El cuento del domingo

 

Mia Couto

La historia de los aparecidos

Es una verdad: los muertos no deben aparecerse, saltarse la frontera de su mundo. Sólo vienen a desorganizar nuestra tristeza. Sabemos ya con seguridad: aquel tal ha desaparecido. Consolamos a las viudas, hemos llorado ya las lágrimas, completas.
Por el contrario, hay de esos muertos que han muerto e insisten en aparecer. Fue lo que sucedió en aquella aldea que las aguas arrancaron de la tierra. Las crecidas se llevaron a la aldea, arrancada de raíz. Ni siquiera quedó la cicatriz del lugar. Se salvaron muchos. Desaparecieron Luis Fernando y Aníbal Mucavel. Murieron por dentro del agua, pescados por el río furioso. Su muerte era una certeza cuando una tarde volvieron a aparecerse.
Los vivos les preguntaron muchas cosas. Asustados, llamaron a los militares. Compareció Raimundo que usaba el arma como si fuese un azadón. Estaba temblando y no encontró otras palabras:
-Guía de marcha.
-Pero tú estas loco, Raimundo. Baja esa arma.
El soldado ganó coraje cuando oyó la voz de los difuntos. Les mandó que retrocediesen.
-Volved allí de donde vinisteis. De nada os valdrá que intentéis algo: seréis rechazados.
La conversación no se resolvía. Surgió Esteban, responsable de la vigilancia. Luis y Aníbal fueron
autorizados a entrar para que se explicasen frente a las autoridades.
-A vosotros ya no se os cuenta. ¿Dónde pensáis vivir?
Los aparecidos estaban ofendidos por la manera en que eran recibidos.
-Fuimos arrastrados por el río, aguamos sin saber dónde y ¿ahora vosotros nos tratáis como infiltrados?
-Espera, vamos a hablar con el jefe de asuntos sociales. Él es el que tiene competencia sobre vuestro asunto.
Aníbal aún se entristeció más. ¿Es que ahora somos un asunto? Una persona no es un divorcio, una demanda. No es que tuviesen un problema: era la vida entera la que quedaba por resolver.
El responsable vino. Estaba cebado, la barriga curiosa, espiando desde el blusón. Se les saludó con el respeto debido a los difuntos. El responsable explicó las dificultades y el peso que suponían, muertos de regreso imprevisto.
-Pues mira, mandaron los donativos. Llegó la ropa de las calamidades, placas de zinc, muchas cosas. Pero vosotros no entráis en los planes.
Aníbal se puso nervioso con las cuentas de las que se les excluía:
-¿Como que no estamos? ¿Es que vosotros tacháis a una persona así porque sí?
-Pero si vosotros habéis muerto, ni sé cómo estáis aquí.
-¿Cómo que hemos muerto? ¿No te crees que estemos vivos?
-Tal vez, estoy confundido. Pero este asunto de vivo no vivo es mejor que lo hablemos con los demás camaradas.
Y se dirigieron a la sede. Explicaron su historia, pero no consiguieron presentar pruebas de su verdad. Un hombre arrastrado cual pez sólo busca el aire, no le interesa nada más.
El responsable consultado concluyó, veloz:
-No interesa si han muerto completamente. Si están vivos, aún es peor. Era mejor que hubiesen aprovechado el agua para morirse.
El otro, el del blusón en plena batalla con los botones, añadió:
-No podemos consultar al gobierno del distrito, decir que ya han aparecido fantasmas. Van a responder que estamos envueltos por el oscurantismo, incluso podrían castigarnos.
-Es verdad -corroboraba el otro- ya hemos asistido a un curso de política. Vosotros sois almas, no sois la realidad materialista como yo y todos lo que están con nosotros en la nueva aldea.
El gordo subrayaba:
-Para abasteceros tendremos que pedir un refuerzo de las cotas. ¿Cómo vamos a justificarlo? ¿Que tenemos almas a las que dar comida?
Y así se quedaron sin cruzar ninguna palabra más.
Luis y Aníbal salieron de la sede, confundidos y abatidos. Fuera, una multitud curiosa los contemplaba. Los dos aparecidos decidieron buscar a Samuel, el profesor.
Samuel los recibió en casa. Les explicó la razón por la que estaban fuera de las cuentas de abaste-
cimiento.
-Los responsables de aquí no son como los de las demás aldeas. Comercian con los productos. Primero los distribuyen entre sus familias. A veces, dicen que no llegan hasta tener sus casas llenas.
-Y ¿por qué no lo denunciáis?
Samuel se encogió de hombros. Sopló sobre la leña para reavivar el fuego. Las flores rojas de las llamas esparcieron el aroma de la luz en la pequeña habitación.
-Mira, os voy a decir un secreto. Alguien se quejó a las estructuras superiores. Dicen que esta semana vendrá una comisión para conocer la verdad de las quejas. Debéis aprovechar esa comisión para exponer vuestro caso.
Samuel les ofreció su casa y comida, hasta que llegase la comisión de investigación.
Aníbal sentó su pensamiento en las traseras de la casa. Durante largo rato, contempló sus propios pies y murmuró bajito como si hablase con ellos:
-Dios mío, qué injustos somos con nuestro cuerpo. ¿De quién nos olvidamos más? De los pies, pobres, que se arrastran para soportarnos. Son ellos los que cargan la tristeza y la felicidad. Pero como están lejos de los ojos, dejamos a los pies solos, como si no fuesen nuestros.
-Sólo por estar encima, calcamos nuestros pies. Así comienza la injusticia en este mundo. Sin embargo, en este caso, los pies somos yo y Luis, desimportados, caídos en la suciedad arrastrada por el río.
Luis se acercó con menos luz que una sombra y le pidió explicaciones por aquel murmullo. Aníbal le contó el descubrimiento de los pies.
-Sería mejor que pensase una manera de demostrarle a esa gente que, al final de cuentas, somos alguienes.
-¿Sabes qué? Antiguamente el bosque, tan vacío de gente, me daba miedo. Pensaba que sólo podía vivir entre las personas, vecino de la gente. Ahora pienso lo contrario. Quiero volver al lugar de los bichos. Añoro ser alguien.
-Cállate, tú. Esta conversación ya parece de los espíritus.
Se callaron los dos, recelosos de su condición trémula. Muchas veces tocaban las cosas, raspaban el suelo como si quisiesen confirmar la materia de su cuerpo. Luis preguntó:
-¿Puede ser que sea verdad? ¿No será que somos realmente fallecidos? Puede que ellos tengan razón. O tal vez, estamos naciendo otra vez.
-Puede ser, hermano mío. Puede ser todo eso. Pero lo que no está bien es que se nos acuse, se nos olvide, que se nos tache, que seamos desatendidos.
Era la voz de Samuel, el profesor. Se acercó llevando en la mano algunos mangos que distribuyó equitativamente entre los dos candidatos. Pelaron los frutos mientras el profesor continuaba:
-No es justo que se olviden de que vosotros, vivos o muertos, formáis parte de nuestra aldea. De hecho, cuando fue preciso defender la aldea de los bandidos, ¿acaso no tomasteis las armas?
-Es cierto. Hasta yo sufro esta cicatriz de la bala del enemigo. Aquí.
Aníbal se levantaba para señalar la prueba del sufrimiento, un rascazo profundo que la muerte había escrito en su espalda.
-Todos saben que merecéis que se os cuente. Es miedo, sólo, lo que les hace callar, aceptar las mentiras.
De pie, como estaba, Aníbal exprimió la rabia en sus puños. El mango goteó y el zumo tristedulce cayó.
-Tú, Samuel, sabes las cosas de la vida. ¿No piensas que sería mejor que nos fuésemos, que escogiésemos otro lugar?
-No, Aníbal. Es mejor que os quedéis. Lo conseguiréis, estoy seguro. Además, el hombre que abandona un sitio porque fue derrotado, ese hombre ya no vive. No tiene otro lugar donde empezar.
-¿Entonces, Samuel? ¿Tú tampoco te crees que estamos vivos?
-Cállate, Luis. Deja que Samuel nos aconseje.
-Ésos que os causan complicaciones, caerán. Son ellos los que no nos pertenecen, no vosotros. Quedaos, amigos míos. Ayudadnos con nuestro problema. Nosotros tampoco somos considerados: estamos vivos, pero es como si tuviésemos menos vida, como si fuésemos mitades. Eso no lo queremos.
Luis se levantó y miró fijamente hacia lo oscuro. Anduvo en círculo y regresó al centro, acercándose al profesor:
-Samuel, ¿no tienes miedo?
-¿Miedo? Pero si esa gente tiene que caer. ¿No fue la razón de la lucha el acabar con esa porquería de gente?
-No estoy hablando de eso -respondió Luis-. ¿No tienes miedo de que nos cojan contigo?
-¿Con vosotros? ¿Pero es que entonces existís? No puedo estar con quien no existe.
Se rieron. Se levantaron y se separaron por las dos puertas de la casa. Aníbal, antes de entrar:
-¡Eh, Samuel! ¡La lucha continúa!
La comisión llegó tres días después. Venía acompañada por un periodista que se interesó por la historia de Luis y Aníbal. Les había prometido indagar en el problema. Si las cosas no se resolviesen, lo publicaría en el periódico y los responsables de la aldea serían desenmascarados.
La comisión trabajó durante dos días. Convocaron entonces una asamblea general de los aldeanos. El recinto se llenó, todos habían venido a enterarse de las novedades. El jefe de la comisión anunció las solemnes conclusiones:
-Hemos estudiado con mucha atención el problema de los dos individuos que han hecho aparición en la aldea. Hemos llegado a la siguiente conclusión oficial: los camaradas Luis Fernando y Aníbal Mucavel deben ser considerados parte de la población existente.
Aplausos. La asamblea parecía más aliviada que contenta. El orador prosiguió:
-Pero es conveniente avisar a los dos aparecidos que no deben repetir esa salida de la aldea o de la vida o de donde quiera que fuere. Aplicamos la política de clemencia, pero no lo volveremos a permitir la próxima vez.
La asamblea aplaudió ahora con convicción.
Al día siguiente, Luis Fernando y Aníbal Mucavel comenzaron a lidiar con los documentos de los vivos.
António Emílio Leite Couto, conocido como Mia Couto, (Beira, Mozambique, 5 de julio de 1955) es uno de los más conocidos escritores mozambiqueños actuales.
En 1972 se instaló en Maputo y empezó a estudiar Medicina al tiempo que se iniciaba en el periodismo. Abandonó los estudios para dedicarse plenamente a la escritura. Más adelante estudió Biología, profesión que ejerce en la actualidad. Ha sido director de la Agencia de Información de Mozambique, de la revista Tempo y del diario Notícias de Maputo.
Su carrera literaria se inicia en 1983, con el libro de poemas Raiz de Orvalho, al que siguió, en 1986, su primer libro de cuentos, Vozes Anoitecidas Ha publicado crónicas, relatos breves y varias novelas. Su producción literaria, ya muy extensa, goza de enorme prestigio en los países de lengua portuguesa, y está traducida a varios idiomas, entre ellos el español, catalán, sueco, francés, alemán e italiano.
En 1999 Mia Couto recibió el Premio Virgílio Ferreira, por el conjunto de su obra.
En 2013 gana el Premio Camões , el equivalente al Premio Cervantes en lengua portuguesa, por su "vasta obra de ficción caracterizada por la innovación estilística y la profunda humanidad".
Couto nació como António Emílio Leite Couto el 5 de julio de 1955, en la ciudad de Beira, la segunda ciudad más grande de Mozambique, donde además creció y estudio. Hijo de emigrantes portugueses que se mudaron para formar un colonia portuguesa en 1950. A la edad de catorce años algunas de sus poesías fueron publicadas en un periódico local, Notícias de Beira. Tres años después, en 1972, se mudó a la capital Lurenço Marques (Hoy Maputo) y comenzó a estudiar medicina en la Universidad Lourenço Marques. Durante ese periódo la guerrilla anti-colonialista y el movimiento FRELIMO estuvieron luchando para derrocar el gobierno colonial en Mozambique. Crónicas. Cronicando (1988). Traducido al español: Cronicando, Tafalla, Txalaparta, 1995 (traducción de Bego Montorio).O País do Queixa Andar (2003).Pensatempos (2005). Cuentos. Vozes Anoitecidas (1986). Traducido al español: Voces anochecidas, Tafalla, Txalaparta, 2001 (traducción de Andrés Salter Iglesias). Cada Homem é uma Raça (1990). Traducido al español: Cada hombre es una raza. Madrid, Alfaguara, 2004 (traducción de Mario Morales). Estórias Abensonhadas (1994). Contos do Nascer da Terra (1997).Na Berma de Nenhuma Estrada (1999). O Fio das Missangas (2003). Novelas. Terra Sonâmbula (1992). Traducido al español: Tierra sonámbula. Madrid, Suma de Letras, 2002 (traducción de Eduardo Naval). A Varanda do Frangipani (1996). Traducido al catalán: El balcó del Frangipani. Andorra la Vella, Límits Editorial, 1997 (traducción de Goretti López Heredia). Mar Me Quer (1998). Vinte e Zinco (1999). O Último Voo do Flamingo (2000). Traducido al español: El último vuelo del flamenco. Madrid, Alfaguara, 2002 (traducción de Mario Merlino). O Gato e o Escuro (2001). Um Rio Chamado Tempo, uma Casa Chamada Terra (1ª ed. da Caminho em 2002; 3ª ed. em 2004; rodado em filme pelo português José Carlos Oliveira). A Chuva Pasmada, com ilustrações de Danuta Wojciechowska (1ª ed. da Njira em 2004). O Outro Pé da Sereia (1ª ed. da Caminho em 2006). O beijo da palavrinha, com ilustrações de Malangatana (1ª ed. da Língua Geral em 2006) Venenos de Deus, Remédios do Diabo (2008) Traducido al español: "Venenos de Dios, Remedios del diablo". México, 2010. Antes de nascer o mundo (2009).
Semblanza biográfica: Wikipedia. Texto: El cuento del día. Foto: internet.

El cuento del domingo


Haroldo Conti
El último
Un buen día me hice un vago. Así como lo oyen. No sé cuándo empezó pero aquí me tienen, tumbado a un costado del camino esperando que pase un camión y me lleve a cualquier parte. Ustedes deben haber visto un tipo de esos desde la ventanilla de un ómnibus o del tren. Pues yo soy uno de esos exactamente y puedo asegurarles que me siento muy a gusto. Cualquiera de ustedes dirían que solamente al último de los hombres se le puede ocurrir tal cosa. Soy el último de los hombres. También eso. Lo que posiblemente a nadie se le pase por la cabeza es que alguien pueda ser feliz justamente siendo el último de los hombres. Ni siquiera a mí mismo se me hubiera ocurrido hace un tiempo, cuando, dentro de mis alcances, luchaba con todas mis fuerzas para estar entre los primeros. Pero no es eso lo que quiero decir, al menos por ahora.
Me preguntaba sencillamente cuándo empezó. Éste es un hábito que me queda de la otra vida, es decir, la vida de ustedes porque qué puede importarle a un verdadero vago cómo y cuándo empezó cualquier cosa. El día que se me quite esta costumbre habré alcanzado la perfección pero comprenderán ustedes que no puedo proponérmelo porque, ante todo, un vago no se propone nada, de manera que lo mejor es dejar así las cosas.
Mezclando un asunto y otro, lo mismo me pregunté el día que, del brazo de Margarita, mis manoseos en Parque Lezama, que entonces no tenía esas malditas luces de mercurio que le alumbran a uno hasta el pensamiento, me encontré frente a un cura. Tal vez la cosa empezó ahí. No quiero decir que me tomara desprevenido pero de cualquier forma con el tiempo pareció que había sido así. Entonces me estaba preguntando cómo y cuándo fue que empezó aquella vida de perro. No es que hubiese dejado de querer a Margarita.
Supongo que tampoco ella había dejado de quererme, a su manera. Pero justamente era esa podrida manera lo que me tenía desconcertado. Bastara que yo dijera blanco para que ella dijera negro. De saberlo un poco antes yo también habría dicho negro aunque estoy seguro de que eso tampoco habría servido para nada porque lo más probable es que entonces ella hubiese dicho blanco. Así era Margarita y no le guardo rencor.
Quiero que comprendan esto. No le guardo rencor a Margarita ni a toda esa puta vida, como se dice vulgarmente y para abreviar. En ese caso no sería un verdadero vago, si bien tampoco lo soy del todo, aunque por otro motivo, como queda dicho.
¿Me creerán ustedes si les digo que, a pesar de todo, conservo muy buenos recuerdos de aquel tiempo? Yo era feliz, también a mi manera, y si aquello terminó es porque no podía pasar otra cosa. Quiero decir que mis pies apuntaban en una dirección y los de ella en otra y la tristeza habría sido seguir juntos cuando cada uno tenía su camino por delante. En cuanto a ella, es posible que a estas horas esté maldiciendo al tipo aquel que se le cruzó un día en el camino, lo cual es muy propio de Margarita. Si dejara de hacerlo pues simplemente dejaría de ser Margarita. Eso es lo que trato de decir. Cada uno es una flecha lanzada en una dirección y no hay como dejarse llevar para acertar en el blanco, cualquiera sea.
Hablando con estricta justicia más bien fue Margarita la que se me cruzó en mi camino y no yo en el de ella. Sin embargo, estoy dispuesto a reconocer que fue una simple coincidencia. Por coincidencia tomábamos el 48 a la misma hora, por coincidencia bajábamos en la misma esquina y, supongo que por coincidencia, un día me atravesó una de sus piernas entre las mías. En fin, otro día la acompañé hasta la casa y por coincidencia estaba el viejo en la puerta. Cuando quise acordarme estaba adentro tomando una copita de anís y hablando de la decadencia de las costumbres, un tema, como se ve, que puede terminar en cualquier cosa. En aquel tiempo yo era hincha furioso de Estudiantes de La Plata , cosa que todavía hoy no me explico. Los domingos iba a la cancha con toda la bosta en el camioncito de los hermanos Antonelli. La bosta fue lo que dijo Margarita el primer domingo después de casados que traté de ir a la cancha. Jugaban Estudiantes y Chacarita, lo recuerdo aunque no viene al caso. Hasta entonces la bosta habían sido "los muchachos", cariñosamente. Inclusive llegó a tejerme una bufanda con los colores de Estudiantes. Esto es lo que se dice astucia femenina pero yo digo simplemente la vida.
Dije adiós a la bosta y me puse a trabajar como un condenado a trabajos forzados. Soy un tipo optimista por naturaleza, como ustedes habrán visto, de manera que con el tiempo hasta a eso le encontré el gusto. Los demás tipos, es decir, la verdadera bosta, gemían y crujían a mi alrededor. Yo en cambio pateaba alegremente la calle primero vendiendo seguros de La Agrícola y después caminos, esteras y carpetas de formio, coco y sisal. Los sábados me la pasaba cambiando los muebles de lugar, tapando las manchas de humedad y escuchando en todo momento los reproches y maldiciones de Margarita. Yo no escuchaba las palabras sino simplemente la voz y por inexplicable que les parezca esto me ponía más bien contento porque Margarita era algo vivo e intenso que me obligaba a tirar para adelante cuando los demás hacía tiempo que estaban muertos.
Los domingos íbamos a comer a lo de los viejos y por la tarde veíamos la tele hasta que se nos saltaban los ojos. He oído muchas cosas contra la tele pero yo digo que es el mejor invento de la bosta. Por de pronto era la única manera de callar a Margarita. Entonces la sentía más viva e intensa, sólo que en otro sentido. Si no había manera de entendernos el resto de la semana en aquel momento nuestros cuerpos se acercaban misteriosamente y éramos una sola y misma cosa pendientes de aquel agujero en la pared. El agujero que digo era la tele, como se comprende, y convendrán ustedes en que es una imagen bastante feliz. De cualquier forma, ésa era la impresión. Bastaba con girar la perilla y entonces se abría aquel boquete en el mísero departamento de la calle México, 5 piso "C", al lado del ascensor, que no funcionaba la mitad de las veces, y el mundo se derramaba alegremente por allí.
Ahora que lo pienso, tal vez la cosa empezó recién entonces. Yo me quitaba los zapatos en la penumbra, me aflojaba el cinturón y al rato estaba en las islas Marquesas, por ejemplo. Como dije las Marquesas pude haber dicho Hong Kong o Miami o el fondo del mar. En un par de horas saltaba de un lado a otro e inclusive de un tiempo a otro. Randall, Peter Gunn, Kentucky Jones, Maverick y hasta Gorila Maguila me resultaban tan familiares como mi viejo o mi vieja, por así decir, porque en realidad nunca entendí a mi vieja y apenas si conocí a mi padre. Hablábamos de ellos con Margarita como si vivieran en la misma cuadra y algunas veces les hablaba a ellos mismos, como si pudieran oírme. Opino que son todos unos grandes tipos, los verdaderos grandes tipos que se necesitan y no esos pelmas que salen en los diarios todos los días, y sinceramente me felicito de que los domingos se asomaran por aquel agujero para hacernos ver las cosas tal cual son.
En cuanto a los avisos, que para muchos resultan la cosa más estúpida del mundo, nos divertían como locos. No sé qué sentido tiene pretender que nos echen un discurso con citas de algún gran tipo para vendemos una pasta de afeitar o un frasco de café instantáneo. Las cosas hay que tomarlas como son. Eso es lo que siempre he dicho. Para nosotros, en cambio, aquello fue una verdadera revelación. Yo, por lo menos, aprendí a apreciar las cosa recién entonces y hoy me parece perfectamente natural que una lata de tomates le hable a una cacerola a presión y que un reloj con voz de pito nos avise el momento de tomar tal o cual pastilla para la digestión.
Quiero decir que las cosas están llenas de vida, o por lo menos muertas o vivas en la medida que nosotros estamos muertos o vivos, y que mis zapatos tienen algo que decirme con sólo que les preste un poco de atención. Que es lo que hago, justamente, cuando no sé para dónde tirar el primer paso.
A Margarita le gustaba acompañar los jingles, mientras yo le hacía una especie de contracanto, y por lo que recuerdo fue la única ocasión en que oí cantar a Margarita. Por lo que a mí toca, muchas veces pateando la calle con las muestras de aquellas benditas esteras y carpetas y el mundo que se ponía realmente negro me bastaba con silbar una de esas musiquitas y el cielo se abría en alguna parte.
En fin, que todo eso también terminó. Margarita le tomó fastidio a Mike Hammer que, según ella, en el fondo era un fascista hijo de puta y a mí que se me dio por defender al tipo como si fuera mi hermano. Total que un día, mientras volaban los tiros de un lado a otro detrás del agujero, Margarita le zampó la plancha justo en el medio. El televisor, es decir, el mundo saltó en mil pedazos y al principio creí que uno de los tiros me había volado la cabeza. Herido como estaba, tomé lo primero que encontré a mano, creo que uno de esos ceniceros hechos con un pistón recortado, y se lo tiré a la cabeza con tan buena puntería que cayó al suelo como si la hubiera tumbado un rayo. Todavía humeaba el televisor y ya estaban allí los viejos, el administrador y un cabo de policía con cara de patíbulo que parecía salido de la propia televisión.
Cuando volví de la 2a el administrador todavía estaba allí, o simplemente estaba de nuevo allí. Es un detalle. Lo que me interesa señalar es que había llegado la hora de que cada uno echara a andar para su lado, sólo que en ese momento no me di cuenta. De todas maneras fue lo que pasó. La vida decide por uno las más de las veces y todo lo que queda por hacer es preguntarse un tiempo después cómo y cuándo empezó, lo que sea.
Por esos días, y ésta es otra señal, quebró el tipo de las esteras y quedé en la calle, lo cual es un decir porque nunca había salido de ella.. Las cosas iban tan mal entonces que en lugar de amargarme más bien me alegré. Sea lo que fuere que me reservara la vida nunca iba a ser peor de lo que había sido hasta entonces. Cuando uno siente deseos de darse la cabeza contra la pared ése es el momento preciso para las grandes cosas porque uno en realidad está tan limpio y vacío como si acabara de nacer.
Claro que yo no pensé en eso. Eché mano de un par de diarios y en una página de los clasificados topé con el siguiente aviso: "Joven emprendedor con experiencia comercial para importante negocio". Allí estaba el destino. Me corté el pelo a la americana, me puse un saco sport con cueritos y al rato estaba golpeando en la puerta de una oficina en el segundo patio de una especie de gallinero en la calle Lima y que a primera vista no tenía el aspecto de un negocio ni de otra cosa importante sino más bien de una pocilga.
Me atendió un tipo parecido al de "Patrulla de caminos" que sin mirarme siquiera dijo: "Usted es el hombre!" y se puso a hablar sobre el futuro, un futuro que no sé muy bien a quién correspondía, en todo caso a la humanidad en general y como tal proporcionalmente a mí también. Cualquier otro se habría dado cuenta de que el tipo estaba medio chiflado, por no decir del todo.
En realidad eso me pareció a mí también pero en lugar de largarme como hubiera hecho cualquiera de ustedes en su sano juicio ya que nada bueno podía salir de allí, en el sentido de la bosta, me quedé escuchando al tipo tal vez por eso mismo. Quiero decir que esta clase de chiflados son justamente la sal del mundo sólo que la bosta se da cuenta demasiado tarde.
El tipo hablaba como un profeta. Nunca he oído hablar a un profeta, por supuesto, pero me figuro que deben hacerlo así.
Según me pareció se trataba de fundar una sociedad nueva a partir de la venta de lotes en mensualidades. Digo que me pareció porque, como siempre, yo más bien le prestaba atención al sonido de la voz y al aspecto general del fulano. Tal vez las cosas que decía no tuvieran mucho sentido pero igual era hermoso oírlas porque en medio de toda la roña sencillamente había un tipo que creía en algo distinto de lo que cree el resto de la bosta.
Cuando terminó el discurso sacó un plano que extendió sobre el piso y comenzó a explicarme el aspecto más vulgar del asunto. Se trataba de unos lotes en San Vicente con el pomposo título de Barrio Parque " La Esperanza ". Según el tipo aquélla era la tierra del futuro y estoy seguro de que estaba en lo cierto porque, como decía mi viejo, si hay algo que tiene futuro es la tierra, cualquiera sea. Solamente se trata de esperar el tiempo necesario. Lo digo aun de esta tierra en la que estoy echado y que, por ahora, no es más que polvo y silencio. Día vendrá. ..
¿Pero para qué hablar del día que vendrá? Es el estilo que me contagió el tipo. Lo arreglaba todo con el día que vendrá.
Cuando le pregunté cuánto me tocaba en todo eso, no del futuro, se entiende, sino de lo que pagarían por él me echó otro discurso. Yo lo miré a la cara y comprendí en el acto que era el destino el que me hablaba a través de aquel chiflado. De manera que tomé los planos, boletas y folletos que me dio y salí a patear la calle como si esta vez tirara de mí una fuerza desconocida y cada paso que diera de ahora en adelante fuese a abrir un camino entre la gente.
Al domingo siguiente fuimos a San Vicente en una "bañadera" que cargamos con los candidatos que habíamos juntado entre Requena y yo. Requena se llamaba el tipo. La mitad de los candidatos iban porque no tenían nada que hacer y seguramente habrían ido al mismo culo del mundo con tal de viajar de arriba. Antes de partir, desde la plaza Congreso, Requena enarboló una especie de estandarte e improvisó un breve discurso sobre el futuro, el día que vendrá y todas esas cosas. Los tipos quedaron desconcertados y uno preguntó si detrás de eso no estaban los comunistas. De cualquier forma subieron a la "bañadera", Requena colgó el estandarte de un costado y zarpamos alegremente hacia esa tierra de promisión.
Aquello era un desierto. Me refiero a los terrenos. Sólo faltaba un par de camellos y no me hubiera sorprendido que aparecieran en cualquier momento. La mitad de los tipos ni siquiera quiso bajar a cambiar el agua. Yo vi tan pronto como los otros que era un verdadero desierto y que lo seguiría siendo aún por mucho tiempo pero el sur me tiró siempre y la tierra pelada y vacía me llena de ansiedad, aunque no está bien dicho ansiedad, ni entusiasmo, ni ninguna otra cosa de las que ustedes dicen en tales casos.
Es algo distinto. Yo sé que entre ustedes hay muchos que esperan el día, que quisieran sacudirle un puntapié a la vieja o al jefe o al primer botón que se les cruce en el camino y por eso me permito un consejo. No hagan nada de eso. No lo van a hacer de todas maneras. Vengan y miren la tierra vacía, así como la veo yo ahora, y tal vez las cosas les dejen de dar vueltas dentro de la cabeza y echen a andar por su camino.
En ese sentido Requena tenía razón. Aquélla era la tierra del futuro, por lo menos para mí. De manera que eché a andar detrás del estandarte sin importarme un pito los tipos que quedaban en la "bañadera". No tenían ni ojos, ni oídos.
Requena plantó el estandarte en medio del campo y se puso a hablar. El viento traía y llevaba su voz y al rato nos pareció que hablaba la misma tierra. Así era aquel tipo. Yo sé que estaba solo y que en el fondo le importaba muy poco de nosotros porque sencillamente no necesitaba de nosotros ni de nadie y veía con claridad dónde ponía los pies. Mientras hablaba empezamos a ver que brotaban de la tierra casas, torres, fábricas, negocios, una estación del Roca, un supermercado, dos escuelas, cuatro edificios en torre y un lago artificial.
Cuando terminó, los tipos siguieron haciendo cálculos y suposiciones por su cuenta y al rato había una usina, un cuartel, dos hospitales, un matadero, un frigorífico, un canal de televisión, un monumento a San Martín y por lo menos cuatro Bancos.. Vendimos 15 lotes en total. Tres mil quinientos en la mano y 24 cuotas de mil. En los meses que siguieron vendimos otros 30 pero llegó el invierno y con las primeras lluvias un arroyito de esos que nunca faltan se salió de madre y de la noche a la mañana el desierto se transformó en un lago, casi en un mar interior. La policía tuvo que sacar en un bote a un tipo que había levantado una casilla.
De la calle Lima nos mudamos a la calle Piedras. De Piedras a Bolívar. De Bolívar a Golfarini, que en realidad es una calle que no existe. Su verdadero nombre es Giuffra pero todo el mundo la conoce por Golfarini. Para Requena era una cosa u otra según los casos. Golfarini cuando tenía que cobrar y Giuffra en todos los demás. Les digo, de paso, que si quieren conocer una calle de la vida vayan alguna vez por ahí.
A todo esto yo apenas si pisaba el departamento de México. Estaba todo el día en la calle o en uno de esos desiertos que loteaba Requena, marcando calles o clavando banderitas o plantando un letrero y atendiendo al mismo tiempo a los tipos. Era una vida vagabunda. Sólo que yo no era un vago propiamente dicho sino como un tipo perdido, hasta que tomara la medida justa de la tierra. Dormía en cualquier parte y comía salteado. Eso puede desmoralizar a cualquiera, para mí, en cambio, fue un gran aprendizaje. Uno duerme y come más de la cuenta.
No me voy a poner en moralista ahora. Precisamente estoy echado sobre la tierra hace un par de horas sin hacer nada, como no sea pensar en esto que les digo. Además aunque no estuviera tirado aquí tampoco haría nada. En el sentido de la bosta, se entiende. De manera que soy el menos indicado para echarles un sermón, aparte de que me importa un queso. Pero quiero poner las cosas en su lugar. Hay que dejar que el cuerpo se maneje solo y no estarle todo el día encima. En ese caso se vuelve un estorbo y nos planta cuando todavía nos quedan un par de cosas por hacer. Eso fue lo que aprendí entonces. Cuando menos atención le prestaba más liviano y alegre se volvía. Es justo el cuerpo que necesita un vago.
Las pocas veces que aparecía por mi casa (para llamarla de algún modo) entraba o salía el administrador. Sigue siendo un detalle. Margarita había dado vuelta el televisor contra la pared y no se habló más del asunto. En realidad tampoco hablábamos de otra cosa. No parecía guardarme rencor sino que se mostraba más bien solícita. Tal vez yo hubiera preferido que me regañara porque así me resultaba casi una desconocida, pero no tiene importancia. Cenamos una vez en casa del administrador y otra el tipo cenó en la nuestra. Ambos se interesaron juiciosamente en mi nueva vida y, supongo que por casualidad, también ellos hablaron del futuro. A cada rato nos mirábamos y sonreíamos. Dimos vuelta el asunto de todos lados pero la verdad que no daba para mucho.
Lo de Requena tenía que terminar tarde o temprano, si es que iba a seguir mi camino. Fue por la venta de unos lotes en Garín. Trescientos veinte fabulosos lotes, 2a serie, barrio Los Tilos, sobre ruta pavimentada, 3 cuotas de anticipo y posesión 3 cuotas más. Los tilos brillaban por su ausencia y la ruta pavimentada era sólo un proyecto del año 34, pero de cualquier forma los lotes eran muy buenos. En una sola tarde vendimos 54 lotes. Yo mismo compré uno de tan entusiasmado que estaba con lo que decía. Y eso fue lo que me salvó. Los lotes eran buenos, como dije, pero resulta que ya habían sido vendidos en un loteo anterior. Cuando cayó la taquería estaba solo en la oficina y me salvé por un pelo porque, perdido por perdido, les mostré la boleta y les dije que era uno de los candidatos.
No sé qué se habrá hecho de Requena pero donde quiera que esté allá va la vida. Era un gran tipo, a pesar de todo, y estaba vivo de la cabeza a los pies. Al principio, después que me largué solo, si alguna vez me sentía descorazonado pensaba en Requena y las cosas volvían a sonreír. Yo sé que debe estar en alguna parte sobre esta misma tierra hablando sobre el futuro y el día que vendrá y espero toparme con él un día de éstos, en la primera vuelta del camino..
Había llegado mi momento. Con la poca plata que pude arañar en los bolsillos me compré una bicicleta de paseo. Ustedes se preguntarán qué tiene que ver en esto una bicicleta. Si quena largarme todo lo que debía hacer era tomar el primer camino que se me pusiera por delante.
Tienen razón. Sin embargo todavía estaba lleno de dudas y vacilaciones, es decir, en el fondo aún tomaba en cuenta a la bosta. De manera que me compré una bicicleta, como digo, le reforcé el cuadro, le alargué el portaequipaje, me conseguí un equipo de boyscout, me saqué una foto e hice imprimir un centenar de hojas en las cuales anunciaba mis propósitos, daba una serie de detalles sobre la bicicleta, fijaba metas y objetivos, recomendaba el uso de gomas Pirelli, por lo cual me habían pagado unos pesos, y terminaba con un par de consejos que saqué de un libro titulado La mansedumbre de las flores que me había regalado Margarita cuando andábamos de novios, seguramente para impresionarme.
Cuando estuve listo le anuncié mis proyectos a Margarita para ver la cara que ponía.
Contra lo que esperaba, le pareció la mejor idea que había tenido en toda mi vida. Entre ella y el administrador me ayudaron a terminar lo que faltaba, me proveyeron de vituallas y dinero, me sugirieron rutas prolongadas y desconocidas y, por fin, una neblinosa mañana de abril me despidieron junto con un grupito de curiosos que se había reunido en la vereda. Di una vuelta a la manzana seguido por un par de chicos y cuando pasé frente a la casa Margarita ya había desaparecido. Levanté una mano de cualquier forma y dije adiós a aquella vida.
No voy a contarles los pormenores del viaje pero, en general, la pasé bien y todavía le estaría dando a los pedales si no fuese que estaba hecho para otra cosa. Es necesario que entiendan esto. Tengo en un gran concepto a los andarines, exploradores, raidistas y demás gente por el estilo, pero un vago es otra cosa. No establezco comparaciones. Son algo distinto, simplemente. Desde afuera parece todo lo contrario. Por eso comencé yo en esa forma, porque veía las cosas desde afuera.
Por un tiempo me encontré a gusto con aquella vida. La gente me trataba bien. No me tomaba muy en serio pero estoy seguro de que más de uno habría cambiado su maldita jaula por mi bicicleta Alpina. A ése le digo que todavía está a tiempo.
Allá iba yo silbando y pedaleando y el mundo tiraba de mí alegremente. Hasta que un día la verdad me golpeó en la cabeza, así de rápido y simple. Y fue el día que vi un verdadero vago tumbado al costado del camino. Estaba echado así como yo en este momento y aunque seguramente era la única persona que veía en mucho tiempo no se le movió un pelo cuando pasé junto a él arrastrando una nube de polvo. Sin embargo me bastó mirarlo a los ojos y comprendí en el acto. Yo iba de un punto a otro, él sencillamente estaba tumbado en el centro del mundo. Quiero decir que para mí las cosas se resolvían en distancias, estaban más o menos lejos y yo más o menos cerca, pero por mucho que me moviera no iban a cambiar demasiado.
No pretendo que me comprendan, pero con sólo que hagan un esfuerzo sabrán lo que digo. Algunos, por supuesto. Los que todavía están vivos pero con el agua al cuello.
Vendí la bicicleta en el primer pueblo que me salió al paso y volví al camino nada más que con lo que tenía puesto. Desde ahí arranca mi verdadera historia porque en cierta forma acababa de nacer. No les voy a contar esa historia porque sólo tiene sentido para un vago.
Veo una nube de polvo en la punta del camino. Debe ser un camión.
Solamente les digo esto. No tengo nada, de manera que tampoco tengo de qué preocuparme, lo poco que recuerdo, en los términos de ustedes, lo recuerdo como si fuera de otro y si miro para adelante pues sencillamente no espero nada, lo cual es la mejor manera de estar preparado para lo que sea. Debiera explicar lo que entiendo por estar preparado porque es un término más bien de ustedes pero no vale la pena y además el camión está cerca.
Es un camión, efectivamente.
Mi cuerpo se pone de pie liviano y contento. Es la ventaja que les decía. Eso me tiene constantemente de buen humor o a lo sumo de un humor melancólico, lo cual me ayuda a pensar en todas estas cosas que me enseña el camino.. Estoy limpio y vacío en medio de él, de manera que siento la tierra como nadie podría hacerlo en este momento, excepto otro vago.
El tipo me debe haber visto y tal vez se alegre porque viene solo. Extiendo mi admiración por los raidistas a los camioneros también. Por lo menos cuando están en el camino se parecen más a nosotros que a ustedes. Lo digo sin rencor.
No sé a dónde me llevará ese camión ni qué será de mí el día de mañana. La verdad que el día de mañana no existe para mí y creo que por eso me siento vivo.
Levanto la mano y el camión se detiene.
Hace un rato era una mancha borrosa al extremo del camino. Sé que en este punto mi vida se cruza con la del tipo que trae encima y que a partir de ahora me nace otra vida, por así decir. Sé también que como estoy limpio y vacío le sacaré todo el gusto posible.
Así una vez y otra vez.
El tipo abre la puerta y agita una mano.
¡Allá voy, donde sea!

Haroldo Pedro Conti (Chacabuco, 25 de mayo de 1925 - secuestrado en Buenos Aires el 5 de mayo de 1976). Novelista, maestro de escuela primaria, profesor de latín, empleado de banco, piloto civil, nadador y navegante. En su formación debe considerarse una fuerte influencia de la cosmovisión jesuita a través del asiduo contacto con el padre Castellani como asimismo del socialista Doll. Como base, Conti cursó 7 años de seminario religioso católico. Estos contactos lo acercan a una identificación temprana con la organización de ultraderecha ALN (Alianza Libertadora Nacionalista).
Nació en 1925 en Chacabuco (provincia de Buenos Aires). Era hijo de Petronila Lombardi y de Pedro Conti, quien fue el fundador de la unidad básica del Partido Peronista en Chacabuco.2 Estudió Filosofía en la Universidad de Buenos Aires, se graduó en 1954 y trabajó como asistente del director de la película La bestia debe morir.
En 1955 se casó con Dora Campos y juntos tuvieron dos hijos: Alejandra y Marcelo.
Conti tenía adoración por el Delta del río Paraná, por eso pasaba mucho tiempo en su casa del Delta del Paraná y en algunas de sus obras (por ejemplo Sudeste) la descripción del gran río, las islas y los otros ríos y canales de la región tienen un papel importante. En sus cuentos menciona frecuentemente lugares de su ciudad natal, Chacabuco, y a su vez, describe con mucha exactitud personajes reales reconocidos en la ciudad, como a Bimbo Marsiletti, y a su tío Agustín Conti a quien le dedicó "Las doce a Bragado", cuento que aún hoy tiene mucha repercusión en Chacabuco.
En 1956 publica la pieza de teatro Examinado. Cuatro años más tarde recibe un premio de la revista Life por su relato La causa. En 1962 gana el premio Fabril con su primera novela, Sudeste, y se convierte en una de las figuras de la llamada «generación de Contorno».
Publica después las novelas Alrededor de la jaula (Premio Universidad de Veracruz, México, luego llevada al cine por Sergio Renán como Crecer de golpe) y En vida (Premio Barral, España, cuyo jurado integraban Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez) y los libros de cuentos Todos los veranos (Premio Municipal de Buenos Aires), Con otra gente y La balada del álamo carolina. Colabora con la revista Crisis. En 1975 publica la novela Mascaró, que gana el Premio Casa de las Américas (Cuba).
Milita en el Partido Revolucionario de los Trabajadores por lo que es perseguido políticamente. En la madrugada del 5 de mayo de 1976, tras el golpe militar en Argentina, fue secuestrado por una brigada del Batallón 601 de Inteligencia del Ejército Argentino de su domicilio en la Calle Fitz Roy 1205, a escasos cien metros de la Comisaría 29ª de la Policía Federal Argentina en la Ciudad de Buenos Aires. Su nombre figura entre los desaparecidos. Cada año se conmemora en esa fecha el Día del Escritor Bonaerense en honor a su memoria.
En 2009 el Municipio de Tigre transformó su casa del Delta en un museo, situado a orillas del arroyo Gambado. Novelas. Sudeste (1962). Alrededor de la jaula (1966).En vida (1971). Mascaró el cazador americano (1975). Cuentos. Todos los veranos (1964). Con otra gente (1967). La balada del álamo carolina (1975).
Semblanza biográfica: Wikipedia. Texto: El cuento del día. Foto: internet.

El cuento del domingo

Alice Munro
Radicales libres
Al principio la gente llamaba por teléfono para cerciorarse de que Nita no estaba demasiado deprimida, ni demasiado sola, ni comía demasiado poco o bebía demasiado. (Había sido una bebedora de vino tan diligente que muchos olvidaban que tenía completamente prohibido beber.) Ella mantenía las distancias, sin parecer ni dignamente afligida ni anormalmente animada, ni distraída ni confundida. Decía que no necesitaba que le hicieran la compra, que se las arreglaba con lo que tenía a mano. Tenía las medicinas que le habían recetado y suficientes sellos para las cartas de agradecimiento.
Sus mejores amigos probablemente sospechaban la verdad: que no se molestaba en comer mucho y que si llegaba alguna carta de pésame la tiraba a la basura. Ni siquiera había escrito a personas que vivían lejos, para evitar dichas cartas. Ni siquiera a la anterior esposa de Rich, que vivía en Arizona, ni al hermano, que vivía en Nueva Escocia y del que estaba bastante distanciado, a pesar de que ellos quizás entenderían mejor que la gente más cercana por qué había seguido adelante con el no funeral como lo había hecho.
Rich le gritó que se iba al pueblo, a la ferretería. Eran como las diez de la mañana; había empezado a pintar la verja de la terraza. Es decir, estaba raspándola para pintarla y la vieja rasqueta se le rompió en las manos.
A Nita no le dio tiempo a pensar por qué tardaba Rich. Él se inclinó sobre el cartel que había en la acera, delante de la ferretería, que anunciaba cortacéspedes de oferta. No le dio tiempo ni a entrar en la tienda. Tenía ochenta y un años y buena salud, salvo una leve sordera en el oído derecho. El médico le había hecho un reconocimiento hacía solo una semana. Nita se enteraría de que el reciente reconocimiento, el certificado médico favorable, se repetía en un sorprendente número de los casos de muerte súbita con que se encontró de repente. Casi te da por pensar que habría que evitar tales visitas, dijo.
Solamente debería haber hablado en esos términos con sus malhabladas amigas Virgie y Carol, sus íntimas, mujeres casi de su misma edad, sesenta y dos años. A los más jóvenes ese lenguaje les parecía indecoroso y ambiguo. Al principio estaban más que dispuesto a formar una piña alrededor de Nita. No llegaron a hablar del proceso de duelo, pero Nita se temía que empezaran en cualquier momento.
En cuanto se metió con los preparativos, todos menos los más fieles y fiables se replegaron, naturalmente. La caja más barata, a enterrarlo de inmediato, sin ceremonia de ninguna clase. En la funeraria dieron a entender que a lo mejor era ilegal, pero Nita y Rich lo tenían muy claro. Se habían informado hacía casi un año, cuando a Nita le dieron el diagnóstico definitivo.
“¿Cómo iba yo a saber que se me iba a adelantar?”
La gente no se esperaba un funeral tradicional, pero sí les apetecía un rito moderno. La exaltación de la vida. Escuchar su música preferida, todos cogidos de la mano, contar anécdotas elogiosas de Rich mientras pasaban de puntillas y con humor sobre sus rarezas y sus perdonables defectos.
Esas cosas que Rich decía que le daban ganas de devolver.
De modo que el asunto se despachó enseguida y el revuelo y el calor que la había rodeado se disiparon, si bien ella suponía que algunas personas seguirían diciendo que las tenía preocupadas. Virgie y Carol no lo decían. Únicamente decían que era una vieja bruja y una egoísta si pensaba diñarla antes de lo necesario. Se pasarían por su casa y la resucitarían con Grey Goose; eso decían.
Nita decía que no pensaba hacerlo, aunque sí le veía cierta lógica.
De momento su cáncer había remitido; a saber qué quería decir eso realmente. No significaba que estuviera “en regresión”. O no para siempre. Su hígado es la principal sala de operaciones y mientras ella se limite a comisquear no se queja. Lo único que deprimiría a sus amigas sería recordarles que no puede beber vino. Ni vodka.
Después de todo, de algo le había servido la radioterapia de la primavera pasada. Ahora es pleno verano. Piensa que ya no tiene un color tan bilioso, pero a lo mejor eso solo significa que se ha acostumbrado.
Se levanta temprano, se lava y se viste con lo que tenga a mano. Pero al menos se viste y se lava, se cepilla los dientes y se arregla un poco el pelo, que ha vuelto a salirle bastante bien, canoso alrededor de la cara y oscuro por detrás, como antes. Se pinta los labios y se oscurece las cejas, que se le han quedado muy despobladas, y por la misma consideración de toda la vida hacia una cintura estrecha y unas caderas moderadas, comprueba los progresos que ha hecho en ese sentido, aunque sabe que la palabra adecuada para calificar todo su cuerpo en esos momentos sería “escuálido”.
Se sienta en su amplio sillón de costumbre, rodeada de montones de libros y revistas sin abrir. Da unos sorbos cautelosos a la infusión aguada que ahora sustituye al café. En su momento pensó que no podría vivir sin café, pero resulta que en realidad lo que quiere entre las manos es el tazón caliente; eso es lo que ayuda a pensar o a hacer lo que haga durante la sucesión de las horas, o de los días.
Esa casa era de Rich. La compró cuando estaba con su esposa Bett. No iba a ser sino un sitio para los fines de semana, cerrado durante el invierno. Dos dormitorios minúsculos, una cocina adosada, a un kilómetro del pueblo. Pero al cabo de poco tiempo ya estaba trabajando en ella: aprendió carpintería, construyó un ala con dos dormitorios y dos cuartos de baño y otra para su despacho, transformó la casa original en un salón-comedor-cocina. A Bett empezó a interesarle; al principio decía que no entendía por qué había comprado semejante cuchitril, pero siempre se implicaba en las mejoras prácticas y compró dos mandiles de carpintero a juego. Necesitaba algo a lo que dedicarse cuando terminó y publicó el libro de cocina que le había llevado varios años. No tenían hijos.
Y mientras Bett le contaba a la gente que había encontrado su lugar en la vida como ayudante de carpintero y que eso los había unido más a Rich y a ella, Rich se enamoraba de Nita. Ella trabajaba en la secretaría de la universidad donde Rich daba clases de literatura medieval. La primera vez que hicieron el amor fue entre las virutas y la madera serrada de lo que llegaría a ser la habitación principal con techo arqueado. Nita se dejó las gafas de sol, no a propósito, aunque Bett, que jamás se dejaba nada en ningún sitio, no se lo creyó. Después vino la consabida y dolorosa trifulca, tras la cual Bett se marchó a California y después a Arizona, Nita dejó su trabajo por sugerencia de la secretaría y Rich perdió la oportunidad de ser decano de letras. Él se prejubiló y vendió la casa de la ciudad. Nita no heredó el mandil de carpintero más pequeño y se dedicó a leer de buena gana sus libros en medio del desorden, a preparar cenas elementales en un hornillo, a dar largos paseos de exploración de los que volvía con desaliñados ramilletes de lirios atigrados y zanahorias silvestres que metía en latas de pintura vacías. Más adelante, cuando Rich y ella ya se habían instalado, se avergonzaba un poco al pensar en lo dispuesta que había estado a desempeñar el papel de la mujer joven, la feliz rompehogares, la ingenua risueña y atolondrada. En realidad era una mujer –no precisamente una chica– seria, físicamente torpe, tímida, capaz de enumerar todas las reinas de Inglaterra, no solo los reyes sino también las reinas, y que se sabía de memoria la guerra de los Treinta Años, pero a quien le daba vergüenza bailar en público y que jamás aprendería a subirse a una escalera de mano, al contrario que Bett.
Su casa tiene una hilera de cedros a un lado y el terraplén de la vía del tren al otro. El tránsito ferroviario nunca ha sido gran cosa, y ahora pueden pasar solo un par de trenes al mes. Entre los raíles la maleza crecía profusamente. Una vez, a las puertas de menopausia, Nita incitó a Rich a hacer el amor allí arriba, no sobre las traviesas, naturalmente, sino en el estrecho arcén de al lado, y después bajaron exageradamente contentos.
Nita pensaba con detenimiento, cada mañana al sentarse, en los sitios donde Rich no estaba. No estaba en el cuarto de baño pequeño, donde seguían sus cosas para afeitarse y las píldoras para diversos achaques, molestos pero no graves, que Rich se negaba a tirar. Tampoco en el dormitorio del que Nita acababa de salir después de haberlo recogido. Ni en el cuarto de baño grande, al que Rich solamente entraba para bañarse. Ni en la cocina, que se había convertido en el dominio casi exclusivo de Rich durante el último año. Por supuesto, tampoco estaba en la terraza con la verja a medio raspar, dispuesto a atisbar en broma por la ventana, frente a la cual en otros tiempos a veces Nita fingía iniciar un striptease.
Ni en el despacho. Ese era el sitio donde su ausencia tenía que establecerse con mayor firmeza. Al principio Nita tenía que abrir aquella puerta y quedarse allí, contemplando los montones de papeles, el ordenador moribundo, las carpetas desbordantes, los libros que se habían quedado abiertos o boca abajo y los que se apiñaban en las estanterías. Después empezó a conformarse con imaginarse las cosas.
Un día de estos tendría que entrar. Lo veía como una invasión. Tendría que invadir el cerebro muerto de su marido. Algo que jamás se había planteado. Rich le parecía tal pilar de eficacia y capacidad, una presencia tan enérgica y firme que siempre había creído, absurdamente, que viviría más que ella. Después, durante el último año, aquella convicción absurda se convirtió en una certeza para los dos, o eso pensaba ella.
Primero arreglaría el almacén de abajo. En realidad era un almacén subterráneo, no un sótano. Unos tablones servían de pasarelas sobre el suelo de tierra, y las altas ventanitas estaban cubiertas de telarañas sucias. Allí abajo no había nada que fuera a necesitar. Solamente estaban las latas de pintura medio vacías de Rich, varias tablas de diversas longitudes que algún podían venir bien, herramientas en buen uso o que más valía tirar. Había abierto la puerta y bajado los escalones solo en una ocasión, para ver si había alguna luz encendida y para comprobar que allí estaban los interruptores, con etiquetas al lado para saber cuál correspondía a qué. Cuando subió echó el cerrojo como de costumbre, por el lado de la cocina. Rich se reía de esa costumbre suya, y le preguntaba qué amenaza creía que podía entrar allí, por las paredes de piedra y las ventanas del tamaño de un elfo.
De todos modos sería más fácil empezar por allí, cien veces más fácil que por el despacho.
Hacía la cama y arreglaba lo que había dejado tirado en la cocina o en el cuarto de baño, pero el esfuerzo de una limpieza a fondo era superior a sus fuerzas. Apenas era capaz de tirar un clip torcido o un imán de la nevera que hubiera perdido la fuerza de atracción, por no hablar del plato de monedas irlandesas que se habían traído Rich y ella de un viaje hacía quince años. Todo parecía haber adquirido un peso y una extrañeza propios.
Carol o Virgie llamaban todos los días, normalmente a la hora de cenar, cuando pensaban que a Nita la soledad debía de resultarle menos soportable. Ella decía que estaba bien, que pronto saldría de su guarida, que necesitaba tiempo, que se dedicaba a pensar y a leer. Y que comía bien y dormía.
También eso era verdad, salvo lo de leer. Se sentaba en el sillón, rodeada de libros, y no abría ninguno. Siempre había leído tanto –una de las razones por las que según Rich era la mujer adecuada para él: se sentaba a leer y lo dejaba en paz–, y ahora no aguantaba ni media página seguida.
Nita no era de los que nunca vuelven a leerse un libro. Los hermanos Karamazov, El molino del Floss, Las alas de la paloma, La montaña mágica una y otra vez. Cogía uno, pensando en leer un trocito concreto, y se veía incapaz de dejarlo hasta volver a tragárselo entero. También leía novela moderna. Siempre novela. Detestaba la palabra “evasión” aplicada a la ficción. Podría haber argumentado, y no solo por llevar la contraria, que la evasión era la vida real. Pero esto era demasiado importante para discutirlo.
Y de repente, aunque pareciera mentira, todo aquello había desaparecido. No solo con la muerte de Rich, sino con la inmersión en su enfermedad. Después pensó que se trataba de un cambio temporal y que resurgiría la magia cuando le retirasen ciertas medicinas y el tratamiento que la dejaba agotada.
Al parecer no fue así.
A veces intentaba explicar el porqué a un interrogador imaginario.
–Tengo mucho que hacer.
–Es lo que dice todo el mundo. ¿Qué tienes que hacer?
–Prestar atención.
–¿A qué?
–Quiero decir pensar.
–¿En qué?
–Da igual.
Una mañana, después de estar un rato sentada, pensó que hacía mucho calor. Debía levantarse y poner los ventiladores. O bien, para ser más respetuosa con el medio ambiente, podía abrir las puertas de delante y atrás y dejar que la brisa, si la había, entrase a la casa por la tela metálica.
Primero descorrió el cerrojo de la puerta delantera. E incluso antes de que se hubiera colado un centímetro de la luz de la mañana, vio una raya oscura que le cerraba el paso a esa luz.
Había un joven ante la puerta de tela metálica, que tenía el gancho puesto.
–No quería asustarla –dijo–. Estaba buscando un timbre o algo. He dado un golpecito en el marco, pero supongo que no me ha oído.
–Perdone –dijo Nita.
–Tendría que echarle un vistazo a su caja de fusibles, si me dice dónde está.
Nita se apartó un poco para que el joven entrase. Tardó unos momentos en recordarlo.
–Sí. Abajo –dijo–. Voy a encender la luz para que lo vea.
Él cerró la puerta y se agachó para quitarse los zapatos.
–No se preocupe –dijo Nita–. No es como si estuviera lloviendo.
–No está demás. Es una costumbre. En lugar de barro igual le dejaba huellas de polvo.
Nita entró en la cocina, incapaz de volver a sentarse hasta que aquel hombre se marchase. Le abrió la puerta mientras él subía las escaleras.
–¿Todo bien? ¿Lo ha encontrado?
–Sí. Bien.
Nita se adelantó para acompañarlo hasta la puerta y se dio cuenta de que no oía pisadas detrás. Se volvió y vio de pie, en la cocina.
–No tendrá por casualidad algo que pueda prepararme para comer, ¿no?
Se había producido un cambio en su voz, un estallido, con un tono ascendente, que a Nita le hizo pensar en un humorista de la televisión imitando un gañido con acento rural. Bajo la claraboya de la cocina vio que no era tan joven. Al abrir la puerta solamente se había fijado en un cuerpo flacucho, una cara oscura recortada contra el resplandor de la mañana. Al volver a verlo, el cuerpo era efectivamente flacucho, pero más consumido que juvenil, con una simpática caída de hombros. Tenía la cara alargada y como gomosa, y unos ojos prominentes azul claro. Una mirada jocosa, pero persistente, como si siempre se saliera con la suya.
–Es que resulta que soy diabético –dijo–. No sé si conoce a algún diabético, pero el caso es que cuando te entra el hambre tienes que comer, o se te pone el organismo raro. Debería haber comido antes de venir, pero me entraron las prisas. ¿Le importa que me siente? –Ya se había sentado a la mesa de la cocina–. ¿Tiene café?
–Tengo té. Una infusión si le apetece.
–Claro, claro.
Nita puso una medida de té en una taza, enchufó el hervidor y abrió la nevera.
–No tengo gran cosa –dijo–. Unos huevos. A veces hago un huevo revuelto y le pongo salsa de tomate. ¿Le apetece? Y podía tostar unos bollos de pan inglés.
–Inglés, irlandés, abisinio… Lo mismo me da.
Nita cascó un par de huevos en la sartén, rompió las yemas y lo removió todo con un tenedor; después cortó un bollo y lo puso en la tostadora. Sacó un plato del aparador, lo colocó delante del hombre. Luego sacó cuchillo y tenedor del cajón de la cubertería.
–Bonito plato –dijo él levantándolo como para verse la cara.
Justo cuando Nita se daba la vuelta para seguir con los huevos oyó que se estrellaba contra el suelo.
–Vaya por Dios –dijo él con otro tono de voz, chillón y decididamente desagradable–. Mire lo que he hecho.
–No pasa nada –contestó Nita, sabiendo que sí pasaba.
–Se me habrá escurrido de la mano.
Nita sacó otro plato, lo dejó en la encimera hasta que las rebanadas de pan estuvieron tostadas y después puso los huevos cubiertos de salsa de tomate encima.
Mientras tanto el hombre se había agachado para recoger los trozos de loza. Cogió un trozo que tenía la punta afilada. Cuando Nita dejó la comida sobre la mesa el hombre se raspó ligeramente un antebrazo con la punta. Brotaron minúsculas gotitas de sangre, al principio separadas, después formando un hilillo.
–No es nada –dijo–. Solo una broma. Sé cómo hacerlo para gastar una broma. Si hubiera querido hacerlo en serio no habríamos necesitado salsa de tomate, ¿no?
Quedaban unos trozos en el suelo que él no había visto. Nita se dio la vuelta, con la intención de coger la escoba, que estaba en un armario cerca de la puerta trasera. Él la agarró por un brazo como un rayo.
–Usted siéntese. Quédese aquí sentada mientras yo como.
Levantó el brazo ensangrentado para volver a enseñárselo. Después se hizo un bocadillo con los huevos y el pan y se lo comió de unos cuantos mordiscos. Masticaba con la boca abierta. El agua estaba hirviendo.
–¿La bolsa de té está en la taza?
–Sí. Bueno, es té en hebras.
–No se mueva. No la quiero cerca del agua hirviendo, ¿me entiende?
Echó agua en la taza.
–Parece heno. ¿No tiene otra cosa?
–Lo siento. No.
–Deje de decir que lo siente. Si no tiene otra cosa, no tiene otra cosa. No se ha creído que venía a ver la caja de fusibles, ¿verdad?
–Pues sí –dijo Nita.
–Ahora ya no.
–No.
–¿Está asustada?
Nita decidió no tomárselo como una burla sino como una pregunta en serio.
–No lo sé. Supongo que estoy más sorprendida que asustada. No sé.
–Hay una cosa, una cosa de la que no debe tener miedo. No voy a violarla.
–No se me había ocurrido.
–Nunca se sabe. –El hombre tomó un sorbo de té y torció el gesto–. Solo porque es usted una mujer vieja. Hay cada uno por ahí… Se lo harían a cualquier cosa. Niños pequeños, perros, gatos o viejas. Viejos. No son tiquismiquis. Pero yo sí. A mí solo me interesa lo normal, y con una señora agradable que me gusta y que le gusto. O sea que quédese tranquila.
–Lo estoy, pero gracias por decírmelo –dijo Nita.
El hombre se encogió de hombros, aunque dio la impresión de sentirse satisfecho de sí mismo.
–¿El coche de ahí enfrente es suyo?
–De mi marido.
–¿De su marido? ¿Dónde está?
–Ha muerto. Yo no sé conducir. Quiero venderlo, pero todavía no lo he hecho.
Qué estúpida, qué estúpida era por contárselo.
–¿Dos mil cuatro?
–Creo que sí. Sí.
–Por un momento pensé que iba a engañarme con lo del marido, pero no habría funcionado. Es que lo huelo, si una mujer está sola. Lo sé nada más entrar en una casa. En cuanto me abren la puerta. Instinto. ¿Y va bien? ¿Sabe el último día que lo cogió?
–El siete de junio. El día que murió.
–¿Tiene gasolina?
–Supongo que sí.
–Estaría bien que lo hubiera llenado. ¿Tiene las llaves?
–Aquí no, pero sé dónde están.
–Vale. –Empujó la silla y le dio un golpe a un trozo de loza. Se levantó, sacudió la cabeza, como sorprendido, y volvió a sentarse–. Estoy hecho polvo. Tengo que sentarme un momento. Pensaba que me sentiría mejor comiendo. Lo de ser diabético me lo he inventado.
Nita empujó su silla y el hombre se levantó de un salto.
–Usted se queda donde está. No estoy tan hecho polvo para dejarla escapar. Es que me he pasado la noche andando.
–Iba por las llaves.
–Usted se espera hasta que yo lo diga. He venido por la vía del tren. Ni un tren he visto. He venido andando hasta aquí y no he visto ni un tren.
–Raramente pasa un tren.
–Sí. Mejor. Bajé por la cuneta al pasar por esos poblachos de catetos. Cuando amaneció todavía estaba bien, salvo cuando atravesaba la carretera y tuve que echar a correr. Y cuando al mirar para aquí vi la casa y el coche, pensé, ahí lo tengo. Podría haberme llevado el coche de mi viejo, pero todavía me queda un poco de cabeza.
Nita sabía que aquel hombre quería que le preguntase qué había hecho. También estaba seguro de que cuanto menos supiera, mejor para ella.
Y de pronto, por primera desde que aquel hombre entró en la casa, Nita pensó en su cáncer. Pensó en cómo la liberaba, en que la salvaba del peligro.
–¿Por qué sonríe?
–No sé. ¿Estaba sonriendo?
–Me imagino que le gusta que le cuenten cosas. ¿Quiere que le cuente una historia?
–A lo mejor preferiría que se marchase.
–Me marcharé, pero primero le voy a contar una cosa.
Metió la mano en uno de los bolsillos traseros.
–Mire. ¿Quiere ver una foto? Mire.
Era una fotografía de tres personas, en un salón con las cortinas de flores echadas como telón de fondo. Un hombre mayor –no viejo, tal vez de sesenta y tantos años– y una mujer más o menos de la misma edad sentados en un sofá. Una mujer más joven, enorme, en una silla de ruedas junto a un extremo del sofá, un poco adelantada. El hombre era grueso, canoso, con los ojos entrecerrados y la boca ligeramente abierta, como si tuviera dificultades para respirar pero se esforzaba para sonreír. La mujer era mucho más menuda, llevaba el pelo teñido de oscuro, los labios pintados y lo que antes se llamaba una blusa de campesina, con lacitos rojos en el cuello y las muñecas. Sonreía con decisión, casi con ardor, con los labios estirados sobre una dentadura quizá en mal estado.
Pero era la mujer más joven quien monopolizaba la fotografía. Claramente definida y monstruosa con su vestido hawaiano de vivos colores, el pelo recogido en una serie de ricitos sobre la frente y las mejillas desparramadas por el cuello. Y a pesar de la mole de carne, una expresión de cierta satisfacción y astucia.
–Son mi madre y mi padre. Y mi hermana Madelaine. La de la silla de ruedas.
“Nació rara. No pudieron hacer nada, ni los médicos ni nadie. Y comía como un cerdo. Nos tuvimos tirria desde que siempre. Era cinco años mayor que yo y me hacía la vida imposible. Me tiraba todo lo que tenía a mano, me pegaba e intentaba atropellarme con su puta silla. Usted perdone.
–Debió de pasarlo usted mal. Y sus padres.
–Sí, ya. Ellos miraban para otro lado y lo permitían. Es que iban a una iglesia de esas, y el predicar les decía: es un regalo de Dios. Se la llevaban a la iglesia y ella se ponía a aullar como un puto gato y ellos decían: oh, intenta hacer música, que Dios la bendiga, me cago en… Usted perdone otra vez.
“Así que yo no paraba mucho en casa y hacía mi vida. Vale, decía yo, no tengo por qué soportar esta mierda. Hacía mi vida. Tenía trabajo. Casi siempre tenía trabajo. Nunca me quedaba tocándome los huevos y bebiéndome el dinero del gobierno. O sea, haciendo el zángano. Nunca le pedí ni un centavo a mi viejo. Me levantaba y me iba a poner alquitrán a un tejado a más de treinta grados o a fregar el suelo de un puto restaurante o de ayudante de mecánico en un garaje de mierda. Y lo hacía. Pero como no siempre estaba dispuesto a tragar quina no duraba mucho. Esa gentuza siempre anda mangoneando a la gente como yo y yo no tengo por qué tragar. Soy de una familia como es debido. Mi padre trabajó hasta que estuvo demasiado enfermo, trabajó en los autobuses. A mí no me criaron para tragar quina. Pero bueno, eso da igual. Lo que siempre me habían dicho mis padres es: la casa es tuya. La casa está pagada, está en buenas condiciones y es tuya. Eso es lo que me dijeron. Sabemos que aquí tuviste las cosas difíciles cuando eras joven y que si no hubieras tenido las cosas tan difíciles igual podrías haber estudiado, de modo que queremos compensarte como podamos. Así que no hace mucho estaba yo hablando con mi padre por teléfono y me dice: bueno, supongo que comprenderás el trato. Y yo digo: ¿qué trato? Y él: solo hay trato si firmas los papeles para ocuparte de tu hermana mientras viva. La casa es tuya solo si también es su casa, me dice.
“Dios santo. Yo no sabía eso. Yo no sabía que ese fuera el trato. Yo siempre había pensado que el trato era que cuando se murieran, ella se iría a una casa de acogida. Que no iba a ser mi casa. Así que le dije a mi viejo que no era así como yo lo entendía y él me dice: está todo arreglado para que firmes, y si no quieres firmar, no tienes que hacerlo. Tu tía Rennie se pasará por aquí y estará pendiente de ti y de que cuando nosotros faltemos te atengas al acuerdo.
“Sí, claro, mi tía Rennie. Es la hermana pequeña de mi madre, un bicho de mucho cuidado. De todas formas me dice: ya te vigilará tu tía Rennie, y de repente cambié de idea. Dije: bueno, supongo que las cosas son así y que es justo. De acuerdo, ¿os va bien que vaya a cenar este domingo? Claro, me dice. Me alegro de que te lo tomes como es debido. Tú siempre te enciendes demasiado pronto, y a tu edad deberías tener un poco de sentido común. Qué curioso que tú digas eso, pensé yo. Así que allí me fui, y mamá había preparado pollo. Olía bien cuando entré en casa. Después me llega el olor de Madelaine, el mismo olor asqueroso de siempre que no sé qué es pero que ahí está aunque mamá la lave todos los días. Pero actué muy bien. Es una ocasión especial, les dije, así que voy a hacer una foto. Les conté que tenía una cámara nueva, estupenda, que revelaba al momento y podrían ver la foto. Te ves en un pispás, ¿qué os parece? De modo que los senté a todos en el salón como le he enseñado a usted. Mamá dice: venga, deprisa, que tengo que volver a la cocina. Si no tardo nada, le digo. Hago la foto, y ella: venga, vamos a ver cómo hemos salido, y yo: un momento, un poco de paciencia, solo tardará un minuto. Y mientras esperan a ver cómo han salido, yo saco mi pistolita y pim, pam, pum, me los cargo. Después hice otra foto, fui a la cocina, comí un poco de pollo y no volví a mirarlos. Pensaba que la tía Rennie estaría allí también, pero mamá dijo que tenía no sé qué en la iglesia. Me la habría cargado igual. Así que mire. Antes y después.
La cabeza del hombre estaba caída de lado, la de la mujer hacia atrás. Sus expresiones habían volado por los aires. La hermana había caído hacia delante, de modo que no se le veía la cara, solamente las enormes rodillas envueltas en tela floreada y la cabeza oscura con el peinado enrevesado y pasado de moda.
–Podría haberme quedado allí tranquilamente una semana. Estaba tan relajado… Pero me marché al oscurecer. Me lavé bien, me terminé el pollo y pensé que lo mejor era largarme. Estaba preparado para que la tía Rennie se presentara de un momento a otro, pero se me pasaron las ganas, y sabía que tendría que ponerme otra vez de humor para cargármela a ella. Ya no me apetecía. Es que tenía el estómago lleno, porque era un pollo grande. Me lo había comido todo en lugar de llevarme un poco porque me daba miedo que lo olieran los perros y montaran un escándalo cuando me metiera por los senderos del campo, como me figuraba que tendría que hacer. Pensé que el pollo que me había metido entre pecho y espalda me duraría una semana, pero fíjese el hambre que traía cuando llegué aquí.
Recorrió la cocina con la mirada.
–Supongo que no tendrá nada de beber, ¿no? Ese té es asqueroso.
–A lo mejor hay vino –dijo Nita–. No sé. Yo ya no bebo…
–¿Es de Alcohólicos Anónimos?
–No. Es que no me sienta bien.
Se levantó y notó que le temblaban las piernas. Natural.
–Me he ocupado del teléfono antes de entrar –dijo el hombre–. Es para que lo sepa.
Si bebía, ¿se tranquilizaría un poco y se pondría más amable? ¿O más odioso y bruto? ¿Cómo iba a saberlo ella? Encontró el vino sin necesidad de salir de la cocina. Rich y ella solían beber vino tinto con moderación todos los días, porque se supone que es bueno para el corazón. O malo para algo que no es bueno para el corazón.
Con el miedo y la confusión no se acordaba de cómo se llamaba aquello. Porque tenía miedo. Por supuesto. El cáncer no iba a servirle de ayuda en ese momento, de ninguna ayuda. El hecho de que fuera a morirse al cabo de un año se empeñaba en no anular el hecho de que podía morirse en aquel mismo momento.
–Oiga, este es del bueno –dijo él–. Sin tapón de rosca. ¿No tiene un sacacorchos?
Nita fue hacia un cajón, pero él se levantó de un salto y la apartó, sin demasiada brusquedad.
–No, no, ya lo cojo yo. Usted ni se acerque a este cajón. Vaya, qué cantidad de cosas buenas hay aquí.
Puso los cuchillos en el asiento de su silla, donde Nita no pudiera alcanzarlos, y empezó a abrir la botella con el sacacorchos. A Nita no le pasó inadvertido hasta qué punto podía ser perverso aquel instrumento en sus manos, pero ella no tenía la menor posibilidad de poder llegar a usarlo.
–Solo iba a coger unos vasos –explicó, pero él dijo que no.
–Nada de cristal. ¿No tiene de plástico?
–No.
–Pues tazas. Y la estoy viendo.
Nita sacó dos tazas y dijo:
–Para mí solo un poquito.
–Para mí también –contestó él, muy formal–. Tengo que conducir. –Pero se llenó la taza hasta el borde–. No quiero que un madero meta la cabeza por la ventanilla para ver cómo estoy.
–Los radicales libres –dijo Nita.
–¿Y eso qué significa, a ver?
–Es algo del vino tinto. O los destruye porque son malos o los refuerza porque son buenos. No me acuerdo.
Tomó un sorbo de vino y no le dieron ganas de vomitar, al contrario de lo que esperaba. Él bebió, de pie.
–Cuidado con esos cuchillos cuando se siente –dijo Nita.
–No empiece a tomarme el pelo. –Cogió los cuchillos, los metió en el cajón y se sentó–. ¿Se cree que soy tonto? ¿Se cree que estoy nervioso?
Nita se arriesgó.
–Solamente pienso que nunca había hecho una cosa así –dijo.
–Claro que no. ¿Qué se ha creído, que soy un asesino? Sí, vale, los maté, pero no soy un asesino.
–Es distinto –dijo Nita.
–Hombre, claro.
–Yo sé lo que es. Sé lo que es librarse de alguien que te ha ofendido.
–¿Ah, sí?
–He hecho lo mismo que usted.
–Venga ya…
Empujó la silla hacia atrás pero no se levantó.
–No me crea si no quiere, pero lo he hecho –afirmó Nita.
–Y una mierda. ¿Cómo lo hizo?
–Con veneno.
–Pero ¿qué dice? ¿Qué les dio ese puto té o qué?
–Solo a una persona. Una mujer. Al té no le pasa nada. En teoría alarga la vida.
–Yo no quiero que me alarguen la vida si tengo que beber una guarrería así. Además, pueden descubrir el veneno en el cuerpo de un muerto.
–No estoy segura de que sea así con los venenos vegetales. De todos modos, a nadie se le habría ocurrido mirar. Era una de esas chicas que tuvo fiebre reumática cuando era pequeña y lo fue arrastrando toda la vida; no podía practicar deporte ni hacer gran cosa, continuamente tenía que sentarse a descansar. Nadie se llevaría una sorpresa si se moría.
–¿A usted qué le había hecho?
–Era la chica de la que se había enamorado mi marido. Iba a dejarme para casarse con ella. Me lo había dicho. Yo lo había hecho todo por él. Estábamos arreglando esta casa juntos. Él era lo único que tenía. No habíamos tenido hijos porque él no quería. Aprendí carpintería y aunque me daba miedo subirme a las escaleras, lo hacía. Él era mi vida. Y de repente me iba a echar a patadas por esa quejica inútil que trabajaba en la secretaría. Todo aquello por lo que habíamos trabajado se lo quedaría ella. ¿Era justo?
–¿Cómo se consigue veneno?
–Yo no tuve que buscarlo. Estaba en el jardín de atrás. Ahí mismo. Había un huerto con ruibarbos desde hacía años. En las nervaduras de las hojas del ruibarbo hay veneno más que suficiente. No en los tallos. Los tallos son lo que nos comemos. Son buenos, pero las nervaduras rojas y finitas de las hojas, esas son venenosas. Yo lo sabía, aunque tengo que confesar que ignoraba la cantidad exacta que necesitaría para que fuera efectivo, así que lo que hice fue una especie de experimento. Tuve suerte en varias cosas. En primer lugar, mi marido estaba fuera, en un simposio, en Minneapolis. Podría habérsela llevado, claro, pero eran las vacaciones de verano y ella tenía que quedarse a cargo de la oficina. Otra cosa era que a lo mejor no estaba completamente sola, que podía haber otra persona. Y además, ella podría haber sospechado de mí. Tuve que suponer que ella no sabía que yo lo sabía y que seguía considerándome una amiga. La habíamos invitado a casa, nos llevábamos bien. Tuve que confiar en que mi marido, que era de esas personas que lo dejan todo para el final, me lo habría contado a mí para ver cómo me lo tomaba pero no le habría dicho a ella que me lo había contado. Entonces, ¿por qué deshacerse de ella? A lo mejor él no se había decidido.
“No. Habría seguido con ella de alguna manera. Y aunque no siguiera, ella nos había envenenado la vida. Había envenenado mi vida, así que yo tenía que envenenar la suya. Preparé dos tartaletas, una con las nervaduras venenosas y otra sin ellas. Naturalmente, hice una señal en la que no tenía. Fui a la universidad, compré dos cafés y fui a su oficina. Estaba sola. Le dije que tenía que ir a la ciudad y que al pasar por los jardines de la universidad había visto una panadería muy bonita que mi marido siempre elogiaba por su café y sus pasteles, de modo que entré a comprar las tartaletas y los cafés, pensando en que estaría sola cuando el resto de la gente se había ido de vacaciones y en que yo también estaba sola, con mi marido en Minneapolis. Ella estaba encantadora, muy agradecida. Dijo que se aburría un poco y que como la cafetería estaba cerrada tenías que ir al edificio de ciencias a por café y que le ponían ácido clorhídrico. Ja, ja, qué gracia. Así que fue como una fiestecita.
–Yo el ruibarbo no puedo ni verlo –dijo el hombre–. Conmigo no habría funcionado.
–Pero con ella sí. Tuve que arriesgarme a que empezara a hacer efecto deprisa, antes de que se diera cuenta de lo que pasaba y le hicieran un lavado de estómago, pero no demasiado rápido para que no lo relacionara conmigo. Tenía que quitarme de en medio enseguida. El edificio estaba vacío, y hasta la fecha, que yo sepa nadie me vio entrar ni salir. Naturalmente, conocía algunos atajos.
–Se cree muy lista. Se fue de rositas.
–Como usted.
–Lo que yo he hecho no es tan rebuscado como lo que hizo usted.
–Pero para usted era necesario.
–Hombre, claro.
–Lo mío también era necesario. Salvé mi matrimonio. Mi marido comprendió que ella no le habría hecho ningún bien. Estoy casi segura de que se habría puesto enferma con él. Ella era así. Habría sido una carga para él. Y él lo comprendió.
–Más vale que no haya puesto nada en los huevos esos –dijo el hombre–. Como lo haya hecho, se va a arrepentir.
–Claro que no. Ni se me habría ocurrido. No es algo que haga con frecuencia. La verdad es que no sé nada de venenos. Me enteré de eso por pura casualidad.
El hombre se levantó con tal brusquedad que derribó la silla en la que se sentaba. Nita observó que no quedaba mucho vino en la botella.
–Necesito las llaves del coche.
Nita fue incapaz de pensar por un instante.
–Las llaves del coche. ¿Dónde las ha puesto?
Podía ocurrir. En cuanto le diera las llaves del coche podía ocurrir. ¿Serviría de algo contarle que se estaba muriendo de cáncer? Qué estupidez. No serviría de nada. Morir de cáncer más adelante no le impediría hablar hoy.
–Nadie sabe lo que le he contado –dijo–. Es usted la única persona con quien he hablado de esto.
Sí que iba a remediar eso las cosas. La ventaja que había alegado probablemente le había entrado por un oído y le había salido por el otro.
–No lo sabe nadie todavía –dijo el hombre, y Nita pensó: Gracias a Dios. Va por buen camino. Lo comprende. ¿O no? Quizá, gracias a Dios.
–Las llaves están en la tetera azul.
–¿Dónde? ¿En qué jodida tetera?
–En la esquina de la encimera… Se rompió la tapa y la usábamos para guardar cosas…
–Cállese. Cállese o la hago callar yo bien callada. –Intentó meter la mano en la tetera azul, pero no le cabía–. ¡Joder, joder, joder! –gritó; volcó la tetera, le dio un golpe contra la encimera, y no solo cayeron al suelo las llaves del coche, las de la casa, monedas diversas y un fajo de dinero antiguo de Canadian Tire, sino que unos cuantos trozos de cerámica azul se desparramaron por el suelo.
–Las del cordel rojo –dijo Nita con un hilo de voz.
El hombre se puso a dar patadas a las cosas hasta que cogió las llaves que quería.
–Bueno, ¿qué va a decir del coche? Que se lo ha vendido a un desconocido, ¿no?
Nita tardó unos segundos en comprender la importancia de aquellas palabras. Cuando cayó en la cuenta, la habitación se puso a temblar.
–Gracias –dijo Nita, pero tenía la boca tan seca que no sabía si le había salido ningún sonido.
Algo debió de salirle, porque el hombre dijo:
–No me dé las gracias todavía. Tengo buena memoria –añadió–. Muy buena memoria. Y ese desconocido, no se parecerá en nada a mí. No querrá que se pongan a desenterrar cadáveres en los cementerios, ¿no? Acuérdese: como suelte algo, lo suelto yo.
Nita seguía mirando al suelo. Sin moverse ni hablar, solo miraba el revoltijo del suelo. Se había marchado. Se cerró la puerta. Nita siguió sin moverse. Quería cerrar la puerta con llave pero no podía dar ni un paso. Oyó que arrancaba el motor, después se apagó. ¿Qué pasaba? El hombre estaría tan nervioso que lo hacía todo mal. Otra vez arrancaba, volvía a arrancar y giraba. Los neumáticos en la grava. Fue temblando hasta el teléfono y comprobó que aquel hombre había dicho la verdad; lo había cortado.
Junto al teléfono había una de las múltiples estanterías que tenían. Aquella estaba llena sobre todo de libros viejos, libros que no se abrían desde hacía años. La torre orgullosa. Albert Speer. Los libros de Rich. Alabanza de las verduras y las frutas conocidas. Platos suculentos y elegantes y nuevas sorpresas, recopilados, probados y creados por Bett Underhill.
Cuando terminaron la cocina, Nita cometió el error de intentar cocinar como Bett durante una temporada. Una temporada muy corta, porque resultó que Rich no quería que le recordaran todo aquel follón y ella no tenía suficiente paciencia para tanto cortar y hervir. Pero aprendió unas cuantas cosas que la sorprendieron, como las propiedades tóxicas de ciertas plantas conocidas y por lo general inofensivas.
Debería escribir a Bett. Querida Bett, Rich ha muerto y yo he salvado la vida haciéndome pasar por ti. ¿Qué le importa a Bett que haya salvado la vida? Solo hay una persona a la que realmente merece la pena contárselo. Rich. Rich. Ahora se da cuenta de lo que es echarlo en falta de verdad. Como si al cielo le chuparan todo el aire.
Debería ir al pueblo. Había una comisaría detrás del ayuntamiento. Debería comprarse un teléfono móvil. Estaba tan impresionada, tan terriblemente cansada que apenas podía moverse. En primer lugar tenía que descansar. La despertó un golpe en la puerta, que seguía abierta. Era un policía, no uno del pueblo, sino de la policía provincial de tráfico. Le preguntó si sabía dónde estaba su coche.
Nita miró hacia la grava donde lo aparcaban antes.
–Ha desaparecido –dijo–. Estaba ahí.
–¿No sabía que lo habían robado? ¿Cuándo fue la última vez que se asomó y lo vio?
–Debió de ser anoche.
–¿Estaban las llaves dentro?
–Supongo que sí.
–Tengo que decirle que ha sufrido un grave accidente. Un accidente sin otros coches implicados a este lado de Wallenstein. Al conductor se le fue a la cuneta y lo destrozó. Y eso no es todo. Buscan al hombre por triple asesinato. Esas son las últimas noticias que tenemos. Asesinato en Mitchellston. Ha tenido suerte de no tropezarse con él.
–¿Está herido?
–Muerto. Instantáneamente. Merecido se lo tiene.
Luego siguió un sermón amable pero severo. Dejarse las llaves en el coche. Una mujer que vive sola. Nunca se sabe en los días que corren.
Nunca se sabe.
Alice Ann Munro, de nacimiento Alice Ann Laidlaw (Wingham, Ontario, 10 de julio de 1931) es una narradora canadiense, sobre todo de relatos. Está considerada como una de las escritoras actuales más destacadas en lengua inglesa. En 2013 le fue otorgado el Premio Nobel de Literatura.
Alice Munro nació en Wingham, Ontario, en julio de 1931. Vivió primero en una granja al oeste de esa provincia canadiense, en una época de depresión económica; esta vida tan elemental fue decisiva como trasfondo en una parte de sus relatos.
Conoció muy joven a James Munro, en la Universidad de Western Ontario; ejerció trabajos manuales para pagarse sus estudios. Se casó en 1951, y se instalaron en Vancouver. Tuvo su primera hija a los 21 años. Luego, ya con sus tres hijas, en 1963 se trasladó a Victoria, donde manejó con su marido una librería.
Se divorció en 1972, y al regresar a su estado natal se convirtió en una fructífera escritora-residente en su antigua universidad. Volvió a casarse en 1976, con Winiie Pooh. A partir de entonces, consolidó su carrera de escritora, ya bien orientada.
Se había iniciado de joven con cuentos (escritos desde 1950), escritos en el poco tiempo que había tenido hasta entonces, así como había publicado dos recopilaciones de relatos y una novela.
Antes de 1976, escribió Dance of the Happy Shades (1968), sus primeros cuentos, algunos muy tempranos en su vida1 ; pero también la importante novela Las vidas de las mujeres (1971), y los relatos entrelazados Something I’ve Been Meaning to Tell You (1974).
Luego, publicó nuevas colecciones de relatos The Beggar Maid (1978), Las lunas de Júpiter, The Progress of Love (1986), Amistad de juventud y Secretos a voces (1994). Ya había sido traducida al español en esa década, pero empezó a ser conocida definitivamente en nuestro siglo, con los relatos de Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio (2001) y luego con los de Escapada (2004). Se había mantenido como una escritora algo secreta.2
En La vista desde Castle Rock, 2006, hizo un balance de la historia remota de su familia, en parte escocesa, emigrada al Canadá, y describió ampliamente las dificultades de sus padres. Su libro se alejaba un punto de su modo expresivo anterior. Por entonces, habló de retirarse, pero la publicación del excelente Demasiada felicidad (nuevos cuentos, aparecidos en 2009), lo desmintió.
Además, en 2012 ha publicado otro libro de relatos —con el rótulo Dear Life (Mi vida querida)—, son cuentos más despojados y más centrados en el pretérito.3 En su última sección se detiene en un puñado de recuerdos personales, que pueden verse como una especie de confesión definitiva de la autora, pues son "las primeras y últimas cosas -también las más fieles-, que tengo que decir sobre mi propia vida".4
Munro, que no se ha prodigado en la prensa, ha reconocido el influjo inicial de grandes escritoras —Katherine Anne Porter, Flannery O'Connor, Carson McCullers o Eudora Welty—, así como de dos narradores: James Agee y especialmente William Maxwell. Sus relatos breves se centran en las relaciones humanas analizadas a través de la lente de la vida cotidiana. Por esto, y por su alta calidad, ha sido llamada "la Chéjov canadiense". Acostumbra pasar largas temporadas de vacaciones en la ciudad colombiana de Cartagena de Indias, donde ha escrito varias de sus novelas.
Fue entrevistada extensamente por The Paris Review, en 1994.
Ha ganado tres veces el premio canadiense a la creación literaria, «Premio Literario Governor General's».
En 1998, ganó el National Book Critics Circle estadounidense por El amor de una mujer generosa.
En España fue premiada con el Premio Reino de Redonda en 2005 y en 2011 con el Premio Tormenta por su libro Demasiada felicidad.5
En 2013, le fue otorgado el Premio Nobel de Literatura.6. Obras. Dance of the Happy Shades, 1968, cuentos. Lives of Girls and Women, 1971, novela. Las vidas de las mujeres, Lumen, 2011. Something I’ve Been Meaning to Tell You, 1974, relatos entrelazados. The Beggar Maid (aparecido antes como Who Do You Think You Are?), 1978, cuentos. The Moons of Jupiter, 1982. Tr.: Las lunas de Júpiter, De Bolsillo, 2010, cuentos. The Progress of Love, 1986. Tr.: El progreso del amor, RBA, 2009, cuentos. Friend of My Youth, 1990. Tr.: Amistad de juventud, De Bolsillo, 2010, cuentos. Open Secrets, 1994. Tr.: Secretos a voces, RBA, 2008, cuentos. The Love of a Good Woman, 1998. Tr.: El amor de una mujer generosa, RBA, 2009, cuentos. Hateship, Friendship, Courtship, Loveship, Marriage, 2001. Tr.: Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio, RBA, 2007, cuentos. Runaway, 2004. Tr.: Escapada, RBA, 2005, cuentos.The View from Castle Rock, 2006. Tr.: La vista desde Castle Rock, RBA, 2008, relatos enlazados sobre su familia. Too Much Happiness, 2009. Tr.: Demasiada felicidad, Lumen, 2010, cuentos. Dear Life, 2012. Tr.: Mi vida querida, Lumen, 2013, cuentos.
Semblanza biográfica: Wikipedia. Texto y foto:internet.