El cuento del domingo


Giovanni Papini
El hombre de mi propiedad

Como hace muchos años he dejado de escribir un Diario, no puedo decir con exactitud cuánto tiempo hace que me encontré el cuerpo y el alma del Amigo Dité. Probablemente, dada mi distracción, no me di cuenta en qué día preciso mi segunda sombra -aquella sólida y relativamente viva- se decidió a entrar en la escena poco iluminada de mi vida.

Una mañana, al salir de casa, me di cuenta de que iba acompañado, a esa respetuosa distancia que no permite hacer preguntas ni dar explicaciones, por un hombre de unos cuarenta años, enfundado en un largo abrigo azul, alegre y sonriente (pero sin demasiada exageración). No teniendo nada que hacer, y habiendo salido únicamente de casa para no oír los crujidos de la leña en la chimenea, me divertí mirando de reojo a mi acompañante, a pesar de que -ténganlo bien en cuenta- éste no tenía nada de extraordinario. No supuse, ni por un solo momento, que pudiese tratarse de un policía; mi completa falta de valor físico y mi repugnancia por los malos olores me han impedido siempre entregarme a la política militante; y la pereza, unida a mi escasa habilidad manual, me ha salvado de buscar en el delito los medios de subsistencia.

No podía, tampoco, imaginar que el hombre vestido de azul fuese una especie de ladronzuelo de ciudad, decidido a robarme, pues mi decente pobreza era conocida en todo el barrio, y mi modo de vestir, más descuidado que desenvuelto, disociaba de mi persona cualquier idea de bienestar.

A pesar de que yo no tuviese ningún derecho a ser seguido, comencé a pasar y repasar por las calles más tortuosas del centro de la ciudad para asegurarme de que no me equivocaba. El hombre me siguió por todas partes con un aspecto cada vez más satisfecho. Di, de pronto, la vuelta por una ancha calle llena de gente y apresuré el paso, pero la distancia entre el hombre vestido de azul y yo continuó siempre siendo la misma. Entré en un estanco para comprar un sello de tres céntimos, y el desconocido entró en el mismo estanco y compró un sello de tres céntimos; subí a un tranvía y mi sonriente compañero subió al mismo tranvía; cuando descendí, el hombre vestido de azul bajó tras de mí; compré un periódico, y él compró el mismo periódico; me senté en el banco de un jardín, y el otro se sentó en otro banco cercano; saqué del bolsillo un cigarrillo, y él sacó otro y esperó que hubiese encendido el mío para encender el suyo.

Todo esto era al mismo tiempo gracioso y fastidioso. "Tal vez -pensé- se trata de un humorista desocupado que quiere divertirse a mi costa." Me decidí a resolver la duda por el medio más expeditivo: me planté delante de mi acompañante con intención de preguntarle:

-¿Quién es usted? ¿Qué desea usted de mí?

No tuve necesidad de abrir la boca. El hombre vestido de azul se puso en pie, se quitó el sombrero, sonrió un momento y dijo con precipitación:

-Perdóneme. Se lo explicaré todo, me presentaré inmediatamente: soy el Amigo Dité. No tengo profesión conocida, pero eso no tiene importancia. Tenía muchas cosas que decirle, pero hasta ahora... También deseaba escribirle; le escribí dos o tres veces, pero no tengo la costumbre de enviar las cartas. Por lo demás, soy un hombre vulgarísimo e incluso sano, a lo que parece, alguna vez...

En este punto el Amigo Dité se detuvo titubeando, pero añadió de pronto, como si se hubiese acordado repentinamente de una cosa que le interesaba mucho:

-Tal vez tomaría usted algo. ¿Un poco de vino marsala? ¿Un café?

Ambos nos movimos rápidamente, a la vez, como impelidos por el deseo de terminar pronto. Apenas llegados ante un café, penetramos en el interior con gran prisa, como quien entra para beber y escaparse. Nos sentamos en un rincón, junto a la estufa, sin pedir nada. El café era pequeño, estaba lleno de humo y de cocheros, el camarero tenía cara de ratero, pero no teníamos tiempo para elegir otro lugar.

-Desearía saber... -comencé.

-Se lo diré todo -respondió el otro-, no tengo intención de esconderle nada. Mi caso, a pesar de todo, es triste y difícil, y declaro, ante todo, que tengo una gran confianza en usted. Ya estoy aquí, soy de usted. Estoy en sus manos. Puede usted hacer de mí todo lo que quiera...

-No lo comprendo...

-Le aseguro que lo comprenderá todo. Déjeme hablar. ¿No le he dicho ya quién soy? El nombre no dice nada, ya lo sé. Añadiré mi definición; yo soy un hombre vulgar, un hombre terriblemente vulgar, que quiere hacer a toda costa una vida no vulgar, una vida absolutamente extraordinaria.

-Perdone...

-Lo perdono todo, señor, lo perdonaré todo. Únicamente le declaro, una vez más, que tengo necesidad de hablar. Tengo en usted toda la confianza. Será mi salvador, mi dueño, el director de mi conciencia, de mis brazos, de mí, todo entero. Yo soy demasiado sabio, demasiado bueno, demasiado noble, "demasiado mí mismo". Usted ha escrito tantos cuentos absurdos, tantas novelas estrambóticas y yo he vivido tanto tiempo con sus héroes, que los sueño por la noche y los deseo durante el día. He creído reconocerlos por la calle, y luego, aburrido y desesperado, he querido matarlos en mí, ahogarlos para siempre...

-Se lo agradezco mucho, pero...

-Haga el favor de callar un momento, se lo ruego. Le explicaré por qué he pensado en usted y por qué lo he seguido. Me dije hace algunos días: tú eres un imbécil, un tipo de todos los días y de todas las ciudades, y sufres la enfermedad de querer vivir una vida noble, peligrosa, aventurera, como la de los héroes de los poemas a veinticinco céntimos y de las novelas de tres liras cincuenta. Por ti mismo no eres capaz de procurarte una vida semejante, porque estás falto de imaginación. No te queda más remedio que buscar un creador de héroes extraordinarios y regalarle tu vida, para que haga de ella lo que quiera y la pueda transformar en algo más bello, más imprevisto, más insospechado...

-¿Usted desearía, pues...?

-Un poco de paciencia, se lo ruego. Dentro de algunos minutos lo obedeceré en todo y podrá hacerme callar todo lo que quiera, pero antes déjeme acabar. ¡Soy todavía mi propietario! No he de decirle nada más que esto: usted es el creador elegido por mí, y aquí me tiene para ofrecerle mi vida y los medios para ayudarlo a hacerla interesante.. Usted es un imaginativo y puede romper sin esfuerzo la insufrible vulgaridad de mis días. Hasta ahora ha tenido a su disposición únicamente hombres imaginarios, y hoy le entrego un hombre de verdad, un hombre que sufre y anda, del cual puede usted hacer lo que guste. Estaré en sus manos no como un cadáver -¿qué cosa haría de él?-, sino como un fantoche mecánico, un maravilloso fantoche parlante y risueño que comprenderá sus órdenes. Desde este momento le hago regular donación de mí vida y de una renta anual de mil libras esterlinas para atender a todos los gastos que sean necesarios para hacer pintoresca y peligrosa mi vida. Llevo en el bolsillo una escritura de donación ya preparada... ¡Camarero, una pluma! No falta más que la fecha y la firma de usted. ¡Dígame sí o no, sin cumplidos, en seguida!

Fingí reflexionar por algunos momentos, pero mi decisión ya había sido tomada. El Amigo Dité se adelantaba a uno de mis más antiguos deseos. Desde hacía mucho tiempo me avergonzaba de inventar únicamente vidas imaginarias. Soñaba, en las horas de vagar, en lo que habría podido hacer si hubiese tenido un hombre de sangre y nervios en mi poder ¡Y he aquí que el hombre se presentaba espontáneamente, acompañado de un paquete de valores!

-No he tenido nunca la costumbre -dije después de fingida meditación- de regatear inútilmente, y por eso acepto su donación, aunque usted ya comprende la responsabilidad de aceptar un alma acompañada de un cuerpo. Déjeme ver las condiciones de la donación.

El Amigo Dité me puso delante un protocolo encuadernado con un grueso y amarillo cartón, y yo lo leí en pocos minutos. La donación estaba en regla. Por ella me convertía en dueño absoluto de la sustancia y de la vida del Amigo Dité, con la sola condición de que yo le ordenase inmediatamente lo que debía hacer, a fin de que su existencia se convirtiera en heroica y novelesca. El contrato era válido por un año, pero podía ser renovado en caso de que el Amigo Dité estuviese satisfecho de mi dirección.

Escribí sin titubear la fecha y la firma y dejé inmediatamente al Amigo Dité, prometiéndole para el día siguiente una carta, y ordenándole entretanto que no me siguiese y que se quedase bebiendo algún líquido alcohólico. En efecto, cuando yo salía, él pidió con su acostumbrada sonrisa uno de los más famosos bitters del mundo.


II

Aquella noche no me fui a acostar con el negro aburrimiento de las otras noches. Tenía algo nuevo y grave en que pensar, y podía muy bien aceptar una noche de insomnio. Un hombre se había convertido en una cosa mía, de mi entera propiedad, y podía dirigirlo, empujarlo, lanzarlo a donde quisiese; experimentar en él los efectos de las emociones raras y las combinaciones de aventuras de nuevo estilo.

¿Qué debía ordenarle para el día siguiente? ¿Debía mandarle que realizase alguna cosa determinada o convenía dejarlo en la ignorancia y prepararle una sorpresa? Terminé eligiendo una solución que unía los dos sistemas. A la mañana siguiente le escribí que, hasta nueva orden, durmiese durante el día y pasase la noche fuera de casa, paseando por lugares solitarios. El mismo día fui a una agencia, alquilé por seis meses una pequeña casa solitaria en las cercanías de la ciudad y tomé a sueldo dos jovenzuelos sin trabajo que estaban buscando el modo de ser alojados a costa de sus conciudadanos, al menos durante el invierno. Después de cuatro días todo estaba dispuesto. En la noche fijada hice seguir al Amigo Dité, el cual, cuando llegó a un lugar desierto, fue agredido delicadamente por mis ayudantes y conducido, con los ojos vendados, según la tradición, a la casa que había preparado. Desgraciadamente, ningún guardia los sorprendió durante la operación y no se presentó ninguna denuncia de la desaparición del Amigo Dité, por lo que me hallé en la necesidad de mantener por muchos meses a los dos robustos mancebos, que no se contentaban únicamente con comer.

Lo peor era que no sabía qué hacer del hombre de mi propiedad. Había pensado, la misma noche de la donación, que un secuestro de persona sería un excelente principio de vida rica en aventuras, pero no había reflexionado sobre el resto de la aventura. Sin embargo, la vida del Amigo Dité, como en las novelas de folletín, tenía necesidad de una continuación inmediata.

A falta de cosa mejor, recurrí al viejo expediente de enviar junto a él, a la casa en donde lo había encerrado, a una mujer que se le presentase siempre cubierta con un antifaz y no le dirigiese nunca la palabra. No fue cosa fácil encontrarla y, sobre todo, amaestrarla, y no quiso comprometerse más que por un mes. El Amigo Dité, afortunadamente, era un poco misántropo y tenía más de cuarenta años, y por eso no sucedió nada de lo que hubiera podido suceder en otros casos. Después de quince días vi que era necesario cambiar el juego, y por medio de los mismos ganapanes hice liberar a mi hombre y enviarlo a su casa.

Comencé a darme cuenta de que el Amigo Dité no se había mostrado en modo alguno un hombre vulgar poniéndome a prueba de este modo. ¿Quién sino un espíritu original hubiera podido imaginar una esclavitud tan insidiosa?

Un espadachín que yo conocía consintió en ayudarme en este difícil momento. Un día, mientras el Amigo Dité bebía tranquilamente una taza de leche en un café de lujo, el espadachín se sentó a su lado, le lanzó una mala mirada, le dio un empujón, y apenas el otro dijo algo en voz baja, lo abofeteó dos o tres veces, sin calor, como si no quisiese hacerle daño. El Amigo Dité me pidió permiso para mandar los padrinos a su ofensor, y yo me apresuré a presentarle dos amigos que lo obligaron, de mala gana, a cruzar su espada con mi cómplice. El Amigo Dité no sabía esgrima, y tal vez por eso, tirando alocadamente desde el principio, consiguió herir a su adversario bastante gravemente. Aproveché esto para hacerle comprender que era necesario que se alejase de la ciudad, pero él no quiso apartarse de mí y prefirió ser juzgado. Fue condenado a tres meses de cárcel.

Creí que con este tiempo me vería liberado de mi propiedad, pero al cabo de muy pocos días comprendí, sin ninguna duda, que mí primer deber era proporcionarle la huida al Amigo Dité. La empresa parecía imposible, pero, sin reparar en gastos, conseguí convencer a dos personas del desinterés de mi acción y, gracias a un rápido disfraz, el Amigo Dité pudo salir de la prisión poco antes de despuntar el día. Esta vez no tenía más remedio que alejarse, y yo tuve que dejar mi casa, mis trabajos, mi patria, para proteger su fuga.

Cuando nos hallamos en Londres, me encontré completamente embrollado. No hablando ni una palabra de inglés, en medio de aquella ciudad enorme y desconocida, me sentía, mucho más que antes, incapaz de procurar aventuras extraordinarias a mi hombre. Me vi obligado a dirigirme a un detective privado, que me dio algunos vagos consejos en muy mal francés. Después de haber estudiado durante algunos días un buen plano de Londres, conduje al Amigo Dité al barrio de peor fama, pero no le pasó, con gran contrariedad mía, nada de particular. Encontramos los acostumbrados marineros borrachos, las acostumbradas mujeres desvergonzadas y pintadas, patrullas de viveurs baratos y rumorosos, pero ninguno nos molestó, tomándonos tal vez por policías; tal era nuestra aparente seguridad al vagar por aquellos laberintos de calles casi iguales.

Pensé entonces expedir al Amigo Dité al norte de la isla, solo, y dándole únicamente veinte o treinta chelines, además del billete para el viaje. Como él tampoco sabía nada de inglés, esperaba que le sucediera algo muy desagradable, y que tal vez ya no consiguiese volver. Ya comenzaba a estar cansado de aquella propiedad por la que debía trabajar y sacrificarme, y esperaba con rabiosa nostalgia el momento de volver a mi buena ciudad llena de cafés y vagabundos. Pero, después de quince días, el Amigo Dité volvió a Londres en perfecto estado de salud; en Edimburgo había encontrado por casualidad a un amigo italiano -un violonchelista emigrado desde hacía muchos años- que lo había hospedado en su casa y había hecho que se divirtiese durante todos aquellos días.

Pero no quise darme por vencido. Había encontrado en un periódico la dirección de un pequeño club de estudios psíquicos que buscaba nuevos socios, prometiendo apariciones auténticas y fantasmas parlantes. Ordené inmediatamente al Amigo Dité que se inscribiera y fuese allí todas las noches. Fue durante toda una semana y no vio nada. Sin embargo, una mañana vino a encontrarme, diciendo que había conocido un fantasma, pero que éste no le había parecido mucho mejor que los hombres vivos y que incluso se había mostrado estúpido hasta el punto de sacarle el pañuelo del bolsillo, echarlo del taburete en que estaba sentado, tirarle de los pelos y pellizcarlo en la espalda.

-En conclusión -me dijo- no he encontrado, hasta ahora, nada verdaderamente extraordinario en todo lo que ha hecho usted por mí. Perdóneme si le hablo con franqueza, pero debe reconocer que en sus novelas da muestras de una imaginación mejor y mayor. Reflexione un momento: un rapto, una mujer enmascarada, un duelo, una fuga, un fantasma. No ha sabido encontrar nada mejor que esos trucos antiguos de novela francesa. En Hoffmann y en Poe hay cosas más terribles, y en Caboriau y Ponson du Terrail, más complicadas. No comprendo, ciertamente, la repentina decadencia de la imaginación de usted. Los primeros días comencé a hacer todo lo que usted ordenaba, esperando vivir una vida bella, pero pronto me di cuenta de que la vida de usted era igual a la de los demás millones de hombres, y pensé que todo su genio estaba reservado a los personajes de sus novelas; pero ahora comienzo a dudar también de esto, y, con desagrado, me veo obligado a decirle que, si antes de terminar el plazo del contrato no encuentra algo más fuerte, me veré obligado a buscarme otro dueño.

Mí dignidad me dispensó de contestar a tanta ingratitud. Pensé que, durante los meses en que había recibido el donativo de aquel hombre, no había vuelto a ser dueño de mi vida, y había tenido que dejar a medio terminar mis trabajos y abandonar mi país para afanarme en encontrar combinaciones novelescas y cómplices seguros. Desde el momento en que había entrado en posesión de la vida del Amigo Dité había tenido que sacrificarle mi vida entera. Yo, su dueño, me había convertido, en el fondo, en su esclavo, en el empresario siempre alerta de su existencia personal. Era necesario encontrar algo "más serio" -como él había dicho- de lo que había imaginado hasta entonces; algo que no requiriese la ayuda de cómplices. Después de haber meditado con calma algunos días, le escribí:


Queridísimo amigo:

Puesto que es usted de mi propiedad, según contrato en regla, tengo sobre usted derecho de vida y muerte. Por consiguiente, le ordeno que se encierre en su cuarto el sábado por la noche, a las ocho que se tienda sobre la cama y se trague en seguida una de las píldoras que le envío con esta carta. A las ocho y media tomará otra, y a las nueve en punto una tercera. En caso de desobediencia a estas órdenes, me declaro absolutamente irresponsable respecto a su vida.

Sabía que el Amigó Dité no retrocedería ante la sospecha de la muerte. A pesar de su descontento, se vanagloriaba de ser un leal caballero y tenía un respeto exagerado a su firma y a su palabra. Me proveí de un enérgico emético1 y estuve dispuesto para acudir a su lado antes de las nueve, es decir, antes de que hubiese tomado la última píldora, que le habría producido sin remedio la muerte.

En la tarde del sábado ordené que estuviese dispuesto un coche para las ocho en punto, porque habitaba en una pensión muy alejada de la del Amigo Dité. El coche se retrasó hasta las ocho y cuarto y yo intenté hacer comprender al cochero que tenía mucha prisa. El caballo comenzó, al principio, a correr con una especie de fingido galope, pero después de diez minutos cayó de mala manera al suelo. Como no era posible levantarlo en seguida, pagué al cochero y corrí a pie, en busca de otro coche. Afortunadamente, lo encontré allí cerca, y calculé que llegaría a las nueve en punto a casa del Amigo Dité. Comenzaba a estar un poco preocupado porque la niebla era muy espesa y bastarían cinco minutos de retraso para ocasionar la muerte del desgraciado.

En un determinado lugar el coche se paró. Era a la entrada de una ancha calle llena de automóviles y omnibuses, y un policía había hecho seña a mi cochero para que parase. Salté como un loco del coche y me aproximé al enorme policía para hacerle comprender que tenía prisa y que se trataba de la vida de un hombre. Pero el desgarbado guardia no comprendió o no quiso comprenderme. Tuve que seguir el camino a pie, pero por culpa de la niebla y de mi escaso conocimiento de la ciudad, me equivoqué de calle, y sólo después de diez minutos de una carrera agobiante, me di cuenta de que corría en dirección contraria. Tuve que volver hacia atrás siempre corriendo. No faltaban más que pocos minutos para las nueve y realicé un esfuerzo inaudito para llegar a la hora precisa. Hasta las nueve y siete minutos no llamé a la puerta de la pensión. Apenas me abrieron me precipité hacia el cuarto del Amigo Dité. El hombre yacía en el lecho, con la chaqueta quitada, pálido e inmóvil como un cadáver. Lo sacudí, lo llamé, escuché el corazón, la respiración. Estaba verdaderamente muerto: la cajita que le había mandado estaba vacía. El Amigo Dité había cumplido su palabra hasta el final. Había querido darle el escalofrío de la muerte inminente y la sorpresa de la resurrección, y le había dado la muerte, ¡la muerte verdadera, para siempre!

Permanecí toda la noche en el cuarto, embrutecido por el dolor. Por la mañana me encontraron con el muerto, pálido y silencioso como él. Requisaron toda la correspondencia y fue encontrada mi última carta. El proceso fue rápido, porque renuncié a defenderme, y no di a conocer el documento de donación que llevaba conmigo. He estado algunos años en la cárcel, pero no me arrepiento de lo que he hecho. El Amigo Dité ha hecho mi vida más digna de ser contada, y no puedo decir que haya realizado un mal negocio, porque durante el año en que fue mío gasté algo más de las mil libras esterlinas que me había dado
.


Giovanni Papini (Florencia, 9 de enero de 1881 - íd. 8 de julio de 1956) fue un escritor italiano. Inicialmente escéptico, posteriormente pasó a ser un fervoroso católico.Fue hijo de un modesto comerciante de muebles en Borgo degli cosh. Lo bautizaron a escondidas para soslayar el agresivo ateísmo de su padre. Fue un niño precoz, introvertido y falto de cariño. Adoptó desde niño un talante escéptico, pero lleno de curiosidad por las diversas doctrinas y religiones. Una de sus ilusiones tempranas, nunca abandonada, era escribir una enciclopedia que resumiera todas las culturas.
Nacido en Florencia en 1881, y fallecido en 1956 fue escritor y poeta. Fue uno de los animadores más activos de la renovación cultural y literaria que se produjo en su país a principios del siglo XX, destacando por su desenvoltura a la hora de abordar argumentos de crítica literaria y de filosofía, de religión y de política.
Nacido en una familia de condiciones humildes y de formación autodidacta, fue desde muy joven un infatigable lector de libros de todo género y asiduo visitante de las bibliotecas públicas, donde pudo saciar su enorme sed de conocimientos. Obtuvo el título de maestro y trabajó como bibliotecario en el Museo de Antropología de Florencia, pero a partir de 1903, año en que fundó la revista Leonardo, se volcó con polémico entusiasmo en el periodismo.
Esta publicación se convirtió enseguida en un instrumento de lucha contra el positivismo que imperaba en el pensamiento filosófico italiano y, al mismo tiempo, contribuyó a difundir el pragmatismo. Ese mismo año se convirtió en redactor jefe del diario nacionalista Regno, mientras que en 1908, finalizada ya la andadura de Leonardo, empezó a colaborar activamente en La Voce, convirtiéndose en uno de los representantes más inquietos y ruidosos del movimiento filosófico y político que surgió en Florencia alrededor de esa revista.
Más tarde fundó también Anima (1911) y Lacerba (1913), de orientación más literaria y donde durante un tiempo defendió las tendencias futuristas de F.T. Marinetti. Agnóstico, anticlerical, pero no obstante siempre abierto a nuevas experiencias espirituales, su actividad periodística le permitió dar rienda suelta a su afición de sorprender y escandalizar a los lectores y de arremeter contra personajes más o menos famosos.
Se acercó al fascismo, y sus creencias le obtuvieron una posición en la Universidad de Bolonia en 1935 (a pesar de que sus estudios sólo lo habilitaban para enseñanza primaria); las autoridades fascistas confirmaron la "impecable reputación" de Papini a través de ese nombramiento. En 1937, Papini publicó el primer y único volumen de su Historia de la Literatura Italiana, que le dedicó a Benito Mussolini: "A Il Duce, amigo de la poesía y de los poetas", que fue de gran consideración para la academia, especialmente en el estudio del Renacimiento Italiano. Antisemita, creía en una conspiración internacional de los judíos, y apoyaba las leyes de discriminación racial impuestas por Mussolini en 1938. Cuando cayó el régimen fascista (1943), Papini ingresó al convento franciscano de Verna. Ampliamente desacreditado al final de la Segunda Guerra Mundial, fue defendido por la derecha política del catolicismo. Su muerte, en su natal Florencia, produjo desconsuelo por doquier.
Su obra El Diablo fue objeto de grandes discusiones y controversias. La crítica europea considera que su mejor obra es Gog, una colección de relatos filosóficos, escritos en un estilo brillante y satírico. Entre sus obras religiosas están La Historia de Cristo, Cartas al Papa Celestino VI, y El Juicio Final. Escribió varios libros de crítica política y eclesiástica, entre los que destacan El libro Negro y, especialmente, Un hombre acabado, a la que muchos consideran como su obra maestra. En palabras de Jorge Luis Borges, "Si alguien en este siglo es equiparable al egipcio Proteo, ese alguien es Giovanni Papini, que alguna vez firmara Gian Falco, historiador de la literatura y poeta, pragmatista y romántico, ateo y después teólogo". El propio Borges dice que "hay estilos que no permiten al autor hablar en voz baja. Papini, en la polémica, solía ser sonoro y enfático".
Il diavolo es una de las últimas obras de Papini. En ésta, Papini explica cómo el amor de Dios al ser tan grande y magnífico, al llegar el Juicio Final, se compadecerá de todos los sufrientes, cerrará el Infierno y redimirá a todos los pecadores, lo cual es incompatible con la doctrina de la Iglesia Católica.
"Me encuentro casi ciego por haber contemplado demasiado el fulgor de Dios. He quedado casi sordo por haber escuchado demasiado el trueno de su Palabra. Pero he obtenido un premio: la mente sabe ahora ver más lejos, y el corazón logra percibir mejor las más suaves voces del afecto". Giovanni Papini en su Diario.
"Nada es absoluto, todo es relativo." Giovanni Papini.
Algunas de sus obras famosas incluyen las siguientes:
Vida de Miguel Ángel en la vida de su tiempo (1945).Figuras humanas "Retratos".El día no restituido.El espejo que huye.Gog.El libro negro (continuación del diario de Gog).El mendigo de almas.Un hombre acabado.Historia completamente absurda.Juicio Universal.Historia de Cristo.Palabras y Sangre. Soliloquios de Belén. Pensadores y farsantes.El Trágico cotidiano.(cuentos)El crepúsculo de los filósofos (crítica).Memorias de Dios (ensayos).La otra mitad (ensayos).San Agustín (estudio sobre la psicología de la conversación).Dante vivo.Historia de la literatura italiana.El espía del Mundo.Masculinidad.Diccionario del hombre salvaje.Informe sobre los hombres. 
Semblanza biográfica:wikipedia.Texto:ciudadseva.com.foto:internet

El cuento del domingo

Paco Ignacio Taibo II
Los maravillosos olores de la vida

1. ¿Qué pasa Marcial?

Desde Chihuahua a Ciudad Juárez, todo el pinche camino completito, las manos le vinieron oliendo a muerto, le apestaban a difunto. Por más que encabronado se las llenó de colonia de azahares de Sanborns, se las lavó con tequila La Herradura y meó en ellas, ya desesperado, a la altura de la ciudad más fea del norte de México, Villa Ahumada.
Lo peor es que ni muerto había. Aunque estaba convencido de que eran las manos, angustiado se detuvo en una gasolinera a mitad del desierto, buscó en la guantera un gato muerto, levantó los asientos delanteros y terminó abriendo la cajuela de su datsun, sólo para descubrir lo que se podía prever: que estaba completamente vacía.
Se reportó a su jefe de grupo guardándose mucho de decirle la verdad: mucho menos lo de la peste en las manos, porque iban a pensar que se había vuelto un pobre puto culero, que vivía espantado y por lo tanto que como policía judicial era absolutamente reemplazable.
El jefe lo miró desde arriba: la cachucha de los dodgers y la greña salida, bajando despacito por el chaleco bordado, el cinturón de gran hebilla hasta llegar a las botas vaqueras y luego lo mandó a un rancho de forraje, a verificar los números de serie de las trilladoras, porque supuestamente el propietario se las había comprado a un traficante nuevo que no estaba en la jugada.
Marcial llevaba sin dormir dos días y bacha por culpa de un trabajo que no había salido, estaba obsesionado por el extraño olor que salía de sus manos y por tanto empezó mal en aquella historia. En lugar  de mirar los números de serie, acusó de entrada al ranchero de usar las trilladoras para recoger una inexistente cosecha de mota, siguiendo la práctica habitual de primero acusar y luego averiguar. Se hizo de gritos, rompió una jarra de agua de jamaica, tiró al suelo una fuente de tacos dorados, le rompió la mandibula a la esposa del ranchero de un cachazo de pistola cuando protestaba y amenazó de muerte a los dos chavos si su padre no le decía dónde estaba el plantío. Uno de los chavos se cagó, el padre trató de meterle a Marcial un fierrazo con un cuchillo de cocina, y éste le voló la cara de un tiro...Total, un pinche desastre.
De regreso,  las manos le seguían oliendo a muerto. Se pasó por la oficina de la policía judicial federal, pero su jefe no estaba, y debieron verle cara de muerto, porque lo mandaron a dormir. En el hotel Sarita, en la zona roja de Chihuahua, donde llevaba una semana durmiendo, se pasó la primera mitad de la noche frotándose las palmas de las manos con maestrolimpio, fab de limón y lavamatic, pero ni así. Los vapores  de los detergentes lo empedaron peor que una botella de brandy. Hacía mucho que no había estado tan borracho y la cama se le movía de aquí para allá. Un cristo con mano rosa lo miraba fijamente desde la pared. Se movía tanto que rápidamente lo identificó como un cristo trapecista. A las cuatro de la mañana, mientras vomitaba creyó escuchar cómo en la tele hablaban de él, lo mencionaban por su nombre(emperador romano maricón que...), en un programa gringo de concursos para desvelados. Eso le dio más miedo.
Desayunó con su jefe de grupo en Las Cazuelas, huevos rancheros para el jefe y tres cafés negros para él, mientras reportaba el enmierde que había hecho en la casa del ranchero de las supuestas trilladoras de los mariguaneros, que no era mariguanero, pero que igual lo dejó jodido allá por Ojinaga.
El jefe le explicó pacientemente que hay ocasiones en que salen bien las cosas y otras en que no salen. Que así es esto, que a veces sí, y a veces tampoco. Y a media conversación le preguntó: "¿Qué tanto te andas oliendo las manos pinche Marcial? ¿Te huelen a mierda o qué?"
Para cambiar de tema, Marcial se ofreció para hacer una talacha en una colonia de las afueras de la ciudad, donde en las noches los pájaros se estaban cagando de pie por el pinche frío, y ahí hacer unas rondas nocturnas, unas guardias para encontrar a un tal Demetrio, del que andaban diciendo que era medio hermano del Roñas, quien a su vez tenía una orden de búsqueda y captura por matar a un judicial en Nogales. Un trabajo nocturno que nadie quería hacer. El jefe lo miró de lado, como sospechando.
Desesperado, Marcial Cirules Marulán, agente de la policía judicial federal, de 35 años, hijo de Elvira y de Gastón, nativo de Tepic, Nayarit, divorciado, se detuvo en una gasolinera a la entrada de la avenida Revolución y se regó las manos con gasolina de la bomba. Le echó tal mirada al despachador que a éste se le frunció el culo, y ni se le ocurrió musitar palabra. Frotó las manos y luego las limpió bien a bien con estopa que un chavito le alcanzó.
Le dio mil pesos al escuincle por la estopa, pero el olor seguía ahí, de manera que encendió un ronson de oro que se había robado de un difunto, muerto en un asalto, y en lugar de fumarse un marlboro, se encendió la mano izquierda. No ardió mucho. La estopa había quitado bastante gasolina.
Una ambulancia de la cruz roja lo recogió del suelo de la gasolinera media hora después. No sólo tenía la mano quemada, también fracturada la clavícula izquierda y dos costillas, porque cuando estaba tirado en el suelo chilloteando por el dolor de la mano, se le acercó un cabrón que no alcanzó a ver, pero al que seguro le debía algo, y le metió varias patadas por la espalda.
Le dieron veintícinco días de incapacidad laboral en el Seguro Social, y su jefe de grupo ni le quería hablar cuando se reportó. Nomás le dijo: "Quita de ahí, pendejo. Ni me mires, güey".
De ahí que la vox populi comenzara a llamarlo "El Mano Santa", "El Mano Negra", "La Manita Chaquetera", y la anduvieron botaneando conque le quiso tapar un bostezo a un tragafuegos. Él ni se inmutó. Bastante mosqueado estaba conque las manos ahora le estaban oliendo a muerto y a mierda y a tatemadas al mismo tiempo. Todo el rato andaba con un inhalador pegado a las fosas nasales, dizque porque tiene asma.

2. La Bruja.

Si en su casa la televisión estaba permanentemente encendida era para matar la soledad, no porque conjurara espantos. Ella no creía en esas cosas. No gastaba mucha luz. Según le habían dicho en el banco, gastaba más luz una plancha eléctrica, un refrigador que no estuviera bien sellado, un calentador eléctrico.
No le importaba el canal. Cuando pasaban meses y se aburría de los rostros de los comentaristas de los noticieros, de las series repetidas, los cómicos, las telenovelas, simplemente cambiaba a otro, al siguiente. Tampoco le importaba lo que decían. Tenía la televisión encendida a bajo volumen para que no molestara a los vecinos, sobre todo en las noches.
Y entonces,  se preguntaba, ¿si la quiero para matar la soledad, por qué la dejo encendida cuando estoy fuera de la casa? Para eso, para matar la soledad cuando no estoy y que haya menos soledad cuando llego, se respondía.
Pero no era para hacer conjuros para lo que la televisión se mantenía permanentemente encendida en el hogar. Para hacer magias se necesitaban imagénes inmóviles: dibujos, pinturas, fotografías, recortes de periódico, actas de nacimiento, certificados de secundaria. Por lo menos ella necesitaba eso, no podía actuar con cosas que se le movían.
Helena trabajaba en un banco como cajera y cuidaba niños gringos en un hotel sábados y domingos, para que los padres pudieran salir de farra. Con eso la iba librando en medio de la crisis, y los desamores. La brujería era, ¿Cómo decir?, un pasatiempo, una distracción. Y no podía hacer mucha brujería al mismo tiempo, tenía que concentrarse, amarrarla, fijarla. Últimamente aunque sólo tenía cuatro en progreso, una no le estaba saliendo bien. Tenía la de dejar mudo al perro, la de seducir al hermano del gerente, la del judicial para que le olieran las manos a muerto y la de que ganara mucho dinero doña Elisa, la de la tienda de la esquina.
Quizá la última fallaba porque era abstracta, ambigua, porque ¿cómo se gana mucho dinero? Estaba pensando en cambiarla por otra, por ejemplo, una en la que todos los que entraran a la tienda le pagaran a la vieja con billetes de diez mil pensando que eran billetes de cinco mil, pero siempre se corría el riesgo de que doña Elisa los corrigiera y les diera bien el cambio.
También estaba el problema de la precisión. El perro había estado mudo un rato, pero luego había empezado a balar como borrego, y el hermano del gerente una vez se había bajado el ziper de la bragueta enfrente suyo, y costó un demonial convencerlo de que no se podía coger a la cajera de una institución bancaria decente a las once de la mañana en la sucursal Reforma del Banco Internacional de Chihuahua, con unos posibles mirones como público. Lo del policía parecía ir bien, porque el tipo iba al banco con guantes y a cada rato se sobaba una mano con otra y se rascaba.
¿Si iba bien, por qué quería El Enano cambiarlo?

3. Los designios de El Enano

¿Puedes hacer que los demás sientan el olor que él siente? ¿Que los demás le huelan las manos gacho? Hasta desde lejos -preguntó El Enano.
-No sé, espera...Creo que no. No, no puedo -respondió Helena-. Sólo se las puedo oler él...Es mejor, ¿no?
¿Cómo se puede quitar algo que sólo él siente? ¿Qué va a hacer? Ir al médico y decirle: "Fíjese que me apestan las manos a muerto, vea". Y el otro huele y nada...
Helena se estaba peinando su larga melena negra. Cuando no traía los lentes de fondo de botella era maravillosa, una belleza. ¿Por qué no se cura la miopia? 
En Cuba hacen la operación. O que se haga magia, se dijo El Enano contemplando cómo el cepillo subía y bajaba deslizándose hasta el borde de la espalda.
-Eres una bruja de segunda- dijo El Enano.
Helena adivinó por dónde venían los tiros y respondió otra vez, como las mil veces anteriores, la pregunta no hecha:
-No, no puedo hacerte crecer. Puedo hacer que otros te vean más alto...No sé, diez centímetros, doce a lo mejor.
-No sirve.
Helena se miró al espejo y sonrió.

4. Quieto, Marcial.

Durante las últimas horas de la noche, el olor parecía surgir de sus manos y extenderse por el cuarto, impregnando las paredes, las ropas de la cama, la pantalla de la televisión. Al amanecer  el olor cedía un poco y Marcial podía dormirse un  rato.
¿A quien había matado él que le había dejado el olor detrás? Se preguntaba en las mañanas desesperado. Había matado a una docena de cristianos, a más, si contaba los que se le murieron sin dejar el cuerpo, los que murieron una semana después, lejos de él, con un balazo en la pierna a mitad de la sierra de Chihuahua. Había matado a tres mujeres y a una vieja, había matado a un indio tarahumara y al gerente de una fábrica de quesos. Había matado nomás por matar, porque el que es más cabrón mata de vez en cuando para que se sepa que puede, nomás para guardar la fama; había matado en peleas de borrachos y en trabajos sucios y menos sucios de la policía. Había matado a competidores de un narco por encargo, y había matado por accidente. Era su trabajo, ¿no? ¿Entonces por qué chingaos uno de los muertos venía de regreso con el pinche olor, a estarlo chingando? Había sido suerte, como la ruleta. También lo podían haber matado a él, ¿no?
Cuando se presentó el viernes a ver a su jefe, tras un fin de semana de terrores en solitario, tenía los ojos amoratados, un fuerte temblor en las manos y un mirada huidiza.
-¿Qué chingaos te está pasando Marcial? -preguntó el jefe mirándolo con cuidado.
Marcial se preguntó si el otro no tenía su mismo problema y ya se había acostumbrado, porque aquel hijo de la chingada había matado más que él, había hecho mil chingaderas más que él, había marraneado toda su vida, mucho más que él. A lo mejor el jefe también olía a muerto pero ya se había acostumbrado.
Olfateó con cuidado.
_¿Qué chingaos me andas oliendo,güey? ¿Te estás metiendo algo en el cuerpo, pendejo? ¿Te estás inyectando alguna mamada?
Marcial negó con la cabeza.
-Es que tengo catarro, una pinche gripa bien culera.
-Si sigues de raro te voy a correr, güey -dijo el jefe. Luego lo contempló atentamente, decidiendo si aún le daba confianza.
-Te me vas a vigilar el Hotel Luna y si ves a este cuate, lo detienes -dijo tirando una foto por encima de la mesa-. No te lo vayas a echar pa'lante, nomás lo traes, es un cuate que le debe dinero a un amigo de un amigo...
El Enano estaba en la puerta de la oficina haciendo lo que hacía normalmente, limpiando botas y zapatos.
Cuando Marcial pasó a su lado le soltó una patada en la espalda. El Enano le sonrió.
Rondó por las afueras del Hotel Luna esperando al tipo, un hombre alto de pelo canoso, bien vestido. Después de un rato de dar vueltas por el estacionamiento, entró y terminó encontrándolo en el restaurante, desayunando unos huevos con machaca. Fue directo hacia él.
-Perdone, licenciado, ¿podría acompañarme? -dijo mostrando la placa.
El otro lo miró fijamente.
-Dile a tu jefe que cuando yo quiera paso a verlo, que no me ande con mamadas.
El olor subía profundamente desde las manos que Marcial prudentemente había escondido en los bolsillos. Quizá por eso en lugar de dialogar, sacó la mano derecha del bolsillo y le soltó tremenda bofetada al personaje. La cabeza campaneó y el tipo escupió un diente junto con los huevos que estaba comiendo. Luego metió la mano a la funda sobaquera y cuando tenía la cuarenta y cinco a medio sacar Marcial le metió dos tiros en la cabeza.
Los parroquianos del Hotel Luna se habían tirado bajo las mesas y se escuchaban aullidos aquí y allá.  Marcial miró el desastre: la sangre que brotaba de los restos de la cabeza del personaje, la mesa caída. Caminó sin saber dónde y se encontró en la cocina del hotel. Ahora olía a muerto por todos lados, pensó Marcial, tratando de salir de allí. A lo mejor el olor se quedaba ahí adentro. Ya no lo perseguía. En el patio uno de los clientes estaba vomitando. Marcial se olió las manos. La peste a difunto era aún más fuerte. Caminó hasta un pequeño jardín frente a la puerta principal, tomó un machete  que estaba clavado en la tierra al lado de un rosal, apoyó la mano izquierda sobre la cajuela de un ford y se la cortó de un tajo.

5. La Bruja.

La bruja se puso una minifalda verde y una blusa turquesa, y salió a los cuarenta grados a la sombra, dispuesta a no dejarse derrotar por el calor.
El Enano la estaba esperando en la puerta del banco.
-Se murió ese hijo de la chingada.
-Ni modo -dijo ella-. Ya le tocaría la suerte.
-¿Y ahora que sigue?

6.Olor a muerto.

Cuando el jefe de la Policía judicial del estado de Chihuahua, un  tipo alto, elegante, y de sienes canosas, que había asesinado a seis inocentes en los últimos tres años y ganado medio millón de dólares limpios trabajando para unos narcos de Houston, salió del despacho del gobernador percibió el olor a muerto en torno suyo. Había perdido quince minutos explicando por qué un pendejo agente suyo había matado al jefe de los policías estatales del estado vecino. Nuevamente el olor llegó hasta las ventanas de su nariz como una oleada fétida. Miró alrededor antes de subirse al coche sin hallar nada excepcional, pero el olor a muerto se intensificaba cuando arrancó la camioneta. Puso el aire acondicionado. Eran las manos. Eran las manos. Retrocedió en el pensamiento unos instantes y sólo pudo recordar haberle estrechado las manos a dos personas, al mismo gobernador y al jefe de prensa. ¿Le habían contagiado algo esos culeros? Levantó las manos del volante y aspiró creando una cueva con las palmas en torno de su nariz. ¡Olía a muerto, carajo!
Paco Ignacio Taibo II.(Asturias, 1949) es el creador de la nueva novela negra en español con la serie protagonizada por Héctor Belascoarán Shayne y director de la célebre Semana Negra de Gijón. Incansable activista social, historiador y autor de la biografía del Che más leída, publicada en 28 países, así como de más de 40 obras en distintos géneros literarios. Algunas de sus novelas han sido mencionadas entre los "libros del año" por el New York Times, Le Monde y Los Angeles Times. Ha merecido tres veces el Premio Internacional Dashiell Hammett a la mejor novela policiaca, el premio francés 813 a la mejor novela extranjera publicada en Francia y el premio Bancarella en Italia al libro del año.
Aunque nacido en Gijón, creció en México a partir de los 10 años: su padre, Paco Ignacio Taibo I, de gran tradición socialista, se exilió en ese país latinoamericano en 1959 después de huir de la dictadura franquista. Allí nacieron sus hermanos menores, el poeta Benito Taibo y el cineasta Carlos Taibo Mahojo.
Paco Taibo II comenzó a practicar la actividad política en sus tiempos de estudiante, y sería ella la que motivaría su renuncia, en julio de 2012, a la dirección la de Semana Negra de Gijón para integrarse en el equipo de López Obrador.
El detective Héctor Belascoarán Shayne es el protagonista de sus novelas policiacas. Su pasión por este género lo llevó a fundar en 1986 la Asociación Internacional de Escritores Policíacos (AIEP) junto con el también mexicano Rafael Ramírez Heredia, los cubanos Rodolfo Pérez Valero y Alberto Molina, el uruguayo Daniel Chavarría, el ruso Iulián Semiónov y el checo Jiri Prochazka.
En 1988 creó el festival multicultural Semana Negra de Gijón, por el que han pasado miles de escritores de novelas policíacas, históricas, de fantasía y ciencia ficción. Como su nombre lo indica, se lleva a cabo en la ciudad natal del escritor.
Taibo II ha desarrolla muchas otras actividades, además de la de escritor. Ha enseñado en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, ha sido director de las series México, historia de un pueblo y Crónica general de México (1931-1986); del suplemento cultural de la revista Siempre! (1987-1988), y de las revistas Crimen y Castigo y Bronca.Su obra literaria, distinguida con numerosos premios, no se limita al género policiaco; también ha escrito novelas históricas, cuentos, cómics, reportajes, ensayos y crónicas. Ha publicado una cincuentena de títulos y algunos de sus textos han sido traducidos a diversos idiomas.Está casado, desde 1971, con la activista cultural y fotógrafa Paloma Sáiz Tejero, con quien tiene una hija. Durante el I Consejo Nacional del Movimiento Regeneración Nacional, celebrado en el Deportivo Plan Sexenal de la Ciudad de México, fue elegido secretario de Arte y Cultura del Comité Ejecutivo Nacional de MORENA para el periodo 2012-2015.3 Obras.Nacimiento de la memoria, 1971.Días de combate, 1976.Cosa fácil, 1977.Historia General de Asturias. (Tomo 7), Gran Enciclopedia Asturiana.Silverio Cañada, 1978.Historia General de Asturias. (Tomo 8), Gran Enciclopedia Asturiana Silverio Cañada, 1979.La huelga de los sombrereros, 1980.Asturias 1934, 1980.Memoria del Congreso de Mérida, 1981.El primer primero de mayo en México, con Jorge Fernández Tomás, 1981.México, historia de un pueblo, cómic en 20 volúmenes; coordinador junto a Sealtiel Alatriste Lozano, y autor; 1980-1982.La huelga del verano de 1920 en Monterrey, 1981.Héroes convocados: manual para la toma del poder, 1982.Irapuato mi amor, 1982. Doña Eustolia blandió el cuchillo cebollero (y otras historias), cuentos, 1982.Pascual sexto round, 1983.El socialismo en un solo puerto, con Rogelio Vizcaíno, 1983. Bajando la frontera, 1984.El socialismo libertario mexicano, coordinador y prologuista, 1984.Memoria roja. Luchas sindicales de los años 20, con Rogelio Vizcaíno, 1984.Algunas Nubes, 1985.Danzón en Bellas Artes, con Luis Hernández Navarro, 1985.Octubre de 1934, cincuenta años para la reflexión, coautor, 1985.Pistolero y otros reportajes, antología y notas, con Mario Gil, 1985.Reportaje, antología, 1985.De paso, 1986.Sombra de la sombra, 1986.Bolsheviquis. Historia narrativa de los orígenes del comunismo en México 1919-1925, 1986.La vida misma, Txalaparta argitaletxea, Tafalla, 1987.El regreso de la verdadera araña y otras historias que pasaron en algunas fábricas, 1988.Fantasmas nuestros de cada día, 1988.Arcángeles, 1988.Pascual: décimo round, 1988.Regreso a la misma ciudad y bajo la lluvia, 1989.Sintiendo que el campo de batalla..., 1989. Txalaparta argitaletxea. La batalla de Santa Clara, 1989.Amorosos fantasmas, 1989.No habrá final feliz, 1989.Las dos muertes de Juan R. Escudero, con Rogelio Vizcaíno, 1990.Cuatro manos, 1990.Sueños de frontera, 1990.El hombre de los lentes oscuros que mira hacia el cielo se llama Domingo y se llama Raúl, 1991.68, 1991.Desvanecidos difuntos, 1991.La lejanía del tesoro, 1992.El caso Molinet, 1992.Cuevas-Taibo: mano a mano, 1993.La bicicleta de Leonardo, 1993.Nomás los muertos están bien contentos, 1994.Cárdenas de cerca, 1994. El año que estuvimos en ninguna parte: La guerrilla africana de Ernesto Che Guevara, con Froilán Escobar y Félix Guerra. Que todo es imposible, Txalaparta argitaletxea, Tafalla, Máscara Azteca y el Doctor Niebla (después del golpe), 1996.Ernesto Guevara, también conocido como el Che, 1996.El general orejón ese, 1997.Insurgencia mi amor, 1997.Adiós Madrid, 1997.Cuentos policíacos mexicanos, coordinador con Víctor Ronquillo; autor de la presentación y de un cuento, 1997. El juego de la intriga, con Martín Casariego, Javier García Sánchez y Luis Sepúlveda), 1997.Arcángeles, Doce historias de revolucionarios herejes del siglo XX, 1998.Mi amigo Morán, 1998.El camino de María.Que todo es imposible, 1998.Primavera pospuesta, 1999.Así es la vida en los pinches Trópicos, 2000.Retornamos como sombras, 2001.El mundo en los ojos de un ciego, 2002.Hurler à la lune, con Marc Behm, 2003.Muertos incómodos, con el Subcomandante Marcos, 2005.Sólo tu sombra fatal, 2006.Olga Forever, 2006.Pancho Villa: una biografía narrativa, 2006.El cura Hidalgo y sus amigos, Ediciones B, 2007.Tony Guiteras, un hombre guapo, 2008.El libro rojo, (bajo la coordinación editorial de Gerardo Villadelángel Viñas, con escritores como Adolfo Castañón, Carlos Chimal, Enrique Krauze, Fabrizio Mejía Madrid, Jean Meyer, Jaime Moreno Villarreal, Eduardo Antonio Parra, Luis Arturo Ramos y Álvaro Uribe; y los artistas plásticos Jan Hendrix, Perla Krauze, Mónica Castillo, Emilio Said, Franco Aceves, Alberto Castro Leñero, Edgardo Ganado Kim, Helen Escobedo, Carla Rippley, Patricia Soriano, Gerardo Suter y Viskin, entre otros), 2008.Temporada de zopilotes: una historia narrativa sobre la Decena Trágica, 2009.De paso, 2009.El retorno de los tigres de la Malasia, 2010.Todo Belascorán, 2010.México negro y querido, 2011.Olga Lavanderos, Planeta, México, 2011.La lejanía del tesoro, 2011.El Álamo: una historia no apta para Hollywood, 2011.Librado Rivera: el último de los magoneros, 2011.Los libres no reconocen rivales, 2012.Si Villa viviera, con López anduviera: La batalla de Zacatecas, 2012.
Semblanza biográfica: www.pacoignaciotaibo2.com;Wikipedia. Foto:archivo.Texto: tomado de Antología de cuentos policíacos.

El cuento del domingo


 


José Saramago

Desquite

El muchacho venía del río. Descalzo, con los pantalones arremangados por encima de las rodillas, las piernas sucias de lodo. Vestía una camisa roja, abierta en el pecho, donde los primeros vellos de la pubertad empezaban a ennegrecer. Tenía el pelo oscuro, mojado por el sudor que le escurría por el cuello delgado. Se inclinaba un poco hacia delante, bajo el peso de los largos remos, de los que pendían hilos verdes de limos aún goteantes. El barco quedó balanceándose en el agua turbia y, allí cerca, como si lo espiasen, afloraron de repente los ojos globulosos de una rana. El muchacho la miró, y ella le miró. Después la rana hizo un movimiento brusco y desapareció. Un minuto más y la superficie del río quedó lisa y tranquila, y brillante como los ojos del muchacho. La respiración del limo desprendía lentas y muelles burbujas de gas que la corriente arrastraba. En el calor espeso de la tarde los chopos altos vibraban silenciosamente y, de golpe, flor rápida que naciese del aire, un ave azul pasó rasando el agua. El muchacho levantó la cabeza. Desde el otro lado del río una muchacha le miraba, inmóvil. El muchacho levantó la mano libre y todo su cuerpo dibujó el gesto de una palabra que no se oyó. El río fluía, lento.

El muchacho subió la ladera, sin mirar atrás. La hierba se acababa allí mismo. Hacia arriba, hacia allá, el sol calcinaba los terrones de los barbechos y los olivares cenicientos. Metálica, durísima, una cigarra roía el silencio. En la distancia la atmósfera temblaba.

La casa era baja, achaparrada, bruñida de cal, con una franja de ocre violento. Un lienzo de pared ciega, sin ventanas, una puerta en la que se abría un postigo. En el interior el suelo de barro refrescaba los pies. El muchacho apoyó los remos, se limpió el sudor con el antebrazo. Se quedó quieto, escuchando los golpes del corazón, el pausado brotar del sudor que se renovaba en la piel. Estuvo así unos minutos, sin conciencia de los rumores que venían de la parte de detrás de la casa y que se transformaron, de súbito, en gañidos lancinantes y gratuitos: la protesta de un cerdo atado. Cuando, por fin, empezó a moverse, el grito del animal, esta vez herido e insultado, le golpeó en los oídos. Y en seguida oyó otros gritos, agudos, rabiosos, una súplica desesperada, una llamada que no espera socorro.

Corrió hacia el patio, pero no pasó del umbral de la puerta,. Dos hombres y una mujer sujetaban al cerdo. Otro hombre, con un cuchillo ensangrentado, le abría un tajo vertical en el escroto. En la paja brillaba ya un óvalo achatado, rojo. El cerdo temblaba entero, lanzaba gritos entre las quijadas que apretaba una cuerda. La herida se alargó, el testículo apareció, lechoso y rayado de sangre, los dedos del hombre se introdujeron en la abertura, tiraron, retorcieron, arrancaron. La mujer tenía el rostro pálido y crispado. Desataron al cerdo, le liberaron el hocico y uno de los hombres se agachó y cogió las dos piezas, gruesas y suaves. El animal dio una vuelta, perplejo, y se quedó con la cabeza baja, respirando con dificultad. Entonces el hombre se los tiró. El cerdo los mordió, masticó ansioso, tragó. La mujer dijo algunas palabras y los hombres se encogieron de hombros. Uno de ellos se rió. Fue en ese momento cuando vieron al muchacho en el umbral de la puerta. Se quedaron todos callados y, como si fuese la única cosa que pudiesen hacer en aquel momento, se pusieron a mirar al animal, que se había echado en la paja, suspirando, con el hocico sucio de su propia sangre.

El muchacho volvió al interior. Llenó un puchero y bebió, dejando que el agua le corriese por las comisuras de la boca, por el cuello, hasta el vello del pecho que se volvió más oscuro. Mientras bebía miraba fuera las dos manchas rojas sobre la paja. Después, con un movimiento de cansancio, volvió a salir de la casa, atravesó el olivar otra vez bajo el bochorno del sol. El polvo le quemaba los pies y él, sin darse cuenta, los encogía para huir del contacto escaldante. La misma cigarra rechinaba en tono más sordo. Después la ladera, la hierba con su olor a savia caliente, la frescura atontadora debajo de las ramas, el lodo que se insinúa entre los dedos de los pies e irrumpe por arriba.

El muchacho se quedó quieto, mirando el río. Sobre un afloramiento de limo, una rana, parda como la primera, con los ojos redondos bajo las arcadas salientes, parecía estar esperando. La piel blanca del buche palpitaba. La boca cerrada formaba un pliegue de escarnio. Pasó un tiempo y ni la rana ni el muchacho se movían. Entonces él, desviando con dificultad los ojos, como para huir de un maleficio, vio al otro lado del río, entre las ramas bajas de los salgueros, aparecer una vez más a la muchacha. Y nuevamente, silencioso e inesperado, pasó sobre el agua el relámpago azul.

El muchacho se quitó la camisa despacio. Despacio se acabó de desvestir, y sólo cuando ya no tenía ropa ninguna sobre el cuerpo, su desnudez, lentamente, se reveló. Así como si se estuviese curando una ceguera de sí misma. La muchacha miraba de lejos. Después, con los mismos gestos lentos, se liberó del vestido y de todo cuanto la cubría. Desnuda sobre el fondo verde de los árboles.

El muchacho miró una vez más el río. El silencio se asentaba sobre la líquida piel de aquel interminable cuerpo. Círculos que se alargaban y perdían en la superficie tranquila, mostraban el lugar donde por fin la rana se había sumergido. Entonces el muchacho se metió en el agua y nadó hacia la otra orilla, mientras el bulto blanco y desnudo de la muchacha se recogía hacia la penumbra de las ramas.

José  Saramago (Azinhaga, 1922 - Tías, España, 2010) Narrador y ensayista portugués, premio Nobel de Literatura en 1998. Nacido en el seno de una familia de labradores y artesanos, José Saramago creció en un barrio popular de Lisboa. Su madre, analfabeta, inculcó en él la sed de saber y le regaló su primer libro. A los quince años abandonó los estudios por falta de medios y tuvo que ponerse a trabajar de cerrajero. Luego se desempeñó en una caja de pensiones y más tarde se dedicó al periodismo, la labor editorial y la traducción. Colaborador de diversos periódicos y revistas, entre ellos Seara Nova, fue también codirector del Diario de Noticias en 1975. Se adhirió al Partido Comunista Portugués, por lo que sufrió censura y persecución durante la dictadura de Salazar. En 1974 se sumó a la Revolución de los Claveles. La obra de José Saramago se caracterizó por interrogar la historia de su país y las motivaciones humanas. Encontrar las claves por las que un imperio quedó relegado a un segundo plano respecto al resto de Europa y entender el accionar del hombre fueron sus preocupaciones centrales. Pero aunque su novelística tiene como eje vertebrador la realidad de Portugal y su historia, no se trata, sin embargo, de una narrativa histórica, sino de relatos donde la historia se mezcla con la ficción y con lo que podría haber sido, siempre a través de la ironía y al servicio de una aguda conciencia social. Se dio a conocer en 1947 con Tierra de pecado, novela de corte realista que no suele incluir en su bibliografía. Después de un largo período de silencio, en 1966 publicó Los poemas posibles y en 1970 Probablemente alegría, colecciones de poesías en las que, tratando con fina ironía sobre todo los temas del amor y del erotismo, renovó con vigor el lenguaje poético tradicional.  Autor de libros de crónicas, de obras teatrales, del volumen Viaje a Portugal (1981), lo más importante y fecundo de su producción literaria se inicia con El año 1993. (1975). Saramago se consolidó sobre todo como narrador de gran rigor estilístico con la novela Manual de pintura y caligrafia (1976), con los cuentos del volumen Casi un objeto (1978) y con sus últimas novelas. En Alzado del Suelo (1980) se reveló como un gran escritor. Es una narración histórica cuyo escenario es el Alentejo, entre 1910 y 1979, y en la que el lenguaje campesino, el humor y el sarcasmo se conjugan para hablar de la realidad. Con una prosa poética y una técnica narrativa propia de la tradición oral, trazó un gran fresco de la sociedad alentejana y dio muestras de haber alcanzado la madurez estilística superando la tradición neorrealista de la novela rural.  En Memorial del convento (1981), contando la historia del convento de Mafra, reconstruyó, gracias a un serio estudio de los documentos, a una hábil dosificación de perspectivas y a una sabia caracterización de los personajes y del lenguaje, un período histórico cuyo conocimiento resulta necesario con miras a superar la crisis de identidad que aflige al portugués de hoy. Su actitud crítica siempre se hace presente, y así como celebra la belleza de su tierra también señala el espanto ante un pueblo "sediento de martirio", que asistía a los autos de fe y a las corridas de toros en el siglo XVIII, o que se alistaba voluntariamente en las milicias del gobierno de facto en la década del treinta. Sus novelas El año de la muerte de Ricardo Reis (1984) y La balsa de piedra (1986) confirmaron sus grandes dotes de narrador. En la primera, Saramago convierte en protagonista de su novela a Ricardo Reis, uno de los heterónimos que empleó en su obra el poeta Fernando Pessoa. Vivo sólo en la imaginación de su creador, Reis no alcanza a experimentar las emociones propias de un ser viviente. Llega a Lisboa en 1935, pocos días después del fallecimiento de Pessoa, y se dedica a recorrer la ciudad y a frecuentar a sus gentes. Dos mujeres, la sencilla Lidia y la vulnerable Marcenda, conducirán a Reis hasta el límite de sus posibilidades: al final, prevalecerá su incapacidad para amar. Unas fantásticas conversaciones con su creador, Pessoa, a quien se permite regresar brevemente al mundo de los vivos, acabarán por convencerle de su condición de criatura de ficción. Su obra de los últimos años incluye novelas, diarios y otras publicaciones, conjunto entre el que deben citarse Historia del cerco de Lisboa (1989), Todos los nombres (1997) y la obra teatral In nomine Dei (1993). En El Evangelio según Jesucristo (1991) se deja ver el humanismo de Saramago, enfrentado a cualquier planteamiento dogmático y que resuena siempre detrás del escepticismo que caracteriza en gran medida su punto de vista. En Ensayo sobre la ceguera (1995), advirtió sobre "la responsabilidad de tener ojos cuando otros los perdieron" y, escéptico pero solidario, se preguntaba si había lugar para la esperanza tras el nuevo milenarismo que la humanidad estaba viviendo. Cuadernos de Lanzarote (1997) es un libro curioso en el que, a manera de diario, cuenta la vida cotidiana y reflexiona sobre el ser humano, el espacio y el tiempo. La Fundación José Saramago anunció en octubre de 2011 la publicación de una novela inédita, Claraboya, escrita a principios de los años cincuenta. Tras esta novela no publicada, Saramago "mantuvo un silencio creativo de dos décadas".
Semblanza biográfica y foto autor: biografiasyvidas.com. Texto: El cuento del día.

El cuento del domingo

Patricia Highsmith
La coartada perfecta

La multitud se arrastraba como un monstruo ciego y sin mente hacia la entrada del metro. Los pies se deslizaban hacia adelante unos pocos centímetros, se paraban, volvían a deslizarse. Howard odiaba las multitudes. Le hacían sentir pánico. Su dedo estaba en el gatillo, y durante unos segundos se concentró en no permitir que lo apretara, pese a que se había convertido en un impulso casi incontrolable.
Había descosido el fondo del bolsillo de su sobretodo, y ahora sujetaba la pistola en ese bolsillo con su mano enguantada. Las bajas y anchas espaldas de George estaban a menos de medio metro frente a él, pero había un par de personas entre medio. Howard giró los hombros y se encajó en el espacio entre un hombre y una mujer, empujando ligeramente al hombre.
Ahora estaba inmediatamente detrás de George, y la parte delantera de su sobretodo desabrochado rozaba la espalda del abrigo del otro. Howard niveló la pistola en su bolsillo. Una mujer golpeó su brazo derecho, pero mantuvo firme la puntería contra la espalda de George, con los ojos fijos en su sombrero de fieltro. Una voluta del humo del cigarro del otro hombre se enroscó en las fosas nasales de Howard, familiar y nauseabunda. La entrada del metro estaba a tan sólo un par de metros. Dentro de los próximos cinco segundos, se dijo Howard, y al mismo tiempo su mano izquierda se movió para echar hacia atrás el lado derecho de su sobretodo, hizo un movimiento incompleto, y una décima de segundo más tarde la pistola disparó.
Una mujer chilló.
Howard dejó caer la pistola a través del abierto bolsillo.
La multitud había retrocedido ante la explosión del arma, arrastrando a Howard consigo. Unas cuantas personas se agitaron ante él, pero por un instante vio a George en un pequeño espacio vacío en la acera, tendido de lado, con el delgado cigarro a medio fumar aún sujeto entre sus dientes, que Howard vio desnudos por un instante, luego cubiertos por el relajarse de su boca.
-¡Le han disparado! -gritó alguien.
-¿Quién?
-¿Dónde?
La multitud inició un movimiento hacia adelante con un rugir de curiosidad, y Howard fue arrastrado hasta casi donde estaba tendido George.
-¡Échense atrás! ¡Van a pisotearlo! -gritó una voz masculina.
Howard fue hacia un lado para librarse de la multitud y bajó las escaleras del metro. El rugir de voces en la acera fue reemplazado de pronto por el zumbido de la llegada de un tren. Howard rebuscó mecánicamente algo de cambio y sacó una moneda. Nadie a su alrededor parecía haberse dado cuenta de que había un hombre muerto tendido en la parte de arriba de las escaleras. ¿No podía usar otra salida para volver a la calle e ir en busca de su coche? Lo había aparcado apresuradamente en la Treinta y cinco, cerca de Broadway. No, podía tropezar con alguien que lo hubiera visto cerca de George en la multitud. Howard era muy alto. Destacaba. Podía recoger el coche un poco más tarde. Miró su reloj. Exactamente las 5:54.
Cruzó la estación y tomó un tren hacia el norte. Sus oídos eran muy sensibles al ruido, y normalmente el chirrido del acero sobre acero era una tortura intolerable para él; pero ahora, mientras permanecía de pie sujeto a una de las correas, apenas escuchaba el insoportable ruido y se sentía agradecido por la despreocupación de los pasajeros que leían el periódico a su alrededor. Su mano derecha, aún en el bolsillo de su sobretodo, tanteó automáticamente el descosido fondo. Esta noche tenía que volver a coserlo, se recordó. Bajó la vista a la parte delantera de la prenda y vio, con un repentino shock, casi con dolor, que la bala había abierto un agujero en el sobretodo. Sacó rápidamente su mano derecha y la colocó sobre el agujero, sin dejar de mirar el panel publicitario que tenía delante.
Frunció intensamente el ceño mientras revisaba todo el asunto una vez más, intentando ver si había cometido algún error en alguna parte. Había abandonado el almacén un poco antes que de costumbre -a las 5:15- para poder estar en la calle Treinta y cuatro a las 5:30, cuando George abandonaba siempre su tienda. El señor Luther, el jefe de Howard, había dicho: «Hoy termina usted pronto, ¿eh, Howard?» Pero lo mismo había ocurrido algunas otras veces antes, y el señor Luther no pensaría en nada malo al respecto. Y había borrado todas las posibles huellas de la pistola, y también de las balas. Había comprado la pistola haría unas cinco semanas en Bennington, Vermont, y no había tenido que dar su nombre cuando lo hizo. No había vuelto a Bennington desde entonces. Creía que era realmente imposible que la policía pudiera llegar a encontrar el rastro del arma. Y nadie le había visto disparar aquel tiro, estaba seguro de ello. Había escrutado a su alrededor antes de meterse en el metro, y nadie miraba en su dirección.
Howard tenía intención de ir hacia el norte unas cuantas estaciones, luego regresar y recoger su coche; pero ahora pensó que primero debía librarse del sobretodo. Demasiado peligroso intentar que cosieran un agujero como aquél. No tenía el aspecto de la quemadura de un cigarrillo, parecía exactamente lo que era. Debía apresurarse. Su coche estaba a menos de tres manzanas de donde había disparado a George. Probablemente sería interrogado esta noche acerca de George Frizell, porque la policía interrogaría con toda seguridad a Mary, y si ella no mencionaba su nombre, sus caseras -la de ella y la de George- sí lo harían. George tenía tan pocos amigos.
Pensó en meter el sobretodo en alguna papelera en una estación del metro. Pero demasiada gente se daría cuenta de ello. ¿En una de la calle? Eso también parecía muy llamativo; después de todo, era un sobretodo casi nuevo. No, tenía que ir a casa y coger algo para envolverlo antes de poder tirarlo.
Salió en la estación de la calle Setenta y dos. Vivía en un pequeño apartamento en la planta baja de un edificio de piedra marrón en la calle Setenta y cinco Oeste, cerca de la avenida West End. Howard no vio a nadie cuando entró, lo cual era estupendo porque podía decir, si era interrogado al respecto, que había vuelto a casa a las 5:30 en vez de casi a las 6:00. Tan pronto hubo entrado en su apartamento y encendido la luz, Howard supo lo que haría con el sobretodo: quemarlo en la chimenea. Era lo más seguro.
Sacó algunas monedas y un aplastado paquete de cigarrillos del bolsillo izquierdo del sobretodo, se quitó la prenda y la tiró sobre el sofá. Entonces cogió el teléfono y marcó el número de Mary.
Respondió al tercer timbrazo.
-Hola, Mary -dijo-. Hola. Ya está hecho.
Un segundo de vacilación.
-¿Hecho? ¿De veras, Howard? No estarás...
No, no estaba bromeando. No sabía qué otra cosa decirle, qué otra cosa se atrevía a decir por teléfono.
-Te quiero. Cuídate, querida -dijo con voz ausente.
-¡Oh, Howard! -Se echó a llorar.
-Mary, probablemente la policía hablará contigo. Quizá dentro de unos pocos minutos. -Crispó la mano en el auricular, deseoso de rodear a la mujer con sus brazos, de besar sus mejillas que ahora debían estar húmedas de lágrimas-. No me menciones, querida..., simplemente no lo hagas, te pregunten lo que te pregunten. Todavía tengo que hacer algunas cosas y he de apresurarme. Si tu casera me menciona, no te preocupes por ello, puedo arreglarlo..., pero tú no lo hagas primero. ¿Has entendido? -Se daba cuenta de que le estaba hablando de nuevo como si fuera una niña, y de que eso no era bueno para ella; pero éste no era el mejor momento para estar pensando en lo que era bueno para ella y lo que no-. ¿Has entendido, Mary?
-Sí -dijo ella, con un hilo de voz.
-No estés llorando cuando venga la policía, Mary. Lávate la cara. Tienes que tranquilizarte... -Se detuvo-. Ve a ver una película, amor, ¿quieres? ¡Sal antes de que llegue la policía!
-Está bien.
-¡Prométemelo!
-De acuerdo.
Colgó y se dirigió a la chimenea. Arrugó algunas hojas de periódico, puso un poco de leña encima y encendió una cerilla.
Ahora se alegró de haber comprado algo de leña para Mary, se alegró de que a Mary le gustara el fuego de la chimenea, porque él llevaba meses viviendo allí antes de conocer a Mary y nunca había pensado en encender el fuego.
Mary vivía directamente al otro lado de la calle frente a George, en la Dieciocho Oeste. Lo primero que haría la policía sería lógicamente ir a casa de George e interrogar a su casera, porque George vivía solo y no había a nadie más a quién interrogar. La casera de George... Howard recordaba unos breves atisbos de ella inclinada fuera de su ventana el verano pasado, delgada, pelo gris, espiando con una horrible intensidad lo que hacía todo el mundo en la casa..., indudablemente le diría a la policía que había una chica al otro lado de la calle con la que el señor Frizell pasaba mucho tiempo. Howard sólo esperaba que la casera no lo mencionara inmediatamente a él, porque era lógico que supusiera que el joven con el coche que acudía a ver a Mary tan a menudo era su novio, y era lógico que sospechara la existencia de un sentimiento de celos entre él y George. Pero quizá no lo mencionara. Y quizá Mary estuviese fuera de la casa cuando llegara la policía.
Hizo una momentánea pausa, tenso, en el acto de echar más madera al fuego. Intentó imaginar exactamente lo que Mary sentía ahora, tras saber que George Frizell estaba muerto. Intentó sentir lo mismo él, a fin de poder predecir su comportamiento, a fin de poder ser capaz de confortarla mejor. ¡Confortarla! ¡Lo había liberado de un monstruo! Debería sentirse regocijada. Pero sabía que al principio se sentiría destrozada. Conocía a George desde que era una niña. George había sido el mejor amigo de su padre... pero cuál hubiera sido el comportamiento de George con otro hombre era algo que Howard sólo podía suponer; cuando el padre de ella murió, George, soltero, se había hecho cargo de Mary como si fuera su padre. Pero con la diferencia de que controlaba todos sus movimientos, la convenció de que no podía hacer nada sin él, la convenció de que no debía casarse con nadie que él desaprobara. Lo cual era todo el mundo. Howard, por ejemplo. Mary le había dicho que había habido otros dos jóvenes antes a los que George había arrojado de su vida.
Pero Howard no había sido arrojado. No había caído en las mentiras de George de que Mary estaba enferma, de que Mary estaba demasiado cansada para salir o para ver a nadie. George había llegado a llamarlo varias veces e intentado romper sus citas..., pero él había ido a su casa y la había sacado muchas tardes, pese al terror que ella sentía de la furia de George. Mary tenía veintitrés años, pero George había conseguido que siguiera siendo una niña. Mary tenía que ir con George incluso para comprar un vestido nuevo. Howard no había visto nada como aquello en su vida. Era como un mal sueño, o algo en una historia fantástica que era demasiado inverosímil para creerlo. Howard había supuesto que George estaba enamorado de ella de alguna extraña manera, y se lo había preguntado a Mary poco después de conocerla, pero ella le había dicho: «¡Oh, no! ¡Jamás me ha tocado, nunca!» Y era completamente cierto que George nunca la había tocado siquiera. En una ocasión, mientras se decían adiós, George había rozado sin querer su hombro, y había saltado hacia atrás como si acabara de quemarse y había dicho: «¡Disculpa!» Era muy extraño.
Sin embargo, era como si George hubiera encerrado la mente de Mary en alguna parte... como una prisionera de su propia mente, como si no tuviera mente propia. Howard no podía expresarlo en palabras. Mary tenía unos ojos blandos y oscuros que miraban de una forma trágica e impotente, y esto hacía que a veces se sintiera como loco al respecto, lo bastante loco como para enfrentarse a la persona que le había hecho aquello a la muchacha. Y la persona era George Frizell. Howard nunca podría olvidar la mirada que le lanzó George cuando Mary los presentó, una mirada superior, sonriente, de suficiencia, que parecía decir: «Puedes intentarlo. Sé que vas a intentarlo. Pero no vas a llegar muy lejos.»
George Frizell había sido un hombre bajo y fornido con una pesada mandíbula y densas cejas negras. Tenía una pequeña tienda en la calle Treinta y seis Oeste, donde se especializaba en reparar sillas, pero a Howard le parecía que no tenía otro interés en la vida más que Mary. Cuando estaba con ella se concentraba sólo en ella, como si estuviera ejerciendo algún poder hipnótico sobre ella, y Mary se comportaba como si estuviera hipnotizada. Estaba completamente dominada por George. Siempre estaba mirándolo, observándolo por encima del hombro para ver si aprobaba lo que estaba haciendo, aunque sólo estuviera sacando unas chuletas del horno.
Mary amaba a George y lo odiaba al mismo tiempo. Howard había sido capaz de conseguir que odiara a George, hasta cierto punto..., y luego ella se ponía de pronto a defenderlo de nuevo.
-Pero George fue tan bueno conmigo después de que mi padre muriera, cuando estaba completamente sola, Howard -protestaba. Y así habían derivado durante casi un año, con Howard intentando eludir a George y ver a Mary unas cuantas veces a la semana, con Mary vacilando entre continuar viéndolo o romper con él porque tenía la sensación de que le estaba haciendo demasiado daño.
-¡Quiero casarme contigo! -le había dicho Howard una docena de veces, cuando Mary se había sumido en sus agónicos accesos de autocondenacíón. Nunca había conseguido hacerle comprender que haría cualquier cosa por ella.
-Yo también te quiero, Howard -le había dicho ella muchas veces, pero siempre con una tristeza trágica que era como la tristeza de un prisionero que no puede hallar una forma de escapar. Pero había una forma de liberarla, una forma violenta y definitiva. Howard había decidido seguirla...
Ahora estaba de rodillas delante de la chimenea, intentando romper el sobretodo en trozos lo bastante pequeños como para que ardieran bien. La tela resultaba extremadamente difícil de cortar, y las costuras casi igual de difíciles de desgarrar. Intentó quemarla sin cortarla, empezando con la esquina inferior, pero las llamas trepaban por el tejido hacia sus manos, mientras que el material en sí parecía tan resistente al fuego como el asbesto.
Se dio cuenta de que tenía que cortarlo en trozos pequeños. Y el fuego debía ser más grande y más ardiente.
Howard añadió más leña. Era una chimenea pequeña con una parrilla de hierro abombada y no mucho fondo, de modo que los trozos de madera que había puesto asomaban por delante más allá del borde de la parrilla. Atacó de nuevo el sobretodo con las tijeras. Pasó varios minutos tan sólo para desprender una manga. Abrió una ventana para conseguir que el olor de la tela quemada saliera de la habitación.
El sobretodo completo le ocupó casi una hora porque no podía poner mucho a la vez sin ahogar el fuego. Contempló el último trozo empezar a humear en el centro, observó las llamas abrirse camino y lamer un círculo que se iba haciendo más grande. Estaba pensando en Mary, veía su blanco rostro dominado por el miedo cuando llegara la policía, cuando le comunicaran por segunda vez la muerte de George. Intentaba imaginar lo peor, que la policía había llegado justo después de que él hablara con ella, y que ella había cometido algún imperdonable error, había revelado a la policía lo que ya sabía de la muerte de George, pero era incapaz de decirles quién se lo había comunicado; imaginó que en su histeria pronunciaba su nombre, Howard Quinn, como el del hombre que podía haberlo hecho.
Se humedeció los labios, aterrado de pronto por el convencimiento de que no podía confiar en Mary. La amaba -estaba seguro de ello-, pero no podía confiar en ella.
Por un alocado y ciego momento, sintió deseos de correr a la calle Dieciocho Oeste para estar con ella cuando llegara la policía. Se vio a sí mismo enfrentarse desafiante a los agentes, con su brazo rodeando los hombros de Mary, respondiendo a todas las preguntas, parando cualquier sospecha. Pero eso era una locura. El simple hecho de que estuvieran allí, en el apartamento de ella, juntos...
Oyó una llamada a su puerta. Un momento antes había visto con el rabillo del ojo a alguien entrar por la puerta delantera del edificio, pero no había pensado que pudieran acudir a verlo a él. De pronto empezó a temblar.
-¿Quién es? -preguntó.
-La policía. Estamos buscando a Howard Quinn. ¿Es éste el apartamento Uno A?
Howard miró al fuego. El sobretodo había ardido por completo, del último trozo no quedaban más que unas brillantes ascuas. Y ellos no estarían interesados en la prenda, pensó. Sólo habían venido para hacerle unas preguntas, como se las habían hecho a Mary. Abrió la puerta y dijo:
-Yo soy Howard Quinn.
Eran dos policías, uno bastante más alto que el otro. Entraron en la habitación. Howard vio que ambos miraban a la chimenea. El olor a tela quemada flotaba todavía en la habitación.
-Supongo que sabe usted por qué estamos aquí -dijo el agente más alto-. Quieren verlo en comisaría. Será mejor que venga con nosotros-. Miró fijamente a Howard. No era una mirada amistosa.
Por un momento Howard creyó que iba a desvanecerse. Mary debía de habérselo contado todo, pensó; todo.
-Está bien -dijo.
El agente más bajo tenía los ojos fijos en la chimenea.
-¿Qué ha estado quemando aquí? ¿Tela?
-Sólo un viejo..., unas viejas prendas -dijo Howard.
Los policías intercambiaron una mirada, una especie de señal regocijada, y no dijeron nada. Parecían tan seguros de su culpabilidad, pensó Howard, que no necesitaban hacer preguntas. Habían supuesto que había quemado su sobretodo y por qué lo había quemado. Howard tomó su trinchera del armario y se la puso.
Salieron de la casa y bajaron los escalones delanteros hacia un coche del Departamento de Policía aparcado junto al bordillo.
Howard se preguntó qué le estaría ocurriendo a Mary ahora. No había tenido intención de traicionarlo, estaba seguro de ello. Quizás había sido un desliz accidental después de que la policía la interrogara e interrogara hasta hacer que se derrumbase. 0 quizás ella se había mostrado tan trastornada cuando llegaron que lo dijo todo antes de darse cuenta de que lo estaba haciendo. Howard se maldijo a sí mismo por no haber tomado más precauciones respecto a Mary, por no haberla enviado fuera de la ciudad. La noche anterior le había dicho a Mary que iba a hacerlo hoy, así que no debería haber resultado una impresión tan grande para ella. ¡Qué estúpido había sido! ¡Qué poco la comprendía realmente después de todos sus esfuerzos por conseguirlo! ¡Cuánto mejor habría sido si hubiera matado a George sin decirle a ella nada en absoluto!
El coche se detuvo, y salieron. Howard no había prestado atención al lugar al que se dirigían, y no intentó verlo ahora. Había un gran edificio delante de él, y cruzó una puerta con los dos agentes y desembocó en una habitación parecida a una pequeña sala de tribunal donde un agente de policía estaba sentado tras un alto escritorio, como un juez.
-Howard Quinn -anunció uno de los policías.
El agente en el escritorio alto lo miró desde arriba con interés.
-Howard Quinn. El joven de la prisa terrible -dijo con una sonrisa sarcástica-. ¿Es usted el Howard Quinn que conoce a Mary Purvis?
-Sí.
-¿Y a George Frizell?
-Sí -murmuró Howard.
-Eso pensé. Su dirección coincide. He estado hablando con los chicos de homicidios. Desean formularle algunas preguntas. Parece que también tiene problemas allí. Para usted ha sido una tarde ajetreada, ¿eh?
Howard no acababa de comprender. Miró a su alrededor en busca de Mary. Había otros dos policías sentados en un banco contra la pared, y un hombre con un traje raído dormitando en otro banco; pero Mary no estaba en la habitación.
-¿Sabe por qué está usted aquí esta noche, señor Quinn? -preguntó el agente en tono hostil.
-Sí -Howard miró a la base del alto escritorio. Sentía como si algo en su interior se estuviera derrumbando, un armazón que lo había sostenido durante las últimas horas, pero que había sido imaginario todo el tiempo..., su sensación de que tenía un deber que cumplir matando a George Frizell, que así liberaba a la muchacha a la que amaba y que le amaba, que liberaba al mundo de un hombre malvado, horrible y monstruoso. Ahora, bajo los fríos ojos profesionales de los tres policías, Howard podía ver lo que había hecho tal como lo veían ellos..., como el arrebatar una vida humana, ni más ni menos. ¡Y la muchacha por quien lo había hecho lo había traicionado! Lo deseara o no, Mary lo había traicionado. Howard se cubrió los ojos con una mano.
-Puede que esté trastornado por el asesinato de alguien a quien conocía, señor Quinn, pero a las seis menos cuarto no sabía usted nada de eso... ¿o sí lo sabía, por alguna casualidad? ¿Era por eso por lo que tenía tanta prisa para llegar a su casa o a donde fuera?
Howard intentó imaginar lo que el agente quería decir. Su cerebro parecía paralizado. Sabía que había disparado a George casi exactamente a las 5:43. ¿Estaba siendo sarcástico el agente? Howard lo miró. Era un hombre de unos cuarenta años, con un rostro rechoncho y alerta. Sus ojos eran desdeñosos.
-Estaba quemando alguna ropa en su chimenea cuando entramos, capitán -dijo el policía más bajo que estaba de pie al lado de Howard.
-¿Oh? -dijo el capitán-. ¿Por qué quemaba usted ropa?
Lo sabía muy bien, pensó Howard. Sabía lo que había quemado y por qué, del mismo modo que lo sabían los dos agentes de policía.
-¿Qué ropa estaba quemando? -preguntó el capitán.
Howard siguió sin decir nada. La irónica pregunta lo enfurecía y avergonzaba al mismo tiempo.
-Señor Quinn -dijo el capitán en un tono más fuerte-, a las seis menos cuarto de esta tarde atropelló usted a un hombre con su coche en la esquina de la Octava Avenida y la calle Sesenta y ocho y se dio a la fuga. ¿Es eso correcto?
Howard alzó la vista hacia él, sin comprender.
-¿Se dio cuenta usted de que había atropellado a alguien, sí o no? -preguntó el capitán, con voz más fuerte aún.
Estaba allí por otra cosa, se dio cuenta de pronto Howard. ¡Atropellar a alguien con el coche y salir huyendo!
-Yo... no...
-Su víctima no ha muerto, si eso le hace más fácil el hablar. Pero eso no es culpa suya. Ahora se halla en el hospital con una pierna rota..., un hombre viejo que no puede permitirse pagar un hospital. -El capitán le miró con el ceño fruncido-. Creo que deberíamos llevarlo a verle. Supongo que sería bueno para usted. Ha cometido uno de los delitos más vergonzosos de los que puede culparse a un hombre..., atropellar a alguien y no detenerse a auxiliarlo. De no ser por una mujer que se apresuró a tomar el número de su matrícula, tal vez no lo hubiéramos atrapado nunca.
Howard comprendió de pronto.
La mujer había cometido un error, quizá sólo un número en la matrícula.... pero le había proporcionado una coartada. Si no lo aceptaba, estaba perdido. Había demasiado contra él, aunque Mary no hubiera dicho nada.... el hecho de que hoy había abandonado el almacén antes de lo habitual, la maldita coincidencia de la llegada de la policía justo cuando estaba quemando el sobretodo. Howard alzó la vista al furioso rostro del capitán.
-Estoy dispuesto a ir a ver a ese hombre -dijo con voz contrita.
-Llévenlo al hospital -dijo el capitán a los dos policías-. Cuando vuelva, los chicos de homicidios ya estarán aquí. E incidentalmente, señor Quinn, se le exigirá una fianza de cinco mil dólares. Si no quiere pasar aquí la noche, será mejor que los consiga. ¿Quiere intentar conseguirlos esta noche?
El señor Luther, su jefe, podía conseguirlos para él aquella misma noche, pensó Howard.
-¿Puedo hacer una llamada telefónica?
El capitán hizo un gesto hacia un teléfono en una mesa contra la pared.
Howard buscó el número del señor Luther en la guía que había sobre la mesa y lo marcó. Respondió la señora Luther. Howard la conocía un poco, pero no se entretuvo en educados intercambios de banalidades y preguntó si podía hablar con el señor Luther.
-Hola, señor Luther -dijo-. Querría pedirle un favor. He tenido un mal accidente con el coche. Necesito cinco mil dólares de fianza... No, no estoy herido, pero.... ¿podría extender para mi un cheque y enviarlo con un mensajero?
-Traeré el cheque yo mismo -dijo el señor Luther-. Usted quédese tranquilo ahí. Pondré al abogado de la compañía en el asunto si necesita usted ayuda. No acepte ningún abogado que le ofrezcan, Howard. Tenemos a Lyles, ya sabe.
Howard le dio las gracias. La lealtad del señor Luther lo azoraba. Le pidió al agente de policía que estaba a su lado cuál era dirección de la comisaría y se la dio a su jefe. Luego colgó y salió con los dos policías que lo habían estado aguardando.
Se dirigieron a un hospital en la Setenta Oeste. Uno de los policías preguntó en recepción dónde estaba Louis Rosasco, 1uego subieron en el ascensor.
El hombre estaba en una habitación para él solo, con la cama levantada y la pierna escayolada y suspendida por cuerdas del lecho. Era un hombre canoso de unos sesenta y cinco o setenta años, con un rostro largo y curtido y oscuros y hundidos ojos que parecían extremadamente cansados.
-Señor Rosasco -dijo el agente de policía más alto-, éste es Howard Quinn, el hombre que lo atropelló.
El señor Rosasco asintió sin mucho interés, aunque clavó sus ojos en Howard.
-Lo siento mucho -dijo Howard torpemente-. Estoy dispuesto a pagar todas las facturas que le ocasione el accidente, puede estar seguro de ello. -El seguro de su coche se ocuparía de la factura del hospital, pensó. Luego estaba el asunto de la multa del tribunal.... al menos mil dólares cuando todo hubiera terminado, pero se las arreglaría con algunos préstamos.
El hombre en la cama seguía sin decir nada. Parecía atontado por los sedantes.
El agente que los había presentado se mostró insatisfecho de que no tuvieran nada que decirse el uno al otro.
-¿Reconoce a este hombre, señor Rosasco?
El señor Rosasco negó con la cabeza.
-No vi al conductor. Todo lo que vi fue un gran coche negro que se lanzaba sobre mí -dijo lentamente-. Me golpeó un lado de la pierna...
Howard encajó los dientes y aguardó. Su coche era verde, verde claro. Y no era particularmente grande.
-Era un coche verde, señor Rosasco -dijo el policía más bajo con una sonrisa. Estaba comprobando una pequeña ficha amarilla que había sacado de su bolsillo-. Un sedán Pontiac verde. Cometió usted un error.
-No, era un coche negro -dijo positivamente el señor Rosasco.
-No. Su coche es verde, ¿no es así, Quinn?
Howard asintió una sola vez, rígido.
-A las seis empezaba a ser oscuro. Probablemente no pudo verlo usted muy bien -dijo alegremente el policía al señor Rosasco.
Howard miró al señor Rosasco y contuvo el aliento. Por un momento el señor Rosasco miró a los dos agentes, con el ceño fruncido, desconcertado, y luego su cabeza cayó hacia atrás sobre la almohada. Estaba dispuesto a dejarlo correr. Howard se relajó un poco.
-Creo que será mejor que duerma un poco, señor Rosasco -dijo el agente más bajo-. No se preocupe por nada. Nosotros nos ocuparemos de todo.
Lo último que vio Howard de la habitación fue el cansado y marchito perfil del señor Rosasco en la almohada, con los ojos cerrados.
El recuerdo de su rostro permaneció con Howard mientras bajaban al vestíbulo. Su coartada...
Cuando llegaron de vuelta a la comisaría el señor Luther ya había llegado, y también un par de hombres con ropas civiles..., los hombres de homicidios, supuso Howard. El señor Luther se dirigió hacia Howard, con su redondo y sonrosado rostro preocupado.
-¿Qué es todo esto? -preguntó-. ¿Realmente atropelló usted a alguien y se dio a la fuga?
Howard asintió, con rostro avergonzado.
-No estaba seguro de haberle alcanzado. Hubiera podido pararme... pero no lo hice.
El señor Luther lo miró con ojos llenos de reproche, pero iba a permanecer leal, pensó Howard.
-Bien, ya les he dado el cheque de su fianza -dijo.
-Gracias, señor.
Uno de los hombres con ropas civiles se dirigió hacia Howard. Era un hombre esbelto, con penetrantes ojos azules y un rostro delgado.
-Tengo algunas preguntas que hacerle, señor Quinn. ¿Conoce usted a Mary Purvis y a George Frizell?
-Sí.
-¿Puedo preguntarle dónde estaba usted esta noche a las seis menos veinte?
-Estaba..., iba en mi coche hacia el norte. Desde los almacenes donde trabajo en la Cincuenta y tres y la Séptima Avenida a mi apartamento en la calle Setenta y cinco.
-¿Y atropelló a un hombre a las seis menos cuarto?
-Lo hice -admitió Howard.
El detective asintió con la cabeza.
-¿Sabe que alguien disparó contra George Frizell esta tarde exactamente a las seis menos dieciocho minutos?
El detective sospechaba de él, pensó Howard. ¿Qué les habría dicho Mary? Si tan sólo supiera... Pero el capitán de la policía no había dicho específicamente que Frizell hubiera sido tiroteado. Howard juntó las cejas.
-No -dijo.
-Pues así fue. Hablamos con su novia. Ella dice que lo hizo usted.
El corazón de Howard se detuvo por un momento. Miró los interrogantes ojos del detective.
-Eso simplemente no es cierto.
El detective se encogió de hombros.
-Está muy histérica. Pero también está muy segura.
-¡Eso no es cierto! Salí del almacén, allí es donde trabajo, alrededor de las cinco. Tomé el coche... -Su voz se quebró. Era Mary quien lo estaba hundiendo... Mary.
-Usted es el novio de Mary Purvis, ¿no? -insistió el detective.
-Sí -respondió Howard-. No puedo..., ella tiene que estar...
-¿Quería usted apartar a Frizell del camino?
-Yo no lo maté. ¡No tengo nada que ver con ello! ¡Ni siquiera sabía que hubiera muerto! -balbuceó.
-Frizell veía a Mary muy a menudo, ¿no? Eso es lo que me han dicho las dos caseras. ¿Pensó alguna vez que podían estar enamorados el uno del otro?
-No. Por supuesto que no.
-¿No estaba usted celoso de George Frizell?
-En absoluto.
Las arqueadas cejas del detective descendieron y se juntaron en el centro. Todo su rostro fue un signo de interrogación.
-¿No? -preguntó, sarcástico.
-Escuche, Shaw -dijo el capitán de la policía, al tiempo que se ponía en pie detrás de su escritorio-. Sabemos dónde estaba Quinn a las seis menos cuarto. Puede que sepa quién lo hizo, pero no lo hizo él.
-¿Sabe usted quién lo hizo, señor Quinn? -preguntó el detective.
-No, no lo sé.
-El capitán McCaffery me dice que estaba quemando usted algunas ropas en su chimenea esta noche. ¿Estaba quemando un sobretodo?
Howard agitó la cabeza en un desesperado signo de asentimiento.
-Estaba quemando un gabán, y una chaqueta también. Estaban llenos de polillas. No los quería más tiempo en mi armario.
El detective apoyó un pie en una silla de respaldo recto y se inclinó más hacia Howard.
-Eran unos momentos más bien curiosos de quemar un gabán, ¿no cree? ¿Justo después de atropellar a un hombre con su coche y quizá matarlo? ¿Qué gabán estaba quemando.? ¿El del asesino? ¿Tal vez porque tenía un agujero de bala en él?
-No -dijo Howard.
-¿No arregló usted las cosas para que alguien matara a Frizell? ¿Alguien que le trajo ese gabán para que se desembarazara de él?
-No -Howard miró al señor Luther, que estaba escuchando atentamente. Se envaró.
-¿No mató usted a Frizell, saltó a su coche y corrió a su casa, atropellando a un hombre por el camino?
-Shaw, eso es imposible -intervino el capitán McCaffery-. Tenemos la hora exacta en que ocurrió. ¡No puedes ir de la Treinta y cuatro y la Séptima hasta la Sesenta y ocho y la Octava en tres minutos, no importa lo rápido que conduzcas! ¡Enfréntate a ello!
El detective mantuvo los ojos clavados en Howard.
-¿Trabaja usted para ese hombre? -preguntó; hizo un gesto con la cabeza hacia el señor Luther.
-Sí.
-¿A qué se dedica?
-Soy el vendedor para Long Island de Artículos Deportivos William Luther. Contacto con las escuelas en Long Island, y también coloco nuestros artículos en los almacenes de ahí fuera. Informo al almacén de Manhattan a las nueve y a las cinco. -Recitó aquello como un loro. Sentía débiles las rodillas. Pero su coartada se mantenía..., como un muro de piedra.
-Muy bien -dijo el detective. Bajó su pie de la silla y se volvió al capitán-. Todavía seguimos trabajando en el caso. La cosa aún está muy abierta para nuevas noticias, nuevos indicios. -Le sonrió a Howard, una fría sonrisa de despedida. Luego añadió-: Por cierto, ¿ha visto usted esto alguna vez antes? -Sacó su mano del bolsillo, con el pequeño revólver de Bennington en su palma.
Howard lo miró con el ceño fruncido.
-No, nunca lo había visto antes.
El hombre volvió a guardarse el arma en el bolsillo.
-Puede que deseemos hablar de nuevo con usted -dijo, con otra débil sonrisa.
Howard sintió la mano del señor Luther sobre su brazo. Salieron a la calle.
-¿Quién es George Frizell? -preguntó el señor Luther.
Howard se humedeció los labios. Se sentía muy extraño, como si hubieran acabado de golpearle en la cabeza y su cerebro estuviera entumecido.
-Un amigo de una amiga. Un amigo de una muchacha que conozco.
-¿Y la muchacha? ¿Mary Purvis, dijo el policía? ¿Está usted enamorado de ella?
Howard no respondió. Clavó la vista en el suelo mientras andaban.
-¿Es la que lo ha acusado?
-Sí -dijo Howard.
La mano del señor Luther se apretó más alrededor de su brazo.
-Creo que le iría bien un trago. ¿Entramos?
Howard se dio cuenta de que estaban de pie frente a un bar. Abrió la puerta.
-Ella estará probablemente muy trastornada -dijo el señor Luther-. A las mujeres les ocurre eso. Fue un amigo suyo al que dispararon, ¿no es cierto?
Ahora era la lengua de Howard la que estaba paralizada, mientras que su cerebro giraba a toda velocidad. Estaba pensando que no iba a poder volver a trabajar para el señor Luther después de esto, que no podía engañar a un hombre como el señor Luther... El señor Luther seguía hablando y hablando. Howard tomó el pequeño vaso de licor y bebió la mitad de su contenido. El señor Luther le estaba diciendo que Lyles le sacaría de aquello lo más rápidamente que fuera posible.
-Tiene que ser más cuidadoso, Howard. Es usted impulsivo. Siempre he sabido eso. Tiene sus lados buenos y malos, por supuesto. Pero esta noche..., tuve la sensación de que usted sabía que podía haber disparado a ese hombre.
-Tengo que llamar por teléfono -dijo Howard-. Discúlpeme un minuto. -Se apresuró a la cabina de la parte de atrás del bar. Tenía que saber de ella. Mary tenía que estar ya en casa. Si no estaba en casa, iba a morirse allí mismo, dentro de la cabina telefónica. Estallaría.
-¿Diga? -Era la voz de Mary, apagada y carente de vida.
-Hola, Mary. Soy yo. No es posible..., ¿qué le dijiste a la policía?
-Se lo conté todo -dijo Mary lentamente-. Que tú mataste a mi amigo.
-¡Mary!
-Te odio.
-¡Mary, no lo dirás en serio! -exclamó. Pero sí lo decía en serio, y él lo sabía.
-Yo lo quería y lo necesitaba, y tú lo mataste -dijo ella-. Te odio.
Howard apretó los dientes y dejó que las palabras resonaran en su cerebro. La policía no iba a cogerlo. Ella no podría hacerle esto, al menos. Colgó.
Luego permaneció de pie allí en la barra, mientras la tranquila voz del señor Luther seguía desgranando y desgranando palabras como si no se hubiera parado mientras Howard telefoneaba.
-La gente tiene que pagar, eso es todo -estaba diciendo el señor Luther-. La gente tiene que pagar por sus errores y no cometerlos de nuevo... Ya sabe que pienso mucho en usted, Howard. Superará todo esto. -Hizo una pausa-. ¿Habló con la señorita Purvis?
-No pude comunicarme con ella -dijo Howard.
Diez minutos más tarde había dejado al señor Luther y se dirigía al centro de la ciudad en un taxi. Le había dicho al conductor que se detuviera en la Treinta y siete y la Séptima, para que en caso de ser seguido por la policía, pudiera simplemente caminar un poco desde allá hasta coger su coche.
Bajó en la calle Treinta y siete, pagó al conductor y miró a su rededor. No vio ningún coche que pareciera estar siguiéndolo.
Caminó en dirección a la calle Treinta y cinco. Los dos whiskys de centeno que se había tomado con el señor Luther le habían dado fuerzas. Caminó rápidamente, con la cabeza alzada, y sin embargo de una forma curiosa y aterradora, se sentía completamente perdido. Su Pontiac verde estaba aparcado junto al bordillo allá donde lo había dejado. Sacó las llaves y abrió la puerta.
Tenía una multa.... la vio tan pronto como se sentó detrás del volante. Sacó la mano y la cogió de debajo del limpiaparabrisas. Una multa de aparcamiento.
Un asunto insignificante, pensó, tan insignificante que sonrió. Mientras conducía hacia casa, se le ocurrió que la policía había cometido un error muy estúpido no retirándole su permiso de conducir cuando lo tuvieron en la comisaría, y empezó a reírse de ello. La multa estaba en el asiento a su lado. Parecía tan trivial, tan inocua comparada con lo que había pasado, que se rió de la multa también.
Luego, casi con la misma brusquedad, sus ojos se llenaron de lágrimas. La herida que le había causado las palabras de Mary todavía estaba abierta, y sabía que aún no había empezado a dolerle. Y, antes de que empezara a doler, intentó fortalecerse. Si Mary se obstinaba en acusarlo, él insistiría en que fuera examinada por un psiquiatra. No estaba cuerda del todo, siempre lo había sabido. Había intentado llevarla a un psiquiatra por lo de George, pero ella siempre se había negado. No tenía la menor posibilidad con sus acusaciones, porque él tenía una coartada, una coartada perfecta. Pero si ella insistía...
Había sido Mary quien en realidad lo había animado a matar a George, ahora estaba seguro de ello. Había sido ella quien había metido la idea en su cabeza con un millar de cosas que había ido insinuando. No hay salida a esta situación, Howard, a menos que él muera. Así que él lo había matado -por ella-, y Mary se había vuelto contra él. Pero la policía no iba a cogerlo.
Había un espacio para aparcar de casi cinco metros cerca de su casa y Howard deslizó el coche junto al bordillo. Lo cerró y fue a su casa.
El olor a tela quemada flotaba aún en su apartamento, y lo sorprendió, porque tenía la sensación de que había pasado mucho tiempo. Estudió la multa de aparcamiento de nuevo, ahora bajo una mejor luz.
Y supo de pronto que su coartada había desaparecido tan bruscamente como apareció.
La multa le había sido impuesta exactamente a las 5:45.
Patricia Highsmith (Fort Worth, Texas, 19 de enero de 1921 - Locarno, Suiza, 4 de febrero de 1995). Novelista estadounidense famosa por sus obras de suspenso.
Nació con el nombre de Mary Patricia Plangman en Fort Worth, Texas. Sus padres se divorciaron cinco meses antes de nacer Patricia y no conoció a su padre hasta los doce años. A raíz del divorcio, su madre y con ella Patricia se trasladaron a Greenwich Village, en Nueva York. Durante los primeros años de vida fue educada por su abuela materna, Willi Mae. En 1924 su madre se casó con Stanley Highsmith, del que Patricia tomaría el apellido.
La joven Highsmith mantuvo una relación intensa y complicada con su madre y con su padrastro. Según contó la propia Patricia Highsmith, su madre le confesó que durante su embarazo había tratado de abortar bebiendo aguarrás. Highsmith nunca superó esta relación de amor y odio, que la acompañó durante el resto de su vida y que llegó a convertir en ficción en el cuento "The Terrapin," en el cual un joven apuñala a su madre.
Su vocación por la escritura fue tempranísima; fue una voraz lectora, preocupada sobre todo por cuestiones relacionadas con la culpa, la mentira y el crimen, que más adelante serían los temas centrales en su obra. A los ocho años descubrió el libro de Karl Menninger La mente humana y quedó fascinada por los casos que describía de pacientes afligidos por enfermedades mentales. Los análisis de este autor sobre las conductas anormales influyeron en su percepción de los personajes literarios.
Empezó a escribir gruesos volúmenes desde los 16 años hasta su muerte con ideas sobre relatos y novelas, así como diarios. Todo este material se conserva en los Archivos Literarios Suizos, en Berna.
Se graduó en 1942 en el Barnard College, donde estudió literatura inglesa, latín y griego. En 1943 empezó a trabajar para la editorial Fawcett haciendo sinopsis de cómics y en esa época descubre su homosexualidad, tema que tratará más adelante cuando en 1952 aparezca bajo el pseudónimo de Claire Morgan su novela El precio de la sal.1 Trata de la problemática historia de amor entre dos mujeres, con un final feliz insólito para la época. Treinta y tantos años después la reimprimió con el título de Carol y descubriendo que era ella la verdadera autora, revelando en su epílogo las comprensibles razones del anonimato inicial. Finalizaba con estas palabras: "Me alegra pensar que este libro le dio a miles de personas solitarias y asustadas algo en que apoyarse".
A los 22 años comenzó a escribir su primera novela The click of the shutting, nunca publicada. En 1945, tras una breve estancia en México de cinco meses, surgen los cuentos "En la Plaza", escrito en Taxco, estado de Guerrero, y "El coche".
Publicó su primer cuento a los 24 años en la revista Harper´s Bazaar. En 1950 publica su primera novela, Extraños en un tren, por la que saltaría a la fama un año después con la adaptación al cine de Alfred Hitchcock.
El pesimismo de sus historias y la crueldad materialista de sus análisis éticos fueron mal acogidos en Estados Unidos, pero no en Europa, y como sus ideas políticas de sesgo comunista contrariaban al american way of life, abandonó el Nuevo Mundo y se trasladó para siempre a Europa en 1963. Residió en East Anglia (Reino Unido) y en Francia, y sus últimos años los pasó en Tegna al oeste de Locarno (Suiza), donde falleció el 4 de febrero de 1995.
Según cuenta su biografía, Beautiful Shadow, su vida personal era problemática, en parte por su alcoholismo; nunca tuvo una relación sentimental que durase más que unos pocos años, ni siquiera con la también novelista Marijane Meaker, y algunos de sus contemporáneos la tachaban de misantropía, en lo que hay algo de cierto. Prefería la compañía de sus muchos gatos y caracoles y una vez dijo: "Mi imaginación funciona mucho mejor cuando no tengo que hablar con la gente". También se la ha acusado de misoginia por sus Little Tales of Misogyny y de antiamericanismo por sus Tales of Natural and Unnatural Catastrophes; lo cierto es que su fama de escritora morbosa no la hizo especialmente vendible en los Estados Unidos. Highsmith encontraba frecuentemente inspiración en el arte, en la psicología clínica y en el reino animal.
Escribió más de 30 libros entre novelas, ocho colecciones de cuentos, entre los que destacan los Little Tales of Misogyny (Cuentos misóginos), los Cuentos de animales y los Tales of Natural and Unnatural Catastrophes (Cuentos de catástrofes naturales y no naturales, 1987), ensayos y otros textos, y dejó numeroso material inédito.
La temática de la obra de Patricia Highsmith se centra en torno a la culpa, la mentira y el crimen, y sus personajes, muy bien caracterizados, suelen estar cerca de la psicopatía y se mueven en la frontera misma entre el bien y el mal. Esto es muy notorio en su primera novela publicada, Extraños en un tren (de 1950), que fue llevada un año después al cine por Alfred Hitchcock con el mismo título y cuyo guion fue adaptadado por Raymond Chandler .
La visión de la realidad que se desprende de sus novelas y cuentos es depresiva, pesimista y sombría, como también su concepto sobre el ser humano. Algunas de sus novelas incluyen referencias homosexuales; su novela Carol, que sus editores rechazaron por su temática lésbica, fue publicada bajo el pseudónimo Claire Morgan en 1953 y vendió cerca de un millón de ejemplares. En su última novela publicada, Small g, un idilio de verano (de forma póstuma un mes después de su fallecimiento), se trata nuevamente la temática homosexual, esta vez en torno a la presentación de una serie de relaciones equivocadas.
Highsmith, cuyo estilo se presenta tan económico como el de Guy de Maupassant, al que admiraba, destaca especialmente como creadora de personajes, especialmente marginales. Busca la polémica y le atrae especialmente la ambigüedad moral: sus héroes suelen ser personajes turbios y ambiguos que explotan la hipocresía social para ascender socialmente. Su obra se compone de una veintena de novelas, un gran número de relatos y un ensayo, El arte del suspense. Su amigo Graham Greene dijo sobre ella: "Uno no cesa de releerla. Ha creado un mundo original, cerrado, irracional, opresivo, donde no penetramos sino con un sentimiento personal de peligro y casi a pesar nuestro, pues tenemos enfrente un placer mezclado con escalofrío".
Alabada por la crítica como una de las mejores escritoras de su generación, por la penetración psicológica que lograba en sus personajes y sus tramas complejas y muy elaboradas, consiguió un reconocimiento internacional que pasó al público.
Una estancia en Europa le inspiró el personaje del amoral Tom Ripley, cuya primera aparición data de 1955 con El talento de Mr. Ripley, escrita tras el primer viaje al Viejo Continente de la escritora, sufragado con los derechos cinematográficos de su primera novela, la ya citada Extraños en un tren.
Con esta primera novela de la serie de Ripley obtuvo el Gran Premio de Literatura Policíaca y estuvo nominada al Premio Edgar a la mejor novela, y fue adaptada al cine dos veces; el personaje aparecerá en otras cuatro novelas y se convertirá en uno de los más populares protagonistas de series de novelas policiacas, aunque no es ni detective ni policía, sino un estafador inteligentísimo que suplanta a sus víctimas y un ladrón y asesino ocasional; no se somete a la moral establecida y crea sus propios valores. Al contrario que lo habitual, no es castigado ni atrapado por la policía e inicia un gran ascenso social.