El cuento del domingo

Armando Palacio Valdés

Polifemo

El coronel Toledano, por mal nombre Polifemo, era un hombre feroz, que gastaba levita larga, pantalón de cuadros y sombrero de copa de alas anchurosas, reviradas; de estatura gigantesca, paso rígido, imponente; enormes bigotes blancos, voz de trueno y corazón de bronce. Pero aun más que esto, infundía pavor y grima la mirada torva, sedienta de sangre, de su ojo único. El coronel era tuerto. En la guerra de África había dado muerte a muchísimos moros, y se había gozado en arrancarles las entrañas aún palpitantes. Esto creíamos al menos ciegamente todos los chicos que al salir de la escuela íbamos a jugar al parque de San Francisco, en la muy noble y heroica ciudad de Oviedo.

Por allí paseaba también metódicamente los días claros, de doce a dos de la tarde, el implacable guerrero. Desde muy lejos columbrábamos entre los árboles su arrogante figura que infundía espanto en nuestros infantiles corazones; y cuando no, escuchábamos su voz fragorosa, resonando entre el follaje como un torrente que se despeña.

El coronel era sordo también, y no podía hablar sino a gritos.

-Voy a comunicarle a usted un secreto -decía a cualquiera que le acompañase en el paseo-. Mi sobrina Jacinta no quiere casarse con el chico de Navarrete.

Y de este secreto se enteraban cuantos se hallasen a doscientos pasos en redondo.

Paseaba generalmente solo; pero cuando algún amigo se acercaba, hallábalo propicio. Quizás aceptase de buen grado la compañía por tener ocasión de abrir el odre donde guardaba aprisionada su voz potente. Lo cierto es que cuando tenía interlocutor, el parque de San Francisco se estremecía. No era ya un paseo público; entraba en los dominios exclusivos del coronel. El gorjeo de los pájaros, el susurro del viento y el dulce murmurar de las fuentes, todo callaba. No se oía más que el grito imperativo, autoritario, severo, del guerrero de África. De tal modo, que el clérigo que lo acompañaba a tal hora, sólo algunos clérigos acostumbraban a pasear por el parque, parecía estar allí únicamente para abrir, ahora uno, después otro, todos los registros que la voz del coronel poseía. ¡Cuántas veces, oyendo aquellos gritos terribles, fragorosos; viendo su ademán airado y su ojo encendido, pensamos que iba a arrojarse sobre el desgraciado sacerdote que había tenido la imprevisión de acercarse a él!

Este hombre pavoroso tenía un sobrino de ocho o diez años, como nosotros. ¡Desdichado! No podíamos verle en el paseo sin sentir hacia él compasión infinita. Andando el tiempo he visto a un domador de fieras introducir un cordero en la jaula del león. Tal impresión me produjo, como la de Gasparito Toledano paseando con su tío. No entendíamos cómo aquel infeliz muchacho podía conservar el apetito y desempeñar regularmente sus funciones vitales, cómo no enfermaba del corazón o moría consumido por una fiebre lenta. Si transcurrían algunos días sin que apareciese por el parque, la misma duda agitaba nuestros corazones. “¿Se lo habrá merendado ya?” Y cuando al cabo lo hallábamos sano y salvo en cualquier sitio, experimentábamos a la par sorpresa y consuelo. Pero estábamos seguros de que un día u otro concluiría por ser víctima de algún capricho sanguinario de Polifemo.

Lo raro del caso era que Gasparito no ofrecía en su rostro vivaracho aquellos signos de terror y abatimiento, que debían ser los únicos en él impresos. Al contrario, brillaba constantemente en sus ojos una alegría cordial que nos dejaba estupefactos. Cuando iba con su tío, marchaba con la mayor soltura, sonriente, feliz, brincando unas veces, otras compasadamente, llegando su audacia o su inocencia hasta hacernos muecas a espaldas de él. Nos causaba el mismo efecto angustioso que si le viésemos bailar sobre la flecha de la torre de la catedral. “¡Gaspaar!” El aire vibraba y transmitía aquel bramido a los confines del paseo. A nadie de los que allí estábamos nos quedaba el color entero. Sólo Gasparito atendía como si le llamase una sirena. “¿Qué quiere usted, tío?” Y venía hacia él ejecutando algún paso de baile.

Además de este sobrino, el monstruo era poseedor de un perro que debía de vivir en la misma infelicidad, aunque tampoco lo parecía. Era un hermoso danés, de color azulado, grande, suelto, vigoroso, que respondía por el nombre de “Muley”, en recuerdo sin duda de algún moro infeliz sacrificado por su amo. El “Muley”, como Gasparito, vivía en poder de Polifemo lo mismo que en el regazo de una odalisca. Gracioso, juguetón, campechano, incapaz de falsía, era, sin ofender a nadie, el perro menos espantadizo y más tratable de cuantos he conocido en mi vida.

Con estas partes no es milagro que todos los chicos estuviésemos prendados de él. Siempre que era posible hacerlo, sin peligro de que el coronel lo advirtiese, nos disputábamos el honor de regalarle con pan, bizcocho, queso y otras golosinas que nuestras mamás nos daban para merendar. El “Muley” lo aceptaba todo con fingido regocijo, y nos daba muestras inequívocas de simpatía y reconocimiento. Mas a fin de que se vea hasta qué punto eran nobles y desinteresados los sentimientos de este memorable can, y para que sirva de ejemplo perdurable a perros y hombres, diré que no mostraba más afecto a quien más le regalaba. Solía jugar con nosotros algunas veces (en provincias, y en aquel tiempo, entre los niños no existían clases sociales) un pobrecito hospiciano llamado Andrés, que nada podía darle, porque nada tenía. Pues bien, las preferencias de “.Muley” estaban por él. Los rabotazos más vivos, las carocas más subidas y vehementes a él se consagraban, en menoscabo de los demás. ¡Qué ejemplo para cualquier diputado de la mayoría!

¿Adivinaba el “Muley” que aquel niño desvalido, siempre silencioso y triste, necesitaba más de su cariño que nosotros? Lo ignoro; pero así parecería serlo.

Por su parte, Andresito había llegado a concebir una verdadera pasión por este animal. Cuando nos hallábamos jugando en lo más alto del parque al marro o a las chapas, y se presentaba por allí de improviso el “Muley”, ya se sabía, llamaba aparte a Andresito, y se entretenía con él largo rato, como si tuviera que comunicarle algún secreto. La silueta colosal de Polifemo se columbraba allá entre los árboles.

Pero estas entrevistas rápidas y llenas de zozobra fueron sabiéndole a poco al hospiciano. Como un verdadero enamorado, ansiaba disfrutar de la presencia de su ídolo largo rato y a solas.

Por eso una tarde, con osadía increíble, se llevó en presencia nuestra el perro hasta el Hospicio, como en Oviedo se denomina la Inclusa, y no volvió hasta el cabo de una hora. Venía radiante de dicha. El “Muley” parecía también satisfechísimo. Por fortuna, el coronel aún no se había ido del paseo ni advirtió la deserción de su perro.

Repitiéronse una tarde y otra tales escapatorias. La amistad de Andresito y “Muley” se iba consolidando. Andresito no hubiera vacilado en dar su vida por el “Muley”. Si la ocasión se presentase, seguro estoy de que éste no sería menos.

Pero aún no estaba contento el hospiciano. En su mente germinó la idea de llevarse el “Muley” a dormir con él a la Inclusa. Como ayudante que era del cocinero, dormía en uno de los corredores, al lado del cuarto de éste, en un jergón fementido de hoja de maíz. Una tarde condujo el perro al Hospicio y no volvió. ¡Qué noche deliciosa para el desgraciado! No había sentido en su vida otras caricias que las del “Muley”. Los maestros primero, el cocinero después, le habían hablado siempre con el látigo en la mano. Durmieron abrazados como dos novios. Allá al amanecer, el niño sintió el escozor de un palo que el cocinero le había dado en la espalda la tarde anterior. Se despojó de la camisa:

-Mira, “Muley” -dijo en voz baja mostrándole el cardenal.

El perro, más compasivo que el hombre, lamió su carne amoratada.

Luego que abrieron las puertas lo soltó. El “Muley” corrió a casa de su dueño; pero a la tarde ya estaba en el parque dispuesto a seguir a Andresito. Volvieron a dormir juntos aquella noche, y la siguiente, y la otra también. Pero la dicha es breve en este mundo. Andresito era feliz al borde de una sima.

Una tarde, hallándonos todos en apretado grupo jugando a los botones, oímos detrás algo como dos formidables estampidos:

-¡Alto! ¡Alto!

Todas las cabezas se volvieron como movidas por un resorte. Frente a nosotros se alzaba la talla ciclópea del coronel Toledano.

-¿Quién de vosotros es el pilluelo que secuestra mi perro todas las noches, vamos a ver?

Silencio sepulcral en la asamblea. El terror nos tiene clavados, rígidos, como si fuéramos de palo.

Otra vez sonó la trompeta del juicio final.

-¿Quién es el secuestrador? ¿Quién es el bandido? ¿Quién es el miserable ladrón...?

El ojo ardiente de Polifemo nos devoraba a uno en pos de otro. El “Muley", que le acompañaba, nos miraba también con los suyos, leales, inocentes, y movía el rabo vertiginosamente en señal de gran inquietud.

Entonces Andresito, más pálido que la cera, adelantó un paso, y dijo:

-No culpe a nadie, señor. Yo he sido.

-¿Cómo?

-Que he sido yo -repitió el chico en voz más alta.

-¡Hola! ¡Has sido tú! -dijo el coronel sonriendo ferozmente-. ¿Y tú no sabes a quién pertenece este perro?

Andresito permaneció mudo.

-¿No sabes de quién es? -volvió a preguntar a grandes gritos. -Sí, señor.

-¿Cómo... ? Habla más alto.

Y se ponía la mano en la oreja para reforzar su pabellón.

-Que sí, señor.

-¿De quién es, vamos a ver?

-Del señor Polifemo.

Cerré los ojos. Creo que mis compañeros debieron hacer otro tanto.

Cuando los abrí, pensé que Andresito estaría ya borrado del libro de los vivos. No fue así, por fortuna. El coronel lo miraba fijamente, con más curiosidad que cólera.

-¿Y por qué te lo llevas?

-Porque es mi amigo y me quiere -dijo el niño con voz firme.

El coronel volvió a mirarlo fijamente.

-Está bien -dijo al cabo-. ¡Pues cuidado conque otra vez te lo lleves! Si lo haces, ten por seguro que te arranco las orejas.

Y giró majestuosamente sobre los talones. Pero antes de dar un paso se llevó la mano al chaleco, sacó una moneda de medio duro, y dijo volviéndose hacia él:

-Toma, guárdatelo para dulces. ¡Pero cuidado con que vuelvas a secuestrar al perro! ¡Cuidado!

Y se alejó. A los cuatro o cinco pasos ocurriósele volver la cabeza.

Andresito había dejado caer la moneda al suelo, y sollozaba, tapándose la cara con las manos. El coronel se volvió rápidamente.

-¿Estás llorando? ¿Por qué? No llores, hijo mío.

-Porque lo quiero mucho... Porque es el único que me quiere en el mundo -gimió Andrés.

-¿Pues de quién eres hijo? -preguntó el coronel sorprendido.

-Soy de la Inclusa.

-¿Cómo? -gritó Polifemo.

-Soy hospiciano.

Entonces vimos al coronel demudarse. Abalanzose al niño, le separó las manos de la cara, le enjugó las lágrimas con su pañuelo, lo abrazó y lo besó, repitiendo con agitación:

-¡Perdona, hijo mío, perdona! No hagas caso de lo que te he dicho... Yo no lo sabía... Llévate el perro cuando se te antoje... Tenlo contigo el tiempo que quieras, ¿sabes...? Todo el tiempo que quieras...

Y después que lo hubo serenado con estas y otras razones, proferidas con un registro de voz que nosotros no sospechábamos en él, se fue de nuevo al paseo, volviéndose repetidas veces para gritarle:

-Puedes llevártelo cuando quieras, sabes, ¿hijo mío...? Cuando quieras... ¿lo oyes?
Dios me perdone, pero juraría haber visto una lágrima en el ojo sangriento de Polifemo.

Armando Palacio Valdés (Entrialgo, Laviana, Asturias, 4 de octubre de 1853Madrid, 29 de enero de 1938). Escritor y crítico literario español, perteneciente al Realismo del siglo XIX.
Hijo de Silverio Palacio y Eduarda Valdés. Su padre era un abogado ovetense y su madre pertenecía a una familia acomodada. Se educó en Avilés hasta 1865, en que se trasladó a Oviedo a vivir con su abuelo para estudiar el bachillerato, lo que entonces se hacía en el mismo edificio de la Universidad. Por entonces leyó en su biblioteca la Iliada, que le impresionó fuertemente y abrió su interés por la literatura y la mitología; tras ello se inclinó por otras de Historia. Por entonces formó parte de un grupo de jóvenes intelectuales mayores que él de los cuales se consagraron a la literatura Leopoldo Alas y Tomás Tuero, con los que entabló una especial amistad. 
Tras lograr su título de bachiller en Artes en 1870, decidió seguir la carrera de Leyes en Madrid, que concluyó en 1874. Perteneció a la tertulia del Bilis club junto con otros escritores asturianos. Dirigió la Revista Europea, donde publicó artículos que luego reunió en Semblanzas literarias. También hay buenos retratos literarios en Los oradores del Ateneo y en El nuevo viaje al Parnaso donde desfilan conferenciantes, ateneístas, novelistas y poetas de la época. Escribió también como crítico, en colaboración con Leopoldo Alas, La literatura en 1881. Se casó dos veces: su primera esposa, Luisa Maximina Prendes, falleció en 1885 después de sólo un año y medio de matrimonio. Se casó en 1899 en segundas nupcias con Manuela Vega y Gil, que le sobrevivió. Al morir José María de Pereda en 1906, ocupó el sillón vacante en la Real Academia Española.
Marta y María por Favila en Avilés.
Se dio a conocer como novelista con El señorito Octavio (1881), pero ganó la celebridad con Marta y María (1883), ambientada en la ciudad ficticia de Nieva, que en realidad representa a Avilés. En esta época de su evolución literaria suele ambientar sus novelas en Asturias. Así ocurre también con El idilio de un enfermo (1884), que es quizás su obra más perfecta por la concisión, ironía, sencillez de argumento y sobriedad en el retrato de los personajes, algo que Palacio Valdés nunca logró repetir; también de ambiente asturiano son José (1885) y El cuarto poder (1888), donde de la misma manera que en La Regenta de Leopoldo Alas se realiza una sátira de la burguesía provinciana, se denuncia la estupidez de los duelos y la fatuidad de los seductores.
Su novela Riverita (1886), cuya segunda parte es Maximina (1887), transcurre en Madrid y revela cierto pesimismo y elementos autobiográficos. Por otra parte, la obra más famosa de Armando Palacio Valdés, La hermana San Sulpicio (1889), transcurre en tierras andaluzas, cuyas costumbres muestra mientras narra los amores entre una monja que logra salir del convento y un médico gallego que al fin se casa con la religiosa vuelta al siglo. La espuma (1891) es una novela que intenta describir la alta sociedad madrileña. La fe, 1892, como su propio título indica, trata el tema religioso, y en El maestrante (1893) se acerca a uno de los grandes temas de la novela del Realismo, el adulterio, de nuevo en ambiente asturiano. Andalucía surge de nuevo en Los majos de Cádiz (1896) y las costumbres valencianas en La alegría del capitán Ribot (1899).
Entre todas sus obras, Palacio Valdés prefería Tristán o el pesimismo (1906), cuyo protagonista encarna el tipo humano que fracasa por el negativo concepto que tiene de la Humanidad. La aldea perdida (1903) es como una égloga novelada acerca de la industria minera y quiere ser una demostración de que el progreso industrial causa grandes daños morales. El narrador se distancia demasiado de su tema añorando con una retórica huera y declamatoria una Arcadia perdida y retratando rústicos como héroes homéricos y otorgando nombres de dioses clásicos a aldeanos. Es una manera sumamente superficial de tratar la industrialización de Asturias; a Palacio Valdés se le daba mejor la descripción de la ciudad que de la vida rural.
Los papeles del doctor Angélico (1911) es una recopilación de cuentos, pensamientos filosóficos y relatos inconexos, aunque muy interesantes. En Años de juventud del doctor Angélico (1918) cuenta la dispersa historia de un médico (casas de huéspedes, amores con la mujer de un general etc.). Es autobiográfica La novela de un novelista (1921), pero además se trata de una de sus obras maestras, con episodios donde hace gala de una gran ironía y un formidable sentido del humor. Otras novelas suyas son La hija de Natalia (1924), Santa Rogelia (1926), Los cármenes de Granada (1927), y Sinfonía pastoral (1931).
Hizo dos colecciones más de cuentos en El pájaro en la nieve y otros cuentos (1925) y Cuentos escogidos (1923). Recogió algunos artículos de prensa breves en Aguas fuertes (1884). Sobre la política femenina escribió el ensayo histórico El gobierno de las mujeres (1931) y sobre la Primera Guerra Mundial en La guerra injusta, donde se declara aliadófilo y se muestra muy cercano a la Generación del 98 en su ataque contra el atraso y la injusticia social de la España de principios del siglo XX.
En 1929 publicó su Testamento literario, en el que expone numerosos puntos de vista sobre filosofía, estética, sociedad etc., con recuerdos y anécdotas de la vida literaria en la época que conoció. Durante la Guerra Civil lo encontramos en Madrid pasando frío, hambre, enfermo. Los hermanos Quintero lo atendían con los escasos víveres que podían reunir. Palacio Valdés, el amable, el otrora célebre y celebrado, vanidosillo y fecundo escritor, moría en el olvido, sin ayuda, el año 1938.
Póstumo es el Álbum de un viejo (1940), que es la segunda parte de La novela de un novelista y que lleva un prólogo del autor a una colección de cincuenta artículos. Sus Obras completas fueron editadas por Aguilar en Madrid en 1935; su epistolario con Clarín en 1941.
Armando Palacio Valdés es un gran creador de tipos femeninos y es diestro en la pintura costumbrista; sabe también bosquejar personajes secundarios. Al contrario que otros autores concede al humor un papel importante en su obra. Su obra ha sido muy traducida, especialmente al inglés, e igualmente apreciada fuera de España; es seguramente junto a Vicente Blasco Ibáñez el autor español del siglo XIX más leído en el extranjero. Su estilo es claro y pulcro sin incluir neologismos ni arcaísmos. Obras.Semblanzas literarias (1871).. Los oradores del Ateneo (1878). El nuevo viaje al Parnaso (1879). Con Leopoldo Alas, La literatura en 1881. El señorito Octavio (1881). Marta y María (1883). Aguas fuertes (1884). El idilio de un enfermo (1884). José (1885). Riverita (1886). Maximina (1887). El cuarto poder (1888). La hermana San Sulpicio (1889). La espuma (1890). La fe, 1892. El maestrante (1893). El origen del pensamiento (1893). Los majos de Cádiz (1896). La alegría del capitán Ribot (1899). La aldea perdida (1903). Tristán o el pesimismo (1906). Los papeles del doctor Angélico (1911). Años de juventud del doctor Angélico (1918). La novela de un novelista (1921). Cuentos escogidos (1923). La hija de Natalia (1924). El pájaro en la nieve y otros cuentos (1925). Santa Rogelia (1926). Los cármenes de Granada (1927). Testamento literario (1929). Sinfonía pastoral (1931). El gobierno de las mujeres (1931). Obras completas (1935). Álbum de un viejo (1940). Obras disponibles en Gutenberg.org.
Semblanza: Wikipedia. Texto:ciudadseva.com.Foto:Internet.

El cuento del domingo

Mohamed Toufali

Llámame cuando puedas

Masin sale de su habitación rascándose los ojos por la luz radiante que entraba por la ventana del salón. Abriendo apenas un ojo mira al suelo para tratar de evitar un cuerpo que parece yacer sin vida, intentando cubrir su cuerpo con una sucia gabardina. En aquel viejo sofá de ese pequeño salón del piso que alquiló hace años junto con Haddú y Hassan, parecía moverse otro cuerpo de un joven con barba que intentaba encontrar la postura confortable para seguir durmiendo, o tal vez seguir soñando. Al dar un paso más, Masin pisa un plato de papel que alguien había dejado atrás la noche anterior en ese «guateque» —como todos llamaban a esos encuentros caóticos para beber, fumar y disfrutar de un casual sexo con una interesada joven invitada a la fiesta—. Éstas solían celebrarse a menudo de acuerdo con la nueva ola de influencias hippies, y para romper la rutina del trabajo y vivir otras experiencias.
Cuando al fin creyó haber sobrepasado todos los obstáculos, Masin se dio cuenta que otro más le esperaba en el pasillo: unos seis u ocho abrigos se amontonaban en el suelo, por no poder la percha sostenerlos más. Poco a poco, por fin, se acercaba con cautela a la cocina de la que se desprendía un olor a café refrescante. Haddú se había despertado antes que Masin y pensaba que una taza de café no le vendría mal, y así recobrar su estado sano del que parecía haberse desprendido la noche anterior.
¡Eran las tres y media de la tarde!
—¡Qué dolor de cabeza…! —le dijo Masin a Haddú.
Y dirigiéndose a la cafetera exprés, llenó una taza con café negro para tomar sin azúcar ni leche. Él también pensaba que el café era la solución para recobrar sus fuerzas y enfrentarse a otro día más vendiendo chucherías.
—¿Vas al trabajo hoy, Masin? —le preguntó Haddú.
—¿Qué otra alternativa me queda? —contestó Masin.
Masin se ganaba la vida con un puesto ambulante. Le hubiera gustado ganarse la vida componiendo música, pero la competencia era muy feroz, y canciones como las suyas eran poco rentables para esas casas discográficas. Haddú, mientras tanto, había acabado sus estudios en la escuela de magisterio, y esperaba los resultados de la oposición a la que se había presentado. Pero, en secreto, Haddú mimaba con fervor desde su infancia su interés por la escritura. Y el diario que empezó a escribir hace varios años nunca se había separado de su lado.
Haddú y Masin eran dos viejos amigos de la infancia, que hicieron juntos los estudios primarios en su pueblo, que habían dejado atrás. Los dos eran muy inquietos y tenían un deseo muy profundo de triunfar en las artes de la música y la literatura. Así es como decidieron luchar juntos para tener un papel en el campo rocoso de la música y la literatura. Cada día que se despertaban, consideraban como una suerte el seguir viviendo y luchando por ver su deseo hecho realidad.
—¿Sabes si Habiba se ha quedado a dormir? —preguntó Masin.
—Sí… Está durmiendo con Hassan en su habitación —contestó Haddú.
Masin respiró hondo y bajó su mirada para alzar su taza de café y tomar un sorbo con la mirada fija en el negro café… Un silencio profundo parecía súbitamente inundar la cocina. Haddú sabía lo que sentía Masin por Habiba.
Masin y Habiba se conocieron tiempo atrás, en la pequeña playa de su pueblo natal. Salieron juntos algún tiempo y luego se separaron hasta que se encontraron otra vez en la gran capital. Ella trabajaba en una peluquería, y Masin vio en esto una gran oportunidad para revivir otra vez su relación con ella, invitándola a salir al cine y a pasar unas tardes juntos. Masin sentía verdaderamente un gran afecto por Habiba. Sí, parecía solamente un amor joven de verano, pero después de todos esos años pudo comprobar que Habiba tenía algo que le atraía, pero que no podía explicar. ¡Era tal vez su simplicidad y sus amplias ansias de vivir la vida! Masin sólo sabía que se encontraba a gusto con ella. Intentaba compartir con Habiba su vida, y explicarle que su afán por ser músico correspondía al afán de realizarse como ser humano. Le contaba sus sueños de escribir un día una ópera-rock y conseguir el reconocimiento del público por su especial composición. Habiba, por otro lado, le hablaba de pisos y niños que cuidar… Y un día, el amigo Hassan apareció en la escena conquistando fácilmente el amor y los sueños de Habiba.
Hassan era agresivo, atractivo y «enterado» en las cosas del amor, según él. Habiba cayó fácilmente en sus brazos, mientras que Masin le hablaba de Abdelwahab, Gershwin y de sueños inalcanzables y canciones de amor nunca oídas.
Haddú trató de explicar a Masin los errores que cometió en su relación con Habiba.
—Masin, tú sólo le ofrecías sueños y poesías. Evidentemente, a ella eso no le satisfacía… Tú has estado cerrado en tu afán de componer y triunfar mientras que ella, creo, sólo necesitaba a alguien que la pudiera amar. Las relaciones con una mujer deben ser un mutuo dar y recibir. Pienso que tu relación con ella había sido más de recibir que de dar…
Las palabras de Haddú parecían no tener ningún efecto en Masin, pues él continuaba saboreando su café y manteniendo su mirada fija en una lejanía que ni él entendía. Inmediatamente, Haddú se dio cuenta que Masin no quería hablar sobre su relación con Habiba. Entonces intentó cambiar de tema para hablar de los problemas del mutuo amigo Radi, que dormía en el sofá.
—¿Te acuerdas si has invitado a Radi al guateque? —preguntó Haddú.
—No, no lo invité… Lo que pasó es que apareció ayer noche por la puerta preguntando si podía pedir prestado un libro de Hassan… Llamé a Hassan, que como sabes estudian juntos, y él lo invitó a entrar para tomar una copa…
—Ya, y luego dos, tres, cuatro copas y ahora nos va a costar persuadirlo para que se vuelva a su pensión… —le cortó Haddú.
—No sé si sabes que Radi se pasa la vida de bar en bar… —continuó Haddú—. Está bien que Hassan le ayude, pero para que esa ayuda sea efectiva debería dirigirse a cortar ese círculo vicioso de ir de la pensión al bar y del bar a la pensión…
—Mira Haddú, no tengo tiempo para discutir esto ahora. ¿Por qué no se lo dices a Hassan cuando se despierte de ese sueño con su amada Habiba? —dijo Masin con un tono sarcástico y obviamente dolorido, aunque no quiera reconocerlo, al saber que la relación de Hassan y Habiba había llegado a otros niveles.
—Sí, por supuesto, se lo voy a decir… —le dijo Haddú.
Y sin ambos dirigirse otra palabra más, Masin salió de la cocina tan deprisa que sin querer le pisó la mano al compañero Teib, que todavía dormía sobre un colchón en el suelo del salón, dándole un susto tremendo.
—¿Pero qué pasa aquí? —dijo Teib perplejo y poniéndose de pie.
—Lo siento, Teib, no es nada… Puedes volver a tu sueño… —le contestó Masin dirigiéndose al cuarto de baño.
Sin embargo, con toda esa conmoción, ya nadie podía volverse a dormir. Todos estaban despiertos mirándose unos a los otros, en el salón, sin saber lo que ocurría y sin querer preguntar lo que ocurrió. Las miradas, sin embargo, lo decían todo… Parecían reflejar la angustia de sentirse culpable de algo que se cree no haber cometido…
—¿A quién he molestado tomando unas copas? —diría Radi.
—¿Qué pecado hemos cometido por estar Habiba y yo enamorados? —pensaría Hassan.
—¿Es malo dormir en el suelo? —murmuraría Teib.
Todos se dirigieron luego a la cocina para «bañarse» en café. Habiba era la única que pidió un té en esa tarde de excitado desayuno.
Masin levantó la mesa plegable que tenía en el salón, y al dirigirse a la puerta se cruzó con la mirada de Habiba por unos instantes, y luego continuó para desaparecer por la puerta que se cerraba con ruido detrás de él.
En el autobús, Masin no dejó de pensar en lo que le estaba ocurriendo. Las cosas no marchaban bien, y la relación de dos años con Habiba se había esfumado como una pompa de jabón en el cielo. Masin no entendía cómo las personas pueden cambiar de la noche a la mañana, y cómo las cosas pueden ir de mal en peor sin que uno así lo deseara…
En la plaza central, Masin desplegó su mesa para exponer su mercancía y esperar que la noche fría atrajera a algún viandante para ofrecerle comprar algún cacharro envuelto en mil deseos y sueños de poder un día conseguir un contrato con una casa discográfica.
Sí, eran sueños de un artista decepcionado por los giros que había tomado su camino. Las cosas para él no iban bien, pensaba una y otra vez. Pero por otro lado, pensaba Masin, la mayoría de esos creadores artísticos no han empezado fácilmente su carrera. Sabía que para crear, se ha de pasar por malos momentos… Y las creaciones no nacen fácilmente… Pero aún sabiendo esto, y en muchas ocasiones, se le escapaba la esperanza y la fe en luchar… Esto le dejaba en sus labios algún quejido y ganas de tirar la toalla.
—¡No sé lo que estoy haciendo aquí! —continuaba murmurando Masin en silencio y frotándose las manos para repeler aquel frío de la tarde.
Hacía más de dos años que Masin había grabado unas cintas para mandarlas como muestra a unas cien casas discográficas. Sólo dos le contestaron para decirle que era una música agradable, pero no muy pegadiza. Y Masin continuaba haciéndose preguntas que no sabía responder.
—¿Es mucho el pedir una oportunidad para que se escuchase mi música? ¡Qué sabe de música ese idiota que dirige Discofón!
Dos horas lentas habían pasado sin que ningún cliente se atreviese a gastar una moneda. Y en medio de muchas preguntas más, Masin se acerca al vecino que tenía otra mesa ambulante a su lado y le pide que cuidase la suya hasta que volviese de tomar otro vaso de café en el bar de enfrente.
Con su café medio consumido, Masin se extrañó al ver a Haddú a su lado.
—¿Qué haces aquí, Haddú? —le preguntó Masin.
—Tu «colega» me dijo que estabas en el bar, y vine a verte —contestó Haddú—. No, en serio, cuando saliste de casa noté que estabas algo disgustado, y al no tener oportunidad de hablar en privado contigo, esperé hasta que todos se hubieran marchado, y venir a hablar un rato contigo.
—Agradezco tu gesto, Haddú —le contestó Masin—. ¿Sabes Haddú?, a veces me pregunto si vale la pena dejar la vida en un papel. Siento que la vida me pide más y más… Y el papel, nunca podrá cubrirla.
—Te entiendo perfectamente, Masin, pues bien sabes que estamos en el mismo carro. Acuérdate que yo llevo también un año intentando publicar estos relatos que he escrito hace tiempo, y sólo he conseguido que me digan constantemente: «tus escritos son interesantes pero sentimos que no los podamos publicar por no tratarse de temas populares». En otras palabras, ¡no es comercial! ¿Qué es lo que se supone que uno tiene hacer en estas situaciones?
—Descampar y marcharse a otro lugar —le cortó Masin—. T. S. Eliot tuvo que emigrar a Londres para que se le reconociese; el irlandés James Joyce vivió en Italia y Francia para que al fin su país de origen le reconociese como el mejor escritor del siglo; y Bob Dylan tuvo que escaparse de Minnesota para triunfar después en Nueva York con el movimiento folk song de los sesenta… Y Jacques Brel tuvo que abandonar Bélgica para triunfar en París… ¿No lo entiendes Haddú? Nadie es profeta en su propia tierra. Tal vez debemos pensar nosotros también en emigrar a París o a Londres.
—No lo sé, Masin —dijo Haddú un poco confuso—. Yo creo más bien que necesitamos tiempo.
—Pero, ¿qué más tiempo necesitas? ¿Vas a esperar hasta que un día veas desaparecer los giros que tus padres te mandan? ¿Crees que van a mantenerte para toda la vida? —le dijo Masin a Haddú.
—Sí, sí. Lo sé, lo sé. Por eso quiero por lo menos conseguir aprobar una oposición para independizarme totalmente de mi familia —contestó Haddú.
—¿Y dónde encontrarás tiempo para la escritura, una vez trabajando en la enseñanza? —preguntó Masin un poco perplejo—. Ya te imagino ahora con arrugas y canas siendo un pobre maestro frustrado con los estudiantes por no poder dedicarte a lo que más te interesa. Haddú, se trata de nuestra vida, ¿no sabes que uno se hace más humano cuando practica lo mejor de sus deseos? No se trata aquí de robar a nadie su identidad… Sólo tratamos de ser humanos, de realizarnos con nuestras creaciones y poder vivir sin preocupaciones de que nos echasen del apartamento por no pagar el alquiler.
—Masin, yo sólo creo que debemos tener más paciencia. Las cosas a veces necesitan más tiempo de lo necesario, y si no comprendemos esto, podríamos cometer grandes errores… —le dijo Haddú.
—Cada día que pasa, es otra cana que ganamos, Haddú… Estamos envejeciendo, y si no consigo implantarme ahora y decir «aquí estoy», si no tomo ese tren ahora, tal vez sea demasiado tarde luego… Y es eso lo que voy a hacer mañana…
Y con esas palabras, Masin y Haddú cerraron esa discusión. Haddú volvió al apartamento y Masin a su mesa ambulante.


Eran casi las diez de la noche. Otro día más se acaba para Masin, contando sus ingresos de comerciante ambulante. Y mientras, su violín se quedaba solo en el apartamento, en su maletín. De vuelta a la casa, pasó por el Bar del Barrio para cenar algún bocadillo. Al entrar se dio cuenta que en la barra, sentado en un taburete, estaba Radi tomando otra copa de vino.
—Hola Radi, ¿cuánto hace que estás por aquí?
—Pues no lo sé. Una, dos, tal vez tres horas, qué más da… Sólo quiero tomarme una copa más y luego me marcharé —contestó Radi.
—¿No crees que has tomado bastante ya? —le preguntó Masin.
—No, el alcohol se elimina de las venas con las horas, y según mis cálculos, sólo he consumido dos copas.
—¡Radi, venga ya con ese cuento…! Estás otra vez borracho y te vas a quedar en la calle otra vez. Mira, si te vienes conmigo ahora, puedes quedarte en nuestro apartamento otra noche más…
—Gracias, Masin, pero francamente, ¡ya no me importa un pito! —contestó Radi—. Había una vez en que amanecía soñando con ser médico. La universidad para mí era un gran choque porque no me había preparado para ella. Lo único que hice era estudiar y estudiar, y luego, al llegar a casa, cuidar de mi madre enferma de Alzheimer. Todos mis amigos se lo pasaban bien el fin de semana, y yo sólo sabía trabajar y estudiar. ¿Sabes cómo me sentía cuando Hassan pasaba por mi casa para ver si podía salir a jugar o a pasear? Muy mal… Y cuando le decía que no, me llenaba de rencor y luego me detestaba a mí mismo viendo a Hassan doblar la esquina solo, mientras que yo cuidaba de mi madre y mi padre dormía la siesta… Por fin pude escapar de esa situación al venir a la capital. Sin embargo, la imagen de mi madre no me podía dejar ningún momento… Mi padre me escribía para decirme que necesitaba que le mandara la mitad de mi beca para ayudar a mi madre, pues ella necesitaba a alguien que la pudiera cuidar. Pude continuar así dos años de mi carrera de medicina, hasta no poder más. El año pasado mi padre me escribió diciendo que mi madre por fin dejó de respirar… Y en un suspiro vi mi vida agonizar. Mi padre se volvió a casar y ya tiene un pequeño bebé… Mi beca los mantenía a todos… Ya no puedo más, Masin, quiero olvidar y lo único que puedo hacer es beber…
Masin no tenía nada que añadir… Ya no pensaba que su problema era el más grande… ¡La vida de un ser humano parecía tener más importancia que el sueño de ser músico!
—Tengo que hacer algo por Radi —pensaba Masin en silencio—. Mira Radi, ¿por qué no vamos al apartamento esta noche? Estoy seguro de que habrá una botella de vino que podríamos compartir y hablar de estas cosas.
Masin trataba de convencerle para que abandonase el bar y descansase otra noche más en su apartamento. Era difícil ver cómo una persona tan fuerte como Radi había caído tan bajo, sin poder razonar… Masin veía en Radi un ejemplo que no quería seguir… «Las cosas pueden ir de mal en peor, pero la vida debe continuar…» Masin intentaba ser fuerte y recordar algunos dichos que había aprendido por allá…
Por fin, Radi consintió y los dos tomaron el autobús para llegar al desastroso apartamento que aún olía a café, vino y abrigos que no habían sido lavados en una eternidad. Hassan y Haddú no habían llegado aún. Masin condujo a Radi a su habitación y le pidió que durmiese en su cama, porque él ya no la iba a utilizar por mucho tiempo.
—Me marcho a París mañana, Radi, puedes utilizar mi habitación por ahora, pues mi parte del alquiler ya está pagado hasta finales de este mes.
Radi se tumbó en la cama sin decir otra palabra más, mientras que Masin trataba de recoger lo que le podía ser útil para el viaje, empaquetándolo en su vieja maleta. Por supuesto, no podía dejar su viejo violín… Levantó el maletín y lo llevó al salón para dejarlo frente a la puerta, donde su vieja maleta esperaba ya el día para tomar el tren a París.
Masin se puso a escribir un anota a Haddú, en caso de no verle por la mañana temprano al despertar:


Amigo Haddú, los dos sabemos que la vida a veces puede ser cruel o fatal… Bien sabes que no soy persona que abandona fácilmente su lucha… Sin embargo, siento que necesito cambiar de paisaje y ver si en París hay alguna suerte para mí.
En cuanto a Radi, esta vez fui yo quien le invitó a quedarse en mi habitación. Si necesita algún dinero para su comida, entrégale el bolso que he dejado de mercancías para que las venda. Yo sé que algún día me lo pagará.
En cuanto a ti, te deseo mucha suerte en los resultados de las oposiciones, y que tus relatos se publiquen pronto…
Un abrazo,
Masin.

Aquella noche, Haddú tardó en llegar a casa. Por cualquier razón había quedado ir para ver la última función de una obra teatral con Hassan. Al llegar los dos a casa no notaron nada cambiado… El apartamento continuaba siendo un desastre y la maleta de Masin parecía completar el desorden en que se encontraba. La nota de Masin, que le había dejado cerca de su mesita de noche, cayó al suelo sin que la pudiera leer.
Por la mañana, Masin salió lentamente del apartamento para dirigirse a la estación de trenes… París era cosa de una noche de insomnio. Ya no podía volver atrás. Todo pasaba velozmente para él… Y no temía el cambio… Atrás quedaban más sueños y amores perdidos. Enfrente, le esperaba lo desconocido. Era como una canción que empieza y que tiene que terminar…


Pasaron unos días y Haddú cogió el teléfono, que no paraba de sonar…
—¿Diga…?
—¡Hola, Haddú! —se oyó una voz conocida desde el otro lado de la línea; era la de Masin…
—¡Vaya, qué sorpresa! ¿Qué tal estás, Masin? —dijo Haddú.
—Pues muy bien, he conseguido trabajo en un bar tocando el violín y me hospedo en una pensión de una señora que se porta muy bien conmigo —dijo Masin.
—¿Y qué tal vosotros por ahí…?
—Pues tirando… ¿Sabes que Habiba preguntó por ti?, y parecía triste al saber que te marchaste. Me dijo que te saludase cuando oyera alguna noticia tuya…
Masin dudó un poco en hablar y luego contestó:
—¿Y las oposiciones, cómo te salieron?
—Bah… Un desastre… Tendré que presentarme a otras más… —contestó Haddú—. No te lo creerás, pero tu nota no la pude leer hasta ayer mismo, cuando por fin decidí limpiar mi habitación y la encontré debajo de mi cama.
—No te preocupes por eso… En fin, quisiera darte mi número de teléfono… Me gustaría mucho que continuáramos en contacto…
Haddú escribió el número de teléfono en una servilleta que tenía a su lado, y luego, sin más, oyó decir a Masin:
—Llámeme cuando puedas.
Y un silencio amargo llenó el apartamento que compartieron juntos en la gran capital. Y unas palabras se quedaron en el aire… Las había traído la charla y la discusión. ¡Uno no sabe si esos amores perdidos e ilusiones frustradas podrían volver otra vez!

 Mohamed Toufali. Melilla. 1951. Escritor español. Poeta y cantautor. Desarrolla su proudcción literaria tanto en castellano como en rifereño. Estudio música y se licenció en Sociología en la Universidad Complutense de Madrid. Posteriormente emigró a Estados Unidos, donde actualmente reside, y es profesor del centro de ordenadores de la Biblioteca de  Mihuson.

Información tomada de poetassigloveintiuno.blogspot.com.Texto:El cuento del día. Foto:Internet.

El cuento del domingo

Andréi Platónov
El peso de los caídos
Una madre regresó a su casa. Había estado fuera, refugiada de los alemanes, pero no pudo acostumbrarse a vivir en otro lugar que no fuera su pueblo natal, por lo que regresó a casa.
Dos veces debió atravesar por tierra de nadie, cerca de las fortificaciones alemanas, porque el frente por allí era desigual y ella había tomado el camino recto, el más rápido. No le temía a nadie, no se cuidaba de nadie, y los enemigos no le hicieron daño. Avanzaba triste por los campos, despeinada y con la cara desencajada, como de ciega. Le daba igual lo que había en ese momento en el mundo y lo que estaba sucediendo en él, y nada en el universo podía ni alegrarla ni entristecerla, porque su desgracia era eterna y su tristeza inabarcable: ella, una madre, había perdido a todos sus hijos. Ahora se sentía tan débil e indiferente, que avanzaba como una brizna de paja llevada por el viento y en todo encontraba la misma indiferencia hacia ella. Al sentir que nadie la necesitaba y que, por lo mismo, tampoco ella necesitaba a nadie, sintió aún mayor pesar. A veces esto basta para que una persona muera, pero ella no murió: necesitaba ver la casa en la que había vivido toda su vida y el lugar en el que habían muerto sus hijos en combate o ejecutados.
En el camino se cruzó varias veces con los alemanes, pero éstos no tocaron a la mujer; les extrañó ver a una vieja tan desgraciada, les horrorizó la mucha humanidad que descubrieron en su cara y la dejaron irse para que muriera por su cuenta. A veces, en las caras de las personas se refleja una opaca luz de extrañeza que es capaz de asustar a los animales y a las personas malintencionadas. Nadie tiene fuerza suficiente para acabar con estas personas y a nadie le resulta posible acercarse a ellas. El animal y la persona prefieren pelear con sus semejantes y dejar ir a quienes no se les parecen, porque temen ser vencidos por una fuerza desconocida.
Después de atravesar toda la guerra, la vieja madre alcanzó por fin su casa, pero encontró su pueblo natal vacío. Su casa pequeña y pobre, revocada con barro pintado de amarillo, con su chimenea de ladrillo que parecía la cabeza de una persona meditabunda, hacía mucho que había sido quemada por el fuego alemán, que sólo dejó cenizas tras de sí. Sólo la hierba, como la que crece sobre las tumbas, nacía entre aquellas cenizas. También había desaparecido todo el vecindario, toda la vieja ciudad. Una luz blanca y triste lo iluminaba todo, y era posible ver en la lejanía a través de la tierra silenciosa. Pasaría muy poco tiempo y la hierba cubriría del todo este lugar antes habitado, los vientos soplarían libres, los torrentes de lluvia lo igualarían y ya no quedaría huella humana ni nadie para asimilar y heredar como un conocimiento útil todo el sufrimiento de la vida terrestre. Este último pensamiento hizo suspirar a la mujer, y también el dolor que sentía su corazón por tanta vida perdida y sin memoria. Pero su corazón era bondadoso y quería vivir para amar a los muertos, para terminar los planes que la muerte había interrumpido.
Se sentó en medio de aquellas cenizas frías y apoyó las manos en el polvo en que se había convertido su casa. Sabía cuál era su destino, sabía que había llegado su hora, pero se resistía, porque si ella moría, ¿qué pasaría con el recuerdo de sus niños?, ¿quién los conservaría en su amor si también su corazón dejaba de respirar?
La madre no sabía la respuesta a esta pregunta y meditaba sola. Se le acercó su vecina, Yevdokía Petrovna, una mujer joven y de buen ver, antes gorda, pero ahora débil, silenciosa e indiferente. Una bomba había matado a sus dos hijos pequeños cuando regresaba con ellos de la ciudad. Su esposo había desaparecido en unos trabajos de excavación, y ella había vuelto para enterrar a sus hijos y terminar de vivir el tiempo que le quedaba en aquel lugar muerto.
-Buenas, María Vasílievna -dijo Yevdokía Petrovna.
-¿Eres tú, Dunia? -le preguntó María Vasílievna-. Siéntate, hablemos. Inspeccióname la cabeza, porque hace mucho que no me baño.
Dunia accedió con docilidad y se sentó a su lado; María Vasílievna recostó la cabeza en sus rodillas y la vecina empezó a inspeccionársela. Las dos se sintieron mejor dedicándose a esta tarea. Mientras una trabajaba afanosamente, la otra se arrebujó contra su cuerpo y se quedó dormida con la tranquilidad que le infundía la cercanía de una persona conocida.
-¿Los tuyos murieron todos? -preguntó María Vasílievna.
-¡Sí, todos, claro! -le contestó Dunia-. ¿Y los tuyos?
-Todos, no queda nadie -dijo María Vasílievna.
-Entonces estamos a la par: ni tú ni yo tenemos a nadie -comentó Dunia satisfecha de que su desgracia no fuera única en el mundo, de que a los demás les hubiera tocado la misma desdicha.
-Mi desgracia es mayor que la tuya: antes también era viuda -dijo María Vasílievna-. Y mis dos hijos han caído cerca del pueblo. Se alistaron en el batallón de trabajadores cuando los alemanes salieron de Petropávlovsk a la carretera de Mitrofánievsk... Mi hija me llevó bien lejos de aquí porque me quería mucho, era mi hija. Después se alejó de mí, empezó a amar a todo el mundo, compadeció a un hombre -mi hija era una muchacha bondadosa-, se inclinó sobre él, que estaba débil y herido, y entonces la mataron, desde arriba, desde un avión... ¿Y yo qué? No tengo nada y regresé. ¿Qué tengo ahora? Me da igual. Tengo la sensación de estar muerta...
-Bueno, ya nada se puede hacer. Sigue viviendo como una muerta; yo también vivo así -dijo Dunia-. Todos los míos descansan y los tuyos también descansan... Sé dónde están los tuyos, sé adonde los arrastraron a todos para enterrarlos, yo estaba aquí y lo vi con mis propios ojos. Primero contaron a todos los muertos, levantaron un acra, pusieron a un lado a los suyos, y a nuestros muertos los llevaron más allá. Luego desnudaron a todos los nuestros y apuntaron en el acta cuánta ropa se podía aprovechar. Se alargaron en este tipo de asuntos y luego empezaron a empujarlos y a lanzarlos a la tumba.
-¿Y quién la cavó? -se preocupó María Vasílievna-. ¿Cavaron profundo? Una tumba profunda sería más caliente porque estaban desnudos, sentirán frío.
-¡No, nada de profunda! -le informó Dunia-. ¡Una fosa de proyectil fue su tumba! Los amontonaron hasta llenarla, pero no había sitio para todos los muertos, así que pasaron por encima con un tanque de guerra, los muertos se aplastaron, se hizo más espacio y echaron allí a los muertos restantes. No tenían ganas de cavar, ahorraban sus fuerzas; echaron un poco de tierra por encima. Allí descansan los muertos en el frío; sólo los muertos pueden aguantar el sufrimiento de estar eternamente desnudos en el frío...
-¿Y a los míos también los destrozaron con el tanque o los colocaron arriba, sin aplastarlos? -preguntó María Vasílievna.
-¿A los tuyos? -contestó Dunia-. La verdad es que no lo pude ver... Allí, detrás del pueblo, cerca de la carretera descansan todos; si vas, los verás. Yo hice una cruz con ramas y la puse allí, pero fue por gusto; una cruz se cae aunque sea de hierro, y la gente olvidará a los muertos...
María Vasílievna se incorporó, hizo que Dunia bajara la cabeza y empezó a inspeccionarle el pelo. Se sintió mejor trabajando; el trabajo manual cura los espíritus tristes y enfermos.
Después, cuando cayó la tarde, María Vasílievna se levantó. Era una mujer vieja y estaba cansada. Se despidió de Dunia y salió a la noche, donde descansaban sus niños. Dos de sus hijos en una tumba cercana, y un poco más allá su hija.
María Vasílievna fue hasta el poblado cercano. Antes vivían allí, en casitas de madera, horticultores y campesinos que se alimentaban de las parcelas que había junto a sus casas y que gracias a esto subsistían desde tiempos remotos. Ahora nada quedaba en este lugar; el fuego había fundido la capa superior de tierra y la gente había muerto o vagabundeaba por los alrededores, o los habían cogido como rehenes y enviado al trabajo y a la muerte.
La carretera de Mitrofánievsk salía del pueblo a la llanura. En tiempos pasados, al borde de la carretera crecían poderosos árboles; ahora la guerra los había roído, reduciéndolos a tocones, y la solitaria carretera tenía un aspecto triste, como si el fin del mundo no quedara lejos de allí...
María Vasílievna llegó a la tumba con la cruz hecha de dos ramas débiles y temblorosas y se sentó a sus pies. Ahí abajo descansaban sus niños desnudos asesinados, profanados y enterrados por manos ajenas.
Llegó el crepúsculo y se convirtió en noche. En el cielo se encendieron las estrellas otoñales. Parecía que después de desahogarse llorando en lo alto habían abierto sus ojos bondadosos y sorprendidos, y miraban inmóviles la tierra oscura en la que había tanto sufrimiento y cuyo poder hipnótico les impedía apartar la vista de ella.
«Si estuvieran vivos -susurró la madre dirigiéndose a sus hijos muertos-, si estuvieran vivos, ¿cuánto trabajo podrían haber hecho?, ¿cuántos destinos podrían haber conocido? Pero ahora que están muertos... ¿Y dónde se ha quedado la vida que no vivieron? ¿Quién la vivirá por ustedes...? ¿Qué edad tenía Matvéi? Casi veintitrés... Vasili cumpliría veintiocho. La niña tenía dieciocho, cumpliría los diecinueve este año, ayer fue su cumpleaños... Tanto corazón gasté en ustedes, tanta sangre perdí, pero al parecer no fue bastante, porque murieron, no pude conservarles la vida, no los rescaté de la muerte, mi solo corazón y mi sangre fueron poco. ¿Y quiénes eran ellos? Eran mis hijos, aunque no pidieron venir al mundo. Los parí sin pensar, los parí y pensé: "Que vivan solos". Pero al parecer aún no se puede vivir en la tierra, todavía nada está listo aquí para los niños. ¡Se han esforzado por arreglarlo todo, para dejarlo a punto, pero no han podido! Aquí no pueden vivir, pero tampoco tenían otro lugar donde vivir. ¿Y qué podíamos hacer nosotras, las madres? Paríamos hijos, ¿qué otra cosa podíamos hacer? Sola no tiene sentido vivir...»
Tocó la tierra de la tumba y se acostó boca abajo sobre ella. Dentro de la tierra remaba el silencio, nada se oía.
«Duermen -susurró la madre-, nadie se mueve. Les fue difícil morir y la muerte los dejó sin fuerzas. ¡Que duerman! Los esperare... No puedo vivir sin mis hijos, no quiero vivir sin muertos...»
María Vasílievna alzó el rostro de la tierra porque le pareció oír que la llamaba su hija Natasha, que la llamaba sin pronunciar palabras, murmurando algo como en un suspiro. La madre miró a su alrededor tratando de ver de dónde provenía su dulce voz, si del campo silencioso, de las profundidades de la tierra o de lo alto del cielo, de aquella estrella clara. ¿Dónde estaba ahora su hija muerta? ¿O ya no estaba en ninguna parte y a la madre sólo le parecía oír su voz que sonaba como un recuerdo en su propio corazón?
María Vasílievna volvió a prestar oído, y otra vez, viniendo del silencio del universo, le pareció oír la voz sedante de su hija, una voz que, de tan lejana, sonaba a silencio, pero que le hablaba pura y claramente sobre la esperanza y la alegría, sobre que se cumpliría todo lo no cumplido, que los muertos regresarían a vivir en la tierra y que los que habían sido separados se abrazarían y no se separarían nunca más.
A la madre le pareció que la voz de su hija era alegre y comprendió que aquello significaba que confiaba en que volvería a vivir, que necesitaba la ayuda de los vivos y no quería seguir estando muerta.
«Hija, ¿cómo podría ayudarte? Yo también estoy casi muerta -dijo María Vasílievna. Hablaba tranquila y con claridad, como si estuviera en la calma de su hogar y conversara con sus hijos como antes, en su anterior vida feliz-. Yo sola no podré levantarte. Si el pueblo entero te hubiera amado y hubiera eliminado toda la injusticia sobre la faz de la tierra, entonces él podría regresarte a la vida, y también a todos los que murieron injustamente, porque la muerte es precisamente la mayor injusticia. Pero sin su ayuda, ¿cómo podría ayudarte? ¡Moriré de pena y sólo entonces podré estar contigo!»
La madre le habló largo tiempo con palabras de consuelo, razonando como si Natasha y los otros hijos la escucharan con atención. Después le entró sueño y se quedó dormida sobre la tumba.
El cielo iluminado de la guerra apareció a lo lejos y la alcanzó el sordo retumbar de los cañones. Había comenzado una batalla. María Vasílievna despertó y vio el fuego en el cielo, escuchó la respiración agitada de los cañones. «Son los nuestros que vienen -pensó-, ¡Que lleguen pronto, que haya un poder soviético, el poder que ama al pueblo, que ama el trabajo, que enseña a la gente; es un poder inquieto; quizá, dentro de un siglo, aprenda a revivir a los muertos. Entonces suspirará y se alegrará mi huérfano corazón de madre.»
María Vasílievna confiaba y entendía que todo sucedería tal y como ella imaginaba. Había visto aeroplanos volando, algo que también era difícil de inventar y de hacer. Del mismo modo, todos los muertos podrían ser devueltos desde la profundidad de la tierra a vivir otra vez bajo la luz solar. Sucedería si la inteligencia humana tenía en cuenta las necesidades de la madre que da a luz y entierra a sus hijos y le duele su pérdida.
Se volvió a acostar sobre la tierra blanda de la tumba para estar más cerca de sus hijos. Su silencio significaba un repudio al mundo malhechor que les había dado muerte y la pena de la madre que recordaba el olor de sus cuerpos infantiles y el color de sus ojos vivos.
Hacia el mediodía, los tanques rusos salieron a la carretera de Mitrofánievsk y se detuvieron junto al pueblo para pasar revista y repostar combustible; habían dejado de hacer fuego porque la guarnición alemana de la ciudad se había retirado a tiempo para reagruparse con su ejército y así librarse del combate.
Un soldado rojo bajó de su tanque para caminar por la tierra, sobre la cual brillaba ahora un sol pacífico. El soldado ya no era joven y le gustaba ver cómo vive la hierba y comprobar si todavía existían las mariposas y los insectos que conocía de antes.
A los pies de una cruz hecha de ramas, el soldado vio a una vieja acurrucada sobre la tierra. Se agachó y trató de escuchar su respiración. Después giró el cuerpo de la mujer y pegó el oído a su pecho para cerciorarse de que no latía. «Su corazón se ha ido -entendió el soldado, y cubrió en silencio el rostro de la muerta con un lienzo limpio que llevaba consigo como peal de repuesto-. Ya no tenía con qué vivir; su cuerpo estaba tan comido por el hambre y por la desdicha que hasta los huesos se le ven bajo la piel.»
«Duerme por ahora -habló en voz alta el soldado despidiéndose-. No importa de quién fueras madre, pero sin ti también me he quedado huérfano.»
Permaneció parado un poco más junto a ella, despidiéndose angustiosamente de la madre ajena.
«Todo está oscuro para ti ahora y te has ido. ¿Qué remedio? No hay tiempo de afligirnos por ti. Primero debemos batir al enemigo. Luego el mundo entero deberá entrar en razón. No puede ser de otro modo, porque entonces todo sería en vano.»
El soldado regresó al tanque y se sintió triste sin los muertos. Pero sintió que ahora le era más necesario vivir. No sólo había que borrar al enemigo de la vida de la gente, sino que después de la victoria habría que aprender a vivir aquella vida superior que los muertos le habían legado silenciosamente. Entonces, en señal de respeto a su eterna memoria, debían cumplirse sus esperanzas, para que se hiciera su voluntad y no engañar sus corazones yertos. Sólo en los vivos pueden confiar los muertos, y éstos tienen que vivir de modo que el destino libre y feliz del pueblo justifique sus muertes y, de esta manera, den a su caída su justo peso. 
Andréi Platónov, en cirílico ruso: Андре́й Плато́нов, seudónimo de Andréi Platónovich Kliméntov (en ruso: Андре́й Плато́нович Климе́нтов) (Vorónezh, 1 de septiembre de 1899 - 5 de enero de 1951). Escritor soviético, uno de los primeros que emergieron después de la Revolución rusa de 1917. A pesar de ser comunista, sus obras fueron prohibidas por su posición escéptica respecto a la colectivización. Sus obras más conocidas son las distopías Chevengur y El foso (Котлован, en:The Foundation Pit).
Hijo de un trabajador metalúrgico empleado de los ferrocarriles rusos, fue el mayor de 10 hermanos. Nació en una aldea cerca de la ciudad de Vorónezh. Estudió en la escuela parroquial y a partir de los trece años empezó a trabajar en diversos oficios para mantener a la familia. Sirvió en el Ejército Rojo durante la Guerra Civil Rusa como corresponsal de guerra. En 1919 empezó a colaborar como poeta, publicista y crítico literario en varios periódicos. En la década de 1920 cambió su apellido original Kliméntov por el de Platónov, un pseudónimo basado en el nombre del padre del escritor (el patrónimo Platónovich). En 1924 acabó la escuela politécnica y comenzó a trabajar como ingeniero electrotécnico en diversos proyectos en la Rusia central, donde fue testigo de los excesos y los levantamientos campesinos causados por la colectivización forzada. En 1927 marchó a Moscú con la idea de dedicarse exclusivamente a la literatura. Fue miembro, aunque periférico, del grupo Pereval de escritores campesinos.
Escribió sus obras más importantes, las novelas Chevengur y El foso (o La excavación), entre 1926 y 1930, coincidiendo con los últimos años de la Nueva Política Económica (NEP) y el inicio del primer Plan Quinquenal en 1928. Estas obras, que suponían una crítica implícita al sistema, desencadenaron las críticas de los órganos oficiales y, aunque un capítulo de Chevengur apareció en una revista, las obras nunca se publicaron (no sería publicada completa en Rusia hasta 1988). En 1931 después de la publicación de la crónica de la vida de los campesinos pobres Vprok, que recibió las críticas de Fadéyev y Stalin, la publicación de sus trabajos fue prohibida, con la exclusión del relato "El río Potudán", publicado en 1937.
Su hijo de 15 años fue arrestado y enviado a un campo de concentración durante la Gran Purga estalinista de la década de 1930. Liberado, pero enfermo de tuberculosis, el hijo volvió a la casa y durante la convalecencia contagió la enfermedad al escritor. Al comienzo de la Segunda Guerra Mundial le fue permitido publicar por un permiso especial de Stalin. Fue corresponsal de guerra de 1942 a 1945 y siguió escribiendo en el periódico Estrella Roja hasta 1946.
A finales de 1946 se imprimió su cuento «El regreso», por lo que fue nuevamente censurado y acusado de calumnia. Como consecuencia, la posibilidad de seguir publicando desapareció por completo. La finales de los años cuarenta, imposibilitado de seguirse ganando la vida como narrador, se dedicó a preparar cuentos rusos y bashkirios para ser impresos en revistas para niños. Murió el 5 de enero de 1951 en Moscú. Tiene una calle y un monumento dedicados en Vóronezh.
Aunque relativamente desconocido en su tiempo, la influencia de Platónov en la literatura rusa es considerable. Algunos de sus trabajos fueron publicados o reimpresos en los años sesenta en la época del "deshielo" de Nikita Jrushchov.
La obra de Platónov esta fuertemente relacionada con autores clásicos rusos como Fiódor Dostoyevski. Hace un uso extenso del simbolismo cristiano y de las obras de filósofos antiguos y contemporáneos suyos, entre ellos el filósofo cristiano Nikolái Fiódorov.
Su novela corta El foso o La excavación usa una combinación de lenguaje rural y términos políticos e ideológicos que crean una atmósfera de irrealidad a la que colaboran los sorprendentes y, a veces fantásticos, hechos de la narración. Esta exploración del sinsentido es una característica del existencialismo y la literatura del absurdo. A pesar de la postura materialista de su obra que niega la importancia y la existencia del alma, su estilo, muy personal y su uso idiosincrático del léxico lo alejan de los escritores del realismo socialista. Su publicación en la URSS no fue posible hasta 1987 al calor de la perestroika. Obras. Las esclusas de Yepifán.La ciudad Grádov. El ciudadano.Las dudas de Makar. (relato). El paso del tiempo.La patria de la electricidad. (relato, 1926). Chevengur. (novela, 1927-1928). La excavación, a veces nombrada como .El foso. (novela corta, 1929-1930).Dzhan. (novela corta, 1935).El río Potudán. (relato, 1937).El regreso. (relato, 1946). El arca de Noé (teatro).La feliz Moscú. (novela, inacabada).
Semblanza biográfica: Wikipedia. Texto:ciudadseva.com.Foto:Internet. 

El cuento del domingo

Juan José Arreola
El guardagujas
El forastero llegó sin aliento a la estación desierta. Su gran valija, que nadie quiso cargar, le había fatigado en extremo. Se enjugó el rostro con un pañuelo, y con la mano en visera miró los rieles que se perdían en el horizonte. Desalentado y pensativo consultó su reloj: la hora justa en que el tren debía partir.
Alguien, salido de quién sabe dónde, le dio una palmada muy suave. Al volverse el forastero se halló ante un viejecillo de vago aspecto ferrocarrilero. Llevaba en la mano una linterna roja, pero tan pequeña, que parecía de juguete. Miró sonriendo al viajero, que le preguntó con ansiedad:
-Usted perdone, ¿ha salido ya el tren?
-¿Lleva usted poco tiempo en este país?
-Necesito salir inmediatamente. Debo hallarme en T. mañana mismo.
-Se ve que usted ignora las cosas por completo. Lo que debe hacer ahora mismo es buscar alojamiento en la fonda para viajeros -y señaló un extraño edificio ceniciento que más bien parecía un presidio.
-Pero yo no quiero alojarme, sino salir en el tren.
-Alquile usted un cuarto inmediatamente, si es que lo hay. En caso de que pueda conseguirlo, contrátelo por mes, le resultará más barato y recibirá mejor atención.
-¿Está usted loco? Yo debo llegar a T. mañana mismo.
-Francamente, debería abandonarlo a su suerte. Sin embargo, le daré unos informes.
-Por favor...
-Este país es famoso por sus ferrocarriles, como usted sabe. Hasta ahora no ha sido posible organizarlos debidamente, pero se han hecho grandes cosas en lo que se refiere a la publicación de itinerarios y a la expedición de boletos. Las guías ferroviarias abarcan y enlazan todas las poblaciones de la nación; se expenden boletos hasta para las aldeas más pequeñas y remotas. Falta solamente que los convoyes cumplan las indicaciones contenidas en las guías y que pasen efectivamente por las estaciones. Los habitantes del país así lo esperan; mientras tanto, aceptan las irregularidades del servicio y su patriotismo les impide cualquier manifestación de desagrado.
-Pero, ¿hay un tren que pasa por esta ciudad?
-Afirmarlo equivaldría a cometer una inexactitud. Como usted puede darse cuenta, los rieles existen, aunque un tanto averiados. En algunas poblaciones están sencillamente indicados en el suelo mediante dos rayas. Dadas las condiciones actuales, ningún tren tiene la obligación de pasar por aquí, pero nada impide que eso pueda suceder. Yo he visto pasar muchos trenes en mi vida y conocí algunos viajeros que pudieron abordarlos. Si usted espera convenientemente, tal vez yo mismo tenga el honor de ayudarle a subir a un hermoso y confortable vagón.
-¿Me llevará ese tren a T.?
-¿Y por qué se empeña usted en que ha de ser precisamente a T.? Debería darse por satisfecho si pudiera abordarlo. Una vez en el tren, su vida tomará efectivamente un rumbo. ¿Qué importa si ese rumbo no es el de T.?
-Es que yo tengo un boleto en regla para ir a T. Lógicamente, debo ser conducido a ese lugar, ¿no es así?
-Cualquiera diría que usted tiene razón. En la fonda para viajeros podrá usted hablar con personas que han tomado sus precauciones, adquiriendo grandes cantidades de boletos. Por regla general, las gentes previsoras compran pasajes para todos los puntos del país. Hay quien ha gastado en boletos una verdadera fortuna...
-Yo creí que para ir a T. me bastaba un boleto. Mírelo usted...
-El próximo tramo de los ferrocarriles nacionales va a ser construido con el dinero de una sola persona que acaba de gastar su inmenso capital en pasajes de ida y vuelta para un trayecto ferroviario, cuyos planos, que incluyen extensos túneles y puentes, ni siquiera han sido aprobados por los ingenieros de la empresa.
-Pero el tren que pasa por T., ¿ya se encuentra en servicio?
-Y no sólo ése. En realidad, hay muchísimos trenes en la nación, y los viajeros pueden utilizarlos con relativa frecuencia, pero tomando en cuenta que no se trata de un servicio formal y definitivo. En otras palabras, al subir a un tren, nadie espera ser conducido al sitio que desea.
-¿Cómo es eso?
-En su afán de servir a los ciudadanos, la empresa debe recurrir a ciertas medidas desesperadas. Hace circular trenes por lugares intransitables. Esos convoyes expedicionarios emplean a veces varios años en su trayecto, y la vida de los viajeros sufre algunas transformaciones importantes. Los fallecimientos no son raros en tales casos, pero la empresa, que todo lo ha previsto, añade a esos trenes un vagón capilla ardiente y un vagón cementerio. Es motivo de orgullo para los conductores depositar el cadáver de un viajero lujosamente embalsamado en los andenes de la estación que prescribe su boleto. En ocasiones, estos trenes forzados recorren trayectos en que falta uno de los rieles. Todo un lado de los vagones se estremece lamentablemente con los golpes que dan las ruedas sobre los durmientes. Los viajeros de primera -es otra de las previsiones de la empresa- se colocan del lado en que hay riel. Los de segunda padecen los golpes con resignación. Pero hay otros tramos en que faltan ambos rieles, allí los viajeros sufren por igual, hasta que el tren queda totalmente destruido.
-¡Santo Dios!
-Mire usted: la aldea de F. surgió a causa de uno de esos accidentes. El tren fue a dar en un terreno impracticable. Lijadas por la arena, las ruedas se gastaron hasta los ejes. Los viajeros pasaron tanto tiempo, que de las obligadas conversaciones triviales surgieron amistades estrechas. Algunas de esas amistades se transformaron pronto en idilios, y el resultado ha sido F., una aldea progresista llena de niños traviesos que juegan con los vestigios enmohecidos del tren.
-¡Dios mío, yo no estoy hecho para tales aventuras!
-Necesita usted ir templando su ánimo; tal vez llegue usted a convertirse en héroe. No crea que faltan ocasiones para que los viajeros demuestren su valor y sus capacidades de sacrificio. Recientemente, doscientos pasajeros anónimos escribieron una de las páginas más gloriosas en nuestros anales ferroviarios. Sucede que en un viaje de prueba, el maquinista advirtió a tiempo una grave omisión de los constructores de la línea. En la ruta faltaba el puente que debía salvar un abismo. Pues bien, el maquinista, en vez de poner marcha atrás, arengó a los pasajeros y obtuvo de ellos el esfuerzo necesario para seguir adelante. Bajo su enérgica dirección, el tren fue desarmado pieza por pieza y conducido en hombros al otro lado del abismo, que todavía reservaba la sorpresa de contener en su fondo un río caudaloso. El resultado de la hazaña fue tan satisfactorio que la empresa renunció definitivamente a la construcción del puente, conformándose con hacer un atractivo descuento en las tarifas de los pasajeros que se atreven a afrontar esa molestia suplementaria.
-¡Pero yo debo llegar a T. mañana mismo!
-¡Muy bien! Me gusta que no abandone usted su proyecto. Se ve que es usted un hombre de convicciones. Alójese por lo pronto en la fonda y tome el primer tren que pase. Trate de hacerlo cuando menos; mil personas estarán para impedírselo. Al llegar un convoy, los viajeros, irritados por una espera demasiado larga, salen de la fonda en tumulto para invadir ruidosamente la estación. Muchas veces provocan accidentes con su increíble falta de cortesía y de prudencia. En vez de subir ordenadamente se dedican a aplastarse unos a otros; por lo menos, se impiden para siempre el abordaje, y el tren se va dejándolos amotinados en los andenes de la estación. Los viajeros, agotados y furiosos, maldicen su falta de educación, y pasan mucho tiempo insultándose y dándose de golpes.
-¿Y la policía no interviene?
-Se ha intentado organizar un cuerpo de policía en cada estación, pero la imprevisible llegada de los trenes hacía tal servicio inútil y sumamente costoso. Además, los miembros de ese cuerpo demostraron muy pronto su venalidad, dedicándose a proteger la salida exclusiva de pasajeros adinerados que les daban a cambio de esa ayuda todo lo que llevaban encima. Se resolvió entonces el establecimiento de un tipo especial de escuelas, donde los futuros viajeros reciben lecciones de urbanidad y un entrenamiento adecuado. Allí se les enseña la manera correcta de abordar un convoy, aunque esté en movimiento y a gran velocidad. También se les proporciona una especie de armadura para evitar que los demás pasajeros les rompan las costillas.
-Pero una vez en el tren, ¡está uno a cubierto de nuevas contingencias?
-Relativamente. Sólo le recomiendo que se fije muy bien en las estaciones. Podría darse el caso de que creyera haber llegado a T., y sólo fuese una ilusión. Para regular la vida a bordo de los vagones demasiado repletos, la empresa se ve obligada a echar mano de ciertos expedientes. Hay estaciones que son pura apariencia: han sido construidas en plena selva y llevan el nombre de alguna ciudad importante. Pero basta poner un poco de atención para descubrir el engaño. Son como las decoraciones del teatro, y las personas que figuran en ellas están llenas de aserrín. Esos muñecos revelan fácilmente los estragos de la intemperie, pero son a veces una perfecta imagen de la realidad: llevan en el rostro las señales de un cansancio infinito.
-Por fortuna, T. no se halla muy lejos de aquí.
-Pero carecemos por el momento de trenes directos. Sin embargo, no debe excluirse la posibilidad de que usted llegue mañana mismo, tal como desea. La organización de los ferrocarriles, aunque deficiente, no excluye la posibilidad de un viaje sin escalas. Vea usted, hay personas que ni siquiera se han dado cuenta de lo que pasa. Compran un boleto para ir a T. Viene un tren, suben, y al día siguiente oyen que el conductor anuncia: "Hemos llegado a T.". Sin tomar precaución alguna, los viajeros descienden y se hallan efectivamente en T.
-¿Podría yo hacer alguna cosa para facilitar ese resultado?
-Claro que puede usted. Lo que no se sabe es si le servirá de algo. Inténtelo de todas maneras. Suba usted al tren con la idea fija de que va a llegar a T. No trate a ninguno de los pasajeros. Podrán desilusionarlo con sus historias de viaje, y hasta denunciarlo a las autoridades.
-¿Qué está usted diciendo?
En virtud del estado actual de las cosas los trenes viajan llenos de espías. Estos espías, voluntarios en su mayor parte, dedican su vida a fomentar el espíritu constructivo de la empresa. A veces uno no sabe lo que dice y habla sólo por hablar. Pero ellos se dan cuenta en seguida de todos los sentidos que puede tener una frase, por sencilla que sea. Del comentario más inocente saben sacar una opinión culpable. Si usted llegara a cometer la menor imprudencia, sería aprehendido sin más, pasaría el resto de su vida en un vagón cárcel o le obligarían a descender en una falsa estación perdida en la selva. Viaje usted lleno de fe, consuma la menor cantidad posible de alimentos y no ponga los pies en el andén antes de que vea en T. alguna cara conocida.
-Pero yo no conozco en T. a ninguna persona.
-En ese caso redoble usted sus precauciones. Tendrá, se lo aseguro, muchas tentaciones en el camino. Si mira usted por las ventanillas, está expuesto a caer en la trampa de un espejismo. Las ventanillas están provistas de ingeniosos dispositivos que crean toda clase de ilusiones en el ánimo de los pasajeros. No hace falta ser débil para caer en ellas. Ciertos aparatos, operados desde la locomotora, hacen creer, por el ruido y los movimientos, que el tren está en marcha. Sin embargo, el tren permanece detenido semanas enteras, mientras los viajeros ven pasar cautivadores paisajes a través de los cristales.
-¿Y eso qué objeto tiene?
-Todo esto lo hace la empresa con el sano propósito de disminuir la ansiedad de los viajeros y de anular en todo lo posible las sensaciones de traslado. Se aspira a que un día se entreguen plenamente al azar, en manos de una empresa omnipotente, y que ya no les importe saber adónde van ni de dónde vienen.
-Y usted, ¿ha viajado mucho en los trenes?
-Yo, señor, sólo soy guardagujas1. A decir verdad, soy un guardagujas jubilado, y sólo aparezco aquí de vez en cuando para recordar los buenos tiempos. No he viajado nunca, ni tengo ganas de hacerlo. Pero los viajeros me cuentan historias. Sé que los trenes han creado muchas poblaciones además de la aldea de F., cuyo origen le he referido. Ocurre a veces que los tripulantes de un tren reciben órdenes misteriosas. Invitan a los pasajeros a que desciendan de los vagones, generalmente con el pretexto de que admiren las bellezas de un determinado lugar. Se les habla de grutas, de cataratas o de ruinas célebres: "Quince minutos para que admiren ustedes la gruta tal o cual", dice amablemente el conductor. Una vez que los viajeros se hallan a cierta distancia, el tren escapa a todo vapor.
-¿Y los viajeros?
Vagan desconcertados de un sitio a otro durante algún tiempo, pero acaban por congregarse y se establecen en colonia. Estas paradas intempestivas se hacen en lugares adecuados, muy lejos de toda civilización y con riquezas naturales suficientes. Allí se abandonan lores selectos, de gente joven, y sobre todo con mujeres abundantes. ¿No le gustaría a usted pasar sus últimos días en un pintoresco lugar desconocido, en compañía de una muchachita?
El viejecillo sonriente hizo un guiño y se quedó mirando al viajero, lleno de bondad y de picardía. En ese momento se oyó un silbido lejano. El guardagujas dio un brinco, y se puso a hacer señales ridículas y desordenadas con su linterna.
-¿Es el tren? -preguntó el forastero.
El anciano echó a correr por la vía, desaforadamente. Cuando estuvo a cierta distancia, se volvió para gritar:
-¡Tiene usted suerte! Mañana llegará a su famosa estación. ¿Cómo dice que se llama?
-¡X! -contestó el viajero.
En ese momento el viejecillo se disolvió en la clara mañana. Pero el punto rojo de la linterna siguió corriendo y saltando entre los rieles, imprudente, al encuentro del tren.
Al fondo del paisaje, la locomotora se acercaba como un ruidoso advenimiento.
1. Guardagujas: Empleado encargado del manejo de las agujas de una vía férrea.
Juan José Arreola Zúñiga (Zapotlán el Grande —hoy Ciudad Guzmán—, Jalisco, 21 de septiembre de 1918 - Guadalajara, Jalisco, 3 de diciembre de 2001).Escritor, académico y editor mexicano.
Juan José Arreola fue el cuarto hijo de Felipe Arreola y Victoria Zúñiga. Entre 1926 y 1929 se educó en su pueblo natal. En 1930 empezó a trabajar como encuadernador y luego se dedicó a sobrevivir ejerciendo toda clase de trabajos. «He sido vendedor ambulante y periodista; mozo de cuerda y cobrador de banco. Impresor, comediante y panadero. Lo que ustedes quieran.» En 1934 escribió sus tres primeros textos. En 1937 vivió en la ciudad de México, D.F. y se inscribió en la Escuela Teatral de Bellas Artes.
Comenzó su carrera de escritor a los 31 años. En 1948, gracias a Antonio Alatorre, encontró trabajo en el Fondo de Cultura Económica como corrector y autor de solapas. Obtuvo una beca en El Colegio de México gracias a la intervención de Alfonso Reyes. Su primer libro de cuentos Varia invención, apareció en 1949, editado por el FCE. Para 1950 comenzó a colaborar en la colección "Los Presentes" y recibió una beca de la Fundación Rockefeller.
En 1952 apareció la que muchos consideran su primera gran obra "Confabulario". En 1955 recibió el Premio del Festival Dramático del Instituto Nacional de Bellas Artes. En 1963, año en que recibió el Premio Xavier Villaurrutia, salió a la luz otra de sus grandes obras, la novela "La feria".1 En 1964 dirigió la colección "El Unicornio" y comenzó a enseñar en la Universidad Nacional Autónoma de México.
En 1969 recibió un reconocimiento de parte del grupo cultural "José Clemente Orozco" de Ciudad Guzmán. En 1972 se publicó Bestiario, que completaba la serie empezada en 1958 con Punta de plata. En 1977 obtuvo el Premio Nacional de Periodismo de México en divulgación cultural por su trabajo en Canal 13.2
En 1979 recibió el Premio Nacional en Lingüística y Literatura, en la Ciudad de México.3 Diez años más tarde se le dio el Premio Jalisco de Letras (1989). En 1992 participó como comentarista de Televisa para los Juegos Olímpicos de Barcelona y ese mismo año recibió el Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo, que se concede al conjunto de una producción literaria, y se entrega en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. En 1995 recibió el Premio Internacional Alfonso Reyes y en 1998 el premio Ramón López Velarde. En 1999, con motivo de sus ochenta años, el Ayuntamiento de Guadalajara le entregó un reconocimiento y lo nombró hijo preclaro y predilecto en una ceremonia efectuada en el Hospicio Cabañas en Guadalajara.
Víctima de una hidrocefalia que lo aquejó durante sus últimos tres años, muere a los 83 años en su casa en Jalisco; le sobrevivieron su viuda, tres hijos y seis nietos.
Fue muy aficionado al ajedrez. Esta afición lo llevó a invitar a Guadalajara al adolescente Bobby Fischer, entonces campeón de ajedrez de los Estados Unidos y que después sería campeón mundial.
Tuvo una amplia cultura. La obra de Arreola se caracteriza por una inteligencia profunda y lúdica. Juega con los conceptos, con las situaciones, utiliza símbolos, parodia. Ama los textos breves y significativos. Su prosa es de estilo clásico y depurado. En el universo de su obra se rompen las leyes lógicas y naturales. En ello se nota, como en el caso de Borges, un escepticismo fundamental. En cuanto a su formación, escribió: "Soy autodidacto, es cierto. Pero a los doce años y en Zapotlán el Grande leí a Baudelaire, a Walt Whitman y a los principales fundadores de mi estilo: Papini y Marcel Schwob, junto con medio centenar de otros nombres más y menos ilustres... " Narrativa. Varia invención (1949). Incluye: Varia invención, La hora de todos (juguete cómico en un acto). México, Fondo de Cultura Económica. Confabulario (1952). Incluye: Parturient montes, En verdad os digo, El rinoceronte, La migala, El guardagujas, El discípulo, Eva, Pueblerina, Sinesio de Rodas, Monólogo del insumiso, El prodigioso miligramo, Nabónides, El faro, In memoriam, Baltasar Gérard, Baby H. P., Anuncio, De balística, Una mujer amaestrada, Pablo, Parábola del trueque, Un pacto con el diablo, El converso, El silencio de Dios, Los alimentos terrestres, Una reputación, Corrido, Carta a un zapatero que compuso mal unos zapatos. México, Fondo de Cultura Económica. La feria (1963). México, Joaquín Mortiz. Palindroma (1971). Incluye: Palindroma: Tres días y un cenicero, Starring all people, Hogares felices, Para entrar al jardín, Botella de Klein, El himen en México. Variaciones sintácticas: Duermevela, Profilaxis, Receta casera, De un viajero, La disyuntiva, Ciclismo, Astronomía, Historia de los dos ¿que soñaron?, Balada, Doxografías. Tercera llamada ¡tercera! o Empezamos sin usted (farsa de circo en un acto). México, Joaquín Mortiz. Bestiario (1972). Incluye: Bestiario: El rinoceronte, El sapo, El bisonte, Aves de rapiña, El avestruz, Insectiada, El carabao, Felinos, El búho, El oso, El elefante, Topos, Camélidos, La boa, La cebra, La jirafa, La hiena, El hipopótamo, Cérvidos, Las focas, Aves acuáticas, El ajolote, Los monos. Cantos de mal dolor: Loco dolente, Casus conscientiae, Kalenda maya, Homenaje a Johann Jacobi Bachofen, Homenaje a Remedios Varo, La noticia, Navideña, De cetrería, El rey negro, Homenaje a Otto Weininger, Metamorfosis, Cocktail party, La trampa, Caballero desarmado, Post scriptum, Achtung! Lebende Tiere!, La lengua de Cervantes, Balada, Tú y yo, El encuentro, Dama de pensamientos, Teoría de Dulcinea, Epitalamio, Allons voir la rose, Luna de miel, Armisticio, Cláusulas, Gravitación. Prosodia: Informe de Liberia, Telemaquia, Inferno V, De L´Osservatore, Una de dos, Libertad, El último deseo, Elegía, Flor de retórica antigua, Flash, El diamante, El mapa de los objetos perdidos, Loco de amor, La caverna, Los bienes ajenos, Alarma para el año 2000, Interview, El soñado, El asesino, La canción de Peronelle, Autrui, Epitafio, El lay de Aristóteles, El condenado, Apuntes de un rencoroso. Aproximaciones: Una familia de árboles [Jules Renard], El sapo [Jules Renard], Al fondo del país lituano [O. V. de Lubicz Milosz], Declaración [Pierre Jean Jouve], El puerco [Paul Claudel], La tristeza [Pierre Jean Jouve], Vida de una araña real [Henri Michaux], Octubre [Paul Claudel], Disolución [Paul Claudel], La derivación [Paul Claudel], Tristeza en el agua [Paul Claudel], Pensamiento en el mar [Paul Claudel], Libación por el día futuro [Paul Claudel], La tierra vista desde el mar [Paul Claudel], Corimbo de otoño [Francis Thompson]. Inventario (1976).Confabulario personal (1980). Reunión de textos de varios de sus libros anteriores. México, Bruguera.
Semblanza biográfica:Wikipedia. Texto:ciudadseva.com.Foto:Internet