones inútiles pero necesarias. Empezó, pues, a repetir las palabras, los sonidos inútiles y necesarios, primero en voz baja, en breves secuencias, y luego, a medida que su seguridad crecía, alargaba las secuencias a siete, ocho palabras, en lugar de las tres iniciales.
A la una de la madrugada ya había repetido unas cien veces toda la plegaria y, sin embargo, sólo recordaba de memoria la primera frase. Por más que se esforzase, ni con las antiguas letras cuadradas, ni con las latinas lo que seguía se presentaba a su visión interior, ni los sonidos repercutían en sus oídos. Fleischmann sabía qué difícil era recordar los sonidos durante más de algunos segundos. De su padre, por ejemplo, muerto hacía ocho años, ya no recordaba la voz. Se había convertido para él en un puro concepto, “voz baja, fuerte”, pero ya no era una realidad. Y así sucedería también con su hermano. Aun escuchando sus voces grabadas ya no serían reconocibles para él. No, no debía suceder ese horror. Fleischmann sintió que, siguiendo su oscura sensación, debía ser él quien determinara el destino de su hermano, aun como se encontraba, despojado de las facultades que sostienen la mente.
Empezó a repetir otra vez las palabras. Pero sonó el teléfono. La cuñada le pidió que hiciera preparar algo de comer para ella. Estaba cansadísima. Había velado a su marido hasta esa hora. Ahora la había reemplazado su hermana. No había que dejarle solo, pobrecillo. Ella necesitaba tomar un baño y comer un bocado. Llegaría en veinte minutos. “Veinte minutos…, veinte minutos…”, repitió él. Tal vez si lo hubiera dejado solo en las horas restantes de la noche hubiera logrado aprender la oración, pero así… Por otra parte, ¿cómo negarle a la cuñada la ayuda que pedía?
-Ven, ven -contestó, y fue a despertar a la gobernanta.
Luego, en vez de ayudarla a preparar algo caliente, se encerró en el estudio y trató de comprobar si esa interrupción le servía para limpiar su memoria y hacer lugar en ella para las palabras de una lengua desconocida. Intentó una autohipnosis veloz. Estaba demasiado agitado como para poder utilizarla como medio para recordar. Transcribió entonces todo el texto de la plegaria en la memoria de su ordenador. “Tal vez mañana, haciéndolo pasar una y otra vez por la pantalla luminosa delante de mis ojos, lo aprenderé. Me levantaré a las cinco. No, a las cuatro y media.”
La cuñada lloró largamente, inclinada sobre el plato. En vez de comer, llenó la sopa con las secreciones salinas de sus propias glándulas. Después de haberse encerrado en el cuarto de baño, el doctor Fleischmann oyó largamente sus gritos. Parecía que hablara con alguien aullando, maldiciendo, pero con palabras pueriles, balbuceadas en una especie de lenguaje secreto de colegiales. Quedó aterrado.
En otra época, siendo niño, también él estaba acostumbrado a dialogar, antes de dormirse, con una entidad a la que sólo le hablaba en versos rimados y a la que cada noche rogaba que le hiciera morir junto con los otros miembros de la familia, todos en el mismo momento, de manera que ninguno sintiese dolor por la muerte del otro. ¿Cuánto tiempo hacía que había interrumpido esos diálogos? ¿Era bueno o malo que se hubiesen interrumpido?
-¡Nos llevan a todos al matadero! -exclamó de golpe y se encerró en su estudio.
Pasó varias horas delante de su ordenador. Hasta el alba se sintió el zumbido del monitor encendido, acompañado por un murmullo quedo. Luego, con la claridad, llegó el silencio. A las siete de la mañana la gobernanta le vio salir del estudio.
-La aprendí -dijo el médico.
Despertó con un beso en la frente a su cuñada, acurrucada en un diván, la acompañó a su casa para que se cambiara de ropa, y juntos fueron en taxi al viejo cementerio de la calle Kozma.
El hermano estaba lavado, vestido, y yacía en la Casa de la Purificación, en un ataúd muy sencillo. Su rostro cerúleo resplandecía. Los fragmentos de terracota colocados sobre los ojos y los labios hacían pensar a Fleischmann en un recién nacido. Goldstein, el purificador de cadáveres, susurró en el frío de la sala:
-Lo hemos preparado entre cuatro. Somos cuatro. Cuatro, ¿comprende?
Con estas palabras pretendía una propina adecuada, y para hacer bien patente su honradez sacó del bolsillo un reloj de pulsera.
-Tome. Y este era su anillo.
Ese ceremonial tan práctico apartó a Fleischmann de la espasmódica repetición de la plegaria por los muertos. Dio dinero a Goldstein, tomó los objetos arrebatados a la tierra y se los entregó a la cuñada. Abrió y cerró el abrigo y se frotó las manos heladas. El purificador le rogó que saliera… “He comprado la tumba para los dos. Adiós”, murmuró Fleischmann para sus adentros, sabiendo que repetía palabras ya oídas.
Después de los discursos, los llantos, las breves y sonoras plegarias, se encaminaron hacia la tumba.
Desembolsando una suma importante, Fleischmann había logrado una sepultura cerca de la entrada, fuera del área más antigua y descuidada.
Se había reunido una pequeña multitud, unas doscientas personas. Apoyaron el ataúd en dos varas de madera por encima de la fosa. El corazón del doctor Fleischmann latía fuerte. A él le correspondía decir la plegaria por los muertos. Alguien le apretó levemente el brazo. Sintió una gran opresión en el pecho, en la garganta. Se dio fuerzas y pronunció en voz alta, casi gritándola, la parte inicial de la plegaria. Había vencido. Las palabras salieron claras, seguras de su boca, aunque sin significado para él: puro sonido. Pero él, Abraham Fleischmann, debía afirmar el sentido del mundo, de la vida, más allá de toda duda y amargura. Debía hacerlo por su hermano.
Abrió la boca para gritar, más fuerte aún que antes, la segunda frase de la plegaria por los muertos. Pero se dio cuenta con horror de que ya no recordaba los sonidos. También las letras se habían borrado de su memoria. Se quedó allí, con la boca abierta de par en par. Todos, alrededor, estaban callados. Todos le miraban. Y Fleischmann estaba seguro de que hasta su hermano le miraba desde el ataúd. Pero la segunda frase no le salía. Sólo recordaba una palabra con todas las vocales dentro, y el sonido misterioso de esa única palabra ululaba en su cerebro. Alguien comprendió su turbación y dijo en su lugar la segunda frase: “Y ahora, la tercera -pensó-. Sí, hay una palabra que me recuerda un perro, una palabra de ataque. ¿Qué querrá decir? ¿Qué significado tendrá esa palabra? Debo hacerme traducir la plegaria. Tal vez entonces la recordaría. Pero no, no importa el significado. Es tan impreciso, inaprehensible… Importa la forma. Y ya no la recuerdo… Los sonidos… Alguien, mientras tanto, volvió a decir con una cantilena anónima la continuación de la plegaria, velozmente, sin piedad. Fleischmann hubiera querido aferrarse a esta o aquella palabra que sentía aflorar de las ondas amenazadoras que emanaban de los pulmones del que recitaba y que llegaban hasta él imparables. Imprevistamente se hizo silencio. ” ¿Era tan breve la plegaria? ¡Y no había logrado aprenderla!”, pensó. Le pusieron una pala en la mano. Debía echar la primera palada. Se inclinó, recogió un poco de tierra con la pala y la arrojó encima del ataúd, que mientras tanto había sido bajado al fondo de la fosa. Sintió un ruido sordo. Era el sonido de la única buena acción que logró hacer por su hermano: cubrirlo con la tierra. Mientras la multitud se dispersaba y muchos le rodeaban (también su mujer e hijo, avisados por alguien por suerte sin que la madre se enterara), mientras sentía que le estrechaban la mano y le besaban la mejilla, el doctor Fleischmann seguía tratando de evocar las palabras reencontradas y de nuevo perdidas.
Volvió a su trabajo sin respetar los días de luto. ¿Para qué servía ese ritual? El tenía que pensar en sus pacientes, en sus enfermos, tratar de ayudar a los vivos, ya que no había logrado ayudar a los muertos.
Sin embargo, cada mañana, después de afeitarse, pasaba un cuarto de hora repitiendo la plegaria. Ponía en acción todas las técnicas aprendidas durante los cursos de las semanas precedentes. Recurría a todas las astucias de su mente, de sus capacidades psíquicas. Imaginó paisajes idílicos, respiró rítmicamente, repitió algunas palabras necesarias para disminuir la vigilancia de lo que se llama conciencia. Cuando le faltaba una palabra, miraba el libro. Por la noche, antes de acostarse, encendía el monitor, introducía la interfaz, accionaba el pequeño ordenador y repasaba otras dos veces el acto de fe, la súplica por los muertos. Después de dos semanas se puso a prueba. Hasta la mitad de la plegaria todo anduvo bien, pero la segunda parte la recordaba mal. Faltaban palabras importantísimas por su sonido, por lo imponente de su grafía, y el significado permanecía ignorado. El doctor Fleischmann empleaba diez minutos para decir la plegaria que podía pronunciarse en cuarenta segundos. Por tanto, su preocupación no había terminado. “No me rendiré -pensó Fleischmann-, no me rendiré tan fácilmente a la enfermedad y a la degradación.” Estaba convencido de que con un notable esfuerzo de voluntad y con una demostración de confianza en sus propias capacidades, estaría en condiciones de derrotar ese mal cuyo síntoma era la ausencia de memoria de las experiencias recientes. No servían métodos, hipnosis, ordenadores; servía la perentoria afirmación de la verdad del propio ser: “¡Estoy aquí, existo!”.
Volvió a pensar en su hermano, en su inmovilidad y silencio en aquella cama de hospital y en tantos enfermos a los que había cuidado sin éxito. “Ellos están muertos. Por tanto estuvieron vivos. La muerte es la mayor prueba de la existencia. Adelante. No hay que rendirse.” Una de aquellas noches tuvo un bellísimo sueño. Él era un rey, estaba en una sala dorada, sonaban las campanas. Debía ceñir una espada y anunciar al pueblo el nacimiento del heredero. Se despertó con esa solemnidad en las arterias, en el corazón. Fue al hospital y empezó a trabajar con entusiasmo. Le parecía que los enfermos estaban curándose: la esperanza no resultaba inútil para ninguno de ellos. Empezó a repetirse la plegaria de los muertos, pero se trababa siempre en el mismo punto, después del cual ya no recordaba la continuación. Y, sin embargo, tenía la sensación de hacer progresos. Una noche se fue a la cama exhausto, después de un largo recorrido de visitas. Se durmió y en seguida soñó. En cierto sentido era la continuación del sueño de varios días antes, ya que en el aire había una solemnidad de gran fiesta. Con un aspecto florido, elegante, un poco envarado, como siempre había sido, el hermano entró en un hermoso cuarto y se detuvo delante de él. Estaba increíblemente alegre y benévolo, extendió la mano hacia él, luego se la colocó sobre los hombros y empezó a recitar, palabra por palabra, la plegaria de los muertos. Sonreía mientras pronunciaba esas sílabas sin significado. Pero ahora el médico pareció aprehender, imprevistamente, su sentido. No había necesidad de traducir esas palabras, esos sonidos en esta o aquella lengua; tenían un sentido por ellos mismos, aunque era un sentido inexplicable, irrepetible. Fleischmann empezó a besar las manos del hermano y éste continuó con serena lentitud su salmodia. Y entonces otra cosa se aclaró: todos los significados infantiles que el doctor le había atribuido -siguiendo la semejanza de esos sonidos con los de palabras conocidas- estaban allí para devolver alegría a su mente, y convivían con el significado verdadero, solemne. De esa danza de sílabas y sonidos surgían a veces palabras obscenas, pero también éstas eran gozosas, en absoluto ofensivas.
Cuando el hermano hubo pronunciado la última palabra de la plegaria de los muertos, el doctor Fleischmann se dijo, en el sueño: “Finalmente la he aprendido entera. Porque soy yo el que en mi sueño recitó la plegaria. Mi hermano es una imagen de mi cerebro. Por tanto, no estoy enfermo. Las peores condenas de la ciencia, las de las sustancias químicas, las grasas que paralizan y obturan nuestros vasos sanguíneos, todavía no cuentan. El hombre está más allá de la memoria, más allá de la lengua y de los significados”. Ya estaba a medias despierto cuando terminó de decir estas frases.
Abrió los ojos y vio la luz gris del amanecer. Su feliz sensación se desvaneció en un instante. “Tal vez ha sido de verdad mi hermano el que dijo de principio a fin la plegaria. Tal vez ha venido a verme de veras, quién sabe desde dónde y cómo.” Se conmovió, se puso a llorar. “¡No he sido capaz de hacer una buena acción por mi hermano que estaba muerto, pero él, aun muerto, la ha hecho por mí! No estamos solos en la tierra, no estarnos solos. Infinitos seres nos aman, como supo amar mi hermano, y actúan por nuestro amor dentro de nosotros. Nunca hubiera pensado que fuese así.” Y a su vez pensó en su hermano con ese tardío amor que puede convertirse en el tormento de toda una vida.
Sonó el teléfono y llamaron al médico para que ayudara a una pobre vieja de setenta y cinco años que había sufrido un infarto. Se vistió de prisa, y a la gobernanta sólo le dijo:
-No morirá. Estoy seguro.
Salió. Hizo corriendo el camino desde la calle Karfenstein a la calle Danko. En medio de la ansiedad de la carrera intentó repetir con seguridad la plegaria de los muertos. No recordaba ni una sílaba. Se detuvo. Tenía ganas de golpearse la cabeza contra la pared. “Pero no. No debo rendirme. Mi hermano volverá a ayudarme. Me ayudará cada vez que lo necesite.”
Cuando llegó a la casa, la señora Wolf había muerto pocos minutos antes. El médico se quedó mirando el cadáver, del mismo modo que, a lo largo de su dilatada vida profesional, había contemplado tantos y tantos difuntos.
-Sus últimas palabras han sido de agradecimiento para usted, doctor -dijo un pariente.
“Este cadáver ha manifestado agradecimiento hacia mí”, pensó Fleischmann. Lo miró largamente, y luego salió de la casa sin firmar el certificado de defunción.
Después de las de la plegaria, salieron poco a poco de su vocabulario otras palabras. Desaparecieron rostros, formas a su vista, melodías a su oído. La memoria, hacia el final, le abandonó casi del todo. ¡Cuando le ingresaron en el hospital de San Juan ni recordaba haber tenido un hermano! Dijo a Isaac Rosenwasser, que junto con una enfermera le ayudó a subir a la ambulancia:
-Todo está escrito en los espacios en blanco entre una letra y otra. El resto no cuenta. Entre sus apuntes, observaciones científicas, cuadernos de un diario, en el revés de una hoja, de instrucciones para el uso de su ordenador estaba la siguiente anotación: “Cuanto más fuerte es tu grito, con más facilidad él te escucha”.
Giorgio Pressburger, nacido en Hungría, en 1933. Escritor italiano de origen húngaro.También es dramaturgo. Ha escrito las novelas El susurro de la gran voz y El elefante verde.

El cuento del domingo


J.D. Salinger
Ya lo aprenderan
Cuando mi hijo Harry fue enrolado en el ejército, el país perdió a una de sus mayores promesas en pinball. Soy su padre y sé que Harry no nació ayer, pero cada vez que veo al muchacho podría jurar que todo sucedió al principio de la semana pasada. Y por lo mismo, sin pensarlo mucho, diría que el ejército estaba incluyendo en sus filas a otro Bobby Pettit.
Allá en 1917, Bobby Pettit tení­a la misma apariencia que le sienta tan bien a Harry. Pettit era un muchacho flaco de Crosby, Vermont, lugar también localizado en Estados Unidos. Algunos de los muchachos de la compañía se imaginaban que Pettit había pasado sus primeros años dejando caer lentamente, sobre su frente, esa gota de resina de maple de Vermont.
También el sargento Grogan estaba en esa compañí­a de 1917. Los muchachos del campamento se imaginaban todo tipo de cosas sobre el origen del sargento, y se corrí­an varios rumores; rumores divertidos, sobrepasados, censurables, que no me molestaré en repetir.
En fin, era el primer día de Pettit en las filas y el sargento estaba adiestrando al pelotón en el manejo de las armas. Pettit tení­a un modo muy peculiar de manejar el rifle. Cuando el sargento gritaba “¡Armas al hombro derecho!”, Bobby Pettit se ponía el fusil en el hombro izquierdo. Cuando el sargento pedí­a “¡Portar armas!”, Pettit se conformaba con presentar armas. Era un modo seguro de llamar la atención del sargento, y éste vino sonriendo hasta Pettit.
-Muy bien, menso -saludó el sargento-, ¿qué te pasa?
Pettit se rió.
-A veces me confundo un poco -explicó brevemente.
-¿Cómo te llamas, muchacho? -preguntó el sargento.
-Bobby. Bobby Pettit.
-Bueno, Bobby Pettit -dijo el sargento-, te voy a decir Bobby. Siempre los llamo por su nombre. Y todos me dicen mamá. Como si estuvieras en tu casa.
-¡Ah! -dijo Pettit.
Luego explotó. Los explosivos tienen dos terminaciones: la parte que está encendida y la que está unida al T.N.T.
-¡Escucha, Pettit! -estalló el sargento-. No tengo a un grupo de quinto año. Estás en el ejército. Se supone que debes saber que no tienes dos hombros izquierdos y que portar armas no es lo mismo que presentar armas.
¿Qué te pasa? ¿Qué no tienes cabeza?
-Ya lo aprenderé -dijo Pettit.
Al dí­a siguiente tuvimos una práctica de armar tiendas y empacar mochilas Cuando el sargento se acercó a inspeccionar, se dio cuenta de que Pettit apenas se habí­a molestado en clavar las diez estacas de la tienda a escasos centí­metros de la superficie del suelo. Observando ese pequeño defecto, el sargento desplomó de un tirón la pequeña casa de campaña de Pettit.
-Pettit -susurró el sargento-. Sin lugar a dudas… eres el tipo… más tonto… más estúpido… más torpe que he visto en toda mi vida. ¿Estás loco? ¿Qué te pasa? ¿No tienes cabeza?
Pettit predijo: “Ya lo aprenderé”.
Luego cada uno de nosotros empacó su mochila. Pettit hizo la suya como un veterano – igual que cualquier boyscout. Luego vino el sargento a inspeccionar. Tenía la graciosa costumbre de pasar por atrás de los hombres y, con el antebrazo como cachiporra, golpear la parte superior de la mochila en la espalda de cada uno.
Llegó hasta la mochila de Pettit. Me ahorraré los detalles. Sólo diré que todo se desbarató, con excepción de los cinco últimos segmentos de la columna vertebral de Bobby Pettit. Fue un escándalo. El sargento se dio la vuelta para enfrentarse a Pettit. O lo que quedaba de él.
-He conocido a muchos idiotas en mi vida, Pettit -refirió el sargento-. A muchos. Pero tú te cueces aparte, ¡porque tú eres el más idiota de todos!
Pettit se quedó parado.
-Ya lo aprenderé- logró predecir.
El primer día de la práctica de tiro, seis hombres dispararon al mismo tiempo a seis blancos, limitándose a la posición de pecho tierra. El sargento pasaba de un lado a otro examinando las posiciones de tiro.
-Oye, Pettit, ¿con cuál ojo estás apuntando?
-No sé -dijo Pettit-. Creo que con el izquierdo.
-¡Apunta con el derecho! -bramó el sargento-. Me estás sacando canas verdes. ¿Qué te pasa? ¿Qué no tienes cabeza? Eso no fue nada. Cuando trajeron los blancos, después de que terminaron de disparar, nos llevamos una alegre sorpresa. Pettit habí­a hecho todos sus disparos en el blanco del hombre que estaba a su derecha.
Al sargento casi le dio un ataque de apoplejía.
-Pettit -dijo-, tu lugar no es el ejército. í­Tienes seis pies, seis manos, y todos los demás sólo tienen dos!
-Ya lo aprenderé- dijo Pettit.
-No me vuelvas a decir eso. O te mato. Te mato, Pettit. Porque no te aguanto. ¿Me estás oyendo Pettit?
No te aguanto.
-Cálmese -dijo Pettit- ¿Está bromeando?
-No estoy bromeando -dijo el sargento.
-Espérese a que lo aprenda -dijo Pettit-. Usted lo verá. En serio. Me gusta el ejercito, algún dí­a seré coronel o algo por el estilo. De veras.
Obviamente, no le dije a mi esposa que nuestro hijo Harry me recordaba a Bob Pettit allá en el ’17. Pero de todas formas se parece. De hecho, el muchacho ya tiene problemas con el sargento en el Fuerte Iroquis.
Según mi esposa, el Fuerte Iroquis tiene a uno de los sargentos más desalmados del país. No hay necesidad, dice mi esposa, de ser cruel con los muchachos. No es que Harry se queje. Le gusta el ejército, sólo que, al parecer, no hay modo de tener satisfecho a ese terrible sargento primero. Y sólo es cosa de que Harry vaya aprendiéndolo.
Y, según la opinión de mi esposa, el coronel de este regimiento no significa ninguna ayuda. Todo lo que hace es pasearse y hacerse el importante. Un coronel deberí­a ayudar a los muchachos, ocuparse de que ese pérfido sargento primero no se aproveche de ellos, que no destruya su espí­ritu. Un coronel, opina mi esposa, deberí­a hacer algo más que pasearse por el lugar.
En fin, hace algunos domingos los muchachos del Fuerte Iroquis prepararon su primer desfile de primavera. Mi esposa y yo estuvimos en las tribunas y, con un grito que casi me tira la gorra, reconoció a nuestro hijo Harry mientras pasaba marchando.
-Perdió el paso- le dije a mi esposa.
-Oh, no seas así­ -dijo ella.
-Pero es que perdió el paso -dije.
-Supongo que eso es un crimen. Supongo que lo van a fusilar por eso. ¡Mira! Ya retomó el paso. Sólo lo perdió por un minuto.
Luego que terminó el desfile y fueron despedidos los hombres, vino a saludarnos Grogan, el sargento primero.
-¿Cómo le va, Sra. Pettit?
-¿Cómo le va? -dijo fríamente mi esposa.
-¿Cree que haya alguna esperanza con nuestro hijo, sargento? pregunté.
El sargento sonrió amablemente y movió la cabeza.
-Imposible -dijo-. Imposible, coronel.
Jerome David Salinger (Nueva York, 1 de enero de 1919Cornish, Nuevo Hampshire, 27 de enero de 2010)1. Escritor estadounidense conocido principalmente por su novela El guardián entre el centeno (The Catcher in the Rye en inglés), que se convirtió en un clásico de la literatura moderna estadounidense casi desde el mismo momento de su publicación, en 1951. El autor falleció a los 91 años por causas naturales.2 
Jerome David Salinger era hijo de Solomon Salinger, director de J.S. Hoffman & Company, empresa que se dedicaba a la importación de carnes y quesos europeos.3 La familia de Solomon, de ascendencia judía, procedía de Sudargas, un shtetl situado en la frontera polaco-lituana, entonces perteneciente al Imperio ruso. El padre de Solomon, Simon F. Salinger, se casó poco después de su llegada a Estados Unidos, en 1881, con Fannie Copland, también de ascendencia lituana, en Wilkes-Barre, Pensilvania.4 La madre de Salinger, Marie Jillich, nació en Atlantic, Iowa, y era a su vez hija de George Lester Jillich, de ascendencia alemana. La madre de Marie, Nellie, era muy probablemente natural de Iowa a pesar de que Marie sostuvo posteriormente que era de origen irlandés. Su padre murió un año antes de su matrimonio, que tuvo lugar en 1910, y al morir también su madre en 1919, el mismo año del nacimiento de Salinger, Marie acabó convirtiéndose al judaísmo cambiando su nombre por Miriam.5
Los Salinger tuvieron su primer hijo, una niña llamada Doris, en diciembre de 1912 y, poco después, debido al ascenso de Solomon en Hoffman se trasladaron a Nueva York.3 En 1919, cuando Salinger nació, su familia ya tenía una posición acomodada y, a pesar de la gran depresión de 1929, se trasladaron en 1932 a un lujoso apartamento de Park Avenue, en Manhattan.6 Su no muy brillante expediente académico hizo que sus padres lo internaran en 1934 en la Academia Militar Valley Forge, Pensilvania, donde se graduó en 1936.7 En otoño de ese mismo año se matriculó en la Universidad de Nueva York para estudiar arte y, tras un semestre sin demasiado provecho, su padre le ofreció viajar a Europa para aprender idiomas e iniciarse en el negocio de la importación. En unos momentos de extrema tensión en Europa pasó casi un año entre Austria y Polonia. En Viena vivió con una familia judía, que muy probablemente no sobrevivió al Holocausto, y con cuya hija, a la cual le dedicó en 1947 el relato A girl I knew, mantuvo el primer romance serio del que se tengan noticias.8
A su vuelta, después de una breve estancia en el Ursinus College de Pensilvania, se inscribió en un curso de escritura de la Universidad de Columbia impartido por Whit Burnett, editor de la revista literaria Story en cuyas páginas se dieron a conocer escritores como Tenesse Williams, Norman Mailer y Truman Capote. Burnett fue una influencia fundamental en los inicios de la carrera de Salinger y su relación continuó hasta mucho después de que este ya fuera un autor reconocido.9
Burnett aconsejó a Salinger que ofreciera sus relatos cortos a las «satinadas», revistas populares de amplia distribución como Collier's, Esquire o The Saturday Evening Post. Así lo hizo con uno de ellos titulado The young folks que fue rechazado, y que finalmente Burnett publicó en Story en la primavera de 1940.10 Poco tiempo después una revista de la Universidad de Kansas le publicó otro relato titulado Go see Eddie, pero tanto con las revistas comerciales como con Story no tuvo éxito en posteriores intentos. Salinger decidió intentarlo con historias más convencionales; había estallado la Segunda Guerra Mundial y escribió The hang of it, glosando las virtudes de la vida militar. El relato apareció no solo en Collier's sino que también fue incluido posteriormente por el ejército en una colección destinada a los soldados enviados al frente.11
En este momento la vida personal de Salinger estaba centrada en su romance con Oona O'Neill, hija del dramaturgo Eugene O'Neill que se distanciaría de Salinger para casarse en 1943 con Charles Chaplin, y su auténtica ambición era aparecer en la revista literaria norteamericana más prestigiosa, The New Yorker, la cual terminó aceptando a finales de 1941 la publicación de Slight Rebellion Off Madison, relato en el que hace su aparición Holden Caulfield, el futuro protagonista de El guardián entre el centeno. Sin embargo la entrada de Estados Unidos en la guerra haría que The New Yorker aplazara la publicación.
El 7 de diciembre de 1941 Japón atacó Pearl Harbor provocando la entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial. Salinger se alistó en el ejército en abril de 1942,13 y después de ser destinado a funciones que le resultaron frustrantes, sus previos conocimientos de francés y alemán añadidos a su experiencia europea hicieron que lo reclutara el servicio de contraespionaje militar. Recibió entrenamiento especializado hasta que el 24 de enero de 1944 desembarcó en Liverpool con las tropas norteamericanas que posteriormente participarían en el desembarco de Normandía.14
Salinger fue destinado al 12.º Regimiento de la 4.ª División de Infantería, unidad en la que permanecería durante toda la guerra, como agente de inteligencia y grado de sargento del Estado Mayor. Tras pasar por Londres estuvo recibiendo instrucción en Tiverton, localidad del condado de Devon que más tarde recrearía en su relato de 1950 Para Esmé, con amor y sordidez.15 También participaba en ejercicios de desembarco anfibio y estuvo presente en la catástrofe en que terminó la Operación Tigre, cuando el 28 de abril en medio de un simulacro de invasión la flotilla participante fue atacada por torpederos alemanes con un balance de más de 700 víctimas.16
El 6 de junio de 1944, el día D, la unidad de Salinger debía desembarcar en la playa de Utah con la primera oleada a las 6:30 de la mañana, aunque lo hizo unos minutos más tarde a más de un kilómetro del objetivo. Después participaría con su regimiento en acciones como la toma de Cherburgo, la de Saint-Lô, la de Mortain y, a finales de agosto, en la liberación de París, formando parte de las primeras tropas norteamericanas que entraron en la capital.17 Durante su estancia en París Salinger conoció a Ernest Hemingway, que trabajaba para Collier's como corresponsal de guerra, y aunque realmente no apreciaba mucho su obra, la relación entre ambos se mantuvo amistosa con el paso de los años.18 Posteriormente, durante la primavera y el invierno, Salinger tomó parte en dos de las batallas más terribles del frente occidental durante la guerra: la del bosque de Hürtgen y la de las Ardenas.19 En el tramo final de la guerra Salinger, con el 12.º regimiento, participó en la liberación del complejo de campos de concentración de Dachau: se debió ver particularmente implicado porque los oficiales de contraespionaje como él tenían órdenes expresas de inspeccionar los campos, interrogar a los prisioneros y redactar informes para el cuartel general.20
Al finalizar la guerra Salinger no fue licenciado, se creó un cuerpo de contraespionaje como asistente del proceso de desnazificación al que fue adscrito y lo trasladaron a Weissenburg, cerca de Núremberg.21 Sin embargo, las experiencias de la guerra le habían impactado profundamente y, posiblemente afectado por lo que hoy se denomina estrés postraumático, finalmente solicitó voluntariamente tratamiento y fue ingresado en julio en un hospital de Núremberg.22 Es muy probable que también visitase Viena para encontrar a la familia con la que había vivido hace unos años solo para descubrir que todos, incluida la hija de la que se había enamorado, habían muerto en campos de concentración.23 La huella emocional que le dejaron estos hechos se percibe en algunos de sus relatos, especialmente Un día perfecto para el pez plátano,24 sobre un exsoldado suicida, y también Para Esmé, con amor y sordidez, narrado por un soldado traumatizado.25
El 18 de octubre de 1945 Salinger se casó en Pappenheim con Sylvia Louise Welter, una oftalmóloga alemana con la que se instaló en Gunzenhausen, un pueblo situado a unos 45 km de Núremberg. Debido a las normas de no confraternización que prohibían este tipo de uniones a los soldados estadounidenses, Salinger tuvo que fingir que era francesa y proporcionarle documentación falsa.26 El trabajo de Salinger para contraespionaje terminó en abril de 1946 y, acompañado de Sylvia, se embarcó de vuelta a Estados Unidos el 28 de abril desde el puerto de Brest. Llegaron a Nueva York el 10 de mayo y se instalaron en la casa familiar de Salinger en Park Avenue. Sin embargo el matrimonio duró poco, en julio Sylvia regresó a Europa y no tardaron en divorciarse.27
The Catcher in the Rye, conocida en castellano como El cazador oculto en 1961 y como El guardián entre el centeno en 1978, fue su primera novela corta. Fue publicada en 1951 y se hizo muy popular entre los críticos y jóvenes. La historia la narra, en primera persona, Holden Caulfield, un adolescente rebelde, inadaptado e inmaduro, pero de gran perspicacia. Se dice de la novela que es la única que ha sabido captar lo que es la adolescencia con todas sus contradicciones; la fórmula del carácter del desorientado protagonista la ofrece su propia hermana, Phoebe, cuando le dice que, sencillamente, no sabe lo que quiere. Es, por otro lado, una novela que ha sido curiosamente citada como favorita por algunos asesinos en serie y otros inadaptados.[cita requerida]
Posteriormente, Salinger publicó las colecciones de relatos Nine Stories (Nueve cuentos) en 1953 (donde se incluyen los dos aludidos); Franny y Zooey, en 1961; y en 1963 una colección de novelas cortas Raise High the Roof Beam, Carpenters and Seymour: An introduction (Levantad, carpinteros, la viga del tejado y Seymour: una introducción), protagonizados por la disfuncional familia Glass. Las mentes ágiles y poderosas de hombres perturbados y la capacidad redentora que los niños tienen en las vidas de estos es uno de los temas principales de las obras de Salinger.
En 1955 se casó con Claire Douglas, unión que concluyó también en divorcio en 1967, cuando se acentuó la reclusión del escritor en su mundo privado y su interés por el budismo zen.
Después de haber obtenido la fama y la notoriedad con El guardián entre el centeno, Salinger se convirtió en un eremita, apartándose del mundo exterior y protegiendo al máximo su privacidad. Se mudó de Nueva York a Cornish (New Hampshire), donde continuó escribiendo historias que nunca publicó.
Salinger intentó por todos los medios escapar de la exposición al público y de la atención del mismo (él mismo declaró: «los sentimientos de anonimato y oscuridad de un escritor constituyen la segunda propiedad más valiosa que le es concedida»). Sin embargo, se vio obligado a luchar continuamente contra toda la atención no deseada que recibía, como figura de culto que llegó a ser en vida. Cuando supo de la intención del escritor británico Ian Hamilton de publicar J. D. Salinger: A writing life, una biografía que incluía cartas que Salinger había escrito a amigos y a otros escritores, Salinger interpuso una demanda para detener la publicación del libro. El libro apareció finalmente con los contenidos de las cartas parafraseados. El juez determinó que aunque es posible que una persona sea el propietario de una carta físicamente, lo que está escrito en ella pertenece al autor.
Uno de los resultados no intencionados de este juicio fue que muchos de los detalles de la vida privada de Salinger, incluyendo el hecho de haber escrito dos novelas y muchos relatos que no habían sido publicados, salieron a la luz pública a través de las transcripciones del juzgado.
Salinger aparece como personaje en la novela Shoeless Joe de W. P. Kinsella, en la que se inspiró la película Field of dreams. En la película el personaje tiene el nombre cambiado y es convertido en ficción. Estudió a lo largo de toda su vida el hinduismo Advaita Vedanta. Este hecho ha sido descrito extensamente por Sam P. Ranchean en su libro An adventure in Vedanta: J. D. Salinger's the Glass Family (1990). La relación de un año que mantuvo en 1972 con la aspirante a escritora Joyce Maynard, de dieciocho años, fue también causa de controversia cuando ella subastó las cartas que Salinger le había escrito. Ha mantenido, igualmente, más de veinte relaciones con aspirantes femeninas a escritoras, siempre muy jóvenes.
En 2000, su hija, Margaret Salinger, publicó El guardián de los sueños. En su libro de “confesiones”, la señorita Salinger afirma que su padre se bebía su propia orina, sufría glosolalia, rara vez tenía relaciones sexuales con su madre, la tenía como una “prisionera virtual” y se negaba a permitirle ver a sus parientes y amigos.
En 2002, se publicaron más de ochenta cartas a Salinger escritas por escritores, críticos y admiradores, bajo el título: Letters to J. D. Salinger (ed. Chris Kubica).
Salinger es el padre del actor Matt Salinger.
Falleció de muerte natural el 27 de enero de 2010.
La película Descubriendo a Forrester, protagonizada por Sean Connery está inspirada en Salinger. Además, ha sido notable la influencia ejercida en escritores como Lemony Snicket y su Una serie de catastróficas desdichas, habiendo numerosas alusiones a él en los libros.
Salinger ha influido sobre una generación entera de escritores, entre los que se cuentan señaladamente John Updike, Harold Brodkey y Philip Roth.
En 2008 el cantante Axl Rose (Guns N' Roses) se inspiró en El guardian entre el centeno para darle forma y nombre a una de las canciones del álbum Chinese Democracy.[cita requerida] El asesino de John Lennon, Mark David Chapman, tenìa un ejemplar de "El guardiàn entre el centeno". Un amigo le recomendó el libro y la historia pronto tuvo un gran importancia personal para él, hasta el extremo que declaró que deseaba modelar su vida a imagen de la del protagonista, Holden Caulfield. Obras seleccionadas. The Catcher in the Rye (1951) [El cazador oculto (trad. 1961) / El guardián entre el centeno (trad. 1978)]. Nueve cuentos (1953). Franny y Zooey (1961). Levantad, carpinteros, la viga del tejado y Seymour: una introducción (1963). Salinger, documental biográfico sobre J. D. Salinger.
Semblanza biográfica: Wikipedia.Texto: El cuento del día. Foto: internet.