El cuento del domingo

Julio Ramón Ribeyro 
Los merengues
Apenas su mamá cerró la puerta, Perico saltó del colchón y escuchó, con el oído pegado a la madera, los pasos que se iban alejando por el largo corredor. Cuando se hubieron definitivamente perdido, se abalanzó hacia la cocina de kerosene y hurgó en una de las hornillas malogradas. ¡Allí estaba! Extrayendo la bolsita de cuero, contó una por una las monedas -había aprendido a contar jugando a las bolitas- y constató, asombrado, que había cuarenta soles. Se echó veinte al bolsillo y guardó el resto en su lugar. No en vano, por la noche, había simulado dormir para espiar a su mamá. Ahora tenía lo suficiente para realizar su hermoso proyecto. Después no faltaría una excusa. En esos callejones de Santa Cruz, las puertas siempre están entreabiertas y los vecinos tienen caras de sospechosos. Ajustándose los zapatos, salió desalado hacia la calle.
En el camino fue pensando si invertiría todo su capital o sólo parte de él. Y el recuerdo de los merengues -blancos, puros, vaporosos- lo decidieron por el gasto total. ¿Cuánto tiempo hacía que los observaba por la vidriera hasta sentir una salivación amarga en la garganta? Hacía ya varios meses que concurría a la pastelería de la esquina y sólo se contentaba con mirar. El dependiente ya lo conocía y siempre que lo veía entrar, lo consentía un momento para darle luego un coscorrón y decirle:
-¡Quita de acá, muchacho, que molestas a los clientes!
Y los clientes, que eran hombres gordos con tirantes o mujeres viejas con bolsas, lo aplastaban, lo pisaban y desmantelaban bulliciosamente la tienda.
Él recordaba, sin embargo, algunas escenas amables. Un señor, al percatarse un día de la ansiedad de su mirada, le preguntó su nombre, su edad, si estaba en el colegio, si tenía papá y por último le obsequió una rosquita. Él hubiera preferido un merengue pero intuía que en los favores estaba prohibido elegir. También, un día, la hija del pastelero le regaló un pan de yema que estaba un poco duro.
-¡Empara! -dijo, aventándolo por encima del mostrador. Él tuvo que hacer un gran esfuerzo a pesar de lo cual cayó el pan al suelo y, al recogerlo, se acordó súbitamente de su perrito, a quien él tiraba carnes masticadas divirtiéndose cuando de un salto las emparaba en sus colmillos.
Pero no era el pan de yema ni los alfajores ni los piononos lo que le atraía: él sólo amaba los merengues. A pesar de no haberlos probado nunca, conservaba viva la imagen de varios chicos que se los llevaban a la boca, como si fueran copos de nieve, ensuciándose los corbatines. Desde aquel día, los merengues constituían su obsesión.
Cuando llegó a la pastelería, había muchos clientes, ocupando todo el mostrador. Esperó que se despejara un poco el escenario pero, no pudiendo resistir más, comenzó a empujar. Ahora no sentía vergüenza alguna y el dinero que empuñaba lo revestía de cierta autoridad y le daba derecho a codearse con los hombres de tirantes. Después de mucho esfuerzo, su cabeza apareció en primer plano, ante el asombro del dependiente.
-¿Ya estás aquí? ¡Vamos saliendo de la tienda!
Perico, lejos de obedecer, se irguió y con una expresión de triunfo reclamó: ¡veinte soles de merengues! Su voz estridente dominó en el bullicio de la pastelería y se hizo un silencio curioso. Algunos lo miraban, intrigados, pues era hasta cierto punto sorprendente ver a un rapaz de esa calaña comprar tan empalagosa golosina en tamaña proporción. El dependiente no le hizo caso y pronto el barullo se reinició. Perico quedó algo desconcertado, pero estimulado por un sentimiento de poder repitió, en tono imperativo:
-¡Veinte soles de merengues!
El dependiente lo observó esta vez con cierta perplejidad pero continuó despachando a los otros parroquianos.
-¿No ha oído? -insistió Perico, excitándose-. ¡Quiero veinte soles de merengues!
El empleado se acercó esta vez y lo tiró de la oreja.
-¿Estás bromeando, palomilla?
Perico se agazapó.
-¡A ver, enséñame la plata!
Sin poder disimular su orgullo, echó sobre el mostrador el puñado de monedas. El dependiente contó el dinero.
-¿Y quieres que te dé todo esto en merengues?
-Sí -replicó Perico con una convicción que despertó la risa de algunos circunstantes.
-Buen empacho te vas a dar -comentó alguien.
Perico se volvió. Al notar que era observado con cierta benevolencia un poco lastimosa, se sintió abochornado. Como el pastelero lo olvidaba, repitió:
-Deme los merengues -pero esta vez su voz había perdido vitalidad y Perico comprendió que, por razones que no alcanzaba a explicarse, estaba pidiendo casi un favor.
-¿Vas a salir o no? -lo increpó el dependiente.
-Despácheme antes.
-¿Quién te ha encargado que compres esto?
-Mi mamá.
-Debes haber oído mal. ¿Veinte soles? Anda a preguntarle de nuevo o que te lo escriba en un papelito.
Perico quedó un momento pensativo. Extendió la mano hacia el dinero y lo fue retirando lentamente. Pero al ver los merengues a través de la vidriera, renació su deseo, y ya no exigió sino que rogó con una voz quejumbrosa:
-¡Deme, pues, veinte soles de merengues!
Al ver que el dependiente se acercaba airado, pronto a expulsarlo, repitió conmovedoramente:
-¡Aunque sea diez soles, nada más!
El empleado, entonces, se inclinó por encima del mostrador y le dio el cocacho acostumbrado pero a Perico le pareció que esta vez llevaba una fuerza definitiva.
-¡Quita de acá! ¿Estás loco? ¡Anda a hacer bromas a otro lugar!
Perico salió furioso de la pastelería. Con el dinero apretado entre los dedos y los ojos húmedos, vagabundeó por los alrededores.
Pronto llegó a los barrancos. Sentándose en lo alto del acantilado, contempló la playa. Le pareció en ese momento difícil restituir el dinero sin ser descubierto y maquinalmente fue arrojando las monedas una a una, haciéndolas tintinear sobre las piedras. Al hacerlo, iba pensando que esas monedas nada valían en sus manos, y en ese día cercano en que, grande ya y terrible, cortaría la cabeza de todos esos hombres gordos, de todos los mucamos de las pastelerías y hasta de los pelícanos que graznaban indiferentes a su alrededor.
 
Julio Ramón Ribeyro Zúñiga. (Barranco, Lima, 31 de agosto de 1929 - Lima, 4 de diciembre de 1994).Escritor peruano, considerado uno de los mejores cuentistas de la literatura latinoamericana. Es una figura destacada de la Generación del 50 de su país, a la que también pertenecen narradores como Mario Vargas Llosa, Enrique Congrains Martin y Carlos Eduardo Zavaleta. Su obra ha sido traducida al inglés, francés, alemán, italiano, holandés y polaco. Aunque el mayor volumen de su obra lo constituye su cuentística, también destacó en otros géneros: novela, ensayo, teatro, diario y aforismo. En el año de 1994 (antes de su defunción) ganó el reconocido Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo.Nació en Lima, el 31 de agosto de 1929. Hijo de Julio Ramon Ribeyro Bonello y Mercedes Zúñiga Rabines, fue el primero de cuatro hermanos (dos varones y dos mujeres). Su familia era de clase media, pero en generaciones anteriores había pertenecido a la clase alta, pues entre sus ancestros se contaban personajes ilustres de la cultura y la política peruana, de tendencia conservadora y civilista.1 En su niñez vivió en Santa Beatriz, un barrio de clase media limeño y luego se mudó a Miraflores, residiendo en el barrio de Santa Cruz, aledaño a la huaca Pucllana. Su educación escolar la recibió en el Colegio Champagnat de Miraflores. La muerte de su padre lo afectó mucho y complicó la situación económica de su familia.
Posteriormente, estudió Letras y Derecho en la Pontificia Universidad Católica del Perú, entre los años 1946 y 1952, donde coincidió con Pablo Macera, Alberto Escobar y Luis Felipe Angell "Sofocleto", entre otros jóvenes con intereses intelectuales y artísticos. Inició su carrera como escritor con el cuento La vida gris que publicó en la revista Correo Bolivariano, en 1948. En 1952 ganó una beca de periodismo otorgado por el Instituto de Cultura Hispánica, que le permitió viajar a España.
Viajó en barco a Barcelona y de ahí pasó a Madrid, donde permaneció un año e hizo estudios en la Universidad Complutense de dicha ciudad. También escribió algunos cuentos y artículos.
Al culminarse su beca en 1953, viajó a París para preparar una tesis sobre literatura francesa en la Universidad La Sorbona. Por entonces escribió su primer libro Los gallinazos sin plumas, una colección de cuentos de temática urbana, considerado como uno de sus más logrados escritos narrativos. Pero abandonó los estudios y permaneció en Europa realizando trabajos eventuales, alternando su estancia en Francia con breves temporadas en Alemania y Bélgica. Fue así que entre 1954 y 1956 estuvo en Múnich, donde escribió su primera novela, Crónica de San Gabriel. Regresó a París y luego viajó a Amberes en 1957, donde trabajó en una fábrica de productos fotográficos. En 1958, regresó a Alemania y permaneció un tiempo en Berlín, Hamburgo y Fráncfort del Meno. Durante su estadía europea tuvo que realizar muchos oficios para sobrevivir, como reciclador de periódicos, conserje, cargador de bultos en el metro, vendedor de productos de imprenta, etc.
Regresó a Lima en 1958. Trabajó como profesor en la Universidad Nacional de San Cristóbal de Huamanga, en Ayacucho, a cuya solicitud se dedicó a la creación de un Instituto de Cultura Popular, en 1959. En 1960 publicó su novela Crónica de San Gabriel, que le hizo merecedor del Premio Nacional de Novela de ese año.
En 1961, volvió a París, donde trabajó como periodista durante diez años, en la Agencia France Press. Asimismo, fue agregado cultural en la embajada peruana en París, desempeñando igualmente como consultor cultural y embajador del Perú ante la Unesco.
Se casó con Alida Cordero y tuvieron un único hijo. En 1973, se operó por primera vez de un cáncer pulmonar, provocado por su adicción al cigarrillo, y a raíz de lo cual recibió un largo tratamiento. Inspirado en esta experiencia, escribió un libro titulado "Sólo para fumadores".
En 1983, recibió el Premio Nacional de Literatura, y diez años después, el Nacional de Cultura.
Generoso con sus amigos y con escritores jóvenes, Ribeyro nunca tuvo enemigos y fue siempre muy valorado por sus contemporáneos. Luego de ser confirmado como embajador ante Unesco a finales de los años 1980, tuvo un intercambio verbal muy áspero con su compatriota y amigo Mario Vargas Llosa, a raíz de la discusión desatada en el Perú en torno a la proyectada estatización de la banca del primer gobierno de Alan García, que dividió a la opinión pública del país. Ribeyro criticó a Mario que apoyara a los sectores conservadores de su país, oponiéndose así, según él, a la irrupción de las clases populares. Vargas Llosa no dejó pasar la oportunidad de responderle en sus memorias El pez en el agua (1993), señalándole su falta de coherencia, que lo llevaba a mostrarse servil con cada gobierno de turno solo con el fin subalterno de mantener su cargo diplomático en la Unesco.2 Sin embargo, al margen de este episodio penoso, Vargas Llosa ha alabado incesantemente la obra literaria de Ribeyro, a quien considera como uno de los grandes narradores de habla hispana. La relación entre ambos autores, que compartieron piso en París, fue por lo demás compleja y llena de misterios.3
Sus últimos años los pasó viajando entre Europa y el Perú. En el último año de su vida había decidido radicar definitivamente en su patria en Perú. Murió el 4 de diciembre de 1994, días después de obtener el Premio de Literatura Juan Rulfo.
El conjunto de sus cuentos se halla reunido en el libro La palabra del mudo, que fue ampliando a lo largo de su carrera y suma cuatro volúmenes. Entre sus cuentos más célebres figuran "Los gallinazos sin plumas", "Al pie del acantilado", "Alienación", "El doblaje" y "Silvio en El Rosedal".
Con sus obras, aparecidas a partir de la década de 1950, el Realismo Urbano llega a su desarrollo pleno en el Perú, y se abre camino para las obras de los autores del boom latinoamericano como Mario Vargas Llosa y Alfredo Bryce Echenique. Ribeyro, sin embargo, prefirió vivir alejado del denominado Boom.
Narrados con un estilo sencillo e irónico, los personajes de sus historias, frecuentemente, pertenecientes a la clase media establecida o la clase baja ascendente, se encuentran ante situaciones de quiebre y fracaso, usualmente ante pequeñas tragedias personales o cotidianas que se articulan con los discursos en constante pugna: el racismo, los rezagos de una Lima colonial anquilosada, la migración campo-ciudad; así como sentimientos personales como la soledad y el fracaso. Cuentos. 1955 Los gallinazos sin plumas. 1958 Cuentos de circunstancias. 1964 Las botellas y los hombres. 1964 Tres historias sublevantes. 1972 Los cautivos. 1972 El próximo mes me nivelo. 1974 La palabra del mudo Compilación de sus cuentos completos. Existen varias ediciones.. 1977 Silvio en El Rosedal. 1977 El carrusel.1977 Alienación. 1987 Sólo para fumadores. 1992 Relatos santacrucinos. Novelas. 1960 Crónica de San Gabriel Premio Nacional de Novela del mismo año. 1965 Los geniecillos dominicales Premio de Novela del diario Expreso.1976 Cambio de guardia. Teatro. 1975 Santiago, el Pajarero Obra de teatro basada en Santiago el Volador, parte de las Tradiciones Peruanas de Ricardo Palma. 1981 Atusparia. Otros géneros. 1975 La caza sutil (Ensayos).1975 Prosas apátridas (Sin clasificación). 1989 Dichos de Luder (Sin clasificación).1992-1995 La tentación del fracaso (Diarios).1996-1998 Cartas a Juan Antonio (Correspondencia). Premios. Premio Nacional de Novela (1960). Premio de Novela del Diario Expreso (1963). Premio Nacional de Literatura (1983). Premio Nacional de Cultura (1993).Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo (1994).

 Semblanza biográfica:Wikipedia. Texto:El cuento del día. Foto: Internet.

El cuento del domingo

José Donoso
China
Por un lado el muro gris de la Universidad. Enfrente, la agitación maloliente de las cocinerías alterna con la tranquilidad de las tiendas de libros de segunda mano y con el bullicio de los establecimientos donde hombres sudorosos horman y planchan, entre estallidos de vapor. Más allá, hacia el fin de la primera cuadra, las casas retroceden y la acera se ensancha. Al caer la noche, es la parte más agitada de la calle. Todo un mundo se arremolina en torno a los puestos de fruta. Las naranjas de tez áspera y las verdes manzanas, pulidas y duras como el esmalte, cambian de color bajo los letreros de neón, rojos y azules. Abismos de oscuridad o de luz caen entre los rostros que se aglomeran alrededor del charlatán vociferante, engalanado con una serpiente viva. En invierno, raídas bufandas escarlatas embozan los rostros, revelando sólo el brillo torvo o confiado, perspicaz o bovino, que en los ojos señala a cada ser distinto. Uno que otro tranvía avanza por la angosta calzada, agitando todo con su estruendosa senectud mecánica. En un balcón de segundo piso aparece una mujer gruesa envuelta en un batón listado. Sopla sobre un brasero, y las chispas vuelan como la cola de un cometa. Por unos instantes, el rostro de la mujer es claro y caliente y absorto.
Como todas las calles, ésta también es pública. Para mí, sin embargo, no siempre lo fue. Por largos años mantuve el convencimiento de que yo era el único ser extraño que tenía derecho a aventurarse entre sus luces y sus sombras.
Cuando pequeño, vivía yo en una calle cercana, pero de muy distinto sello. Allí los tilos, los faroles dobles, de forma caprichosa, la calzada poco concurrida y las fachadas serias hablaban de un mundo enteramente distinto. Una tarde, sin embargo, acompañé a mi madre a la otra calle. Se trataba de encontrar unos cubiertos. Sospechábamos que una empleada los había sustraído, para llevarlos luego a cierta casa de empeños allí situada. Era invierno y había llovido. Al fondo de las bocacalles se divisaban restos de luz acuosa, y sobre los techos cerníanse aún las nubes en vagos manchones parduscos. La calzada estaba húmeda, y las cabelleras de las mujeres se apegaban, lacias, a sus mejillas. Oscurecía.
Al entrar por la calle, un tranvía vino sobre nosotros con estrépito. Busqué refugio cerca de mi madre, junto a una vitrina llena de hojas de música. En una de ellas, dentro de un óvalo, una muchachita rubia sonreía. Le pedí a mi madre que me comprara esa hoja, pero no prestó atención y seguimos camino. Yo llevaba los ojos muy abiertos. Hubiera querido no solamente mirar todos los rostros que pasaban junto a mí, sino tocarlos, olerlos, tan maravillosamente distintos me parecían. Muchas personas llevaban paquetes, bolsas, canastos y toda suerte de objetos seductores y misteriosos. En la aglomeración, un obrero cargado de un colchón desarregló el sombrero de mi madre. Ella rió, diciendo:
-¡Por Dios, esto es como en la China!
Seguimos calle abajo. Era difícil eludir los charcos en la acera resquebrajada. Al pasar frente a una cocinería, descubrí que su olor mezclado al olor del impermeable de mi madre era grato. Se me antojaba poseer cuanto mostraban las vitrinas. Ella se horrorizaba, pues decía que todo era ordinario o de segunda mano. Cientos de floreros de vidrio empavonado, con medallones de banderas y flores. Alcancías de yeso en forma de gato, pintadas de magenta y plata. Frascos de bolitas multicolores. Sartas de tarjetas postales y trompos. Pero sobre todo me sedujo una tienda tranquila y limpia, sobre cuya puerta se leía en un cartel: "Zurcidor Japonés".
No recuerdo lo que sucedió con el asunto de los cubiertos. Pero el hecho es que esta calle quedó marcada en mi memoria como algo fascinante, distinto. Era la libertad, la aventura. Lejos de ella, mi vida se desarrollaba simple en el orden de sus horas. El "Zurcidor Japonés", por mucho que yo deseara, jamás remendaría mis ropas. Lo harían pequeñas monjitas almidonadas de ágiles dedos. En casa, por las tardes, me desesperaba pensando en "China", nombre con que bauticé esa calle. Existía, claro está, otra China. La de las ilustraciones de los cuentos de Calleja, la de las aventuras de Pinocho. Pero ahora esa China no era importante.
Un domingo por la mañana tuve un disgusto con mi madre. A manera de venganza fui al escritorio y estudié largamente un plano de la ciudad que colgaba de la muralla. Después del almuerzo mis padres habían salido, y las empleadas tomaban el sol primaveral en el último patio. Propuse a Fernando, mi hermano menor:
-¿Vamos a "China"?
Sus ojos brillaron. Creyó que íbamos a jugar, como tantas veces, a hacer viajes en la escalera de tijeras tendida bajo el naranjo, o quizás a disfrazarnos de orientales.
-Como salieron -dijo-, podemos robarnos cosas del cajón de mamá.
-No, tonto -susurré-, esta vez vamos a IR a "China".
Fernando vestía mameluco azulino y sandalias blancas. Lo tomé cuidadosamente de la mano y nos dirigimos a la calle con que yo soñaba. Caminamos al sol. Íbamos a "China", había que mostrarle el mundo, pero sobre todo era necesario cuidar de los niños pequeños. A medida que nos acercamos, mi corazón latió más aprisa. Reflexionaba que afortunadamente era domingo por la tarde. Había poco tránsito, y no se corría peligro al cruzar de una acera a otra.
Por fin alcanzamos la primera cuadra de mi calle.
-Aquí es -dije, y sentí que mi hermano se apretaba a mi cuerpo.
Lo primero que me extrañó fue no ver letreros luminosos, ni azules, ni rojos, ni verdes. Había imaginado que en esta calle mágica era siempre de noche. Al continuar, observé que todas las tiendas habían cerrado. Ni tranvías amarillos corrían. Una terrible desolación me fue invadiendo. El sol era tibio, tiñendo casas y calle de un suave color de miel. Todo era claro. Circulaba muy poca gente, éstas a paso lento y con las manos vacías, igual que nosotros.
Fernando preguntó:
-¿Y por qué es "China" aquí?
Me sentí perdido. De pronto, no supe cómo contentarlo. Vi decaer mi prestigio ante él, y sin una inmediata ocurrencia genial, mi hermano jamás volvería a creer en mí.
-Vamos al "Zurcidor Japonés" -dije-. Ahí sí que es "China".
Tenía pocas esperanzas de que esto lo convenciera. Pero Fernando, quien comenzaba a leer, sin duda lograría deletrear el gran cartel desteñido que colgaba sobre la tienda. Quizás esto aumentara su fe. Desde la acera de enfrente, deletreó con perfección. Dije entonces:
-Ves, tonto, tú no creías.
-Pero es feo -respondió con un mohín.
Las lágrimas estaban a punto de llenar mis ojos, si no sucedía algo importante, rápida, inmediatamente. ¿Pero qué podía suceder? En la calle casi desierta, hasta las tiendas habían tendido párpados sobre sus vitrinas. Hacia un calor lento y agradable.
-No seas tonto. Atravesemos para que veas -lo animé, más por ganar tiempo que por otra razón. En esos instantes odiaba a mi hermano, pues el fracaso total era cosa de segundos.
Permanecimos detenidos ante la cortina metálica del "Zurcidor Japonés". Como la melena de Lucrecia, la nueva empleada del comedor, la cortina era una dura perfección de ondas. Había una portezuela en ella, y pensé que quizás ésta interesara a mi hermano. Sólo atiné a decirle:
-Mira... -y hacer que la tocara.
Se sintió un ruido en el interior. Atemorizados, nos quitamos de enfrente, observando cómo la portezuela se abría. Salió un hombre pequeño y enjuto, amarillo, de ojos tirantes, que luego echó cerrojo a la puerta. Nos quedamos apretujados junto a un farol, mirándole fijamente el rostro. Pasó a lo largo y nos sonrió. Lo seguimos con la vista hasta que dobló por la calle próxima.
Enmudecimos. Sólo cuando pasó un vendedor de algodón de dulces salimos de nuestro ensueño. Yo, que tenía un peso, y además estaba sintiendo gran afecto hacia mi hermano por haber logrado lucirme ante él, compré dos porciones y le ofrecí la maravillosa sustancia rosada. Ensimismado, me agradeció con la cabeza y volvimos a casa lentamente. Nadie había notado nuestra ausencia. Al llegar Fernando tomó el volumen de "Pinocho en la China" y se puso a deletrear cuidadosamente.
Los años pasaron. "China" fue durante largo tiempo como el forro de color brillante en un abrigo oscuro. Solía volver con la imaginación. Pero poco a poco comencé a olvidar, a sentir temor sin razones, temor de fracasar allí en alguna forma. Más tarde, cuando el mundo de Pinocho dejó de interesarme, nuestro profesor de box nos llevaba a un teatro en el interior de la calle: debíamos aprender a golpearnos no sólo con dureza, sino con técnica. Era la edad de los pantalones largos recién estrenados y de los primeros cigarrillos. Pero esta parte de la calle no era "China". Además, "China" estaba casi olvidada. Ahora era mucho más importante consultar en el "Diccionario Enciclopédico" de papá las palabras que en el colegio los grandes murmuraban entre risas.
Más tarde ingresé a la Universidad. Compré gafas de marco oscuro.
En esta época, cuando comprendí que no cuidarse mayormente del largo del cabello era signo de categoría, solía volver a esa calle. Pero ya no era mi calle. Ya no era "China", aunque nada en ella había cambiado. Iba a las tiendas de libros viejos, en busca de volúmenes que prestigiaran mi biblioteca y mi intelecto. No veía caer la tarde sobre los montones de fruta en los kioscos, y las vitrinas, con sus emperifollados maniquíes de cera, bien podían no haber existido. Me interesaban sólo los polvorientos estantes llenos de libros. O la silueta famosa de algún hombre de letras que hurgaba entre ellos, silencioso y privado. "China" había desaparecido. No recuerdo haber mirado, ni una sola vez en toda esta época, el letrero del "Zurcidor Japonés".
Más tarde salí del país por varios años. Un día, a mi vuelta, pregunté a mi hermano, quien era a la sazón estudiante en la Universidad, dónde se podía adquirir un libro que me interesaba muy particularmente, y que no hallaba en parte alguna. Sonriendo, Fernando me respondió:
-En "China"...
Y yo no comprendí.
José Donoso Yáñez (Santiago, 5 de octubre de 192417 de diciembre de 1996).Escritor, profesor y periodista chileno que formó parte del llamado boom latinoamericano de los años 1960 y 1970. Recibió el Premio Nacional de Literatura en 1990.
Hijo del médico José Donoso Donoso y de Alicia Yáñez, sobrina del periodista Eliodoro Yáñez, fundador del diario La Nación. Estudió en The Grange School, donde fue compañero de Luis Alberto Heiremans y de Carlos Fuentes, y en el Liceo José Victorino Lastarria. Procedente de una familia acomodada,2 durante su juventud trabajó no obstante como obrero y oficinista, mucho antes de desarrollar su actividad literaria y docente.
En 1945 viajó al extremo sur de Chile y Argentina, donde trabajó en haciendas ovejeras de Magallanes y en el puerto de Buenos Aires. Dos años más tarde, terminó la enseñanza secundaria e ingresó a estudiar inglés en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile. En 1949, gracias a una beca de la Doherty Foundation, se trasladó a cursar filología inglesa en la Universidad de Princeton, donde tuvo como profesores a R. P. Blackmur, Lawrence Thompson y Allan Tate.1 La revista de Princeton, MSS, publicó sus dos primeros cuentos en lengua inglesa: The blue woman y The poisoned pastries entre 1950 y 1951.
En 1951, viajó a México y a Centroamérica. Regresó a Chile donde comenzó a enseñar en el Pedagógico de la Universidad Católica y en el Kent School.
Su primer libro —Veraneo y otros cuentos— apareció en 1955 y con él ganó al año siguiente el Premio Municipal de Santiago. En 1957, mientras vivía con una familia de pescadores en Isla Negra, publicó su primera novela, Coronación, en la que realizó una descripción de las clases altas santiaguinas y de su decadencia. Ocho años más tarde, se publicó por primera vez en los Estados Unidos por Alfred A. Knopf3 y en Inglaterra por The Bodley Head.
Comenzó a escribir para la revista Ercilla en 1960, cuando se hallaba viajando por Europa, desde donde enviaba reportajes.1 Luego continuó como redactor y crítico literario de esa publicación hasta 1965. Posteriormente, colaboró también con la mexicana Siempre.
En 1961, contrajo matrimonio con la pintora María Ester Serrano, conocida como María Pilar Donoso (1926-1997),4 hija del chileno Juan Enrique Serrano y la boliviana Graciela Mendieta. Donoso la había conocido el año anterior en Buenos Aires.2
Viajó a México en diciembre de 1964 invitado al Tercer Simposio de la Fundación Interamericana para las Artes. Permaneció un tiempo en ese país, al principio en la casa de Carlos Fuentes, para seguir después viaje a Estados Unidos, donde residió un tiempo. En 1967, se trasladó a España, donde permaneció hasta 1981.
Allí publicó El obsceno pájaro de la noche (1970), considerada una de sus mejores novelas y la de mayor aliento y ambición literaria. El crítico literario Harold Bloom la considera una de las obras esenciales del canon de la literatura occidental del siglo XX.5 En 1972, publicó el ensayo Historia personal del boom y en 1973 las narraciones Tres novelitas burguesas. Aunque había abandonado su país antes de 1973, a raíz del golpe de Estado de Pinochet de ese año, se consideró exiliado en España.
En 1978 salió Casa de campo —novela que se ha leído como una crítica en clave de metáfora a la dictadura chilena—, con la que al año siguiente obtuvo el Premio de la Crítica. Su novela erótica La misteriosa desaparición de la marquesita de Loria (1979) demostró, para algunos incondicionales, que dominaba todos los registros literarios con igual maestría. El jardín de al lado (1981) vino a confirmarlo como uno de los autores más brillantes de la literatura chilena de la segunda mitad del siglo XX.
Fue miembro de la Academia Chilena de la Lengua.
En 1981, tras su regreso a Chile, creó un taller literario en el cual participaron, en un primer periodo, escritores como Roberto Brodsky (El arte de callar, Bosque quemado), Marco Antonio de la Parra, Carlos Franz (El lugar donde estuvo el paraíso, El desierto, Almuerzo de vampiros), Carlos Iturra (Paisaje masculino), Eduardo Llanos, Marcelo Maturana, Sonia Montecino Aguirre (La revuelta), Darío Oses (Machos tristes), Roberto Rivera y, muy fugazmente, Jaime Collyer (Gente al acecho, Cien pájaros volando), Gonzalo Contreras (La ciudad anterior, El nadador, El gran mal) y Jorge Marchant Lazcano, entre otros. En ciclos posteriores, asistieron Arturo Fontaine Talavera, Alberto Fuguet y Ágata Gligo, entre otros.
José Donoso murió en su casa de Santiago de Chile el 7 de diciembre de 1996.6 En su lecho de muerte, según se dice, pidió que le leyeran poemas de Altazor de Vicente Huidobro.7
 En 2007 se publicó su novela hasta entonces inédita e inconclusa Lagartija sin cola —originalmente llamada La cola de la lagartija, pero cuyo título fue modificado por la editorial—, así como, en 2010, una suerte de biografía —Correr el tupido velo, Premio Altazor 2011 de ensayo—, obra maestra de su hija adoptiva española, Pilar Donoso (1967-2011),8 valiosísimo por mostrar el laboratorio creativo del escritor chileno. En este libro se incluyeron muchos extractos de los diarios personales de Donoso y de su mujer, y se reveló también la homosexualidad del escritor, su paranoia, su egocentrismo y sus constantes e incurables problemas económicos, el alcoholismo y la adicción a los antidepresivos de la madre y la tormentosa relación y convivencia auto- y alterdestructiva entre los tres.9 Pilar terminó suicidándose con fármacos a mediados de noviembre de 2011.10

Solamente tras su muerte y la publicación de su obra epistolar personal, a comienzos del siglo XXI, se pudo comprobar su compleja homosexualidad, que históricamente había sido un tema tabú en el medio social y literario chilenos, aunque siempre fue un secreto a voces.[cita requerida] Donoso, en sus cartas y en su diario, expresa el dolor de no poder vivir de modo armónico sus relaciones personales.11

Una tarde estaba yo en casa de un amigo que siempre sospeché de ser homosexual, sin haberlo confirmado. Llegó entonces el ex marido de una prima mía, un muchacho muy buenmozo, y pude advertir que había algo entre ellos, algo que era amor. Me conmoví hasta los huesos, me dio una envidia, una desesperación, unas ganas de tener exactamente lo que esos dos tenían —y, sin embargo, un deseo vehemente de no ser como ellos... Es esa envidia lo que está en la base de todos mis problemas, gorda. ¿De dónde viene, por qué es, qué significa? ¿Hasta dónde puede llegar a destruir nuestra vida, esa envidia mía por una situación homosexual? [...] La tentación es inmensa, terrible, pero resulta que eso (asumir una vida homosexual) me produciría tanto o más dolor que el no hacerlo. Mi neurosis es debida, ahora, a esa sensación de estar viviendo sobre arena movediza".
Carta de José Donoso a su entonces novia María Ester Serrano, 30 de agosto de 1960.12. Obras. Novelas.Coronación (1957). Este domingo (1965). El lugar sin límites (1966). El obsceno pájaro de la noche (1970). Casa de campo (1978).La misteriosa desaparición de la marquesita de Loria (1979). El jardín de al lado (1981). La desesperanza (1986). Taratuta (novela breve, 1990). Naturaleza muerta con cachimba (novela breve, 1990). Donde van a morir los elefantes (1995). El mocho (edición póstuma, 1997). Lagartija sin cola (edición póstuma, 2007). Cuentos.  Veraneo y otros cuentos, 1955, contiene 7 cuentos: Veraneo, Tocayos, El Güero, Una señora, Fiesta en grande, Dos cartas y Dinamarquero.El charleston, Nascimento, Santiago, 1960; contiene 5 cuentos: El charleston, La puerta cerrada, Ana María, Paseo y El hombrecito. Tres novelitas burguesas, 1973, contiene: Chatanooga choochoo, Átomo verde número cinco y Gaspard de la nuit. Cuatro para Delfina, 1982, contiene cuatro novelas breves: Sueños de mala muerte, Los habitantes de una ruina inconclusa, El tiempo perdido y Jolie Madame. Memorias.  Historia personal del boom (memorias, 1972). Conjeturas sobre la memoria de mi tribu (memorias ficcionalizadas, 1996). Artículos de incierta necesidad, 1998, selección de sus artículos publicados para revistas compilada por Cecilia García-Huidobro. Poesía. Poemas de un novelista (poesía, 1981). Premios. Premio Municipal de Santiago 1956 por Veraneo y otros cuentos. Premio Pedro de Oña 1969 (España). Premio de la Crítica de narrativa castellana 1978 por Casa de campo. Caballero de la Orden de las Artes y las Letras, 1986 (Francia). Comendador de la Orden de Alfonso X el Sabio, 1987 (España). Premio Nacional de Literatura de Chile 1990. Premio Mondello 1990 para América Latina por la totalidad de su obra (Italia). Intar Golden Palm Award 1991 en reconocimiento a su trabajo en literatura y teatro (Nueva York). Orden al Mérito Docente y Cultural Gabriela Mistral con el grado de Gran Oficial, 1994 (Chile). Caballero Gran Cruz de la Orden del Mérito Civil, 16/12/1994 (España). En Homenaje a su obra, se realiza anualmente un reconocimiento literario internacional: Premio Iberoamericano de Letras José Donoso.
 Semblanza biográfica: Wikipedia. Texto: El cuento del día. Foto:archivo.

El cuento del domingo

Eduardo Sacheri  
Esperándolo a Tito 
Yo lo miré a José, que estaba subido al techo del camión de Gonzalito. Pobre, tenía la desilusión pintada en el rostro, mientras en puntas de pie trataba de ver más allá del portón y de la ruta. Pero nada: solamente el camino de tierra, y al fondo, el ruido de los camiones. En ese momento se acercó el Bebé Grafo y, gastador como siempre, le gritó: "¡Che, Josesito!, ¿qué pasa que no viene el 'maestro'? ¿Será que arrugó para evitarse el papelón, viejito?". Josesito dejó de mirar la ruta y trató de contestar algo ocurrente, pero la rabia y la impotencia lo lanzaron a un tartamudeo penoso. El otro se dio vuelta, con una sonrisa sobradora colgada en la mejilla, y se alejó moviendo la cabeza, como negando. Al fin, a Josesito se le destrabó la bronca en un concluyente «¡andálaputaqueteparió!», pero quedó momentáneamente exhausto por el esfuerzo.

Ahí se dio vuelta a mirarme, como implorando una frase que le ordenara de nuevo el universo. «Y ahora qué hacemo, decíme», me lanzó. Para Josesito, yo vengo a ser algo así como un oráculo pitonístico, una suerte de profeta infalible con facultades místicas. Tal vez, pobre, porque soy la única persona que conoce que fue a la facultad. Más por compasión que por convencimiento, le contesté con tono tranquilizador: «Quédate piola, Josesito, ya debe estar llegando». No muy satisfecho, volvió a mirar la ruta, murmurando algo sobre promesas incumplidas.
Aproveché entonces para alejarme y reunirme con el resto de los muchachos. Estaban detrás de un arco, alguno vendándose, otro calzándose los botines, y un par haciendo jueguitos con una pelota medio ovalada. Menos brutos que Josesito, trataban de que no se les notaran los nervios. Pablo, mientras elongaba, me preguntó como al pasar: «Che, Carlitos, ¿era seguro que venía, no? Mira que después del barullo que armamos, si nos falla justo ahora...».

Para no desmoralizar a la tropa, me hice el convencido cuando le contesté: «Pero muchachos, ¿no les dije que lo confirmé por teléfono con la madre de él, en Buenos Aires?». El Bebé Grafo se acercó de nuevo desde el arco que ocupaban ellos: «Che, Carlos, ¿me querés decir para qué armaron semejante bardo, si al final tu amiguito ni siquiera va a aportar?». En ese momento saltó Cañito, que había terminado de atarse los cordones, y sin demasiado preámbulo lo mandó a la mierda. Pero el Bebé, cada vez más contento de nuestro nerviosismo, no le llevó el apunte y me siguió buscando a mí: «En serio, Carlitos, me hiciste traer a los muchachos al divino botón, querido. Era más simple que me dijeras mirá Bebé, no quiero que este año vuelvan a humillarnos como los últimos nueve años, así que mejor suspendemos el desafío». Y adoptando un tono intimista, me puso una mano en el hombro y, habiéndome al oído, agregó: «Dale, Carlitos, ¿en serio pensaste que nos íbamos a tragar que el punto ése iba a venirse desde Europa para jugar el desafío?». Más caliente por sus verdades que por sus exageraciones, le contesté de mal modo: «Y decíme, Bebé, si no se lo tragaron, ¿para qué hicieron semejante kilombo para prohibirnos que lo pusiéramos?: que profesionales no sirven, que solamente con los que viven en el barrio. Según vos, ni yo que me mudé al Centro podría haber jugado».

Habían sido arduas negociaciones, por cierto. El clásico se jugaba todos los años, para mediados de octubre, un año en cada barrio. Lo hacíamos desde pibes, desde los diez años. Una vuelta en mi casa, mi primo Ricardo, que vivía en el barrio de la Textil, se llenó la boca diciendo que ellos tenían un equipo invencible, con camisetas y todo. Por principio más que por convencimiento, salté ofendidísimo retrucándole que nosotros, los de acá, los de la placita, sí teníamos un equipo de novela. Sellar el desafío fue cuestión de segundos. El viejo de Pablo nos consiguió las camisetas a último momento. Eran marrones con vivos amarillos y verdes. Un asco, bah. Pero peor hubiese sido no tenerlas. Ese día ganamos 12 a 7 (a los diez años, uno no se preocupa tanto de apretar la salida y el mediocampo, y salen partidos más abiertos, con muchos goles). Tito metió ocho. No sabían cómo pararlo. Creo que fue el primer partido que Tito jugó por algo. A los catorce, se fue a probar al club y lo ficharon ahí nomás, al toque. Igual, siguió viniendo al desafío hasta los veinte, cuando se fue a jugar a Europa. Entonces se nos vino la noche. Nosotros éramos todos matungos, pero nos bastaba tirársela a Tito para que inventara algo y nos sacara del paso. A los dieciséis, cuando empezaron a ponerse piernas fuertes, convocamos a un referí de la Federación: el chino Takawara (era hijo de japoneses, pero para nosotros, y pese a sus protestas, era chino). Ricardo, que era el capitán de ellos, nos acusaba de coimeros: decía que ganábamos porque el chino andaba noviando con la hermana grande del Tanito, y que ella lo mandaba a bombear para nuestro lado. Algo de razón tal vez tendría, pero lo cierto es que, con Tito, éramos siempre banca.

Cuando Tito se fue, la cosa se puso brava. Para colmo, al chino le salió un trabajo en Esquel y se fue a vivir allá (ya felizmente casado con la hermana del Tanito). Con árbitros menos sensibles a nuestras necesidades, y sin Tito para que la mandara guardar, empezamos a perder como yeguas. Yo me fui a vivir a la Capital, y algún otro se tomó también el buque, pero, para octubre, la cita siempre fue de fierro. Ahí me di cuenta del verdadero valor de mis amigos. Desde la partida de Tito, perdimos al hilo seis años, empatamos una vez, y perdimos otros tres consecutivos. Tuvimos que ser muy hombres para salir de la cancha año tras año con la canasta llena y estar siempre dispuestos a volver. Para colmo, para la época en que empezamos a perder, a algunos de nosotros, y también de ellos, se nos ocurrió llevar a las novias a hacer hinchada en los desafíos. Perder es terrible, pero perder con las minas mirando era intolerable. Por lo menos, hace cuatro años, y gracias a un incidente menor entre las nuestras y las de ellos, prohibimos de común acuerdo la presencia de mujeres en el público. Bah, directamente prohibimos el público. A mí se me ocurrió argüir que la presión de afuera hacía más duros los encontronazos y exacerbaba las pasiones más bajas de los protagonistas. Y ellos, con el agrande de sus victorias inapelables, nos dijeron que bueno, que de acuerdo, pero que al árbitro lo ponían ellos. Al final, acordamos hacer los partidos a puertas cerradas, y afrontamos la cuestión arbitral con un complejo sistema de elección de referís por ternas rotativas según el año, que aunque nos privó de ayudas interesantes, nos evitó bombeos innecesarios.

Igual, seguimos perdiendo. El año pasado, tras una nueva humillación, los muchachos me pidieron que hiciera «algo». No fueron muy explícitos, pero yo lo adiviné en sus caras. Por eso este año, cuando Tito me llamó para mi cumpleaños, me animé a pedirle la gauchada. Primero se mató de la risa de que le saliera con semejante cosa, pero, cuando le di las cifras finales de la estadística actualizada, se puso serio: 22 jugados, 10 ganados, 3 empatados, 9 perdidos. La conclusión era evidente: uno más y el colapso, la vergüenza, el oprobio sin límite de que los muertos ésos nos empataran la estadística. Me dijo que lo llamara en tres días. Cuando volvimos a hablar me dijo que bueno, que no había problema, que le iba a decir a su vieja que fingiera un ataque al corazón para que lo dejaran venir desde Europa rapidito. Después ultimé los detalles con doña Hilda. Quedamos en hacerlo de canuto, por supuesto, porque si se enteraban allá de que venía a la Argentina, en plena temporada, para un desafío de barrio, se armaba la podrida.

A mi primo Ricardo igual se lo dije. No quería que se armara el tole tole el mismo día del partido. Hice bien, porque estuvimos dos semanas que sí que no, hasta que al final aceptaron. No querían saber nada, pero bastó que el Tanito, en la última reunión, me murmurara a gritos un «dejá Carlos, son una manga de cagones». Ahí nomás el Bebé Grafo, calentón como siempre, agarró viaje y dijo que sí, que estaba bien, que como el año pasado, el sábado 23 a las diez en el sindicato, que él reservaba la cancha, que nos iban a romper el traste como siempre, etcétera. Ricardo trató de hacerlo callar para encontrar un resquicio que le permitiera seguir negociando. Pero fue inútil. La palabra estaba dada, y el Tanito y el Bebé se amenazaban mutuamente con las torturas futbolísticas más aterradoras, mientras yo sonreía con cara de monaguillo.

Cuando el resto de los nuestros se enteró de la noticia, el plantel enfrentó la prueba con el optimismo rotundo que yo creía extinguido para siempre. El sábado a las nueve llegaron todos juntos en el camión de Gonzalito. El único que se retrasó un poco fue Alberto, el arquero, que como la mujer estaba empezando el trabajo de parto esa mañana, se demoró entre que la llevó a la clínica y pudo convencerla de que se quedara con la vieja de ella. Ellos llegaron al rato, y se fueron a cambiar detrás del arco que nosotros dejamos libre. Pero cuando faltaban diez minutos para la hora acordada, y Tito no daba señales de vida, se vino el Bebé por primera vez a buscar camorra. Por suerte, me avivé de hacerme el ofendido: le dije que el partido era a las diez y media y no a las diez, que qué se creía y que no jodiera. Lo miré al Tanito, que me cazó al vuelo y confirmó mi versión de los hechos. El Bebé negó una vez y otra, y lo llamó a Ricardo en su defensa. Por supuesto, Ricardo se nos vino al humo gritando que la hora era a las diez y que nos dejáramos de joder. Ante la complejidad que iba adquiriendo la cosa, con el Tanito juramos por nuestras madres y nuestros hijos, por Dios y por la Patria, que la hora era diez y media, que en el café habíamos dicho diez y media, y que por teléfono habíamos confirmado diez y media, y que todavía faltaba más de media hora para las diez y media, y que se dejaran de romper con pavadas. Ante semejantes exhibiciones de convicción patriótico–religiosa, al final se fueron de nuevo a patear al otro arco, esperando que se hiciera la hora. Después con el Tanito nos dimos ánimo mutuamente, tratando de persuadirnos de que un par de juramentos tirados al voleo no podían ser demasiado perjudiciales para nuestras familias y nuestra salvación eterna.

Fue cuando lo mandé a Josesito a pararse arriba del camión, a ver si lo veía venir por el portón de la ruta, más por matar un poco la ansiedad que porque pensase seriamente en que fuese a venir. Es que para esa altura yo ya estaba convencido, en secreto, de que Tito nos había fallado. Había quedado en venir el viernes a la mañana, y en llamarme cuando llegara a lo de su vieja. El martes marchaba todo sobre ruedas. En la radio comentaron que Tito se venía para Buenos Aires por problemas familiares, después del partido que jugaba el miércoles por no sé qué copa. Pero el jueves, y también por la radio, me enteré de que su equipo, como había ganado, volvía a jugar el domingo, así que en el club le habían pedido que se quedara. Ese día hablé con doña Hilda, y me dijo que ella ya no podía hacer nada: si se suponía que estaba en terapia intensiva, no podía llamarlo para recordarle que tomara el avión del viernes.

El viernes les prohibí en casa que tocaran el teléfono: Tito podía llamar en cualquier momento. Pero Tito no aportó. A la noche, en la radio confirmaron que Tito jugaba el domingo. No tuve ánimo ni para calentarme. Me ganó, en cambio, una tristeza infinita. En esos años, las veces que había venido Tito me había encantado comprobar que no se había engrupido ni por la plata ni por salir en los diarios. Se había casado con una tana, buena piba, y tenía dos chicos bárbaros. Yo le había arreglado la sucesión del viejo, sin cobrarle un mango, claro. El siempre se acordaba de los cumpleaños y llamaba puntualmente. Cuando venía, se caía por mi casa con regalos, para mis viejos y mi mujer, como cualquiera de los muchachos. Por eso, porque yo nunca le había pedido nada, me dolía tanto que me hubiese fallado justo para el desafío. Esa noche decidí que, si después me llamaba para decirme que el partido de allá era demasiado importante y que por eso no había podido cumplir, yo le iba a decir que no se hiciera problema. Pero lo tenía decidido: chau Tito, moríte en paz. Aunque no lo hiciera por mí, no podía cagar impunemente a todos los muchachos. No podía dejarnos así, que perdiéramos de nuevo y que nos empataran la estadística.

Al fin y al cabo, en el primer desafío, cuando era un flaquito escuálido por el que nadie daba dos mangos, y que nos venía sobrando (porque en esa época jugábamos en la canchita del corralón, que era de seis y un arquero), yo igual le dije vení pibe, jugá adelante, que sos chiquito y si sos ligero capaz que la embocás. Por eso me dolía tanto que se abriera, y porque cuando se fue a probar al club, como no se animaba a ir solo, fuimos con Pablo y el Tanito; los cuatro, para que no se asustara. Porque él decía y yo para qué voy a ir, si no conozco a nadie adentro, si no tengo palanca, y yo que dale, que no seas boludo, que vamos todos juntos así te da menos miedo. Y ahí nos fuimos, y el pobre de Pablo se tuvo que bancar que el técnico de las inferiores le dijera a los cinco minutos ¡salí perro, a qué carajo viniste!, y el Tanito y yo tuvimos que pararlo a Tito que quiso que nos fuéramos todos ahí mismo, y decirle que volviera que el tipo lo miraba seguido. Nosotros dos, con el Tanito, duramos un tiempo y pico, pero después nos cambiaron y el guanaco ése nos dijo ta'bien pibes, cualquier cosa les hago avisar por el flaquito aquel que juega de nueve, nos dijo señalándolo a Tito que seguía en la cancha. Pero no nos importó, porque eso quería decir que sí, que Tito entraba, que Tito se quedaba, y nos dio tanta alegría que hasta a Pablo se le pasó la calentura, primero porque Tito había entrado, y segundo porque, como yo andaba con las llaves de mi casa, en la playa de estacionamiento pudimos rayarle la puerta del rastrojero al infeliz del técnico. Y después, cuando le hicieron el primer contrato profesional, a los 18, y lo acostaron con los premios, lo acompañé yo a ver a un abogado de Agremiados y ya no lo madrugaron más, y cuando lo vendieron afuera yo todavía no estaba recibido, pero me banqué a pie firme la pelea con los gallegos que se lo vinieron a llevar, y siempre sin pedirle un mango. Ah, y con el Tanito, aparte, cuando nos encargamos de su vieja cuando el viejo, don Aldo, se murió y él estaba jugando en Alemania; porque el Tanito, que seguía viviendo en el barrio, se encargó de que no le faltara nada, y que los muchachos se dieran una vuelta de vez en cuando para darle una mano con la pintura, cambiarle una bombita quemada, llamarle al atmosférico cuando se le tapara el pozo, qué sé yo, tantas cosas.

Nunca lo hicimos por nada, nos bastó el orgullo de saberlo del barrio, de saberlo amigo, de ver de vez en cuando un gol suyo, de encontrarnos para las fiestas. Lo hicimos por ser amigos, y cuando él, medio emocionado, nos decía muchachos, cómo cuernos se los puedo pagar, nosotros que no, que dejá de hinchar, que para qué somos amigos, y el único que se animaba a pedirle algo era Josesito, que lo miraba serio y le decía mirá, Tito, vos sabes que sos mi hermano, pero jamás de los jamases se te ocurra jugar en San Lorenzo, por más guita que te pongan no vayas, por lo que más quieras porque me muero de la rabia, entendéme, Tito, a cualquier otro sí, Tito, pero a San Lorenzo por Dios te pido no vayas ni muerto, Tito. Y Tito que no, que quedáte tranquilo, Josesito, aunque me paguen fortunas a San Lorenzo no voy por respeto a vos y a Huracán, te juro. Por eso me dolía tanto verlo justo a Josesito, defraudado, parado en puntas de pie sobre el techo del camión de reparto; y a los otros probándolo a Alberto desde afuera del área, con las medias bajas, pateando sin ganas, y mirándome de vez en cuando de reojo, como buscando respuestas.

Cuando se hicieron las diez y media, Ricardo y el Bebé se vinieron de nuevo al humo. Les salí al encuentro con Pablo y el Tanito para que los demás no escucharan. «Es la hora, Carlos», me dijo Ricardo. Y a mí me pareció verle un brillo satisfecho en los ojos. «¿Lo juegan o nos lo dan derecho por ganado?», preguntó, procaz, el Bebé. El Tanito lo miró con furia, pero la impotencia y el desencanto lo disuadieron de putearlo.

«Andá ubicando a los tuyos, y llamálo al árbitro para el sorteo», le dije. Desde el mediocampo, le hice señas a Josesito de que se bajara del camión y se viniera para la cancha. Para colmo, pensé, jugábamos con uno menos. Éramos diez, y preferí jugar sin suplentes que llamar a algún extraño. En eso, ellos también eran de fierro. No jugaba nunca ninguno que no hubiese estado en los primeros desafíos. Cuando Adrián me avisó en la semana que no iba a poder jugar por el desgarro, le dije que no se hiciera problema. Hasta me alegré porque me evitaba decidir cuál de todos nosotros tendría que quedarse afuera. Tito me venía justo para completar los once.

Para colmo, perdimos en el sorteo. Tuvimos que cambiar de arco. Hice señas a los muchachos de que se trajeran los bolsos para ponerlos en el que iba a ser el nuestro en el primer tiempo. Yo sabía que era una precaución innecesaria. Con ellos nos conocíamos desde hacía veinte años, pero me pareció oportuno darles a entender que, a nuestro criterio, eran una manga de potenciales delincuentes. Cuando me pasaron por el costado, cargados de bultos, Alejo y Damián, los mellizos que siempre jugaron de centrales, les recordé que se turnaran para pegarle al once de ellos, pero lo más lejos del área que fuera posible. Alejo me hizo una inclinación de cabeza y me dijo un «quédate pancho, Carlitos». En ese momento me acordé del partido de dos años antes. Iban 43 del segundo tiempo y en un centro a la olla, él y el tarado de su hermano se quedaron mirándose como vacas, como diciéndose «saltá vos». El que saltó fue el petiso Galán, el ocho de ellos: un metro cincuenta y cinco, entre los dos mastodontes de uno noventa. Uno a cero y a cobrar. Espantoso.

Cuando nos acomodamos, fuimos hasta el medio con Josesito para sacar. Con la tristeza que tenía, pensé, no me iba a tocar una pelota coherente en todo el partido. De diez lo tenía parado a Pablo. Si a los dieciséis el técnico aquél lo sacó por perro, a los treinta y cuatro, con pancita de casado antiguo, era todo menos un canto a la esperanza. El Bebé, muy respetuoso, le pidió permiso al árbitro para saludarnos antes del puntapié inicial (siempre había tenido la teoría de que olfear a los jueces le permitía luego hacerse perdonar un par de infracciones). Cuando nos tuvo a tiro, y con su mejor sonrisa, nos envenenó la vida con un «pobres muchachos, cómo los cagó el Tito, qué bárbaro», y se alejó campante.

Pero justo ahí, justo en ese momento, mientras yo le hablaba a Josesito y el árbitro levantaba el brazo y miraba a cada arquero para dar a entender que estaba todo en orden, y Alberto levantaba el brazo desde nuestro arco, me di cuenta de que pasaba algo. Porque el referí dio dos silbatazos cortitos, pero no para arrancar, sino para llamar la atención de Ricardo (que siempre es el arquero de ellos). Aunque lo tenía lejos, lo vi pálido, con la boca entreabierta, y empecé a sentir una especie de tumulto en los intestinos mientras temía que no fuera lo que yo pensaba que era, temía que lo que yo veía en las caras de ellos, ahí adelante mío, no fuese asombro, mezclado con bronca, mezclado con incredulidad; que no fuese verdad que el Bebé estuviera dándose vuelta hacia Ricardo, como pidiendo ayuda; que no fuera cierto que el otro siguiera con la vista clavada en un punto todavía lejano, todavía a la altura del portón de la ruta, todavía adivinando sin ver del todo a ese tipo lanzado a la carrera con un bolsito sobre el hombro gritando aguanten, aguanten que ya llego, aguanten que ya vine, y como en un sueño el Tanito gritando de la alegría, y llamándolo a Josesito, que vamos que acá llegó, carajo, que quién dijo que no venia, y los mellizos también empezando a gritar, que por fin, que qué nervios que nos hiciste comer, guacho, y yo empezando a caminar hacia el lateral, como un autómata entre canteros de margaritas, aún indeciso entre cruzarle la cara de un bife por los nervios y abrazarlo de contento, y Tito por fin saliendo del tumulto de los abrazos postergados, y viniendo hasta donde yo estaba plantado en el cuadradito de pasto en el que me había quedado como sin pilas, y mirándome sonriendo, avergonzado, como pidiéndome disculpas, como cuando le dije vení pibe, jugá de nueve, capaz que la embocás; y yo ya sin bronca, con la flojera de los nervios acumulados toda junta sobre los hombros, y él diciéndome perdoná, Carlos, me tuve que hacer llamar a la concentración por mi tía Juanita, pero conseguí pasaje para la noche, y llegué hace un rato, y perdonáme por los nervios que te hice chupar, te juro que no te lo hago más, Carlitos, perdonáme, y yo diciéndole calláte, boludo, calláte, con la garganta hecha un nudo, y abrazándolo para que no me viera los ojos, porque llorar, vaya y pase, pero llorar delante de los amigos jamás; y el mundo haciendo click y volviendo a encastrar justito en su lugar, el cosmos desde el caos, los amigos cumpliendo, cerrando círculos abiertos en la eternidad, cuando uno tiene catorce y dice 'ta bien, te acompañamos, así no te da miedo.

Como Tito llegó cambiado, tiró el bolso detrás del arco y se vino para el mediocampo, para sacar conmigo. Cuando le faltaban diez metros, le toqué el balón para que lo sintiera, para que se acostumbrara, para que no entrara frío (lo último que falta ahora, pensé, es que se nos lesione en el arranque). Se agachó un poquito, flexionando la zurda más que la diestra. Cuando le llegó la bola, la levantó diez centímetros, y la vino hamacando a esa altura del piso, con caricias suaves y rítmicas. Cuando llegó al medio, al lado mío, la empaló con la zurda y la dejó dormir un segundo en el hombro derecho. Enseguida se la sacudió con un movimiento breve del hombro, como quien espanta un mosquito, y la recibió con la zurda dando un paso atrás: la bola murió por fin a diez centímetros del botín derecho.

Recién ahí levanté los ojos, y me encontré con el rostro desencajado del Bebé, que miraba sin querer creer, pero creyendo. El petiso Galán, parado de ocho, tenía cara de velorio a la madrugada. Ellos estaban mudos, como atontados. Ahí entendí que les habíamos ganado. Así. Sin jugar. Por fin, diez años después íbamos a ganarles. Los tipos estaban perdidos, casi con ganas de que terminara pronto ese suplicio chino. Cuando vi esos ademanes tensos, esos rostros ateridos que se miraban unos a otros ya sin esperanza, ya sin ilusión ninguna de poder escapar a su destino trágico, me di cuenta de que lo que venía era un trámite, un asunto concluido.

Mientras el árbitro volvía a mirar a cada arquero, para iniciar de una vez por todas ese desafío memorable, Josesito, casi en puntas de pie junto a la raya del mediocampo, le sonrió al Bebé, que todavía lo miraba a Tito con algo de pudor y algo de pánico: "¿Y, viste, jodemil...? ¿No que no venía? ¿no que no?", mientras sacudía la cabeza hacia donde estaba Tito, como exhibiéndolo, como sacándole lustre, como diciéndole al rival moríte, moríte de envidia, infeliz.

Pitó el árbitro y Tito me la tocó al pie. El petiso Galán se me vino al humo, pero devolví el pase justo a tiempo. Tito la recibió, la protegió poniendo el cuerpo, montándola apenas sobre el empeine derecho. El petiso se volvió hacia él como una tromba, y el Bebé trato de apretarlo del otro lado. Con dos trancos, salió entre medio de ambos. Levantó la cabeza, hizo la pausa, y después tocó suave, a ras del piso, en diagonal, a espaldas del seis de ellos, buscándolo a Gonzalito que arrancó bien habilitado.
Eduardo Sacheri (Buenos Aires, 1967).Escritor argentino. Es mayormente conocido por su novela La pregunta de sus ojos, en la que se basó la película ganadora de un Oscar El secreto de sus ojos, cuyo guion coescribió.
Licenciado en Historia, ejerce como profesor de secundaria y universitario. Comenzó a escribir cuentos a mediados de la década de 1990, relatos futboleros que encontraron una amplia audiencia gracias a la difusión que de ellos hizo Alejandro Apo en su programa “Todo con afecto”, que se emitía por Radio Continental de Buenos Aires].1 Reconocido hincha fanático del Club Atletico Independiente,, Sacheri expresa en los relatos su gran pasión por el fútbol de una manera atrapante, entretenida, y amable, demostrando un perfecto entendimiento de la cultura futbolera popular argentina.
Además de varios libros de relatos, ha escrito novelas. La primera, La pregunta de sus ojos (2005), fue llevada al cine por el director Juan José Campanella con el título El secreto de sus ojos y ha cosechado numerosos premios, entre ellos el Oscar a la mejor película extranjera 2010.
Algunas de sus narraciones han sido publicadas en medios gráficos de la Argentina, Colombia y España, e incluidas por el Ministerio de Educación argentino en sus campañas de estímulo de la lectura.
Su obra está siendo traducida al alemán, francés y otros idiomas.
Sacheri trabajó en la adaptación de un cuento de Roberto Fontanarrosa para la película animada de Juan José Campanella que lleva el título de Metegol. Obra. Esperándolo a Tito y otros cuentos de fútbol, editado en España como Los traidores y otros cuentos (2000).Te conozco Mendizábal y otros cuentos (2001). Lo raro empezó después: cuentos de fútbol y otros relatos (2004).La pregunta de sus ojos (2005, novela).Un viejo que se pone de pie y otros cuentos (2007). Aráoz y la verdad (2008, novela). Papeles en el viento (2011, novela).Los dueños del mundo (2012, cuentos). La vida que pensamos (2013, cuentos).Ser feliz era esto (2014, novela).
Semblanza biográfica: Wikipedia. Texto:cuentamedefutbol.blogspot.com.Foto:Internet.

El cuento del domingo

Mario Mendoza
La nostalgia de la mosca
Era un sueño verlo corriendo por la línea derecha, arrastrando la defensa, esquivando al uno y al otro, haciendo quites y amagues que despistaban a cualquiera. El man tenía la virtud de la inteligencia corporal, unos músculos y unos huesos que pensaban por sí solos, como si no tuvieran que pasar por el cerebro, como si se saltaran todo tipo de trámite neuronal y actuaran por su cuenta, independientes, improvisando, excesivamente veloces. Los comentaristas deportivos no acababan de narrar la jugada cuando ya el hombrecito estaba en la siguiente, moviendo la cadera hacia la izquierda y entrando en las dieciocho para crear una jugada de gol. Daba la sensación de irrealidad, de estar metido en una película con todo preparado de antemano. Un sueño, esa es la expresión correcta, como si uno se hubiera dormido y de pronto, de manera evanescente e ingrávida, en la mitad de la noche, los pies de una figura onírica se desplazaran por el césped sin necesidad de tocar el suelo, como un ángel que hubiera decidido disfrazarse de jugador de fútbol.
Yo siempre había sido amigo del hombre, que era todo un bacán. Vivíamos en el mismo barrio, en el Quiroga, y estudiábamos en el mismo colegio, en el Camilo Torres. Yo jugaba bien también, pero nunca me podía comparar con él. Yo hacía esfuerzos por sobresalir en la cancha, él simplemente se divertía. Así que mis padres me presionaron para que entrara a estudiar Contaduría y él, siguiendo el único destino posible, entró a jugar en las ligas profesionales con un contrato jugoso que le permitió cambiar de barrio, comprar un carro y usar ropa de marca, como todo un crack, como lo que era en realidad. Y era grato saber que al hombre le estaba yendo así de bien y que ya su apellido empezaba a aparecer en los titulares de las páginas deportivas de los diarios y de las revistas especializadas en fútbol. Y se lo merecía no sólo porque jugaba mejor que cualquiera y porque había elevado el deporte al nivel del arte, del talento puro, de la belleza pura, sino porque además el mancito era tronco de buenazo, un amigo leal, fresco, que nunca se creyó mejor que nadie, como si no se diera cuenta del efecto que producía en el público y en los expertos de fútbol. No dejó de vernos a nosotros, sus viejos amigos, ni se creyó el rollo de la fama, ni se trepó en las nubes de la popularidad y el billete. Nada, él siguió tranquilo, metiendo goles a la lata, aniquilando a los defensas contrarios, volviendo pedazos a cualquier portero que le pusieran al frente. La metía de tijera, de cabeza, de tiro libre, de chalaca, de penalti, de taquito, mejor dicho él solo era un concierto de toque y de agresividad futbolística, y hasta una noche, en una final de campeonato nacional, se dio el lujo de meterla desde un tiro de esquina en el mejor gol olímpico que jamás se vio en el país. Era un orgullo muy tenaz ser amigo de semejante crack tan berraco.
Fue entonces cuando un locutor deportivo, durante la transmisión de un partido, lo bautizó con el apodo que lo hizo más famoso todavía. Dijo, si no recuerdo mal: "Da la sensación de estar flotando en el aire, de aletear mientras el defensa intenta adivinar la jugada, como un insecto, como una mosca a la que nunca se puede atrapar". De ahí en adelante mi amigo se llamó La Mosca, The Fly, como le decían los rockeros del barrio, y por toda la ciudad empezaron a aparecer mensajes en las paredes que hablaban de la velocidad y de la agilidad del nuevo hombre-insecto. Su fama creció y no había ningún noticiero de televisión, ningún comentarista deportivo de prensa escrita ni ningún programa radial que no hablara de las cualidades de ese animal de alas transparentes que metía la pelota en cualquier red con una facilidad sobrenatural. Un nuevo superhéroe había nacido para la ciudad.
Fue entonces que llegó la oferta para que jugara en un club gringo. Hubiera sido mucho mejor que se lo llevaran para Europa, para Argentina, para México o para Japón, pero no, los gringos le pusieron el ojo y ofrecieron full billete por el hombre. Los directivos del equipo aquí, en Bogotá, no se lo pensaron y lo vendieron de una, sin consultarle a nadie, ni siquiera a él. Y en qué borrachera tan berraca fuimos a despedirlo al aeropuerto, a abrazarlo, a prometerle que no lo íbamos a olvidar, que siempre, pasara lo que pasara, estaríamos unidos. Y le regalamos la bandera colombiana para que la colgara en su cuarto y un casete con música de Totó La Momposina, Joe Arroyo y Fruko y sus Tesos, para que lo escuchara en las noches de invierno, cuando todo se ve en blanco y negro. Pero ya el man iba descompuesto, con la cara trastornada, deprimido, como si a La Mosca, por primera vez, la hubieran fumigado desde arriba. Era una pena verlo en la zona internacional de El Dorado mostrando su pasaporte a los agentes del DAS con los ojos llorosos, encorvado, ido, como si al avión en el que iba a volar lo esperara un accidente y él se fuera a morir chamuscado en su elemento preferido, el aire.
Y de alguna manera sí, eso fue lo que pasó: ese aparato lo condujo a su propia destrucción, a su muerte, porque ya en el extranjero La Mosca perdió todos sus poderes, las alas se le cayeron y empezó a jugar como un bicho intoxicado con insecticida. Su fama desapareció, la gente empezó a olvidarse de él, y el equipo en el que jugaba perdía partido tras partido y jamás llegaba a las finales. Una pesadilla completa. En una llamada que le hicimos con plata que pusimos todos los del combo, el hombrecito lo único que nos dijo en el aparato fue: "La nostalgia me está matando. No puedo más. Yo sólo sé jugar entre mi gente". Y para evitarse más explicaciones colgó sin despedirse.
Otro jugador nos informó que, en efecto, La Mosca se la pasaba en restaurantes colombianos bebiendo Manzana Postobón y Pony Malta hasta la madrugada, comiendo patacones, fríjoles, huevos con arroz, bocadillos veleños y arequipitos, y buscando en los canales latinos cualquier noticia sobre su país. Se engordó más de la cuenta y lo mandaron a chupar banca. Ya jugaba muy de vez en cuando y cuando lo hacía era un paquete completo. Al poco tiempo le cancelaron el contrato y el mancito se regresó jodido, sin un peso, desprestigiado y con una depresión crónica que lo obligó a internarse en una clínica psiquiátrica de la que ya no saldría jamás. Luego le comenzaron unos ataques y los médicos dijeron que el hombre sufría de una esquizofrenia con períodos paranoicos. Y el bacán que conocimos desapareció poco a poco, se esfumó, y en su lugar nos dejaron un paciente que se pasaba las semanas y los meses sentado frente a una pared sin decir nada.
Ahora solemos visitarlo los domingos en la sección de cuidados intensivos, le llevamos Colombiana y Chocoramo, y el hombre intenta sonreírnos, nos abraza con la tembladera típica que le producen el Sinogán y el Alopidol, y nos presenta a los otros enfermos de su sección. De la antigua Mosca no queda nada. Ahora es una alimaña repugnante que se arrastra por el patio de la clínica en busca de unos pocos rayos de sol. Y cuando le preguntamos si no extraña jugar un rato, si la redonda no lo visita en sueños, si no daría cualquier cosa por calzarse unos guayos y por pisar un campo recién cortado, si en medio de los ataques no ve jugadas maestras o camisetas de sus antiguos compañeros, si no quiere que le regalemos de Navidad o de cumpleaños una pecosa profesional para que patee unos minutos en un rincón del patio, el mancito se limpia las babas del labio inferior y nos dice: "No, muchachos, frescos, así está bien. El que jugaba fútbol se murió".
Y nosotros salimos a la calle con el ánimo por el suelo, y los lunes tenemos que regresar a unos trabajos de porquería que escasamente nos dan para comer, y sabemos, aunque nunca lo comentemos entre nosotros, que la única esperanza que teníamos de trascender nos la hicieron pedazos en el extranjero.
Mario Mendoza Zambrano (Bogotá, 1964).Escritor, catedrático y periodista colombiano nacido en 1964. Estudió en el Colegio Refous y en la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá donde obtuvo la maestría en Literatura Latinoamericana. Posteriormente, es profesor del Departamento de Literatura de la misma universidad en la que había estudiado. Aunque siempre profundamente vinculado a su Bogotá natal, Mario Mendoza cruzó el Atlántico en diversas ocasiones. Lo hizo cuando fue a Toledo, para asistir en los cursos de literatura hispanoamericana de la Fundación Ortega y Gasset, y también para ir a Israel donde residió en Hof Ashkelon, una de las zonas más calientes del planeta. Fue después de este viaje cuando, al regresar a su país, empezó a publicar algunos artículos en diarios revistas colombianos. En el otoño de 1997 trabajó en James Madison University en Virginia, EE.UU.2 Luego de licenciarse en literatura y trabajar como pedagogo, Mendoza, decidió iniciar su carrera literaria a partir de 1980, combinando la escritura con la docencia y la colaboración con diversos medios culturales como diarios y revistas, entre otros, la Revista Bacánika y El Tiempo. Ha impartido clases de literatura durante más de diez años.
Gracias a su novela Satanás, obtuvo el Premio Biblioteca Breve de la editorial Seix Barral en 2002. Mendoza, es uno de los autores latinoamericanos más reconocidos de la actualidad.Obra.Novela.La ciudad de los umbrales (1994).Scorpio City (1998).Relato de un asesino (2001).Satanás (2002).El viaje del loco Tafur (2003).Cobro de sangre (2004).Los hombres invisibles (2007).Buda Blues (2009).Apocalipsis (2011).Lady Masacre (2013).Cuento. La travesía del vidente (1997). Una escalera al cielo (2004). La locura de nuestro tiempo (2010). La importancia de morir a tiempo (2012).Novela juvenil. Mi extraño viaje al mundo de Shambala (2013).La colonia de Altair (2013). Crononautas (2013).Metempsicosis (2014). Premios. Premio Nacional de Literatura del Instituto Distrital de Cultura y Turismo de Bogotá (1995). Premio Biblioteca Breve de Seix Barral con la novela Satanás (2002). Premio Nacional de Literatura Libros y Letras (2011).
Semblanza biográfica:Wikipedia.Texto:soho.com.co.Foto:internet.