El cuento del domingo

Ana Lydia Vega
El día de los hechos
Sí, señores, yo estuve allí aquel día a las tres en punto de la tarde cuando la calor de afuera era piragua al lado del infierno que jervía en aquel laundry. El vapor guindaba del plafón como papel celofán. Había más pantalones que en el ejército. Es decir, o por lo menos eso parecía: a Filemón Sagredo hijo, no le iba del todo mal en Puerto Rico. Porque los trapos sucios sobraban más acá de La Mona y en la Arzuaga de Río Piedras, entre kioscos y pensiones dominicanas, corrían el sancocho y el morir soñando talmente como en el Cibao. Si a ratos pellizcaba la nostalgia de un merengue ripiao y de un hablaicito paiticulai, siempre se podía dar un brinquito a la República pa cumplir con los viejos y echar su figureo en la plaza y hasta traer de vuelta unas cuantas alfombras de pajilla pa buceai los cuaitos y defendeise, oh.
Y así, en su Laundry Quisqueya ordeñaba la vaquita regordeta de la suerte que le había guiñado el ojo desde el día que llegó, tieso del susto, a las playas del Borinqueño Edén, un poquitico más arriba de Bahía Bramadero.
Aquel desgraciao de Grullón lo había soltado bastante lejos de la costa por no arriesgar el pellejo. Y con los otros cinco ilegales, Filemón había tenido que nadarse el resto a pulmón, espantándose los tiburones con promesas a la Altagracia.
En la costa fueron otros los pejes que se le tiraron al cuerpo. Tuvo que repartir dólares mojados como bendiciones para no ir a tener a la jaula con los demás.
Propina aparte, el viajecito se le había trepado en más de quinientos dólares. Menos mal que en Puerto Rico no es pobre sino quien quiere. Porque trabajo no es lo que hace falta, no. Ni hay que dejarle el lomo y el vivir al maldito corte de caña. Acá un ilegal se cuela donde pueda, vendiendo barquillas en una heladería china, atendiéndole las frituras a cualquier cubano desmadrao, cambiando gomas en algún garaje paisano. Como quiera se pasa un temporal. Hasta que pueda enyuntarse uno con hembra boricua y arreglar con Inmigración. O prosperar en el traqueteo de la vida y negociarse la papelería por un par de cientos.
Pues, sí, señores, yo estaba allí, de cuerpo presente y vi cuando el negro grandote y tofe se le cuadró enfrente a Filemón Sagredo hijo, con su escopeta recortada al hombro y dijo:
— Felicién Apolón te manda recuerdos.
El dominicano no pudo piar ni esta boca es mía. Apenas marcó un paso de salve hacia las perchas. La descarga aplastó el grito de la mujer que en eso volvía de la trastienda. Pero me consta: antes de verle la careta a la muerte, Filemón tuvo un recuerdo largo y parido que enhebró en la misma aguja a su pai Filemón Sagredo el Viejo y al mentado Felicién Apolón.
Y no vayan a creer que aquello fue cuestión de cuartos. El difunto saldaba puntual como timbre de colegio católico. Ni cuartos ni hembras, no. Filemón era manisuelto como cualquier hijo de vecino pero no se llevaba nada más que a la que estuviera mal cuidá. El asunto era más viejo y más hondo que el hambre. Esta servidora podría contarles con lujo de detalles todo lo que sucedió hace tanticuantos años en Juana Méndez. Allí fui yo a tener —la curiosidad no se cura— el dichoso día de los hechos.
Fue durante la semana roja de no acordarse. El Benefactor había proclamado la muerte haitiana a todo lo largo del Masacre. La dominicanización de la frontera estaba en marcha. Todo dominicano que se dijera patriota y macho tenía que tumbarle la chola a alguno de esos mañeses culisucios y muertosdihambre que venían a disputarle el mangú a los auténticos hijos de Duarte.
El viernes por la noche ya no había en qué cargar los muertos. Dondequiera había carretas jartas de cadáveres y bandas de perseguidores borrachos azuzados por el olor a sangre de madamo.
Desde la oscuridad del cuarto, Felicién Apolón escuchaba los aullidos de sus compatriotas moribundos. Algunos habían nacido de este lado de la frontera, críos de haitiano emigrado con dominicana. Pero a la hora del golpe no se le preguntaba a nadie por su mai.
En la habitación vecina, Filemón Sagredo el Viejo no acababa de decidirse a denunciar al haitiano. Había ayudado al hijo a cruzar el río porque Paula se lo había pedido. Por ella solamente, por ser dominicana además de buena hembra, aunque se hubiera acuartelado con un maldito cocolo. Pero cuando Felicién pidió refugio, lo pensó dos veces para al fin murmurar un sí cagado de indecisión. El recuerdo de su padre muerto en Haití durante la ocupación yanqui era una espina en pleno galillo.
Lo habían ahorcado los cacos de Péralte, colgándolo del asta de una bandera gringa por espía y delator. Injustamente, por cierto. Lo confundieron con otro dominicano que se largo a Nueva York forrado de billetes y privando de listo. Esto para mí es bolero viejo. Yo alcancé a ver los pies de Filemón abuelo bailando su dernier carabiné en el aire haitiano. Y puedo jurar sobre la Constitución de la República que su postrer maldición fue para el madamo que asesinó a su padre durante la última invasión haitiana. En venganza del propio, claro está, atravesado por bayoneta dominicana en tiempos de Serapio Reinoso.
Filemón lo pensó tres veces antes de llamar a los verdugos que rondaban como hombres lobos. Porque sangre pesa más que agua. Y era de madrugada cuando chillaron los goznes de la puerta. Un brillo de armas filosas prendió el batey. A las seis de la mañana, Paula frotaba el piso con un cepillo para hacerle vomitar sangre de haitiano a las tablas sedientas.
Por eso, aquel día, Filemón Sagredo hijo, descendiente de tantos filemones matados y matones, estaba de cara al suelo en el Laundry Quisqueya de Río Piedras. El mayor de sus dos hijos, parado en el umbral de la puerta, miraba fijamente sobre las cabezas de los curiosos el cauce de la calle Arzuaga por donde se había escurrido, en un Chevrolet negro, el pasado de su padre. Al volante del mentado, Felicién Apolón hijo, seguía la pista de sangre pacientemente dibujada por tantos felicienes matones y matados.
Se anda pendiente por si volviera a llover. Para cualquier novedad pueden contar conmigo. Yo lo sé casimente todo. Siempre ando por ahí el día de los hechos.
Ana Lydia Vega (1946). Escritora puertorriqueña con una relevante obra literaria y pedagógica. Mereció el Premio Casa de las Américas en 1982 y el Premio Juan Rulfo en 1984.
Esta escritora puertorriqueña, nació en Santurce, un barrio de San Juan, la capital, el 6 de diciembre de 1946. Desde los siete años de edad escribía poemas inspirados en los sentimientos filiales hacia sus padres. Cursó estudios en la Academia del Sagrado Corazón durante doce años. En su época de adolescencia también se sintió atraída por la prosa, los cuentos y las novelas. Sus primeras manifestaciones literarias, entre las que tiene varias novelas de misterio y amor, fueron escritas en inglés.
En la Universidad de Puerto Rico escogió su futura profesión como profesora de lenguas extranjeras. La vocación de maestra la heredó de su madre, quien enseñó durante toda su vida en escuelas públicas. Ana Lydia obtuvo su licenciatura en Artes en 1968.
Ya teniendo conocimientos previos del francés, idioma que aprendió desde niña, se marchó a Francia para cursar estudios de maestría y doctorado. Terminó su maestría en literatura francesa en la Universidad de Provence, Francia, en 1971. Posteriormente completó el doctorado en literatura comparada en la misma universidad en 1978.
De regreso al país natal, trabajó como profesora en la Universidad de Puerto Rico. Junto a su esposo, el también profesor y poeta Robert Villanúa, publicó un manual para la enseñanza del francés titulado Le francais vécu (El francés vivido). Luego, en 1981, escribió en colaboración con su compañera de aventuras literarias, Carmen Lugo Filippi, el libro de cuentos Vírgenes y mártires, donde se explora el  spacio femenino en el contexto colonial y machista puertorriqueño. Fue tanta la aceptación, que logró publicar Encancaranublado y otros cuentos de naufragio, Premio Casa de las Américas 1982. En esta obra, la alegoría, el discurso espiritista, la leyenda y las batallas carnavalescas, nos llevan a una reflexión sobre los conflictos del mundo caribeño y su soñada unidad.
Su tercer libro, Pasión de historias y otras historias de pasión, publicado en el 1987, recibió el premio Juan Rulfo Internacional de París en 1984. En 1988 escribió los ensayos que fueron publicados en la columna "Relevo" del periódico Claridad, y luego aparecieron en la colección de ensayos El tramo ancla de siete escritores del país .
Entre sus ensayos más importantes se encuentran Pulseando con el difícil, Nosotros los historicidas y Mirada de doble filo. En ellos emplea tonos irónicos y contundentes recursos para exponer su punto de vista crítico hacia una cultura puertorriqueña marcada por la ausencia de poder político. Las temáticas referentes al problema de la defensa de la nacionalidad puertorriqueña son recurrentes en su obra.
Ana Lydia Vega integra la amplia lista de prominentes figuras de América Latina que han manifestado su apoyo a la independencia de su país. Presentó su adhesión a la “Proclama de Panamá”, aprobada por unanimidad en el Congreso Latinoamericano y Caribeño por la Independencia de Puerto Rico celebrado en noviembre de 2006.
Dentro de una literatura de carácter realista como es la de Ana Lydia, la violencia es un elemento constitutivo. Su humor alcanza un matiz un tanto hostil como medio de ridiculizar al enemigo. Concretamente, como en el cuento Letra para salsa y tres sonetos por encargo, Vega responde con la burla a la agresión que supone el acoso sexual. Emplea preponderantemente la parodia como medio humorístico, sobre todo combinada con el juego de palabras, manera de evidenciar la torpeza de la conducta humana. También utiliza el humor para decir veladamente lo que no está permitido decir a viva voz.
La escritora no ha escapado a las clasificaciones generacionales y ha sido adscrita a la llamada generación del setenta. Una de las características más sobresalientes de este grupo es darle voz a ciertas zonas de la realidad puertorriqueña que antes habían sido ignoradas o poco trabajadas artísticamente. Algunas de estas zonas son la sexualidad lésbica, los mundos del negro, del narcómano, entre otros. También se ha caracterizado, en términos generales, por la combinación de códigos lingüísticos de estos mundos, así como por el coloquialismo del habla puertorriqueña en general.
El rasgo principal que atraviesa los textos de todos estos creadores de su generación es la actitud irreverente hacia la realidad y frente a la tradición literaria puertorriqueña. La defensa del pasado latente, y su recuperación mediante la memoria, es tema frecuente en el caso de las narradoras  que se proponen lograr una reivindicación femenina.
Ana Lydia Vega es una mujer del presente que vive la realidad de su país y de Latinoamérica. Busca con incisiva mirada captar sus fuentes esenciales. Su estilo literario la acerca a públicos muy diversos y los temas que aborda reaparecen en el anecdotario del pueblo, que se renueva en su lucha por subsistir en la historia.
Su labor intelectual como docente ha dejado huellas importantes en la enseñanza del idioma francés, entre otras especialidades. Es una voz activa que sigue calando a fondo en los vericuetos de la latinoamericanidad, y ha tomado partido ante la lucha del pueblo puertorriqueño por salvar su cultura. Su obra deja la expectativa de continuidad, de seguir hurgando en un mundo jocoso y maravilloso, que tiene aún muchas historias que contar.
Obra:
 “Puerto Príncipe abajo”, Casa de las Américas, La   Habana, Vol.21, no.123 (nov.-dic., 1980), p.94-99.
Encancaranublado y otros cuentos de naufragios, Casa de las Américas, La Habana, 1982.
El Tramo ancla; ensayos puertorriqueños de hoy, Ed. Río Piedras, Universidad de Puerto Rico, 1988.
De cómo Ana Lydia Vega descubre el Caribe”, Casa de las Américas, La Habana, Vol.30, no.175 (jul.-ago., 1989), p.162-165.
“La felicidad ja, ja, ja, ja y la universidad”, Anales del Caribe, La Habana, no.11 (1991), p.13-21.
Vega, Ana Lydia y Torres, Walter: Falsa crónicas del sur, Río Piedras, Universidad de Puerto Rico, 1992.
Ana Lydia Vega et al.: Cuba y Puerto Rico son: cuentos boricuas, sel. e introd., Pablo de la Torriente, La Habana, 1994.
Cuentos calientes, México, D.F., UNAM, 1996.
Esperando a Loló y otros delirios generacionales, ed. San Juan, Universidad de Puerto Rico, 1996.
Vega, Ana Lydia; Pastrana Fuentes, Yolanda y Ortiz Sotomayor, Alida: En la Bahía de Jobos: Celita y el mangle zapatero, San Juan, Universidad de Puerto Rico, 1998.
“La Batalla de la lengua en Puerto Rico”, Casa de las Américas, La Habana, Vol.41, no.222 (ene.-mar., 2001), p.156-157.
Vuelve Tom”, Casa de las Américas, La Habana, Vol.42, no.225 (oct.-dic., 2001), p.34-35.
“De qué mueren los taxistas”, Casa de las Américas, La Habana, Vol.8, no.255 (abr.-jun., 2009), p.83-86.
Bibliografía pasiva
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Arroyo, Elsa R.: “Contracultura y parodia en cuatro cuentos de Rosario Ferré y Ana Lydia Vega” en, Caribbean Studies, San Juan, Vol.23, no.3-4(jul.dic., 1989), p.33-46.
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Fernández Merino, Mireya: “Cómo ser escritora puertorriqueña y no morir en el intento. La escritura de Ana Lydia Vega” en, Actual Mérida, no.55-56(ene.-ago., 2004), p.23-34.
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Niebylski, Dianna C: “Humor, desamor y subversión en Luis Valenzuela y Ana Lydia Vega” en, Estudios Filológicos, Valdivia, no.30 (1995), p.129-138).
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Rodríguez Luis, Julio: “De Puerto Rico a Nueva York: protagonistas femeninas en busca de un espacio propio” en, la Torre, San Juan, Vol.7, no.27-28, T.1 (jul.-dic., 1993), p.577-594.
Vega Carney, Carmen: “El amor como discurso político en Ana Lydia Vega” en, Letras femeninas, Nebraska, Vol.17, no. 1-2(primavera-otoño, 1991) p.77-87.
Semblanza biográfica y foto:encaribe.org .Texto: El cuento del día.

El cuento del domingo

Julio Cortázar
La puerta condenada

A Petrone le gustó el hotel Cervantes por razones que hubieran desagradado a otros. Era un hotel sombrío, tranquilo, casi desierto. Un conocido del momento se lo recomendó cuando cruzaba el río en el vapor de la carrera, diciéndole que estaba en la zona céntrica de Montevideo. Petrone aceptó una habitación con baño en el segundo piso, que daba directamente a la sala de recepción. Por el tablero de llaves en la portería supo que había poca gente en el hotel; las llaves estaban unidas a unos pesados discos de bronce con el número de habitación, inocente recurso de la gerencia para impedir que los clientes se las echaran al bolsillo.

El ascensor dejaba frente a la recepción, donde había un mostrador con los diarios del día y el tablero telefónico. Le bastaba caminar unos metros para llegar a la habitación. El agua salía hirviendo, y eso compensaba la falta de sol y de aire. En la habitación había una pequeña ventana que daba a la azotea del cine contiguo; a veces una paloma se paseaba por ahí. El cuarto de baño tenía una ventana más grande, que se habría tristemente a un muro y a un lejano pedazo de cielo, casi inútil. Los muebles eran buenos, había cajones y estantes de sobra. Y muchas perchas, cosa rara.

El gerente resultó ser un hombre alto y flaco, completamente calvo. Usaba anteojos con armazón de oro y hablaba con la voz fuerte y sonora de los uruguayos. Le dijo a Petrone que el segundo piso era muy tranquilo, y que en la única habitación contigua a la suya vivía una señora sola, empleada en alguna parte, que volvía al hotel a la caída de la noche. Petrone la encontró al día siguiente en el ascensor. Se dio cuenta de que era ella por el número de la llave que tenía en la palma de la mano, como si ofreciera una enorme moneda de oro. El portero tomó la llave y la de Petrone para colgarlas en el tablero, y se quedó hablando con la mujer sobre unas cartas. Petrone tuvo tiempo de ver que era todavía joven, insignificante, y que se vestía mal como todas las orientales.

El contrato con los fabricantes de mosaicos llevaría más o menos una semana. Por la tarde Petrone acomodó la ropa en el armario, ordenó sus papeles en la mesa, y después de bañarse salió a recorrer el centro mientras se hacía hora de ir al escritorio de los socios. El día se pasó en conversaciones, cortadas por un copetín en Pocitos y una cena en casa del socio principal. Cuando lo dejaron en el hotel era más de la una. Cansado, se acostó y se durmió en seguida. Al despertarse eran casi las nueve, y en esos primeros minutos en que todavía quedan las sobras de la noche y del sueño, pensó que en algún momento lo había fastidiado el llanto de una criatura.

Antes de salir charló con el empleado que atendía la recepción y que hablaba con acento alemán. Mientras se informaba sobre líneas de ómnibus y nombres de calles, miraba distraído la enorme sala en cuyo extremo estaban la puerta de su habitación y la de la señora sola. Entre las dos puertas había un pedestal con una nefasta réplica de la Venus de Milo. Otra puerta, en la pared lateral daba a una salida con los infaltables sillones y revistas. Cuando el empleado y Petrone callaban el silencio del hotel parecía coagularse, caer como cenizas sobre los muebles y las baldosas. El ascensor resultaba casi estrepitoso, y lo mismo el ruido de las hojas de un diario o el raspar de un fósforo.

Las conferencias terminaron al caer la noche y Petrone dio una vuelta por 18 de Julio antes de entrar a cenar en uno de los bodegones de la plaza Independencia. Todo iba bien, y quizá pudiera volverse a Buenos Aires antes de lo que pensaba. Compró un diario argentino, un atado de cigarrillos negros, y caminó despacio hasta el hotel. En el cine de al lado daban dos películas que ya había visto, y en realidad no tenía ganas de ir a ninguna parte. El gerente lo saludó al pasar y le preguntó si necesitaba más ropa de cama. Charlaron un momento, fumando un pitillo, y se despidieron.

Antes de acostarse Petrone puso en orden los papeles que había usado durante el día, y leyó el diario sin mucho interés. El silencio del hotel era casi excesivo, y el ruido de uno que otro tranvía que bajaba por la calle Soriano no hacía más que pausarlo, fortalecerlo para un nuevo intervalo. Sin inquietud pero con alguna impaciencia, tiró el diario al canasto y se desvistió mientras se miraba distraído en el espejo del armario. Era un armario ya viejo, y lo habían adosado a una puerta que daba a la habitación contigua. A Petrone lo sorprendió descubrir la puerta que se le había escapado en su primera inspección del cuarto. Al principio había supuesto que el edificio estaba destinado a hotel pero ahora se daba cuenta de que pasaba lo que en tantos hoteles modestos, instalados en antiguas casas de escritorios o de familia. Pensándolo bien, en casi todos los hoteles que había conocido en su vida —y eran muchos— las habitaciones tenían alguna puerta condenada, a veces a la vista pero casi siempre con un ropero, una mesa o un perchero delante, que como en este caso les daba una cierta ambigüedad, un avergonzado deseo de disimular su existencia como una mujer que cree taparse poniéndose las manos en el vientre o los senos. La puerta estaba ahí, de todos modos, sobresaliendo del nivel del armario. Alguna vez la gente había entrado y salido por ella, golpeándola, entornándola, dándole una vida que todavía estaba presente en su madera tan distinta de las paredes. Petrone imaginó que del otro lado habría también un ropero y que la señora de la habitación pensaría lo mismo de la puerta.

No estaba cansado pero se durmió con gusto. Llevaría tres o cuatro horas cuando lo despertó una sensación de incomodidad, como si algo ya hubiera ocurrido, algo molesto e irritante. Encendió el velador, vio que eran las dos y media, y apagó otra vez. Entonces oyó en la pieza de al lado el llanto de un niño.

En el primer momento no se dio bien cuenta. Su primer movimiento fue de satisfacción; entonces era cierto que la noche antes un chico no lo había dejado descansar. Todo explicado, era más fácil volver a dormirse. Pero después pensó en lo otro y se sentó lentamente en la cama, sin encender la luz, escuchando. No se engañaba, el llanto venía de la pieza de al lado. El sonido se oía a través de la puerta condenada, se localizaba en ese sector de la habitación al que correspondían los pies de la cama. Pero no podía ser que en la pieza de al lado hubiera un niño; el gerente había dicho claramente que la señora vivía sola, que pasaba casi todo el día en su empleo. Por un segundo se le ocurrió a Petrone que tal vez esa noche estuviera cuidando al niño de alguna parienta o amiga. Pensó en la noche anterior. Ahora estaba seguro de que ya había oído el llanto, porque no era un llanto fácil de confundir, más bien una serie irregular de gemidos muy débiles, de hipos quejosos seguidos de un lloriqueo momentáneo, todo ello inconsistente, mínimo, como si el niño estuviera muy enfermo. Debía ser una criatura de pocos meses aunque no llorara con la estridencia y los repentinos cloqueos y ahogos de un recién nacido. Petrone imaginó a un niño — un varón, no sabía por qué— débil y enfermo, de cara consumida y movimientos apagados. Eso se quejaba en la noche, llorando pudoroso, sin llamar demasiado la atención. De no estar allí la puerta condenada, el llanto no hubiera vencido las fuertes espaldas de la pared, nadie hubiera sabido que en la pieza de al lado estaba llorando un niño.

Por la mañana Petrone lo pensó un rato mientras tomaba el desayuno y fumaba un cigarrillo. Dormir mal no le convenía para su trabajo del día. Dos veces se había despertado en plena noche, y las dos veces a causa del llanto. La segunda vez fue peor, porque a más del llanto se oía la voz de la mujer que trataba de calmar al niño. La voz era muy baja pero tenía un tono ansioso que le daba una calidad teatral, un susurro que atravesaba la puerta con tanta fuerza como si hablara a gritos. El niño cedía por momentos al arrullo, a las instancias; después volvía a empezar con un leve quejido entrecortado, una inconsolable congoja. Y de nuevo la mujer murmuraba palabras incomprensibles, el encantamiento de la madre para acallar al hijo atormentado por su cuerpo o su alma, por estar vivo o amenazado de muerte.

«Todo es muy bonito, pero el gerente me macaneó» pensaba Petrone al salir de su cuarto. Lo fastidiaba la mentira y no lo disimuló. El gerente se quedó mirándolo.
—¿Un chico? Usted se habrá confundido. No hay chicos pequeños en este piso. Al lado de su pieza vive una señora sola, creo que ya se lo dije.

Petrone vaciló antes de hablar. O el otro mentía estúpidamente, o la acústica del hotel le jugaba una mala pasada. El gerente lo estaba mirando un poco de soslayo, como si a su vez lo irritara la protesta. «A lo mejor me cree tímido y que ando buscando un pretexto para mandarme mudar», pensó. Era difícil, vagamente absurdo insistir frente a una negativa tan rotunda. Se encogió de hombros y pidió el diario.
—Habré soñado —dijo, molesto por tener que decir eso, o cualquier otra cosa.

El cabaret era de un aburrimiento mortal y sus dos anfitriones no parecían demasiado entusiastas, de modo que a Petrone le resultó fácil alegar el cansancio del día y hacerse llevar al hotel. Quedaron en firmar los contratos al otro día por la tarde; el negocio estaba prácticamente terminado.

El silencio en la recepción del hotel era tan grande que Petrone se descubrió a sí mismo andando en puntillas. Le habían dejado un diario de la tarde al lado de la cama; había también una carta de Buenos Aires. Reconoció la letra de su mujer.

Antes de acostarse estuvo mirando el armario y la parte sobresaliente de la puerta. Tal vez si pusiera sus dos valijas sobre el armario, bloqueando la puerta, los ruidos de la pieza de al lado disminuirían. Como siempre a esa hora, no se oía nada. El hotel dormía las cosas y las gentes dormían. Pero a Petrone, ya malhumorado, se le ocurrió que era al revés y que todo estaba despierto, anhelosamente despierto en el centro del silencio. Su ansiedad inconfesada debía estarse comunicando a la casa, a las gentes de la casa, prestándoles una calidad de acecho, de vigilancia agazapada. Montones de pavadas.

Casi no lo tomó en serio cuando el llanto del niño lo trajo de vuelta a las tres de la mañana. Sentándose en la cama se preguntó si lo mejor sería llamar al sereno para tener un testigo de que en esa pieza no se podía dormir. El niño lloraba tan débilmente que por momentos no se lo escuchaba, aunque Petrone sentía que el llanto estaba ahí, continuo, y que no tardaría en crecer otra vez. Pasaban diez o veinte lentísimos segundos; entonces llegaba un hipo breve, un quejido apenas perceptible que se prolongaba dulcemente hasta quebrarse en el verdadero llanto.

Encendiendo un cigarrillo, se preguntó si no debería dar unos golpes discretos en la pared para que la mujer hiciera callar al chico. Recién cuando los pensó a los dos, a la mujer y al chico, se dio cuenta de que no creía en ellos, de que absurdamente no creía que el gerente le hubiera mentido. Ahora se oía la voz de la mujer, tapando por completo el llanto del niño con su arrebatado —aunque tan discreto— consuelo. La mujer estaba arrullando al niño, consolándolo, y Petrone se la imaginó sentada al pie de la cama, moviendo la cuna del niño o teniéndolo en brazos. Pero por más que lo quisiera no conseguía imaginar al niño, como si la afirmación del hotelero fuese más cierta que esa realidad que estaba escuchando. Poco a poco, a medida que pasaba el tiempo y los débiles quejidos se alternaban o crecían entre los murmullos de consuelo, Petrone empezó a sospechar que aquello era una farsa, un juego ridículo y monstruoso que no alcanzaba a explicarse. Pensó en viejos relatos de mujeres sin hijos, organizando en secreto un culto de muñecas, una inventada maternidad a escondidas, mil veces peor que los mimos a perros o gatos o sobrinos. La mujer estaba imitando el llanto de su hijo frustrado, consolando al aire entre sus manos vacías, tal vez con la cara mojada de lágrimas porque el llanto que fingía era a la vez su verdadero llanto, su grotesco dolor en la soledad de una pieza de hotel, protegida por la indiferencia y por la madrugada.

Encendiendo el velador, incapaz de volver a dormirse, Petrone se preguntó qué iba a hacer. Su malhumor era maligno, se contagiaba de ese ambiente donde de repente todo se le antojaba trucado, hueco, falso: el silencio, el llanto, el arrullo, lo único real de esa hora entre noche y día y que lo engañaba con su mentira insoportable. Golpear en la pared le pareció demasiado poco. No estaba completamente despierto aunque le hubiera sido imposible dormirse; sin saber bien cómo, se encontró moviendo poco a poco el armario hasta dejar al descubierto la puerta polvorienta y sucia. En pijama y descalzo, se pegó a ella como un ciempiés, y acercando la boca a las tablas de pino empezó a imitar en falsete, imperceptiblemente, un quejido como el que venía del otro lado. Subió de tono, gimió, sollozó. Del otro lado se hizo un silencio que habría de durar toda la noche; pero en el instante que lo precedió, Petrone pudo oír que la mujer corría por la habitación con un chicotear de pantuflas, lanzando un grito seco e instantáneo, un comienzo de alarido que se cortó de golpe como una cuerda tensa.

Cuando pasó por el mostrador de la gerencia eran más de las diez. Entre sueños, después de las ocho, había oído la voz del empleado y la de una mujer. Alguien había andado en la pieza de al lado moviendo cosas. Vio un baúl y dos grandes valijas cerca del ascensor. El gerente tenía un aire que a Petrone se le antojó de desconcierto.
—¿Durmió bien anoche? —le preguntó con el tono profesional que apenas disimulaba la indiferencia.
Petrone se encogió de hombros. No quería insistir, cuando apenas le quedaba por pasar otra noche en el hotel.
—De todas maneras ahora va a estar más tranquilo — dijo el gerente, mirando las valijas—.La señora se nos va a mediodía.
Esperaba un comentario, y Petrone lo ayudó con los ojos.
—Llevaba aquí mucho tiempo, y se va así de golpe. Nunca se sabe con las mujeres.
—No —dijo Petrone—. Nunca se sabe.
En la calle se sintió mareado, con un mareo que no era físico. Tragando un café amargo empezó a darle vueltas al asunto, olvidándose del negocio, indiferente al espléndido sol. Él tenía la culpa de que esa mujer se fuera del hotel, enloquecida de miedo, de vergüenza o de rabia. Llevaba aquí mucho tiempo...Era una enferma, tal vez, pero inofensiva. No era ella sino él quien hubiera debido irse del Cervantes. Tenía el deber de hablarle, de excusarse y pedirle que se quedara, jurándole discreción. Dio unos pasos de vuelta y a mitad del camino se paró. Tenía miedo de hacer un papelón, de que la mujer reaccionara de alguna manera insospechada. Ya era hora de encontrarse con los dos socios y no quería tenerlos esperando. Bueno, que se embromara. No era más que una histérica, ya encontraría otro hotel donde cuidar a su hijo imaginario.

Pero a la noche volvió a sentirse mal, y el silencio de la habitación le pareció todavía más espeso. Al entrar al hotel no había podido dejar de ver el tablero de las llaves, donde faltaba ya la de la pieza de al lado. Cambió unas palabras con el empleado, que esperaba bostezando la hora de irse, y entró en su pieza con poca esperanza de poder dormir. Tenía los diarios de la tarde y una novela policial. Se entretuvo arreglando sus valijas, ordenado sus papeles. Hacía calor, y abrió de par en par la pequeña ventana. La cama estaba bien tendida, pero la encontró incómoda y dura. Por fin tenía todo el silencio necesario para dormir a pierna suelta, y le pesaba. Dando vueltas y vueltas, se sintió como vencido por ese silencio que había reclamado con astucia y que le devolvían entero y vengativo. Irónicamente pensó que extrañaba el llanto del niño, que esa calma perfecta no le bastaba para dormir y todavía menos para estar despierto. Extrañaba el llanto del niño, y cuando mucho más tarde lo oyó, débil pero inconfundible a través de la puerta condenada, por encima del miedo, por encima de la fuga en plena noche supo que estaba bien y que la mujer no había mentido, no se había mentido al arrullar al niño, al querer que el niño se callara para que ellos pudieran dormirse.

Julio Florencio Cortázar (Ixelles, Bélgica, 26 de agosto de 1914París, Francia, 12 de febrero de 1984). Escritor, traductor e intelectual argentino nacionalizado francés.
Se le considera uno de los autores más innovadores y originales de su tiempo, maestro del relato corto, la prosa poética y la narración breve en general, comparable a Jorge Luis Borges, Antón Chéjov o Edgar Allan Poe, y creador de importantes novelas que inauguraron una nueva forma de hacer literatura en Latinoamérica, rompiendo los moldes clásicos mediante narraciones que escapan de la linealidad temporal y donde los personajes adquieren una autonomía y una profundidad psicológica, pocas veces vista hasta entonces. Debido a que los contenidos de su obra transitan en la frontera entre lo real y lo fantástico, suele ser puesto en relación con el Surrealismo.
Vivió buena parte de su vida en París, ciudad en la que se estableció en 1951, en la que ambientó algunas de sus obras, y donde finalmente murió. En 1981 se le otorgó la ciudadanía francesa. Cortázar también vivió en Argentina, España y Suiza.1
Julio Cortázar nació en Bélgica, en Ixelles, distrito de Bruselas, el 26 de agosto de 1914, hijo de Julio José Cortázar y María Herminia Descotte. Su padre era argentino y funcionario de la embajada de Argentina en Bélgica, desempeñándose en esa representación diplomática como agregado comercial. Más adelante en su vida declararía: «Mi nacimiento [en Bruselas] fue un producto del turismo y la diplomacia». En ese entonces Bruselas estaba ocupada por los alemanes.
Siempre se afirmó cierta relación de su padre con el cuerpo diplomático argentino. Sus padres, María Herminia Descotte y Julio José Cortázar, eran argentinos. Hacia fines de la Primera Guerra Mundial, los Cortázar lograron pasar a Suiza gracias a la condición alemana de la abuela materna de Julio, y de allí, poco tiempo más tarde a Barcelona, donde vivieron un año y medio. A los cuatro años volvieron a Argentina y pasó el resto de su infancia en Banfield, en el sur del Gran Buenos Aires, junto a su madre, una tía y Ofelia, su única hermana (un año menor que él). Vivió en una casa con fondo (Los Venenos, Deshoras, están basados en sus recuerdos infantiles), pero no fue totalmente feliz. «Mucha servidumbre, excesiva sensibilidad, una tristeza frecuente» (Carta a Graciela M. de Sola, París, 4 de noviembre de 1963).
«Pasé mi infancia en una bruma de duendes, de elfos, con un sentido del espacio y del tiempo diferente al de los demás» (revista Plural n°44, México 5/1975). Cortázar fue un niño enfermizo y pasó mucho tiempo en cama, por lo que la lectura fue su gran compañera. Su madre le seleccionaba lo que podía leer, convirtiéndose en la gran iniciadora de su camino de lector, primero, y de escritor después. Declaró: «Mi madre dice que empecé a escribir a los ocho años, con una novela que guarda celosamente a pesar de mis desesperadas tentativas por quemarla» (revista Siete Días, Buenos Aires, 12/1973). Cortázar también recuerda que en cierta ocasión un pariente suyo (un tío o algo así) descubrió una serie de poemas suyos y se los dio a su madre, diciéndole que evidentemente esos poemas no eran míos, que yo los copiaba de alguna antología de poemas, por lo cual su madre llegó a preguntarle si esos poemas realmente eran suyos.2 Leía tanto que algún médico llegó a recomendarle leer menos durante cinco o seis meses y salir más a tomar un poco de sol. Muchos de sus cuentos son autobiográficos, como Bestiario, Final del juego, Los venenos o La Señorita Cora, entre otros.
Se forma como Maestro Normal en 1932 y Profesor Normal en Letras en 1935 en la Escuela Normal de Profesores Mariano Acosta, de aquellos años surgieron La Escuela de Noche (Deshoras). En aquella época, comenzó a frecuentar los estadios a ver boxeo, donde ideó una especie de filosofía del box «eliminando el aspecto sangriento y cruel que provoca tanto rechazo y cólera» (La fascinación de las palabras). Admiraba al hombre que siempre iba para adelante y a pura fuerza y coraje conseguía ganar (Torito, Final del juego).
Un día, en 1932, caminando por el centro de Buenos Aires, se topó con un libro de Jean Cocteau, un total desconocido para él hasta aquel momento, titulado Opio, Diario de una desintoxicación. Aquella lectura lo marcaría para el resto de su vida: «Sentí que toda una etapa de vida literaria estaba irrevocablemente en el pasado… desde ese día leí y escribí de manera diferente, ya con otras ambiciones, con otras visiones» (La fascinación de las palabras, 1997).
Comenzó en la Universidad de Buenos Aires sus estudios de Filosofía, aprobó el primer año, pero comprendió que debía utilizar el título que ya tenía para trabajar y ayudar a su madre. Dictó clases en Bolívar, Saladillo (Ciudad en cual figura en su Libreta Cívica como oficina de enrolamiento); y luego en Chivilcoy. Vivió en cuartos solitarios de pensiones aprovechando todo el tiempo libre para leer y escribir (Distante espejo). En 1944 se traslada a Cuyo, Mendoza, y en su Universidad imparte cursos de Literatura Francesa. Publica su primer cuento, Bruja, en la revista Correo Literario. Participa en manifestaciones de oposición al peronismo. En 1945, cuando Juan Domingo Perón gana las elecciones presidenciales presenta su renuncia. "Preferí renunciar a mis cátedras antes de verme obligado a 'sacarme el saco' como les pasó a tantos colegas que optaron por seguir en sus puestos." Reúne un primer volumen de cuentos, La otra orilla. Regresa a Buenos Aires, donde comienza a trabajar en la Cámara Argentina del Libro. En 1946 publica el cuento "Casa tomada" en la revista Los Anales de Buenos Aires, dirigida por Jorge Luis Borges. Ese mismo año publica un trabajo sobre el poeta inglés John Keats, "La urna griega" en la poesía de John Keats en la Revista de Estudios Clásicos de la Universidad de Cuyo. En 1947 colabora en varias revistas, entre ellas en Realidad. Publica un importante trabajo teórico, "Teoría del Túnel", y en la revista Los Anales de Buenos Aires aparece publicado su cuento Bestiario. En 1948 obtiene el título de traductor público de inglés y francés, tras cursar en apenas nueve meses estudios que normalmente insumen tres años. El esfuerzo le provoca síntomas neuróticos, uno de los cuales (la búsqueda de cucarachas en la comida) desaparece con la escritura de un cuento, "Circe", que junto con Casa Tomada y Bestiario (aparecidos en Los anales de Buenos Aires) será incluido más adelante en Bestiario. En 1949 publica el poema dramático Los Reyes, primera obra firmada con su nombre real e ignorado por la crítica. Durante el verano escribe una primera novela, "Divertimento", que de alguna manera prefigura Rayuela. Divertimento será publicada sólo en 1986, después de su muerte. Colabora en revistas culturales de Buenos Aires (Cabalgata, Realidad y Sur) En 1950 escribe otra novela, El examen, rechazada por el asesor literario de la Editorial Losada, Guillermo de Torre. Cortázar la presentará a un concurso convocado por la misma editorial, sin éxito. Esta novela también será editada tras la muerte del escritor, en 1986. En 1951 publicó Bestiario, una colección de ocho relatos que le valieron cierto reconocimiento en el ambiente local. Poco después, disconforme con el gobierno de Juan Domingo Perón, decide trasladarse a París, ciudad donde, salvo esporádicos viajes por Europa y América Latina, residiría durante el resto de su vida.
Se casó con Aurora Bernárdez en 1953, una traductora argentina. Vivían en París con condiciones económicas bajas y le surgió el ofrecimiento de traducir la obra completa, en prosa, de Edgar Allan Poe para la Universidad de Puerto Rico. Dicho trabajo sería considerado luego por los críticos como la mejor traducción de la obra del escritor estadounidense. Juntos se fueron a vivir a Italia durante el año que duró el trabajo, luego viajaron a Buenos Aires en barco y Cortázar se pasó el trayecto escribiendo en su máquina portátil una nueva novela. «La revolución cubana… me mostró de una manera cruel y que me dolió mucho el gran vacío político que había en mí, mi inutilidad política… los temas políticos se fueron metiendo en mi literatura...» (La fascinación de las palabras). En 1963 visitó Cuba invitado por Casa de las Américas para ser jurado en un concurso. Ya nunca dejaría de interesarse por la política latinoamericana. En ese mismo año aparece lo que sería su mayor éxito editorial y le valdría el reconocimiento de ser parte del boom latinoamericano: Rayuela, la que se convirtió en un clásico de la literatura argentina. Según declaró en una carta a Manuel Antín en agosto de 1964, ese no iba a ser el nombre de su novela sino Mandala: «De golpe comprendí que no hay derecho a exigirle a los lectores que conozcan el esoterismo búdico o tibetano»; pero no estaba arrepentido por el cambio.
En 1967, rompe su vínculo con Bernárdez y toma por pareja a la lituana Ugné Karvelis, con quien nunca contrajo matrimonio,[cita requerida] pero quien le inculcó un gran interés por la política.
Con su tercera pareja y segunda esposa, la escritora canadiense Carol Dunlop, realizó numerosos viajes, uno de los primeros fue a Polonia, donde participó de un congreso de solidaridad con Chile. Otro de los viajes que hizo junto a Carol Dunlop fue plasmado en el libro Los autonautas de la cosmopista que cuenta el trayecto de la pareja por la autopista París-Marsella. Tras la muerte de Carol Dunlop, la última esposa de Cortázar, Aurora Bernárdez lo acompañaría durante su enfermedad. Actualmente ella es la única heredera de su obra publicada y de sus textos.
Los derechos de autor de varias de sus obras fueron donados para ayudar a los presos políticos de varios países, entre ellos Argentina. En una carta a su amigo Francisco Porrúa de febrero de 1967, confesó: «El amor de Cuba por el Che me hizo sentir extrañamente argentino el 2 de enero, cuando el saludo de Fidel en la plaza de la Revolución al comandante Guevara, allí donde esté, desató en 300.000 hombres una ovación que duró diez minutos».
En noviembre de 1970 viajó a Chile, donde se solidarizó con el gobierno de Salvador Allende y pasó unos días para visitar a su madre y amigos, «y ahí el delirio fue una especie de pesadilla diurna» contó en una carta a Gregory Rabassa.
En 1971 fue «excomulgado»[cita requerida] por Fidel Castro, junto a otros escritores, por pedir información sobre el arresto del poeta Heberto Padilla. A pesar de su desilusión con la actitud de Castro, siguió de cerca la situación política de Latinoamérica. En 1973, fue galadornado con el Premio Médicis por su Libro de Manuel y destinó sus derechos a la ayuda de los presos políticos en Argentina. En 1974, fue miembro del Tribunal Bertrand Russell II reunido en Roma para examinar la situación política en América Latina, en particular las violaciones de los Derechos Humanos.
A pesar de ser reconocido por su narrativa, escribió gran cantidad de poemas en prosa (en libros mixtos como Historias de cronopios y de famas, Un tal Lucas, Último round); e incluso poemas en verso (Presencia, Pameos y meopas, Salvo el crepúsculo). Colaboró en muchas publicaciones en distintos países, grabó sus poemas y cuentos, escribió letras de tangos (por ejemplo con el Tata Cedrón) y le puso textos a libros de fotografías e historietas.
En 1976, viaja a Costa Rica donde se encuentra con Sergio Ramírez y Ernesto Cardenal y emprende un viaje clandestino y plagado de peripecias hacia la localidad de Solentiname en Nicaragua. Este viaje lo marcará para siempre y será el comienzo de una serie de visitas a este país.
Justamente luego del triunfo de la revolución sandinista viaja reiteradas veces a dicho país y conoce de cerca el proceso y la realidad nicaragüense y latinoamericana. Estas experiencias darán como resultado una serie de textos que serán recopilados en el libro Nicaragua, tan violentamente dulce.
En agosto de 1981 sufrió una hemorragia gástrica y salvó su vida de milagro. Nunca dejó de escribir, fue su pasión aún en los momentos más difíciles. En 1983, vuelta la democracia en Argentina, Cortázar hace un último viaje a su patria, donde es recibido cálidamente por sus admiradores, que lo paran en la calle y le piden autógrafos, en contraste con la indiferencia de las autoridades nacionales. Después de visitar a varios amigos, regresa a París. Poco después François Mitterrand le otorga la nacionalidad francesa.
Carol Dunlop había fallecido el 2 de noviembre de 1982, sumiendo a Cortázar en una profunda depresión. Julio murió el 12 de febrero de 1984 a causa de una leucemia. Dos días después, fue enterrado en el cementerio de Montparnasse, en la misma tumba donde yacía Carol. La lápida y la escultura que adornan la tumba fueron hechas por sus amigos, los artistas Julio Silva y Luis Tomasello [1]. Es costumbre dejar una copa o un vaso de vino y una hoja de papel o un billete de metro con una rayuela dibujada.
Bibliografía:1938, Presencia (como Julio Denis). 1945, La otra orilla. 1949, Los reyes.1951, Bestiario. 1956, Final del juego. 1959, Las armas secretas. 1960, Los premios. 1962, Historias de cronopios y famas. 1963, Rayuela. 1966, Todos los fuegos el fuego. 1967, El perseguidor y otros cuentos. La vuelta al día en 80 mundos. 1968, Ceremonias. 62, Modelo para armar. Buenos Aires, Buenos Aires. 1969, Casa tomada. Ultimo round (2tomos). 1970, Relatos. Viaje alrededor de una mesa. 1971, La isla a mediodía y otros relatos. Pameos y meopas. 1972,  Prosa del observatorio. 1973,  La casilla de los Morelli. Libro de Manuel. 1974, Octaedro. 1975, Fantomás contra los vampiros multinacionales. 1976, Estrictamente no profesional. 1977,  Alguien que anda por ahí y otros cuentos. 1978, Territorios. 1979,  Un tal Lucas. 1980, Queremos tanto a Glenda. 1982, Deshoras. 1983, Nicaragua tan violentamente dulce.Los autonautas de la cosmopista (junto a C. Dunlop). 1985,  Salvo el crepúsculo. 1986, Divertimento. El Examen. 1995, Diario de Andrés Fava. Adiós Robinson.
Semblanza biográfica:Wikipedia. Texto, bibliografía:literaberinto.com.Foto:archivo.

El cuento del domingo

Sławomir Mrożek
En la penumbra

Queridos camaradas, no pueden imaginar el estado de obscurantismo y de superstición medieval que impera en nuestros campos.
Incluso yo he sufrido su influjo. Ahora, por ejemplo, tengo necesidad de salir un momento a satisfacer mis más apremiantes necesidades (no tenemos excusado), pero me da miedo hacerlo. Nubes de murciélagos vuelan como enloquecidos, chocan contra los vidrios de las ventanas, y quien sale corre el riesgo de que se le enrede uno para siempre en el cabello. Siento necesidad de salir, repito; pero aquí me quedo, en casa, sin moverme, y les escribo, camaradas.
He aquí como están las cosas. En lo que respecta a la molienda del trigo, el porcentaje ha bajado desde que el diablo hizo una visita al molinero, saludándolo con grandes reverencias. Llevaba un sombrero tricolor, blanco, rojo y azul, con la insignia escrita en francés: Tour de la Paix. Desde ese día, los campesinos se alejaron del molino. El molinero y su mujer, desesperados, se dieron a la bebida, y ya la gente comenzaba a acostumbrarse a esta situación, cuando el molinero roció a su mujer con vodka y le prendió fuego. Después se precipitó a la Universidad Popular, para inscribirse en el curso de marxismo; porque, según su opinión, necesitaba comenzar a luchar seriamente contra los elementos irracionales de la vida.
La molinera, por su parte, sufrió horribles quemaduras, y así tenemos una bruja más en nuestra aldea.
Han de saber, queridos camaradas, que todas las noches se escuchan aquí horribles lamentos, como para hacerlo morir a uno de congoja. Algunos dicen que es el alma del campesino Triglia que expresa su auténtico odio contra los grandes propietarios, y otros que es el feudal Pierna Chueca, que se lamenta por el triunfo de las masas. ¡La lucha de clases, camaradas, siempre la lucha de clases!
Pero mi cabaña está aislada en los linderos del bosque y la noche es negra, el bosque es negro, y mis pensamientos, obscurísimos, en consecuencia. Un día mi compañero se sentó sobre el tronco de un árbol para leer el último número de Horizontes de la Ciencia, cuando sintió de improviso pasos a su espalda, y fue tal el susto, que anduvo con la razón extraviada durante tres días.
Camaradas, aconséjennos. Nosotros nos hallamos aquí en medio de la llanura, rodeados de horizontes hasta donde alcanza la vista, y de tumbas.
Me ha dicho un guardabosque que durante la Luna llena, cabezas desprendidas de sus cuerpos ruedan y se persiguen por los senderos y por los claros del bosque, se dan de topetazos con las frentes heladas y vuelan sólo Dios sabe adonde. Al alba desaparecen, y se escucha sólo el rumor de los pinos, blando y moderado, como si hasta los mismos árboles se estremecieran de pavor. ¡Jesús mío! ¡No saldría de casa aunque se me reventaran los intestinos!
Todo termina aquí del mismo modo. Y ustedes aseguran que estamos en Europa. Sin embargo, cada vez que preparamos la crema para los dulces, llegan los gnomos y se orinan en ella.
Una vez, una vieja de la aldea despertó sobresaltada, bañada en sudor. Miró a su derredor, ¿y qué vio? Sobre una manta, bella y verde, estaba sentado aquel crédito establecido antes de las elecciones para construir el puente, crédito extinto inmediatamente después en condiciones misteriosas. El crédito observó a la vieja, le hizo muecas, rió y tosió. La vieja empezó a gritar, pero nadie acudió en su ayuda. Cuando alguien grita, nunca se sabe. ¡Vaya uno a saber por qué grita! ¡Vaya uno a saber qué ideología tiene!
En el sitio donde aquel puente debía construirse, se ahogó después un artista. Tenía dos años, pero ya era un genio, y si hubiera vivido habría comprendido y descripto todo lo que existe. Ahora, en cambio, su alma vuela por estos contornos para amedrentar al prójimo.
Así las cosas, no es de maravillarse que hasta nuestra siquis haya mudado. La gente cree en aparecidos y se vuelve supersticiosa. Apenas ayer, detrás del establo del camarada Andrzej fue encontrado un cuerpo. El párroco dice que se trata de un cuerpo electoral. Todos aquí creen hoy día en las apariciones de los ahogados, en los espectros y en las brujas. Y en realidad existe una mujer que hace salir sola la leche de las vacas y hace aparecer a los fantasmas. Queremos presentarla como candidata a la célula del Partido, para substraer un argumento propagandístico a los enemigos del progreso.
¡Cómo vuelan, como baten las alas, Dios mío! ¡Cómo silban: “pi-pi”, luego de nuevo: “pi-pi”! ¡Basta! ¡Vivan los grandes edificios! Allí al menos todo ocurre en el interior y no hay necesidad de correr hasta el bosque cuando se siente uno oprimido por las necesidades fisiológicas...
Pero esto no es aún lo más grave. El caso es que mientras les escribo, camaradas, la puerta se abre, aparece el hocico de un cerdo que me mira extrañamente, me mira... me mira...
Ya les he dicho que aquí vivimos en condiciones del todo peculiares.
Sławomir Mrożek (Borzęcin, 29 de junio de 1930Niza, 15 de agosto de 2013). Escritor, dibujante, periodista y dramaturgo polaco que exploraba en sus obras el comportamiento humano, la alienación y el abuso de poder de los sistemas totalitarios. Como dibujante de cómics, alcanzaría también gran
popularidad. 

Sus primeros años los pasó en campos de Borzęcin, Porąbka Uszewska y, durante la Segunda Guerra Mundial, en Cracovia. Aunque recibió la enseñanza convencional católica, las cuestiones religiosas no fueron el primer plano de sus obras. Más importantes para su desarrollo fueron los años de guerra, la ocupación nazi de Polonia, el establecimiento de la República de Polonia después del conflicto y la represión de Stalin que creó una generación entera de gente joven desilusionada. Mrozek se graduó en la Nowodworski Lycée en 1949 y un año después empezó a trabajar para la revista Przekrój, como hackwriter. Al mismo tiempo empezó a estudiar arquitectura, pero al cabo de tres meses lo dejó y entró en la Academia de Bellas Artes de Cracovia. Sin embargo, también abandonó esta carrera porque le resultaba aburrida, así que decidió formar parte de la plantilla de Dziennik Polski. Durante un tiempo corto estudió también la filosofía oriental en la Universidad de Cracovia para evitar ser reclutado en el ejército.

Se unió al Partido Obrero Unificado Polaco durante el dominio del estalinismo en la República Popular de Polonia y se ganó la vida como periodista político. En 1952 se trasladó a la Casa de los Escritores dirigida por el gobierno. En 1953, durante el terror estalinista en la Polonia de posguerra, fue uno de los signatorios de una carta abierta de la Unión de Escritores Polacos ("Związek Literatów Polskich") a las autoridades polacas que apoyaban la persecución de los líderes religiosos polacos, encarcelados por el Ministerio de Seguridad Pública. Participó en la difamación de los curas católicos en Cracovia. Se casó con Maria Obremba cuando vivía en Katowice y en 1959 se mudaron a Varsovia. Cuatro años después decidieron viajar a Italia y desertar juntos. Al cabo de cinco años se sintió atraído por Francia, donde en 1978 recibió la ciudadanía. Nueve años después se casó con la directora de teatro Susana Osorio Rosas. En 1989 se mudaron a México, donde vivían en un rancho llamado La Epifania. Es ahí donde compuso la primera parte de su diario, Dziennik powrotu, que acabó en Polonia.
En 1996 volvió a su patria. El 11 de noviembre de 1997 fue galardonado en reconocimiento a su destacada contribución a la cultura nacional con la Orden Polonia Restituta. En 2002 sufrió un grave accidente cerebrovascular, que le causó una afasia. Gracias a la terapia que duró tres años, recuperó la capacidad de escribir y hablar. El efecto de su lucha contra la enfermedad es la autobiografía. El 6 de mayo de 2008 decidió definitivamente abandonar su patria y mudarse a Niza.
Slawomir a menudo utiliza el humor surrealista y las situaciones grotescas para revelar las creencias distorsionadas de sus personajes. Opowiadania z Trzmielowej Góry (Tales from Bumble Bee Hill; 1953), el primer libro de Mrozek que contenía dos historias satíricas; fue impreso en una edición de 25.000 copias. El segundo volumen, Polpancerze praktyczne (Practical Half-Armour) apareció el mismo año. A partir de 1957, su carrera literaria se desdobla en dos facetas, la de autor dramático –que le ha merecido un reconocimiento universal y un extraordinario éxito popular– y la de narrador. Sus obras teatrales pertenecen al género de la ficción absurda. Su talento fue descubierto cuando escribió el show Joy in Earnest para el teatro estudiantil Bim-Bom. Mrozek adquirió fama internacional con las colecciones de sus primeros cuentos. Słoń (El elefante; 1957) se transformó en un bestseller y recibió el premio prestigioso de Przegląd Kulturalny. Fue seguido por Wesele w Atomicach (Wedding in Atomville; 1959) y Deszcz (La lluvia; 1962). Casi todos los volúmenes de sus historias breves obtuvieron gran éxito de ventas. Una de sus primeras obras teatrales fue Policja (Los policías (La policía)) de 1958, realizada posteriormente en Phoenix Theatre, Nueva York, en 1961. Como dibujante, Mrozek gozó de una gran popularidad y sus obras se publicaron en Londres, Nueva York y París. En el Oeste, su fama se difundió a través del libro The Theatre of The Absurd de Martin Esslin, que apareció a principios de 1960.
En 1962 fue galardonado con el Premio Koscielski, el drama Tango (1964) le granjeó fama mundial. En 1975, la segunda de sus obras más populares, The Émigrés, retrato irónico de dos emigrantes polacos en París, fue producida por Andrzej Wajda en Teatr Stary (el Teatro Viejo) en Cracovia.
Cuando en 1981 Wojciech Jaruzelski proclamó la ley marcial en Polonia y detuvo a los líderes de Solidaridad, Mrozek protestó en Le Monde y prohibió que sus obras se emitiesen en televisión y que sus libros se publicaran en los periódicos polacos. Sin embargo, sus obras teatrales continuaron representándose en los teatros, aunque las autoridades eliminaron Ambasador (1982), que tuvo su estreno mundial en Varsovia, justo antes de que la ley fuera declarada. Con muchos autores polacos, como Czesław Miłosz y Leszek Kołakowski, Mrozek protestó contra la disolución de la ZLP.
Recibió el premio Franz Kafka pero lo rechazó para aceptar el de la Fundación Literaria Polaca. Miłość na Krymie (Love in the Crimea; 1993) se centró en la caída del Imperio Ruso. Mrozek lo escribió en francés para un concurso a la mejor obra de teatro de un dramaturgo francés y recibió el premio Crédit Industriel el Commercial Paris Théâtre por la escenificación de la obra en el Théàtre de la Colline, en París.
La editorial Acantilado emprendió en 2001 la publicación de su obra narrativa. Entre sus libros destacan Juego de azar (2001), La vida difícil (2002), Dos cartas (2003), El árbol (2003), El pequeño verano (2004), La mosca (2005), Huida hacia el sur (2008), El elefante (2010) y La vida para principiantes (2013).
Semblanza biográfica: Wikipedia. Texto: El cuento del día. Foto: Internet.

El cuento del domingo

Auguste Villiers de L'Isle-Adam
¡Como para confundirse!
Una mañana gris de noviembre bajaba por los muelles con paso rápido. Una fría llovizna mojaba la atmósfera. Transeúntes negros, sombríos bajo paraguas deformes, se entrecruzaban. El Sena amarillento arrastraba sus barcos mercantes que semejaban abejorros desmesurados. En los puentes, el viento azotaba bruscamente los sombreros que sus dueños disputaban al espacio con esas actitudes y contorsiones de espectáculo siempre tan penoso para el artista. Mis ideas eran pálidas y brumosas; la preocupación de una cita de negocios, convenida la víspera, me acosaba la imaginación. El tiempo apremiaba; decidí resguardarme bajo el tejadillo de un portal desde donde me sería más cómodo parar algún coche de caballos. En ese mismo instante divisé justo a mi lado la entrada de un edificio cuadrado, de aspecto burgués. Había surgido de la bruma como un fantasma de piedra y, a pesar de la rigidez de su arquitectura, a pesar del vaho triste y fantástico que lo envolvía, reconocí enseguida un cierto aire de hospitalidad cordial que me serenó el espíritu. Seguramente me dije los huéspedes de esta morada son gentes sedentarias. Este umbral invita a detenerse: ¿acaso no está abierta la puerta?
Así pues, con la mayor educación del mundo, con aire satisfecho y el sombrero en la mano meditando incluso un madrigal para la dueña de la casa , entré sonriente y me encontré, directamente, ante una especie de sala de techo acristalado, desde donde caía el día, lívido.
En las columnas había ropa colgada, bufandas, sombreros.
Había mesas de mármol dispuestas por todas partes.
Diversos individuos, con las piernas estiradas, la cabeza erguida, los ojos fijos, con un aire positivista, parecían meditar.
Y las miradas carecían de pensamiento, los rostros eran del color del tiempo.
Había portafolios abiertos, papeles desplegados junto a cada uno de ellos.
Y me di cuenta entonces de que la dueña de la casa, con cuya acogedora cortesía había contado, no era otra que la Muerte.
Me fijé en mis anfitriones.
Ciertamente, para escapar de las preocupaciones de la fastidiosa existencia, la mayor parte de los que ocupaban la sala habían asesinado su cuerpo, esperando de este modo un poco más de bienestar.
Al escuchar el ruido de los grifos de cobre sellados contra el muro y destinados al riego cotidiano de aquellos restos mortales, oí el rodar de un coche de caballos. Se detuvo ante el establecimiento. Hice la reflexión que mis gentes de negocios esperaban. Me volví para aprovechar mi buena suerte.
El coche, en efecto, acababa de arrojar en el umbral del edificio a unos colegiales juerguistas que necesitaban ver a la muerte para creer en ella.
Vi el carruaje vacío y grité al cochero:
-¡Al Pasaje de la Opera!
Poco después, en los bulevares, el tiempo me pareció más cubierto, sin horizonte. Los arbustos, vegetación esquelética, parecían mostrar vagamente, con el borde de sus ramas negras, la presencia de los peatones a los agentes de policía, todavía adormecidos.
El coche aceleraba.
Los transeúntes, a través del cristal, me hacían pensar en el agua que corre.
Llegado a mi destino, salté a la acera y me adentré en el pasaje lleno de rostros preocupados.
En su extremo, justo enfrente de mí, vi la entrada de un café hoy día consumido en un incendio célebre (pues la vida es un sueño) , y que estaba relegado al fondo de una especie de hangar, bajo una bóveda cuadrada, de aspecto lúgubre. Las gotas de lluvia que caían en la cristalera superior oscurecían aún más la pálida luz del sol.
«Aquí es» pensé «donde me esperan, con la copa en la mano, los ojos brillantes y provocando al Destino, mis hombres de negocios.»
Giré el picaporte y me encontré, directamente, en una sala donde el día caía desde lo alto, a través de la vidriera, lívido.
En las columnas había ropa colgada, bufandas, sombreros.
Había mesas de mármol dispuestas por todas partes.
Diversos individuos, con las piernas estiradas, la cabeza erguida, los ojos fijos, con un aire positivista, parecían meditar.
Y los rostros eran del color del tiempo, las miradas carecían de pensamiento.
Había portafolios abiertos, papeles desplegados junto a cada uno de ellos.
Observé a estos hombres.
Ciertamente, para escapar de las obsesiones de la insoportable conciencia, la mayoría de los que ocupaban la sala hacía tiempo que habían asesinado sus «almas», esperando así un poco más de bienestar.
Al escuchar el ruido de los grifos de cobre sellados contra el muro y destinados al riego cotidiano de aquellos restos mortales, el recuerdo del rodar del coche de caballos me vino a la memoria.
Desde luego, me dije, es preciso que a este cochero se le haya nublado el entendimiento para haberme traído, después de tantas vueltas, al punto de partida. Sin embargo, lo confieso (por si hubiera error). ¡EL SEGUNDO VISTAZO ES MÁS SlNlESTRO QUE EL PRIMERO...!
Cerré, pues, nuevamente en silencio la puerta acristalada y volví a mi casa, con la firme decisión desdeñando el ejemplo y lo que me pudiera suceder , de no hacer negocios nunca más.
Jean Marie Mathias Philippe Auguste, conde de Villiers de L'Isle-Adam, más conocido como Auguste Villiers de L'Isle-Adam (Saint- Brieuc 1838-París 1889). Escritor, dramaturgo y crítico francés del siglo XIX, se identificó principalmente con el romanticismo y el simbolismo, consiguiendo en sus textos una novedosa mezcla de cuento filosófico, relato de terror, ciencia-ficción y esoterismo (una de sus grandes aficiones).
Aunque de origen aristocrático (sus antepasados fueron Grandes Maestres de la Orden de Malta), los descabellados negocios de su padre hacen que el patrimonio familiar se vea seriamente mermado. Durante su infancia recorre multitud de colegios en distintas ciudades de la Bretaña francesa, hasta que en 1855 su familia se instala definitivamente en París. Allí, el joven Auguste frecuenta los salones y cafés donde se dan cita los artistas. De esta época data su amistad con Charles Baudelaire y su descubrimiento de Edgar Allan Poe (a través, precisamente, de las traducciones de Baudelaire) y de la filosofía de Hegel, factores que van a influenciarle en gran manera en sus futuras obras. Preocupados por los ambientes que frecuenta, sus padres intentan convencerle de que se recluya en la abadía de Solesmes, cuyo superior es amigo de la familia, pero Auguste se niega.
En 1858 publica su primer libro, Dos ensayos de poesía, y comienza su carrera como crítico musical en la revista La Causerie. Al año siguiente publica su siguiente libro, Primeras poesías, aunque éste pasa totalmente desapercibido. En 1862 publica una de sus novelas más conocidas,Isis. En 1865 escribe la obraElën y al año siguiente comienza a colaborar con el Parnasse Contemporain y escribe Morgane, un drama en cinco actos. En esta época conoce al que sería uno de sus grandes amigos, Stepháne Mallarmé. En 1867 se convierte en redactor jefe de la Revue des Lettres et des Arts, escribe el primero de sus Cuentos crueles (L'Intersigne) y publica la novela corta Claire Lenoir.
A partir de 1870, con el estallido de la guerra franco-prusiana
su ya inestable economía empieza a desmoronarse.
Para solventar su situación económica intenta casarse con una rica heredera que lo rechaza. En parte por la acuciante necesidad y en parte por una inagotable capacidad de escribir, Villiers no cesa de producir relatos. En esta época conoce a Wagner, de cuyas óperas es un auténtico apasionado.
La publicación en 1883 de sus Cuentos Crueles le valió cierta notoriedad aunque siguió viviendo en la precariedad hasta su muerte. Entre los años 1885 y 1888 publica la obra de teatroAxël (1885, aunque se estrena en de manera póstuma en 1890), las novelas
La Eva futura (1886) y La extraña historia del Dr. Tribulat Bonhomet (1887) y las colecciones de relatos Historias insólitasy Nuevos cuentos crueles (ambas de 1888).
Muere en agosto de 1889 a causa de un cáncer de estómago
Foto y Semblanza biográfica:scrib.com.Texto:El cuento del día.

El cuento del domingo

Nadine Gordimer
Un hallazgo
 
Que se las lleve el diablo.
 Un hombre que había tenido mala suerte con las mujeres decidió vivir solitario por un tiempo. Dos veces se había casado por amor. Despejó la casa de cuanto de alguna manera se le había escapado a su abnegada segunda esposa cuando se largó con las posesiones favoritas que juntos habían coleccionado ‑cuadros, cristal fino, hasta los mejores vinos sacados de la cava‑; botó los libros en cuya guarda la primera mujer había escrito, amorosa, su nuevo nombre de casada. En seguida se fue de vacaciones sin llevar consigo a ninguna mujer. Por primera vez, que pudiera recordar.
 Pero aquellas rameras y vagabundas de quienes se creyó enamorado habían resultado tan infieles como las honestas esposas que juraron quererlo eternamente.
 Se fue solo a un balneario donde las rocas lanzaban el mar hacia arriba en forma de abanicos ásperos y la marea siseaba y se chupaba las charcas. No había arena. Sobre piedras, semejantes a confites hirvientes, a rayas, punteadas o estriadas, la gente ‑las mujeres‑ se acostaba en colchonetas descoloridas por la sal y se acariciaba con aceites aromáticos. Aquel año llevaban el cabello recogido y sujeto por gorros elásticos de flores artificiales, o chorreaba suelto ‑al salir del agua con cuentas cristalinas como joyas sobre sus brillantes miembros‑ y cogido por hebillas doradas que intercambiaban señales luminosas con las candongas que formaban un aro en sus orejas. Los senos iban desnudos y sobre el pubis vestían triángulos invertidos de tela fosforescente, asegurados por un cordón que subía por la división entre las nalgas, para encontrarse con dos cordones que bajaban del vientre y las caderas. En su línea de visión, mientras se alejaban hacia el mar, parecían totalmente desnudas; cuando subían del mar, acezando de placer, en dirección a su línea de visión, sus pechos danzaban y se colgaban al agacharse; reían mientras recogían toallas, peines y bronceador. Los cuerpos de algunas tenían diseños parecidos a telas estampadas: listones y parches blancos o rojos donde la ropa había tapado algunos trozos de sus cuerpos de la llameante inmersión en el sol. Otras tenían los pezones en carne viva, como fresas, y se podía observar que a duras penas soportaban tocarlos con bálsamo. Había hombres, pero él no los veía. Cuando cerraba los ojos y oía el mar alcanzaba a oler a las mujeres ‑el aceite.
 Nadaba mucho; adentrándose en la serena bahía, entre surfistas crucificados contra sus vistosas velas, o más cerca a la orilla, donde la espuma le golpeaba la cabeza bajo aludes de aguas blancas. Un cardumen de madres jóvenes andaba con sus infantes por las aguas poco profundas. Desnudos, apoyados contra su carne blanda, los niños se aferraban a ellas, tan recientemente separados de allí que parecían aún formar parte de aquellos cuerpos femeninos en los que habían sido sembrados por varones como él. Se acostaba sobre las piedras a secarse. Le gustaba su roce duro y se retorcía para ajustar sus huesos a ellas, hundiéndolos con sus movimientos hasta que lograba acomodarlos en las depresiones, de suerte que las curvas de su cuerpo, más que ofrecer resistencia, fuesen recibidas por ellas. Dormía, y despertaba para ver piernas afeitadas pasar junto a su cabeza ‑mujeres‑. Gotas desprendidas de los cabellos mojados de aquellas caían sobre sus hombros cálidos. A veces se encontraba nadando bajo el agua, debajo de ellas, y su cuerpo de piel áspera pasaba rozándolas, como un tiburón.
 Como suelen hacer los hombres cuando están solos, echaba piedras al mar, recordando ‑recuperando‑ el arte de lograr hacerlas besar la superficie saltando. Acostado boca abajo fuera del alcance de los últimos arroyuelos, colaba puñados de piedras pulidas por el mar, entresacaba algunas y, de cerca, comenzaba a verlas como los adultos han dejado de ver: como un niño mira y remira una flor, una hoja o una piedra, siguiendo sus vetas aluviales, sus fragmentos de color misteriosos, las placas de mica allí sepultadas, sintiendo (lo hacía) su forma de huevo o de rombo, pulida por la mano aceitosa y acariciadora del mar.
 No todas las piedras eran en realidad piedras. Había óvalos ambarinos aplanados que el océano, tallador de gemas, había pulido a partir de botellas de cerveza quebradas. Había cabujones de vidrios azules y verdes (otra botella ahogada) que podrían haber pasado por aguamarinas o esmeraldas. Los niños los recogían en gorras o en baldes. Y una tarde, entre tales tesoros, mezclados con trozos de espuma de estireno ‑desechos de barcos de carga‑, y con otras echazones que se arrojan al mar y flotan de nuevo para ser botadas otra vez en las playas de todo el mundo, encontró en las piedras con las que ocupaba una mano, como un monje que pasa las cuentas de su camándula, un auténtico tesoro. Entre los pedruscos de vidrio de color había un anillo de diamante y zafiro. No estaba sobre la superficie de la playa pedregosa, así que era evidente que ninguna mujer lo había dejado caer aquel día. Alguna querida, algún tesoro del hombre rico (o alguna esposa oculta), al zambullirse desde un yate, allá lejos, con sus joyas puestas mientras se iba despojando con elegancia de otros ropajes, debió sentir que uno de los anillos se le resbalaba del dedo por acción del agua. O no lo sintió, sólo lo percibió al regresar a cubierta, y corrió a buscar la póliza de seguros, mientras el mar arrastraba el anillo cada vez más hondo; y luego, cansándose de él con el correr de los días, de los años, y empujándolo con lentitud, lo echó afuera, y lo tiró a tierra. Era un anillo hermoso. Un zafiro, largo y oblongo, circundado de chispas redondas; y a lado y lado de este brillante montículo, un diamante tallado en forma de baguette que servía de puente a un círculo grabado.
 Aunque lo había sacado de una profundidad de más de seis pulgadas mientras excavaba con sus dedos al azar, miró a su alrededor, como si la dueña tuviera que estar allí, de pie, encima de él.
 Pero ellas se estaban embadurnando, estaban secando a los infantes con las toallas, se depilaban las cejas observándose en espejos diminutos, estaban sentadas con las piernas cruzadas y los senos apoyados sobre las mesas bajas donde el mesero del restaurante había colocado sus ensaladas y botellas de vino blanco. Subió al restaurante a llevar el anillo: tal vez alguien hubiese informado de una pérdida. La administradora se echó hacia atrás, como si un reducidor le hubiese estado ofreciendo bienes robados. Es valioso. Llévelo a la policía.
 La sospecha despierta la atención; tal vez hubiera, en este lugar extranjero, algún motivo para sospechar, aun de la policía. Si nadie reclamaba el anillo, alguno de los lugareños se lo embolsillaría. Así pues, qué importaba ‑y lo echó en su propio bolsillo, o mejor, en la bolsa donde guardaba el dinero, las tarjetas de crédito, las llaves del carro y las gafas de sol‑. Y regresó a la playa, a acostarse otra vez sobre las piedras, entre las mujeres. A pensar.
 Puso un aviso en el periódico local: Hallado anillo en la Playa Horizonte Azul, el martes primero, junto con el teléfono y el número de su habitación en el hotel. La administradora tenía razón: hubo muchas llamadas.
 Algunas de hombres que aducían que, en efecto, sus esposas, madres o novias habían de veras perdido un anillo en aquella playa. Cuando les pedía que lo describieran corrían el albur: un anillo de diamante. Pero cuando los presionaba, pidiéndoles más detalles, sólo les quedaba la mentira. Si una voz de mujer era lisonjera, congraciadora (incluso llorosa a veces), identificable como la de una estafadora de mediana edad, colgaba en el momento en que ella intentaba describir su anillo perdido. Pero si la voz era atractiva y a veces claramente juvenil, suave, aun vacilante en su mentirosa osadía, le pedía a su dueña que viniera al hotel a reconocer el anillo.
 Descríbalo.
 Las sentaba cómodamente frente al balcón abierto para que la luz del mar indagara en sus rostros. Sólo una lo convenció de haber de veras perdido un anillo; lo describió en detalle y se marchó, apesadumbrada por haberlo molestado. Otras ‑algunas bastante atractivas o incluso muy, muy bonitas, vestidas para seducir‑ se habrían conformado con un resultado diferente de la visita si no lograban salirse con la suya al inventar su descripción del anillo. Parecían calcular que un anillo es un anillo: si es valioso, debe tener diamantes, y una o dos tuvieron el ingenio suficiente para decir que sí, que llevaba otras piedras preciosas, pero era una herencia (abuela, tía) y no sabían en realidad los nombres de las piedras.
 ¿Y el color? ¿La forma?
 Se marchaban como ofendidas; o si reían con nerviosismo culpable era que sólo habían venido por aventurarse, para divertirse un poco. Y era bien difícil deshacerse de ellas de manera educada.
 Pero hubo una cuya voz era diferente a la de cualquiera de las demás llamadas, quizás la voz dominada de una cantante o actriz, que expresaba timidez. Había perdido toda esperanza. De encontrarlo... mi anillo. Había visto el aviso y pensado no, no, es inútil. Pero ¿y si había una posibilidad en un millón...? Le pidió que viniera al hotel.
 Con seguridad tenía cuarenta años, una belleza innata de grandes ojos serenos de un gris verdoso, que sólo necesitaba ayuda para conservar el color negro azabache de su cabello, que, comenzando en un penacho de forma de pico que se elevaba sobre la frente curva, se recogía en un bucle sobre la coronilla, brillante como plumas suavizadas. No había huellas de ningún pliegue allí donde se unían sus senos, firmemente separados en el escote de su vestido, tan negro como el cabello. Tenía manos hechas para anillos; extendió unos dedos largos, volteó las palmas hacia afuera: Y entonces se perdió; vi su reflejo por un instante en el agua.
 Descríbalo.
 Lo miró a los ojos, volvió la cabeza para apartar la mirada, y comenzó a hablar. Muy trabajado, dijo, platino y oro... Usted sabe, es difícil de precisar cuando se trata de un objeto que uno ha usado durante tanto tiempo, que ya ni lo nota. Un diamante grande... varios. Y esmeraldas, y piedras rojas... rubíes, pero creo que se habían caído antes... Fue al cajón del escritorio tocador y de debajo de unas carpetas que describían restaurantes, programas de TV por cable y servicios disponibles en la habitación, extrajo un sobre. Aquí tiene su anillo, dijo. Los ojos de la mujer no cambiaron. Lo extendió hacia ella. Su mano se dirigió lenta hacia él, como si nadara bajo el agua. Tomó el anillo y comenzó a ponérselo en el dedo del corazón de la mano derecha. No le servía, pero ella corrigió su movimiento con veloz acto de prestidigitación y se lo deslizó sobre el dedo anular, donde se acomodó.
 La llevó a cenar y no se hizo alusión al tema. Nunca jamás. Ella se convirtió en su tercera esposa. Viven juntos y no hay entre ambos más cosas no dichas que las que se dan en otras parejas.

Nadine Gordimer (Springs, Gauteng, 20 de noviembre de 1923 - Johannesburgo, 13 de julio de 2014)1 . Escritora sudafricana ganadora del Premio Nobel de literatura en 1991. En sus libros trata los conflictos interétnicos y el apartheid.
Nació el 20 de noviembre de 1923 en Springs, provincia de Gauteng, una población minera cerca de Johannesburgo. Sus padres eran inmigrantes judíos de clase media. Su padre era un relojero de Lituania, proveniente de un lugar cercano a la frontera letona y su madre procedía de Londres. Empezó a escribir relatos a la temprana edad de nueve años y ya con quince publicó el primero de ellos en la revista Forum. Con veinticinco años se trasladó a Johannesburgo, donde fijó su residencia definitiva. Nunca destacó como estudiante y aunque ingresó en la prestigiosa Universidad de Witwatersrand, no llegó a finalizar sus estudios.
Se decantó en un principio por las historias cortas, publicando en 1949 su primer libro titulado Face to Face; ese mismo año contrajo matrimonio por primera vez. En 1953 escribió The Soft Voice of the Serpent, siguiendo en el estilo de historia corta. Ya en estos escritos empezó a abordar el tema social de Sudáfrica, con la enajenación de los comportamientos humanos y la segregación racial como telón de fondo.
Hasta 1953 no vendría su primera novela, The Lying Days, en la que ya quedaría plasmada su característica técnica narrativa marcada por una línea sobria, sin sentimentalismos, aunque con una gran preocupación por la degeneración humana que la rodeaba. En 1954 se casó en segundas nupcias con Reinhold Cassirer, con quien tuvo un hijo. En los años posteriores continuó escribiendo tanto novelas como relatos cortos: Six Feet of the Country (1956), A World of Strangers (1958), Friday’s Footprint (1960), Occasion for Loving (1963), Not for Publication (1965), The Late Burgeois World (1966) A Guest of Honour (1970), Livingstone’s Companions (1971), The Conservationist (1974), Selected Stories (1975) y Burger’s Daughter (1979). Durante estos años compaginó su actividad literaria con conferencias en universidades de Europa y América.
En los años ochenta publicaría algunas de sus obras más importantes: A Soldier’s Embrace (1980), July’s People (1981), Something Out There (1984), A Sport of Nature (1987), My Son’s Story (1990).
En 1991, año en el que se le concedió el Premio Nobel de Literatura, publicó Jump and Other Stories, continuando con su característica perfección formal, sin utilizar elementos superfluos.
En 1994 publicó No one to Accompany Me, aunque había comenzado a escribirla años antes y The House Gun en 1998. Ya en este siglo, The Pickup (2001), Get a Life (2005) y su última obra, No Time Like the Present (2012), que muestra la actualidad de Sudáfrica a través de la vida de una pareja de antiguos militantes antiapartheid.
Recibió gran cantidad de premios y distinciones, como quince doctorados honoris causa (por las universidades de Yale, Harvard, Columbia, Cambridge, Leuven en Bélgica, Ciudad del Cabo y Witwatersrand entre otras).
En el año 2005, fue invitada a la Feria Internacional del Libro realizada en Guadalajara, México en donde estuvo en el centro de atención, dado que tenía a su derecha a Gabriel García Márquez y a su izquierda a Carlos Fuentes. Lamentablemente los tres ya fallecidos.
La Fundación Nelson Mandela, rindió homenaje a Gordimer, manifestando su "profunda tristeza por la pérdida de la gran dama de la literatura de Sudáfrica" "Hemos perdido una gran escritora, una patriota y una voz fuerte por la igualdad y la democracia en el mundo", agregó.
En sus últimos años, Gordimer hizo activismo en la lucha contra el VIH y el Sida, recaudando fondos para Treatment Action Campaign, un grupo que busca ayudar a los enfermos sudafricanos a obtener medicinas gratuitas para salvar sus vidas.
También criticó al presidente sudafricano, Jacob Zuma, al oponerse a un proyecto de ley que limita la publicación de información considerada sensible por el gobierno. "La reintroducción de la censura es impensable cuando tenemos en cuenta lo que sufrió la gente para deshacerse de la censura en todas sus formas", expresó en una entrevista el mes pasado.
Gordimer deja tres hijos.
Falleció el 13 de julio de 2014, en su residencia de Johannesburgo.2.
Obras.  1956, La suave voz de la serpiente.1956, Seis pies de tierra (Six Feet of the Country).1958, Mundo de extraños (A World of Strangers).1960, La huella del viernes (Friday’s Footprint).1965, No para publicarlo (Not for Publication). 1966, Ocasión para amar (Occasion for Loving).1966, El desaparecido mundo burgués (The Late Burgeois World). 1970, Un invitado de honor (A Guest of Honour).1971, Livingstone’s Companions.1974, El conservador (The Conservationist).1975, Selected Stories (1975).1979, La hija de Burger (Burger’s Daughter).1980, Soldier’s Embrace.1981, Gente en julio (July’s People).1984, Something Out There.1987, A Sport of Nature.1990, La historia de mi hijo (My Son’s Story).1994, Nadie que me acompañe (No one to Accompany Me).1998, Un arma en casa (The House Gun). 2002, El encuentro.2004, Saqueo.2006, Atrapa la vida.2007, Contar cuentos.2008, Beethoven tenía algo de negro.
 Semblanza biográfica:Wikipedia.Texto y foto:Internet.