El cuento del domingo

Mario Benedetti

La noche de los feos



1

Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.

Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro.

Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos -de la mano o del brazo- tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.

Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.

Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal.

Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.

La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó.

La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculos mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.

Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.

"¿Qué está pensando?", pregunté.

Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.

"Un lugar común", dijo. "Tal para cual".

Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo.

"Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?"

"Sí", dijo, todavía mirándome.

"Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida."

"Sí."

Por primera vez no pudo sostener mi mirada.

"Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo."

"¿Algo cómo qué?"

"Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad."

Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.

"Prométame no tomarme como un chiflado."

"Prometo."

"La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?"

"No."

"¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?"

Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.

"Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca."

Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico.

"Vamos", dijo.

2

No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.

Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.

En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso.

Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.

Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra.

Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.

Mario Orlando Hardy Hamlet Brenno Benedetti Farrugia1 (Paso de los Toros, Uruguay, 14 de septiembre de 1920Montevideo, Uruguay, 17 de mayo de 2009), más conocido como Mario Benedetti, fue un escritor y poeta uruguayo integrante de la Generación del 45, a la que pertenecen también Idea Vilariño y Juan Carlos Onetti, entre otros. Su prolífica producción literaria incluyó más de 80 libros, algunos de los cuales fueron traducidos a más de 20 idiomas.

Primeros años

Mario Benedetti nació el 14 de septiembre de 1920 en Paso de los Toros, Uruguay. Fue hijo de Brenno Benedetti y Matilde Farrugia.

Residió en Paso de los Toros junto a su familia durante los primeros dos años de su vida, para luego trasladarse con ellos a Tacuarembó por asuntos de negocios. Luego de una fallida estadía en ese sitio (donde fueron víctimas de una estafa2 ), la familia se trasladó a Montevideo, cuando Mario Benedetti tenía cuatro años de edad. En 1928 inicia sus estudios primarios en el Colegio Alemán de Montevideo, de donde es retirado en 1933. En consecuencia, ingresa al Liceo Miranda por un año. Sus estudios secundarios los realizó de manera incompleta en 1935, en el Liceo Miranda, para continuar de manera libre, por problemas económicos. Desde los catorce años trabajó en la empresa Will L. Smith, S.A., repuestos para automóviles.

Entre 1938 a 1941 residió casi continuamente en Buenos Aires, Argentina.

Comienzos literarios

En 1945 se integró al equipo de redacción del semanario Marcha, donde permaneció hasta 1974, año en que fue clausurado por el gobierno de Juan María Bordaberry. En 1954 es nombrado director literario de dicho semanario.

El 23 de marzo de 1946 contrae matrimonio con Luz López Alegre, su gran amor y compañera de vida. En 1943 dirige la revista literaria Marginalia. Publica el volumen de ensayos Peripecia y novela.

En 1949 es miembro del consejo de redacción de Número, una de las revistas literarias más destacadas de la época. Participa activamente en el movimiento contra el Tratado Militar con los Estados Unidos. Es su primera acción como militante. Ese mismo año obtuvo el Premio del Ministerio de Instrucción Pública por su primera compilación de cuentos, Esta mañana. Mario Benedetti fue ganador del galardón en repetidas ocasiones hasta 1958, cuando renunció sistemáticamente a él por discrepancias con su reglamentación.

En 1964 trabaja como crítico de teatro y codirector la página literaria semanal «Al pie de las letras» del diario La mañana. Colabora como humorista en la revista Peloduro. Escribe crítica de cine en La Tribuna Popular. Vuelve a Cuba para participar en el jurado del concurso Casa de las Américas. Participa en el encuentro sobre Rubén Darío. Viaja a México para participar en el II Congreso Latinoamericano de Escritores.

Participa en el Congreso Cultural de La Habana con la ponencia "Sobre las relaciones entre el hombre de acción y el intelectual" y se vuelve Miembro del Consejo de Dirección de Casa de las Américas. En 1968 funda y dirige el Centro de Investigaciones literarias de Casa de las Américas, cargo en el cual se mantendría hasta 1971.3

Junto a miembros del Movimiento de Liberación Nacional - Tupamaros, fundó en 1971 el Movimiento de Independientes 26 de Marzo, una agrupación que pasó a formar parte de la coalición de izquierdas Frente Amplio desde sus orígenes. Benedetti fue representante del Movimiento 26 de Marzo en la Mesa Ejecutiva del Frente Amplio desde 1971 a 1973, sin embargo, esta alternativa se vio frustrada por la fuerza.3 Además es nombrado director del Departamento de Literatura Hispanoamericana en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Universidad de la República, de Montevideo.

Publica "Crónica del 71", compuesto en su mayoría de editoriales políticos publicados en el semanario Marcha, así como de un poema inédito y tres discursos pronunciados durante la campaña del Frente Amplio. También publica Los poemas comunicantes, con entrevistas a diversos poetas latinoamericanos.

Exilio

Tras el Golpe de Estado en Uruguay de 1973 renuncia a su cargo en la universidad, pese a ser elegido para integrar el claustro.3 Por sus posiciones políticas debe abandonar Uruguay, partiendo al exilio en Buenos Aires, Argentina. Posteriormente se exiliaría en Perú, donde fue detenido, deportado y amnistiado, para luego instalarse en Cuba, en el año 1976. Al año siguiente, Benedetti recalaría en Madrid, España. Fueron diez largos años los que vivió alejado de su patria y de su esposa, quien tuvo que permanecer en Uruguay cuidando de las madres de ambos.

La versión cinematográfica de La tregua, dirigida por Sergio Renán, fue nominada a la cuadragésimo séptima versión de los Premios Óscar en 1974, a la mejor película extranjera; finalmente el premio, entregado en la ceremonia del 8 de abril de 1975, se lo adjudicó la película italiana Amarcord.

En 1976 vuelve a Cuba, esta vez como exiliado, y se reincorpora al Consejo de Dirección de Casa de las Américas. El año 1980 se traslada a Palma de Mallorca. Dos años más tarde inicia su colaboración semanal en las páginas de Opinión del diario El País. El mismo año el Consejo de Estado de Cuba le concede la Orden Félix Varela. En 1983 traslada su residencia a Madrid.

Regreso al Uruguay

Vuelve a Uruguay en marzo de 1993, iniciando el autodenominado período de desexilio, motivo de muchas de sus obras. Es nombrado Miembro del Consejo Editor de la nueva revista Brecha, que va a dar continuidad al proyecto de Marcha, interrumpido en 1974.

En 1985 el cantautor Joan Manuel Serrat graba el disco El sur también existe sobre poemas de Benedetti, contando con su colaboración personal.

En 1986 recibe el Premio Jristo Botev de Bulgaria, por su obra poética y ensayística. En 1987 es galardonado en Bruselas con el Premio Llama de Oro de Amnistía Internacional por su novela Primavera con una esquina rota. En 1989 es condecorado con la Medalla Haydeé Santamaría por el Consejo de Estado de Cuba.

Últimos años

Benedetti recibió, el 30 de noviembre de 1996, el Premio Morosoli de Plata de Literatura, entregado por la Fundación Lolita Rubial, de Minas, Uruguay. En la ocasión, Benedetti fue destacado por su obra narrativa. El mismo año, junto a otros cincuenta escritores, fue distinguido por el Gobierno de Chile con la Orden al Mérito Docente y Cultural Gabriela Mistral.


En mayo de 1997 fue investido con el título Doctor honoris causa por la Universidad de Alicante y unos días más tarde, el 11 de junio, fue también investido por la Universidad de Valladolid. El 30 de septiembre del mismo año fue galardonado con el Premio León Felipe, en mención a los valores cívicos del escritor. Además fue investido en diciembre como Doctor honoris causa en Ciencias Filológicas de la Universidad de La Habana.

El 31 de mayo de 1999 fue galardonado con el VIII Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, dotado de 6.000.000 . La Fundación Cultural y Científica Iberoamericana José Martí le concedió el 29 de marzo de 2001 el I Premio Iberoamericano José Martí.4

El 19 de noviembre de 2002 fue nombrado Ciudadano ilustre por la Intendencia de Montevideo, en una ceremonia encabezada por el intendente Mariano Arana.

En 2004 se le concedió el Premio Etnosur. En 2004 se presentó por primera vez en Roma, Italia, un documental sobre la vida y la poesía de Mario Benedetti, titulado "Mario Benedetti y otras sorpresas". El documental, que fue escrito y dirigido por Alessandra Mosca, y protagonizado por Benedetti, fue patrocinado por la Embajada de Uruguay en Italia. El documental participó en el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana, en el XIX Festival del Cinema Latinoamericano di Trieste y en el Festival Internacional de Cine de Santo Domingo.

En 2005, Mario Benedetti presentó el poemario Adioses y bienvenidas. En la ocasión también se exhibió el documental Palabras verdaderas, donde el poeta hizo aparición.

El 7 de junio de 2005 se adjudicó el XIX Premio Internacional Menéndez Pelayo, consistente en 48.000 y la Medalla de Honor de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. El premio, otorgado por la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, es un reconocimiento a la labor de personalidades destacadas en el ámbito de la creación literaria o científica, tanto en idioma español como portugués.

Mario Benedetti repartía su tiempo entre sus residencias de Uruguay y España, atendiendo a sus múltiples obligaciones y compromisos. Después del fallecimiento de su esposa Luz López, el 13 de abril de 2006,5 víctima de la enfermedad de Alzheimer, Benedetti se trasladó definitivamente a su residencia en el barrio Centro de Montevideo, Uruguay. Con motivo de su traslado, Benedetti donó parte de su biblioteca personal en Madrid, al Centro de Estudios Iberoamericanos Mario Benedetti de la Universidad de Alicante.6

La Fundación Lolita Rubial volvió a condecorar a Benedetti el 25 de noviembre de 2006, con el Premio Morosoli de Oro.

El 18 de diciembre de 2007, en la sede del Paraninfo de la Universidad de la República, en Montevideo, Benedetti recibió de manos de Hugo Chávez la "Condecoración Francisco de Miranda", la más alta distinción que otorga el gobierno de Venezuela por el aporte a la ciencia, la educación y al progreso de los pueblos. Ese mismo año recibió la Orden de Saurí, Primera Clase, por servicios prestados a la literatura. La Orden de Saurí es la condecoración más alta de El Salvador.

En el 2007, Benedetti recibió el premio ALBA, ortorgado por Venezuela.

En los últimos diez años, debido al asma y por recomendación médica, el escritor alternaba su residencia en España y en Uruguay, tratando de evitar el frío, pero al agravarse su estado de salud permaneció en Montevideo.

La muerte de su esposa Luz López en 2006, luego de seis décadas de matrimonio, fue un duro golpe para Benedetti que, según confesó, sobrellevó escribiendo.

En uno de sus últimos libros, titulado Canciones del que no canta, alude a su historia personal. "No fue una vida fácil, francamente", ha dicho Benedetti, quien con su pluma marcó a varias generaciones.

En abril de 2009 tras su internación en Montevideo, se organizó por iniciativa de Pilar del Río (esposa del escritor José Saramago) una "Cadena de Poesía" mundial para apoyarlo.7

Muerte

El día 17 de mayo de 2009 poco después de las 18:00, Benedetti muere en su casa de Montevideo, a los 88 años de edad.8 9 El Palacio Legislativo fue designado como el sitio de su velatorio. En el marco de este hecho, el gobierno uruguayo decretó duelo nacional y dispuso que su velatorio se realizara con honores patrios en el "Salón de los Pasos Perdidos" del Palacio Legislativo desde las 9:00 del lunes 18 de mayo.10

Obra

Su extensa obra abarcó los géneros narrativos, dramáticos y poéticos. Asimismo fue autor de ensayos y su voz recitando sus poemas fue grabada en varios casetes y cds en compañía de Daniel Viglietti o en solitario. Joan Manuel Serrat musicalizó varios de sus poemas en el disco El sur también existe.

Foto:archivo.Semblanza biográfica:Wikipedia.Texto:ciudadseva.com

El cuento del domingo

Dino Buzzati

Muchacha que cae


A los diecinueve años, Marta se asomó a lo alto del rascacielos y, viendo abajo la ciudad que resplandecía en la noche, fue presa del vértigo.

El rascacielos era de plata, supremo y feliz en aquella noche bellísima y pura, mientras que el viento desgarraba aquí y allá sutiles filamentos de las nubes contra un fondo de un azul absolutamente increíble. De hecho, era aquella hora en que a las ciudades les viene la inspiración y todo aquel que no está ciego se queda arrebatado. Desde la aérea cima la muchacha veía retorcerse las calles y las masas de los palacios en el largo espasmo del crepúsculo, y allí donde acababa el blanco de las casas comenzaba el azul del mar, que visto desde lo alto parecía hacer pendiente. Y según avanzaba desde el oriente el telón de la noche, la ciudad se fue volviendo un dulce abismo titilante de luces; que palpitaba.

Dentro había hombres poderosos y mujeres que lo eran todavía más, los abrigos de pieles y los violines, los coches esmaltados de ónice, los rótulos fosforescentes de los cabarets, los atrios de las mansiones a oscuras, las fuentes, los diamantes, los antiguos jardines taciturnos, las fiestas, los deseos, los amores y, sobre todo, ese irresistible encanto de la noche que hace soñar en la grandeza y la gloria.

Viendo estas cosas, Marta se asomó con despreocupación por la balaustrada y se dejó ir. Le pareció lanzarse al aire, pero caía. Teniendo en cuenta la extraordinaria altura del rascacielos, las calles y las plazas de abajo estaban sumamente lejos, quién sabe cuánto tiempo tardaría en llegar a ellas. Pero la muchacha caía.

A aquella hora las terrazas y los balcones de los últimos pisos estaban llenos de gente elegante y rica que tomaba cocktails y hablaba de tonterías. Llegaban oleadas dispersas y confusas de melodías. Marta pasó por delante y muchos se asomaron a verla.

Vuelos de esa clase –en su mayoría precisamente muchachas– no eran raros en el rascacielos y para los inquilinos constituían una distracción interesante; ésa era también la causa de que el precio de aquellos apartamentos fuera tan elevado.

El sol, no oculto todavía del todo, hizo lo que pudo por iluminar el vestido de Marta. Era un modesto traje de confección de primavera que había costado poco dinero. Pero la poética luz del crepúsculo lo realzaba un poco, haciéndolo chic.

Desde los balcones de los multimillonarios, manos galantes se tendían hacia ella ofreciéndole flores y vasos. «Señorita, ¿un pequeño drink?…

Dulce mariposa, ¿por qué no se queda un minuto con nosotros?».

Ella reía, mientras flotaba, feliz (pero mientras tanto caía): «No, gracias, amigos. No puedo. Tengo prisa por llegar».

«¿Por llegar adónde?», le preguntaban.

«Ah, no me hagáis hablar», respondía Marta, y agitaba las manos haciendo un familiar gesto de saludo.

Un joven alto, moreno, muy distinguido, alargó los brazos para atraparla.

Le gustaba. Sin embargo, Marta se soltó velozmente: «¿Qué libertades son ésas, señor?», e incluso le dio tiempo a darle con un dedo un golpecito en la nariz.

La gente elegante, pues, se interesaba por ella y eso la llenaba de satisfacción. Se sentía fascinante, de moda. En las floridas terrazas, entre el ir y venir de camareros de blanco y las ráfagas de canciones exóticas, se habló por algún minuto, o quizá menos, de aquella joven que estaba pasando (de arriba abajo, con trayectoria vertical). Algunos la estimaban bella, otros así así, a todos les pareció interesante. «Tiene usted toda la vida por delante», le decían, «¿por qué corre tanto? Ya tendrá tiempo de correr y fatigarse. Quédese un momento con nosotros, no es más que una modesta reunión de amigos, entendámonos, pero se sentirá cómoda».

Ella hacía intención de responder, pero ya la fuerza de la gravedad la había llevado al piso de abajo, a dos, tres, cuatro pisos más abajo; como se cae, de hecho, alegremente, cuando apenas se tienen diecinueve años. Lo cierto es que la distancia que la separaba del fondo, es decir, del plano de las calles, era inmensa; menor que hacía poco, ciertamente, pero aun así considerable. Sin embargo, mientras tanto el sol se había zambullido en el mar, se le había visto desaparecer transformado en un tremolante hongo rojizo. Ya no estaban sus rayos vivificantes para iluminar el vestido de la muchacha y transformarla en un seductor cometa. Menos mal que las ventanas y las terrazas del rascacielos estaban casi todas iluminadas y a medida que pasaba por delante de ellas sus intensos resplandores la alcanzaban de lleno.

Ahora, en el interior de los apartamentos Marta ya no veía sólo reuniones de gente despreocupada; de cuando en cuando había también oficinas donde los empleados, con guardapolvos negros o azules, se sentaban en mesas que formaban grandes hileras. Muchos eran tan jóvenes como ella o incluso más, y, cansados ya de la jornada, levantaban cada tanto los ojos de los papeles y de las máquinas de escribir. También ellos, pues, la vieron, y algunos corrieron a las ventanas: «¿Dónde vas? ¿Por qué tanta prisa? ¿Quién eres?» le gritaban, y en sus voces se adivinaba algo parecido a la envidia.

«Me esperan abajo –respondía ella–. No puedo detenerme. Perdonadme». Y seguía riendo, ondeando sobre el precipicio, pero no eran ya las carcajadas de antes. La noche había caído imperceptiblemente y Marta comenzaba a sentir frío.

En aquel momento, al mirar hacia abajo, vio en la entrada de un palacio un vivo resplandor de luces. Se detenían allí largos coches negros (en la distancia grandes como hormigas), y de ellos bajaban hombres y mujeres, deseosos de entrar en él. En medio de aquel hormigueo le pareció distinguir el brillo de las joyas. Sobre la entrada ondeaban banderas.

Había una gran fiesta, evidentemente, justo aquella con la que ella, Marta, soñaba desde que era niña. Qué desgracia si faltara. Allí abajo la esperaba la ocasión, el destino, la aventura, la verdadera inauguración de la vida. ¿Llegaría a tiempo?

Advirtió con despecho que una treintena de metros más allá caía también otra muchacha. Era sin lugar a dudas más bonita que ella y llevaba puesto un vestido de tarde de bastante clase. Quién sabe por qué, caía a una velocidad muy superior a la suya, hasta el punto de que en pocos instantes la adelantó y desapareció en lo bajo pese a las llamadas de Marta. Sin duda llegaría a la fiesta antes que ella; podía ser que todo obedeciera a un plan urdido para suplantarla.

Luego se dio cuenta de que no eran ellas dos las únicas en caer. A lo largo de las caras del rascacielos otras mujeres muy jóvenes se precipitaban hacia abajo con los rostros tensos por la emoción del vuelo, agitando festivamente las manos como si dijeran: eh, estamos aquí, es nuestro momento, agasajadnos, ¿acaso no es nuestro el mundo?

Así pues, era una competición. Y ella no llevaba más que un mísero vestidito, mientras que las otras lucían modelos de corte distinguido y alguna, incluso, se ceñía sobre los hombros desnudos amplias estolas de visón. Tan segura de sí cuando había levantado el vuelo, ahora Marta sentía crecer en su interior un estremecimiento; quizá fuera simplemente el frío, pero quizá fuera también miedo, el miedo de haberse equivocado sin remedio.

Ahora parecía ya noche cerrada. Las ventanas se apagaban una tras otra, los ecos de melodías se hicieron más escasos, las oficinas estaban vacías, ningún joven se asomaba ya a los antepechos tendiendo sus manos. ¿Qué hora era? Allá abajo, a la entrada del palacio –que entre tanto se había hecho más grande, pudiéndose distinguir ahora todos los detalles de su arquitectura–, las luces permanecían intactas, pero el movimiento de coches había cesado. Al contrario, de cuando en cuando salían de la entrada iluminada pequeños grupos que se alejaban con paso cansado. Luego, incluso las luces de la entrada se apagaron.

Marta sintió encogérsele el corazón. Ay de mí, ya no llegaré a tiempo a la fiesta. Al mirar hacia arriba vio el pináculo del rascacielos en todo su cruel poderío. Casi todo él estaba a oscuras, sólo unas pocas y aisladas ventanas seguían iluminadas en los últimos pisos. Y sobre su cima se extendían lentamente las primeras luces del alba.

En un comedor del vigésimo octavo piso, un hombre de unos cuarenta años se tomaba el café del desayuno mientras leía el periódico y su mujer arreglaba la casa. Un reloj sobre un aparador marcaba las nueve menos cuarto. Una sombra pasó, fugaz, por delante de la ventana.

–Alberto –gritó la mujer–, ¿has visto? Ha pasado una mujer.

–¿Cómo era? –preguntó él sin apartar los ojos del periódico.

–Una vieja –respondió la mujer–. Una vieja decrépita. Parecía asustada.

–Siempre pasa igual –rezongó el hombre–. Por estos pisos tan bajos no pasan más que viejas caducas. Las chicas guapas se ven del quingentésimo para arriba. No por nada cuestan esos apartamentos tan caros.

–Pero aquí abajo –observó la mujer– por lo menos tenemos la ventaja de que se puede oír el golpe cuando llegan al suelo.

–Esta vez, ni siquiera eso –dijo él meneando la cabeza después de haberse quedado escuchando unos instantes. Y se tomó otro sorbo de café.

Dino Buzzati (Belluno, 16 de octubre de 1906Milán, 28 de enero de 1972) fue un novelista y escritor de relatos italiano, así como periodista del Corriere della sera.

Nació en el seno de una familia acomodada: su padre, Giulio Cesare, era profesor de Derecho internacional en la Universidad de Pavía y su madre, Alba Mantovani, de origen veneciano, era hermana del escritor Dino Mantovani. Su nombre verdadero era Dino Buzzati Traverso, y era el segundo de cuatro hijos.

Desde muy joven manifestó las que iban a ser las aficiones de toda su vida: escribía, dibujaba, estudiaba violín y piano, además de la pasión por la montaña a la que dedicó su primera novela, Bárnabo de las montañas (Bàrnabo delle montagne) (1933).

A instancias de su familia —especialmente su padre— emprendió los estudios de Derecho, pero en 1928, antes de licenciarse, empezó a trabajar de aprendiz en el Corriere della Sera, el periódico en el que colaboró durante toda su vida.

El éxito obtenido con su primera novela, la ya citada Bárnabo de las montañas, no se repitió con la siguiente El secreto del Bosque Viejo (Il segreto del Bosco Vecchio) (1935), que fue acogida con indiferencia.

Enviado especial del Corriere a Addis Abeba en 1939 y reportero de guerra en 1940 en el crucero Río, ese mismo año publicó el libro con el que alcanzó fama internacional y que es unánimemente considerado como su obra maestra, El desierto de los tártaros (Il deserto dei Tartari): en vísperas del conflicto, imaginó la alegoría existencial del teniente Giovanni Drogo, destinado a que su existencia transcurra en una fortaleza perdida, en una época sin precisar, en la inútil espera de un enemigo que no llega (en 1976 Valerio Zurlini la adaptó y realizó una película muy sugestiva).

Desde 1936 escribió numerosos relatos para el Corriere y otros periódicos, posteriormente recopilados en Los siete mensajeros y otros relatos (I sette messaggeri) (1942), Paura alla Scala (1949), Il crollo della Baliverna (1954), Sessanta racconti (1958, premio Strega), Esperimento di magia (1958), Il colombre (1966), Las noches difíciles y otros relatos (Le notti difficili) (1971).

En 1960 salió El gran retrato (Il grande ritratto), casi un experimento de novela de ciencia ficción, donde entra en escena el universo femenino, que hasta entonces había explorado muy poco. Tres años después, en Un amor (Un amore) relató la historia de Antonio Dorigo, un hombre que encuentra el amor a los cincuenta años: presenta probables rasgos autobiográficos, puesto que a los sesenta Buzzati se casó con Almerina Antoniazzi.

Queda por recordar el interés de este autor por la pintura, que se tradujo en obras nacidas de la mezcla entre texto e ilustraciones (Poema a fumetti, 1969; I miracoli di Val Morel, 1971). Las atmósferas mágicas, surrealistas, góticas de su prosa están impregnadas de un sentido de angustia (piénsese en el justamente celebrado cuento «Sette piani», donde el itinerario a lo largo de la enfermedad está impregnado de un presagio de muerte), desaliento frente a lo inevitable de un destino paradójico e irónico; el placer del lector está garantizado por una escritura rápida, que cautiva, como nota periodística.

La obra literaria de Dino Buzzati remite —como se había anticipado— por una parte a la influencia de Kafka por el escarnio y la expresión de la impotencia humana enfrentada al laberinto de un mundo incomprensible. Pero también remite al Surrealismo, como acaece en sus cuentos en donde la connotación onírica está siempre muy presente. Aunque tal vez el más convincente de los intentos de establecer relaciones haya que buscarlo en su parentesco con las corrientes existencialistas de los años 1940–1950. O en la proximidad al espíritu de La náusea (1938) de Jean-Paul Sartre; o en la de Albert Camus con El extranjero (1942). Por otro lado debemos volver a remarcar que El desierto de los tártaros ha gestado la total notoriedad del autor, que conoció con esta novela el éxito mundial; obra no desprovista en sus descripciones de una cierta relación con un «presente perpetuo e interminable», que vinculan este tópico con otros dos grandes clásicos: Georges Perec y Las cosas, y Thomas Mann con su Montaña mágica.

Llamativamente, Buzzati no aceptó jamás ser considerado un escritor. Se definía, más bien, como un simple periodista que escribía de tanto en tanto ficciones o nouvelles, a las cuales no atribuía gran valor. El juicio de la posteridad y el de sus contemporáneos, ha contradicho muy profundamente el punto de vista del propio Buzzati.

El desierto de los tártaros

Una sección especial se debe destinar a esta obra, que fue la más conocida e importante de Buzzati. Fue escrita en 1940 y vertida con posterioridad a diversas lenguas. Al francés, en 1949. Su atmósfera, para muchos críticos es definidamente kafkiana, pero esta caracterización no mengua su originalidad y su valor excepcional. A fin de cuentas, después de Kafka, la literatura universal va a caer bajo su influjo. Posteriormente, J. M. Coetzee, un escritor también muy influenciado por Kafka, retomará la idea en Esperando a los bárbaros.

En 1976 el director Valerio Zurlini estrenó una ambiciosa versión cinematográfica de la novela.

Su obra incluye

Bàrnabo de las montañas, 1933.El secreto del Bosque Viejo, 1935.El desierto de los tártaros, 1940La famosa invasión de Sicilia por los osos, 1945Sesenta relatos, 1958El gran retrato, 1960.Un amor, 1963.Poema en viñetas, 1969.

Foto:Internet.Semblanza biográfica:Wikipedia.Texto:el cuento del día

El cuento del domingo

Roberto Bolaño

El Ojo de Silva

Lo que son las cosas, Mauricio Silva, llamado el Ojo, siempre intentó escapar de la violencia aun a riesgo de ser considerado un cobarde, pero de la violencia, de la verdadera violencia, no se puede escapar, al menos no nosotros, los nacidos en Latinoamérica en la década del cincuenta, los que rondábamos los veinte años cuando murió Salvador Allende. El caso del Ojo es paradigmático y ejemplar y tal vez no sea ocioso volver a recordarlo, sobre todo cuando ya han pasado tantos años.

En enero de 1974, cuatro meses después del golpe de Estado, el Ojo Silva se marchó de Chile. Primero estuvo en Buenos Aires, luego los malos vientos que soplaban en la vecina república lo llevaron a México en donde vivió un par de años y en donde lo conocí.

No era como la mayoría de los chilenos que por entonces vivían en el D.F.: no se vanagloriaba de haber participado en una resistencia más fantasmal que real, no frecuentaba los círculos de exiliados.

Nos hicimos amigos y solíamos encontrarnos una vez a la semana, por lo menos, en el café La Habana, de Bucareli, o en mi casa de la calle Versalles en donde yo vivía con mi madre y con mi hermana. Los primeros meses el Ojo Silva sobrevivió a base de tareas esporádicas y precarias, luego consiguió trabajo como fotógrafo de un periódico del D.F. No recuerdo qué periódico era, tal vez El Sol, si alguna vez existió en México un periódico de ese nombre, tal vez El Universal; yo hubiera preferido que fuera El Nacional, cuyo suplemento cultural dirigía el viejo poeta español Juan Rejano, pero en El Nacional no fue porque yo trabajé allí y nunca vi al Ojo en la redacción. Pero trabajó en un periódico mexicano, de eso no me cabe la menor duda, y su situación económica mejoró, al principio imperceptiblemente, porque el Ojo se había acostumbrado a vivir de forma espartana, pero si uno afinaba la mirada podía apreciar señales inequívocas que hablaban de un repunte económico.

Los primeros meses en el D.F., por ejemplo, lo recuerdo vestido con sudaderas. Los últimos ya se había comprado un par de camisas e incluso una vez lo vi con corbata, una prenda que nosotros, es decir mis amigos poetas y yo, no usábamos nunca. De hecho, el único personaje encorbatado que alguna vez se sentó a nuestra mesa del café Quito, en la avenida Bucareli, fue el Ojo.

Por aquellos días se decía que el Ojo Silva era homosexual. Quiero decir: en los círculos de exiliados chilenos corría ese rumor, en parte como manifestación de maledicencia y en parte como un nuevo chisme que alimentaba la vida más bien aburrida de los exiliados, gente de izquierda que pensaba, al menos de cintura para abajo, exactamente igual que la gente de derecha que en aquel tiempo se enseñoreaba de Chile.

Una vez vino el Ojo a comer a mi casa. Mi madre lo apreciaba y el Ojo correspondía al cariño haciendo de vez en cuando fotos de la familia, es decir de mi madre, de mi hermana, de alguna amiga de mi madre y de mí. A todo el mundo le gusta que lo fotografíen, me dijo una vez. A mí me daba igual, o eso creía, pero cuando el Ojo dijo eso estuve pensando durante un rato en sus palabras y terminé por darle la razón. Sólo a algunos indios no les gustan las fotos, dijo. Mi madre creyó que el Ojo estaba hablando de los mapuches, pero en realidad hablaba de los indios de la India, de esa India que tan importante iba a ser para él en el futuro.

Una noche me lo encontré en el café Quito. Casi no había parroquianos y el Ojo estaba sentado junto a los ventanales que daban a Bucareli con un café con leche servido en vaso, esos vasos grandes de vidrio grueso que tenía el Quito y que nunca más he vuelto a ver en un establecimiento público. Me senté junto a él y estuvimos charlando durante un rato. Parecía translúcido. Esa fue la impresión que tuve. El Ojo parecía de cristal, y su cara y el vaso de vidrio de su café con leche parecían intercambiar señales, como si se acabaran de encontrar, dos fenómenos incomprensibles en el vasto universo, y trataran con más voluntad que esperanza de hallar un lenguaje común.

Esa noche me confesó que era homosexual, tal como propagaban los exiliados, y que se iba de México. Por un instante creí entender que se marchaba porque era homosexual. Pero no, un amigo le había conseguido un trabajo en una agencia de fotógrafos de París y eso era algo con lo que siempre había soñado. Tenía ganas de hablar y yo lo escuché. Me dijo que durante algunos años había llevado con ¿pesar?, ¿discreción?, su inclinación sexual, sobre todo porque él se consideraba de izquierdas y los compañeros veían con cierto prejuicio a los homosexuales. Hablamos de la palabra invertido (hoy en desuso) que atraía como un imán paisajes desolados, y del término colisa, que yo escribía con ese y que el Ojo pensaba se escribía con zeta.

Recuerdo que terminamos despotricando contra la izquierda chilena y que en algún momento yo brindé por los luchadores chilenos errantes, una fracción numerosa de los luchadores latinoamericanos errantes, entelequia compuesta de huérfanos que, como su nombre indica, erraban por el ancho mundo ofreciendo sus servicios al mejor postor, que casi siempre, por lo demás, era el peor. Pero después de reírnos el Ojo dijo que la violencia no era cosa suya. Tuya sí, me dijo con una tristeza que entonces no entendí, pero no mía. Detesto la violencia. Yo le aseguré que sentía lo mismo. Después nos pusimos a hablar de otras cosas, libros, películas, y ya no nos volvimos a ver.

Un día supe que el Ojo se había marchado de México. Me lo comunicó un antiguo compañero suyo del periódico. No me pareció extraño que no se hubiera despedido de mí. El Ojo nunca se despedía de nadie. Yo nunca me despedía de nadie. Mis amigos mexicanos nunca se despedían de nadie. A mi madre, sin embargo, le pareció un gesto de mala educación.

Dos o tres años después yo también me marché de México. Estuve en París, lo busqué (si bien no con excesivo ahínco), no lo encontré. Con el paso del tiempo empecé a olvidar hasta su rostro, aunque siempre persistió en mi memoria una forma de acercarse, un estar, una forma de opinar desde cierta distancia y desde cierta tristeza nada enfática que asociaba con el Ojo Silva, un Ojo Silva que ya no tenía rostro o que había adquirido un rostro de sombras, pero que aún mantenía lo esencial, la memoria de su movimiento, una entidad casi abstracta pero en donde no cabía la quietud.

Pasaron los años. Muchos años. Algunos amigos murieron. Yo me casé, tuve un hijo, publiqué algunos libros.

En cierta ocasión tuve que ir a Berlín. La última noche, después de cenar con Heinrich von Berenberg y su familia, cogí un taxi (aunque usualmente era Heinrich el que cada noche me iba a dejar al hotel) al que ordené que se detuviera antes porque quería pasear un poco. El taxista (un asiático ya mayor que escuchaba a Beethoven) me dejó a unas cinco cuadras del hotel. No era muy tarde aunque casi no había gente por las calles. Atravesé una plaza. Sentado en un banco estaba el Ojo. No lo reconocí hasta que él me habló. Dijo mi nombre y luego me preguntó cómo estaba. Entonces me di la vuelta y lo miré durante un rato sin saber quién era. El Ojo seguía sentado en el banco y sus ojos me miraban y luego miraban el suelo o a los lados, los árboles enormes de la pequeña plaza berlinesa y las sombras que lo rodeaban a él con más intensidad (eso creí entonces) que a mí. Di unos pasos hacia él y le pregunté quién era. Soy yo, Mauricio Silva, dijo. ¿El Ojo Silva de Chile?, dije yo. Él asintió y sólo entonces lo vi sonreír.

Aquella noche conversamos casi hasta que amaneció. El Ojo vivía en Berlín desde hacía algunos años y sabía encontrar los bares que permanecían abiertos toda la noche. Le pregunté por su vida. A grandes rasgos me hizo un dibujo de los avatares del fotógrafo free lancer. Había tenido casa en París, en Milán y ahora en Berlín, viviendas modestas en donde guardaba los libros y de las que se ausentaba durante largas temporadas. Sólo cuando entramos al primer bar pude apreciar cuánto había cambiado. Estaba mucho más flaco, el pelo entrecano y la cara surcada de arrugas. Noté asimismo que bebía mucho más que en México. Quiso saber cosas de mí. Por supuesto, nuestro encuentro no había sido casual. Mi nombre había aparecido en la prensa y el Ojo lo leyó o alguien le dijo que un compatriota suyo daba una lectura o una conferencia a la que no pudo ir, pero llamó por teléfono a la organización y consiguió las señas de mi hotel. Cuando lo encontré en la plaza sólo estaba haciendo tiempo, dijo, y reflexionando a la espera de mi llegada.

Me reí. Reencontrarlo, pensé, había sido un acontecimiento feliz. El Ojo seguía siendo una persona rara y sin embargo asequible, alguien que no imponía su presencia, alguien al que le podías decir adiós en cualquier momento de la noche y él sólo te diría adiós, sin un reproche, sin un insulto, una especie de chileno ideal, estoico y amable, un ejemplar que nunca había abundado mucho en Chile pero que sólo allí se podía encontrar.

Releo estas palabras y sé que peco de inexactitud. El Ojo jamás se hubiera permitido estas generalizaciones. En cualquier caso, mientras estuvimos en los bares, sentados delante de un whisky y de una cerveza sin alcohol, nuestro diálogo se desarrolló básicamente en el terreno de las evocaciones, es decir fue un diálogo informativo y melancólico. El diálogo, en realidad el monólogo, que de verdad me interesa es el que se produjo mientras volvíamos a mi hotel, a eso de las dos de la mañana.

La casualidad quiso que se pusiera a hablar (o que se lanzara a hablar) mientras atravesábamos la misma plaza en donde unas horas antes nos habíamos encontrado. Recuerdo que hacía frío y que de repente escuché que el Ojo me decía que le gustaría contarme algo que nunca antes le había contado a nadie. Lo miré. El Ojo tenía la vista puesta en el sendero de baldosas que serpenteaba por la plaza. Le pregunté de qué se trataba. De un viaje, contestó en el acto. ¿Y qué pasó en ese viaje?, le pregunté. Entonces el Ojo se detuvo y durante unos instantes pareció existir sólo para contemplar las copas de los altos árboles alemanes y los fragmentos de cielo y nubes que bullían silenciosamente por encima de éstos.

Algo terrible, dijo el Ojo. ¿Tú te acuerdas de una conversación que tuvimos en el Quito antes de que me marchara de México? Sí, dije. ¿Te dije que era gay?, dijo el Ojo. Me dijiste que eras homosexual, dije yo. Sentémonos, dijo el Ojo.

Juraría que lo vi sentarse en el mismo banco, como si yo aún no hubiera llegado, aún no hubiera empezado a cruzar la plaza, y él estuviera esperándome y reflexionando sobre su vida y sobre la historia que el destino o el azar lo obligaba a contarme. Alzó el cuello de su abrigo y empezó a hablar. Yo encendí un cigarrillo y permanecí de pie. La historia del Ojo transcurría en la India. Su oficio y no la curiosidad de turista lo había llevado hasta allí, en donde tenía que realizar dos trabajos. El primero era el típico reportaje urbano, una mezcla de Marguerite Duras y Hermann Hesse, el Ojo y yo sonreímos, hay gente así, dijo, gente que quiere ver la India a medio camino entre India Song y Sidharta, y uno está para complacer a los editores. Así que el primer reportaje había consistido en fotos donde se vislumbraban casas coloniales, jardines derruidos, restaurantes de todo tipo, con predominio más bien del restaurante canalla o del restaurante de familias que parecían canallas y sólo eran indias, y también fotos del extrarradio, las zonas verdaderamente pobres, y luego el campo y las vías de comunicación, carreteras, empalmes ferroviarios, autobuses y trenes que entraban y salían de la ciudad, sin olvidar la naturaleza como en estado latente, una hibernación ajena al concepto de hibernación occidental, árboles distintos a los árboles europeos, ríos y riachuelos, campos sembrados o secos, el territorio de los santos, dijo el Ojo.

El segundo reportaje fotográfico era sobre el barrio de las putas de una ciudad de la India cuyo nombre no conoceré nunca.

Aquí empieza la verdadera historia del Ojo. En aquel tiempo aún vivía en París y sus fotos iban a ilustrar un texto de un conocido escritor francés que se había especializado en el submundo de la prostitución. De hecho, su reportaje sólo era el primero de una serie que comprendería barrios de tolerancia o zonas rojas de todo el mundo, cada una fotografiada por un fotógrafo diferente, pero todas comentadas por el mismo escritor.

No sé a qué ciudad llegó el Ojo, tal vez Bombay, Calcuta, tal vez Benarés o Madrás, recuerdo que se lo pregunté y que él ignoró mi pregunta. Lo cierto es que llegó a la India solo, pues el escritor francés ya tenía escrita su crónica y él únicamente debía ilustrarla, y se dirigió a los barrios que el texto del francés indicaba y comenzó a hacer fotografías. En sus planes -y en los planes de sus editores- el trabajo y por lo tanto la estadía en la India no debía prolongarse más allá de una semana. Se hospedó en un hotel en una zona tranquila, una habitación con aire acondicionado y con una ventana que daba a un patio que no pertenecía al hotel y en donde había dos árboles y una fuente entre los árboles y parte de una terraza en donde a veces aparecían dos mujeres seguidas o precedidas de varios niños. Las mujeres vestían a la usanza india, o lo que para el Ojo eran vestimentas indias, pero a los niños incluso una vez los vio con corbatas. Por las tardes se desplazaba a la zona roja y hacía fotos y charlaba con las putas, algunas jovencísimas y muy hermosas, otras un poco mayores o más estropeadas, con pinta de matronas escépticas y poco locuaces. El olor, que al principio más bien lo molestaba, terminó gustándole. Los chulos (no vio muchos) eran amables y trataban de comportarse como chulos occidentales o tal vez (pero esto lo soñó después, en su habitación de hotel con aire acondicionado) eran estos últimos quienes habían adoptado la gestualidad de los chulos hindúes.

Una tarde lo invitaron a tener relación carnal con una de las putas. Se negó educadamente. El chulo comprendió en el acto que el Ojo era homosexual y a la noche siguiente lo llevó a un burdel de jóvenes maricas. Esa noche el Ojo enfermó. Ya estaba dentro de la India y no me había dado cuenta, dijo estudiando las sombras del parque berlinés. ¿Qué hiciste?, le pregunté. Nada. Miré y sonreí. Y no hice nada. Entonces a uno de los jóvenes se le ocurrió que tal vez al visitante le agradara visitar otro tipo de establecimiento. Eso dedujo el Ojo, pues entre ellos no hablaban en inglés. Así que salieron de aquella casa y caminaron por calles estrechas e infectas hasta llegar a una casa cuya fachada era pequeña pero cuyo interior era un laberinto de pasillos, habitaciones minúsculas y sombras de las que sobresalía, de tanto en tanto, un altar o un oratorio.

Es costumbre en algunas partes de la India, me dijo el Ojo mirando el suelo, ofrecer un niño a una deidad cuyo nombre no recuerdo. En un arranque desafortunado le hice notar que no sólo no recordaba el nombre de la deidad sino que tampoco el nombre de la ciudad ni el de ninguna persona de su historia. El Ojo me miró y sonrió. Trato de olvidar, dijo.

En ese momento me temí lo peor, me senté a su lado y durante un rato ambos permanecimos con los cuellos de nuestros abrigos levantados y en silencio. Ofrecen un niño a ese dios, retomó su historia tras escrutar la plaza en penumbras, como si temiera la cercanía de un desconocido, y durante un tiempo que no sé mensurar el niño encarna al dios. Puede ser una semana, lo que dure la procesión, un mes, un año, no lo sé. Se trata de una fiesta bárbara, prohibida por las leyes de la república india, pero que se sigue celebrando. Durante el transcurso de la fiesta el niño es colmado de regalos que sus padres reciben con gratitud y felicidad, pues suelen ser pobres. Terminada la fiesta el niño es devuelto a su casa, o al agujero inmundo donde vive y todo vuelve a recomenzar al cabo de un año.

La fiesta tiene la apariencia de una romería latinoamericana, sólo que tal vez es más alegre, más bulliciosa y probablemente la intensidad de los que participan, de los que se saben participantes, sea mayor. Con una sola diferencia. Al niño, días antes de que empiecen los festejos, lo castran. El dios que se encarna en él durante la celebración exige un cuerpo de hombre -aunque los niños no suelen tener más de siete años- sin la mácula de los atributos masculinos. Así que los padres lo entregan a los médicos de la fiesta o a los barberos de la fiesta o a los sacerdotes de la fiesta y éstos lo emasculan y cuando el niño se ha recuperado de la operación comienza el festejo. Semanas o meses después, cuando todo ha acabado, el niño vuelve a casa, pero ya es un castrado y los padres lo rechazan. Y entonces el niño acaba en un burdel. Los hay de todas clases, dijo el Ojo con un suspiro. A mí, aquella noche, me llevaron al peor de todos.

Durante un rato no hablamos. Yo encendí un cigarrillo. Después el Ojo me describió el burdel y parecía que estaba describiendo una iglesia. Patios interiores techados. Galerías abiertas. Celdas en donde gente a la que tú no veías espiaba todos tus movimientos. Le trajeron a un joven castrado que no debía tener más de diez años. Parecía una niña aterrorizada, dijo el Ojo. Aterrorizada y burlona al mismo tiempo. ¿Lo puedes entender? Me hago una idea, dije. Volvimos a enmudecer. Cuando por fin pude hablar otra vez dije que no, que no me hacía ninguna idea. Ni yo, dijo el Ojo. Nadie se puede hacer una idea. Ni la víctima, ni los verdugos, ni los espectadores. Sólo una foto.

¿Le sacaste una foto?, dije. Me pareció que el Ojo era sacudido por un escalofrío. Saqué mi cámara, dijo, y le hice una foto. Sabía que estaba condenándome para toda la eternidad, pero lo hice.

Ignoro cuánto rato estuvimos en silencio. Sé que hacía frío pues yo en algún momento me puse a temblar. A mi lado oí sollozar al Ojo un par de veces, pero preferí no mirarlo. Vi los faros de un coche que pasaba por una de las calles laterales de la plaza. A través del follaje vi encenderse una ventana.

Después el Ojo siguió hablando. Dijo que el niño le había sonreído y luego se había escabullido mansamente por una de los pasillos de aquella casa incomprensible. En algún momento uno de los chulos le sugirió que si allí no había nada de su agrado se marcharan. El Ojo se negó. No podía irse. Se lo dijo así: no puedo irme todavía. Y era verdad, aunque él desconocía qué era aquello que le impedía abandonar aquel antro para siempre. El chulo, sin embargo, lo entendió y pidieron té o un brebaje parecido. El Ojo recuerda que se sentaron en el suelo, sobre unas esteras o sobre unas alfombrillas estropeadas por el uso. La luz provenía de un par de velas. Sobre la pared colgaba un póster con la efigie del dios. Durante un rato el Ojo miró al dios y al principio se sintió atemorizado, pero luego sintió algo parecido a la rabia, tal vez al odio.

Yo nunca he odiado a nadie, dijo mientras encendía un cigarrillo y dejaba que la primera bocanada se perdiera en la noche berlinesa.

En algún momento, mientras el Ojo miraba la efigie del dios, aquellos que lo acompañaban desaparecieron. Se quedó solo con una especie de puto de unos veinte años que hablaba inglés. Y luego, tras unas palmadas, reapareció el niño. Yo estaba llorando, o yo creía que estaba llorando, o el pobre puto creía que yo estaba llorando, pero nada era verdad. Yo intentaba mantener una sonrisa en la cara (una cara que ya no me pertenecía, una cara que se estaba alejando de mí como una hoja arrastrada por el viento), pero en mi interior lo único que hacía era maquinar. No un plan, no una forma vaga de justicia, sino una voluntad.

Y después el Ojo y el puto y el niño se levantaron y recorrieron un pasillo mal iluminado y otro pasillo peor iluminado (con el niño a un lado del Ojo, mirándolo, sonriéndole, y el joven puto también le sonreía, y el Ojo asentía y prodigaba ciegamente las monedas y los billetes) hasta llegar a una habitación en donde dormitaba el médico y junto a él otro niño con la piel aún más oscura que la del niño castrado y menor que éste, tal vez seis años o siete, y el Ojo escuchó las explicaciones del médico o del barbero o del sacerdote, unas explicaciones prolijas en donde se mencionaba la tradición, las fiestas populares, el privilegio, la comunión, la embriaguez y la santidad, y pudo ver los instrumentos quirúrgicos con que el niño iba a ser castrado aquella madrugada o la siguiente, en cualquier caso el niño había llegado, pudo entender, aquel mismo día al templo o al burdel, una medida preventiva, una medida higiénica, y había comido bien, como si ya encarnara al dios, aunque lo que el Ojo vio fue un niño que lloraba medio dormido y medio despierto, y también vio la mirada medio divertida y medio aterrorizada del niño castrado que no se despegaba de su lado. Y entonces el Ojo se convirtió en otra cosa, aunque la palabra que él empleó no fue "otra cosa" sino "madre".

Dijo madre y suspiró. Por fin. Madre.

Lo que sucedió a continuación de tan repetido es vulgar: la violencia de la que no podemos escapar. El destino de los latinoamericanos nacidos en la década de los cincuenta. Por supuesto, el Ojo intentó sin gran convicción el diálogo, el soborno, la amenaza. Lo único cierto es que hubo violencia y poco después dejó atrás las calles de aquel barrio como si estuviera soñando y transpirando a mares. Recuerda con viveza la sensación de exaltación que creció en su espíritu, cada vez mayor, una alegría que se parecía peligrosamente a algo similar a la lucidez, pero que no era (no podía ser) lucidez. También: la sombra que proyectaba su cuerpo y las sombras de los dos niños que llevaba de la mano sobre los muros descascarados. En cualquier otra parte hubiera concitado la atención. Allí, a aquella hora, nadie se fijó en él.

El resto, más que una historia o un argumento, es un itinerario. El Ojo volvió al hotel, metió sus cosas en la maleta y se marchó con los niños. Primero en un taxi hasta una aldea o un barrio de las afueras. Desde allí en un autobús hasta otra aldea en donde cogieron otro autobús que los llevó a otra aldea. En algún punto de su fuga se subieron a un tren y viajaron toda la noche y parte del día. El Ojo recordaba el rostro de los niños mirando por la ventana un paisaje que la luz de la mañana iba deshilachando, como si nunca nada hubiera sido real salvo aquello que se ofrecía, soberano y humilde, en el marco de la ventana de aquel tren misterioso.

Después cogieron otro autobús, y un taxi, y otro autobús, y otro tren, y hasta hicimos dedo, dijo el Ojo mirando la silueta de los árboles berlineses pero en realidad mirando la silueta de otros árboles, innombrables, imposibles, hasta que finalmente se detuvieron en una aldea en alguna parte de la India y alquilaron una casa y descansaron.

Al cabo de dos meses el Ojo ya no tenía dinero y fue caminando hasta otra aldea desde donde envió una carta al amigo que entonces tenía en París. Al cabo de quince días recibió un giro bancario y tuvo que ir a cobrarlo a un pueblo más grande, que no era la aldea desde la que había mandado la carta ni mucho menos la aldea en donde vivía. Los niños estaban bien. Jugaban con otros niños, no iban a la escuela y a veces llegaban a casa con comida, hortalizas que los vecinos les regalaban. A él no lo llamaban padre, como les había sugerido más que nada como una medida de seguridad, para no atraer la atención de los curiosos, sino Ojo, tal como le llamábamos nosotros. Ante los aldeanos, sin embargo, el Ojo decía que eran sus hijos. Se inventó que la madre, india, había muerto hacía poco y él no quería volver a Europa. La historia sonaba verídica. En sus pesadillas, no obstante, el Ojo soñaba que en mitad de la noche aparecía la policía india y lo detenían con acusaciones indignas. Solía despertar temblando. Entonces se acercaba a las esterillas en donde dormían los niños y la visión de éstos le daba fuerzas para seguir, para dormir, para levantarse.

Se hizo agricultor. Cultivaba un pequeño huerto y en ocasiones trabajaba para los campesinos ricos de la aldea. Los campesinos ricos, por supuesto, en realidad eran pobres, pero menos pobres que los demás. El resto del tiempo lo dedicaba a enseñar inglés a los niños, y algo de matemáticas, y a verlos jugar. Entre ellos hablaban en un idioma incomprensible. A veces los veía detener los juegos y caminar por el campo como si de pronto se hubieran vuelto sonámbulos. Los llamaba a gritos. A veces los niños fingían no oírlo y seguían caminando hasta perderse. Otras veces volvían la cabeza y le sonreían.

¿Cuánto tiempo estuviste en la India?, le pregunté alarmado.

Un año y medio, dijo el Ojo, aunque a ciencia cierta no lo sabía.

En una ocasión su amigo de París llegó a la aldea. Todavía me quería, dijo el Ojo, aunque en mi ausencia se había puesto a vivir con un mecánico argelino de la Renault. Se rió después de decirlo. Yo también me reí. Todo era tan triste, dijo el Ojo. Su amigo que llegaba a la aldea a bordo de un taxi cubierto de polvo rojizo, los niños corriendo detrás de un insecto, en medio de unos matorrales secos, el viento que parecía traer buenas y malas noticias.

Pese a los ruegos del francés no volvió a París. Meses después recibió una carta de éste en donde le comunicaba que la policía india no lo perseguía. Al parecer la gente del burdel no había interpuesto denuncia alguna. La noticia no impidió que el Ojo siguiera sufriendo pesadillas, sólo cambió la vestimenta de los personajes que lo detenían y lo zaherían: en lugar de ser policías se convirtieron en esbirros de la secta del dios castrado. El resultado final era aún más horroroso, me confesó el Ojo, pero yo ya me había acostumbrado a las pesadillas y de alguna forma siempre supe que estaba en el interior de un sueño, que eso no era la realidad.

Después llegó la enfermedad a la aldea y los niños murieron. Yo también quería morirme, dijo el Ojo, pero no tuve esa suerte.

Tras convalecer en una cabaña que la lluvia iba destrozando cada día, el Ojo abandonó la aldea y volvió a la ciudad en donde había conocido a sus hijos. Con atenuada sorpresa descubrió que no estaba tan distante como pensaba, la huida había sido en espiral y el regreso fue relativamente breve. Una tarde, la tarde en que llegó a la ciudad, fue a visitar el burdel en donde castraban a los niños. Sus habitaciones se habían convertido en viviendas en donde se hacinaban familias enteras. Por los pasillos que recordaba solitarios y fúnebres ahora pululaban niños que apenas sabían andar y viejos que ya no podían moverse y se arrastraban. Le pareció una imagen del paraíso.

Aquella noche, cuando volvió a su hotel, sin poder dejar de llorar por sus hijos muertos, por los niños castrados que él no había conocido, por su juventud perdida, por todos los jóvenes que ya no eran jóvenes y por los jóvenes que murieron jóvenes, por los que lucharon por Salvador Allende y por los que tuvieron miedo de luchar por Salvador Allende, llamó a su amigo francés, que ahora vivía con un antiguo levantador de pesas búlgaro, y le pidió que le enviara un billete de avión y algo de dinero para pagar el hotel.

Y su amigo francés le dijo que sí, que por supuesto, que lo haría de inmediato, y también le dijo ¿qué es ese ruido?, ¿estás llorando?, y el Ojo dijo que sí, que no podía dejar de llorar, que no sabía qué le pasaba, que llevaba horas llorando. Y su amigo francés le dijo que se calmara. Y el Ojo se rió sin dejar de llorar y dijo que eso haría y colgó el teléfono. Y luego siguió llorando sin parar.

Roberto Bolaño Ávalos (Santiago, 28 de abril de 1953Barcelona, 15 de julio de 20031 ) fue un escritor y poeta chileno, cuya novela Los detectives salvajes ganó los premios Herralde 1998 y Rómulo Gallegos 1999. Después de su muerte Bolaño se ha convertido en uno de los escritores más influyentes en lengua española, como lo demuestran las numerosas publicaciones consagradas a su obra y el hecho de que tres novelas —además de la ya citada, 2666 y la breve Estrella distante— figuren en los 15 primeros lugares de la lista confeccionada en 2007 por 81 escritores y críticos latinoamericanos y españoles con los mejores 100 libros en lengua castellana de los últimos 25 años.2

Hijo de León Bolaño y Victoria Ávalos, Roberto pasó su infancia en las ciudades de Los Ángeles, Valparaíso, Quilpué, Viña del Mar y Cauquenes. Fue un escolar con problemas de dislexia.3 A los 15 años, en 1968, se trasladó con su familia a México, donde continuó sus estudios secundarios que abandonó definitivamente a los 17. Durante su adolescencia fue un asiduo visitante de la biblioteca pública de la Ciudad de México.

En 1973 regresó a Chile con el propósito de apoyar el proceso de reformas socialistas de Salvador Allende. Tras un largo viaje en autobús y barco (atravesando prácticamente toda América Latina) llegó a Chile pocos días antes del golpe de estado del 11 de septiembre; al poco tiempo fue detenido cerca de Concepción y liberado ocho días después gracias a la ayuda de un antiguo compañero de estudios en Cauquenes que se encontraba entre los policías que debían custodiarlo. Se piensa que esta experiencia podría haber originado su cuento Detectives, publicado en Llamadas telefónicas.4

Sobre su posición política, él mismo comentó que no le gustaba "la unanimidad sacerdotal, clerical, de los comunistas. Siempre he sido de izquierda y no me iba a hacer de derechas porque no me gustaban los clérigos comunistas, entonces me hice trotskista. Lo que pasa que luego, cuando estuve entre los trotskistas, tampoco me gustaba la unanimidad clerical de los trotskistas, y terminé siendo anarquista [...]. Ya en España encontré muchos anarquistas y empecé a dejar de ser anarquista. La unanimidad me jode muchísimo".5

El infrarrealismo

Después de pasar una breve estadía en El Salvador con Roque Daltón y la guerrilla del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional,6 regresa a México, donde junto al poeta Mario Santiago Papasquiaro (quien serviría de modelo para Ulises Lima en Los detectives salvajes) fundó el movimiento infrarrealista, que, surgido a partir de reuniones y tertulias en el Café La Habana de la calle Bucareli, se opuso radicalmente a los poderes dominantes en la poesía mexicana y al establishment literario de ese país, que tenía a Octavio Paz como su figura preponderante.

El movimiento infrarrealista tuvo como guía romper con lo oficial y establecerse como vanguardia. Si bien se agruparon bajo el apelativo de infrarrealistas alrededor de quince poetas (entre ellos Roberto Matta, Óscar Altamirano Carmona, José Rosas Ribeyro y Rubén Medina), Roberto Bolaño y Mario Santiago Papasquiaro fueron los exponentes estilísticamente más sólidos, destacando ambos por una poesía cotidiana, disonante y con varios elementos dadaístas. Santiago cultivó este género hasta el final de su vida pero Bolaño lo fue abandonando poco a poco por la prosa, aunque él mismo nunca dejó de considerarse poeta.

Respecto a su relación con este movimiento, comentó el escritor Juan Villoro: "Se podría sostener que el infrarrealismo lo determinó como escritor de la misma forma que el alejamiento de la corriente le permitió iniciar su carrera como novelista. México para él fue central, porque lo determinó como escritor (...) el México nocturno, el México de las calles, del habla cotidiana, de un destino quebrado y a veces trágico y el humor lo cautivaron. No es casualidad que sus dos novelas más grandes las haya centrado en México, Los detectives salvajes y 2666."7

Europa

Emigró a España, concretamente a Cataluña, donde ya vivía su madre. Allí desempeñó diversos oficios, como vendimiador en verano, vigilante nocturno de un camping en Castelldefels o vendedor en un almacén de barrio, para más tarde dedicarse por completo a la literatura. Finalmente se instala en Blanes.

Em 1982 se casa con Carolina López, catalana que trabaja en los servicios sociales, con quien tiene un hijo y una hija: Lautaro y Alexandra.

En 1998 Bolaño ganó el Premio Herralde de Novela gracias su obra Los detectives salvajes, por la que también obtuvo el Premio Rómulo Gallegos8 en 1999. Sobre esta novela, Enrique Vila-Matas escribió: "Los detectives salvajes —vista así— sería una grieta que abre brechas por las que habrán de circular nuevas corrientes literarias del próximo milenio. Los detectives salvajes es, por otra parte, mi propia brecha; es una novela que me ha obligado a replantearme aspectos de mi propia narrativa. Y es también una novela que me ha infundido ánimos para continuar escribiendo, incluso para rescatar lo mejor que había en mí cuando empecé a escribir."9

En 2004, un año después de su muerte, Bolaño obtuvo el Premio Salambó a la mejor novela escrita en español, por 2666. El jurado destacó el nivel y diversidad de los cinco finalistas, todos ellos "libros nobles, respetables y muy notables", considerando sin embargo a éste "el resumen de una obra de mucho peso, donde se decanta lo mejor de la narrativa de Roberto Bolaño (...) que supone un gran riesgo y lleva al extremo el lenguaje literario de su autor".10

Bolaño falleció el martes 15 de julio de 2003 en el hospital Valle de Hebrón de Barcelona tras pasar diez días en coma como consecuencia de una insuficiencia hepática. Dejó inconclusa la novela 2666, en la que llevó al extremo su capacidad fabuladora, esta vez en torno a un personaje, Benno von Archimboldi, mediante el que retoma la figura del escritor desaparecido.

Tras su muerte, la obra de Bolaño ha conocido una mayor difusión en el mundo de habla hispana pero también en Francia y Estados Unidos, donde estuvo en la lista de los 10 mejores libros del año de algunos de los más prestigiosos medios, como el The New Yorker, Slate y Bookforum.11
foto:archivo.semblanza biográfica:Wikipedia.texto: El cuento del día