Horacio QuirogaLa guerra de los Yacarés
En   un río muy grande, en un país desierto donde nunca había estado el   hombre, vivían muchos yacarés. Eran más de cien o más de mil.
Comían   pescados, bichos que iban a tomar agua al río, pero sobre todo   pescados. Dormían la siesta en la arena de la orilla, y a veces jugaban   sobre el agua cuando había noches de luna.
Todos  vivían muy  tranquilos y contentos. Pero una tarde, mientras dormían la  siesta, un  yacaré se despertó de golpe y levantó la cabeza porque  creía haber  sentido ruido. Prestó oídos y lejos, muy lejos, oyó  efectivamente un  ruido sordo y profundo. Entonces llamó al yacaré que  dormía a su lado.
-¡Despiértate!- le dijo-. Hay peligro.
-¿Qué cosa?- respondió el otro, alarmado.
-No sé-contestó el yacaré que se había despertado primero-. Siento un ruido desconocido.
  El   segundo yacaré oyó el ruido a su vez, y en un momento despertaron a  los  otros. Todos se asustaron y corrían de un lado para otro con la  cola  levantada.
Y no era para menos su inquietud, porque el ruido crecía, crecía.
Pronto   vieron como una nubecita de humo a lo lejos, y oyeron un ruido de   chas-chas en el río como si golpearan el agua muy lejos.
Los yacarés se miraban unos a otros: ¿qué podía ser aquello?
Pero   un yacaré viejo y sabio, el más sabio y viejo de todos, un viejo  yacaré  a quien no quedaban sino dos dientes sanos en los costados de la  boca, y  que había hecho una vez un viaje hasta el mar, dijo de  repente:
-¡Yo sé lo que es! ¡Es una ballena! ¡Son grandes y echan agua blanca por la nariz! El agua cae para atrás.
Al oír esto, los yacarés chiquitos comenzaron a gritar como locos de miedo, zambullendo la cabeza. Y gritaban:
  -¡Es una ballena! ¡Ahí viene la ballena!
Pero el viejo yacaré sacudió de la cola al yacarecito que tenía más cerca.
-¡No tengan miedo!- les gritó-. ¡Yo sé lo que es la ballena! ¡Ella tiene miedo de nosotros! ¡Siempre tiene miedo!
  Con   lo cual los yacarés chicos se tranquilizaron. Pero en seguida  volvieron  a asustarse, porque el humo gris se cambió de repente en humo  negro, y  todos sintieron bien fuerte ahora el chas-chas-chas en el  agua. Los  yacarés, espantados, se hundieron en el río, dejando
solamente   fuera los ojos y la punta de la nariz. Y así vieron pasar delante de   ellos aquella cosa inmensa, llena de humo y golpeando el agua, que era   un vapor de ruedas que navegaba por primera vez por aquel río.
El   vapor pasó, se alejó y desapareció. Los yacarés entonces fueron  saliendo  del agua, muy enojados con el viejo yacaré, porque los había  engañado,  diciéndoles que eso era una ballena.
-¡Eso no es una ballena!- le gritaron en las orejas, porque era un poco sordo-. ¿Qué es eso que pasó?
El   viejo yacaré les explicó entonces que era un vapor, lleno de fuego, y   que los yacarés se iban a morir todos si el buque seguía pasando.
Pero   los yacarés se echaron a reír, porque creyeron que el viejo se había   vuelto loco. ¿Por qué se iban a morir ellos si el vapor seguia pasando?   Estaba bien loco, el pobre yacaré viejo!
Y como tenían hambre se pusieron a buscar pescados.
Pero   no había ni un pescado. No encontraron un solo pescado. Todos se  habían  ido, asustados por el ruido del vapor. No había más pescados.
-¿No   les decía yo?- dijo entonces el viejo yacaré-. Ya no tenemos nada que   comer. Todos los pescados se ha ido. Esperemos hasta mañana.
Puede ser que el vapor no vuelva más, y los pescados volverán cuando no tengan más miedo.
Pero   al día siguiente sintieron de nuevo el ruido en el agua, y vieron  pasar  de nuevo al vapor, haciendo mucho ruido y largando tanto humo que   oscurecía el cielo.
-Bueno-dijeron  entonces los yacarés-; el buque  pasó ayer, pasó hoy, y pasará mañana.  Ya no habrá más pescados ni  bichos que vengan a tomar agua, y nos  moriremos de hambre. Hagamos  entonces un dique.
-Sí, un dique! Un dique!- gritaron todos, nadando a toda fuerza hacia la orilla-. Hagamos un dique!
En   seguida se pusieron a hacer el dique. Fueron todos al bosque y echaron   abajo más de diez mil árboles, sobre todo lapachos y quebrachos,  porque  tienen la madera muy dura... Los cortaron con la especie de  serrucho que  los yacarés tienen encima de la cola; los
empujaron  hasta el  agua, y los clavaron a todo lo ancho del río, a un metro uno  del otro.  Ningún buque podía pasar por allí, ni grande ni chico.  Estaban seguros  de que nadie vendría a espantar los pescados.
Y como estaban muy cansados, se acostaron a dormir en la playa.
Al otro día dormían todavía cuando oyeron el chaschas-chas del vapor.
Todos   oyeron, pero ninguno se levantó ni abrió los ojos siquiera. ¿Qué les   importaba el buque? Podía hacer todo el ruido que quisiera, por allí no   iba a pasar.
En  efecto: el vapor estaba muy lejos todavía cuando  se detuvo. Los hombres  que iban adentro miraron con anteojos aquella  cosa atravesada en el  río y mandaron un bote a ver qué era aquello que  les impedía pasar.  Entonces los yacarés se levantaron y fueron al dique,  y miraron por  entre los palos, riéndose del chasco que se había llevado  el vapor.
El  bote se acercó, vio el formidable dique que habían  levantado los  yacarés y se volvió al vapor. Pero después volvió otra vez  al dique, y  los hombres del bote gritaron:
-¡Eh, yacarés!
-¡Qué hay!- respondieron los yacarés, sacando la cabeza por entre los troncos del dique.
-¡Nos esta estorbando eso!- continuaron los hombres.
  -¡Ya lo sabemos!
-¡No podemos pasar!
-¡Es lo que queremos!
-¡Saquen el dique!
-¡No lo sacamos!
Los hombres del bote hablaron un rato en voz baja entre ellos y gritaron después:
-¡Yacarés!
  -¿Qué hay?- contestaron ellos.
-¿No lo sacan?
-¡No!
-¡Hasta mañana, entonces!
-¡Hasta cuando quieran!
Y   el bote volvió al vapor, mientras los yacarés, locos de contentos,   daban tremendos colazos en el agua. Ningún vapor iba a pasar por allí y   siempre, siempre, habría pescados.
Pero  al día siguiente volvió el  vapor, y cuando los yacarés miraron el  buque, quedaron mudos de  asombro: ya no era el mismo buque. Era otro,  un buque de color ratón,  mucho más grande que el otro. ¿Qué nuevo vapor  era ése? ¿Ese también  quería pasar? No iba a pasar, no.  ¡Ni ése, ni  otro, ni ningún otro!
-¡No, no va a pasar!- gritaron los yacarés, lanzándose al dique, cada cual a su puesto entre los troncos.
El nuevo buque, como el otro, se detuvo lejos, y también como el otro bajó un bote que se acercó al dique.
  Dentro venían un oficial y ocho marineros. El oficial gritó:
-¡Eh, yacarés!
-¡Qué hay! - respondieron éstos.
-¿No sacan el dique?
-No.
-¿No?
-¡No!
-Está bien- dijo el oficial-. Entonces lo vamos a echar a pique a cañonazos.
  -¡Echen!- contestaron los yacarés.
Y el bote regresó al buque.
Ahora   bien, ese buque de color ratón era un buque de guerra, un acorazado,   con terribles cañones. El viejo yacaré sabio, que había ido una vez   hasta el mar, se acordó de repente y apenas tuvo tiempo de gritar a los   otros yacarés:
-¡Escóndanse bajo el agua! ¡Ligero! ¡Es un buque de guerra! ¡Cuidado! ¡Escóndanse!
Los   yacarés desaparecieron en un instante bajo el agua y nadaron hacia la   orilla, donde quedaron hundidos, con la nariz y los ojos únicamente   fuera del agua. En ese mismo momento, del buque salió una gran nube   blanca de humo, sonó un terrible estampido, y una
enorme  bala de  cañón cayó en pleno dique, justo en el medio. Dos o tres  troncos volaron  hechos pedazos, y en seguida cayó otra bala, y otra y  otra más, y cada  una hacía saltar por el aire en astillas un pedazo de  dique, hasta que  no quedó nada del dique. Ni un tronco, ni
una  astilla, ni una  cáscara. Todo había sido deshecho a cañonazos por el  acorazado. Y los  yacarés, hundidos en el agua, con los ojos y la nariz  solamente afuera,  vieron pasar el buque de guerra, silbando a toda  fuerza.
Entonces los yacarés salieron del agua y dijeron:
-Hagamos otro dique mucho más grande que el otro.
Y   en esa misma tarde y esa noche misma hicieron otro dique, con troncos   inmensos. Después se acostaron a dormir, cansadísimos, y estaban   durmiendo todavía al día siguiente cuando el buque de guerra llegó otra   vez, y el bote se acercó al dique.
-¡Eh, yacarés!- gritó el oficial.
-¡Qué hay!- respondieron los yacarés.
-¡Saquen ese otro dique!
-¡No lo sacamos!
-¡Lo vamos a deshacer a cañonazos como al otro!
  -¡Deshagan... si pueden!
-¡Y   hablaban así con orgullo porque estaban seguros de que su nuevo dique   no podría ser deshecho ni por todos los cañones del mundo.
Pero  un  rato después el buque volvió a llenarse de humo, y con un horrible   estampido la bala reventó en el medio del dique, porque esta vez habían   tirado con granada. La granada reventó contra los troncos, hizo  saltar,  despedazó, redujo a astillas las enormes vigas. La segunda  reventó al  lado de la primera y otro pedazo de dique voló por el aire. Y  así fueron  deshaciendo el dique. Y no quedó nada del dique; nada,  nada. El buque  de guerra pasó entonces delante de los yacarés, y los  hombres les hacían  burlas tapándose la boca.
-Bueno-  dijeron entonces los yacarés,  saliendo del agua-. Vamos a morir todos,  porque el buque va a pasar  siempre y los pescados no volverán.
Y estaban tristes, porque los yacarés chiquitos se quejaban de hambre.
El viejo yacaré dijo entonces:
-Todavía   tenemos una esperanza de salvarnos. Vamos a ver al Surubí. Yo hice el   viaje con él cuando fui hasta el mar, y tiene un torpedo. El vio un   combate entre dos buques de guerra, y trajo hasta aquí un torpedo que no   reventó. Vamos a pedírselo, y aunque está muy enojado con nosotros los   yacarés, tiene buen corazón y no querrá que muramos todos.
El   hecho es que antes, muchos años antes, los yacarés se habían comido a  un  sobrinito del Surubí, y éste no había querido tener más relaciones  con  los yacarés. Pero a pesar de todo fueron corriendo a ver al Surubí,  que  vivía en una gruta grandísima en la orilla del río Paraná, y que  dormía  siempre al lado de su torpedo. Hay surubíes que tienen hasta dos  metros  de largo y el dueño del torpedo era uno de éstos.
-¡Eh, Surubí!- gritaron todos los yacarés desde la entrada de la gruta, sin atreverse a entrar por aquel asunto del sobrinito.
-¿Quién me llama?- contestó el Surubí.
  -¡Somos nosotros, los yacarés!
-¡No tengo ni quiero tener relación con ustedes -respondió el Surubí, de mal humor.
Entonces el viejo yacaré se adelantó un poco en la gruta y dijo:
-¡Soy yo, Surubí! ¡Soy tu amigo el yacaré que hizo contigo el viaje hasta el mar!
  Al oír esa voz conocida, el Surubí salió de la gruta.
-¡Ah, no te había conocido!- le dijo cariñosamente a su viejo amigo-. ¿Qué quieres?
-Venimos   a pedirte el torpedo. Hay un buque de guerra que pasa por nuestro río y   espanta a los pescados. Es un buque de guerra, un acorazado. Hicimos  un  dique, y lo echó a pique. Hicimos otro y lo echó también a pique.  Los  pescados se han ido, y nos moriremos de
hambre. Danos el torpedo, y lo echaremos a pique a él.
El Surubí, al oír esto, pensó un largo rato, y después dijo:
-Está   bien; les prestaré el torpedo, aunque me acuerdo siempre de lo que   hicieron con el hijo de mi hermano. ¿Quién sabe hacer reventar el   torpedo?
Ninguno sabía, y todos callaron.
-Está bien-dijo el Surubí, con orgullo-, yo lo haré reventar. Yo sé hacer eso.
Organizaron   entonces el viaje. Los yacarés se ataron todos unos con otros; de la   cola de uno al cuello del otro; de la cola de éste al cuello de aquél,   formando así una larga cadena de yacarés que tenía más de una cuadra. El   inmenso Surubí empujó al torpedo hacia la corriente y se colocó bajo   él, sosteniéndolo sobre el lomo para que flotara. Y como las lianas con   que estaban atados los yacarés uno detrás de otro se habían concluido,   el Surubí se prendió con los dientes de la cola del último yacaré, y  así  emprendieron la marcha. El Surubí sostenía el torpedo, y los  yacarés  tiraban corriendo por la costa. Subían, bajaban, saltaban por  sobre las  piedras, corriendo siempre y arrastrando al torpedo, que  levantaba olas  como un buque por la velocidad de la corrida. Pero a la  mañana  siguiente, bien temprano, llegaban al lugar donde habían  construido su  último dique, y comenzaron en seguida otro, pero mucho  más fuerte que  los anteriores, porque por consejo del Surubí colocaron  los troncos    bien juntos, uno al lado del otro. Era un dique realmente  formidable.
Hacía   apenas una hora que acababan de colocar el último tronco del dique,   cuando el buque de guerra apareció otra vez, y el bote con el oficial y   ocho marineros se acercó de nuevo al dique. Los yacarés se treparon   entonces por los troncos y asomaron la cabeza del otro lado.
-¡Eh, yacarés!- gritó el oficial.
-¡Qué hay!- respondieron los yacarés.
-¿Otra vez el dique?
-¡Sí, otra vez!
-¡Saquen ese dique!
  -¡Nunca!
-¿No lo sacan?
-¡No!
-¡Bueno;   entonces, oigan- dijo el oficial-: Vamos a deshacer este dique, y para   que no quieran hacer otro los vamos a deshacer después a ustedes, a   cañonazos. No va a quedar ni uno solo vivo -ni grandes, ni chicos, ni   gordos, ni flacos ni jóvenes, ni viejos, como ese viejísimo yacaré que   veo allí, y que no tiene sino dos dientes en los costados de la boca.
El viejo y sabio yacaré, al ver que el oficial hablaba de él y se burlaba, le dijo:
-Es   cierto que no me quedan sino pocos dientes, y algunos rotos. ¿Pero   usted sabe qué van a comer mañana estos dientes?-añadió, abriendo su   inmensa boca.
-¿Qué van a comer, a ver?- respondieron los marineros.
-A ese oficialito- dijo el yacaré y se bajó rápidamente de su tronco.
Entretanto,   el Surubí había colocado su torpedo bien en medio del dique, ordenando  a  cuatro yacarés que lo agarraran con cuidado y lo hundieran en el  agua  hasta que él les avisara. Así lo hicieron. En seguida, los demás  yacarés  se hundieron a su vez cerca de la orilla, dejando únicamente la  nariz y  los ojos fuera del agua. El Surubí se hundió al lado de su  torpedo.
De   repente el buque de guerra se llenó de humo y lanzó el primer cañonazo   contra el dique. La granada reventó justo en el centro del dique, e hizo   volar en mil pedazos diez o doce troncos.
Pero  el Surubí estaba  alerta y apenas quedó abierto el agujero en el dique,  gritó a los  yacarés que estaban bajo el agua sujetando el torpedo:
-Suelten el torpedo, ligero, suelten!
Los yacarés soltaron, y el torpedo vino a flor de agua.
En   menos del tiempo que se necesita para contarlo, el Surubí colocó el   torpedo bien en el centro del boquete abierto, apuntando con un solo   ojo, y poniendo en movimiento el mecanismo del torpedo, lo lanzó contra   el buque.
¡Ya era  tiempo! En ese instante el acorazado lanzaba su  segundo cañonazo y la  granada iba a reventar entre los palos, haciendo  saltar en astillas  otro pedazo del dique.
Pero  el torpedo llegaba  ya al buque, y los hombre que estaban en él lo  vieron: es decir, vieron  el remolino que hace en el agua un torpedo.
Dieron todos un gran grito de miedo y quisieron mover el acorazado para que el torpedo no lo tocara.
Pero era tarde; el torpedo llegó, chocó con el inmenso buque bien en el centro, y reventó.
  No   es posible darse cuenta del terrible ruido con que reventó el torpedo.   Reventó, y partió el buque en quince mil pedazos; lanzó por el aire, a   cuadras y cuadras de distancia, chimeneas, máquinas, cañones, lanchas,   todo.
Los yacarés dieron un grito de triunfo y corrieron como locos al dique.
Desde   allí vieron pasar por el agujero abierto por la granada a los hombres   muertos, heridos y algunos vivos que la corriente del río arrastraba.
Se   treparon amontonados en los dos troncos que quedaban a ambos lados del   boquete y cuando los hombres pasaban por allí, se burlaban tapándose  la  boca con las patas.
No  quisieron comer a ningún hombre, aunque  bien lo merecían. Sólo cuando  pasó uno que tenía galones de oro en el  traje y que estaba vivo, el  viejo yacaré se lanzó de un salto al agua, y  ¡tac! en dos golpes de  boca se lo comió.
-¿Quién es ése?- preguntó un yacarecito ignorante.
-Es el oficial- le respondió el Surubí-. Mi viejo amigo le había prometido que lo iba a comer, y se lo ha comido.
  Los   yacarés sacaron el resto del dique, que para nada servía ya, puesto  que  ningún buque volvería a pasar por allí. El Surubí, que se había   enamorado del cinturón y los cordones del oficial, pidió que se los   regalaran, y tuvo que sacárselos de entre los dientes al viejo yacaré,   pues habían quedado enredados allí. El Surubí se puso el cinturón,   abrochándolo por bajo las aletas, y del extremo de sus grandes bigotes   prendió los cordones de la espada. Como la piel del Surubí es muy   bonita, y las manchas oscuras que tiene se parecen a las de una víbora,   el Surubí nado una hora pasando y repasando ante los yacarés, que lo   admiraban con la boca abierta.
Los  yacarés lo acompañaron luego  hasta su gruta, y le dieron las gracias  infinidad de veces. Volvieron  después a su paraje. Los pescados  volvieron también, los yacarés  vivieron y viven todavía muy felices,  porque se han acostumbrado al fin a  ver pasar vapores y buques que  llevan naranjas.
Pero no quieren saber nada de buques de guerra.
Horacio Silvestre Quiroga Forteza (Salto, Uruguay, 31 de diciembre de 1878 – Buenos Aires, Argentina, 19 de febrero de 1937), cuentista, dramaturgo y poeta uruguayo. Fue el maestro del cuento latinoamericano, de prosa vívida, naturalista y modernista.2   Sus relatos breves, que a menudo retratan a la naturaleza como enemiga   del ser humano bajo rasgos temibles y horrorosos, le valieron ser   comparado con el estadounidense Edgar Allan Poe.
  La vida de Quiroga, marcada por la tragedia, los accidentes de caza y   los suicidios, culminó por decisión propia, cuando bebió un vaso de 
cianuro en el Hospital de Clínicas de la ciudad de 
Buenos Aires a los 58 años de edad, tras enterarse de que padecía de 
cáncer de próstata.
3Horacio  Quiroga fue el segundo hijo del matrimonio de Prudencio Quiroga y   Pastora Forteza. En el momento de su nacimiento, su padre había sido,   por dieciocho años, el Vice-Cónsul 
argentino en Salto. Antes de cumplir dos meses y medio, el 
14 de marzo de 
1879 su padre murió al dispararse accidentalmente con una Barret calibre 50 que llevaba en la mano.
  Hizo sus estudios en Montevideo, capital de Uruguay   hasta terminar el colegio secundario. Estos estudios incluyeron   formación técnica (Instituto Politécnico de Montevideo) y general   (Colegio Nacional), y ya desde muy joven demostró un enorme interés por   la literatura, la química, la fotografía, la mecánica, el ciclismo y la   vida de campo. A esa temprana edad fundó la Sociedad de Ciclismo de   Salto y viajó en bicicleta desde Salto hasta Paysandú (120 km).
 En  esta época pasaba larguísimas horas en un taller de reparación de   maquinarias y herramientas. Por influencia del hijo del dueño empezó a   interesarse por la filosofía. Se autodefiniría como «franco y vehemente   soldado del materialismo filosófico».
 Simultáneamente también trabajaba, estudiaba y colaboraba con las publicaciones La Revista y La Reforma.   Poco a poco, fue puliendo su estilo y haciéndose conocido. Aún se   conserva su primer cuaderno de poesías, que contiene 22 poemas de   distintos estilos, escritos entre 1894 y 1897.
 Durante el carnaval de 1898,   el joven poeta conoció a su primer amor, una niña llamada María Esther   Jurkovski, que inspiraría dos de sus obras más importantes: Las sacrificadas (1920) y Una estación de amor.   Pero los desencuentros provocados por los padres de la joven —que   reprobaban la relación, debido al origen no judío de Quiroga—   precipitaron la separación definitiva.
En 1897 fundó la Revista de Salto. Después del suicidio de su padrastro, que presenció, Horacio decidió invertir la herencia recibida en un viaje a París.   Estuvo —contando el tiempo de viaje— cuatro meses ausente. Sin  embargo,  las cosas no salieron como había planeado: el mismo joven  orgulloso que  había partido de Montevideo   en primera clase, regresó en tercera, andrajoso, hambriento y con una   larga barba negra que ya no se quitaría nunca más. Resumió sus  recuerdos  de esta experiencia en Diario de viaje a París (1900).
Al  volver a su país, Quiroga reunió a sus amigos Federico Ferrando,   Alberto Brignole, Julio Jaureche, Fernández Saldaña, José Hasda y   Asdrúbal Delgado, y fundó con ellos el «Consistorio del Gay Saber»,4   una especie de laboratorio literario experimental donde todos ellos   probarían nuevas formas de expresarse y preconizarían los objetivos   modernistas. Pese a su corta existencia, el Consistorio presidió la vida literaria de Montevideo y las polémicas con el grupo de Julio Herrera y Reissig.
   La alegría que le provocó la aparición de su primer libro (Los arrecifes de coral, poemas, cuentos y prosa lírica, publicado en Buenos Aires en 1901, dedicado a Lugones) se vio trágicamente opacada —una vez más— por las muertes de dos de sus hermanos, Prudencio y Pastora, víctimas de la fiebre tifoidea en el Chaco.
   El funesto año de 1901   guardaba aún otra espantosa sorpresa para el escritor: su amigo   Federico Ferrando, que había recibido malas críticas del periodista   montevideano Germán Papini Zas, comunicó a Quiroga que deseaba batirse a   duelo con aquél. Horacio, preocupado por la seguridad de Ferrando, se   ofreció a revisar y limpiar el revólver que iba a ser utilizado en la   disputa. Inesperadamente, mientras inspeccionaba el arma, se le escapó   un tiro que impactó en la boca de Federico, matándolo instantáneamente.   Llegada al lugar la policía, Quiroga fue detenido, sometido a   interrogatorio y posteriormente trasladado a una cárcel correccional. Al   comprobarse la naturaleza accidental y desafortunada del homicidio, el   escritor fue liberado tras cuatro días de reclusión.
 La  pena y la culpa por la muerte de su querido compañero llevaron a   Quiroga a disolver el Consistorio y a abandonar el Uruguay para pasar a   la Argentina. Cruzó el Río de la Plata en 1902 y fue a vivir con María, otra de sus hermanas. En Buenos Aires   el artista alcanzaría la madurez profesional, que llegaría a su punto   cúlmine durante sus estancias en la selva. Además, su cuñado lo inició   en la pedagogía, consiguiéndole trabajo bajo contrato como maestro en   las mesas de examen del Colegio Nacional de Buenos Aires.
Designado profesor de castellano en el Colegio Británico de Buenos Aires en marzo de 1903,   Quiroga quiso acompañar, en junio del mismo año y ya convertido en un   fotógrafo experto, a Leopoldo Lugones en una expedición a Misiones,   financiada por el Ministerio de Educación, en la que el insigne poeta   argentino planeaba investigar unas ruinas de las misiones jesuíticas   en esa provincia. La excelencia de Quiroga como fotógrafo hizo que   Lugones aceptara llevarlo, y el uruguayo pudo documentar en imágenes ese   viaje de descubrimiento.
 La  profunda impresión que le causó la jungla misionera marcaría su  vida  para siempre: seis meses después Quiroga invirtió el último dinero  que  le quedaba de su herencia (siete mil pesos) en comprar unos campos algodoneros en el Chaco, ubicados a siete kilómetros de Resistencia,   a orillas del Río Saladito. El proyecto fracasó en el aspecto   económico, principalmente por problemas de Quiroga con sus peones   aborígenes, pero la vida de Horacio se enriqueció al convertirse, por   primera vez, en un hombre de campo. Su narrativa, en consecuencia, se   benefició con el profundo conocimiento de la cultura rural y de sus   hombres, en un cambio estilístico que el escritor mantendría para   siempre.
Al regresar a Buenos Aires  luego de su fallida experiencia en el  Chaco, Quiroga abrazó la  narración breve con pasión y energía. Fue así  que en 1904 publicó el notable libro de relatos El crimen de otro, fuertemente influido por el estilo de Edgar Allan Poe, que fue reconocido y elogiado, entre otros, por José Enrique Rodó. Estas primeras comparaciones con el «Maestro de Boston»   no molestaban a Quiroga, que las escucharía con complacencia hasta el   fin de su vida, respondiendo a menudo que Poe era su primer y principal   maestro.
 Durante dos años Quiroga  trabajó en multitud de cuentos, muchos de  ellos de terror rural, pero  otros en forma de deliciosas historias para  niños pobladas de animales  que hablan y piensan sin perder las  características naturales de su  especie. A esta época pertenecen la  novela breve Los perseguidos (1905), producto de un viaje con Leopoldo Lugones por la selva misionera, hasta la frontera con Brasil, y su soberbio y horroroso El almohadón de plumas, publicado en la celebérrima revista argentina Caras y Caretas en 1905,   que llegó a publicar ocho cuentos de Quiroga al año. A poco de  comenzar  a publicar en ella, Quiroga se convirtió en un colaborador  famoso y  prestigioso, cuyos escritos eran buscados ávidamente por miles  de  lectores.
En 1906   Quiroga decidió volver a su amada selva. Aprovechando las facilidades   que el gobierno ofrecía para la explotación de las tierras, compró una   chacra (junto con Vicente Gozalbo) de 185 hectáreas en la provincia de Misiones, sobre la orilla del Alto Paraná, y comenzó a hacer los preparativos destinados a vivir allí, mientras enseñaba Castellano y Literatura.
   Durante las vacaciones de 1908,   el literato se trasladó a su nueva propiedad, construyó las primeras   instalaciones y comenzó a edificar el bungalow donde se establecería.
 Enamorado de una de sus alumnas —la adolescente Ana María Cires—, le dedicó su primera novela, titulada Historia de un amor turbio.   Quiroga insistió en la relación frente a la oposición de los padres de   la alumna obteniendo por fin el permiso para casarse y llevarla a  vivir a  la selva con él. Los suegros de Quiroga, preocupados por los  riesgos de  la vida salvaje, siguieron al matrimonio y se trasladaron a  Misiones  con su hija y yerno. Así, pues, el padre de Ana María, su  madre y una  amiga de esta, se instalaron en una casa cercana a la  vivienda del  matrimonio Quiroga.
 En 1911   Ana María dio a luz a su primera hija, Eglé Quiroga, en su casa de la   selva. Durante ese mismo año, el escritor comenzó la explotación de sus  yerbatales   en sociedad con su amigo uruguayo Vicente Gozalbo y, al mismo tiempo,   fue nombrado Juez de Paz (funcionario encargado de mediar en disputas   menores entre ciudadanos privados y celebrar matrimonios, emitir   certificados de defunción, etc.) en el Registro Civil de San Ignacio.   Las tareas de Quiroga como funcionario merecen mención aparte:   olvidadizo, desorganizado y descuidado, tomó la costumbre de anotar las   muertes, casamientos y nacimientos en pequeños trozos de papel a los  que  «archivaba» en una lata de galletas. Más tarde adjudicaría  conductas  similares al personaje de uno de sus cuentos.
 Al  año siguiente nació su hijo menor, Darío. En cuanto los niños   aprendieron a caminar, Quiroga decidió ocuparse personalmente de su   educación. Severo y dictatorial, exigía que cada pequeño detalle   estuviese hecho según sus exigencias. Desde muy pequeños, los acostumbró   al monte y a la selva, exponiéndolos a menudo —midiendo siempre los   riesgos— al peligro, para que fueran capaces de desenvolverse solos y de   salir de cualquier situación. Fue capaz de dejarlos solos en la jungla   por la noche o de obligarlos a sentarse al borde de un alto acantilado   con las piernas colgando en el vacío.
 El  varón y la niña, sin embargo, no se negaban a estas experiencias  —que  aterrorizaban y exasperaban a su madre— y las disfrutaban. La hija   aprendió a criar animales silvestres y el niño a usar la escopeta,   manejar una moto y navegar, solo, en una canoa.
Entre 1912 y 1915   el escritor, que ya tenía experiencia como algodonero y yerbatero,   emprendió una denodada búsqueda de salidas económicas mediante la   explotación de los recursos naturales de sus tierras. Destiló naranjas,   fabricó carbón, elaboró resinas y muchas otras actividades similares,   pero sólo cosechó fracasos monetarios.
 Mientras  tanto, criaba ganado, domesticaba animales salvajes, cazaba y  pescaba  con profusión. La literatura siguió siendo, en esta etapa, el  norte de  su vida: la revista Fray Mocho de Buenos Aires publicó numerosos cuentos de Quiroga, muchos de ellos ambientados en la selva y poblados de personajes tan naturalistas que parecen reales.
   Pero  la esposa de Quiroga no estaba contenta: no lograba adaptarse a  la  vida selvática y pedía a su esposo, una y otra vez, que regresaran a   Buenos Aires o, si él quería quedarse, que le permitiera volver sola.   Ante la cerrada negativa del literato a ambas posibilidades, e inmersa   en una gravísima crisis depresiva, Ana María sumó una nueva tragedia en   la vida de Quiroga, suicidándose con veneno en 1915 después de una   violenta pelea con el escritor. Sufrió una espantosa agonía de ocho   días, muriendo luego entre horribles sufrimientos y dejando a Horacio y a   los niños sumidos en la más oscura desesperación.
Tras  el suicidio de su esposa, Quiroga se trasladó con sus hijos a  Buenos  Aires, donde recibió un cargo de Secretario Contador en el  Consulado  General uruguayo en esa ciudad, tras arduas gestiones de unos  amigos  orientales que deseaban ayudarlo.
 A lo largo del año 1917   habitó con los niños en un sótano de la avenida Canning (hoy Raúl   Scalabrini Ortiz) 164, alternando sus labores diplomáticas con la   instalación de un taller en su vivienda y el trabajo en muchos relatos   que iban siendo publicados en prestigiosas revistas como las ya   mencionadas, «P.B.T.» y «Pulgarcito». La mayoría de ellos fueron   recopilados por Quiroga en varios libros, el primero de los cuales fue Cuentos de amor de locura y de muerte (1917) (por decisión expresa del autor, el título no lleva coma).5 La redacción del libro le había sido solicitada por el escritor Manuel Gálvez,   responsable de Cooperativa Editorial de Buenos Aires, y el volumen se   convirtió de inmediato en un enorme éxito de público y de crítica,   consolidando a Quiroga como el verdadero maestro latinoamericano del   relato breve.5
 Al año siguiente se estableció en un pequeño departamento de la calle Agüero, al tiempo que apareció su celebrado Cuentos de la selva,   colección de relatos infantiles protagonizados por animales y   ambientados en la selva misionera. Quiroga dedicó este libro a sus   hijos, que lo acompañaron durante ese período de pobreza en el húmedo   sótano de dos pequeñas habitaciones y cocina-comedor.
 Con  dos importantes ascensos en el escalafón consular (primero a  cónsul de  distrito de segunda clase y luego a cónsul adscrito) llegó  también su  nuevo libro de cuentos, El salvaje (1919). Al año siguiente, siguiendo la idea del Consistorio, fundó Quiroga la Agrupación Anaconda, un grupo de intelectuales que realizaba actividades culturales en Argentina y Uruguay. Su única obra teatral (Las Sacrificadas) se publicó en 1920 y se estrenó en 1921, año en que salía a la venta Anaconda y otros cuentos, otro libro de cuentos. El importantísimo diario argentino La Nación comenzó también a publicar sus relatos, que a estas alturas gozaban ya de una impresionante popularidad. Colaboró también en La Novela Semanal. Entre 1922 y 1924, Quiroga participó como secretario de una embajada cultural a Brasil (cuya Academia de Letras lo distinguió especialmente) y, de regreso, vio publicado su nuevo libro: El desierto (cuentos).
  Poco  después, Horacio regresó a Misiones. Nuevamente enamorado, esta  vez  era de una joven de 17 años, Ana María Palacio, intentó convencer a  los  padres de que la dejasen ir a vivir con él a la selva. La negativa  de  éstos y el consiguiente fracaso amoroso inspiró el tema de su segunda   novela, Pasado amor, publicada en 1929.   En ella narra, como componentes autobiográficos de la trama, las mil   estratagemas que debió practicar para conseguir acceso a la muchacha:   arrojando mensajes por la ventana dentro de una rama ahuecada,   enviándole cartas escritas en clave e intentando cavar un largo túnel   hasta su habitación para secuestrarla. Finalmente, cansados ya del   pretendiente, los padres de la joven la llevaron lejos y Quiroga se vio   obligado a renunciar a su amor.
 En  una parte de su vivienda, Horacio instaló un taller en el que  comenzó a  construir una embarcación a la que bautizaría «Gaviota». En su  casa  —ahora convertida en astillero— fue capaz de concluir esta obra y,   puesta ya en el agua, la piloteó río abajo desde San Ignacio hasta   Buenos Aires, realizando con ella numerosas expediciones fluviales.
 A principios de 1926 Quiroga volvió a Buenos Aires y alquiló una quinta en el partido suburbano de Vicente López.   En la cúspide misma de su popularidad, una importante editorial le   dedicó un homenaje, del que participaron, entre otros, figuras   literarias como Arturo Capdevila, Baldomero Fernández Moreno, Benito Lynch, Juana de Ibarbourou, Armando Donoso y Luis Franco.
   Amante de la música clásica, Quiroga asistía con frecuencia a los conciertos de la Asociación Wagneriana, afición que alternó con la lectura incansable de textos técnicos y manuales sobre mecánica, física y artes manuales.
   Para 
1927, Horacio había decidido criar y domesticar animales salvajes, mientras publicaba su nuevo libro de cuentos, quizá el mejor, 
Los desterrados.   Pero el enamoradizo artista había fijado ya los ojos en la que sería  su  último y definitivo amor: María Elena Bravo, compañera de escuela de  su  hija Eglé, que sucumbió a sus reclamos y se casó con él en el curso  de  ese mismo año sin haber cumplido 20 años
Además de los ya mencionados Leopoldo Lugones y José Enrique Rodó,   la infatigable labor de Quiroga en el ámbito literario y cultural le   granjeó la amistad y admiración de grandes e influyentes personalidades.   De entre ellos se destacan la poeta argentina Alfonsina Storni y el escritor e historiador Ezequiel Martínez Estrada. Quiroga llamaba cariñosamente a este último «mi hermano menor».
   Caras y Caretas, mientras tanto, publicó diecisiete artículos biográficos escritos por Quiroga, dedicados a personajes como Robert Scott, Luis Pasteur, Robert Fulton, H.G. Wells, Thomas de Quincey y otros.
   En 1929 Quiroga experimentó su único fracaso de ventas: la ya citada novela Pasado amor,   que solo vendió en las librerías la exigua cantidad de cuarenta   ejemplares. A la vez comenzó a tener graves problemas de pareja.
A partir de 1932   Quiroga se radicó por última vez en Misiones, en lo que sería su  retiro  definitivo, con su esposa y su tercera hija (María Elena,  llamada  «Pitoca», que había nacido en 1928). Para ello, y no teniendo  otros  medios de vida, consiguió que se promulgase un decreto  trasladando su  cargo consular a una ciudad cercana. Los celos dominaban  a Quiroga,  quien pensó que en medio de la selva podría vivir tranquilo  con su mujer  y la hija de su segundo matrimonio.
 Pero  un avatar político provocó un cambio de gobierno, que no quiso  los  servicios del escritor y lo expulsó del consulado. Algunos amigos de   Horacio, como el escritor salteño (de Salto, Uruguay) Enrique Amorim,   tramitaron la jubilación argentina para Quiroga. Comenzando a partir  de  este problema, el intercambio epistolar entre Quiroga y Amorím se  hizo  numeroso. Las cartas que se conservan demuestran que Horacio hacía   partícipe a su confidente de la mayor parte de sus problemas —casi  todos  de índole íntima y familiar—, pidiéndole consejos y ayuda: a la  mujer  de Quiroga —al igual que su infortunada antecesora— no le gustaba  la  vida en el monte y las peleas y violentas discusiones se volvieron   diarias y permanentes.
 En esta época de frustración y dolor salió a la venta una colección de cuentos ya publicados titulada Más allá (1935). A partir de su interés en las obras de Munthe e Ibsen, Quiroga se decantó por nuevos autores y estilos, y comenzó a planear su autobiografía.
  En ese año de 1935   Quiroga comenzó a experimentar molestos síntomas, aparentemente   vinculados con una prostatitis u otra enfermedad prostática. Las   gestiones de sus amigos dieron frutos al año siguiente, concediéndosele   una jubilación. Al intensificarse los dolores y dificultades para   orinar, su esposa logró convencerlo de trasladarse a Posadas, ciudad en la cual los médicos le diagnosticaron hipertrofia de próstata.
  Pero  los problemas familiares de Quiroga continuarían: su esposa e  hija lo  abandonaron definitivamente, dejándolo —solo y enfermo— en la  selva.  Ellas volvieron a Buenos Aires, y el ánimo del escritor decayó   completamente ante esta grave pérdida.
 Cuando  el estado de la enfermedad prostática hizo que no pudiese  aguantar  más, Horacio viajó a Buenos Aires para que los médicos tratasen  sus  padecimientos. Internado en el prestigioso Hospital de Clínicas de Buenos Aires a principios de 1937,   una cirugía exploratoria reveló que sufría de un caso avanzado de   cáncer de próstata, intratable e inoperable. María Elena, entristecida,   estuvo a su lado en los últimos momentos, así como gran parte de su   numeroso grupo de amigos.
 Por la  tarde del 18 de febrero, una junta de médicos explicó al  literato la  gravedad de su estado. Algo más tarde, Quiroga pidió permiso  para salir  del hospital, lo que le fue concedido, y pudo así dar un  largo paseo  por la ciudad. Regresó al hospital a las 23.
 Al  ser internado Quiroga en el Clínicas, se había enterado de que en  los  sótanos se encontraba encerrado un monstruo: un desventurado  paciente  con espantosas deformidades similares a las del tristemente  célebre  inglés Joseph Merrick (el «Hombre Elefante»). Compadecido, Quiroga exigió y logró que el paciente —llamado Vicente Batistessa—   fuera liberado de su encierro y se lo alojara en la misma habitación   donde estaba internado el escritor. Como era de esperar, Batistessa se   hizo amigo y rindió adoración eterna y un gran agradecimiento al gran   cuentista.
 Desesperado por los  sufrimientos presentes y por venir, y  comprendiendo que su vida había  acabado, el soberbio Horacio Quiroga  confió a Batistessa su decisión:  se anticiparía al cáncer y abreviaría  su dolor, a lo que el otro se  comprometió a ayudarlo. Esa misma  madrugada (19 de febrero de 1937) y  en presencia de su amigo, Horacio  Quiroga bebió un vaso de cianuro que  lo mató pocos minutos después entre  espantosos dolores.6 Su cadáver fue velado en la Casa del Teatro de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE) que lo contó como fundador y vicepresidente. Tiempo después, sus restos fueron repatriados a su país natal.
  Seguidor de la escuela modernista fundada por Rubén Darío y obsesivo lector de Edgar Allan Poe y Guy de Maupassant,   Quiroga se sintió atraído por temas que abarcaban los aspectos más   extraños de la Naturaleza, a menudo teñidos de horror, enfermedad y   sufrimiento para los seres humanos. Muchos de sus relatos pertenecen a   esta corriente, cuya obra más emblemática es la colección Cuentos de amor de locura y de muerte.
 Por otra parte se percibe en Quiroga la influencia del británico Rudyard Kipling (Libro de las tierras vírgenes), que cristalizaría en su propio Cuentos de la selva, delicioso ejercicio de fantasía dividido en varios relatos protagonizados por animales.
   Su Decálogo del perfecto cuentista,  dedicado a los escritores  noveles, establece ciertas contradicciones  con su propia obra. Mientras  que el decálogo pregona un estilo  económico y preciso, empleando pocos adjetivos,   redacción natural y llana y claridad en la expresión, en muchas de sus   relatos Quiroga no sigue sus propios preceptos, utilizando un lenguaje   recargado, con abundantes adjetivos y un vocabulario por momentos   ostentoso.
 Al desarrollarse aún más  su particular estilo, Quiroga evolucionó  hacia el retrato realista  (casi siempre angustioso y desesperado) de la  salvaje Naturaleza que lo  rodeaba en Misiones: la jungla, el río,   la fauna, el clima y el terreno forman el andamiaje y el decorado en   que sus personajes se mueven, padecen y a menudo mueren. Especialmente   en sus relatos, Quiroga describe con arte y humanismo la tragedia   que persigue a los miserables obreros rurales de la región, los   peligros y padecimientos a que se ven expuestos y el modo en que se   perpetúa este dolor existencial a las generaciones siguientes. Trató,   además, muchos temas considerados tabú en la sociedad de principios del   siglo XX, revelándose como un escritor arriesgado, desconocedor del   miedo y avanzado en sus ideas y tratamientos. Estas particularidades   siguen siendo evidentes al leer sus textos hoy en día.
 Algunos  estudiosos de la obra de Quiroga opinan que la fascinación  con la  muerte, los accidentes y la enfermedad (que lo relaciona con  Edgar  Allan Poe y Baudelaire)   se debe a la vida increíblemente trágica que le tocó en suerte. Sea   esto cierto o no, en verdad Horacio Quiroga ha dejado para la posteridad   algunas de las piezas más terribles, brillantes y trascendentales de  la  literatura hispanoamericana del siglo XX.
Foto: Internet. Semblanza biográfica: Wikipedia. Texto: El cuento del dia.