El naufragio del Borgoña

Por Andre Gide

Iba yo en el Borgoña ¿sabes?, el día que naufragó. Tenía diecisiete años. Con esto te digo mi edad actual. Era una nadadora excelente; y para demostrarte que no tengo el corazón demasiado seco, te diré que, si mi primera idea fue la de salvarme, la segunda fue la de salvar a alguien. No estoy muy segura, incluso, de que no fuese la primera. O más bien, creo que no pensé absolutamente nada; pero pocas cosas me indignan tanto como esos que, en los momentos así, no piensan más que en sí mismos, sí: me indignan más aún las mujeres que gritan. Echaron al mar una primera canoa de salvamento, principalmente llena de mujeres y niños; algunas mujeres lanzaban unos aullidos como para perder la cabeza. La maniobra se hizo tan mal que la canoa, en lugar de posarse horizontalmente sobre el mar, picó de proa y se vació de todo su cargamento, antes incluso de llenarse de agua. Todo aquello sucedía a la luz de antorchas, fanales y proyectores. No te puedes imaginar lo fúnebre que resultaba. Las olas eran bastante fuertes, y todo lo que no estaba en el marco luminoso desaparecía del otro lado de la colina de agua, en la noche. No he vivido jamás otra experiencia tan intensa; pero, supongo, que era yo tan incapaz de reflexionar como un terranova que se tira al agua. Ni siquiera comprendo lo que pudo ocurrir, sé tan sólo que yo había reparado en la canoa, en una niñita de cinco o seis años, que era un encanto, e inmediatamente, cuando vi zozobrar la barca, fue a ella a la que decidí salvar. Iba, al principio, con su madre; pero ésta no sabía nadar bien; y además, como ocurre siempre en estos casos, le molestaba la pollera. En lo que a mí respecta, me desnudé maquinalmente; me llamaban para que ocupase un sitio en la canoa siguiente. Tuve que meterme en ella y después, sin pensarlo dos veces, me arrojé al mar desde esa misma canoa; recuerdo tan sólo que nadé largo rato con la niña agarrada a mi cuello. Ella estaba aterrada y me apretaba el cuello con tal fuerza que yo no podía respirar. Por suerte, pudieron divisarnos desde la canoa y esperarnos, o remar hacia nosotras. Pero no te cuento este episodio por eso. El recuerdo que ha quedado grabado en mí, el que nada podrá borrar de mi cerebro ni de mi corazón es el siguiente: después de haber recogido a varios nadadores desesperados, como me recogieron a mí, en aquella canoa íbamos amontonadas unas cuarenta personas. El agua llegaba casi al borde. Iba yo a popa y tenía apretada contra mí a la niñita que acababa de salvar, a fin de calentarla y de que no viese lo que yo no podía dejar de ver: dos marineros, uno armado con un hacha y el otro con un cuchillo de cocina... ¿sabes lo que hacían? Cortaban los dedos y las muñecas de algunos nadadores que, ayudándose con unas cuerdas, se esforzaban en subir a nuestra barca. Uno de aquellos dos marineros se volvió hacia mí y me dijo: “Si sube uno más reventaremos todos. La barca está llena”. Y añadió que en todos los naufragios no hay más remedio que obrar así. Creo que entonces me desmayé. Y cuando volví en mí, comprendí que ya no era yo, que no podría nunca más ser la misma, la muchacha sentimental de otros tiempos; comprendí que había dejado hundirse una parte de mí con el Borgoña, que en adelante cortaría los dedos y las muñecas a un montón de sentimientos delicados para impedirles meterse y hacer que zozobre mi corazón.

La isla


Por Rainer Maria Rilke
Hay entre nosotros un anciano que relata la historia de una pequeña isla donde el mar ha llevado tantos muertos que ya no queda más lugar para los vivos. Están como sitiados por cadáveres. Esto no es, acaso, más que un delirio y el viejo cuentista quizás esté loco. Personalmente no creo en esta historia. Pienso que la vida es más fuerte que la muerte.

La novia

Por Sigmund Freud

El novio queda muy ingratamente sorprendido cuando le presentan a la novia. Llama aparte al casamentero y le pregunta, en tono de reproche:

–¿Para qué me ha traído aquí? Ella es fea, vieja y bizca. Tiene feos dientes y sus ojos lagrimean.

–Puede usted hablar en voz alta –responde el otro–, también es sorda.


Un cuerpo en el hielo


Por Paul Auster

A

zul recuerda una historia de una de las infinitas revistas que ha leído esta semana, una nueva de aparición mensual que se llama Más extraño que la ficción, que parece seguir el hilo de todos los otros pensamientos que acaban de venirle a la cabeza. En algún lugar de los Alpes franceses, recuerda, hace veinte o veinticinco años desapareció un hombre que estaba esquiando, tragado por una avalancha, y su cuerpo nunca fue recuperado. Su hijo, que era un niño entonces, creció y también se hizo esquiador. Un día del año pasado fue a esquiar no lejos del lugar donde desapareció su padre, aunque él no lo sabía. Debido a los minúsculos y persistentes desplazamientos del hielo a lo largo de las décadas transcurridas desde la muerte de su padre, el terreno era ahora totalmente diferente de como había sido. Completamente solo en las montañas, a kilómetros de ningún otro ser humano, el hijo encontró un cuerpo en el hielo, un cadáver, absolutamente intacto, como preservado en animación suspendida. Por supuesto, el joven se detuvo a examinarlo y al agacharse para mirar la cara del cadáver, tuvo la clara y aterradora impresión de que se estaba mirando a sí mismo. Temblando de miedo, como decía el artículo, inspeccionó con más atención el cuerpo, completamente encerrado en el hielo, como alguien que se halla al otro lado de una gruesa ventana, y vio que era su padre. El muerto seguía siendo joven, incluso más joven que su hijo ahora, y había algo espantoso en eso, sintió Azul, algo tan extraño y terrible en ser más viejo que tu propio padre, que tuvo que contener las lágrimas mientras leía el artículo.

La envidia


Por Arthur Conan Doyle

Cierta vez, mientras el demonio atravesaba el desierto de Libia, llegó a un lugar donde un grupo de amigos suyos trataba de atormentar a un santo ermitaño mediante imágenes de los siete pecados capitales. Pero la fuerza de voluntad de aquel santo hombre era demasiado poderosa para ellos, de modo que éste pudo desbaratar fácilmente sus diabólicas intenciones.

Tras observar el miserable fracaso de estos diablillos, el demonio avanzó dispuesto a darles una lección. “Lo que están haciendo es muy torpe”, les dijo. “Permítanme un momento.” Y le susurró al santo: “Tu hermano acaba de ser nombrado obispo de Alejandría”.

En el acto, una mueca de maligna envidia nubló el rostro sereno del ermitaño.

“Esta –explicó el demonio a sus diablillos–, es la clase de cosa que suelo recomendar.”