El cuento de Navidad

Guy de Maupassant

Un extraño relato de Navidad

El doctor Bonenfantes forzaba su memoria, murmurando:

¿Un recuerdo de Navidad?... ¿Un recuerdo de Navidad?...

Y, de pronto, exclamó:

Sí, tengo uno, y por cierto muy extraño. Es una historia fantástica, ¡un milagro! Sí, señoras, un milagro de Nochebuena.

Comprendo que admire oír hablar así a un incrédulo como yo. ¡Y es indudable que presencié un milagro! Lo he visto, lo que se llama verlo, con mis propios ojos.

¿Que si me sorprendió mucho? No; porque sin profesar creencias religiosas, creo que la fe lo puede todo, que la fe levanta las montañas. Pudiera citar muchos ejemplos, y no lo hago para no indignar a la concurrencia, por no disminuir el efecto de mi extraña historia.

Confesaré, por lo pronto, que si lo que voy a contarles no fue bastante para convertirme, fue suficiente para emocionarme; procuraré narrar el suceso con la mayor sencillez posible, aparentando la credulidad propia de un campesino.

Entonces era yo médico rural y habitaba en plena Normandía, en un pueblecillo que se llama Rolleville.

Aquel invierno fue terrible. Después de continuas heladas comenzó a nevar a fines de noviembre. Amontonábanse al norte densas nubes, y caían blandamente los copos de nieve tenue y blanca.

En una sola noche se cubrió toda la llanura.

Las masías, aisladas, parecían dormir en sus corralones cuadrados como en un lecho, entre sábanas de ligera y tenaz espuma, y los árboles gigantescos del fondo, también revestidos, parecían cortinajes blancos.

Ningún ruido turbaba la campiña inmóvil. Solamente los cuervos, a bandadas, describían largos festones en el cielo, buscando la subsistencia, sin encontrarla, lanzándose todos a la vez sobre los campos lívidos y picoteando la nieve.

Sólo se oía el roce tenue y vago al caer los copos de nieve.

Nevó continuamente durante ocho días; luego, de pronto, aclaró. La tierra se cubría con una capa blanca de cinco pies de grueso.

Y, durante cerca de un mes, el cielo estuvo, de día, claro como un cristal azul y, por la noche, tan estrellado como si lo cubriera una escarcha luminosa. Helaba de tal modo que la sábana de nieve, compacta y fría, parecía un espejo.

La llanura, los cercados, las hileras de olmos, todo parecía muerto de frío. Ni hombres ni animales asomaban; solamente las chimeneas de las chozas en camisa daban indicios de la vida interior, oculta, con las delgadas columnas de humo que se remontaban en el aire glacial.

De cuando en cuando se oían crujir los árboles, como si el hielo hiciera más quebradizas las ramas, y a veces desgajábase una, cayendo como un brazo cortado a cercén.

Las viviendas campesinas parecían mucho más alejadas unas de otras. Vivíase malamente; cada uno en su encierro. Sólo yo salía para visitar a mis pacientes más próximos, y expuesto a morir enterrado en la nieve de una hondonada.

Comprendí al punto que un pánico terrible se cernía sobre la comarca. Semejante azote parecía sobrenatural. Algunos creyeron oír de noche silbidos agudos, voces pasajeras. Aquellas voces y aquellos silbidos los daban, sin duda, las aves migratorias que viajaban al anochecer y que huían sin cesar hacia el sur. Pero es imposible que razonen gentes desesperadas. El espanto invadía las conciencias y se aguardaban sucesos extraordinarios.

La fragua de Vatinel hallábase a un extremo del caserío de Epívent, junto a la carretera intransitada y desaparecida. Como carecían de pan, el herrero decidió ir a buscarlo. Entretúvose algunas horas hablando con los vecinos de las seis casas que formaban el núcleo principal del caserío; recogió el pan, varias noticias, algo del temor esparcido por la comarca, y se puso en camino antes de que anocheciera.

De pronto, bordeando un seto, creyó ver un huevo sobre la nieve, un huevo muy blanco; inclinose para cerciorarse; no cabía duda; era un huevo. ¿Cómo sé hallaba en tan apartado lugar? ¿Qué gallina salió de su corral para ponerlo allí? El herrero, absorto, no se lo explicaba, pero cogió el huevo para llevárselo a su mujer.

-Toma este huevo que encontré en el camino.

La mujer bajó la cabeza, recelosa:

-¿Un huevo en el camino con el tiempo que hace? ¿No te has emborrachado?

-No, mujer, no; te aseguro que no he bebido. Y el huevo estaba junto a un seto, caliente aún. Ahí lo tienes; me lo metí en el pecho para que no se enfriase. Cómetelo esta noche.

Lo echaron en la cazuela donde se hacía la sopa, y el herrero comenzó a referir lo que se decía en la comarca.

La mujer escuchaba, palideciendo.

-Es cierto; yo también oí silbidos la pasada noche, y entraban por la chimenea.

Sentáronse y tomaron la sopa; luego, mientras el marido untaba un pedazo de pan con manteca, la mujer cogió el huevo, examinándolo con desconfianza.

-¿Y si tuviese algún maleficio?

-¿Qué maleficio puede tener?

-¡Toma! ¡Si yo supiera!

-¡Vaya! Cómetelo y no digas bestialidades.

La mujer abrió el huevo; era como todos, y se dispuso a tomárselo con prevención, cogiéndolo, dejándolo, volviendo a cogerlo. El hombre decía:

-¿Qué haces? ¿No te gusta? ¿No es bueno?

Ella, sin responder, acabó de tragárselo. Y de pronto fijó en su marido los ojos, feroces, inquietos, levantó los brazos y, convulsa de pies a cabeza, cayó al suelo, retorciéndose, dando gritos horribles.

Toda la noche tuvo convulsiones violentas y un temblor espantoso la sacudía, la transformaba. El herrero, falto de fuerza para contenerla, tuvo que atarla.

Y la mujer, sin reposo, vociferaba:

-¡Se me ha metido en el cuerpo! ¡Se me ha metido en el cuerpo!

Por la mañana me avisaron. Apliqué todos los calmantes conocidos; ninguno me dio resultado. Estaba loca.

Y, con una increíble rapidez, a pesar del obstáculo que ofrecían a las comunicaciones las altas nieves heladas, la noticia corrió de finca en finca: 'La mujer de la fragua tiene los diablos en el cuerpo.'

Acudían los curiosos de todas partes; pero sin atreverse a entrar en la casa, oían desde fuera los horribles gritos, lanzados por una voz tan potente que no parecían propios de un ser humano.

Advirtieron al cura. Era un viejo incauto. Acudió con sobrepelliz, como si se tratara de auxiliar a un moribundo, y pronunció las fórmulas del exorcismo, extendiendo las manos, rociando con el hisopo a la mujer, que se retorcía soltando espumarajos, mal sujeta por cuatro mocetones.

Los diablos no quisieron salir.

Y llegaba la Nochebuena, sin mejorar el tiempo.

La víspera, por la mañana, el cura fue a visitarme:

-Deseo -me dijo- que asista la infeliz a la misa de gallo. Tal vez Nuestro Señor Jesucristo la salve, a la hora en que nació de una mujer.

Yo respondí:

-Me parece bien, señor cura. Es posible que se impresione con la ceremonia, muy a propósito para conmover, y que sin otra medicina pueda salvarse.

El viejo cura insinuó:

-Usted es un incrédulo, doctor, y, sin embargo, confío mucho en su ayuda. ¿Quiere usted encargarse de que la lleven a la iglesia?

Prometí hacer para servirle cuanto estuviese a mi alcance.

De noche comenzó a repicar la campana, lanzando sus quejumbrosas vibraciones a través de la sombría llanura, sobre la superficie tersa y blanca de la nieve.

Bultos negros llegaban agrupados lentamente, sumisos a la voz de bronce del campanario. La luna llena iluminaba con su tibia claridad todo el horizonte, haciendo más notoria la pálida desolación de los campos.

Fui a la fragua con cuatro mocetones robustos.

La endemoniada seguía rugiendo y aullando, sujeta con sogas a la cama. La vistieron, venciendo con dificultad su resistencia, y la llevaron.

A pesar de hallarse ya la iglesia llena de gente y encendidas todas las luces, hacía frío; los cantores aturdían con sus voces monótonas; roncaba el serpentón; la campanilla del monaguillo advertía con su agudo tintineo a los devotos los cambios de postura.

Detuve a la mujer y a sus cuatro portadores en la cocina de la casa parroquial, aguardando el instante oportuno. Juzgué que éste sería el que sigue a la comunión.

Todos los campesinos, hombres y mujeres, habían comulgado pidiendo a Dios que los perdonase. Un silencio profundo invadía la iglesia, mientras el cura terminaba el misterio divino.

Obedeciéndome, los cuatro mozos abrieron la puerta y acercáronse a la endemoniada.

Cuando ella vio a los fieles de rodillas, las luces y el tabernáculo resplandeciente, hizo esfuerzos tan vigorosos para soltarse que a duras penas conseguimos retenerla; sus agudos clamores trocaron de pronto en dolorosa inquietud la tranquilidad y el recogimiento de la muchedumbre; algunos huyeron.

Crispada, retorcida, con las facciones descompuestas y los ojos encendidos, apenas parecía una mujer.

La llevaron a las gradas del presbiterio, sosteniéndola fuertemente, agazapada.

Cuando el cura la vio allí, sujeta, se acercó cogiendo la custodia, entre cuyas irradiaciones de oro aparecía una hostia blanca, y alzando por encima de su cabeza la sagrada forma, la presentó con toda solemnidad a la vista de la endemoniada.

La mujer seguía vociferando y aullando, con los ojos fijos en aquel objeto brillante; y el cura estaba inquieto, inmóvil, hasta el punto de parecer una estatua.

La mujer mostrábase temerosa, fascinada, contemplando fijamente la custodia; presa de terribles angustias, vociferaba todavía; pero sus voces eran menos desgarradoras.

Aquello duró bastante.

Hubiérase dicho que su voluntad era impotente para separar la vista de la hostia; gemía, sollozaba; su cuerpo, abatido, perdía la rigidez, recobraba su blandura.

La muchedumbre se había prosternado con la frente en el suelo; y la endemoniada, parpadeando, como si no pudiera resistir la presencia de Dios ni sustraerse a contemplarlo, callaba. Luego advertí que se habían cerrado sus ojos definitivamente.

Dormía el sueño del sonámbulo, hipnotizada..., ¡no, no!, vencida por la contemplación de las fulgurantes irradiaciones de la custodia de oro; humillada por Cristo Nuestro Señor triunfante.

Se la llevaron, inerte, y el cura volvió al altar.

La muchedumbre, desconcertada, entonó un tedeum.

Y la mujer del herrero durmió cuarenta y ocho horas seguidas. Al despertar, no conservaba ni la más insignificante memoria de la posesión ni del exorcismo.

Ahí tienen, señoras, el milagro que yo presencié.

Hubo un corto silencio y, luego, añadió:

-No pude negarme a dar mi testimonio por escrito.

fuente: El cuento del día.foto:internet

El cuento del domingo

Horacio Quiroga

La guerra de los Yacarés

En un río muy grande, en un país desierto donde nunca había estado el hombre, vivían muchos yacarés. Eran más de cien o más de mil.

Comían pescados, bichos que iban a tomar agua al río, pero sobre todo pescados. Dormían la siesta en la arena de la orilla, y a veces jugaban sobre el agua cuando había noches de luna.

Todos vivían muy tranquilos y contentos. Pero una tarde, mientras dormían la siesta, un yacaré se despertó de golpe y levantó la cabeza porque creía haber sentido ruido. Prestó oídos y lejos, muy lejos, oyó efectivamente un ruido sordo y profundo. Entonces llamó al yacaré que dormía a su lado.

-¡Despiértate!- le dijo-. Hay peligro.

-¿Qué cosa?- respondió el otro, alarmado.

-No sé-contestó el yacaré que se había despertado primero-. Siento un ruido desconocido.

El segundo yacaré oyó el ruido a su vez, y en un momento despertaron a los otros. Todos se asustaron y corrían de un lado para otro con la cola levantada.

Y no era para menos su inquietud, porque el ruido crecía, crecía.

Pronto vieron como una nubecita de humo a lo lejos, y oyeron un ruido de chas-chas en el río como si golpearan el agua muy lejos.

Los yacarés se miraban unos a otros: ¿qué podía ser aquello?

Pero un yacaré viejo y sabio, el más sabio y viejo de todos, un viejo yacaré a quien no quedaban sino dos dientes sanos en los costados de la boca, y que había hecho una vez un viaje hasta el mar, dijo de repente:

-¡Yo sé lo que es! ¡Es una ballena! ¡Son grandes y echan agua blanca por la nariz! El agua cae para atrás.

Al oír esto, los yacarés chiquitos comenzaron a gritar como locos de miedo, zambullendo la cabeza. Y gritaban:

-¡Es una ballena! ¡Ahí viene la ballena!

Pero el viejo yacaré sacudió de la cola al yacarecito que tenía más cerca.

-¡No tengan miedo!- les gritó-. ¡Yo sé lo que es la ballena! ¡Ella tiene miedo de nosotros! ¡Siempre tiene miedo!

Con lo cual los yacarés chicos se tranquilizaron. Pero en seguida volvieron a asustarse, porque el humo gris se cambió de repente en humo negro, y todos sintieron bien fuerte ahora el chas-chas-chas en el agua. Los yacarés, espantados, se hundieron en el río, dejando

solamente fuera los ojos y la punta de la nariz. Y así vieron pasar delante de ellos aquella cosa inmensa, llena de humo y golpeando el agua, que era un vapor de ruedas que navegaba por primera vez por aquel río.

El vapor pasó, se alejó y desapareció. Los yacarés entonces fueron saliendo del agua, muy enojados con el viejo yacaré, porque los había engañado, diciéndoles que eso era una ballena.

-¡Eso no es una ballena!- le gritaron en las orejas, porque era un poco sordo-. ¿Qué es eso que pasó?

El viejo yacaré les explicó entonces que era un vapor, lleno de fuego, y que los yacarés se iban a morir todos si el buque seguía pasando.

Pero los yacarés se echaron a reír, porque creyeron que el viejo se había vuelto loco. ¿Por qué se iban a morir ellos si el vapor seguia pasando? Estaba bien loco, el pobre yacaré viejo!

Y como tenían hambre se pusieron a buscar pescados.

Pero no había ni un pescado. No encontraron un solo pescado. Todos se habían ido, asustados por el ruido del vapor. No había más pescados.

-¿No les decía yo?- dijo entonces el viejo yacaré-. Ya no tenemos nada que comer. Todos los pescados se ha ido. Esperemos hasta mañana.

Puede ser que el vapor no vuelva más, y los pescados volverán cuando no tengan más miedo.

Pero al día siguiente sintieron de nuevo el ruido en el agua, y vieron pasar de nuevo al vapor, haciendo mucho ruido y largando tanto humo que oscurecía el cielo.

-Bueno-dijeron entonces los yacarés-; el buque pasó ayer, pasó hoy, y pasará mañana. Ya no habrá más pescados ni bichos que vengan a tomar agua, y nos moriremos de hambre. Hagamos entonces un dique.

-Sí, un dique! Un dique!- gritaron todos, nadando a toda fuerza hacia la orilla-. Hagamos un dique!

En seguida se pusieron a hacer el dique. Fueron todos al bosque y echaron abajo más de diez mil árboles, sobre todo lapachos y quebrachos, porque tienen la madera muy dura... Los cortaron con la especie de serrucho que los yacarés tienen encima de la cola; los

empujaron hasta el agua, y los clavaron a todo lo ancho del río, a un metro uno del otro. Ningún buque podía pasar por allí, ni grande ni chico. Estaban seguros de que nadie vendría a espantar los pescados.

Y como estaban muy cansados, se acostaron a dormir en la playa.

Al otro día dormían todavía cuando oyeron el chaschas-chas del vapor.

Todos oyeron, pero ninguno se levantó ni abrió los ojos siquiera. ¿Qué les importaba el buque? Podía hacer todo el ruido que quisiera, por allí no iba a pasar.

En efecto: el vapor estaba muy lejos todavía cuando se detuvo. Los hombres que iban adentro miraron con anteojos aquella cosa atravesada en el río y mandaron un bote a ver qué era aquello que les impedía pasar. Entonces los yacarés se levantaron y fueron al dique, y miraron por entre los palos, riéndose del chasco que se había llevado el vapor.

El bote se acercó, vio el formidable dique que habían levantado los yacarés y se volvió al vapor. Pero después volvió otra vez al dique, y los hombres del bote gritaron:

-¡Eh, yacarés!

-¡Qué hay!- respondieron los yacarés, sacando la cabeza por entre los troncos del dique.

-¡Nos esta estorbando eso!- continuaron los hombres.

-¡Ya lo sabemos!

-¡No podemos pasar!

-¡Es lo que queremos!

-¡Saquen el dique!

-¡No lo sacamos!

Los hombres del bote hablaron un rato en voz baja entre ellos y gritaron después:

-¡Yacarés!

-¿Qué hay?- contestaron ellos.

-¿No lo sacan?

-¡No!

-¡Hasta mañana, entonces!

-¡Hasta cuando quieran!

Y el bote volvió al vapor, mientras los yacarés, locos de contentos, daban tremendos colazos en el agua. Ningún vapor iba a pasar por allí y siempre, siempre, habría pescados.

Pero al día siguiente volvió el vapor, y cuando los yacarés miraron el buque, quedaron mudos de asombro: ya no era el mismo buque. Era otro, un buque de color ratón, mucho más grande que el otro. ¿Qué nuevo vapor era ése? ¿Ese también quería pasar? No iba a pasar, no. ¡Ni ése, ni otro, ni ningún otro!

-¡No, no va a pasar!- gritaron los yacarés, lanzándose al dique, cada cual a su puesto entre los troncos.

El nuevo buque, como el otro, se detuvo lejos, y también como el otro bajó un bote que se acercó al dique.

Dentro venían un oficial y ocho marineros. El oficial gritó:

-¡Eh, yacarés!

-¡Qué hay! - respondieron éstos.

-¿No sacan el dique?

-No.

-¿No?

-¡No!

-Está bien- dijo el oficial-. Entonces lo vamos a echar a pique a cañonazos.

-¡Echen!- contestaron los yacarés.

Y el bote regresó al buque.

Ahora bien, ese buque de color ratón era un buque de guerra, un acorazado, con terribles cañones. El viejo yacaré sabio, que había ido una vez hasta el mar, se acordó de repente y apenas tuvo tiempo de gritar a los otros yacarés:

-¡Escóndanse bajo el agua! ¡Ligero! ¡Es un buque de guerra! ¡Cuidado! ¡Escóndanse!

Los yacarés desaparecieron en un instante bajo el agua y nadaron hacia la orilla, donde quedaron hundidos, con la nariz y los ojos únicamente fuera del agua. En ese mismo momento, del buque salió una gran nube blanca de humo, sonó un terrible estampido, y una

enorme bala de cañón cayó en pleno dique, justo en el medio. Dos o tres troncos volaron hechos pedazos, y en seguida cayó otra bala, y otra y otra más, y cada una hacía saltar por el aire en astillas un pedazo de dique, hasta que no quedó nada del dique. Ni un tronco, ni

una astilla, ni una cáscara. Todo había sido deshecho a cañonazos por el acorazado. Y los yacarés, hundidos en el agua, con los ojos y la nariz solamente afuera, vieron pasar el buque de guerra, silbando a toda fuerza.

Entonces los yacarés salieron del agua y dijeron:

-Hagamos otro dique mucho más grande que el otro.

Y en esa misma tarde y esa noche misma hicieron otro dique, con troncos inmensos. Después se acostaron a dormir, cansadísimos, y estaban durmiendo todavía al día siguiente cuando el buque de guerra llegó otra vez, y el bote se acercó al dique.

-¡Eh, yacarés!- gritó el oficial.

-¡Qué hay!- respondieron los yacarés.

-¡Saquen ese otro dique!

-¡No lo sacamos!

-¡Lo vamos a deshacer a cañonazos como al otro!

-¡Deshagan... si pueden!

-¡Y hablaban así con orgullo porque estaban seguros de que su nuevo dique no podría ser deshecho ni por todos los cañones del mundo.

Pero un rato después el buque volvió a llenarse de humo, y con un horrible estampido la bala reventó en el medio del dique, porque esta vez habían tirado con granada. La granada reventó contra los troncos, hizo saltar, despedazó, redujo a astillas las enormes vigas. La segunda reventó al lado de la primera y otro pedazo de dique voló por el aire. Y así fueron deshaciendo el dique. Y no quedó nada del dique; nada, nada. El buque de guerra pasó entonces delante de los yacarés, y los hombres les hacían burlas tapándose la boca.

-Bueno- dijeron entonces los yacarés, saliendo del agua-. Vamos a morir todos, porque el buque va a pasar siempre y los pescados no volverán.

Y estaban tristes, porque los yacarés chiquitos se quejaban de hambre.

El viejo yacaré dijo entonces:

-Todavía tenemos una esperanza de salvarnos. Vamos a ver al Surubí. Yo hice el viaje con él cuando fui hasta el mar, y tiene un torpedo. El vio un combate entre dos buques de guerra, y trajo hasta aquí un torpedo que no reventó. Vamos a pedírselo, y aunque está muy enojado con nosotros los yacarés, tiene buen corazón y no querrá que muramos todos.

El hecho es que antes, muchos años antes, los yacarés se habían comido a un sobrinito del Surubí, y éste no había querido tener más relaciones con los yacarés. Pero a pesar de todo fueron corriendo a ver al Surubí, que vivía en una gruta grandísima en la orilla del río Paraná, y que dormía siempre al lado de su torpedo. Hay surubíes que tienen hasta dos metros de largo y el dueño del torpedo era uno de éstos.

-¡Eh, Surubí!- gritaron todos los yacarés desde la entrada de la gruta, sin atreverse a entrar por aquel asunto del sobrinito.

-¿Quién me llama?- contestó el Surubí.

-¡Somos nosotros, los yacarés!

-¡No tengo ni quiero tener relación con ustedes -respondió el Surubí, de mal humor.

Entonces el viejo yacaré se adelantó un poco en la gruta y dijo:

-¡Soy yo, Surubí! ¡Soy tu amigo el yacaré que hizo contigo el viaje hasta el mar!

Al oír esa voz conocida, el Surubí salió de la gruta.

-¡Ah, no te había conocido!- le dijo cariñosamente a su viejo amigo-. ¿Qué quieres?

-Venimos a pedirte el torpedo. Hay un buque de guerra que pasa por nuestro río y espanta a los pescados. Es un buque de guerra, un acorazado. Hicimos un dique, y lo echó a pique. Hicimos otro y lo echó también a pique. Los pescados se han ido, y nos moriremos de

hambre. Danos el torpedo, y lo echaremos a pique a él.

El Surubí, al oír esto, pensó un largo rato, y después dijo:

-Está bien; les prestaré el torpedo, aunque me acuerdo siempre de lo que hicieron con el hijo de mi hermano. ¿Quién sabe hacer reventar el torpedo?

Ninguno sabía, y todos callaron.

-Está bien-dijo el Surubí, con orgullo-, yo lo haré reventar. Yo sé hacer eso.

Organizaron entonces el viaje. Los yacarés se ataron todos unos con otros; de la cola de uno al cuello del otro; de la cola de éste al cuello de aquél, formando así una larga cadena de yacarés que tenía más de una cuadra. El inmenso Surubí empujó al torpedo hacia la corriente y se colocó bajo él, sosteniéndolo sobre el lomo para que flotara. Y como las lianas con que estaban atados los yacarés uno detrás de otro se habían concluido, el Surubí se prendió con los dientes de la cola del último yacaré, y así emprendieron la marcha. El Surubí sostenía el torpedo, y los yacarés tiraban corriendo por la costa. Subían, bajaban, saltaban por sobre las piedras, corriendo siempre y arrastrando al torpedo, que levantaba olas como un buque por la velocidad de la corrida. Pero a la mañana siguiente, bien temprano, llegaban al lugar donde habían construido su último dique, y comenzaron en seguida otro, pero mucho más fuerte que los anteriores, porque por consejo del Surubí colocaron los troncos bien juntos, uno al lado del otro. Era un dique realmente formidable.

Hacía apenas una hora que acababan de colocar el último tronco del dique, cuando el buque de guerra apareció otra vez, y el bote con el oficial y ocho marineros se acercó de nuevo al dique. Los yacarés se treparon entonces por los troncos y asomaron la cabeza del otro lado.

-¡Eh, yacarés!- gritó el oficial.

-¡Qué hay!- respondieron los yacarés.

-¿Otra vez el dique?

-¡Sí, otra vez!

-¡Saquen ese dique!

-¡Nunca!

-¿No lo sacan?

-¡No!

-¡Bueno; entonces, oigan- dijo el oficial-: Vamos a deshacer este dique, y para que no quieran hacer otro los vamos a deshacer después a ustedes, a cañonazos. No va a quedar ni uno solo vivo -ni grandes, ni chicos, ni gordos, ni flacos ni jóvenes, ni viejos, como ese viejísimo yacaré que veo allí, y que no tiene sino dos dientes en los costados de la boca.

El viejo y sabio yacaré, al ver que el oficial hablaba de él y se burlaba, le dijo:

-Es cierto que no me quedan sino pocos dientes, y algunos rotos. ¿Pero usted sabe qué van a comer mañana estos dientes?-añadió, abriendo su inmensa boca.

-¿Qué van a comer, a ver?- respondieron los marineros.

-A ese oficialito- dijo el yacaré y se bajó rápidamente de su tronco.

Entretanto, el Surubí había colocado su torpedo bien en medio del dique, ordenando a cuatro yacarés que lo agarraran con cuidado y lo hundieran en el agua hasta que él les avisara. Así lo hicieron. En seguida, los demás yacarés se hundieron a su vez cerca de la orilla, dejando únicamente la nariz y los ojos fuera del agua. El Surubí se hundió al lado de su torpedo.

De repente el buque de guerra se llenó de humo y lanzó el primer cañonazo contra el dique. La granada reventó justo en el centro del dique, e hizo volar en mil pedazos diez o doce troncos.

Pero el Surubí estaba alerta y apenas quedó abierto el agujero en el dique, gritó a los yacarés que estaban bajo el agua sujetando el torpedo:

-Suelten el torpedo, ligero, suelten!

Los yacarés soltaron, y el torpedo vino a flor de agua.

En menos del tiempo que se necesita para contarlo, el Surubí colocó el torpedo bien en el centro del boquete abierto, apuntando con un solo ojo, y poniendo en movimiento el mecanismo del torpedo, lo lanzó contra el buque.

¡Ya era tiempo! En ese instante el acorazado lanzaba su segundo cañonazo y la granada iba a reventar entre los palos, haciendo saltar en astillas otro pedazo del dique.

Pero el torpedo llegaba ya al buque, y los hombre que estaban en él lo vieron: es decir, vieron el remolino que hace en el agua un torpedo.

Dieron todos un gran grito de miedo y quisieron mover el acorazado para que el torpedo no lo tocara.

Pero era tarde; el torpedo llegó, chocó con el inmenso buque bien en el centro, y reventó.

No es posible darse cuenta del terrible ruido con que reventó el torpedo. Reventó, y partió el buque en quince mil pedazos; lanzó por el aire, a cuadras y cuadras de distancia, chimeneas, máquinas, cañones, lanchas, todo.

Los yacarés dieron un grito de triunfo y corrieron como locos al dique.

Desde allí vieron pasar por el agujero abierto por la granada a los hombres muertos, heridos y algunos vivos que la corriente del río arrastraba.

Se treparon amontonados en los dos troncos que quedaban a ambos lados del boquete y cuando los hombres pasaban por allí, se burlaban tapándose la boca con las patas.

No quisieron comer a ningún hombre, aunque bien lo merecían. Sólo cuando pasó uno que tenía galones de oro en el traje y que estaba vivo, el viejo yacaré se lanzó de un salto al agua, y ¡tac! en dos golpes de boca se lo comió.

-¿Quién es ése?- preguntó un yacarecito ignorante.

-Es el oficial- le respondió el Surubí-. Mi viejo amigo le había prometido que lo iba a comer, y se lo ha comido.

Los yacarés sacaron el resto del dique, que para nada servía ya, puesto que ningún buque volvería a pasar por allí. El Surubí, que se había enamorado del cinturón y los cordones del oficial, pidió que se los regalaran, y tuvo que sacárselos de entre los dientes al viejo yacaré, pues habían quedado enredados allí. El Surubí se puso el cinturón, abrochándolo por bajo las aletas, y del extremo de sus grandes bigotes prendió los cordones de la espada. Como la piel del Surubí es muy bonita, y las manchas oscuras que tiene se parecen a las de una víbora, el Surubí nado una hora pasando y repasando ante los yacarés, que lo admiraban con la boca abierta.

Los yacarés lo acompañaron luego hasta su gruta, y le dieron las gracias infinidad de veces. Volvieron después a su paraje. Los pescados volvieron también, los yacarés vivieron y viven todavía muy felices, porque se han acostumbrado al fin a ver pasar vapores y buques que llevan naranjas.

Pero no quieren saber nada de buques de guerra.

Horacio Silvestre Quiroga Forteza (Salto, Uruguay, 31 de diciembre de 1878Buenos Aires, Argentina, 19 de febrero de 1937), cuentista, dramaturgo y poeta uruguayo. Fue el maestro del cuento latinoamericano, de prosa vívida, naturalista y modernista.2 Sus relatos breves, que a menudo retratan a la naturaleza como enemiga del ser humano bajo rasgos temibles y horrorosos, le valieron ser comparado con el estadounidense Edgar Allan Poe.

La vida de Quiroga, marcada por la tragedia, los accidentes de caza y los suicidios, culminó por decisión propia, cuando bebió un vaso de cianuro en el Hospital de Clínicas de la ciudad de Buenos Aires a los 58 años de edad, tras enterarse de que padecía de cáncer de próstata.3
Horacio Quiroga fue el segundo hijo del matrimonio de Prudencio Quiroga y Pastora Forteza. En el momento de su nacimiento, su padre había sido, por dieciocho años, el Vice-Cónsul argentino en Salto. Antes de cumplir dos meses y medio, el 14 de marzo de 1879 su padre murió al dispararse accidentalmente con una Barret calibre 50 que llevaba en la mano.

Hizo sus estudios en Montevideo, capital de Uruguay hasta terminar el colegio secundario. Estos estudios incluyeron formación técnica (Instituto Politécnico de Montevideo) y general (Colegio Nacional), y ya desde muy joven demostró un enorme interés por la literatura, la química, la fotografía, la mecánica, el ciclismo y la vida de campo. A esa temprana edad fundó la Sociedad de Ciclismo de Salto y viajó en bicicleta desde Salto hasta Paysandú (120 km).

En esta época pasaba larguísimas horas en un taller de reparación de maquinarias y herramientas. Por influencia del hijo del dueño empezó a interesarse por la filosofía. Se autodefiniría como «franco y vehemente soldado del materialismo filosófico».

Simultáneamente también trabajaba, estudiaba y colaboraba con las publicaciones La Revista y La Reforma. Poco a poco, fue puliendo su estilo y haciéndose conocido. Aún se conserva su primer cuaderno de poesías, que contiene 22 poemas de distintos estilos, escritos entre 1894 y 1897.

Durante el carnaval de 1898, el joven poeta conoció a su primer amor, una niña llamada María Esther Jurkovski, que inspiraría dos de sus obras más importantes: Las sacrificadas (1920) y Una estación de amor. Pero los desencuentros provocados por los padres de la joven —que reprobaban la relación, debido al origen no judío de Quiroga— precipitaron la separación definitiva.

En 1897 fundó la Revista de Salto. Después del suicidio de su padrastro, que presenció, Horacio decidió invertir la herencia recibida en un viaje a París. Estuvo —contando el tiempo de viaje— cuatro meses ausente. Sin embargo, las cosas no salieron como había planeado: el mismo joven orgulloso que había partido de Montevideo en primera clase, regresó en tercera, andrajoso, hambriento y con una larga barba negra que ya no se quitaría nunca más. Resumió sus recuerdos de esta experiencia en Diario de viaje a París (1900).

Al volver a su país, Quiroga reunió a sus amigos Federico Ferrando, Alberto Brignole, Julio Jaureche, Fernández Saldaña, José Hasda y Asdrúbal Delgado, y fundó con ellos el «Consistorio del Gay Saber»,4 una especie de laboratorio literario experimental donde todos ellos probarían nuevas formas de expresarse y preconizarían los objetivos modernistas. Pese a su corta existencia, el Consistorio presidió la vida literaria de Montevideo y las polémicas con el grupo de Julio Herrera y Reissig.

La alegría que le provocó la aparición de su primer libro (Los arrecifes de coral, poemas, cuentos y prosa lírica, publicado en Buenos Aires en 1901, dedicado a Lugones) se vio trágicamente opacada —una vez más— por las muertes de dos de sus hermanos, Prudencio y Pastora, víctimas de la fiebre tifoidea en el Chaco.

El funesto año de 1901 guardaba aún otra espantosa sorpresa para el escritor: su amigo Federico Ferrando, que había recibido malas críticas del periodista montevideano Germán Papini Zas, comunicó a Quiroga que deseaba batirse a duelo con aquél. Horacio, preocupado por la seguridad de Ferrando, se ofreció a revisar y limpiar el revólver que iba a ser utilizado en la disputa. Inesperadamente, mientras inspeccionaba el arma, se le escapó un tiro que impactó en la boca de Federico, matándolo instantáneamente. Llegada al lugar la policía, Quiroga fue detenido, sometido a interrogatorio y posteriormente trasladado a una cárcel correccional. Al comprobarse la naturaleza accidental y desafortunada del homicidio, el escritor fue liberado tras cuatro días de reclusión.

La pena y la culpa por la muerte de su querido compañero llevaron a Quiroga a disolver el Consistorio y a abandonar el Uruguay para pasar a la Argentina. Cruzó el Río de la Plata en 1902 y fue a vivir con María, otra de sus hermanas. En Buenos Aires el artista alcanzaría la madurez profesional, que llegaría a su punto cúlmine durante sus estancias en la selva. Además, su cuñado lo inició en la pedagogía, consiguiéndole trabajo bajo contrato como maestro en las mesas de examen del Colegio Nacional de Buenos Aires.

Designado profesor de castellano en el Colegio Británico de Buenos Aires en marzo de 1903, Quiroga quiso acompañar, en junio del mismo año y ya convertido en un fotógrafo experto, a Leopoldo Lugones en una expedición a Misiones, financiada por el Ministerio de Educación, en la que el insigne poeta argentino planeaba investigar unas ruinas de las misiones jesuíticas en esa provincia. La excelencia de Quiroga como fotógrafo hizo que Lugones aceptara llevarlo, y el uruguayo pudo documentar en imágenes ese viaje de descubrimiento.

La profunda impresión que le causó la jungla misionera marcaría su vida para siempre: seis meses después Quiroga invirtió el último dinero que le quedaba de su herencia (siete mil pesos) en comprar unos campos algodoneros en el Chaco, ubicados a siete kilómetros de Resistencia, a orillas del Río Saladito. El proyecto fracasó en el aspecto económico, principalmente por problemas de Quiroga con sus peones aborígenes, pero la vida de Horacio se enriqueció al convertirse, por primera vez, en un hombre de campo. Su narrativa, en consecuencia, se benefició con el profundo conocimiento de la cultura rural y de sus hombres, en un cambio estilístico que el escritor mantendría para siempre.

Al regresar a Buenos Aires luego de su fallida experiencia en el Chaco, Quiroga abrazó la narración breve con pasión y energía. Fue así que en 1904 publicó el notable libro de relatos El crimen de otro, fuertemente influido por el estilo de Edgar Allan Poe, que fue reconocido y elogiado, entre otros, por José Enrique Rodó. Estas primeras comparaciones con el «Maestro de Boston» no molestaban a Quiroga, que las escucharía con complacencia hasta el fin de su vida, respondiendo a menudo que Poe era su primer y principal maestro.

Durante dos años Quiroga trabajó en multitud de cuentos, muchos de ellos de terror rural, pero otros en forma de deliciosas historias para niños pobladas de animales que hablan y piensan sin perder las características naturales de su especie. A esta época pertenecen la novela breve Los perseguidos (1905), producto de un viaje con Leopoldo Lugones por la selva misionera, hasta la frontera con Brasil, y su soberbio y horroroso El almohadón de plumas, publicado en la celebérrima revista argentina Caras y Caretas en 1905, que llegó a publicar ocho cuentos de Quiroga al año. A poco de comenzar a publicar en ella, Quiroga se convirtió en un colaborador famoso y prestigioso, cuyos escritos eran buscados ávidamente por miles de lectores.

En 1906 Quiroga decidió volver a su amada selva. Aprovechando las facilidades que el gobierno ofrecía para la explotación de las tierras, compró una chacra (junto con Vicente Gozalbo) de 185 hectáreas en la provincia de Misiones, sobre la orilla del Alto Paraná, y comenzó a hacer los preparativos destinados a vivir allí, mientras enseñaba Castellano y Literatura.

Durante las vacaciones de 1908, el literato se trasladó a su nueva propiedad, construyó las primeras instalaciones y comenzó a edificar el bungalow donde se establecería.

Enamorado de una de sus alumnas —la adolescente Ana María Cires—, le dedicó su primera novela, titulada Historia de un amor turbio. Quiroga insistió en la relación frente a la oposición de los padres de la alumna obteniendo por fin el permiso para casarse y llevarla a vivir a la selva con él. Los suegros de Quiroga, preocupados por los riesgos de la vida salvaje, siguieron al matrimonio y se trasladaron a Misiones con su hija y yerno. Así, pues, el padre de Ana María, su madre y una amiga de esta, se instalaron en una casa cercana a la vivienda del matrimonio Quiroga.

En 1911 Ana María dio a luz a su primera hija, Eglé Quiroga, en su casa de la selva. Durante ese mismo año, el escritor comenzó la explotación de sus yerbatales en sociedad con su amigo uruguayo Vicente Gozalbo y, al mismo tiempo, fue nombrado Juez de Paz (funcionario encargado de mediar en disputas menores entre ciudadanos privados y celebrar matrimonios, emitir certificados de defunción, etc.) en el Registro Civil de San Ignacio. Las tareas de Quiroga como funcionario merecen mención aparte: olvidadizo, desorganizado y descuidado, tomó la costumbre de anotar las muertes, casamientos y nacimientos en pequeños trozos de papel a los que «archivaba» en una lata de galletas. Más tarde adjudicaría conductas similares al personaje de uno de sus cuentos.

Al año siguiente nació su hijo menor, Darío. En cuanto los niños aprendieron a caminar, Quiroga decidió ocuparse personalmente de su educación. Severo y dictatorial, exigía que cada pequeño detalle estuviese hecho según sus exigencias. Desde muy pequeños, los acostumbró al monte y a la selva, exponiéndolos a menudo —midiendo siempre los riesgos— al peligro, para que fueran capaces de desenvolverse solos y de salir de cualquier situación. Fue capaz de dejarlos solos en la jungla por la noche o de obligarlos a sentarse al borde de un alto acantilado con las piernas colgando en el vacío.

El varón y la niña, sin embargo, no se negaban a estas experiencias —que aterrorizaban y exasperaban a su madre— y las disfrutaban. La hija aprendió a criar animales silvestres y el niño a usar la escopeta, manejar una moto y navegar, solo, en una canoa.

Entre 1912 y 1915 el escritor, que ya tenía experiencia como algodonero y yerbatero, emprendió una denodada búsqueda de salidas económicas mediante la explotación de los recursos naturales de sus tierras. Destiló naranjas, fabricó carbón, elaboró resinas y muchas otras actividades similares, pero sólo cosechó fracasos monetarios.

Mientras tanto, criaba ganado, domesticaba animales salvajes, cazaba y pescaba con profusión. La literatura siguió siendo, en esta etapa, el norte de su vida: la revista Fray Mocho de Buenos Aires publicó numerosos cuentos de Quiroga, muchos de ellos ambientados en la selva y poblados de personajes tan naturalistas que parecen reales.

Pero la esposa de Quiroga no estaba contenta: no lograba adaptarse a la vida selvática y pedía a su esposo, una y otra vez, que regresaran a Buenos Aires o, si él quería quedarse, que le permitiera volver sola. Ante la cerrada negativa del literato a ambas posibilidades, e inmersa en una gravísima crisis depresiva, Ana María sumó una nueva tragedia en la vida de Quiroga, suicidándose con veneno en 1915 después de una violenta pelea con el escritor. Sufrió una espantosa agonía de ocho días, muriendo luego entre horribles sufrimientos y dejando a Horacio y a los niños sumidos en la más oscura desesperación.

Tras el suicidio de su esposa, Quiroga se trasladó con sus hijos a Buenos Aires, donde recibió un cargo de Secretario Contador en el Consulado General uruguayo en esa ciudad, tras arduas gestiones de unos amigos orientales que deseaban ayudarlo.

A lo largo del año 1917 habitó con los niños en un sótano de la avenida Canning (hoy Raúl Scalabrini Ortiz) 164, alternando sus labores diplomáticas con la instalación de un taller en su vivienda y el trabajo en muchos relatos que iban siendo publicados en prestigiosas revistas como las ya mencionadas, «P.B.T.» y «Pulgarcito». La mayoría de ellos fueron recopilados por Quiroga en varios libros, el primero de los cuales fue Cuentos de amor de locura y de muerte (1917) (por decisión expresa del autor, el título no lleva coma).5 La redacción del libro le había sido solicitada por el escritor Manuel Gálvez, responsable de Cooperativa Editorial de Buenos Aires, y el volumen se convirtió de inmediato en un enorme éxito de público y de crítica, consolidando a Quiroga como el verdadero maestro latinoamericano del relato breve.5

Al año siguiente se estableció en un pequeño departamento de la calle Agüero, al tiempo que apareció su celebrado Cuentos de la selva, colección de relatos infantiles protagonizados por animales y ambientados en la selva misionera. Quiroga dedicó este libro a sus hijos, que lo acompañaron durante ese período de pobreza en el húmedo sótano de dos pequeñas habitaciones y cocina-comedor.

Con dos importantes ascensos en el escalafón consular (primero a cónsul de distrito de segunda clase y luego a cónsul adscrito) llegó también su nuevo libro de cuentos, El salvaje (1919). Al año siguiente, siguiendo la idea del Consistorio, fundó Quiroga la Agrupación Anaconda, un grupo de intelectuales que realizaba actividades culturales en Argentina y Uruguay. Su única obra teatral (Las Sacrificadas) se publicó en 1920 y se estrenó en 1921, año en que salía a la venta Anaconda y otros cuentos, otro libro de cuentos. El importantísimo diario argentino La Nación comenzó también a publicar sus relatos, que a estas alturas gozaban ya de una impresionante popularidad. Colaboró también en La Novela Semanal. Entre 1922 y 1924, Quiroga participó como secretario de una embajada cultural a Brasil (cuya Academia de Letras lo distinguió especialmente) y, de regreso, vio publicado su nuevo libro: El desierto (cuentos).

Poco después, Horacio regresó a Misiones. Nuevamente enamorado, esta vez era de una joven de 17 años, Ana María Palacio, intentó convencer a los padres de que la dejasen ir a vivir con él a la selva. La negativa de éstos y el consiguiente fracaso amoroso inspiró el tema de su segunda novela, Pasado amor, publicada en 1929. En ella narra, como componentes autobiográficos de la trama, las mil estratagemas que debió practicar para conseguir acceso a la muchacha: arrojando mensajes por la ventana dentro de una rama ahuecada, enviándole cartas escritas en clave e intentando cavar un largo túnel hasta su habitación para secuestrarla. Finalmente, cansados ya del pretendiente, los padres de la joven la llevaron lejos y Quiroga se vio obligado a renunciar a su amor.

En una parte de su vivienda, Horacio instaló un taller en el que comenzó a construir una embarcación a la que bautizaría «Gaviota». En su casa —ahora convertida en astillero— fue capaz de concluir esta obra y, puesta ya en el agua, la piloteó río abajo desde San Ignacio hasta Buenos Aires, realizando con ella numerosas expediciones fluviales.

A principios de 1926 Quiroga volvió a Buenos Aires y alquiló una quinta en el partido suburbano de Vicente López. En la cúspide misma de su popularidad, una importante editorial le dedicó un homenaje, del que participaron, entre otros, figuras literarias como Arturo Capdevila, Baldomero Fernández Moreno, Benito Lynch, Juana de Ibarbourou, Armando Donoso y Luis Franco.

Amante de la música clásica, Quiroga asistía con frecuencia a los conciertos de la Asociación Wagneriana, afición que alternó con la lectura incansable de textos técnicos y manuales sobre mecánica, física y artes manuales.

Para 1927, Horacio había decidido criar y domesticar animales salvajes, mientras publicaba su nuevo libro de cuentos, quizá el mejor, Los desterrados. Pero el enamoradizo artista había fijado ya los ojos en la que sería su último y definitivo amor: María Elena Bravo, compañera de escuela de su hija Eglé, que sucumbió a sus reclamos y se casó con él en el curso de ese mismo año sin haber cumplido 20 años

Además de los ya mencionados Leopoldo Lugones y José Enrique Rodó, la infatigable labor de Quiroga en el ámbito literario y cultural le granjeó la amistad y admiración de grandes e influyentes personalidades. De entre ellos se destacan la poeta argentina Alfonsina Storni y el escritor e historiador Ezequiel Martínez Estrada. Quiroga llamaba cariñosamente a este último «mi hermano menor».

Caras y Caretas, mientras tanto, publicó diecisiete artículos biográficos escritos por Quiroga, dedicados a personajes como Robert Scott, Luis Pasteur, Robert Fulton, H.G. Wells, Thomas de Quincey y otros.

En 1929 Quiroga experimentó su único fracaso de ventas: la ya citada novela Pasado amor, que solo vendió en las librerías la exigua cantidad de cuarenta ejemplares. A la vez comenzó a tener graves problemas de pareja.

A partir de 1932 Quiroga se radicó por última vez en Misiones, en lo que sería su retiro definitivo, con su esposa y su tercera hija (María Elena, llamada «Pitoca», que había nacido en 1928). Para ello, y no teniendo otros medios de vida, consiguió que se promulgase un decreto trasladando su cargo consular a una ciudad cercana. Los celos dominaban a Quiroga, quien pensó que en medio de la selva podría vivir tranquilo con su mujer y la hija de su segundo matrimonio.

Pero un avatar político provocó un cambio de gobierno, que no quiso los servicios del escritor y lo expulsó del consulado. Algunos amigos de Horacio, como el escritor salteño (de Salto, Uruguay) Enrique Amorim, tramitaron la jubilación argentina para Quiroga. Comenzando a partir de este problema, el intercambio epistolar entre Quiroga y Amorím se hizo numeroso. Las cartas que se conservan demuestran que Horacio hacía partícipe a su confidente de la mayor parte de sus problemas —casi todos de índole íntima y familiar—, pidiéndole consejos y ayuda: a la mujer de Quiroga —al igual que su infortunada antecesora— no le gustaba la vida en el monte y las peleas y violentas discusiones se volvieron diarias y permanentes.

En esta época de frustración y dolor salió a la venta una colección de cuentos ya publicados titulada Más allá (1935). A partir de su interés en las obras de Munthe e Ibsen, Quiroga se decantó por nuevos autores y estilos, y comenzó a planear su autobiografía.

En ese año de 1935 Quiroga comenzó a experimentar molestos síntomas, aparentemente vinculados con una prostatitis u otra enfermedad prostática. Las gestiones de sus amigos dieron frutos al año siguiente, concediéndosele una jubilación. Al intensificarse los dolores y dificultades para orinar, su esposa logró convencerlo de trasladarse a Posadas, ciudad en la cual los médicos le diagnosticaron hipertrofia de próstata.

Pero los problemas familiares de Quiroga continuarían: su esposa e hija lo abandonaron definitivamente, dejándolo —solo y enfermo— en la selva. Ellas volvieron a Buenos Aires, y el ánimo del escritor decayó completamente ante esta grave pérdida.

Cuando el estado de la enfermedad prostática hizo que no pudiese aguantar más, Horacio viajó a Buenos Aires para que los médicos tratasen sus padecimientos. Internado en el prestigioso Hospital de Clínicas de Buenos Aires a principios de 1937, una cirugía exploratoria reveló que sufría de un caso avanzado de cáncer de próstata, intratable e inoperable. María Elena, entristecida, estuvo a su lado en los últimos momentos, así como gran parte de su numeroso grupo de amigos.

Por la tarde del 18 de febrero, una junta de médicos explicó al literato la gravedad de su estado. Algo más tarde, Quiroga pidió permiso para salir del hospital, lo que le fue concedido, y pudo así dar un largo paseo por la ciudad. Regresó al hospital a las 23.

Al ser internado Quiroga en el Clínicas, se había enterado de que en los sótanos se encontraba encerrado un monstruo: un desventurado paciente con espantosas deformidades similares a las del tristemente célebre inglés Joseph Merrick (el «Hombre Elefante»). Compadecido, Quiroga exigió y logró que el paciente —llamado Vicente Batistessa— fuera liberado de su encierro y se lo alojara en la misma habitación donde estaba internado el escritor. Como era de esperar, Batistessa se hizo amigo y rindió adoración eterna y un gran agradecimiento al gran cuentista.

Desesperado por los sufrimientos presentes y por venir, y comprendiendo que su vida había acabado, el soberbio Horacio Quiroga confió a Batistessa su decisión: se anticiparía al cáncer y abreviaría su dolor, a lo que el otro se comprometió a ayudarlo. Esa misma madrugada (19 de febrero de 1937) y en presencia de su amigo, Horacio Quiroga bebió un vaso de cianuro que lo mató pocos minutos después entre espantosos dolores.6 Su cadáver fue velado en la Casa del Teatro de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE) que lo contó como fundador y vicepresidente. Tiempo después, sus restos fueron repatriados a su país natal.

Seguidor de la escuela modernista fundada por Rubén Darío y obsesivo lector de Edgar Allan Poe y Guy de Maupassant, Quiroga se sintió atraído por temas que abarcaban los aspectos más extraños de la Naturaleza, a menudo teñidos de horror, enfermedad y sufrimiento para los seres humanos. Muchos de sus relatos pertenecen a esta corriente, cuya obra más emblemática es la colección Cuentos de amor de locura y de muerte.

Por otra parte se percibe en Quiroga la influencia del británico Rudyard Kipling (Libro de las tierras vírgenes), que cristalizaría en su propio Cuentos de la selva, delicioso ejercicio de fantasía dividido en varios relatos protagonizados por animales.

Su Decálogo del perfecto cuentista, dedicado a los escritores noveles, establece ciertas contradicciones con su propia obra. Mientras que el decálogo pregona un estilo económico y preciso, empleando pocos adjetivos, redacción natural y llana y claridad en la expresión, en muchas de sus relatos Quiroga no sigue sus propios preceptos, utilizando un lenguaje recargado, con abundantes adjetivos y un vocabulario por momentos ostentoso.

Al desarrollarse aún más su particular estilo, Quiroga evolucionó hacia el retrato realista (casi siempre angustioso y desesperado) de la salvaje Naturaleza que lo rodeaba en Misiones: la jungla, el río, la fauna, el clima y el terreno forman el andamiaje y el decorado en que sus personajes se mueven, padecen y a menudo mueren. Especialmente en sus relatos, Quiroga describe con arte y humanismo la tragedia que persigue a los miserables obreros rurales de la región, los peligros y padecimientos a que se ven expuestos y el modo en que se perpetúa este dolor existencial a las generaciones siguientes. Trató, además, muchos temas considerados tabú en la sociedad de principios del siglo XX, revelándose como un escritor arriesgado, desconocedor del miedo y avanzado en sus ideas y tratamientos. Estas particularidades siguen siendo evidentes al leer sus textos hoy en día.

Algunos estudiosos de la obra de Quiroga opinan que la fascinación con la muerte, los accidentes y la enfermedad (que lo relaciona con Edgar Allan Poe y Baudelaire) se debe a la vida increíblemente trágica que le tocó en suerte. Sea esto cierto o no, en verdad Horacio Quiroga ha dejado para la posteridad algunas de las piezas más terribles, brillantes y trascendentales de la literatura hispanoamericana del siglo XX.

Foto: Internet. Semblanza biográfica: Wikipedia. Texto: El cuento del dia.

El cuento del domingo

Marco Tulio Aguilera Garramuño

La mujer y el espejo

Todo era allí diferente. Desde el patio central de cantera donde se levantaban tres absurdas columnas de granito rodeadas por una fuente colonial, hasta las habitaciones, en las que había un exceso de luz o un exceso de oscuridad, cortinas muy pesadas, colchones y almohadas extremadamente mullidas, rellenos de pluma de ganso, supongo. Cielorasos abovedados constituidos por ladrillos que iban formando círculos concéntricos cada vez más pequeños. Baños dignos de Pompeya, vasos y jarras de cristal de Bohemia. Espacios, ventanas, muros, cuidadosamente calculados para que la incidencia de la luz o la sombra crearan cuadros dignos de Velázquez a partir de las criaturas más vulgares. En la sala, rodeada por ventanales que daban a un jardín que parecía querer resumir la flora americana, bajo un gran vidrio, un entierro prehispánico, con huesos, puntas de obsidiana y cerámica prehispánica. Era notable que quien había diseñado la casa pensó hasta en el último detalle. Sin embargo sus designios, su intención no logré penetrarlos. La habitación que nos asignaron tenía un aire de santuario o de cárcel, rejas de hierro forjado, paredes muy anchas, candelabros de bronce. Las sábanas de un algodón delicadísimo, una alfombra de tejido suave en la que se hundían los pies, toallas de calidad insuperable. Todo parecía justo a la medida de alguien que no eramos ciertamente mi marido y yo. Lo que destacaba sobre todo era un anciano armario de cedro, de piso a techo, que tenía por puerta un espejo gigantesco, en el que se reflejaba casi toda la habitación. No conozco la razón por la que los espejos me ponen nerviosa, de alguna forma siento que me atrapan, que me atraen. Sé que la idea es de una vulgaridad vergonzosa, pero no puedo evitar sufrirla. No se trata de la simple vanidad que hace que me mire en mis largas soledades, pues, aunque soy bella sin escándalo, y algunos dicen que muy bella, no me ocupo demasiado de mí misma ni pierdo el tiempo maquillándome ni espero la fácil dicha en el elogio de los demás. Soy más bien sumaria en mis negocios con el espejo y con el arreglo personal. Como muchas mujeres, doy al amor mayor importancia que a cualquier otro aspecto de la relación personal. Amo a mi marido con una pasión que tal vez no alcance ese nombre y que se relaciona sobre todo con las felicidades domésticas, el tiempo compartido, el descanso de saber que cada noche yace a mi lado un hombre al que creo conocer y del que no puedo esperar nada deplorable. Me entrego a él con facilidad cuando durante el día he sentido que comparto una misión con él, cuando las cosas van bien en la casa, cuando sé que en mi marido hay un ingrediente que no podría hallar en nadie. Me abandono a él con resignación cuando mi humor no es propicio. Soy, por decirlo de alguna forma, disciplinada en el amor conyugal. Es algo como un apostolado, algo que tiene que ver con la familia, los hijos y la sospecha de Dios. Por eso me cuesta trabajo entrar en ánimo para hacer el amor cuando estoy fuera de casa y sin embargo, sé que me ruborizo al decir esto, es precisamente lejos de casa, en hoteles o lugares ajenos a los domésticos en los que me someto a los caprichos más extravagantes de mi esposo. O quizás deba decirlo, dejo salir de mi persona una permisividad absoluta, una capacidad insólita de provocar situaciones escabrosas o por lo menos desacostumbradas. Le pedí a mi marido que nos fuéramos del cuarto, que huyéramos, que regresáramos a casa. Patricio sonrió mirando de reojo el espejo. Vi en sus ojos esa expresión de maldad juguetona que le conozco cuando está tramando sus fechorías. ¿De verdad quieres irte?, dijo poniendo su mano en mi hombro y atrayéndome hacia él. No pude evitar ceder a su incitación y acerqué mi cuerpo, que se plegó al suyo con la facilidad y el placer del guante quirúrgico a la mano del cirujano. Patricio tomó mi nuca con poca delicadeza y cuando su boca se adhirió a la mía, sentí que yo era como un gran fruto en el que ese hombre goloso enterraba la boca. Patricio bajó su mano derecha por mi espalda, recorrió con ella mis vértebras una a una hasta llegar a la cintura, descendió hasta mis nalgas y enterró sus dedos con deleite, hundiendo mi falda de seda y mis interiores en la entrepierna. Sentí que perdía el aire, miré a mis espaldas el espejo. Vi su cuerpo y el mío como si fueran ajenos, imaginé una especie de batalla a la luz de una hoguera, había desesperación y deleite, rabia y amor, algo diabólico, inconfesable, en todo aquello, y sin embargo -pido perdón por la tontería que voy a decir- divino. ¿Estás segura que quieres irte?, preguntó de nuevo. Bajé los ojos y le dije que no. La verdad es que tengo unas ganas locas de quedarme. Por fortuna había muchas actividades previas a nuestro placer: unas compras, la asistencia a casa de amigos, un par de conferencias, una obra de teatro. En eso y otros asuntos más olvidables se nos fueron los primeros días, en los cuales se reiteró la pasión, de forma algo convencional. De todos modos mi esposo y yo sabíamos que ese espejo que nos miraba casi burlonamente estaba esperando el momento propicio para obligarnos a hacer lo que yo ni me atrevo a soñar, o que si sueño, luego pierdo en la piedad en el olvido. Una semana se disipó. Yo continuaba inerme, esperando con inquietud y emoción lo que tenía que pasar. Patricio seguía en sus actividades y no se percataba o fingía no hacerlo, de que el espejo nos estaba esperando, nos acechaba, con risueña paciencia. Llegué a imaginar que detrás del espejo estaba un indígena, que quizás fuera el guardián de la casa, una criatura displicente que disponía de una perseverancia de siglos y una curiosidad malsana. Imaginé que la casa ocultaba, en algún lugar, tal vez en el entierro indígena, la entrada a otro mundo, más sórdido y cercano a lo bestial, a lo que acaso en el fondo todos los seres humanos guardemos. A la octava noche, en la que los besos de mi marido me había inflamado hasta el extremo, le dije, tratando de sonar lo más natural posible, que por qué no nos acercábamos al espejo. Desnudos los dos nos arrimamos al fuego bruñido y frente a aquel enemigo nos volvimos a trenzar en un abrazo febril. Cuando tuve aliento para hacerlo, después de haber sentido el poder pleno de mi marido en las partes más evidentes, le dije sin dejar de mirar nuestro reflejo: Pídeme lo que quieras, amor, estoy dispuesta a hacerlo. Patricio se apartó ligeramente, contuvo el aliento, me miró a los ojos y preguntó ¿estás segura? Absolutamente segura, le dije, haré todo lo que quieras, me dejaré hacer lo que quieras, absolutamente todo. Y entonces lo pidió, eso que nunca me he atrevido a hacer y que no creo que nadie, aparte de las mujeres de la peor vida hagan. Hice que Patricio se tendiera, yo me acosté sobre él, pero oh Dios, no como manda la naturaleza, sino en contra de toda regla, y él comenzó a devorarme y yo con furor de leona lo atrapé con mi boca y lo mordí y lo aspiré, afiebrada, desesperada, más total que nunca, definitivamente, y no quise ni respirar sino que me lo comí todo, todo, una y otra vez, hasta el fondo, con mi boquita delicada acepté su tamaño, su vigor, hasta que supe que venía a mí y ni aun entonces quise soltarlo. Él tampoco lo evitó, sino que se vino sobre mí, inmovilizándome con sus muslos, me convirtió en su puerto y ni siquiera entonces quise soltarlo y Patricio seguía casi rugiendo sobre mi cuerpo y enterraba su rostro y se debatía como un perro rabioso y con su lengua me barría por completo y comencé a agitarme, a venirme en él, a desahogarme y ahí quedamos los dos fundidos como seres terribles fulminadas por el mismo disparo, atravesados por una lanza enorme durante horas y horas y caímos a lado y lado, él con su cuerpo glorioso y relajado y yo con el sentimiento de que al cumplir esa especie de mandato del hombre del espejo había comenzado a ser otra y que ya nada podría ser igual y que las pequeñas felicidades que hacen mi amor tendrían ahora un sentido distinto. Me levanté, fui al baño, me lavé una y otra vez, enjuagué mi boca con jabón y pasta dental. Cuando regresé Patricio seguía tendido en la alfombra con su cuerpo reflejando la luz del farol exterior y una expresión de virtud recobrada. Ya no quise abrazarlo. Al día siguiente no pude ocultar mi mal humor, mi desprecio por ese hombre que me había manchado de esa forma, pero seguí a su lado, fingiendo la paz natural, aunque mi espíritu estaba en guerra, tratando de entender, de perdonar, de olvidar. El regreso a la habitación, después de las gestiones de cada día, sería a partir de entonces triste, lúgubre y el espejo, ya libre de nosotros, parecía inocente, pero yo sabía que en él residía un poder, el conocimiento de nuestro secreto, y por eso lo depreciaba. Hubiera querido destrozarlo, pero no lo hice. Sería no sólo una falta de cortesía hacia nuestros huéspedes (que, debo decirlo, eran casi desconocidos: miembros de una nueva empresa que ofrecía turismo diferente), sino, tengo que decirlo, un acto cobarde. De alguna manera sé que tengo que vivir conmigo misma, con mi esposo, con nuestras debilidades.

Antes de cerrar la puerta el último día de nuestra estancia, Patricio (en cuyo rostro vi una angulosidad de pómulos que antes no había notado) y yo nos detuvimos frente al espejo. Mi esposo sonrió con esa confianza, con ese saber de brujo, de sabio, de imbécil, de taimado, que a veces confundo. Yo también me descubrí sonriendo. Supe que en esta vida, detrás de todo lo que sucede, siempre hay otra cosa.

Marco Tulio Aguilera Garramuño. El gusto por la palabra escrita ha llevado a este colombiano nacido en Bogotá el 27 de febrero de 1949 a desempeñarse como cuentista, novelista, crítico y periodista. Cursó una licenciatura en Filosofía en la Universidad del Valle; más adelante viajó a Lawrence, Estados Unidos, en donde realizó la Maestría en Literatura de la Universidad de Kansas. A partir de entonces ha vivido en Costa Rica y desde 1977 está radicado en México desde donde colabora en periódicos como "El Pueblo", "El País" y "El Espectador", y se desempeña como catedrático de la Universidad Veracruzana.

Su talento y gusto por la literatura le ha llevado a publicar cerca de treinta libros y a recibir un número similar de premios y reconocimientos. Entre los galardones recibidos se cuentan: Concurso Nacional de Cuento Santiago de Cali, 1975; Concurso Nacional de Cuento Corto de la Revista Mexicana de Cultura, 1977; Concurso Nacional de la Universidad de Juarez (Durango, México), 1978; Concurso Nacional de Cuento Universidad del Cauca, 1978; Concurso Nacional de Novela en Costa Rica, 1975; la Primera Bienal Nacional de Novela José Eustasio Rivera, 1988.

Su libro Cuentos para hacer el amor del año 1983 fue clasificado como uno de los mejores de Colombia en el siglo XX. Otras obras publicadas por el autor son: Aves del paraíso (1981), Los grandes y pequeños amores (1992), Breve Historia del todas las cosas (1979), Paraísos hostiles (1985), Mujeres amadas (1991), El juego de las seducciones (1989), Los placeres perdidos (1990), La noches de Ventura (en Colombia Buenabestia, 1992), Alquimia popular (1979), Mujeres amadas, Juegos de la imaginación
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Foto:archivo.Texto: El cuento del día. Semblanza biográfica:banrepcultural.org

El cuento del domingo

Francis Scott Fitzgerald

El Curioso Caso de Benjamin Button


I.

Hasta 1860 lo correcto era nacer en tu propia casa. Hoy, según me dicen, los grandes dioses de la medicina han establecido que los primeros llantos del recién nacido deben ser emitidos en la atmósfera aséptica de un hospital, preferiblemente en un hospital elegante. Así que el señor y la señora Button se adelantaron cincuenta años a la moda cuando decidieron, un día de verano de 1860, que su primer hijo nacería en un hospital. Nunca sabremos si este anacronismo tuvo alguna influencia en la asombrosa historia que estoy a punto de referirles.

Les contaré lo que ocurrió, y dejaré que juzguen por sí mismos.

Los Button gozaban de una posición envidiable, tanto social como económica, en el Baltimore de antes de la guerra. Estaban emparentados con Esta o Aquella Familia, lo que, como todo sureño sabía, les daba el derecho a formar parte de la inmensa aristocracia que habitaba la Confederación. Era su primera experiencia en lo que atañe a la antigua y encantadora costumbre de tener hijos: naturalmente, el señor Button estaba nervioso. Confiaba en que fuera un niño, para poder mandarlo a la Universidad de Yale, en Connecticut, institución en la que el propio señor Button había sido conocido durante cuatro años con el apodo, más bien obvio, de Cuello Duro.

La mañana de septiembre consagrada al extraordinario acontecimiento se levantó muy nervioso a las seis, se vistió, se anudó una impecable corbata y corrió por las calles de Baltimore hasta el hospital, donde averiguaría si la oscuridad de la noche había traído en su seno una nueva vida.

A unos cien metros de la Clínica Maryland para Damas y Caballeros vio al doctor Keene, el médico de cabecera, que bajaba por la escalera principal restregándose las manos como si se las lavara, como todos los médicos están obligados a hacer, de acuerdo con los principios éticos, nunca escritos, de la profesión.

El señor Roger Button, presidente de Roger Button & Company, Ferreteros Mayoristas, echó a correr hacia el doctor Keene con mucha menos dignidad de lo que se esperaría de un caballero del Sur, hijo de aquella época pintoresca.

—Doctor Keene —llamó—. ¡Eh, doctor Keene!

El doctor lo oyó, se volvió y se paró a esperarlo, mientras una expresión extraña se iba dibujando en su severa cara de médico a medida que el señor Button se acercaba.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó el señor Button, respirando con dificultad después de su carrera—. ¿Cómo ha ido todo? ¿Cómo está mi mujer? ¿Es un niño? ¿Qué ha sido? ¿Qué…?

—Serénese —dijo el doctor Keene ásperamente. Parecía algo irritado.

—¿Ha nacido el niño? —preguntó suplicante el señor Button.

El doctor Keene frunció el entrecejo.

—Diantre, sí, supongo… en cierto modo. —Y volvió a lanzarle una extraña mirada al señor Button.

—¿Mi mujer está bien?

—Sí.

—¿Es niño o niña?

—¡Y dale! —gritó el doctor Keene en el colmo de su irritación—. Le ruego que lo vea usted mismo. ¡Es indignante! —La última palabra cupo casi en una sola sílaba. Luego el doctor Keene murmuró—: ¿Usted cree que un caso como éste mejorará mi reputación profesional? Otro caso así sería mi ruina… la ruina de cualquiera.

—¿Qué pasa? —preguntó el señor Button, aterrado—. ¿Trillizos?

—¡No, nada de trillizos! —respondió el doctor, cortante—. Puede ir a verlo usted mismo. Y buscarse otro médico. Yo lo traje a usted al mundo, joven, y he sido el médico de su familia durante cuarenta años, pero he terminado con usted. ¡No quiero verle ni a usted ni a nadie de su familia nunca más! ¡Adiós!

Se volvió bruscamente y, sin añadir palabra, subió a su faetón, que lo esperaba en la calzada, y se alejó muy serio.

El señor Button se quedó en la acera, estupefacto y temblando de pies a cabeza. ¿Qué horrible desgracia había ocurrido? De repente había perdido el más mínimo deseo de entrar en la Clínica Maryland para Damas y Caballeros. Pero, un instante después, haciendo un terrible esfuerzo, se obligó a subir las escaleras y cruzó la puerta principal.

Había una enfermera sentada tras una mesa en la penumbra opaca del vestíbulo. Venciendo su vergüenza, el señor Button se le acercó.

—Buenos días —saludó la enfermera, mirándolo con amabilidad.

—Buenos días. Soy… Soy el señor Button.

Una expresión de horror se adueñó del rostro de la chica, que se puso en pie de un salto y pareció a punto de salir volando del vestíbulo: se dominaba gracias a un esfuerzo ímprobo y evidente.

—Quiero ver a mi hijo —dijo el señor Button.

La enfermera lanzó un débil grito.

—¡Por supuesto! —gritó histéricamente—. Arriba. Al final de las escaleras. ¡Suba!

Le señaló la dirección con el dedo, y el señor Button, bañado en sudor frío, dio media vuelta, vacilante, y empezó a subir las escaleras. En el vestíbulo de arriba se dirigió a otra enfermera que se le acercó con una palangana en la mano.

—Soy el señor Button —consiguió articular—. Quiero ver a mi…

¡Clanc! La palangana se estrelló contra el suelo y rodó hacia las escaleras. ¡Clanc! ¡Clanc! Empezó un metódico descenso, como si participara en el terror general que había desatado aquel caballero.

—¡Quiero ver a mi hijo! —el señor Button casi gritaba. Estaba a punto de sufrir un ataque.

¡Clanc! La palangana había llegado a la planta baja. La enfermera recuperó el control de sí misma y lanzó al señor Button una mirada de auténtico desprecio.

—De acuerdo, señor Button —concedió con voz sumisa—. Muy bien. ¡Pero si usted supiera cómo estábamos todos esta mañana! ¡Es algo sencillamente indignante! Esta clínica no conservará ni sombra de su reputación después de…

—¡Rápido! —gritó el señor Button, con voz ronca—. ¡No puedo soportar más esta situación!

—Venga entonces por aquí, señor Button.

Se arrastró penosamente tras ella. Al final de un largo pasillo llegaron a una sala de la que salía un coro de aullidos, una sala que, de hecho, sería conocida en el futuro como la «sala de los lloros». Entraron. Alineadas a lo largo de las paredes había media docena de cunas con ruedas, esmaltadas de blanco, cada una con una etiqueta pegada en la cabecera.

—Bueno —resopló el señor Button—. ¿Cuál es el mío?

—Aquél —dijo la enfermera.

Los ojos del señor Button siguieron la dirección que señalaba el dedo de la enfermera, y esto es lo que vieron: envuelto en una voluminosa manta blanca, casi saliéndose de la cuna, había sentado un anciano que aparentaba unos setenta años. Sus escasos cabellos eran casi blancos, y del mentón le caía una larga barba color humo que ondeaba absurdamente de acá para allá, abanicada por la brisa que entraba por la ventana. El anciano miró al señor Button con ojos desvaídos y marchitos, en los que acechaba una interrogación que no hallaba respuesta.

—¿Estoy loco? —tronó el señor Button, transformando su miedo en rabia—. ¿O la clínica quiere gastarme una broma de mal gusto?

—A nosotros no nos parece ninguna broma —replicó la enfermera severamente—. Y no sé si usted está loco o no, pero lo que es absolutamente seguro es que ése es su hijo.

El sudor frío se duplicó en la frente del señor Button. Cerró los ojos, y volvió a abrirlos, y miró. No era un error: veía a un hombre de setenta años, un recién nacido de setenta años, un recién nacido al que las piernas se le salían de la cuna en la que descansaba.

El anciano miró plácidamente al caballero y a la enfermera durante un instante, y de repente habló con voz cascada y vieja:

—¿Eres mi padre? —preguntó.

El señor Button y la enfermera se llevaron un terrible susto.

—Porque, si lo eres —prosiguió el anciano quejumbrosamente—, me gustaría que me sacaras de este sitio, o, al menos, que hicieras que me trajeran una mecedora cómoda.

—Pero, en nombre de Dios, ¿de dónde has salido? ¿Quién eres tú? —estalló el señor Button exasperado.

—No te puedo decir exactamente quién soy —replicó la voz quejumbrosa—, porque sólo hace unas cuantas horas que he nacido. Pero mi apellido es Button, no hay duda.

—¡Mientes! ¡Eres un impostor!

El anciano se volvió cansinamente hacia la enfermera.

—Bonito modo de recibir a un hijo recién nacido —se lamentó con voz débil—. Dígale que se equivoca, ¿quiere?

—Se equivoca, señor Button —dijo severamente la enfermera—. Este es su hijo. Debería asumir la situación de la mejor manera posible. Nos vemos en la obligación de pedirle que se lo lleve a casa cuanto antes: hoy, por ejemplo.

—¿A casa? —repitió el señor Button con voz incrédula.

—Sí, no podemos tenerlo aquí. No podemos, de verdad. ¿Comprende?

—Yo me alegraría mucho —se quejó el anciano—. ¡Menudo sitio! Vamos, el sitio ideal para albergar a un joven de gustos tranquilos. Con todos estos chillidos y llantos, no he podido pegar ojo. He pedido algo de comer —aquí su voz alcanzó una aguda nota de protesta— ¡y me han traído una botella de leche!

El señor Button se dejó caer en un sillón junto a su hijo y escondió la cara entre las manos.

—¡Dios mío! —murmuró, aterrorizado—. ¿Qué va a decir la gente? ¿Qué voy a hacer?

—Tiene que llevárselo a casa —insistió la enfermera—. ¡Inmediatamente!

Una imagen grotesca se materializó con tremenda nitidez ante los ojos del hombre atormentado: una imagen de sí mismo paseando por las abarrotadas calles de la ciudad con aquella espantosa aparición renqueando a su lado.

—No puedo hacerlo, no puedo —gimió.

La gente se pararía a preguntarle, y ¿qué iba a decirles? Tendría que presentar a ese… a ese septuagenario: «Éste es mi hijo, ha nacido esta mañana temprano». Y el anciano se acurrucaría bajo la manta y seguirían su camino penosamente, pasando por delante de las tiendas atestadas y el mercado de esclavos (durante un oscuro instante, el señor Button deseó fervientemente que su hijo fuera negro), por delante de las lujosas casas de los barrios residenciales y el asilo de ancianos…

—¡Vamos! ¡Cálmese! —ordenó la enfermera.

—Mire —anunció de repente el anciano—, si cree usted que me voy a ir casa con esta manta, se equivoca de medio a medio.

—Los niños pequeños siempre llevan mantas.

Con una risa maliciosa el anciano sacó un pañal blanco.

—¡Mire! —dijo con voz temblorosa—. Mire lo que me han preparado.

—Los niños pequeños siempre llevan eso —dijo la enfermera remilgadamente.

—Bueno —dijo el anciano—. Pues este niño no va a llevar nada puesto dentro de dos minutos. Esta manta pica. Me podrían haber dado por los menos una sábana.

—¡Déjatela! ¡Déjatela! —se apresuró a decir el señor Button. Se volvió hacia la enfermera—. ¿Qué hago?

—Vaya al centro y cómprele a su hijo algo de ropa.

La voz del anciano siguió al señor Button hasta el vestíbulo:

—Y un bastón, papá. Quiero un bastón.

El señor Button salió dando un terrible portazo.

II.

—Buenos días —dijo el señor Button, nervioso, al dependiente de la mercería Chesapeake—. Quisiera comprar ropa para mi hijo.

—¿Qué edad tiene su hijo, señor?

—Seis horas —respondió el señor Button, sin pensárselo dos veces.

—La sección de bebés está en la parte de atrás.

—Bueno, no creo… No estoy seguro de lo que busco. Es… es un niño extraordinariamente grande. Excepcionalmente… excepcionalmente grande.

—Allí puede encontrar tallas grandes para bebés.

—¿Dónde está la sección de chicos? —preguntó el señor Button, cambiando desesperadamente de tema. Tenía la impresión de que el dependiente se había olido ya su vergonzoso secreto.

—Aquí mismo.

—Bueno… —el señor Button dudó. Le repugnaba la idea de vestir a su hijo con ropa de hombre. Si, por ejemplo, pudiera encontrar un traje de chico grande, muy grande, podría cortar aquella larga y horrible barba y teñir las canas: así conseguiría disimular los peores detalles, y conservar algo de su dignidad, por no mencionar su posición social en Baltimore.

Pero la búsqueda afanosa por la sección de chicos fue inútil: no encontró ropa adecuada para el Button que acababa de nacer. Roger Button le echaba la culpa a la tienda, claro está… En semejantes casos lo apropiado es echarle la culpa a la tienda.

—¿Qué edad me ha dicho que tiene su hijo? —preguntó el dependiente con curiosidad.

—Tiene… dieciséis años.

—Ah, perdone. Había entendido seis horas. Encontrará la sección de jóvenes en el siguiente pasillo.

El señor Button se alejó con aire triste. De repente se paró, radiante, y señaló con el dedo hacia un maniquí del escaparate.

—¡Aquél! —exclamó—. Me llevo ese traje, el que lleva el maniquí.

El dependiente lo miró asombrado.

—Pero, hombre —protestó—, ése no es un traje para chicos. Podría ponérselo un chico, sí, pero es un disfraz. ¡También se lo podría poner usted!

—Envuélvamelo —insistió el cliente, nervioso—. Es lo que buscaba.

El sorprendido dependiente obedeció.

De vuelta en la clínica, el señor Button entró en la sala de los recién nacidos y casi le lanzó el paquete a su hijo.

—Aquí tienes la ropa —le espetó.

El anciano desenvolvió el paquete y examinó su contenido con mirada burlona.

—Me parece un poco ridículo —se quejó—. No quiero que me conviertan en un mono de…

—¡Tú sí que me has convertido en un mono! —estalló el señor Button, feroz—. Es mejor que no pienses en lo ridículo que pareces. Ponte la ropa… o… o te pegaré.

Le costó pronunciar la última palabra, aunque consideraba que era lo que debía decir.

—De acuerdo, padre —era una grotesca simulación de respeto filial—. Tú has vivido más, tú sabes más. Como tú digas.

Como antes, el sonido de la palabra «padre» estremeció violentamente al señor Button. —Y date prisa.

—Me estoy dando prisa, padre.

Cuando su hijo acabó de vestirse, el señor Button lo miró desolado. El traje se componía de calcecines de lunares, leotardos rosa y una blusa con cintutón y un amplio cuello blanco. Sobre el cuello ondeaba la larga barba blanca, que casi llegaba a la cintura. No producía buen efecto.

—¡Espera!

El señor Button empuñó unas tijeras de quirófano y con tres rápidos tijeretazos cercenó gran parte de la barba. Pero, a pesar de la mejora, el conjunto distaba mucho de la perfección. La greña enmarañada que aún quedaba, los ojos acuosos, los dientes de viejo, producían un raro contraste con aquel traje tan alegre. El señor Button, sin embargo, era obstinado. Alargó una mano.

—¡Vamos! —dijo con severidad.

Su hijo le cogió de la mano confiadamente.

—¿Cómo me vas a llamar, papi? —preguntó con voz temblorosa cuando salían de la sala de los recién nacidos—. ¿Nene, a secas, hasta que pienses un nombre mejor?

El señor Button gruñó.

—No sé —respondió agriamente—. Creo que te llamaremos Matusalén.

III.

Incluso después de que al nuevo miembro de la familia Button le cortaran el pelo y se lo tiñeran de un negro desvaído y artificial, y lo afeitaran hasta el punto de que le resplandeciera la cara, y lo equiparan con ropa de muchachito hecha a la medida por un sastre estupefacto, era imposible que el señor Button olvidara que su hijo era un triste remedo de primogénito. Aunque encorvado por la edad, Benjamin Button —pues este nombre le pusieron, en vez del más apropiado, aunque demasiado pretencioso, de Matusalén— medía un metro y setenta y cinco centímetros. La ropa no disimulaba la estatura, ni la depilación y el tinte de las cejas ocultaban el hecho de que los ojos que había debajo estaban apagados, húmedos y cansados. Y, en cuanto vio al recién nacido, la niñera que los Button habían contratado abandonó la casa, sensiblemente indignada.

Pero el señor Button persistió en su propósito inamovible. Bejamin era un niño, y como un niño había que tratarlo. Al principio sentenció que, si a Benjamin no le gustaba la leche templada, se quedaría sin comer, pero, por fin, cedió y dio permiso para que su hijo tomara pan y mantequilla, e incluso, tras un pacto, harina de avena. Un día llevó a casa un sonajero y, dándoselo a Benjamin, insistió, en términos que no admitían réplica, en que debía jugar con él; el anciano cogió el sonajero con expresión de cansancio, y todo el día pudieron oír cómo lo agitaba de vez en cuando obedientemente.

Pero no había duda de que el sonajero lo aburría, y de que disfrutaba de otras diversiones más reconfortantes cuando estaba solo. Por ejemplo, un día el señor Button descubrió que la semana anterior había fumado muchos más puros de los que acostumbraba, fenómeno que se aclaró días después cuando, al entrar inesperadamente en el cuarto del niño, lo encontró inmerso en una vaga humareda azulada, mientras Benjamin, con expresión culpable, trataba de esconder los restos de un habano. Aquello exigía, como es natural, una buena paliza, pero el señor Button no se sintió con fuerzas para administrarla. Se limitó a advertirle a su hijo que el humo frenaba el crecimiento.

El señor Button, a pesar de todo, persistió en su actitud. Llevó a casa soldaditos de plomo, llevó trenes de juguete, llevó grandes y preciosos animales de trapo y, para darle veracidad a la ilusión que estaba creando —al menos para sí mismo—, preguntó con vehemencia al dependiente de la juguetería si el pato rosa desteñiría si el niño se lo metía en la boca. Pero, a pesar de los esfuerzos paternos, a Benjamin nada de aquello le interesaba. Se escabullía por las escaleras de servicio y volvía a su habitación con un volumen de la Enciclopedia Británica, ante el que podía pasar absorto una tarde entera, mientras las vacas de trapo y el arca de Noé yacían abandonadas en el suelo. Contra una tozudez semejante, los esfuerzos del señor Button sirvieron de poco.

Fue enorme la sensación que, en un primer momento, causó en Baltimore. Lo que aquella desgracia podría haberles costado a los Button y a sus parientes no podemos calcularlo, porque el estallido de la Guerra Civil dirigió la atención de los ciudadanos hacia otros asuntos. Hubo quienes, irreprochablemente corteses, se devanaron los sesos para felicitar a los padres; y al fin se les ocurrió la ingeniosa estratagema de decir que el niño se parecía a su abuelo, lo que, dadas las condiciones de normal decadencia comunes a todos los hombres de setenta años, resultaba innegable. A Roger Button y su esposa no les agradó, y el abuelo de Benjamin se sintió terriblemente ofendido.

Benjamin, en cuanto salió de la clínica, se tomó la vida como venía. Invitaron a algunos niños para que jugaran con él, y pasó una tarde agotadora intentando encontrarles algún interés al trompo y las canicas. Incluso se las arregló para romper, casi sin querer, una ventana de la cocina con un tirachinas, hazaña que complació secretamente a su padre. Desde entonces Benjamin se las ingeniaba para romper algo todos los días, pero hacía cosas así porque era lo que esperaban de él, y porque era servicial por naturaleza.

Cuando la hostilidad inicial de su abuelo desapareció, Benjamin y aquel caballero encontraron un enorme placer en su mutua compañía. Tan alejados en edad y experiencia, podían pasarse horas y horas sentados, discutiendo como viejos compinches, con monotonía incansable, los lentos acontecimientos de la jornada. Benjamin se sentía más a sus anchas con su abuelo que con sus padres, que parecían tenerle una especie de temor invencible y reverencial, y, a pesar de la autoridad dictatorial que ejercían, a menudo le trataban de usted.

Benjamin estaba tan asombrado como cualquiera por la avanzada edad física y mental que aparentaba al nacer. Leyó revistas de medicina, pero, por lo que pudo ver, no se conocía ningún caso semejante al suyo. Ante la insistencia de su padre, hizo sinceros esfuerzos por jugar con otros niños, y a menudo participó en los juegos más pacíficos: el fútbol lo trastornaba demasiado, y temía que, en caso de fractura, sus huesos de viejo se negaran a soldarse.

Cuando cumplió cinco años lo mandaron al parvulario, donde lo iniciaron en el arte de pegar papel verde sobre papel naranja, de hacer mantelitos de colores y construir infinitas cenefas. Tenía propensión a adormilarse, e incluso a dormirse, en mitad de esas tareas, costumbre que irritaba y asustaba a su joven profesora. Para su alivio, la profesora se quejó a sus padres y éstos lo sacaron del colegio. Los Button dijeron a sus amigos que el niño era demasiado pequeño.

Cuando cumplió doce años los padres ya se habían habituado a su hijo. La fuerza de la costumbre es tan poderosa que ya no se daban cuenta de que era diferente a todos los niños, salvo cuando alguna anomalía curiosa les recordaba el hecho. Pero un día, pocas semanas después de su duodécimo cumpleaños, mientras se miraba al espejo, Benjamin hizo, o creyó hacer, un asombroso descubrimiento. ¿Lo engañaba la vista, o le había cambiado el pelo, del blanco a un gris acero, bajo el tinte, en sus doce años de vida? ¿Era ahora menos pronunciada la red de arrugas de su cara? ¿Tenía la piel más saludable y firme, incluso con algo del buen color que da el invierno? No podía decirlo. Sabía que ya no andaba encorvado y que sus condiciones físicas habían mejorado desde sus primeros días de vida.

—¿Será que…? —pensó en lo más hondo, o, más bien, apenas se atrevió a pensar.

Fue a hablar con su padre.

—Ya soy mayor —anunció con determinación—. Quiero ponerme pantalones largos.

Su padre dudó.

—Bueno —dijo por fin—, no sé. Catorce años es la edad adecuada para ponerse pantalones largos, y tú sólo tienes doce.

—Pero tienes que admitir —protestó Benjamin— que estoy muy grande para la edad que tengo.

Su padre lo miró, fingiendo entregarse a laboriosos cálculos.

—Ah, no estoy muy seguro de eso —dijo—. Yo era tan grande como tú a los doce años.

No era verdad: aquella afirmación formaba parte del pacto secreto que Roger Button había hecho consigo mismo para creer en la normalidad de su hijo.

Llegaron por fin a un acuerdo. Benjamin continuaría tiñéndose el pelo, pondría más empeño en jugar con los chicos de su edad y no usaría las gafas ni llevaría bastón por la calle. A cambio de tales concesiones, recibió permiso para su primer traje de pantalones largos.

IV.

No me extenderé demasiado sobre la vida de Benjamin Button entre los doce y los veinte años. Baste recordar que fueron años de normal decrecimiento. Cuando Benjamin cumplió los dieciocho estaba tan derecho como un hombre de cincuenta; tenía más pelo, gris oscuro; su paso era firme, su voz había perdido el temblor cascado: ahora era más baja, la voz de un saludable barítono. Así que su padre lo mandó a Connecticut para que hiciera el examen de ingreso en la Universidad de Yale. Benjamin superó el examen y se convirtió en alumno de primer curso.

Tres días después de matricularse recibió una notificación del señor Hart, secretario de la Universidad, que lo citaba en su despacho para establecer el plan de estudios. Benjamin se miró al espejo: necesitaba volver a tintarse el pelo. Pero, después de buscar angustiosamente en el cajón de la cómoda, descubrió que no estaba la botella de tinte marrón. Se acordó entonces: se le había terminado el día anterior y la había tirado.

Estaba en apuros. Tenía que presentarse en el despacho del secretario dentro de cinco minutos. No había solución: tenía que ir tal y como estaba. Y fue.

—Buenos días —dijo el secretario educadamente—. Habrá venido para interesarse por su hijo.

—Bueno, la verdad es que soy Button —empezó a decir Benjamin, pero el señor Hart lo interrumpió.

—Encantando de conocerle, señor Button. Estoy esperando a su hijo de un momento a otro.

—¡Soy yo! —explotó Benjamin—. Soy alumno de primer curso.

—¿Cómo?

—Soy alumno de primero.

—Bromea usted, claro.

—En absoluto.

El secretario frunció el entrecejo y echó una ojeada a una ficha que tenía delante.

—Bueno, según mis datos, el señor Benjamin Button tiene dieciocho años.

—Esa edad tengo —corroboró Benjamin, enrojeciendo un poco.

El secretario lo miró con un gesto de fastidio.

—No esperará que me lo crea, ¿no?

Benjamin sonrió con un gesto de fastidio.

—Tengo dieciocho años —repitió.

El secretario señaló con determinación la puerta.

—Fuera —dijo—. Váyase de la universidad y de la ciudad. Es usted un lunático peligroso.

—Tengo dieciocho años.

El señor Hart abrió la puerta.

—¡Qué ocurrencia! —gritó—. Un hombre de su edad intentando matricularse en primero. Tiene dieciocho años, ¿no? Muy bien le doy dieciocho minutos para que abandone la ciudad.

Benjamin Button salió con dignidad del despacho, y media docena de estudiantes que esperaban en el vestíbulo lo siguieron intrigados con la mirada. Cuando hubo recorrido unos metros, se volvió y, enfrentándose al enfurecido secretario, que aún permanecía en la puerta, repitió con voz firme:

—Tengo dieciocho años.

Entre un coro de risas disimuladas, procedente del grupo de estudiantes, Benjamin salió.

Pero no quería el destino que escapara con tanta facilidad. En su melancólico paseo hacia la estación de ferrocarril se dio cuenta de que lo seguía un grupo, luego un tropel y por fin una muchedumbre de estudiantes. Se había corrido la voz de que un lunático había aprobado el examen de ingreso en Yale y pretendía hacerse pasar por un joven de dieciocho años. Una excitación febril se apoderó de la universidad. Hombres sin sombrero se precipitaban fuera de las aulas, el equipo de fútbol abandonó el entrenamiento y se unió a la multitud, las esposas de los profesores, con la cofia torcida y el polisón mal puesto, corrían y gritaban tras la comitiva, de la que procedía una serie incesante de comentarios dirigidos a los delicados sentimientos de Benjamin Button. —¡Debe ser el Judío Errante!

—¡A su edad debería ir al instituto!

—¡Mirad al niño prodigio!

—¡Creería que esto era un asilo de ancianos!

—¡Que se vaya a Harvard!

Benjamin aceleró el paso y pronto echó a correr. ¡Ya les enseñaría! ¡Iría a Harvard, y se arrepentirían de aquellas burlas irreflexivas!

A salvo en el tren de Baltimore, sacó la cabeza por la ventanilla.

—¡Os arrepentiréis! —gritó.

—Ja, ja! —rieron los estudiantes—. Ja, ja, ja!

Fue el mayor error que la Universidad de Yale haya cometido en su historia.

V.

En 1880 Benjamin Button tenía veinte años, y celebró su cumpleaños comenzando a trabajar en la empresa de su padre, Roger Button & Company, Ferreteros Mayoristas. Aquel año también empezó a alternar en sociedad: es decir, su padre se empeñó en llevarlo a algunos bailes elegantes. Roger Button tenía entonces cincuenta años, y él y su hijo se entendían cada vez mejor. De hecho, desde que Benjamin había dejado de tintarse el pelo, todavía canoso, parecían más o menos de la misma edad, y podrían haber pasado por hermanos.

Una noche de agosto salieron en el faetón vestidos de etiqueta, camino de un baile en la casa de campo de los Shevlin, justo a la salida de Baltimore. Era una noche magnífica. La luna llena bañaba la carretera con un apagado color platino, y, en el aire inmóvil, la cosecha de flores tardías exhalaba aromas que eran como risas suaves, con sordina. Los campos, alfombrados de trigo reluciente, brillaban como si fuera de día. Era casi imposible no emocionarse ante la belleza del cielo, casi imposible.

—El negocio de la mercería tiene un gran futuro —estaba diciendo Roger Button. No era un hombre espiritual: su sentido de la estética era rudimentario—. Los viejos ya tenemos poco que aprender —observó profundamente—. Sois vosotros, los jóvenes con energía y vitalidad, los que tenéis un gran futuro por delante.

Las luces de la casa de campo de los Shevlin surgieron al final del camino. Ahora les llegaba un rumor, como un suspiro inacabable: podía ser la queja de los violines o el susurro del trigo plateado bajo la luna.

Se detuvieron tras un distinguido carruaje cuyos pasajeros se apeaban ante la puerta. Bajó una dama, la siguió un caballero de mediana edad, y por fin apareció otra dama, una joven bella como el pecado. Benjamin se sobresaltó: fue como si una transformación química disolviera y recompusiera cada partícula de su cuerpo. Se apoderó de él cierta rigidez, la sangre le afluyó a las mejillas y a la frente, y sintió en los oídos el palpitar constante de la sangre. Era el primer amor.

La chica era frágil y delgada, de cabellos cenicientos a la luz de la luna y color miel bajo las chisporroteantes lámparas del pórtico. Llevaba echada sobre los hombros una mantilla española del amarillo más pálido, con bordados en negro; sus pies eran relucientes capullos que asomaban bajo el traje con polisón.

Roger Button se acercó confidencialmente a su hijo.

—Ésa —dijo— es la joven Hildegarde Moncrief, la hija del general Moncrief.

Benjamin asintió con frialdad.

—Una criatura preciosa —dijo con indiferencia. Pero, en cuanto el criado negro se hubo llevado el carruaje, añadió—: Podrías presentármela, papá.

Se acercaron a un grupo en el que la señorita Moncrief era el centro. Educada según las viejas tradiciones, se inclinó ante Benjamin. Sí, le concedería un baile. Benjamin le dio las gracias y se alejó tambaleándose.

La espera hasta que llegara su turno se hizo interminablemente larga. Benjamin se quedó cerca de la pared, callado, inescrutable, mirando con ojos asesinos a los aristocráticos jóvenes de Baltimore que mariposeaban alrededor de Hildegarde Moncrief con caras de apasionada admiración. ¡Qué detestables le parecían a Benjamin; qué intolerablemente sonrosados! Aquellas barbas morenas y rizadas le provocaban una sensación parecida a la indigestión.

Pero cuando llegó su turno, y se deslizaba con ella por la movediza pista de baile al compás del último vals de París, la angustia y los celos se derritieron como un manto de nieve. Ciego de placer, hechizado, sintió que la vida acababa de empezar.

—Usted y su hermano llegaron cuando llegábamos nosotros, ¿verdad? —preguntó Hildegarde, mirándolo con ojos que brillaban como esmalte azul.

Benjamin dudó. Si Hildegarde lo tomaba por el hermano de su padre, ¿debía aclarar la confusión? Recordó su experiencia en Yale, y decidió no hacerlo. Sería una descortesía contradecir a una dama; sería un crimen echar a perder aquella exquisita oportunidad con la grotesca historia de su nacimiento. Más tarde, quizá. Así que asintió, sonrió, escuchó, fue feliz.

—Me gustan los hombres de su edad —decía Hildegarde—. Los jóvenes son tan tontos… Me cuentan cuánto champán bebieron en la universidad, y cuánto dinero perdieron jugando a las cartas. Los hombres de su edad saben apreciar a las mujeres.

Benjamin sintió que estaba a punto de declararse. Dominó la tentación con esfuerzo.

—Usted está en la edad romántica —continuó Hildegarde—. Cincuenta años. A los veinticinco los hombres son demasiado mundanos; a los treinta están atosigados por el exceso de trabajo. Los cuarenta son la edad de las historias largas: para contarlas se necesita un puro entero; los sesenta… Ah, los sesenta están demasiado cerca de los setenta, pero los cincuenta son la edad de la madurez. Me encantan los cincuenta.

Los cincuenta le parecieron a Benjamin una edad gloriosa. Deseó apasionadamente tener cincuenta años.

—Siempre lo he dicho —continuó Hildegarde—: prefiero casarme con un hombre de cincuenta años y que me cuide, a casarme con uno de treinta y cuidar de él.

Para Benjamin el resto de la velada estuvo bañado por una neblina color miel. Hildegarde le concedió dos bailes más, y descubrieron que estaban maravillosamente de acuerdo en todos los temas de actualidad. Darían un paseo en calesa el domingo, y hablarían más detenidamente.

Volviendo a casa en el faetón, justo antes de romper el alba, cuando empezaban a zumbar las primeras abejas y la luna consumida brillaba débilmente en la niebla fría, Benjamin se dio cuenta vagamente de que su padre estaba hablando de ferretería al por mayor.

—¿Qué asunto propones que tratemos, además de los clavos y los martillos? —decía el señor Button.

—Los besos —respondió Benjamin, distraído.

—¿Los pesos? —exclamó Roger Button—. ¡Pero si acabo de hablar de pesos y básculas!

Benjamin lo miró aturdido, y el cielo, hacia el este, reventó de luz, y una oropéndola bostezó entre los árboles que pasaban veloces…

VI.

Cuando, seis meses después, se supo la noticia del enlace entre la señorita Hildegarde Moncrief y el señor Benjamin Button (y digo «se supo la noticia» porque el general Moncrief declaró que prefería arrojarse sobre su espada antes que anunciarlo), la conmoción de la alta sociedad de Baltimore alcanzó niveles febriles. La casi olvidada historia del nacimiento de Benjamin fue recordada y propalada escandalosamente a los cuatro vientos de los modos más picarescos e increíbles. Se dijo que, en realidad, Benjamin era el padre de Roger Button, que era un hermano que había pasado cuarenta años en la cárcel, que era el mismísimo John Wilkes Booth disfrazado… y que dos cuernecillos despuntaban en su cabeza.

Los suplementos dominicales de los periódicos de Nueva York explotaron el caso con fascinantes ilustraciones que mostraban la cabeza de Benjamin Button acoplada al cuerpo de un pez o de una serpiente, o rematando una estatua de bronce. Llegó a ser conocido en el mundo periodístico como El Misterioso Hombre de Maryland. Pero la verdadera historia, como suele ser normal, apenas tuvo difusión.

Como quiera que fuera, todos coincidieron con el general Moncrief: era un crimen que una chica encantadora, que podía haberse casado con el mejor galán de Baltimore, se arrojara en brazos de un hombre que tenía por lo menos cincuenta años. Fue inútil que el señor Roger Button publicara el certificado de nacimiento de su hijo en grandes caracteres en el Blaze de Baltimore. Nadie lo creyó. Bastaba tener ojos en la cara y mirar a Benjamin.

Por lo que se refiere a las dos personas a quienes más concernía el asunto, no hubo vacilación alguna. Circulaban tantas historias falsas acerca de su prometido, que Hildegarde se negó terminantemente a creer la verdadera. Fue inútil que el general Moncrief le señalara el alto índice de mortalidad entre los hombres de cincuenta años, o, al menos, entre los hombres que aparentaban cincuenta años; e inútil que le hablara de la inestabilidad del negocio de la ferretería al por mayor. Hildegarde eligió casarse con la madurez… y se casó.

VII.

En una cosa, al menos, los amigos de Hildegarde Moncrief se equivocaron. El negocio de ferretería al por mayor prosperó de manera asombrosa. En los quince años que transcurrieron entre la boda de Benjamin Button, en 1880, y la jubilación de su padre, en 1895, la fortuna familiar se había duplicado, gracias en gran medida al miembro más joven de la firma.

No hay que decir que Baltimore acabó acogiendo a la pareja en su seno. Incluso el anciano general Moncrief llegó a reconciliarse con su yerno cuando Benjamin le dio el dinero necesario para sacar a la luz su Historia de la Guerra Civil en treinta volúmenes, que había sido rechazada por nueve destacados editores.

Quince años provocaron muchos cambios en el propio Benjamin. Le parecía que la sangre le corría con nuevo vigor por las venas. Empezó a gustarle levantarse por la mañana, caminar con paso enérgico por la calle concurrida y soleada, trabajar incansablemente en sus envíos de martillos y sus cargamentos de clavos. Fue en 1890 cuando logró su mayor éxito en los negocios: lanzó la famosa idea de que todos los clavos usados para clavar cajas destinadas al transporte de clavos son propiedad del transportista, propuesta que, con rango de proyecto de ley, fue aprobada por el presidente del Tribunal Supremo, el señor Fossile, y ahorró a Roger Button & Company, Ferreteros Mayoristas, más de seiscientos clavos anuales.

Y Benjamin descubrió que lo atraía cada vez más el lado alegre de la vida. Típico de su creciente entusiasmo por el placer fue el hecho de que se convirtiera en el primer hombre de la ciudad de Baltimore que poseyó y condujo un automóvil. Cuando se lo encontraban por la calle, sus coetáneos lo miraban con envidia, tal era su imagen de salud y vitalidad.

—Parece que está más joven cada día —observaban. Y, si el viejo Roger Button, ahora de sesenta y cinco años, no había sabido darle a su hijo una bienvenida adecuada, acabó reparando su falta colmándolo de atenciones que rozaban la adulación.

Llegamos a un asunto desagradable sobre el que pasaremos lo más rápidamente posible. Sólo una cosa preocupaba a Benjamin Button: su mujer había dejado de atraerle.

En aquel tiempo Hildegarde era una mujer de treinta y cinco años, con un hijo, Roscoe, de catorce. En los primeros días de su matrimonio Benjamin había sentido adoración por ella. Pero, con los años su cabellera color miel se volvió castaña, vulgar, y el esmalte azul de sus ojos adquirió el aspecto de la loza barata. Además, y por encima de todo, Hildegarde había ido moderando sus costumbres, demasiado plácida, demasiado satisfecha, demasiado anémica en sus manifestaciones de entusiasmo: sus gustos eran demasiado sobrios. Cuando eran novios ella era la que arrastraba a Benjamin a bailes y cenas; pero ahora era al contrario. Hildegarde lo acompañaba siempre en sociedad, pero sin entusiasmo, consumida ya por esa sempiterna inercia que viene a vivir un día con nosotros y se queda a nuestro lado hasta el final.

La insatisfacción de Benjamin se hizo cada vez más profunda. Cuando estalló la Guerra Hispano-Norteamericana en 1898, su casa le ofrecía tan pocos atractivos que decidió alistarse en el ejército. Gracias a su influencia en el campo de los negocios, obtuvo el grado de capitán, y demostró tanta eficacia que fue ascendido a mayor y por fin a teniente coronel, justo a tiempo para participar en la famosa carga contra la colina de San Juan. Fue herido levemente y mereció una medalla.

Benjamin estaba tan apegado a las actividades y las emociones del ejército, que lamentó tener que licenciarse, pero los negocios exigían su atención, así que renunció a los galones y volvió a su ciudad. Una banda de música lo recibió en la estación y lo escoltó hasta su casa.

VIII.

Hildegarde, ondeando una gran bandera de seda, lo recibió en el porche, y en el momento preciso de besarla Benjamin sintió que el corazón le daba un vuelco: aquellos tres años habían tenido un precio. Hildegarde era ahora una mujer de cuarenta años, y una tenue sombra gris se insinuaba ya en su pelo. El descubrimiento lo entristeció.

Cuando llegó a su habitación, se miró en el espejo: se acercó más y examinó su cara con ansiedad, comparándola con una foto en la que aparecía en uniforme, una foto de antes de la guerra.

—¡Dios santo! —dijo en voz alta. El proceso continuaba. No había la más mínima duda: ahora aparentaba tener treinta años. En vez de alegrarse, se preocupó: estaba rejuveneciendo. Hasta entonces había creído que, cuando alcanzara una edad corporal equivalente a su edad en años, cesaría el fenómeno grotesco que había caracterizado su nacimiento. Se estremeció. Su destino le pareció horrible, increíble.

Volvió a la planta principal. Hildegarde lo estaba esperando: parecía enfadada, y Benjamin se preguntó si habría descubierto al fin que pasaba algo malo. E, intentado aliviar la tensión, abordó el asunto durante la comida, de la manera más delicada que se le ocurrió.

—Bueno —observó en tono desenfadado—, todos dicen que parezco más joven que nunca.

Hildegarde lo miró con desdén. Y sollozó.

—¿Y te parece algo de lo que presumir?

—No estoy presumiendo —aseguró Benjamin, incómodo.

Ella volvió a sollozar.

—Vaya idea —dijo, y agregó un instante después—: Creía que tendrías el suficiente amor propio como para acabar con esto.

—¿Y cómo? —preguntó Benjamin.

—No voy a discutir contigo —replicó su mujer—. Pero hay una manera apropiada de hacer las cosas y una manera equivocada. Si tú has decidido ser distinto a todos, me figuro que no puedo impedírtelo, pero la verdad es que no me parece muy considerado por tu parte.

—Pero, Hildegarde, ¡yo no puedo hacer nada!

—Sí que puedes. Pero eres un cabezón, sólo eso. Estás convencido de que tienes que ser distinto. Has sido siempre así y lo seguirás siendo. Pero piensa, sólo un momento, qué pasaría si todos compartieran tu manera de ver las cosas… ¿Cómo sería el mundo?

Se trababa de una discusión estéril, sin solución, así que Benjamin no contestó, y desde aquel instante un abismo comenzó a abrirse entre ellos. Y Benjamin se preguntaba qué fascinación podía haber ejercido Hildegarde sobre él en otro tiempo.

Y, para ahondar la brecha, Benjamin se dio cuenta de que, a medida que el nuevo siglo avanzaba, se fortalecía su sed de diversiones. No había fiesta en Baltimore en la que no se le viera bailar con las casadas más hermosas y charlar con las debutantes más solicitadas, disfrutando de los encantos de su compañía, mientras su mujer, como una viuda de mal agüero, se sentaba entre las madres y las tías vigilantes, para observarlo con altiva desaprobación, o seguirlo con ojos solemnes, perplejos y acusadores.

—¡Mira! —comentaba la gente—. ¡Qué lástima! Un joven de esa edad casado con una mujer de cuarenta y cinco años. Debe de tener por lo menos veinte años menos que su mujer.

Habían olvidado —porque la gente olvida inevitablemente— que ya en 1880 sus papás y mamás también habían hecho comentarios sobre aquel matrimonio mal emparejado.

Pero la gran variedad de sus nuevas aficiones compensaba la creciente infelicidad hogareña de Benjamin. Descubrió el golf, y obtuvo grandes éxitos. Se entregó al baile: en 1906 era un experto en el boston, y en 1908 era considerado un experto del maxixe, mientras que en 1909 su castle walk fue la envidia de todos los jóvenes de la ciudad.

Su vida social, naturalmente, se mezcló hasta cierto punto con sus negocios, pero ya llevaba veinticinco años dedicado en cuerpo y alma a la ferretería al por mayor y pensó que iba siendo hora de que se hiciera cargo del negocio su hijo Roscoe, que había terminado sus estudios en Harvard.

Y, de hecho, a menudo confundían a Benjamin con su hijo. Semejante confusión agradaba a Benjamin, que olvidó pronto el miedo insidioso que lo había invadido a su regreso de la Guerra Hispano-Norteamericana: su aspecto le producía ahora un placer ingenuo. Sólo tenía una contraindicación aquel delicioso ungüento: detestaba aparecer en público con su mujer. Hildegarde tenía casi cincuenta años, y, cuando la veía, se sentía completamente absurdo.

IX.

Un día de septiembre de 1910 —pocos años después de que el joven Roscoe Button se hicera cargo de la Roger Button & Company, Ferreteros Mayoristas— un hombre que aparentaba unos veinte años se matriculó como alumno de primer curso en la Universidad de Harvard, en Cambridge. No cometió el error de anunciar que nunca volvería a cumplir los cincuenta, ni mencionó el hecho de que su hijo había obtenido su licenciatura en la misma institución diez años antes.

Fue admitido, y, casi desde el primer día, alcanzó una relevante posición en su curso, en parte porque parecía un poco mayor que los otros estudiantes de primero, cuya media de edad rondaba los dieciocho años.

Pero su éxito se debió fundamentalmente al hecho de que en el partido de fútbol contra Yale jugó de forma tan brillante, con tanto brío y tanta furia fría e implacable, que marcó siete touchdowns y catorce goles de campo a favor de Harvard, y consiguió que los once hombres de Yale fueran sacados uno a uno del campo, inconscientes. Se convirtió en el hombre más célebre de la universidad.

Aunque parezca raro, en tercer curso apenas si fue capaz de formar parte del equipo. Los entrenadores dijeron que había perdido peso, y los más observadores repararon en que no era tan alto como antes. Ya no marcaba touchdowns. Lo mantenían en el equipo con la esperanza de que su enorme reputación sembrara el terror y la desorganización en el equipo de Yale.

En el último curso, ni siquiera lo incluyeron en el equipo. Se había vuelto tan delgado y frágil que un día unos estudiantes de segundo lo confundieron con un novato, incidente que lo humilló profundamente. Empezó a ser conocido como una especie de prodigio —un alumno de los últimos cursos que quizá no tenía más de dieciséis años— y a menudo lo escandalizaba la mundanería de algunos de sus compañeros. Los estudios le parecían más difíciles, demasiado avanzados. Había oído a sus compañeros hablar del San Midas, famoso colegio preuniversitario, en el que muchos de ellos se habían preparado para la Universidad, y decidió que, cuando acabara la licenciatura, se matricularía en el San Midas, donde, entre chicos de su complexión, estaría más protegido y la vida sería más agradable.

Terminó los estudios en 1914 y volvió a su casa, a Baltimore, con el título de Harvard en el bolsillo. Hildegarde residía ahora en Italia, así que Benjamin se fue a vivir con su hijo, Roscoe. Pero, aunque fue recibido como de costumbre, era evidente que el afecto de su hijo se había enfriado: incluso manifestaba cierta tendencia a considerar un estorbo a Benjamin, cuando vagaba por la casa presa de melancolías de adolescente. Roscoe se había casado, ocupaba un lugar prominente en la vida social de Baltimore, y no deseaba que en torno a su familia se suscitara el menor escándalo.

Benjamin ya no era persona grata entre las debutantes y los universitarios más jóvenes, y se sentía abandonado, muy solo, con la única compañía de tres o cuatro chicos de la vecindad, de catorce o quince años. Recordó el proyecto de ir al colegio de San Midas.

—Oye —le dijo a Roscoe un día—, ¿cuántas veces tengo que decirte que quiero ir al colegio?

—Bueno, pues ve, entonces —abrevió Roscoe. El asunto le desagradaba, y deseaba evitar la discusión.

—No puedo ir solo —dijo Benjamin, vulnerable—. Tienes que matricularme y llevarme tú.

—No tengo tiempo —declaró Roscoe con brusquedad. Entrecerró los ojos y miró preocupado a su padre—. El caso es —añadió— que ya está bien: podrías pararte ya, ¿no? Sería mejor… —se interrumpió, y su cara se volvió roja mientras buscaba las palabras—. Tienes que dar un giro de ciento ochenta grados: empezar de nuevo, pero en dirección contraria. Esto ya ha ido demasiado lejos para ser una broma. Ya no tiene gracia. Tú… ¡Ya es hora de que te portes bien!

Benjamin lo miró, al borde de las lágrimas.

—Y otra cosa —continuó Roscoe—: cuando haya visitas en casa, quiero que me llames tío, no Roscoe, sino tío, ¿comprendes? Parece absurdo que un niño de quince años me llame por mi nombre de pila. Quizá harías bien en llamarme tío siempre, así te acostumbrarías.

Después de mirar severamente a su padre, Roscoe le dio la espalda.

X.

Cuando terminó esta discusión, Benjamin, muy triste, subió a su dormitorio y se miró al espejo. No se afeitaba desde hacía tres meses, pero apenas si se descubría en la cara una pelusilla incolora, que no valía la pena tocar. La primera vez que, en vacaciones, volvió de Harvad, Roscoe se había atrevido a sugerirle que debería llevar gafas y una barba postiza pegada a las mejillas: por un momento pareció que iba a repetirse la farsa de sus primeros años. Pero la barba le picaba, y le daba vergüenza. Benjamin lloró, y Roscoe había acabado cediendo a regañadientes.

Benjamin abrió un libro de cuentos para niños, Los boy scouts en la bahía de Bimini, y comenzó a leer. Pero no podía quitarse de la cabeza la guerra. Hacía un mes que Estados Unidos se había unido a la causa aliada, y Benjamin quería alistarse, pero, ay, dieciséis años eran la edad mínima, y Benjamin no parecía tenerlos. De cualquier modo, su verdadera edad, cincuenta y cinco años, también lo inhabilitaba para el ejército.

Llamaron a la puerta y el mayordomo apareció con una carta con gran membrete oficial en una esquina, dirigida al señor Benjamin Button. Benjamin la abrió, rasgando el sobre con impaciencia, y leyó la misiva con deleite: muchos militares de alta graduación, actualmente en la reserva, que habían prestado servicio durante la guerra con España, estaban siendo llamados al servicio con un rango superior. Con la carta se adjuntaba su nombramiento como general de brigada del ejército de Estados Unidos y la orden de incorporarse inmediatamente.

Benjamin se puso en pie de un salto, casi temblando de entusiasmo. Aquello era lo que había deseado. Cogió su gorra y diez minutos después entraba en una gran sastrería de Charles Street y, con insegura voz de tiple, ordenaba que le tomaran medidas para el uniforme.

—¿Quieres jugar a los soldados, niño? —preguntó un dependiente, con indiferencia.

Benjamin enrojeció.

—¡Oiga! ¡A usted no le importa lo que yo quiera! —replicó con rabia—. Me llamo Button y vivo en la Mt. Vernon Place, así que ya sabe quién soy.

—Bueno —admitió el dependiente, titubeando—, por lo menos sé quién es su padre.

Le tomaron las medidas, y una semana después estuvo listo el uniforme. Tuvo algunos problemas para conseguir los galones e insignias de general porque el comerciante insistía en que una bonita insignia de la Asociación de Jóvenes Cristianos quedaría igual de bien y sería mucho mejor para jugar.

Sin decirle nada a Roscoe, Benjamin salió de casa una noche y se trasladó en tren a Camp Mosby, en Carolina del Sur, donde debía asumir el mando de una brigada de infantería. En un sofocante día de abril Benjamin llegó a las puertas del campamento, pagó el taxi que lo había llevado hasta allí desde la estación y se dirigió al centinela de guardia.

—¡Que alguien recoja mi equipaje! —dijo enérgicamente.

El centinela lo miró con mala cara.

—Dime —observó—, ¿adónde vas disfrazado de general, niño?

Benjamin, veterano de la Guerra Hispano-Norteamericana, se volvió hacia el soldado echando chispas por los ojos, pero, por desgracia, con voz aguda e insegura.

—¡Cuádrese! —intentó decir con voz de trueno; hizo una pausa para recobrar el aliento, e inmediatamente vio cómo el centinela entrechocaba los talones y presentaba armas. Benjamin disimuló una sonrisa de satisfacción, pero cuando miró a su alrededor la sonrisa se le heló en los labios. No había sido él la causa de aquel gesto de obediencia, sino un imponente coronel de artillería que se acercaba a caballo.

—¡Coronel! —llamó Benjamin con voz aguda.

El coronel se acercó, tiró de las riendas y lo miró fríamente desde lo alto, con un extraño centelleo en los ojos.

—¿Quién eres, niño? ¿Quién es tu padre? —preguntó afectuosamente.

—Ya le enseñaré yo quién soy —contestó Benjamin con voz fiera—. ¡Baje inmediatamente del caballo!

El coronel se rió a carcajadas.

—Quieres mi caballo, ¿eh, general?

—¡Tenga! —gritó Benjamin exasperado—. ¡Lea esto! —y tendió su nombramiento al coronel.

El coronel lo leyó y los ojos se le salían de las órbitas.

—¿Dónde lo has conseguido? —preguntó, metiéndose el documento en su bolsillo.

—¡Me lo ha mandado el Gobierno, como usted descubrirá enseguida!

—¡Acompáñame! —dijo el coronel, con una mirada extraña—. Vamos al puesto de mando, allí hablaremos. Venga, vamos.

El coronel dirigió su caballo, al paso, hacia el puesto de mando. Y Benjamin no tuvo más remedio que seguirlo con toda la dignidad de la que era capaz: prometiéndose, mientras tanto, una dura venganza.

Pero la venganza no llegó a materializarse. Se materializó, dos días después, su hijo Roscoe, que llegó de Baltimore, acalorado y de mal humor por el viaje inesperado, y escoltó al lloroso general, sin uniforme, de vuelta a casa.

XI.

En 1920 nació el primer hijo de Roscoe Button. Durante las fiestas de rigor, a nadie se le ocurrió mencionar que el chiquillo mugriento que aparentaba unos diez años de edad y jugueteaba por la casa con soldaditos de plomo y un circo en miniatura era el mismísimo abuelo del recién nacido.

A nadie molestaba aquel chiquillo de cara fresca y alegre en la que a veces se adivinaba una sombra de tristeza, pero para Roscoe Button su presencia era una fuente de preocupaciones. En el idioma de su generación, Roscoe no consideraba que el asunto reportara la menor utilidad. Le parecía que su padre, negándose a parecer un anciano de sesenta años, no se comportaba como un «hombre de pelo en pecho» —ésta era la expresión preferida de Roscoe—, sino de un modo perverso y estrafalario. Pensar en aquel asunto más de media hora lo ponía al borde de la locura. Roscoe creía que los «hombres con nervios de acero» debían mantenerse jóvenes, pero llevar las cosas a tal extremo… no reportaba ninguna utilidad. Y en este punto Roscoe interrumpía sus pensamientos.

Cinco años más tarde, el hijo de Roscoe había crecido lo suficiente para jugar con el pequeño Benjamin bajo la supervisión de la misma niñera. Roscoe los llevó a los dos al parvulario el mismo día y Benjamin descubrió que jugar con tiras de papel de colores, y hacer mantelitos y cenefas y curiosos y bonitos dibujos, era el juego más fascinante del mundo. Una vez se portó mal y tuvo que quedarse en un rincón, y lloró, pero casi siempre las horas transcurrían felices en aquella habitación alegre, donde la luz del sol entraba por las ventanas y la amable mano de la señorita Bailey de vez en cuando se posaba sobre su pelo despeinado.

Un año después el hijo de Roscoe pasó a primer grado, pero Benjamin siguió en el parvulario. Era muy feliz. Algunas veces, cuando otros niños hablaban de lo que harían cuando fueran mayores, una sombra cruzaba su carita como si de un modo vago, pueril, se diera cuenta de que eran cosas que él nunca compartiría.

Los días pasaban con alegre monotonía. Volvió por tercer año al parvulario, pero ya era demasiado pequeño para entender para qué servían las brillantes y llamativas tiras de papel. Lloraba porque los otros niños eran mayores y le daban miedo. La maestra habló con él, pero, aunque intentó comprender, no comprendió nada.

Lo sacaron del parvulario. Su niñera, Nana, con su uniforme almidonado, pasó a ser el centro de su minúsculo mundo. Los días de sol iban de paseo al parque; Nana le señalaba con el dedo un gran monstruo gris y decía «elefante», y Benjamin debía repetir la palabra, y aquella noche, mientras lo desnudaran para acostarlo, la repetiría una y otra vez en voz alta: «leíante, lefante, leíante». Algunas veces Nana le permitía saltar en la cama, y entonces se lo pasaba muy bien, porque, si te sentabas exactamente como debías, rebotabas, y si decías «ah» durante mucho tiempo mientras dabas saltos, conseguías un efecto vocal intermitente muy agradable.

Le gustaba mucho coger del perchero un gran bastón y andar de acá para allá golpeando sillas y mesas, y diciendo: «Pelea, pelea, pelea». Si había visita, las señoras mayores chasqueaban la lengua a su paso, lo que le llamaba la atención, y las jóvenes intentaban besarlo, a lo que él se sometía con un ligero fastidio. Y, cuando el largo día acababa, a las cinco en punto, Nana lo llevaba arriba y le daba a cucharadas harina de avena y unas papillas estupendas.

No había malos recuerdos en su sueño infantil: no le quedaban recuerdos de sus magníficos días universitarios ni de los años espléndidos en que rompía el corazón de tantas chicas. Sólo existían las blancas, seguras paredes de su cuna, y Nana y un hombre que venía a verlo de vez en cuando, y una inmensa esfera anaranjada, que Nana le señalaba un segundo antes del crepúsculo y la hora de dormir, a la que Nana llamaba el sol. Cuando el sol desaparecía, los ojos de Benjamin se cerraban, soñolientos… Y no había sueños, ningún sueño venía a perturbarlo.

El pasado: la salvaje carga al frente de sus hombres contra la colina de San Juan; los primeros años de su matrimonio, cuando se quedaba trabajando hasta muy tarde en los anocheceres veraniegos de la ciudad presurosa, trabajando por la joven Hildegarde, a la que quería; y, antes, aquellos días en que se sentaba a fumar con su abuelo hasta bien entrada la noche en la vieja y lóbrega casa de los Button, en Monroe Street… Todo se había desvanecido como un sueño inconsistente, pura imaginación, como si nunca hubiera existido.

No se acordaba de nada. No recordaba con claridad si la leche de su última comida estaba templada o fría; ni el paso de los días… Sólo existían su cuna y la presencia familiar de Nana. Y, aparte de eso, no se acordaba de nada. Cuando tenía hambre lloraba, eso era todo. Durante las tardes y las noches respiraba, y lo envolvían suaves murmullos y susurros que apenas oía, y olores casi indistinguibles, y luz y oscuridad.

Luego fue todo oscuridad, y su blanca cuna y los rostros confusos que se movían por encima de él, y el tibio y dulce aroma de la leche, acabaron de desvanecerse.

Francis Scott Key Fitzgerald (Saint Paul, Minnesota, 24 de septiembre de 1896 - Hollywood, California, 21 de diciembre de 1940). Novelista estadounidense de la época del jazz. Su obra es el reflejo de los problemas de la juventud de su país en los años que siguieron a la Primera Guerra Mundial. En sus novelas expresa el desencanto de los privilegiados jóvenes de su generación que arrastraban su lasitud entre el jazz y la ginebra (A este lado del paraíso, 1920), en Europa en la Costa Azul (Suave es la noche, 1934), o en el fascinante decorado de las ciudades estadounidenses (El gran Gatsby, 1925).

Se le considera uno de los más importantes escritores estadounidenses del siglo XX. Fue portavoz de la «Generación Perdida», aquellos estadounidenses nacidos en la última década del siglo XIX que les tocó madurar durante la Primera Guerra Mundial. Escribió cinco novelas y docenas de historias breves que abordan temas como «la juventud» o «la desesperación» con una extraordinaria honestidad al plasmar sus emociones. Sus héroes, atractivos, confiados y condenados, resplandecen brillantemente antes de explotar («Muéstrame un héroe», dijo Fitzgerald en una ocasión, «y te escribiré una tragedia»), y sus heroínas son bellas y de personalidad compleja.

Scott Fitzgerald estudió en Saint Paul Academy and Summit School de Saint Paul, Minnesota en 1908-1911, empezó a escribir en esta época. Más tarde, continuó en Newman School, una escuela de secundaria privada de Hackensack, Nueva Jersey, en 1911-12. Inició sus estudios universitarios en la Universidad de Princeton en 1913 dentro de la promoción de 1917 y fue allí donde hizo amistad con futuros críticos y escritores como Edmund Wilson o John Peale Bishop. Fitzgerald afrontó dificultades académicas durante sus tres años de carrera universitaria, abandonándola en 1917 para alistarse al ejército de los Estados Unidos cuando entraron en la Primera Guerra Mundial. No obstante, la Gran Guerra terminó poco tiempo después, siendo licenciado sin haber llegado a embarcar hacia Europa.

Cierto es que quería morir en la guerra dejando un legado literario. Fitzgerald había escrito rápidamente una novela con el título The Romantic Egotist cuando se encontraba en los campos de entrenamiento militar de Camp Taylor, Louisville, Kentucky, y de Camp Sheridan, Alabama. A pesar de haberla halagado, un editor de la neoyorquina Charles Scribner's Sons, editorial a la que presentó su novela, la rechazó.

Mientras estaba en Camp Sheridan, Fitzgerald conoció a Zelda Sayre (1900-1948), la «top girl», según el propio Fitzgerald, de Montgomery, Alabama. Los dos adquirieron compromiso en 1919 y Fitzgerald se mudó a un apartamento en 200 Claremont Avenue en Nueva York para intentar sentar las bases de su relación con Zelda. Aun trabajando para una compañía publicitaria y escribiendo historias breves, Fitzgerald fue incapaz de convencer a Zelda de que él le daría el apoyo que ella necesitaba. Zelda rompió el compromiso y Fitzgerald volvió a la casa de sus padres en St. Paul para revisar The Romantic Egotist. Bajo el nombre de This Side of Paradise, Scribner's la aceptaron en el otoño de 1919, reanudándose la relación entre Zelda y Scott. La novela se publicó el 26 de marzo de 1920 y se convirtió en uno de los superventas de ese año, sirviendo para definir la generación flapper. A la semana siguiente, Scott y Zelda se casaron en la Catedral de St. Patrick de Nueva York. Su única hija, Frances Scott "Scottie" Fitzgerald, nació el 26 de octubre de 1921.

Aunque Fitzgerald tenía una clara vocación por escribir novelas, éstas nunca le aportaron los suficientes ingresos como para mantener el opulento estilo de vida que tanto él como Zelda adoptaron. Por ello, Fitzgerald escribió historias cortas para revistas tales como Saturday Evening Post, Collier's Magazine y Esquire, y vendió a los estudios de Hollywood los derechos para realizar películas basadas en su producción literaria. Él tenía constantemente problemas financieros y a menudo solicitaba préstamos a su agente literario, Harold Ober, y a su editor en Scribner's, Maxwell Perkins.

La década de 1920 fue la de mayor repercusión de la literatura de Fitzgerald. Su segunda novela, The Beautiful and Damned, publicada en 1922, representa un impresionante desarrollo en comparación con el Fitzgerald inmaduro de This Side of Paradise. El gran Gatsby, considerada por muchos su obra maestra, se publicó en 1925. Fitzgerald viajó varias veces a Europa, sobre todo a París y a la Riviera Francesa durante los años 20, donde entabló amistad con muchos estadounidenses expatriados que vivían en París, de entre los que destaca Ernest Hemingway.

A finales de los años veinte Fitzgerald comenzó a trabajar en su cuarta novela pero la dejó de lado debido a la esquizofrenia que padeció Zelda Sayre Fitzgerald en 1930 y a sus dificultades económicas. Por ello, tuvo que seguir escribiendo esas historias breves comerciales. A partir de entonces, la salud de Zelda continuó frágil. En 1932, la hospitalizaron en Baltimore, Maryland, y Scott alquiló la finca de "La Paix" en los alrededores de Towson para poder trabajar en su libro, que trataba la historia del ascenso y el fracaso de Dick Diver, un prometedor psiquiatra psicoanalista y su mujer, Nicole, quien es, además, una de sus pacientes. Este libro se publicó en 1934 bajo el título Tender Is the Night. [1]. La crítica opina que éste es uno de sus mejores trabajos.

De nuevo, sufriendo terribles aprietos financieros, Fitzgerald pasó la segunda mitad de los años 30 en Hollywood, escribiendo más historias breves, guiones para la Metro-Goldwyn-Mayer, y su quinta y última novela, The Love of the Last Tycoon, basada en la vida del ejecutivo cinematográfico Irving Thalberg. Él y Zelda se alejaron el uno del otro; ella continuó viviendo en centros psiquiátricos de la costa este, mientras que él vivía con su amante Sheilah Graham en Hollywood.

Alcoholizado, a finales de 1940, Fitzgerald sufrió dos ataques cardiacos. El segundo le provocó la muerte el 21 de diciembre de 1940, en el apartamento de Sheilah Graham en Hollywood. Zelda murió en un incendio en el centro de atención psiquiátrica de Highland en Asheville, North Carolina, en 1948. Ambos fueron enterrados en el Cementerio de Saint Mary, en Rockville, Maryland.

Fitzgerald no tuvo tiempo de terminar The Love of the Last Tycoon. Las notas que tenía para la novela fueron corregidas por su amigo Edmund Wilson y publicadas en 1941 bajo el título The Last Tycoon. Hay controversia entre los críticos literarios sobre si era realmente el propósito de Fitzgerald titular su última novela The Love of the Last Tycoon, tal y como se refleja en una nueva edición de 1994, corregida por el especialista Matthew Bruccoli de la Universidad de Carolina del Sur.

El curioso caso de Benjamin Button fue un novela corta publicada en 1921, primero en la revista Colliers y luego como parte de su libro Tales of the Jazz Age. Los derechos fueron comprados y la historia adaptada para la filmación de la película del mismo nombre, dirigida en 2008 por David Fincher y protagonizada por Brad Pitt. El actor Malcolm Gets personificó a F. Scott Fitzgerald en la película La señora Parker y el círculo vicioso. El actor Gregory Peck interpretó a F. Scott Fitzgerald en la película de 1959 Días sin vida (Beloved Infidel), centrada en los años del escritor en Hollywood y en la escritura de su última novela, El último magnate. El nombre de la popular serie de videojuegos The Legend of Zelda, así como la Princesa Zelda de Hyrule, uno de sus personajes, honran la memoria de Zelda Fitzgerald. El actor Tom Hiddleston interpreta a F. Scott Fitzgerald en la película de Woody Allen Midnight in Paris, de 2010.

Foto:internet. Semblanza biográfica:Wikipedia. Texto:El cuento del día.