El cuento del domingo

Oscar Wilde
El gigante egoísta
Cada tarde, a la salida de la escuela, los niños se iban a jugar al jardín del Gigante. Era un jardín amplio y hermoso, con arbustos de flores y cubierto de césped verde y suave. Por aquí y por allá, entre la hierba, se abrían flores luminosas como estrellas, y había doce albaricoqueros que durante la primavera se cubrían con delicadas flores color rosa y nácar, y al llegar el otoño se cargaban de ricos frutos aterciopelados. Los pájaros se demoraban en el ramaje de los árboles, y cantaban con tanta dulzura que los niños dejaban de jugar para escuchar sus trinos.
-¡Qué felices somos aquí! -se decían unos a otros.
Pero un día el Gigante regresó. Había ido de visita donde su amigo el Ogro de Cornish, y se había quedado con él durante los últimos siete años. Durante ese tiempo ya se habían dicho todo lo que se tenían que decir, pues su conversación era limitada, y el Gigante sintió el deseo de volver a su mansión. Al llegar, lo primero que vio fue a los niños jugando en el jardín.
-¿Qué hacen aquí? -surgió con su voz retumbante.
Los niños escaparon corriendo en desbandada.
-Este jardín es mío. Es mi jardín propio -dijo el Gigante-; todo el mundo debe entender eso y no dejaré que nadie se meta a jugar aquí.
Y, de inmediato, alzó una pared muy alta, y en la puerta puso un cartel que decía:
ENTRADA ESTRICTAMENTE PROHIBIDA
BAJO LAS PENAS CONSIGUIENTES
Era un Gigante egoísta...
Los pobres niños se quedaron sin tener dónde jugar. Hicieron la prueba de ir a jugar en la carretera, pero estaba llena de polvo, estaba plagada de pedruscos, y no les gustó. A menudo rondaban alrededor del muro que ocultaba el jardín del Gigante y recordaban nostálgicamente lo que había detrás.
-¡Qué dichosos éramos allí! -se decían unos a otros.
Cuando la primavera volvió, toda la comarca se pobló de pájaros y flores. Sin embargo, en el jardín del Gigante Egoísta permanecía el invierno todavía. Como no había niños, los pájaros no cantaban y los árboles se olvidaron de florecer. Solo una vez una lindísima flor se asomó entre la hierba, pero apenas vio el cartel, se sintió tan triste por los niños que volvió a meterse bajo tierra y volvió a quedarse dormida.
Los únicos que ahí se sentían a gusto eran la Nieve y la Escarcha.
-La primavera se olvidó de este jardín -se dijeron-, así que nos quedaremos aquí todo el resto del año.
La Nieve cubrió la tierra con su gran manto blanco y la Escarcha cubrió de plata los árboles. Y en seguida invitaron a su triste amigo el Viento del Norte para que pasara con ellos el resto de la temporada. Y llegó el Viento del Norte. Venía envuelto en pieles y anduvo rugiendo por el jardín durante todo el día, desganchando las plantas y derribando las chimeneas.
-¡Qué lugar más agradable! -dijo-. Tenemos que decirle al Granizo que venga a estar con nosotros también.
Y vino el Granizo también. Todos los días se pasaba tres horas tamborileando en los tejados de la mansión, hasta que rompió la mayor parte de las tejas. Después se ponía a dar vueltas alrededor, corriendo lo más rápido que podía. Se vestía de gris y su aliento era como el hielo.
-No entiendo por qué la primavera se demora tanto en llegar aquí -decía el Gigante Egoísta cuando se asomaba a la ventana y veía su jardín cubierto de gris y blanco-, espero que pronto cambie el tiempo.
Pero la primavera no llegó nunca, ni tampoco el verano. El otoño dio frutos dorados en todos los jardines, pero al jardín del Gigante no le dio ninguno.
-Es un gigante demasiado egoísta -decían los frutales.
De esta manera, el jardín del Gigante quedó para siempre sumido en el invierno, y el Viento del Norte y el Granizo y la Escarcha y la Nieve bailoteaban lúgubremente entre los árboles.
Una mañana, el Gigante estaba en la cama todavía cuando oyó que una música muy hermosa llegaba desde afuera. Sonaba tan dulce en sus oídos, que pensó que tenía que ser el rey de los elfos que pasaba por allí. En realidad, era solo un jilguerito que estaba cantando frente a su ventana, pero hacía tanto tiempo que el Gigante no escuchaba cantar ni un pájaro en su jardín, que le pareció escuchar la música más bella del mundo. Entonces el Granizo detuvo su danza, y el Viento del Norte dejó de rugir y un perfume delicioso penetró por entre las persianas abiertas.
-¡Qué bueno! Parece que al fin llegó la primavera -dijo el Gigante, y saltó de la cama para correr a la ventana.
¿Y qué es lo que vio?
Ante sus ojos había un espectáculo maravilloso. A través de una brecha del muro habían entrado los niños, y se habían trepado a los árboles. En cada árbol había un niño, y los árboles estaban tan felices de tenerlos nuevamente con ellos, que se habían cubierto de flores y balanceaban suavemente sus ramas sobre sus cabecitas infantiles. Los pájaros revoloteaban cantando alrededor de ellos, y los pequeños reían. Era realmente un espectáculo muy bello. Solo en un rincón el invierno reinaba. Era el rincón más apartado del jardín y en él se encontraba un niñito. Pero era tan pequeñín que no lograba alcanzar a las ramas del árbol, y el niño daba vueltas alrededor del viejo tronco llorando amargamente. El pobre árbol estaba todavía completamente cubierto de escarcha y nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía sobre él, sacudiéndole las ramas que parecían a punto de quebrarse.
-¡Sube a mí, niñito! -decía el árbol, inclinando sus ramas todo lo que podía. Pero el niño era demasiado pequeño.
El Gigante sintió que el corazón se le derretía.
-¡Cuán egoísta he sido! -exclamó-. Ahora sé por qué la primavera no quería venir hasta aquí. Subiré a ese pobre niñito al árbol y después voy a botar el muro. Desde hoy mi jardín será para siempre un lugar de juegos para los niños.
Estaba de veras arrepentido por lo que había hecho.
Bajó entonces la escalera, abrió cautelosamente la puerta de la casa y entró en el jardín. Pero en cuanto lo vieron los niños se aterrorizaron, salieron a escape y el jardín quedó en invierno otra vez. Solo aquel pequeñín del rincón más alejado no escapó, porque tenía los ojos tan llenos de lágrimas que no vio venir al Gigante. Entonces el Gigante se le acercó por detrás, lo tomó gentilmente entre sus manos y lo subió al árbol. Y el árbol floreció de repente, y los pájaros vinieron a cantar en sus ramas, y el niño abrazó el cuello del Gigante y lo besó. Y los otros niños, cuando vieron que el Gigante ya no era malo, volvieron corriendo alegremente. Con ellos la primavera regresó al jardín.
-Desde ahora el jardín será para ustedes, hijos míos -dijo el Gigante, y tomando un hacha enorme, echó abajo el muro.
Al mediodía, cuando la gente se dirigía al mercado, todos pudieron ver al Gigante jugando con los niños en el jardín más hermoso que habían visto jamás.
Estuvieron allí jugando todo el día, y al llegar la noche los niños fueron a despedirse del Gigante.
-Pero, ¿dónde está el más pequeñito? -preguntó el Gigante-, ¿ese niño que subí al árbol del rincón?
El Gigante lo quería más que a los otros, porque el pequeño le había dado un beso.
-No lo sabemos -respondieron los niños-, se marchó solito.
-Díganle que vuelva mañana -dijo el Gigante.
Pero los niños contestaron que no sabían dónde vivía y que nunca lo habían visto antes. Y el Gigante se quedó muy triste.
Todas las tardes al salir de la escuela los niños iban a jugar con el Gigante. Pero al más chiquito, a ese que el Gigante más quería, no lo volvieron a ver nunca más. El Gigante era muy bueno con todos los niños pero echaba de menos a su primer amiguito y muy a menudo se acordaba de él.
-¡Cómo me gustaría volverlo a ver! -repetía.
Fueron pasando los años, y el Gigante se puso viejo y sus fuerzas se debilitaron. Ya no podía jugar; pero, sentado en un enorme sillón, miraba jugar a los niños y admiraba su jardín.
-Tengo muchas flores hermosas -se decía-, pero los niños son las flores más hermosas de todas.
Una mañana de invierno, miró por la ventana mientras se vestía. Ya no odiaba el invierno pues sabía que el invierno era simplemente la primavera dormida, y que las flores estaban descansando.
Sin embargo, de pronto se restregó los ojos, maravillado, y miró, miró…
Era realmente maravilloso lo que estaba viendo. En el rincón más lejano del jardín había un árbol cubierto por completo de flores blancas. Todas sus ramas eran doradas, y de ellas colgaban frutos de plata. Debajo del árbol estaba parado el pequeñito a quien tanto había echado de menos.
Lleno de alegría el Gigante bajó corriendo las escaleras y entró en el jardín. Pero cuando llegó junto al niño su rostro enrojeció de ira y dijo:
-¿Quién se ha atrevido a hacerte daño?
Porque en la palma de las manos del niño había huellas de clavos, y también había huellas de clavos en sus pies.
-¿Pero, quién se atrevió a herirte? -gritó el Gigante-. Dímelo, para tomar la espada y matarlo.
-¡No! -respondió el niño-. Estas son las heridas del Amor.
-¿Quién eres tú, mi pequeño niñito? -preguntó el Gigante, y un extraño temor lo invadió, y cayó de rodillas ante el pequeño.
Entonces el niño sonrió al Gigante, y le dijo:
-Una vez tú me dejaste jugar en tu jardín; hoy jugarás conmigo en el jardín mío, que es el Paraíso.
Y cuando los niños llegaron esa tarde encontraron al Gigante muerto debajo del árbol. Parecía dormir, y estaba entero cubierto de flores blancas.
Oscar Fingal O'Flahertie Wills Wilde.(Dublín, 1854 - París, 1900) Escritor irlandés. Hijo del cirujano William Wills-Wilde y de la escritora Joana Elgee, Oscar Wilde tuvo una infancia tranquila y sin sobresaltos. Estudió en la Portora Royal School de Euniskillen, en el Trinity College de Dublín y, posteriormente, en el Magdalen College de Oxford, centro en el que permaneció entre 1874 y 1878 y en el cual recibió el Premio Newdigate de poesía, que gozaba de gran prestigio en la época.
Oscar Wilde combinó sus estudios universitarios con viajes (en 1877 visitó Italia y Grecia), al tiempo que publicaba en varios periódicos y revistas sus primeros poemas, que fueron reunidos en 1881 en Poemas. Al año siguiente emprendió un viaje a Estados Unidos, donde ofreció una serie de conferencias sobre su teoría acerca de la filosofía estética, que defendía la idea del «arte por el arte» y en la cual sentaba las bases de lo que posteriormente dio en llamarse dandismo.
A su vuelta, Oscar Wilde hizo lo propio en universidades y centros culturales británicos, donde fue excepcionalmente bien recibido. También lo fue en Francia, país que visitó en 1883 y en el cual entabló amistad con Verlaine y otros escritores de la época.
En 1884 contrajo matrimonio con Constance Lloyd, que le dio dos hijos, quienes rechazaron el apellido paterno tras los acontecimientos de 1895. Entre 1887 y 1889 editó una revista femenina, Woman's World, y en 1888 publicó un libro de cuentos, El príncipe feliz, cuya buena acogida motivó la publicación, en 1891, de varias de sus obras, entre ellas El crimen de lord Arthur Saville.
El éxito de Wilde se basaba en el ingenio punzante y epigramático que derrochaba en sus obras, dedicadas casi siempre a fustigar las hipocresías de sus contemporáneos. Así mismo, se reeditó en libro una novela publicada anteriormente en forma de fascículos, El retrato de Dorian Gray, la única novela de Wilde, cuya autoría le reportó feroces críticas desde sectores puritanos y conservadores debido a su tergiversación del tema de Fausto.

No disminuyó, sin embargo, su popularidad como dramaturgo, que se acrecentó con obras como Salomé (1891), escrita en francés, o La importancia de llamarse Ernesto (1895), obras de diálogos vivos y cargados de ironía. Su éxito, sin embargo, se vio truncado en 1895 cuando el marqués de Queenberry inició una campaña de difamación en periódicos y revistas acusándolo de homosexual. Wilde, por su parte, intentó defenderse con un proceso difamatorio contra Queenberry, aunque sin éxito, pues las pruebas presentadas por este último daban evidencia de hechos que podían ser juzgados a la luz de la Criminal Amendement Act.
El 27 de mayo de 1895 Oscar Wilde fue condenado a dos años de prisión y trabajos forzados. Las numerosas presiones y peticiones de clemencia efectuadas desde sectores progresistas y desde varios de los más importantes círculos literarios europeos no fueron escuchadas y el escritor se vio obligado a cumplir por entero la pena. Enviado a Wandsworth y Reading, donde redactó la posteriormente aclamada Balada de la cárcel de Reading, la sentencia supuso la pérdida de todo aquello que había conseguido durante sus años de gloria.
Recobrada la libertad, cambió de nombre y apellido (adoptó los de Sebastian Melmoth) y emigró a París, donde permaneció hasta su muerte. Sus últimos años de vida se caracterizaron por la fragilidad económica, sus quebrantos de salud, los problemas derivados de su afición a la bebida y un acercamiento de última hora al catolicismo. Sólo póstumamente sus obras volvieron a representarse y a editarse. En 1906, Richard Strauss puso música a su drama Salomé, y con el paso de los años se tradujo a varias lenguas la práctica totalidad de su producción literaria.
Semblanza biográfica:biografiasyvidas.com.Texto:ciudadseva.com.Foto:Archivo.

El cuento del domingo


Alfredo Bryce Echenique
 El descubrimiento de América
América era hija de un matrimonio de inmigrantes italianos. Una de las muchachas más hermosas de Lima. ¡Qué bien le queda su uniforme de colegiala! Su uniforme azul marino de colegiala. De colegiala que ya se cansó de serlo. De colegiala con mentalidad pre-automovilística, pre-lujosa, y prematrimonial. De colegiala que se aburre en las clases de literatura, que jamás comprendió las matemáticas, y que piensa sinceramente que Larra se suicidó por cojudo, y no por romántico. Era su último año de colegio, y no sabía como ingeniárselas para que su uniforme pareciera traje de secretaria. Usaba las faldas bastante más cortas que sus compañeras de clase, y se ponía las blusas de cuando estaba en tercero de media. ¡América! ¡América! Si no hubieras estado en colegio de monjas, tus profesores te hubieran comprendido. Pero, ¿para qué?, ¿para quién? esas piernas tan hermosas debajo de la carpeta. Refregaba sus manos sobre sus muslos, y se llenaba de esperanzas. Las refregaba una y otra vez hasta que sonaba el timbre de salida. Tomaba el ómnibus en la avenida Arequipa, y se bajaba al llegar a la Plaza San Martín. Cruzaba la Plaza San Martín y sentía un poco de vergüenza de caminar con el uniforme azul. Pero a los hombres no les importaba: "Así vestida de azul, la haría bailar", dijo un bongosero que salía de un night club. América sintió un escalofrío. Pero los músicos no eran su género, ni tampoco ese flaco con cara de estudiante de letras, que la veía pasar diariamente, rumbo a la bodega de sus padres, en el jirón Huancavelica. Pero ese flaco no estaba esperándola hoy día, y a América le fastidió un poco no verlo.
Hoy no la he visto pasar sin mirarme. Amor amor amor. Volverás. Vuelve amor vuelve. Con seguridad de amor. Vuelve amor. Porque no la he visto pasar sin mirarme y voy a pedir un café y no me estoy muriendo. Vuelve amor sentir amor amar sentir.Antes. Como antes. Luchar por amar y no culos. Verla pasar amar. No culos. Sentir amor. Me ve. No me mira. Me ve. Vuelve amor. café café. Nervios. Nervioso. Ya debe haber pasado. No se había parado a esperarla, y de acuerdo con su reloj ya debería haber pasado. Las cosas mejoraban: había sufrido un poco al no verla. Estaba optimista. Quería amarla como amaba antes; como había amado antes. "Es posible", se decía. "Es posible", y recordaba que una vez se había desmayado al ver una muchacha demasiado todo lo bueno para ser verdad. "Es posible." Desde su mesa, en un café de las Galerías Boza, Manolo veía a Marta que se acercaba sonriente. "Marta la fea. Inteligente. Debería quererla. No." Marta conocía a Manolo; conocía también a América, y había aceptado presentársela. Pero antes quería hablarle; aconsejarlo. Hablar al viento.

—Siéntate, Marta.

—Ya debe haber pasado.

—Hace cinco minutos. ¿Un café?

—Bueno, gracias. ¿Y, Manolo?

—¿Mañana?

—Estás loco, Manolo —dijo Marta, con voz maternal—. No sabes en lo que te metes.

—La quiero, Marta. La quiero mucho.

—No la conoces.

—Pero estoy seguro de lo que digo. No te rías, pero yo tengo una especie de poder, una cierta intuición. No sé cómo explicarte, pero cuando veo una cara que me gusta así, adivino todo lo que hay dentro. Ya sé cómo es América. Me la imagino. La presiento.

—Y te arrojas a una piscina sin agua. Ya lo has hecho.

—Tú y tus fórmulas.

—Ya lo has hecho.

—Era otra cosa.

—Terco como una mula —dijo Marta—. Te la voy a presentar. Después de todo, ¿por qué no? Allá tú.

—¡Gracias, Marta! ¡Gracias!

—Pero es preciso que te diga que América es todo lo contrario de una chica inteligente.

—Uno no quiere a una persona porque es inteligente —dijo Manolo, desviando la mirada al darse cuenta de que había metido la pata.

—¿Y con el cuerpazo de América? ¿Tú crees que eso es amor?

—¡Nada de eso! —exclamó Manolo, fastidiado al comprobar que su mano no temblaba mientras cogía la taza de café—. Nada de eso. Sus ojos. Su cara maravillosa.

—Y esa blusita de su hermana menor...

—¡Nada de eso! Como antes.

—¿Como qué antes?

—No podría explicártelo —dijo Manolo—, pero tú comprendes.

—Me imagino que yo debo comprender todo.

Estas últimas palabras, pronunciadas con cierta tristeza y resignación, lo dejaron pensativo. Recordaba las veces que Marta lo había invitado a tomar té a su casa. ¡Cuántas veces le había mandado entradas para el teatro, o para el cine? ¿Y él? ¿Qué había hecho él por Marta? Era la primera vez que la invitaba y la invitaba para que le presentara a otra chica. "Hay dos tipos de mujeres", pensó: "las que uno ama, y las Martas. Las que lo comprenden todo". La miró: bebía su café en silencio. Una sola palabra suya, y la hubiera hecho feliz; la hubiera pasado al grupo de las que uno ama. Pero Manolo había nacido mudo para esas palabras. "Si un día termino con América, pensó. "América. América. Las piernas de América. No. No. Los ojos de América."

—Toda la vida andas sin plata —dijo Marta. Y anunció—: A América le gustan los muchachos que gastan plata.

—No importa —dijo Manolo—. Vive en Chaclacayo, y allá no hay en que gastar la plata. Sólo hay que gastar en cine o en helados, y tan pelado no estoy.

—¿Y qué vas a hacer con lo del automóvil? —le preguntó, mirándolo fijamente para observar su reacción—. ¿Te vas a comprar uno? Sin automóvil ni te mirará.

—Gracias por llamarla puta —dijo Manolo, indignado.

—No la he llamado eso. Ni siquiera lo he pensado, pero América es una chica alocada, y ya te dije que no es inteligente.

—Confío en mi suerte, y en mi imaginación.

—¿En tu imaginación?

—Ya verás —dijo Manolo, sonriente—. Si supieras todo lo que se me está ocurriendo.

—Veremos. Veremos.

—Mañana me la presentas. Será cosa de un minuto. Después, todo corre por mi cuenta.

—Mañana no puedo, Manolo —dijo Marta—. Tengo cita con el oculista. Parece que además de todo me van a poner anteojos.

—¿Entonces, cuándo? —preguntó Manolo, fingiendo no haber escuchado las últimas palabras de Marta.

—Pasado mañana. Espérame en la puerta del cine San Martín.

—Tú te encuentras con ella, y luego yo paso como quien no quiere la cosa. Me llamas, y ya está.

—No te preocupes —dijo Marta—. Será como tú quieras. Será fácil retenerla para que puedas conversar un rato con ella.

—Sí. Sí. Tengo que ganar tiempo. Pronto empezarán los exámenes finales, y ya no vendrá a clases.

—Te pasarás el verano en Chaclacayo.

—¡El verano es mío! —exclamó Manolo, sonriente—. Eres un genio, Marta.

—Bueno, Manolo. Este genio se va.

—No te vayas —dijo Manolo, satisfecho al darse cuenta de que la partida de Marta lo apenaba—. Vamos al cine.

—No hay una sola película en Lima que yo no haya visto —dijo Marta, con voz firme.
Manolo se puso de pie para despedirse de ella. Había comprendido el mensaje que traían sus últimas palabras, y sabía que era inútil insistir. Como de costumbre, Marta había "olvidado" su paquete de cigarrillos para que Manolo lo pudiera coger. No sabía que decirle. Le extendió la mano.

—Adiós, Manolo. Hasta pasado mañana.

—Adiós, Marta.

—¿Vendrás mañana a verla pasar? —preguntó Marta.

—Es el último día que pasa sin conocerla —respondió Manolo—. ¿Tú crees que me voy a negar ese placer?

—Loco.

—Sí, loco —repitió Manolo, en voz baja, mientras Marta se alejaba. No era su partida lo que lo entristecía, sino el darse cuenta de que ya no tendría con quién hablar de América. Llamó al mozo del café y le pagó. Luego, caminó hasta la calle Boza, y se detuvo a contemplar la vereda por donde diariamente pasaba América hacia la bodega de sus padres. "Sus caderas. No. No. Sus ojos. Mañana."

América salía del colegio a las cinco de la tarde, y él salía de la Universidad a las cinco de la tarde. Pero ella tenía que tomar el ómnibus, y en cambio él estaba cerca de la Plaza de San Martín. Caminaba lentamente y estudiando las reacciones de su cuerpo: "Nada". Se acercaba a la Plaza San Martín, y no sentía ningún temblor en las piernas. El pecho no se le oprimía, y respiraba con gran facilidad. No estaba muñequeado. Encendió un cigarrillo, y nunca antes estuvo su mano tan firme al llevar el fósforo hacia la boca. Llegó a la Plaza San Martín, y se detuvo para contemplar, allá, al frente, el lugar en que la esperaba todos los días. Vio llegar uno de los ómnibus de la avenida Arequipa, y no sintió como si se fuera a desmayar. "Todavía es muy temprano", se dijo, arrojando el cigarrillo, y cruzando la plaza hasta llegar a la esquina de la calle Boza. Se detuvo. Desde allí la vería bajar del ómnibus, y caminar hacia él: como siempre. Se examinaba. Le molestaba que América supiera que la miraba. Hacía tanto tiempo que la miraba, que ya tenía que haberse dado cuenta. "¿Y si se hace la sobrada? ¿Si Marta no viene mañana? ¿Si me deja plantado? ¿Si cambia de idea? ¿Si decide no presentármela?" Estas preguntas lo mortificaban. "Te quiero, América." Sintió que la quería, y sintió también un ligero temblor en las piernas. Sin embargo, no sintió que perdía los papeles al ver que América bajaba del ómnibus, y eso le molestó: perder los papeles era amor para Manolo. América avanzaba. Distinguía su blusa blanca entre el chalequillo abierto de uniforme. Sus zapatos marrones de colegiala. Su melena castaña rojiza de domadora de fieras. Avanzaba. Veía ahora el bulto de sus senos bajo la blusa blanca. Los botones dorados del uniforme. Se acercaba, y Manolo no le quitaba los ojos de encima... Linda. Linda. Linda. Te quiero tanto. Te siento. Cerca. Más cerca. Yo te quiero tanto. Cigarrillo. ¿En qué momento encendido? Sus ojos. Buenas piernas. Pero sus ojos. La blusa. Marta. ¡Mierda! Mañana mañana ven ven. La falda con las caderas. Piernas. La quiero. Como antes. Y América estaba a su lado. Pasaba a su lado, y su blusa se abultaba cada vez más al pasar de perfil, y ya no estaba allí, y él no volteó para no verle el culo, y porque la quería.

—¡Manolo! —llamó una voz de mujer, desde atrás. Manolo sintió que se derrumbaba. Le costó trabajo voltear.

—¡Marta! —exclamó, asombrado. Marta estaba con América.

—¡Qué ha sido de tu vida, Manolo? ¿Qué haces allí parado?

—Espero a un amigo.

—Ven, acércate —dijo Marta, sonriente—. Quiero presentarte a una amiga.

—Mucho gusto —dijo Manolo, acercándose y extendiendo la mano para saludar a América.

Era una mano áspera y caliente, y Manolo no sabía en que parte del cuerpo había sentido un cosquilleo. América, ahí, delante suyo, lo miraba sin ruborizarse, y era amplia y hermosa. El uniforme no le quedaba tan estrecho, pero era como si le quedara muy estrecho. Esa piel morena, ahí, delante suyo, era como la tierra húmeda, y el hubiera querido tocarla. Marta sonreía confiada, pero a Manolo le parecía que era una mujer insignificante y la odiaba. América también sonreía, y Manolo hubiera querido coger esa cabellera larga; esas crines de muchacha malcriada y sucia que no se peinaba para fastidiar a los hombres. Y su blusa se inflaba cuando sonreía, y a Manolo le parecía que sus senos se le acercaban, y era como si los fuera a emparar.

—Vamos a tomar una Coca-Cola —dijo Marta.

—No puedo —dijo América—. Mis padres me esperan en la tienda (ella no la llamaba bodega).

—Yo tampoco —dijo Manolo—. Tengo que esperar a mi amigo (mentía porque quería huir).

—¿Cuándo empiezan tus exámenes, América? —preguntó Marta tratando de retenerla.

—Dentro de veinte días —respondió—. No sé cómo voy a hacer. No sé nada de nada.

—En quinto de media no se jalan a nadie —dijo Manolo.

—¿Tú crees? Ojalá.

—No te preocupes, América —dijo Manolo—. Ya verás cómo no se jalan a nadie.

—Y después, ¿qué piensas hacer?

—Nada. Descansar.

—¿Te quedas en Chaclacayo?

—Sí. ¿Qué voy a hacer? Es muy aburrido en verano, pero ¿qué voy a hacer?

—Todo el mundo se va a la playa —dijo Manolo.

—Yo sólo puedo ir los sábados y domingos.

—¿Y la piscina de Huampaní? —preguntó Manolo.

—Es el último recurso, aunque a veces vienen amigos con carro y me llevan a la playa.

—Yo tengo una casa muy bonita en Chaclacayo —dijo Manolo, ante la mirada de asombro de Marta, que sabía que estaba mintiendo—. Tiene una piscina muy grande —continuó—. Hace años que no vamos y está desocupada. Si quieres, te puedo invitar un día a bañarnos.

—Nunca te he visto en Chaclacayo —dijo América.

—Ya me verás

América se despidió sonriente, y continuó su camino hacia la bodega de sus padres. Manolo la miraba alejarse, y pensaba que esa falda no hubiera aguantado otro año de colegio sin reventar. Estaba contento. Muy contento. Con América todo sería perfecto, porque había perdido los papeles en el momento en que Marta se la presentó y cuando el perdía los papeles, eso era amor. La amaba, y América sería como el amor de antes. Todo volvería.

—Perdóname —dijo Marta—. Piensa que ya saliste de eso. Yo también ya salí de eso.
—No estaba preparado —dijo Manolo—. ¿Por qué lo has hecho?
—Quería verte sufrir un poco —respondió Marta—. Ya que tenía que hacerlo, por lo menos sacar algún provecho de ello. Y te juro que nunca olvidaré la cara de espanto que pusiste. Era para morirse de risa.
—Te felicito —dijo Manolo, pero se arrepintió—: Gracias, Marta. Ahora ya todo es cosa mía.

—Avísame que tal te va —dijo Marta, y se despidió.

Manolo la veía alejarse. "Si me va bien, no volverás a saber de mí", pensó, y se dirigió a las Galerías Boza para tomar un café. Al sentarse, escribió en una servilleta que había sobre la mesa: "El día 20 de noviembre, a las 5.30 de la tarde, Manolo conoció a América, y América conoció a Manolo. Te amo". No mencionó a Marta para nada.

Los fines que perseguía Manolo al tratar de conquistar a América eran dos: el primero, muy justo y muy bello: "Amar como antes"; el segundo, menos vago, menos bello, pero también muy humano: fregar a Marta. Sobre todo, desde aquel día en que lo encontró por la calle, y le preguntó si América ya lo había mandado a rodar por no tener automóvil. Los medios que utilizaba para lograr tales fines eran también dos: su imaginación de estudiante de letras y la falta de imaginación (léase inteligencia) de América. Cada vez que América decía una tontería, Manolo se inflaba de piedad, confundía este sentimiento con el amor que tenía que sentir por ella, y odiaba a Marta.

Había dejado de verla durante los veinte días que estuvo en exámenes, durante la Navidad, y el Año Nuevo. La extrañaba. Habían quedado en verse a comienzos de enero, en Chaclacayo.

Amaba Chaclacayo. Amaba todo lo que estuviera entre Ñaña y Chosica. Recordaba su niñez, y los años que había vivido en Chosica. No olvidaría aquellos domingos en que salía a pasear con su padre por el Parque Central. Caminaban entre la gente, y su padre lo trataba como a un amigo. Le costaba trabajo reconocerlo sin su corbata, sin su terno, sin su ropa de oficina, sin su puntualidad, y sin sus órdenes. No era más que un niño, pero se daba muy bien cuenta de que su padre era otro hombre. Un lunes, le hubiera dicho: "Anda a comer. Estudia. Haz tus temas". Pero era domingo, y le preguntaba: "¿Quieres regresar ya? Nos paseamos un rato más". Y él tenía que adivinar lo que su padre quería, y adivinar lo que su padre quería era muy fácil, porque siempre estaba de buen humor los domingos; porque era otro hombre, como un amigo que lo lleva de la mano; y porque estaba vestido de sport. Llevaría a América a Chosica, le contaría todas esas cosas, y ella sería un amor como antes, como quince años. Ya vería Marta como América era la que el creía y él tampoco había cambiado a pesar de haber aprendido tantas cosas. Sólo le molestaba saber que tendría, que usar algunas tácticas imaginativas para lograr todo eso. Pero el sol de Chaclacayo, y el sol de Chosica lo ayudarían. Sí. El sol lo ayudaría como ayuda a los toreros. Este mismo sol que mantenía vivos sus recuerdos, y que brilla todo el año menos el día en que uno lleva a un extranjero para mostrarle que a media hora de Lima el sol brilla todo el año).
Entre el día tres de enero, en que Manolo visitó por primera vez a América, en su casa de Chaclacayo, y el día primero de febrero en que, sorprendido, escuchó que ella le decía: "Mi bolero favorito (Manolo sintió una pena inmensa) es que te quiero, sabrás que te quiero", entre esas dos fechas, muchas cosas habían sucedido.
Bajó de un colectivo cerca a la casa de América, y se introdujo sin ser visto en el baño de un pequeño restaurante. Rápidamente se vendó una de las manos, y se colgó el brazo en un pañuelo de seda blanco, como si estuviera fracturado. Luego, se vendó un pie, y extrajo de un pequeño maletín un zapato, al cual le había cortado la punta para que asomaran por ella los dedos. Traía también un viejo bastón que había pertenecido a su abuelo. Salió del baño, bebió una cerveza en el mostrador, y cojeó entrenándose hasta la casa de América. Hacía mucho calor, y sentía que la corbata que le había robado a su padre le molestaba. El cuello excesivamente almidonado de su flamante camisa, le irritaba la piel. Sus labios estaban muy secos mientras tocaba el timbre, y le temblaba ligeramente la boca del estómago. "Como antes", pensó y sintió que perdía los papeles, pero era que América aparecía por una puerta lateral, y que él pensaba que algo en su atuendo podía delatarlo.

—¡Manolo! ¿Qué te ha pasado?

—Me saqué la mugre.

—¿Cómo así?

—En una carrera de autos con unos amigos.

—¡Te has podido matar!

"¿Y tú, cómo sabes?", pensó Manolo, un poco sorprendido al ver que las cosas marchaban tan bien. Hubiera querido detener todo eso, pero ya era muy tarde.

—Pudo haber sido peor —continuó—. Era un carro sport, y no sé cómo no me destapé el cráneo.

—¿Y el carro?

—Ese sí que murió —respondió Manolo, pensando: "Nunca nació".

—Y ahora, ¿qué vas a hacer?

—Nada —dijo con tono indiferente—. Tengo que esperar que mis padres vuelvan de Europa. Ellos verán si lo arreglan o me compran otro. "No me creas, América", pensó, y dijo: No quiero arruinarles el viaje contándoles que he tenido un accidente. De cualquier modo —"allá va el disparo", pensó—, no podré manejar por un tiempo.

—Pero, ¿tu carro, Manolo?

—Pues nada —dijo, pensando que todo iba muy bien—. El problema está en conseguir taxis que quieran venir hasta Chaclacayo.

—Usa los colectivos, Manolo. ("Te quiero, América.") No seas tonto.

—Ya veremos. Ya veremos —dijo Manolo, pensando que todo había salido a pedir de boca—. ¿Y tus exámenes?

—Un ensarte —dijo América, con desgano—. Me jalaron en tres, pero no pienso ocuparme más de eso.

—Claro. Claro. ¿Para qué te sirve eso? "¿Para ser igual a Marta?", pensó.

—¿Vamos a bañarnos a Huampaní?

—¡Bestial! —exclamó Manolo. Sentía que se llenaba de algo que podía ser amor.

—¿Y tus lesiones?

—¡Ah!, verdad. ¡Qué bruto soy...! Es que cuando no me duelen me olvido de ellas. De todas maneras, te acompaño.

—No. No importa, Manolo —dijo América, en quien parecía despertarse algo como el instinto maternal—. ¿Vamos al cine? Dan una buena película. Creo que es una idiotez, pero vale la pena verla. Cuando mejores, iremos a nadar.

—Claro —dijo Manolo. La amaba.

Durante diez días, Manolo cojeó al lado de América por todo Chaclacayo. Diariamente venía a visitarla, y diariamente se disfrazaba para ir a su casa. Sin embargo, tuvo que introducir algunas variaciones en su programa. Variaciones de orden práctico: tuvo, por ejemplo, que buscar otro vestuario, pues los propietarios del restaurante en que se cambiaba, se dieron cuenta de que entraba sano y corriendo, y salía maltrecho y cojeando. Se cambiaba, ahora, detrás de una casa deshabitada. Y variaciones de orden sentimental: debido a la credulidad de América. Le partía el alma engañarla de esa manera. Era increíble que no se hubiera dado cuenta: cojeaba cuando se acordaba, se quejaba de dolores cuando se acordaba, y un día hasta se puso a correr para alcanzar a un heladero. No podía tolerar esa situación. A veces, mientras se ponía las vendas, sentía que era un monstruo. No podía aceptar que ella sufriera al verlo tan maltrecho, y que todo eso fuera fingido. ¿Y cuando se acordaba de sus dolores? ¿Y cuando la hacía caminar lentamente a su lado, cogiéndolo del brazo sano? Era un monstruo. "Adoro su ingenuidad", se dijo un día, pero luego "¿y si lo hace por el automóvil?". "Y si cree que me van a comprar otro?" Pero no podía ser verdad. Había que ver cómo prefería quedarse con él, antes que ir a bañarse a la piscina de Huampaní. "Es mi amor", se dijo, y desde entonces decidió que tenía que sufrir de verdad, aunque fuera un poco, y se introducía piedrecillas en los zapatos para ser más digno de la credulidad de América, y de paso para no olvidarse de cojear.

Durante los días en que vino cubierto de vendas, Manolo y América vieron todas las películas que se estrenaron en Chaclacayo. Dos veces se aventuraron hasta Chosica, a pedido de Manolo. Fueron en colectivo (él se quejó de que no hubiera taxis en esa zona). Y se pasearon por el Parque Central, y recordaba su niñez. Recordaba cuando su padre se paseaba con él los domingos vestidos de sport, y qué miedo de que le cayera un pelotazo de fútbol en la cabeza. Porque no quería ver a su padre trompearse, porque su padre era muy flaco y muy bien educado, y porque el temía que algunos de esos mastodontes con zapatos que parecían de madera y estaban llenos de clavos y cocos, le fuera a pegar a su padre. Y entonces le pedía para ir a pasear a otro sitio, y su padre le ofrecía un helado, y le decía que no le contara a su mamá, y le hablaba sin mirarlo. Hubiera querido contarle todas esas cosas a América, y un día, la primera vez que fueron, trató de hacerlo, pero ella no le prestó mucha atención. Y cuando América no le prestaba mucha atención, sentía ganas de quitarse las piedrecillas que llevaba en los zapatos, y que tanto le molestaban al caminar. Recordaba entonces que un tío suyo, muy bueno y muy católico, se ponía piedrecillas en los zapatos por amor a Dios, y pensaba que estaba prostituyendo el catolicismo de su tío, y que si hay infierno, él se iba a ir al infierno, y que bestial sería condenarse por amor a América, pero América, a su lado, no se enteraría jamás de esas cosas que Marta escucharía con tanta atención.

—América —dijo Manolo. Era la segunda vez que iban a Chosica, y tenía los pies llenos de piedrecillas.

—¿Qué?

—¿Cómo habrá venido a caer este poema en mi bolsillo?

—A ver...

Bajando el valle de Tarma,
Tu ausencia bajó conmigo.
Y cada vez más los inmensos cerros...

Se detuvo. No quiso seguir leyendo: tres versos, y ya América estaba mirando la hora en su reloj. Guardó el poema en el bolsillo izquierdo de su saco, junto a los otros doce que había escrito desde que la había conocido. Poemas bastante malos. Generalmente empezaban bien, pero luego era como si se le agotara algo, y necesitaba leer otros poemas para terminarlos. Casi plagiaba, pero era que América... La invitó a tomar una Coca-Cola antes de regresar a Chaclacayo. El pidió una cerveza, y durante dos horas le habló de su automóvil: "Era un bólido. Era rojo. Tenía tapiz de cuero negro, etc.". Pero no importaba, porque cuando su padre llegara de Europa seguro que le iba a comprar otro, y "¿qué marca de carro te gustaría que me comprara, América? ¿Y de qué color te gustaría? ¿Y te gustaría que fuera sport o simplemente convertible?". Y, en fin, todas esas cosas que iba sacando del fondo de su tercera cerveza, y como América parecía estar muy entretenida, y hasta feliz: "¡Imbécil! Marta", pensó.

El día catorce de enero, Manolo llegó ágil y elegantemente a casa de América. No había olvidado ningún detalle: hacía dos o tres meses que, por casualidad, había encontrado por la calle a Miguel, un jardinero que había trabajado años atrás en su barrio. Miguel le contó que ahora estaba muy bien, pues una familia de millonarios lo había contratado para que cuidara una inmensa casa que tenían deshabitada en Chaclacayo. Miguel se encargaba también de cuidar los jardines, y le contó que había una gran piscina; que a veces, el hijo millonario del millonario venía a bañarse con sus amigos; y que la piscina estaba siempre llena. "Ya sabes, niño", le dijo, "si algún día vas por allá...". Y le dio la dirección. Cuando tocó la puerta de casa de América, Manolo tenía la dirección en el bolsillo. —¡Manolo! —exclamó América al verlo—. ¡Como nuevo!

—Ayer me quitaron las vendas definitivamente. Los médicos dicen que ya estoy perfectamente bien. (Había tenido cuidado de no hablar de heridas, porque le parecía imposible pintarse cicatrices.)

Y durante más de una semana se bañaron diariamente en Huampaní. Por las noches, después de despedirse de América, Manolo iba a visitar a Miguel, quien lo paseaba por toda la inmensa casa deshabitada. Se la aprendió de memoria. Luego, salían a beber unas cervezas, y Manolo le contaba que se había templado de una hembrita que no vivía muy lejos. Una noche en que se emborracharon, se atrevió a contarle sus planes, y le dijo que tendría que tratarlo como si fuera el hijo del dueño. "Pendejo", replicó Miguel, sonriente, pero Manolo le explicó que en Huampaní había mucha gente, y que no podía estar a solas con ella. "Pendejo, niño", repitió Miguel, y Manolo le dijo que era un malpensado, y que no se trataba de eso. "La quiero mucho, Miguel", añadió, pensando: "Mucho, como antes, porque la iba a volver a engañar".

Llegaban a Huampaní.

—Mañana iremos a bañarnos a casa de mis padres —dijo Manolo—. He traído las llaves.

—Hubiéramos podido ir hoy —replicó América, mientras se dirigía al vestuario de mujeres.

Manolo la esperaba sentado al borde de la piscina, y con los pies en el agua. "Traje de baño blanco", se dijo al verla aparecer. Venía con su atrayente malla blanca, y caminaba como si estuviera delante del jurado en un concurso de belleza. Avanzaba con su melena... Debería cortársela aunque sea un poco porque parece, y sus piernas morenas mas tostadas por el sol con esos muslos. Esos muslos estarían bien en fotografías de periódicos sensacionalistas. Sufriría si viera en el cuarto de un pajero la fotografía de América en papel periódico. América se apoyó en su hombro para agacharse y sentarse a su lado. Vio cómo sus muslos se aplastaban sobre el borde de la piscina, y cómo el agua le llegaba a las pantorrillas. Vio cómo sus piernas tenían vellos, pero no muchos, y esos vellos rubios sobre la piel tan morena, lo hacían sentir algo allá abajo, tan lejos de sus buenos sentimientos... Qué pena, parece de esas con unos hombres que dan asco en unos carros amarillos que quieren ser último modelo los domingos de julio en el Parque Central de Chosica. Justamente cuando no me gusta ir al Parque de Chosica. Esos hombres vienen de Lima y se ponen camisas amarillas en unos carros amarillos para venir a cachar a Chosica.

—No me cierra el gorro de baño.

—No te lo pongas.

—Se me va a empapar el pelo.

—El sol te lo seca en un instante.

Había algo entre el sol y sus cabellos, y él no podía explicarse bien que cosa era... Pero los tigres en los circos son amarillos como el sol y esa cabellera de domadora de fieras. América le pidió que le ayudara a ponerse el gorro, y mientras la ayudaba y forcejeaba, pensaba que sus brazos podían resbalar, y que iba a cogerle los senos que estaban ahí, junto a su hombro, tan pálido junto al de América... Y por cojudo y andar fingiendo accidentes de hijo de millonario no he podido ir a mi playa en los viejos Baños de Barranco, con el funicular y esas cosas de otros tiempos, cerca a una casa en que hay poetas. Esos Baños tan viejos con sus terrazas de madera tan tristes. Pero América no quedaría bien en esa playa de antigüedades porque aquí está con su malla blanca y las cosas sexys son de ahora o tal vez, eso no, acabo de descubrirlas. No porque la quiero. América. No voy a mirarle más los vellos, quiero tocarlos, son medio rubios. Me gustan sobre sus piernas, sus pantorrillas, sus muslos morenos.

"Al agua", gritó América, resbalándose por el borde de la piscina. Manolo la siguió. Nadaba detrás de ella como un pez detrás de otro en una pecera, y a veces, sus manos la tocaban al bracear, y entonces perdía el ritmo, y se detenía para volver a empezar. América se cogió al borde, al llegar a uno de los extremos de la piscina. Manolo, a su lado, respiraba fuertemente, y veía como sus senos se formaban y se deformaban, pero era el agua que se estaba moviendo.

—Ya no tengo frío —dijo América.

—Yo tampoco —dijo Manolo, pero continuaba temblando, y le era difícil respirar.

—Estas muy blanco, Manolo.

—Es uno de mis primeros baños en este verano.

—Yo tampoco me he bañado muchas veces. Siempre soy morena. ¿Te gustan las mujeres morenas?

—Sí —respondió Manolo, volteando la cara para no mirarla—. ¿Vamos a bucear?

Buceaban. Le ardían los ojos, pero insistía en mantenerlos abiertos bajo el agua, porque así podía mirarla muy bien y sin que ella se diera cuenta. Salían a la superficie, tomaban aire, y volvían a sumergirse. Ella se cogió de sus pies para que la jalara y la hiciera avanzar pero Manolo giró en ese momento y se encontró con la cara de América frente a la suya. La tomó por la cintura. Ella se cogió de sus brazos, y Manolo sentía el roce de sus piernas mientras volvían a la superficie en busca de aire. "Voy a descansar", dijo América, y se alejó nadando hasta llegar a la escalerilla. Manolo la siguió. Desde el agua, la veía subir y observaba que hermosas eran sus piernas por atrás y como la malla mojada se le pegaba al cuerpo, y era como si estuviera desnuda allí, encima suyo. No salió. Desde el borde de la piscina, ella lo veía pensativo, cogido de la escalerilla... No me explico cómo ese tipo que me esperaba todos los días en la Plaza San Martín, y felizmente que ya acabó el colegio, ni tampoco me importan los exámenes en que me han jalado, ni me dio vergüenza cuando me preguntó que tal me fue en los exámenes. Allá abajo tan flaco no me explico pero parece inteligente y sabe decir las cosas, pero tendré que darle ánimos y todo lo que dice cuando habla del accidente me gusta, ese carro fue muy bonito rojo no me importa por que allá abajo tan flaco tan pálido me hace sentir segura. Pero mis amigas qué van a pensar tengo buen cuerpo y con mi cara esperan algo mejor porque los hombres me dicen tantos piropos, tantas cochinadas, más piropos que a otras y cuando fui a Lima con Mariana tan rubia tan bonita me dijeron más piropos te gané Mariana, pero el enamorado de Mariana es muy buen mozo pero Manolo se viste mejor, si paso un mal rato en una fiesta el carro mis amigas se acostumbrarán a que mi enamorado no es tan buen mozo. Me gusta mucho, me gusta más que otros enamorados no le he dicho he tenido, y algo pasa en mi cuerpo algo como ahora está allá abajo y siento raro en mi cuerpo, fue gracioso cuando me tocó la cintura mejor todavía que cuando Raúl me apretaba tanto.

—¿Quieres sentarte en esa banca? —preguntó Manolo, que subía la escalerilla.

—Sí —respondió América—. Ya no quiero bañarme más.

—Ven. Vamos antes que alguien la coja.

—Me molesta tanta gente. A partir de mañana tenemos que ir a tu casa.

—Sí. Allá todo será mejor.

—¿Qué tal es la piscina?

—Es muy grande, y el agua esta más limpia que ésta.

—¿Nadie se baña nunca?

—Me imagino que el jardinero se debe pegar su baño, de vez en cuando.

—¿Y para que la tienen llena?

—A veces, se me ocurría venir con mis amigos —dijo Manolo.

—Que tales jaranas las que debes haber armado ahí —dijo América, tratando de insinuar muchas cosas.

—No creas —respondió Manolo, con tono indiferente. Estaba jugando su rol.

—¡A mí con cuentos! —exclamó América, sonriente.

—América —dijo Manolo, con voz suplicante—. América...

—¿Qué cosa? Dime, ¿qué cosa?

—Nada. Nada... Estaba pensando... "Te quiero mucho. A pesar de..."

—¿Qué cosa?, Manolo.

—Nada. Nada. Creo que ya esta bien de piscina por hoy. Regresemos a tu casa.

—Vamos a cambiarnos.
Estaba listo. Cuando América salió del vestuario con sus pantalones pescador a rayas blancas y rojas, Manolo recordó que ella le había contado que aún no había ido a Lima a hacer sus compras por ese verano. Los pantalones le estaban muy apretados, y ahora, al caminar por las calles de Chaclacayo, todo el mundo voltearía a mirarle el rabo: "¿Y por qué no?", se preguntaba Manolo. "Lista", dijo América y caminaron juntos hasta su casa.

Nadie los molestaba. Sus padres estaban en la tienda (Manolo había aprendido a llamarla así), y la abuela, allá arriba, demasiado vieja para bajar las escaleras. Entraron a la sala. El sacó unos discos. Ella puso los boleros. La miró. Ella le dijo para bailar. El se disculpó diciendo que debido al accidente... Ella insistió. Cedió. Bailaban. Ella empezó a respirar fuertemente. El empezó a mirarle los vellos rubios sobre sus antebrazos morenos, y a recordar... Ella cerró los ojos. El le pegó la cara. Ella le apretó la mano. Terminó ese disco. Ella le dijo que su bolero favorito era Sabrás que te quiero. Le dijo que se lo iba a regalar, y se sentó. Ella lo notó triste, y se sentó a su lado. Tuvo un gesto de desesperación. Ella le preguntó si hacía mucho calor, y abrió la ventana. Le cogió la mano. Ella le puso la boca para que la besara. La iba a besar. Ella lo besó muy bien.

"Es inmensa. El agua esta cristalina", dijo América, parada frente a la piscina, en casa de Manolo. "No está mal", agregó Manolo, cogiéndola de la mano, y diciéndole que la quería mucho, y que le iba a explicar muchas cosas. Estaba dispuesto a contarle todo lo que Marta le había dicho sobre ella. Estaba dispuesto a decirle que entre ellos todo iba a ser perfecto, y que él creía aún en tantas cosas que según la gente pasan con la edad. Estaba decidido a explicarle que con ella todo iba a ser como antes, aunque le parecía difícil encontrar las palabras para explicar cómo era ese "antes". "Vamos a ponernos la ropa de baño", dijo América. Manolo le señaló la puerta por donde tenía que entrar para cambiarse. El se cambió en el dormitorio de Miguel. "El tiempo pasa, niño", le dijo Miguel. "Está como cuete."

Habían extendido sus toallas sobre el césped que rodeaba la piscina, América se había echado sobre la toalla de Manolo, y Manolo sobre la de América. Permanecían en silencio, cogidos de la mano, mientras el sol les quemaba la cara, y Manolo se imaginaba que los ojos negros e inmensos de América lagrimeaban también como los suyos. Volteó a mirarla: gotas de sudor resbalaban por su cuello, y sintió ganas de beberlas. Morena, América resistía el sol sobre la cara, sobre los ojos, y continuaba mirando hacia arriba como si nada la molestara. Había recogido ligeramente las piernas, y Manolo las miraba pensando que eran más voluminosas que las suyas. hubiera gustado besarle los pies. Le acariciaba el antebrazo, y sentía sus vellos en las yemas de los dedos. La malla blanca subía y bajaba sobre sus senos y sobre su vientre, obedeciendo el ritmo de su respiración. Hubiera querido poner su mano; encima, que subiera y bajara, pero era mejor no aventurarse. En ese momento, América se puso de lado apoyándose en uno de sus brazos. Estaba a centímetros de su cuerpo, y le apretaba fuertemente la mano. Con la punta del pie, le hacía cosquillas en la pierna, y Manolo sentía su respiración caliente sobre la cara, y veía como sus senos aprisionados entre los hombros, rebalsaban morenos por el borde de la malla blanca como si trataran de escaparse. Le hablaría después. Era mejor bañarse; lanzarse al agua. Pero se estaba tan bien allí... Se incorporo rápidamente, y corrió hasta caer en el agua. América se había sentado para mirarlo. "¡Ven!", gritó Manolo. "Esta riquísima."

Tampoco ella tenía la culpa. Habían escuchado a Miguel cuando dijo que iba a salir un rato. Habían nadado, y eso había empezado por ser un baño de piscina. No podrían decir en que momento habían comenzado, ni se habían dado cuenta de que era ya muy tarde cuando el agua empezó a molestarlos. Porque iban a continuar, y todo lo que no fuera eso había desaparecido, y los había dejado tirados ahí, al borde de la piscina, sobre el césped. Y Manolo la besaba y jugaba con sus cabellos, igual a esos tigrillos en los circos y en los zoológicos, que juegan, gruñen, y sacan las uñas como si estuvieran peleando. Y América se reía, y se dejaba hacer, y colocaba una de sus rodillas entre sus piernas, y el sentía el roce de sus muslos y paseaba sus manos inquietas por todo su cuerpo, hasta que ya había tocado todo, y sintió que esa malla blanca que tanto le gustaba lo estaba estorbando. Era como si estuvieran de acuerdo: no hablaban, y él no le había dicho que se iba a bajar, pero ella lo había ayudado. Y entonces él había apoyado su cara entre esos senos como abandonándose a ellos, pero América lo buscaba con la rodilla, y él se había encogido y había besado ese vientre tan inquieto, donde la piel era tan y siempre morena. Luego, se había dejado caer sobre ese cuerpo caliente, y se había cogido de él como un náufrago a la boya, y no se había podido incorporar porque América y sus muslos lo habían aprisionado. Y luego el debió enceguecer porque ya no veía el césped bajo sus ojos, ni tampoco le veía la cara, ni veía las plantas alrededor, pero sentía que todo se estaba moviendo con violencia y dulzura, y ya no la escuchaba quejarse y entonces era como una suprema armonía, y el ritmo de la tierra y del mundo bajo sus cuerpos, alrededor de sus cuerpos, continuó un rato más allá del fin.

Lloraba sentada mirándose el sexo, y cubriéndose los senos pudorosamente con los brazos. Pensaba en las monjas de su colegio, en sus padres, en la bodega y en sus hermanos. Pensaba en sus amigas, y se miraba el sexo, y sentía que aquel ardor volvía. Hubiera querido amar mucho a Manolo, que parecía un muerto, a su lado, y que sólo deseaba que las lágrimas de América fueran gotas de agua de la piscina. Trataba de no pensar porque estaba muy cansado... Cuántos días. Soportar sin ver a Marta. Contarle. Todo. Hasta la sangre. Contar que estoy tan triste. Tan triste. ¿Qué después? ¿Qué ahora? Marta va a hablar cosas bien dichas. Si fuera hombre le pego. Mejor se riera de mí para terminar todo. Ahí. Aquí. Anda, lávate. ¡Cállate, mierda! No gimas. Te he querido tanto y ahora estoy tan triste y tú podrás decir que fue haciendo gimnasia y ya no volveré porque te hubiera querido. Antes antes antes. Mandar una carta. Explicarte todo. Desaparecer. Matarme en una carrera con mi auto nuevo. Simplemente desaparecer. Marta te cuenta todo. Cobarde. Decirte la verdad. Sobre todo irme. Si supieras lo triste perdonarías pero nunca sabrás y esto también pasará. Sí. No. Ándate. Ándate un rato. Vete. Cuando me ponga la corbata todo será distinto. Te llevaré a tu casa. No te veré más. Tal vez te des cuenta en la puerta de tu casa, y mañana irás a comprar ropa de verano y no veré tu ropa nueva más apretada. Culpa. Cansancio. Se está vistiendo en ese cuarto de la casa. Soy amigo del jardinero ni mis padres están en Europa. Tal vez te escribiré, América. Con mi corbata. Mi padre no está en Europa. Mentiras. Culpa. Mi padre. Su corbata allá en el cuarto de Miguel. Te llevaré a tu casa, América. Tu casa de tus boleros donde también he matado he muerto. Mi corbata tan lejos. Morirme. Ser. To be. Dormir años. Marta. La corbata allá allá allá allá.

América se estaba cambiando.

Alfredo Marcelo Bryce Echenique (Lima, 19 de febrero de 1939). Escritor peruano, célebre por novelas como Un mundo para Julius, La vida exagerada de Martín Romaña o No me esperen en abril.
Nacido dentro de una prominente familia de banqueros, sus padres fueron Francisco Bryce Arróspide y Elena Echenique Basombrío de Bryce. Su tatarabuelo, José Rufino Echenique, fue presidente del Perú en 1851, y su familia está relacionada con la francesa Flora Tristán y con el barón Clemens Althaus de Hesse.
Bryce Echenique, educado en el seno de la oligarquía limeña, cursó sus estudios primarios, en el Inmaculado Corazón, y secundarios, en el Santa María Marianistas y, luego, tras un incidente en este colegio por el que hubo de ser hospitalizado,1 ingresó al San Pablo, un internado británico en Lima. En 1957, ingresó a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y se licenció en Derecho, obteniendo el título de Doctor en Letras en (1977). Fue profesor durante algún tiempo en el Colegio San Andrés (ex Anglo-Peruano) donde enseñó Castellano y Literatura.
En 1964, se trasladó a Europa y residió en Francia —en París se diplomó en La Sorbona en Literatura francesa clásica (1965) y contemporánea (1966), Magister en Literatura por la Universidad de Vincennes (1975)—, Italia, Grecia y Alemania. Desde 1984 hasta 2010 radicó en España, aunque solía pasar largas temporadas en su tierra natal.
En 1968, el general Juan Velasco Alvarado asumió el poder en el Perú y dos años después, en 1970, nacionalizaba el Banco Internacional del Perú, del que su padre había sido gerente y su abuelo presidente, lo que perjudicó enormemente a su familia.
Regresó brevemente al Perú en 1999, y abandonó el país ante el clima político reinante. Volvió a Barcelona en 2002 y publicó tres años más tarde su segundo libro de memorias, Permiso para sentir, en el que denuncia ácidamente la transformación de Perú.
Bryce Echenique se ha declarado seguidor de los argentinos Julio Cortázar y Manuel Puig, y de los peruanos Julio Ramón Ribeyro y César Vallejo, porque "introdujeron y produjeron el mundo de los sentimientos y el humor, tópicos muy escasos dentro de la literatura latinoamericana de entonces".
La narrativa de Bryce Echenique, entre lo delirante, lo añorante y lo grotesco, está poblada de simpáticos personajes que se mueven como un poco perdidos en un mundo laberíntico, en medio del humor más fino y la ironía más tierna. Bryce Echenique es un maestro de la palabra, a la que domina y recrea, concediéndole nuevos significados. Su fino humor es reconocido tanto en América Latina como en Europa. Todas sus obras están llenas de personajes que él conoció personalmente.
El escritor está de acuerdo con los críticos que han dicho que los cuatro temas principales de su obra son "el amor, la soledad, la enfermedad (la depresión, muy concretamente) y la felicidad"2 y por eso los ensayos recogidos en Entre la soledad y el amor pretenden ser, según sus propias palabras, "una meditación cuando menos honda sobre el núcleo ardiente de mis libros pero también sobre lo que yo considero cuatro experiencias fundamentales de todo ser humano".2
Ha trabajado como profesor en las universidades de Nanterre, La Sorbona, Vincennes, Montpellier, Yale, Austin, Puerto Rico y otras. Ha dado conferencias y hecho ponencias en congresos de escritores en Argentina, Bulgaria, Canadá, Cuba, España, Estados Unidos, Francia, Italia, México, Perú, Puerto Rico, Suecia, Venezuela.
Su obra ha recibido importantes premios y ha sido traducida a diversos idiomas.
Su hermana, Clementina Bryce Echenique, está casada con el periodista Francisco Igartua Rovira, fundador y diseñador de los dos principales semanarios del Perú, Oiga (1948-1995) y Caretas (1950). Desde el comienzo de la segunda etapa de Oiga, a finales de 1962, Alfredo Bryce Echenique inició una serie de colaboraciones periodísticas que finalizaron en agosto de 1995, con el cierre definitivo de la revista debido al acoso publicitario y tributario del gobierno dictatorial de Alberto Fujimori. A través de estas colaboraciones se pueden conocer muchas facetas del carácter de Bryce, como su posición antidictadura y de enfrentamiento contra todo abuso. Su resolución a decir las cosas como son, le mereció ser llamado el Niño Terrible o Julius, como el personaje principal de una de sus obras.

Acusaciones de plagio

Bryce Echenique protagonizó, en la primera década del presente siglo, un escándalo relacionado con el plagio de artículos periodísticos, y el 9 de enero de 2009, un tribunal administrativo peruano lo condenó a pagar una multa de 177 500 soles (unos 42 mil euros), por el plagio de 16 textos pertenecientes a 15 autores,3 varios de los cuales aparecieron originalmente en medios españoles, entre ellos, uno de Sergi Pàmies publicado en La Vanguardia y otro en El Periódico de Extremadura. Ante la irrefutabilidad de los cargos, Bryce Echenique trató infructuosamente de probar que los artículos habían sido publicados sin su autorización y negó ser el autor de ellos. Posteriormente declaró a la prensa especializada —después de declarado ganador del Premio FIL— que le retornaron el importe de la sanción pecuniaria y que sus asuntos caminan por buena ruta.
El 2 de julio del 2012, en el Hotel Country Club de Lima presentó Dándole pena a la tristeza, basada en la vida de su abuelo el banquero Francisco Echenique Bryce. Esta novela podría ser la última que escribe: "No tengo proyectada otra novela. Nunca puede saberse con certeza, pero lo que sigue es el tercer volumen de mis antimemorias. El título viene de Quevedo: Arrabal de senectud", había declarado al respecto en 2011, cuando estaba escribiéndola, "alejado de todo, en una casa de playa llamada Totoritas".4
En septiembre del 2012, ganó el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances, provocando una gran polémica: conocidos escritores, como Fernando del Paso o Juan Villoro por citar solo a dos, criticaron al jurado argumentando que no se le debía dar el galardón a un autor que había sido condenado por el plagio de artículos,5 6 mientras que los que distinguieron a Bryce Echenique, entre los que se encuentra Jorge Volpi, así como otros novelistas, lo justificaron aduciendo que "Bryce fue reconocido por sus novelas y cuentos (el periodismo no se enumera)". Volpi, a quien pertenece esta frase, agregaba: "Me pregunto si nuestra inquisición literaria también recabará firmas para que se le despoje del Premio Nobel a Günter Grass por haber mentido y negar que de joven se enroló en un batallón de las SS?, ¿o el Cervantes a Álvaro Mutis, condenado por malversación de fondos?"7 De todas formas, el revuelo fue tal, que, en una decisión sin precedentes, se optó por no entregar el premio durante la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, sino dárselo calladamente en el Perú.5
Bryce Echenique ha estado casado tres veces (con Maggie Revilla, Pilar de Vega Martínez y Ana Chávez Montoya), además de un último "mediomatrimonio" con la modelo puertorriqueña Tere Llenza, 32 años menor que él, que también fracasó.8

Premios y reconocimientos.Mención en el Premio Casa de las Américas 1968, por Huerto cerrado. Premio Nacional de Literatura 1972, por Un mundo para Julius. Orden El Sol del Perú, rechazada por Bryce Echenique al gobierno de Fujimori alegando sus convicciones democráticas.Premio Nacional de Narrativa de España 1998, por Reo de nocturnidad.Premio Planeta en 2002 por El huerto de mi amada. Premio Grinzane Cavour 2002, (Italia) por La amigdalitis de Tarzán. Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances 2012.

Obra Novelas1970 - Un mundo para Julius. 1977 - Tantas Veces Pedro. 1981 - La vida exagerada de Martín Romaña.1985 - El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz. Esta y la anterior forman el díptico que el autor bautizó como Cuaderno de navegación en un sillón Voltaire. 1988 - La última mudanza de Felipe Carrillo. 1990 - Dos señoras conversan.1995 - No me esperen en abril. 1997 - Reo de nocturnidad. 1999 - La amigdalitis de Tarzán. 2002 - El huerto de mi amada. 2007 - Las obras infames de Pancho Marambio. 2012 - Dándole pena a la tristeza.

Cuentos 1968 - Huerto cerrado, contiene 12 relatos:Dos indios, Con Jimmy en Paracas, El camino es así, Su mejor negocio, Las notas que duerman en las cuerdas, Una mano en las cuerdas, Un amigo de cuarenta y cuatro años, Yo soy el rey, El descubrimiento de América, La madre, el hijo y el pintor, El hombre, el cinema y el tranvía y Extraña diversión.1974 - La felicidad ja ja.1979 - Todos los cuentos, Mosca Azul, Lima.1986 - Magdalena peruana y otros cuentos. 1987 - Goig. Relato infantil escrito en colaboración con la escritora salvadoreña Ana María Dueñas y dibujos de Sonia Bermúdez. 1995 - Cuentos completos.1999 - Guía triste de París.2009 - La esposa del rey de las curvas.

Textos biográficos.1977 - A vuelo de buen cubero.1987 - Crónicas personales (edición aumentada de A vuelo de buen cubero), Anagrama, Barcelona. 1993 - Permiso para vivir ("Antimemorias" I).2003 - Doce cartas a dos amigos. 2005 - Permiso para sentir ("Antimemorias" II).

Ensayos y artículos.1996 - A trancas y barrancas. 2000 - La historia personal de mis libros, Fondo Editorial Cultura Peruana, Lima. 2002 - Crónicas perdidas, artículos, estudios, conferencias y cartas públicas publicadas en diferentes medios entre 1972 y 1997, Anagrama, Barcelona9.2004 - Entrevistas escogidas, selección, prólogo y notas de Jorge Coaguila; Fondo Editorial Cultura Peruana, Lima. 2005 - Entre la soledad y el amor, libro dividido en 4 partes, precedidas de unas Palabras preliminares, contiene los siguientes 10 textos:I LA SOLEDAD: El otro y nosotros, La señora X, Soledades contemporáneas y La vejez no se cura.II LA DEPRESIÓN: Del humos, del dolor y de la risa (crónica de una depresión).III LA FELICIDAD: La felicidad nuestra de cada día.IV EL AMOR: El amor absolutamente melancólico, Cuatro estaciones del amor (y su melancolía), El amor juvenil y Los amores tardíos.

Semblanza biográfica:Wikipedia. Texto:enfocarte.com.Foto:Archivo.