El cuento del domingo


Marguerite Yourcenar
La leche de la muerte
La larga hilera beige y gris de turistas se extendía por la calle principal de Ragusa; los gorros, las elegantes chaquetas bordadas que se movían con el viento a la entrada de las tiendas, iluminaban los ojos de los viajeros en busca de regalos a buen precio o de disfraces para los bailes de a bordo. Hacía tanto calor como sólo puede hacer en el Infierno. Las montañas desnudas de Herzegovina mantenían a Ragusa bajo el fuego de espejos ardientes. Philip Mild pasó al interior de una cervecería alemana donde algunas moscas gordas zumbaban en una semioscuridad sofocante. Paradójicamente, la terraza del restaurant daba sobre el Adriático que aparecía allí en plena ciudad, en el lugar más inesperado, sin que esa súbita aparición azul sirviera para otra cosa que para añadir un color de más al mosaico de la plaza del mercado. Una peste subía de un montón de desperdicios de pescado que algunas gaviotas casi insoportablemente blancas hurgaban. Ningún viento llegaba del mar. El compañero de camarote de Philip, el ingeniero Jules Boutrin, bebía recargado en un velador de zinc, a la sombra de un parasol color fuego que de lejos parecía una naranja flotando sobre el mar.
-Cuéntame otra historia, viejo- dijo Philip dejándose caer pesadamente en una silla. -Necesito un whisky y un buen relato frente al mar… El relato más hermoso y el menos verosímil posible que me haga olvidar las mentiras patrióticas y contradictorias de algunos periódicos que acabo de comprar en el malecón. Los italianos insultan a los eslavos, los eslavos a los griegos, los alemanes a los rusos, los franceses a Alemania y casi del mismo modo a Inglaterra. Imagino que todos tienen razón. Hablemos de otra cosa. ¿Qué hiciste ayer en Scutari donde estabas tan ansioso por ir a ver no sé qué turbinas?
-Nada -dijo el ingeniero-. Aparte de echar un vistazo a unos torpes trabajos de la presa, dediqué la mayor parte de mi tiempo a buscar una torre. He escuchado a tantas ancianas servias contarme la historia de la torre de Scutari, que necesitaba localizar sus gastados ladrillos para ver si no tienen una marca blanca. Pero el tiempo, las guerras y los campesinos de los alrededores, preocupados por consolidar las paredes de sus granjas, la demolieron piedra por piedra y su memoria ya no se mantiene sino en los cuentos… A propósito, Philip, ¿eres lo suficientemente afortunado para tener lo que se llama una buena madre?
-Qué pregunta -respondió negligentemente el joven inglés-. Mi madre es hermosa, delgada, distinguida, resistente como el espejo de una vitrina. ¿Qué otra cosa te puedo decir? Cuando salimos juntos me toman por su hermano mayor.
-Eso es. Eres como todos nosotros. Cuando pienso que algunos idiotas suponen que nuestra época carece de poesía, como si no tuviera sus surrealistas, sus profetas, sus estrellas de cine y sus dictadores. Créeme, Philip, de lo que carecemos es de realidades. La seda es artificial; los alimentos detestablemente sintéticos se parecen a esa copia de alimentos con los que llenan a las momias, y las mujeres ya no toleran la tristeza ni la vejez. Sólo en las leyendas de países semibárbaros se pueden encontrar todavía esas criaturas colmadas de leche y lágrimas de las que uno estaría orgulloso de ser hijo… ¿Dónde oí hablar de aquel poeta que no podía amar a ninguna mujer porque en otra vida había conocido a Antígona? Un hombre como yo. Algunas docenas de madres y enamoradas, desde Andrómaca hasta Griselda, me han vuelto exigente frente a esas muñecas irrompibles que pasan por ser la realidad.
“Isolda como amante y, por hermana la dulce Aude… Sí, pero la que yo hubiera querido por madre es una muchacha de una leyenda albanesa, la mujer de un joven noble de por aquí.”
“Eran tres hermanos que trabajaban en construir una torre desde donde pudieran observar a los invasores turcos. Todos los días una de sus mujeres les llevaba de comer. Se habían dedicado ellos mismos al trabajo, ya porque la mano de obra fuera escasa, cara, o porque como buenos campesinos no confiaran sino en sus propios brazos. Sin embargo, cada vez que lograban llevar lo suficientemente bien el trabajo para colocar un montón de hierbas en el tejado, el viento de la noche y las brujas de la montaña tiraban su torre como Dios hizo derrumbar Babel. Hay muchas razones para que una torre no se mantenga en pie, se puede inculpar a la torpeza de los obreros, a lo difícil del terreno o a la mala calidad del cemento que se utiliza. Pero los campesinos servios, albaneses o búlgaros no reconocen en este desastre sino una sola causa: saben que un edificio se desploma si no se ha tomado el cuidado de encerrar en su cimiento a un hombre o una mujer cuyo cuerpo llevará hasta el día del Juicio Final este pesado vestido de piedras. Así en Arta, en Grecia, hay un puente donde fue encerrada una joven -aún se ve su cabellera que sale por una fisura y cuelga sobre el agua como una planta rubia.”
“Los tres hermanos comenzaron entonces a mirarse con desconfianza. Incluso cuidaban de no proyectar su sombra sobre el muro sin terminar porque se puede, a falta de algo mejor, encerrar en una obra en construcción a esa obscura prolongación del hombre que probablemente es su alma. Aquél cuya sombra es hecha prisionera, muere como un desdichado enfermo de una pena de amor.
Durante la noche cada uno de los tres hermanos se sentaba lo más lejos posible del fuego por miedo a que alguno se aproximara silenciosamente por detrás, echara una bolsa de tela sobre su sombra y la llevara semiasfixiada como un pichón negro. Su entusiasmo en el trabajo disminuía y la angustia, que ya no la fatiga, bañaba de sudor sus rostros cafés. Por fin un día, el mayor de los hermanos reunió a su alrededor a los otros dos y les dijo:
-Hermanos, hermanos por la sangre, la leche y el bautizo, si nuestra torre permanece inconclusa los turcos se arrastrarán de nuevo por las orillas de este lago ocultos entre las cañas. Violarán a nuestras criadas, quemarán en nuestros campos la esperanza del pan futuro, crucificarán a nuestros siervos en los espantapájaros levantados en los vergeles que se transformarán así en alimento para los cuervos. Hermanos míos; los unos necesitamos de los otros y no hay razón para que el trébol pierda una de sus tres hojas. Pero cada uno de nosotros tiene una mujer joven y vigorosa cuyos hombros y hermosa nuca están acostumbrados a cargar bultos. No decidamos nada, hermanos, dejemos la elección al Azar, ese prestanombres de Dios. Mañana al amanecer tomaremos para enterrarla en los cimientos a aquélla de nuestras mujeres que venga a traernos de comer. No les pido sino el silencio de una noche, y no besemos con demasiadas lágrimas y suspiros a la que, después de todo, tiene dos oportunidades sobre tres de respirar todavía cuando el sol se oculte.
“Para él era fácil hablar así, pues en secreto detestaba a su joven mujer y quería deshacerse de ella para tomar en su lugar a una hermosa muchacha griega que tenía los cabellos rojos. El segundo hermano no hizo ninguna objeción porque contaba con prevenir a su mujer desde su regreso, y el único que protestó fue el más joven porque tenía la costumbre de mantener sus promesas. Conmovido por la magnanimidad de sus hermanos mayores que renunciaban en favor de la obra común a lo más querido que tenían en el mundo, terminó por dejarse convencer y prometió callarse toda la noche.
“Regresaron a las tiendas a esa hora del crepúsculo en que el fantasma de la luz muerta merodea todavía por los campos. El segundo hermano llegó a su tienda de muy mal humor y ordenó rudamente a su mujer que le ayudara a quitarse las botas. Cuando estuvo sentada frente a él, le tiró los zapatos en plena cara y gritó:
-Hace ocho días que llevo la misma camisa y llegará el domingo sin que me pueda poner algo limpio. Maldita fodonga, mañana desde el amanecer irás al lago con tu canasto de ropa y te quedarás ahí hasta la noche, entre tu jabón y tu bandeja. Si te alejas el largo de un pie, morirás.
“Y la joven mujer prometió temblando lavar durante todo el día siguiente.
“El hermano mayor regresó a su casa dispuesto a no decir nada a su esposa cuyos besos lo ahogaban y de la que ya no le gustaba su flácida belleza. Pero tenía una debilidad: hablaba en sueños. La abundante matrona albanesa no durmió esa noche pensando qué habría podido disgustar a su señor. De pronto escuchó a su marido mascullar, al jalar el cobertor:
-Ah, corazón, dulce corazón de mí mismo, pronto serás viudo… Cómo estaremos tranquilos separados de la morena por los buenos ladrillos de la torre.
“El más joven regresó a su tienda pálido y resignado como un hombre que ha encontrado en el camino a la misma Muerte, guadaña al hombro, yendo por su cosecha. Besó a su hijo que dormía en la cuna de mimbre, tomó dulcemente entre sus brazos a su joven mujer, y durante toda la noche ella lo escuchó sollozar contra su corazón. La discreta joven no le preguntó la causa de esa gran pena, porque no quería obligarlo a hacerle confidencias y no necesitaba saber cuáles eran sus penas para tratar de consolarlas.
“A la mañana siguiente los tres hermanos tomaron sus picos y sus martillos y partieron con dirección a la torre. La mujer del segundo hermano preparó su canasto de ropa y fue a arrodillarse ante la mujer del hermano mayor:
-Hermana -dijo-, querida hermana, es mi día de llevar la comida a los hombres; pero mi marido me ha ordenado bajo pena de muerte lavar sus camisas y mi canasto está repleto.
-Hermana, querida hermana, dijo la mujer del mayor, llevaría con gran gusto la comida de nuestros hombres, pero un demonio se escondió esta noche dentro de uno de mis dientes. Ay, ay, ay, sólo sirvo para gritar de dolor.
“Y aplaudió sin ceremonia para llamar a la mujer del más joven:
-Mujer de nuestro hermano pequeño -dijo-, querida mujercita del más joven, lleva en nuestro lugar la comida para nuestros hombres pues el camino es largo, nuestros pies están cansados y nosotras somos menos jóvenes y menos ligeras que tú. Ve, querida, y llenaremos tu canasta de buenas viandas para que nuestros hombres te reciban con una sonrisa, mensajera que les quitará el hambre.
“Y llenaron la canasta de pescados confitados con miel y uvas de Corinto, de arroz envuelto en hojas de parra, de queso de cabra y pasteles de almendra salada. La joven mujer puso tiernamente a su hijo en los brazos de sus nueras y se fue por el camino sola, con su fardo sobre la cabeza y su destino alrededor del cuello, como una medalla bendita e invisible para todos, sobre la que el mismo Dios hubiera escrito a qué clase de muerte estaba destinada y a qué lugar en su cielo.
“Cuando los tres hombres la vieron a lo lejos, pequeña silueta aún indistinta, corrieron hacia ella; los dos primeros inquietos por el buen éxito de su estratagema y el más joven rogando a Dios. El mayor lanzó una maldición al descubrir que no era su matrona y el segundo agradeció al Señor en voz alta por haber salvado a su lavandera. Pero el más joven se arrodilló, rodeando con sus brazos la cadera de su joven mujer, y sollozando le pidió perdón. Enseguida se arrastró a los pies de sus hermanos y les suplicó tener piedad. En fin, se levantó e hizo brillar al sol el acero de su puñal. Un martillazo en la nuca lo derrumbó, jadeante, al borde del camino. La joven, asustada, había dejado caer su canasta y la comida llegó hasta los hocicos de los perros. Cuando por fin comprendió de qué se trataba, levantó las manos al cielo:
-Hermanos a los que nunca he faltado, hermanos por la sortija de matrimonio y la bendición del padre, no me hagan morir. Mejor avisen a mi padre, que es jefe de clan en la montaña; él les procurará mil sirvientes que ustedes podrán sacrificar. No me maten, amo tanto la vida. No coloquen entre mi amado y yo la frialdad de la piedra.
Bruscamente enmudeció al darse cuenta de que su joven marido, tirado al borde del camino, no movía los párpados y que sus cabellos negros estaban sucios de sangre y pedazos de cerebro. Entonces, sin gritos y sin lágrimas, se dejó conducir por los dos hermanos hasta el hueco abierto en la muralla redonda de la torre. Ya que ella iba a la muerte por su propio pie, podía ahorrarse el llanto. Pero en el momento en que ponían el primer ladrillo sobre sus pies, calzados con sandalias rojas, recordó a su hijo que tenía la costumbre de mordisquear sus zapatos como un cachorro juguetón. Algunas lágrimas tibias rodaron por sus mejillas y vinieron a confundirse con el cemento que la cuchara extendía sobre la piedra:
-Ay, mis pies -dijo ella0-. Ya no me llevarán hasta la cima de la colina para que mi amado me vea más pronto. Ya no conocerán la frescura del agua corriente; sólo los ángeles los lavarán en la mañana de la Resurrección.
“La pila de ladrillos y de piedras se levantó hasta sus rodillas cubiertas por un faldón amarillo. Erguida, en el fondo de su tumba parecía una virgen parada detrás de su altar.
-Adiós, queridas rodillas -dijo la joven mujer-. Ya no mecerán a mi niño; sentada bajo el vergel que a la vez da sombra y alimento, ya no les daré frutas.
“El muro se elevó un poco más arriba y la joven continuó:
-Adiós, queridas manos que cuelgan a lo largo de mi cuerpo, manos que ya no harán la comida, manos que ya no tejerán la lana, manos que ya no estrecharán el cuerpo de mi amado. Adiós, cadera mía y tú, mi vientre, que ya no conocerás ni el parto ni el amor. Niños que yo hubiera podido traer al mundo, hermanos que no tuve el tiempo de dar a mi hijo único. Ustedes me acompañarán en esta prisión que me sirve de tumba donde permaneceré de pie, sin sueño, hasta el día del Juicio Final.
“El muro llegaba ya al pecho. En ese momento un escalofrío recorrió el torso de la mujer y sus ojos suplicantes tuvieron una mirada parecida al gesto de dos manos tendidas.
-Cuñados -dijo ella-, por consideración no para mí sino para su hermano muerto, piensen en mi hijo y no lo dejen morir de hambre. No encierren mi pecho, hermanos, que mis dos senos queden accesibles bajo mi blusa bordada y que todos los días me traigan a mi hijo al amanecer, al mediodía y con el crepúsculo. Mientras me queden algunas gotas de vida, resbalarán hasta la punta de mis dos tetas para alimentar al niño que yo traje al mundo. El día que no tenga más leche beberá mi alma. Háganlo, malos hermanos, y si así lo hacen mi querido marido y yo no les haremos ningún reproche el día en que nos encontremos frente a Dios.
“Asustados, los hermanos consintieron en satisfacer este último deseo y dejaron un espacio de dos ladrillos a la altura de los senos. Entonces, la joven mujer murmuró:
-Hermanos queridos, coloquen sus ladrillos delante de mi boca porque los besos de los muertos atemorizan a los vivos, pero dejen una ranura delante de mis ojos para que pueda ver si mi leche le sirve a mi hijo.
“Lo hicieron como ella lo había dicho y dejaron una ranura horizontal a la altura de los ojos. Con el crepúsculo, a la hora en que su madre tenía costumbre de amamantarlo, llevaron al niño por el camino polvoriento bordeado de arbustos bajos que servían de alimento a las cabras. La emparedada saludó la llegada del bebé con gritos de alegría y bendiciones para los dos hermanos. Chorros de leche corrieron de sus senos duros y tibios, y cuando el niño, hecho de la misma substancia de su corazón, quedó dormido contra su pecho, cantó con una voz que amortiguaba el muro de ladrillos. En el momento en que su bebé se separó del pecho, ordenó que se le regresara al campamento para dormir; toda la noche la dulce canción se escuchó bajo las estrellas y entonada a la distancia esta melodía bastaba para no dejarle llorar. A la mañana siguiente ya no cantaba, fue con voz débil que preguntó cómo había pasado la noche Vania. Al otro día se calló, pero respiraba todavía pues sus senos, animados por su aliento, subían y bajaban imperceptiblemente en su encierro. Días más tarde su respiración fue a hacerle compañía a su voz, pero sus senos inmóviles no habían perdido nada de su dulce abundancia de manantial y el niño, dormido en el hueco de su pecho, escuchaba todavía su corazón. Después, este corazón tan bien conciliado con la vida espació sus latidos. Sus ojos lánguidos se apagaron como el reflejo de las estrellas en una cisterna sin agua; por la ranura se veían ahora dos pupilas vidriosas que ya no miraban al cielo. A su vez, estas pupilas se licuaron y dejaron el lugar a dos órbitas vacías sólo habitadas por la Muerte, mas el joven pecho permanecía intacto y durante dos años, con la aurora, al mediodía y con el crepúsculo, la milagrosa abundancia continuó hasta que el niño, más grande, se alejó por sí mismo del pecho.
“Entonces solamente las tetas agotadas se desmoronaron y no hubo en el reborde de ladrillos sino un puñado de cenizas blancas. Durante algunos siglos las madres conmovidas vinieron a seguir con el dedo las huellas dejadas por la leche maravillosa. Después, la misma torre desapareció y el peso de las bóvedas dejó de aplastar ese ligero esqueleto de mujer. En fin, los mismos huesos frágiles se dispersaron y ya no queda aquí sino un viejo francés, asado por este calor del demonio, que repite al primer llegado esta historia digna de inspirar a los poetas tantas lágrimas como la de Andrómaca.
“En ese momento una gitana cubierta con una espantosa y dorada sarna se aproximó a la mesa en que estaban acodados los dos hombres. Llevaba en sus brazos a un niño que tenía los ojos cubiertos con un vendaje hecho de andrajos. Dobló la espalda con el insolente servilismo característico de las razas miserables o imperiales, y sus faldones amarillentos barrieron la tierra. El ingeniero la alejó rudamente sin preocuparse por su voz que subía del tono de la súplica al de la maldición. El Inglés la volvió a llamar para darle un dinar
¿Qué te pasa, viejo soñador? -dijo con impaciencia-. Sus senos y sus collares bien valen los de tu heroína albanesa. Y el niño que la acompaña está ciego.
-Yo conozco a esa mujer, respondió Joseph Boutrin. Un médico de Ragusa me contó su historia. Hace meses que aplica a su hijo emplastos que le inflaman los ojos y apiadan a los pasantes. Todavía ve, más pronto será lo que ella desea: un ciego. Esa mujer tendrá entonces su comida segura para toda la vida, porque el cuidado de un enfermo es una profesión lucrativa. Hay de madres a madres.
Marguerite Antoinette Jeanne Marie Ghislaine Cleenewerck de Crayencour nació en Bruselas (Bélgica). Su madre, Fernande de Cartier de Marchienne,2 que provenía de una familia aristocrática belga, murió a los diez días de su nacimiento por complicaciones en el parto, y la niña fue educada por su padre, Michel-René Cleenewerck de Crayencour, que provenía de una familia aristocrática francesa, en la casa de la abuela paterna, en el norte de Francia, Mont Noir, cerca de la frontera con Bélgica. Yourcenar leía a Racine y a Aristófanes a la edad de ocho años. Su padre le enseñó latín a los 10 y griego clásico a los 12.
A partir de 1919 abandona su apellido real y empieza a firmar como Marguerite Yourcenar, siendo éste un anagrama de Crayencour. Su primera novela, Alexis, fue publicada en 1929. En 1939, para que pudiera escapar de los problemas bélicos, su mejor amiga en ese momento, una traductora norteamericana llamada Grace Frick a la que había conocido en París en 1937, la invita a Estados Unidos, donde dará clases de Literatura comparada en la ciudad de Nueva York. Yourcenar era bisexual,3 ella y Frick se harán amantes y seguirán juntas hasta la muerte de ésta en 1979 a consecuencia de un cáncer de mama.4
Tradujo al francés Las olas de Virginia Woolf, en 1937, Lo que Maisie sabía de Henry James, en 1947, y obras de Yukio Mishima.
En 1947 obtuvo la nacionalidad norteamericana. En 1951 publica en París su muy documentada novela histórica Mémoires d'Hadrien (en español Memorias de Adriano), en la que estuvo trabajando a lo largo de una década. La novela fue un éxito inmediato y tuvo una gran acogida por parte de la crítica. Su presentación fue el motivo para volver a Francia después de doce años de ausencia.
En Memorias de Adriano, Yourcenar recrea la vida y muerte de una de las figuras más importantes del mundo antiguo, el emperador romano Adriano. La obra está escrita a modo de larga carta del emperador a su nieto adoptivo y futuro sucesor, Marco Aurelio. Adriano le explica su pasado, describiendo sus triunfos, su amor por Antinoo y su filosofía. Memorias de Adriano fue una novela pionera que ha servido de influencia en la posterior novelística histórica y se ha convertido en una obra maestra moderna.
En 1965 publica su obra "Opus Nigrum"-La obra en negro-, que lleva como protagonista al médico, filósofo y alquimista Zenón, de ambiente en la Europa del siglo XVI. Marguerite marca la transición entre la Edad Media y el Renacimiento. Zenón es un sabio con "La rabia del saber" que se ve expuesto a los prejuicios, dogmas religiosos y supersticiones fuertemente arraigados en el pensamiento Europeo de aquel siglo.
Otra de sus obras más aclamadas es "Fuegos", escrita en 1935, y que alterna relatos basados en mitos clásicos con algunos fragmentos sobre la pasión amorosa, he aquí unos cuantos fragmentos extraídos de este libro:
-"Espero que este libro no sea leído jamás". -"Soledad...yo no creo como ellos creen, no vivio como ellos viven,no amo como ellos aman...Moriré como ellos mueren". -"No hay nada que temer. He tocado fondo. No puedo caer más bajo que tu corazón". -"¿Adónde huir? Tú llenas el mundo. No puedo huir más que en ti". -"Soporto tus defectos. Uno se resigna a los defectos de Dios. Soporto tu ausencia. Uno se resigna a la ausencia de Dios".
Ganadora de los premios Femina y Erasmus, en 1980 fue la primera mujer elegida miembro de número de la Academia francesa, aunque desde 1970 ya pertenecía a la Academia belga. Una de las más respetadas escritoras en lengua francesa, tras el éxito de Memorias de Adriano, siguió publicando novela, ensayo, poesía y tres volúmenes de memorias.
Existe una anécdota ya bien conocida del encuentro de esta autora con el célebre escritor Jorge Luis Borges. En 1986, seis días antes de la muerte de Borges, estos dos autores se encontraron en Ginebra, donde Marguerite le preguntó:"Borges,¿cuándo saldrás del laberinto". Él le respondió:"Cuando hayan salido todos".
Lápida de Marguerite Yourcenar
Yourcenar vivió la mayor parte de su vida en su casa Petite Plaisance, en Mount Desert Island, en el estado de Maine, y sus restos descansan en la misma isla junto a los de la compañera de toda su vida Grace Frick,5 en una sencilla tumba en el Brookside Cemetery de Somesville[2].6 La casa de ambas es ahora un museo dedicado a su memoria, abierto al público durante los veranos.
Legó sus archivos personales y literarios a la Harvard University de Cambridge. En su Houghton Library pueden ser consultados libremente miles de cartas, fotografías y manuscritos (cf. Marguerite Yourcenar additional papers: Guide), excepto algunos documentos, que quedarán liberados en 2057. En Bruselas, su ciudad natal, existe también, desde 1989, el CIDMY: Centre International de Documentation Marguerite Yourcenar, que atesora numerosos fondos gráficos y escritos y ofrece información puntual sobre actividades y publicaciones relacionadas con la afamada autora.
Semblanza biográfica:Wikipedia. Texto: El cuento del día.Foto:sinjania.es

El cuento del domingo

Adolfo Bioy Casares
En memoria de Paulina

Siempre quise a Paulina. En uno de mis primeros recuerdos, Paulina y yo estamos ocultos en una oscura glorieta de laureles, en un jardín con dos leones de piedra. Paulina me dijo: Me gusta el azul, me gustan las uvas, me gusta el hielo, me gustan las rosas, me gustan los caballos blancos. Yo comprendí que mi felicidad había empezado, porque en esas preferencias podía identificarme con Paulina. Nos parecimos tan milagrosamente que en un libro sobre la final reunión de las almas en el alma del mundo, mi amiga escribió en el margen: Las nuestras ya se reunieron. "Nuestras" en aquel tiempo, significaba la de ella y la mía.

Para explicarme ese parecido argumenté que yo era un apresurado y remoto borrador de Paulina. Recuerdo que anoté en mi cuaderno: Todo poema es un borrador de la Poesía y en cada cosa hay una prefiguración de Dios. Pensé también: En lo que me parezca a Paulina estoy a salvo. Veía (y aún hoy veo) la identificación con Paulina como la mejor posibilidad de mi ser, como el refugio en donde me libraría de mis defectos naturales, de la torpeza, de la negligencia, de la vanidad.

La vida fue una dulce costumbre que nos llevó a esperar, como algo natural y cierto, nuestro futuro matrimonio. Los padres de Paulina, insensibles al prestigio literario prematuramente alcanzado, y perdido, por mí, prometieron dar el consentimiento cuando me doctorara. Muchas veces nosotros imaginábamos un ordenado porvenir, con tiempo suficiente para trabajar, para viajar y para querernos. Lo imaginábamos con tanta vividez que nos persuadíamos de que ya vivíamos juntos.

Hablar de nuestro casamiento no nos inducía a tratarnos como novios. Toda la infancia la pasamos juntos y seguía habiendo entre nosotros una pudorosa amistad de niños. No me atrevía a encarnar el papel de enamorado y a decirle, en tono solemne: Te quiero. Sin embargo, cómo la quería, con qué amor atónito y escrupuloso yo miraba su resplandeciente perfección .

A Paulina le agradaba que yo recibiera amigos. Preparaba todo, atendía a los invitados, y, secretamente, jugaba a ser dueña de casa. Confieso que esas reuniones no me alegraban. La que ofrecimos para que Julio Montero conociera a escritores no fue una excepción.

La víspera, Montero me había visitado por primera vez. Esgrimía, en la ocasión, un copioso manuscrito y el despótico derecho que la obra inédita confiere sobre el tiempo del prójimo. Un rato después de la visita yo había olvidado esa cara hirsuta y casi negra. En lo que se refiere al cuento que me leyó -Montero me había encarecido que le dijera con toda sinceridad si el impacto de su amargura resultaba demasiado fuerte-, acaso fuera notable porque revelaba un vago propósito de imitar a escritores positivamente diversos. La idea central era que si una determinada melodía surge de una relación entre el violín y los movimientos del violinista, de una determinada relación entre movimiento y materia surgía el alma de cada persona. El héroe del cuento fabricaba una máquina para producir almas (una suerte de bastidor, con maderas y piolines). Después el héroe moría. Velaban y enterraban el cadáver; pero él estaba secretamente vivo en el bastidor. Hacia el último párrafo, el bastidor aparecía, junto a un estereoscopio y un trípode con una piedra de galena, en el cuarto donde había muerto una señorita.

Cuando logré apartarlo de los problemas de su argumento, Montero manifestó una extraña ambición por conocer a escritores.

-Vuelva mañana por la tarde -le dije-. Le presentaré a algunos.

Se describió a sí mismo como un salvaje y aceptó la invitación. Quizá movido por el agrado de verlo partir, bajé con él hasta la puerta de calle. Cuando salimos del ascensor, Montero descubrió el jardín que hay en el patio. A veces, en la tenue luz de la tarde, viéndolo a través del portón de vidrio que lo separa del hall, ese diminuto jardín sugiere la misteriosa imagen de un bosque en el fondo de un lago. De noche, proyectores de luz lila y de luz anaranjada lo convierten en un horrible paraíso de caramelo. Montero lo vio de noche.

-Le seré franco-me dijo, resignándose a quitar los ojos del jardín-. De cuanto he visto en la casa esto es lo más interesante.

Al otro día Paulina llegó temprano; a las cinco de la tarde ya tenía todo listo para el recibo. Le mostré una estatuita china, de piedra verde, que yo había comprado esa mañana en un anticuario. Era un caballo salvaje, con las manos en el aire y la crin levantada. El vendedor me aseguró que simbolizaba la pasión.

Paulina puso el caballito en un estante de la biblioteca y exclamó: Es hermoso como la primera pasión de una vida. Cuando le dije que se lo regalaba, impulsivamente me echó los brazos al cuello y me besó.

Tomamos el té en el antecomedor. Le conté que me habían ofrecido una beca para estudiar dos años en Londres. De pronto creímos en un inmediato casamiento, en el viaje, en nuestra vida en Inglaterra (nos parecía tan inmediata como el casamiento). Consideramos pormenores de economía doméstica; las privaciones, casi dulces, a que nos someteríamos; la distribución de horas de estudio, de paseo, de reposo y, tal vez, de trabajo; lo que haría Paulina mientras yo asistiera a los cursos; la ropa y los libros que llevaríamos. Después de un rato de proyectos, admitimos que yo tendría que renunciar a la beca. Faltaba una semana para mis exámenes, pero ya era evidente que los padres de Paulina querían postergar nuestro casamiento.

Empezaron a llegar los invitados. Yo no me sentía feliz. Cuando conversaba con una persona, sólo pensaba en pretextos para dejarla. Proponer un tema que interesara al interlocutor me parecía imposible. Si quería recordar algo, no tenía memoria o la tenía demasiado lejos. Ansioso, fútil, abatido, pasaba de un grupo a otro, deseando que la gente se fuera, que nos quedáramos solos, que llegara el momento, ay, tan breve, de acompañar a Paulina hasta su casa.

Cerca de la ventana, mi novia hablaba con Montero. Cuando la miré, levantó los ojos e inclinó hacia mí su cara perfecta. Sentí que en la ternura de Paulina había un refugio inviolable, en donde estábamos solos. ¡Cómo anhelé decirle que la quería! Tomé la firme resolución de abandonar esa misma noche mi pueril y absurda vergüenza de hablarle de amor. Si ahora pudiera (suspiré) comunicarle mi pensamiento. En su mirada palpitó una generosa, alegre y sorprendida gratitud.

Paulina me preguntó en qué poema un hombre se aleja tanto de una mujer que no la saluda cuando la encuentra en el cielo. Yo sabía que el poema era de Browning y vagamente recordaba los versos. Pasé el resto de la tarde buscándolos en la edición de Oxford. Si no me dejaban con Paulina, buscar algo para ella era preferible a conversar con otras personas, pero estaba singularmente ofuscado y me pregunté si la imposibilidad de encontrar el poema no entrañaba un presagio. Miré hacia la ventana. Luis Alberto Morgan, el pianista, debió de notar mi ansiedad, porque me dijo:

-Paulina está mostrando la casa a Montero.

Me encogí de hombros, oculté apenas el fastidio y simulé interesarme, de nuevo, en el libro de Browning. Oblicuamente vi a Morgan entrando en mi cuarto. Pensé: Va a llamarla. En seguida reapareció con Paulina y con Montero.

Por fin alguien se fue; después, con despreocupación y lentitud partieron otros. Llegó un momento en que sólo quedamos Paulina, yo y Montero. Entonces, como lo temí, exclamó Paulina:

-Es muy tarde. Me voy.

Montero intervino rápidamente:

-Si me permite, la acompañaré hasta su casa.

-Yo también te acompañaré -respondí.

Le hablé a Paulina, pero miré a Montero. Pretendí que los ojos le comunicaran mi desprecio y mi odio.

Al llegar abajo, advertí que Paulina no tenía el caballito chino. Le dije:

-Has olvidado mi regalo.

Subí al departamento y volví con la estatuita . Los encontré apoyados en el portón de vidrio, mirando el jardín. Tomé del brazo a Paulina y no permití que Montero se le acercara por el otro lado. En la conversación prescindí ostensiblemente de Montero.

No se ofendió. Cuando nos despedimos de Paulina, insistió en acompañarme hasta casa. En el trayecto habló de literatura, probablemente con sinceridad y con fervor. Me dije: Él es el literato; yo soy un hombre cansado, frívolamente preocupado con una mujer. Consideré la incongruencia que había entre su vigor físico y su debilidad literaria. Pensé: una caparazón lo protege; no le llega lo que siente el interlocutor. Miré con odio sus ojos despiertos, su bigote hirsuto, su pescuezo fornido.

Aquella semana casi no vi a Paulina. Estudié mucho. Después del último examen, la llamé por teléfono. Me felicitó con una insistencia que no parecía natural y dijo que al fin de la tarde iría a casa.

Dormí la siesta, me bañé lentamente y esperé a Paulina hojeando un libro sobre losFaustos de Müller y de Lessing.

Al verla, exclamé:

-Estás cambiada.

-Si -respondió-. ¡Cómo nos conocemos! No necesito hablar para que sepas lo que siento.

Nos miramos en los ojos, en un éxtasis de beatitud.

-Gracias -contesté.

Nada me conmovía tanto como la admisión, por parte de Paulina, de la entrañable conformidad de nuestras almas. Confiadamente me abandoné a ese halago. No sé cuándo me pregunté (incrédulamente) si las palabras de Paulina ocultarían otro sentido. Antes de que yo considerara esta posibilidad, Paulina emprendió una confusa explicación. Oí de pronto:

-Esa primera tarde ya estábamos perdidamente enamorados

Me pregunté quiénes estaban enamorados. Paulina continuó.

-Es muy celoso. No se opone a nuestra amistad, pero le juré que, por un tiempo, no te vería.

Yo esperaba, aún, la imposible aclaración que me tranquilizara. No sabía si Paulina hablaba en broma o en serio. No sabía qué expresión había en mi rostro. No sabía lo desgarradora que era mi congoja. Paulina agregó:

-Me voy. Julio está esperándome. No subió para no molestarnos.

-¿Quién? -pregunté.

En seguida temí -como si nada hubiera ocurrido- que Paulina descubriera que yo era un impostor y que nuestras almas no estaban tan juntas.

Paulina contestó con naturalidad:

-Julio Montero.

La respuesta no podía sorprenderme; sin embargo, en aquella tarde horrible, nada me conmovió tanto como esas dos palabras. Por primera vez me sentí lejos de Paulina. Casi con desprecio le pregunté:

-¿Van a casarse?

No recuerdo qué me contestó. Creo que me invitó a su casamiento.

Después me encontré solo. Todo era absurdo. No había una persona más incompatible con Paulina (y conmigo) que Montero. ¿O me equivocaba? Si Paulina quería a ese hombre, tal vez nunca se había parecido a mí. Una abjuración no me bastó; descubrí que muchas veces yo había entrevisto la espantosa verdad.

Estaba muy triste, pero no creo que sintiera celos. Me acosté en la cama, boca abajo. Al estirar una mano, encontré el libro que había leído un rato antes. Lo arrojé lejos de mí, con asco .

Salí a caminar. En una esquina miré una calesita. Me parecía imposible seguir viviendo esa tarde.

Durante años la recordé y como prefería los dolorosos momentos de la ruptura (porque los había pasado con Paulina) a la ulterior soledad, los recorría y los examinaba minuciosamente y volvía a vivirlos. En esta angustiada cavilación creía descubrir nuevas interpretaciones para los hechos. Así, por ejemplo, en la voz de Paulina declarándome el nombre de su amado, sorprendí una ternura que, al principio, me emocionó. Pensé que la muchacha me tenía lástima y me conmovió su bondad como antes me conmovía su amor. Luego, recapacitando, deduje que esa ternura no era para mí sino para el nombre pronunciado.

Acepté la beca, y, silenciosamente, me ocupé en los preparativos del viaje. Sin embargo, la noticia trascendió. En la última tarde me visitó Paulina.

Me sentía alejado de ella, pero cuando la vi me enamoré de nuevo. Sin que Paulina lo dijera, comprendí que su aparición era furtiva. La tomé de las manos, trémulo de agradecimiento. Paulina exclamó:

-Siempre te querré. De algún modo, siempre te querré más que a nadie.

Tal vez creyó que había cometido una traición. Sabía que yo no dudaba de su lealtad hacia Montero, pero como disgustada por haber pronunciado palabras que entrañaran -si no para mí, para un testigo imaginario- una intención desleal, agregó rápidamente:

-Es claro, lo que siento por ti no cuenta. Estoy enamorada de Julio.

Todo lo demás, dijo, no tenía importancia. El pasado era una región desierta en que ella había esperado a Montero. De nuestro amor, o amistad, no se acordó.

Después hablamos poco. Yo estaba muy resentido y fingí tener prisa. La acompañé en el ascensor. Al abrir la puerta retumbó, inmediata, la lluvia.

-Buscaré un taxímetro -dije.

Con una súbita emoción en la voz, Paulina me gritó:

-Adiós, querido.

Cruzó, corriendo, la calle y desapareció a lo lejos. Me volví, tristemente. Al levantar los ojos vi a un hombre agazapado en el jardín. El hombre se incorporó y apoyó las manos y la cara contra el portón de vidrio. Era Montero.

Rayos de luz lila y de luz anaranjada se cruzaban sobre un fondo verde, con boscajes oscuros. La cara de Montero, apretada contra el vidrio mojado, parecía blanquecina y deforme.

Pensé en acuarios, en peces en acuarios. Luego, con frívola amargura, me dije que la cara de Montero sugería otros monstruos: los peces deformados por la presión del agua, que habitan el fondo del mar.

Al otro día, a la mañana, me embarqué. Durante el viaje, casi no salí del camarote. Escribí y estudié mucho.

Quería olvidar a Paulina. En mis dos años de Inglaterra evité cuanto pudiera recordármela: desde los encuentros con argentinos hasta los pocos telegramas de Buenos Aires que publicaban los diarios. Es verdad que se me aparecía en el sueño, con una vividez tan persuasiva y tan real, que me pregunté si mi alma no contrarrestaba de noche las privaciones que yo le imponía en la vigilia. Eludí obstinadamente su recuerdo. Hacia el fin del primer año, logré excluirla de mis noches, y, casi, olvidarla.

La tarde que llegué de Europa volví a pensar en Paulina. Con aprehensión me dije que tal vez en casa los recuerdos fueran demasiado vivos. Cuando entré en mi cuarto sentí alguna emoción y me detuve respetuosamente, conmemorando el pasado y los extremos de alegría y de congoja que yo había conocido. Entonces tuve una revelación vergonzosa. No me conmovían secretos monumentos de nuestro amor, repentinamente manifestados en lo más íntimo de la memoria; me conmovía la enfática luz que entraba por la ventana, la luz de Buenos Aires.

A eso de las cuatro fui hasta la esquina y compré un kilo de café. En la panadería, el patrón me reconoció, me saludó con estruendosa cordialidad y me informó que desde hacia mucho tiempo -seis meses por lo menos- yo no lo honraba con mis compras. Después de estas amabilidades le pedí, tímido y resignado, medio kilo de pan. Me preguntó, como siempre:

-¿Tostado o blanco?

Le contesté, como siempre:

-Blanco.

Volví a casa. Era un día claro como un cristal y muy frío.

Mientras preparaba el café pensé en Paulina. Hacia el fin de la tarde solíamos tomar una taza de café negro.

Como en un sueño pasé de una afable y ecuánime indiferencia a la emoción, a la locura, que me produjo la aparición de Paulina. Al verla caí de rodillas, hundí la cara entre sus manos y lloré por primera vez todo el dolor de haberla perdido.

Su llegada ocurrió así: tres golpes resonaron en la puerta; me pregunté quién sería el intruso; pensé que por su culpa se enfriaría el café; abrí, distraídamente.

Luego -ignoro si el tiempo transcurrido fue muy largo o muy breve- Paulina me ordenó que la siguiera. Comprendí que ella estaba corrigiendo, con la persuasión de los hechos, los antiguos errores de nuestra conducta. Me parece (pero además de recaer en los mismos errores, soy infiel a esa tarde) que los corrigió con excesiva determinación . Cuando me pidió que la tomara de la mano ("¡La mano!", me dijo. "¡Ahora!") me abandoné a la dicha. Nos miramos en los ojos y, como dos ríos confluentes, nuestras almas también se unieron. Afuera, sobre el techo, contra las paredes, llovía. Interpreté esa lluvia -que era el mundo entero surgiendo, nuevamente- como una pánica expansión de nuestro amor.

La emoción no me impidió, sin embargo, descubrir que Montero había contaminado la conversación de Paulina. Por momentos, cuando ella hablaba, yo tenía la ingrata impresión de oír a mi rival. Reconocí la característica pesadez de las frases; reconocí las ingenuas y trabajosas tentativas de encontrar el término exacto; reconocí, todavía apuntando vergonzosamente, la inconfundible vulgaridad.

Con un esfuerzo pude sobreponerme. Miré el rostro, la sonrisa, los ojos. Ahí estaba Paulina, intrínseca y perfecta. Ahí no me la habían cambiado.

Entonces, mientras la contemplaba en la mercurial penumbra del espejo, rodeada por el marco de guirnaldas, de coronas y de ángeles negros, me pareció distinta. Fue como si descubriera otra versión de Paulina; como si la viera de un modo nuevo. Di gracias por la separación, que me había interrumpido el hábito de verla, pero que me la devolvía más hermosa.

Paulina dijo:

-Me voy. Julio me espera.

Advertí en su voz una extraña mezcla de menosprecio y de angustia, que me desconcertó. Pensé melancólicamente: Paulina, en otros tiempos, no hubiera traicionado a nadie. Cuando levanté la mirada, se había ido.

Tras un momento de vacilación la llamé. Volví a llamarla, bajé a la entrada, corrí por la calle. No la encontré. De vuelta, sentí frío. Me dije: "Ha refrescado. Fue un simple chaparrón". La calle estaba seca.

Cuando llegué a casa vi que eran las nueve. No tenía ganas de salir a comer; la posibilidad de encontrarme con algún conocido, me acobardaba. Preparé un poco de café. Tomé dos o tres tazas y mordí la punta de un pan.

No sabía siquiera cuándo volveríamos a vernos. Quería hablar con Paulina. Quería pedirle que me aclarara unas dudas (unas dudas que me atormentaban y que ella aclararía sin dificultad). De pronto, mi ingratitud me asustó. El destino me deparaba toda la dicha y yo no estaba contento. Esa tarde era la culminación de nuestras vidas. Paulina lo había comprendido así. Yo mismo lo había comprendido. Por eso casi no hablamos. (Hablar, hacer preguntas hubiera sido, en cierto modo, diferenciarnos.)

Me parecía imposible tener que esperar hasta el día siguiente para ver a Paulina. Con premioso alivio determiné que iría esa misma noche a casa de Montero. Desistí muy pronto; sin hablar antes con Paulina, no podía visitarlos. Resolví buscar a un amigo -Luis Alberto Morgan me pareció el más indicado- y pedirle que me contara cuanto supiera de la vida de Paulina durante mi ausencia.

Luego pensé que lo mejor era acostarme y dormir. Descansado, vería todo con más comprensión. Por otra parte, no estaba dispuesto a que me hablaran frívolamente de Paulina. Al entrar en la cama tuve la impresión de entrar en un cepo (recordé, tal vez, noches de insomnio, en que uno se queda en la cama para no reconocer que está desvelado). Apagué la luz.

No cavilaría más sobre la conducta de Paulina. Sabía demasiado poco para comprender la situación. Ya que no podía hacer un vacío en la mente y dejar de pensar, me refugiaría en el recuerdo de esa tarde.

Seguiría queriendo el rostro de Paulina aun si encontraba en sus actos algo extraño y hostil que me alejaba de ella. El rostro era el de siempre, el puro y maravilloso que me había querido antes de la abominable aparición de Montero. Me dije: Hay una fidelidad en las caras, que las almas quizá no comparten.

¿O todo era un engaño? ¿Yo estaba enamorado de una ciega proyección de mis preferencias y repulsiones? ¿Nunca había conocido a Paulina?

Elegí una imagen de esa tarde -Paulina ante la oscura y tersa profundidad del espejo- y procuré evocarla. Cuando la entreví, tuve una revelación instantánea: dudaba porque me olvidaba de Paulina. Quise consagrarme a la contemplación de su imagen. La fantasía y la memoria son facultades caprichosas: evocaba el pelo despeinado, un pliegue del vestido, la vaga penumbra circundante, pero mi amada se desvanecía.

Muchas imágenes, animadas de inevitable energía, pasaban ante mis ojos cerrados. De pronto hice un descubrimiento. Como en el borde oscuro de un abismo, en un ángulo del espejo, a la derecha de Paulina, apareció el caballito de piedra verde.

La visión, cuando se produjo, no me extrañó; sólo después de unos minutos recordé que la estatuita no estaba en casa. Yo se la había regalado a Paulina hacía dos años.

Me dije que se trataba de una superposición de recuerdos anacrónicos (el más antiguo, del caballito; el más reciente, de Paulina). La cuestión quedaba dilucidada, yo estaba tranquilo y debía dormirme. Formulé entonces una reflexión vergonzosa y, a la luz de lo que averiguaría después, patética. "Si no me duermo pronto", pensé, "mañana estaré demacrado y no le gustaré a Paulina".

Al rato advertí que mi recuerdo de la estatuita en el espejo del dormitorio no era justificable. Nunca la puse en el dormitorio. En casa, la vi únicamente en el otro cuarto (en el estante o en manos de Paulina o en las mías).

Aterrado, quise mirar de nuevo esos recuerdos. El espejo reapareció, rodeado de ángeles y de guirnaldas de madera, con Paulina en el centro y el caballito a la derecha. Yo no estaba seguro de que reflejara la habitación. Tal vez la reflejaba, pero de un modo vago y sumario. En cambio el caballito se encabritaba nítidamente en el estante de la biblioteca. La biblioteca abarcaba todo el fondo y en la oscuridad lateral rondaba un nuevo personaje, que no reconocí en el primer momento. Luego, con escaso interés, noté que ese personaje era yo.

Vi el rostro de Paulina, lo vi entero (no por partes), como proyectado hasta mí por la extrema intensidad de su hermosura y de su tristeza. Desperté llorando.

No sé desde cuándo dormía. Sé que el sueño no fue inventivo. Continuó, insensiblemente, mis imaginaciones y reprodujo con fidelidad las escenas de la tarde.

Miré el reloj. Eran las cinco. Me levantaría temprano y, aun a riesgo de enojar a Paulina, iría a su casa. Esta resolución no mitigó mi angustia.

Me levanté a las siete y media, tomé un largo baño y me vestí despacio.

Ignoraba dónde vivía Paulina. El portero me prestó la guía de teléfonos y la Guía Verde. Ninguna registraba la dirección de Montero. Busqué el nombre de Paulina; tampoco figuraba. Comprobé, asimismo, que en la antigua casa de Montero vivía otra persona. Pensé preguntar la dirección a los padres de Paulina.

No los veía desde hacía mucho tiempo (cuando me enteré del amor de Paulina por Montero, interrumpí el trato con ellos). Ahora, para disculparme, tendría que historiar mis penas. Me faltó el ánimo.

Decidí hablar con Luis Alberto Morgan. Antes de las once no podía presentarme en su casa. Vagué por las calles, sin ver nada, o atendiendo con momentánea aplicación a la forma de una moldura en una pared o al sentido de una palabra oída al azar. Recuerdo que en la plaza Independencia una mujer, con los zapatos en una mano y un libro en la otra, se paseaba descalza por el pasto húmedo.

Morgan me recibió en la cama, abocado a un enorme tazón, que sostenía con ambas manos. Entreví un líquido blancuzco y, flotando, algún pedazo de pan.

-¿Dónde vive Montero? -le pregunté.

Ya había tomado toda la leche. Ahora sacaba del fondo de la taza los pedazos de pan.

-Montero está preso -contestó.

No pude ocultar mi asombro. Morgan continuó:

-¿Cómo? ¿Lo ignoras?

Imaginó, sin duda, que yo ignoraba solamente ese detalle, pero, por gusto de hablar, refirió todo lo ocurrido. Creí perder el conocimiento: caer en un repentino precipicio; ahí también llegaba la voz ceremoniosa, implacable y nítida, que relataba hechos incomprensibles con la monstruosa y persuasiva convicción de que eran familiares.

Morgan me comunicó lo siguiente: Sospechando que Paulina me visitaría, Montero se ocultó en el jardín de casa. La vio salir, la siguió; la interpeló en la calle. Cuando se juntaron curiosos, la subió a un automóvil de alquiler. Anduvieron toda la noche por la Costanera y por los lagos y, a la madrugada, en un hotel del Tigre, la mató de un balazo. Esto no había ocurrido la noche anterior a esa mañana; había ocurrido la noche anterior a mi viaje a Europa; había ocurrido hacía dos años.

En los momentos más terribles de la vida solemos caer en una suerte de irresponsabilidad protectora y en vez de pensar en lo que nos ocurre dirigimos la atención a trivialidades. En ese momento yo le pregunté a Morgan:

-¿Te acuerdas de la última reunión, en casa, antes de mi viaje?

Morgan se acordaba. Continué:

-Cuando notaste que yo estaba preocupado y fuiste a mi dormitorio a buscar a Paulina, ¿qué hacía Montero?

-Nada -contestó Morgan, con cierta vivacidad-. Nada. Sin embargo, ahora lo recuerdo: se miraba en el espejo.

Volvía a casa. Me crucé, en la entrada, con el portero. Afectando indiferencia, le pregunté:

-¿Sabe que murió la señorita Paulina?

-¿Cómo no voy a saberlo? -respondió-. Todos los diarios hablaron del asesinato y yo acabé declarando en la policía.

El hombre me miró inquisitivamente.

-¿Le ocurre algo? -dijo, acercándose mucho-. ¿Quiere que lo acompañe?

Le di las gracias y me escapé hacia arriba. Tengo un vago recuerdo de haber forcejeado con una llave; de haber recogido unas cartas, del otro lado de la puerta; de estar con los ojos cerrados, tendido boca abajo, en la cama.

Después me encontré frente al espejo, pensando: "Lo cierto es que Paulina me visitó anoche. Murió sabiendo que el matrimonio con Montero había sido un equivocación -una equivocación atroz- y que nosotros éramos la verdad. Volvió desde la muerte, para completar su destino, nuestro destino". Recordé una frase que Paulina escribió, hace años, en un libro: Nuestras almas ya se reunieron. Seguí pensando: "Anoche, por fin. En el momento en que la tomé de la mano". Luego me dije: "Soy indigno de ella: he dudado, he sentido celos. Para quererme vino desde la muerte".

Paulina me había perdonado. Nunca nos habíamos querido tanto. Nunca estuvimos tan cerca.

Yo me debatía en esta embriaguez de amor, victoriosa y triste, cuando me pregunté -mejor dicho, cuando mi cerebro, llevado por el simple hábito de proponer alternativas, se preguntó- si no habría otra explicación para la visita de anoche. Entonces, como una fulminación, me alcanzó la verdad.

Quisiera descubrir ahora que me equivoco de nuevo. Por desgracia, como siempre ocurre cuando surge la verdad, mi horrible explicación aclara los hechos que parecían misteriosos. Éstos, por su parte, la confirman.

Nuestro pobre amor no arrancó de la tumba a Paulina. No hubo fantasma de Paulina. Yo abracé un monstruoso fantasma de los celos de mi rival.

La clave de lo ocurrido está oculta en la visita que me hizo Paulina en la víspera de mi viaje. Montero la siguió y la esperó en el jardín. La riñó toda la noche y, porque no creyó en sus explicaciones -¿cómo ese hombre entendería la pureza de Paulina?- la mató a la madrugada.


Lo imaginé en su cárcel, cavilando sobre esa visita, representándosela con la cruel obstinación de los celos.

La imagen que entró en casa, lo que después ocurrió allí, fue una proyección de la horrenda fantasía de Montero. No lo descubrí entonces, porque estaba tan conmovido y tan feliz, que sólo tenía voluntad para obedecer a Paulina. Sin embargo, los indicios no faltaron. Por ejemplo, la lluvia. Durante la visita de la verdadera Paulina -en la víspera de mi viaje- no oí la lluvia. Montero, que estaba en el jardín, la sintió directamente sobre su cuerpo. Al imaginarnos, creyó que la habíamos oído. Por eso anoche oí llover. Después me encontré con que la calle estaba seca.

Otro indicio es la estatuita. Un solo día la tuve en casa: el día del recibo. Para Montero quedó como un símbolo del lugar. Por eso apareció anoche.

No me reconocí en el espejo, porque Montero no me imaginó claramente. Tampoco imaginó con precisión el dormitorio. Ni siquiera conoció a Paulina. La imagen proyectada por Montero se condujo de un modo que no es propio de Paulina. Además, hablaba como él.

Urdir esta fantasía es el tormento de Montero. El mío es más real. Es la convicción de que Paulina no volvió porque estuviera desengañada de su amor. Es la convicción de que nunca fui su amor. Es la convicción de que Montero no ignoraba aspectos de su vida que sólo he conocido indirectamente. Es la convicción de que al tomarla de la mano -en el supuesto momento de la reunión de nuestras almas- obedecí a un ruego de Paulina que ella nunca me dirigió y que mi rival oyó muchas veces.
Adolfo Bioy Casares (Buenos Aires, 15 de septiembre de 1914ibídem, 8 de marzo de 1999). Escritor argentino que frecuentó las literaturas fantástica, policial y de ciencia ficción.
Es considerado uno de los escritores más importantes de su país y de la literatura en español, habiendo recibido el Premio Internacional Alfonso Reyes y el Premio Miguel de Cervantes, ambos en 1990. Parte de su reconocimiento se debe a su amistad con Jorge Luis Borges, con quien colaboró literariamente en varias ocasiones, y que lo consideró incluso uno de los más notables escritores argentinos. Fue esposo de la escritora Silvina Ocampo.
Bioy Casares nació el 15 de septiembre de 1914 en Buenos Aires, siendo el único hijo de Adolfo Bioy Domecq y Marta Ignacia Casares Lynch, en el barrio de Recoleta, tradicionalmente habitado por familias patricias o de clase alta, y donde residiría la mayor parte de su vida. Perteneciendo a una familia acomodada, pudo dedicarse exclusivamente a la literatura y, al mismo tiempo, apartarse del medio literario de su época. Escribió su primer relato, Iris y Margarita, a los once años. Cursó parte de sus estudios secundarios en el Instituto Libre de Segunda Enseñanza de la Universidad de Buenos Aires. Luego, comenzó y dejó las carreras de Derecho, Filosofía y Letras. Tras la decepción que le provocó el ámbito universitario, se retiró a una estancia —posesión de su familia— donde, cuando no recibía visitas, se dedicaba casi exclusivamente a la lectura, entregando horas y horas del día a la literatura universal. Por esas épocas, entre los veinte y los treinta años, ya manejaba con fluidez el inglés, el francés (que hablaba desde los cuatro años), el alemán y, naturalmente, el español. Entre 1929 y 1937 Bioy publicó algunos libros (Prólogo, 17 disparos contra lo porvenir, Caos, La nueva tormenta, La estatua casera, Luis Greve, muerto) que más tarde repudiaría, prohibiendo su reedición y rehusándose a comentarlos, calificando toda su obra anterior a 1940 como "horrible".
En 1932 conoce a Jorge Luis Borges en Villa Ocampo, la casa de Victoria Ocampo ubicada en las barrancas de San Isidro, donde la escritora solía recibir a figuras internacionales de la cultura y organizar reuniones culturales. Bioy cuenta que fue durante una de esas visitas que Borges y él se habían apartado del resto de la gente, por lo que Victoria se les acercó y los reprochó diciendo "no sean mier.das, atiendan al invitado", 1 lo que provocó el enojo de Borges y la retirada de ambos de la reunión. En el viaje de regreso a la ciudad quedó sellada una amistad que duraría hasta la muerte de Borges en 1986, y que dio una de las duplas más célebres de la literatura, llegando a colaborar en varios trabajos, desde colecciones de relatos (Seis problemas para don Isidro Parodi, Dos fantasías memorables, Un modelo para la muerte), pasando por guiones de cine (Los orilleros, Invasión) hasta antologías de cuentos fantásticos (Antología de la literatura fantástica, Cuentos breves y extraordinarios), publicando a menudo bajo los seudónimos de H. Bustos Domecq y Benito Suárez Lynch. Entre 1945 y 1955 dirigieron la colección "El séptimo círculo", que publicaba traducciones de las mejores novelas policiales de lengua inglesa, género del que Borges era un gran admirador. En 2006 se publicó Borges, un inmenso volumen de más de mil seiscientas páginas extraídas de los diarios de Bioy que revela con más detalles la amistad que unió a los dos escritores. Bioy ya había preparado y corregido los textos, pero no alcanzó a publicarlos.
En 1940, Bioy Casares se casa con Silvina Ocampo, hermana de Victoria, también escritora y pintora. Ese mismo año publica la novela La invención de Morel, que marca el inicio su madurez literaria. La novela contó con un prólogo de Borges, en el que comenta la ausencia de precursores del género de ciencia ficción en la literatura en español, presentando a Bioy como el iniciador de un género nuevo. La novela tuvo una gran aceptación y recibió el Primer Premio Municipal de Literatura en 1941. Por esos años publica, en colaboración con Borges y Silvina Ocampo, dos antologías: Antología de la literatura fantástica (1940) y Antología poética argentina (1941).
En 1945 aparece su segunda novela, Plan de evasión, ambientada en la colonia penitenciaria de la Isla del Diablo de la Guayana Francesa. Continúa la temática de ficción científica ya explorada en La invención de Morel, a la vez que la profundiza, ya que en el texto se alude constantemente a la Teoría de los colores de Goethe y a las ideas de William James sobre la percepción de la realidad. El mismo año publica la novela corta El perjurio de la nieve, incluida más tarde en La trama celeste (1948), su primera colección de relatos.
Al igual que Borges, Bioy fue antiperonista. Durante los años del peronismo sólo publicaría una novela en colaboración con Silvina Ocampo, Los que aman, odian (1946), y una colección de relatos, La trama celeste (1948). Por esos años también escribió un cuento en colaboración con Borges, "La fiesta del monstruo", en el que hacen una grotesca parodia de un obrero peronista que funciona como una crítica al gobierno, de la misma manera que El matadero de Esteban Echeverría era una parodia y una crítica a los seguidores y la figura de Juan Manuel de Rosas.
Habría que esperar hasta 1954 para que apareciera otra novela, El sueño de los héroes. Esta obra marca un desplazamiento en su obra, alejándose de las "fantasías razonadas" del comienzo, aunque sin abandonar las obsesiones permanentes en la vida y la obra de Bioy como son el amor, las mujeres, los juegos con el tiempo y el espacio y un característico sentido del humor. Ambientada en Buenos Aires, El sueño de los héroes narra las peripecias de Emilio Gauna por recuperar un recuerdo perdido durante una madrugada de carnaval, después de tres días de caravana con sus amigos. La búsqueda del suceso olvidado y el amor de una mujer marcan la trama de la novela. El 8 de julio de ese año nace su hija Marta, fruto de la relación de Bioy con una de sus amantes, pero que fue adoptada y criada por Silvina.
En las décadas de los 50 y 60 Bioy se dedicó especialmente al cuento (Historia prodigiosa, Guirnalda con amores, El lado de la sombra, El gran serafín) y comenzó su inclinación por la fotografía. El 15 de agosto de 1966 nació su segundo hijo, Fabián, también de una relación extramatrimonial, a quien conocería ya de adulto. En 1969 publicó Diario de la guerra del cerdo, obra que, pese a alejarse del tono fantástico de muchos de sus libros, no puede considerarse estrictamente como una novela realista. El protagonista, Isidro Vidal, es un jubilado que se reúne con sus amigos en el club de su barrio a jugar a las cartas y que de repente se ven implicados en una guerra generacional, en la que los jóvenes empiezan a perseguir y asesinar a los viejos. Escrita cuando tenía 55 años, la novela parece reflejar el temor de Bioy al paso del tiempo (tema que ya había tratado en La invención de Morel y El perjurio de la nieve) y fue adaptada al cine en 1975 por Leopoldo Torre Nilson, con el título La guerra del cerdo.
En 1972 publica dos antologías de cuentos propios, Historias de amor e Historias fantásticas, y en 1973 aparece Dormir al sol, novela en la que vuelve a tratar un argumento fantástico propio de sus comienzos pero con el tono costumbrista que había adquirido su prosa con el paso del tiempo, y la favorita del propio Bioy, según declaró 2 . Al igual que su novela anterior, Dormir al sol fue llevada al cine en 2012 por Alejandro Chomski. En 1978 publica otro libro de cuentos, El héroe de las mujeres.
El período tardío de la producción de Bioy estuvo lejos de la repercursión de obras anteriores, pero se sucedieron los reconocimientos. En 1986 aparecen Historias desaforadas y su última novela, La aventura de un fotógrafo en La Plata. De tema kafkiano, con frecuencia ha sido leída como una alegoría de los desaparecidos durante la dictadura militar que gobernó el país entre 1976 y 1983. Es declarado Ciudadano Ilustre de Buenos Aires y en 1990 recibe dos importantes premios en reconocimiento a toda su trayectoria: el Premio Alfonso Reyes y el Premio Cervantes, el máximo galardón de las letras castellanas. Publica ese mismo año Una muñeca rusa y más tarde la novela corta Un campeón desparejo.
Una caída que le provoca una doble fractura de cadera en 1992 pareció anticipar una serie de hechos trágicos, ya que poco después sufrió la pérdida de su esposa (el 14 de diciembre de 1993, víctima del mal de Alzheimer que la tuvo postrada durante tres años) y de su hija Marta (el 4 de enero de 1994, al ser atropellada por un colectivo). Por esa época empieza a frecuentar a su hijo Fabián, a quien reconocería oficialmente en 1998, y ve más seguido a su nieto Florencio, quien lo acompañó en sus últimos años 3 . Finalmente falleció el 8 de marzo de 1999, a los 84 años. Fue inhumado en la bóveda de su familia en el Cementerio de la Recoleta, muy cerca de la cripta familiar de los Ocampo, donde reposan los restos de su esposa y su cuñada.
El mundo imaginario de Bioy Casares consiste en fantasías y en acontecimientos inexplicables, aunque también aluda a menudo al ambiente intelectual porteño. Cultivó un estilo depurado y clásico y su literatura se caracteriza, en parte, por ofrecer una versión paródica del relato fantástico o policíaco tradicional, consistente en observar lo irreal bajo lentes humorísticas. Los elementos típicos de estas literaturas son antes cómicos que aterradores; el carácter de los personajes es incompetente, insensato. A partir de esto, el historiador de la literatura José Miguel Oviedo ha pretendido llamar a sus narraciones «comedias fantásticas».
Se ha señalado, también, que la pasión amorosa, el elemento erótico, es fundamental en la narrativa de este escritor. Es notable que también esto sea contemplado desde una perspectiva muchas veces irónica; el amor es considerado algo sublime pero fatal. La relación presenta rasgos del amor cortés, pero las amadas suelen ser tenebrosas, cabría decir superiores. Se ha querido ver en esta cuestión alguna conexión con la vida de Bioy Casares, cuyo carácter enamoradizo es de sobras conocido. He aquí lo que ha referido Octavio Paz:

El amor —en Bioy Casares— es una percepción privilegiada, la más total y lúcida, no sólo de la irrealidad del mundo, sino de la nuestra.
A pesar de que ya había publicado algunos libros, la verdadera obra de Bioy Casares comienza en 1940, el año en que se publica su más famosa novela, La invención de Morel. La obra narra la historia de un prófugo que escapa a una isla que se supone infectada por una enfermedad mortal. Al comenzar a vivir en ella, pierde todo el sentido de la realidad y se da cuenta de que en la isla viven personajes creados por una máquina inventada por Morel. Estas imágenes de personajes repiten eternamente las mismas acciones haciendo que el prófugo termine casi loco. Borges, que la ha relacionado con H. G. Wells, afirmó, en un prólogo tan famoso como la novela misma, que:

En español, son infrecuentes y aún rarisimas las obras de imaginación razonada. (...) La invención de Morel (cuyo título alude filialmente a otro inventor isleño, a Moreau) traslada a nuestras tierras y a nuestro idioma un género nuevo. He discutido con su autor los pormenores de su trama, la he releido; no me parece una imprecisión o una hipérbole calificarla de perfecta.
Estas palabras nos llevan a otra preocupación que Bioy compartió con su amigo: el amor por el género fantástico y, especialmente, la exhumación de la trama de los relatos, por sobre lo descriptivo. (Es evidente que este hecho los llevó, a ambos, a admirar el género policial) El mismo año de la publicación de La invención de Morel, Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo publicaron una famosa Antología de la literatura fantástica. Veinticinco años después, Bioy escribió al respecto:

Los compiladores de esta antología creíamos entonces que la novela, en nuestro país y en nuestra época, adolecía de una grave debilidad en la trama, porque los autores habían olvidado lo que podríamos llamar el propósito primordial de la profesión: contar cuentos. (...) Porque requeríamos contrincantes menos ridículos, acometimos contra las novelas psicológicas, a las que imputábamos deficiencia de rigor en la construcción. (...) Como panacea recomendábamos el cuento fantástico.
Adolfo Bioy Casares es un escritor fundamental para comprender la literatura argentina del siglo XX. Es un error considerarlo únicamente un epígono de Borges; es una simplificación ver en él sólo la primacía de Borges sobre las letras del país. Bioy Casares es un autor completamente original, que influyó y fue influido por su gran amigo. Su obra debe destacarse, y debe impedirse que sea opacada por la figura de Jorge Luis Borges.

 Premios y distinciones. Entre sus premios y distinciones destacan el Gran Premio de Honor de la SADE en 1975, la membresía a la Legión de Honor francesa en 1981, su nombramiento como Ciudadano Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires en 1986,4 el Premio Cervantes y el Premio Internacional Alfonso Reyes en 1990 y el Premio Konex de Brillante en 1994.4. Obra. Novelas. La invención de Morel (1940). Plan de evasión (1945). El sueño de los héroes (1954). Diario de la guerra del cerdo (1969). Dormir al sol (1973).La aventura de un fotógrafo en La Plata (1985). Novelas cortas. El perjurio de la nieve (1945). Un campeón desparejo (1993). De un mundo a otro (1998). Cuentos. La trama celeste (1948). Historia prodigiosa (1956). Guirnalda con amores (1959). El lado de la sombra (1962). El gran serafín (1967). El héroe de las mujeres (1978). Historias desaforadas (1986). Una muñeca rusa (1990). Una magia modesta (1997). Ensayos. La otra aventura (1968). Memoria sobre la pampa y los gauchos (1970). Diccionario del argentino exquisito (1971), Diccionario de palabras que no deberíamos utilizar.. De jardines ajenos: libro abierto (1997), recopilación de fraseses, poemas, y miscelánea diversa, editada en colaboración con Daniel Martino. De las cosas maravillosas (1999). Obras no reconocidas por el autor. Prólogo (1929). 17 disparos contra lo porvenir (1933). Caos (1934). La nueva tormenta o La vida múltiple de Juan Ruteno (1935). La estatua casera (1936). Luis Greve, muerto (1937).Memorias/Diarios.
A lo largo de toda su vida, Bioy llevó a cabo un vastísimo diario del que han salido las siguientes publicaciones: Memorias (1994), editado por Marcelo Pichon Riviere y Cristina Castro Cranwell. Descanso de caminantes (2001), libro póstumo, editado por Daniel Martino. Borges (2006), libro póstumo, selección del diario del autor donde aparecen referencias a Jorge Luis Borges, preparado por Bioy Casares en colaboración con Daniel Martino y editado por éste. Unos días en el Brasil (1991), en una edición de apenas 300 ejemplares fuera de comercio. En el año 2010 fue editada comercialmente por la editorial La Compañía (Buenos Aires). Cartas. En viaje (1967) (1996), cartas para Silvina Ocampo y Marta Bioy, editadas por Daniel Martino. Obras en colaboración con otros autores. Con Jorge Luis Borges. Seis problemas para don Isidro Parodi (1942). Dos fantasías memorables (1946). Un modelo para la muerte (1946). Cuentos breves y extraordinarios (1955). Libro del Cielo y del Infierno (1960). Crónicas de Bustos Domecq (1967). Nuevos cuentos de Bustos Domecq (1977). Guiones de cine. Los orilleros (1955). El paraíso de los creyentes (1955)- no filmada. Invasión (1969), dirección Hugo Santiago. Les autres (1971), dirección Hugo Santiago. Con Silvina Ocampo. Los que aman, odian (1946). Con Silvina Ocampo y Jorge Luis Borges. Antología de la Literatura Fantástica (1940). Antología poética argentina (1941).
Semblanza biográfica: Wikipedia. Texto:ciudadseva.com. Foto:Gorka Lejarcegi.

El cuento del domingo


Dashiell Hammett  
Demasiados han vivido

La corbata del hombre eran tan naranja como una puesta de sol. Se trataba de un individuo robusto, alto y puro músculo. El pelo oscuro con raya al medio y pegado al cuero cabelludo, las mejillas firmes y carnosas, la ropa que ceñía su cuerpo con evidente comodidad, e incluso las orejas, pequeñas y rosadas, adheridas a los lados de la cabeza: cada uno de estos elementos parecía formar parte de los distintos colores de una misma superficie uniforme. Tenía entre treinta y cinco y cuarenta y cinco años.
Tomó asiento junto al escritorio de Samuel Spade, se echó hacia adelante, ligeramente apoyado en su bastón de caña, y dijo:
-No. Solo quiero que averigüe qué le ocurrió. Espero que no lo encuentre -sus ojos verdes saltones miraron solemnemente a Spade.
Spade se balanceó en el sillón. Su rostro -al que las uves de la barbilla huesuda, la boca, las fosas nasales y las cejas densamente pobladas otorgaban un aspecto satánico que no resultaba del todo desagradable- mostraba una expresión tan amablemente interesada como su tono de voz.
-¿Por qué?
El hombre de ojos verdes habló sereno y seguro:
-Spade, con usted se puede hablar. Tiene la clase de reputación que debe tener un detective privado. Por eso he acudido a usted.
El gesto de asentimiento no comprometió en nada a Spade. El hombre de ojos verdes prosiguió:
-Y estaré de acuerdo con un precio razonable.
Spade volvió a asentir, y respondió:
-Y yo, pero tiene que decirme qué servicio quiere pagar. Quiere averiguar qué le pasó a este... bueno, a Eli Haven, pero no le importa saber de qué se trata.
Aunque el hombre de ojos verdes bajó la voz, su expresión no cambió.
-En cierto sentido, me interesa. Por ejemplo, si lo encontrara y consiguiera mantenerlo definitivamente alejado, estaría dispuesto a pagar más.
-¿Está diciendo que lo mantenga alejado aunque no quiera?
-Ni más ni menos -replicó el hombre de ojos verdes.
Spade sonrió y negó con la cabeza.
-Probablemente esa cantidad mayor no sea suficiente... tal como lo ha planteado -apartó de los brazos del sillón sus manos de dedos largos y gruesos y puso las palmas hacia arriba-. Dígame, Colyer, ¿de qué se trata?
Aunque Colyer se ruborizó, sostuvo su mirada fría e inexpresiva.
-Ese hombre está casado con una mujer que me cae bien. La semana pasada se pelearon y él se largó. Si logro convencerla de que se ha ido definitivamente, cabe la posibilidad de que ella pida el divorcio.
-Me gustaría hablar con ella -declaró Spade-. ¿Quién es Eli Haven? ¿A qué se dedica?
-Es un mal tipo. No da golpe. Escribe poesía o algo por el estilo.
-¿Puede darme más datos útiles?
-No puedo decirle nada que Julia, su esposa, sea incapaz de transmitirle. Hable con ella -Colyer se puso en pie-. Estoy bien relacionado. Es posible que más adelante sepa algo más gracias a mis relaciones.

Una mujer menuda, de veinticinco o veintiséis años, abrió la puerta del apartamento. Su vestido azul pálido estaba adornado con botones plateados. Aunque pechugona, era esbelta, de hombros rectos y caderas estrechas, y se movía con un aire orgulloso, que en otra menos agraciada habría sido presuntuoso.
-¿Señora Haven? -preguntó Spade.
-Sí -la mujer vaciló antes de responder.
-Gene Colyer me pidió que hablara con usted. Me llamo Spade, y soy detective privado. Colyer quiere que busque a su marido.
-¿Lo ha encontrado?
-Todavía no. Primero tengo que hablar con usted.
La sonrisa de la mujer se esfumó. Estudió seriamente el rostro de Spade, facción por facción, retrocedió, abrió la puerta y replicó:
-Claro, adelante.
Se sentaron frente a frente en los sillones de una sala modestamente decorada. Tras las ventanas se veía un campo de juego en el que unos chicos bulliciosos se divertían.
-¿Le dijo Gene por qué quiere encontrar a Eli?
-Me dijo que cabe la posibilidad de que usted reflexione, si llega a la conclusión de que se ha ido definitivamente -la mujer guardó silencio-. ¿Se ha largado así en otras ocasiones?
-Frecuentemente.
-¿Cómo es Eli ?
-Cuando está sobrio es fantástico. Y cuando bebe también es agradable, salvo en lo que se refiere a mujeres y dinero -replicó imparcialmente.
-Por lo que parece, es interesante en muchos aspectos. ¿Cómo se gana la vida?
-Es poeta y, como sabe, nadie se gana la vida escribiendo poesías.
-¿Cómo...?
-Bueno, a veces aparece con algo de dinero. Dice que lo ha ganado al póquer o en las apuestas. ¡Yo qué sé!
-¿Hace mucho que están casados?
-Casi cuatro años...
Spade sonrió burlón.
-¿Han vivido siempre en San Francisco?
-No, el primer año vivimos en Seattle, y luego nos trasladamos aquí.
-¿Su marido es de Seattle?
La señora Haven negó con la cabeza.
-Es de un pueblo de Delaware.
-¿De qué pueblo?
-No tengo ni la menor idea.
Spade frunció ligeramente sus pobladas cejas.
-¿De dónde es usted?
-No me está buscando a mí -sonrió ligeramente.
-Se comporta como si así fuera -protestó-. Dígame, ¿quiénes son los amigos de su marido?
-¡A mí no me lo pregunte!
Spade hizo una mueca de impaciencia e insistió:
-Seguro que conoce a algunos.
-Sí. Hay un tal Minera, y un Louis James y alguien a quien llama Conny.
-¿Quiénes son?
-Gente corriente -respondió afablemente-. No sé nada de ellos. Telefonean, pasan a recoger a Eli o los veo en la calle con él. No sé nada más.
-¿Cómo se ganan la vida? Supongo que no serán todos poetas.
La mujer rió.
-Podrían intentarlo. Uno de ellos, Louis James, es... creo que forma parte del equipo de Gene. Sinceramente, no sé más de lo que le he dicho.
-¿Cree que saben dónde está su marido?
La señora Haven se encogió de hombros.
-Si lo saben, me están mintiendo. Aún llaman de vez en cuando para preguntar si ha dado señales de vida.
-¿Y las mujeres que mencionó?
-No las conozco.
Sam miró pensativo el suelo y preguntó:
-¿Qué hacía su marido antes de que empezara a no ganarse la vida con la poesía?
-De todo un poco: vendió aspiradoras, hizo de temporero, se echó a la mar, repartió naipes en una mesa de blackjack, trabajó para el ferrocarril, en industrias conserveras, en campamentos de leñadores, en ferias, en un periódico... hizo de todo.
-Cuando se fue, ¿tenía dinero?
-Los tres dólares que me pidió.
-¿Qué le dijo?
La mujer rió.
-Me dijo que si mientras estaba afuera yo utilizaba mis influencias divinas para hacer travesuras, regresaría puntualmente a la hora de la cena y me daría una sorpresa.
Spade frunció el entrecejo.
-¿Estaban peleados?
-Qué va, no. Hacía un par de días que nos habíamos reconciliado de la última pelotera.
-¿Cuándo se fue?
-El jueves por la tarde, alrededor de las tres.
-¿Tiene alguna foto de su marido?
-Sí.
La señora Haven se acercó a la mesa que había junto a una de las ventanas, abrió un cajón y se volvió hacia Spade con una foto en la mano. Spade observó la imagen de un rostro delgado, de ojos hundidos, boca sensual y frente surcada de arrugas y coronada por una desgreñada pelambrera rubia y gruesa. Guardó la foto de Haven en un bolsillo y recogió su sombrero. Caminó hacia la puerta y se detuvo.
-¿Qué tal poeta es? ¿Es de los buenos?
La mujer se encogió de hombros.
-Eso depende de a quién se lo pregunte.
-¿Tiene alguno de sus libros?
-No -la señora Haven sonrió-. ¿Cree que se ha escondido entre las páginas?
-Nunca se sabe qué pista conduce a algo interesante. Volveré a visitarla. Piense y compruebe si puede decirme algo más. Adiós.

Spade bajó por la calle Post hasta la librería Mulford y pidió un ejemplar de los poemas de Haven.
-Lo siento, pero ya no quedan -dijo la empleada-. La semana pasada vendí el último -sonrió- al mismísimo señor Haven. Si quiere, puedo pedirlo.
-¿Lo conoce?
-Solo por haberle vendido libros.
Spade apretó los labios y preguntó:
-¿Cuándo fue? -entregó su tarjeta a la empleada-. Por favor, es muy importante.
La muchacha se acercó a un escritorio, volvió las hojas de un libro de contabilidad encuadernado en rojo y regresó con éste abierto en las manos.
-Fue el miércoles pasado -respondió- y se lo entregamos al señor Roger Ferris, del 1981 de la avenida Pacific.
-Muchísimas gracias -dijo Spade.
Salió de la librería, llamó un taxi y dio al chofer las señas del señor Roger Ferris.

La casa de avenida Pacific era un edificio de piedra gris, de cuatro plantas, que se alzaba detrás de un estrecho jardín. La estancia a la que una criada de cara regordeta hizo pasar a Spade era amplia y de techo alto.
Aunque Spade tomó asiento, en cuanto la criada se retiró, se levantó y recorrió la sala. Se detuvo ante una mesa en la que había tres libros. Uno tenía en la sobrecubierta de color salmón, impreso en rojo, el bosquejo de un rayo que caía a tierra, entre un hombre y una mujer. En negro figuraba: Luces de colores, de Eli Haven.
Spade cogió el libro y volvió a la silla.
En la guarda había una dedicatoria escrita con tinta azul y con letras de trazos gruesos e irregulares:
Al bueno de Buck, que conoció las luces de colores, en recuerdo de aquellos tiempos.
Eli
Spade volvió las páginas al azar y leyó tranquilamente un poema:
Demasiados han vivido tal como vivimos
para que nuestras vidas sean prueba de nuestra vida.
Demasiados han muerto tal como morimos
para que sus muertes sean prueba de nuestra agonía.
Spade apartó la vista del libro cuando en la sala entró un hombre en esmoquin. Aunque no era alto, se mantenía tan erguido que incluso lo pareció cuando quedó frente al metro ochenta y pico de Spade. Sus más de cincuenta años no empañaban aquellos ojos azules y encendidos, su rostro bronceado, en el que no había ni un solo músculo fláccido, la frente ancha y uniforme y unos cabellos gruesos, cortos y casi blancos. Su semblante transmitía dignidad e, incluso, amabilidad.
Señaló el libro que Spade aún tenía en la mano, y preguntó:
-¿Le gusta?
Spade sonrió.
-Parezco muy descarado -dijo, y soltó el libro-. De todos modos, señor Ferris, ése es el motivo por el que he venido a verle. ¿Conoce a Haven?
-Sí. Señor Spade, siéntese, por favor -tomó asiento en un sillón próximo al del detective-. Lo conocí de joven. ¿Se ha metido en líos?
-No lo sé. Estoy tratando de dar con él -dijo Spade.
Ferris preguntó vacilante:
-¿Puedo preguntarle por qué?
-¿Conoce a Gene Colyer?
-Sí -Ferris volvió a titubear. Finalmente agregó-: Que esto quede entre nosotros. Poseo una cadena de cines en el norte de California, y hace un par de años, cuando tuve problemas con el personal, me dijeron que Colyer era el individuo con quien debía ponerme en contacto para resolver la cuestión. Así le conocí.
-Claro -comentó Spade secamente-. Muchas personas conocen así a Gene.
-¿Qué tiene que ver con Eli?
-Me ha pedido que lo busque. ¿Cuándo lo vio por última vez?
-El jueves pasado estuvo en casa.
-¿A qué hora se marchó?
-A medianoche... quizás algo después. Se presentó por la tarde, alrededor de las tres y media. Hacía años que no nos veíamos. Lo convencí de que se quedara a cenar... iba bastante desastrado... y le presté dinero.
-¿Cuánto?
-Ciento cincuenta, todo lo que tenía en casa.
-Antes de irse, ¿dijo adónde pensaba dirigirse?
Ferris negó con ha cabeza.
-Me dijo que me telefonearía al día siguiente.
-¿Y le telefoneó?
-No.
-¿Lo conoce de toda ha vida?
-No exactamente. Trabajó para mí hace quince o dieciséis años, cuando yo era propietario de una empresa de feria, grandes espectáculos combinados del Este y el Oeste, primero con un socio, y luego por mi cuenta. El chico siempre me cayó bien.
-¿Cuándo lo vio por última vez antes del jueves?
-Solo Dios lo sabe -replicó Ferris-. Le perdí la pista durante años. El miércoles llegó el libro, como llovido del cielo, sin remitente ni nada que se le pareciera, salvo la dedicatoria, y Eli me telefoneó a la mañana siguiente. Me encantó saber que seguía vivo y tratando de superarse. Aquella tarde vino a verme y estuvimos cerca de nueve horas hablando de los viejos tiempos.
-¿Le habló de lo que hizo desde entonces?
-Solo comentó que había rodado de aquí para allá, hecho esto y lo otro, aprovechando los golpes de suerte que se le presentaron. No se quejó, tuve que obligarlo a aceptar ciento cincuenta.
Spade se puso en pie.
-Muchísimas gracias, señor Ferris. Me he... -Ferris lo interrumpió:
-No se merecen. Si puedo hacer algo por usted, cuente conmigo.
Spade miró la hora.
-¿Me permite telefonear a mi oficina para preguntar si hay alguna novedad?
-Naturalmente. Hay un teléfono en la habitación de al lado, a la derecha.
Spade le dio las gracias y salió. Regresó liando un cigarrillo y con expresión imperturbable.
-¿Alguna novedad? -quiso saber Ferris.
-Sí. Colyer me ha retirado el encargo. Dice que han encontrado el cadáver de Haven oculto entre unos arbustos, al otro hado de San José, con tres balas -sonrió. Luego añadió apaciblemente-: Me dijo que quizás se enterará de algo a través de sus relaciones...

El sol matinal que se colaba por las cortinas que protegían las ventanas de la oficina de Sam Spade dibujaba sobre el suelo dos amplios rectángulos amarillos y daba a todo un tono dorado.
Spade estaba sentado ante el escritorio y contemplaba meditabundo el periódico. No alzó la mirada cuando Effie Perine entró desde la antesala.
-Ha llegado la señora Haven -dijo la secretaria. Spade irguió la cabeza y replicó:
-¡Ajá! Hazla pasar.
La señora Haven entró deprisa. Estaba pálida y temblaba, pese al abrigo de piel y a que el día era cálido. Fue directamente hacia Spade y preguntó:
-¿Lo mató Gene?
-No lo sé -respondió Spade.
-Tengo que saberlo -gritó.
Spade le tomó las manos.
-Venga, siéntese -la acompañó hasta una silla. Luego preguntó-: ¿Le dijo Colyer que me ha anulado el encargo?
La señora Haven lo miró azorada.
-¿Cómo?
-Anoche me dejó dicho que habían encontrado a su marido, y que ya no necesitaba mis servicios.
La mujer hundió la cabeza y habló con voz apenas audible.
-Entonces fue él.
Spade se encogió de hombros.
-Tal vez solo un inocente podía permitirse el lujo de llamar para anular el encargo, aunque quizá sea culpable y tuvo la astucia y el valor suficientes para...
La mujer no lo escuchaba. Se inclinó hacia él y preguntó con toda seriedad:
-Dígame, señor Spade, ¿está dispuesto a darse por vencido sin presentar batalla? ¿Dejará que Gene lo asuste?
Sonó el teléfono mientras la mujer aún estaba hablando. El detective se disculpó y cogió el auricular.
-Diga... Vaya, vaya.... ¿seguro? -frunció los labios-. Se lo diré -apartó lentamente el teléfono y volvió a mirar a la señora Haven-. Colyer está en la antesala.
-¿Sabe que estoy aquí? -lo apremió.
-No estoy seguro -Spade se puso en pie y fingió no observarla atentamente-. ¿Le preocupa que sepa que está aquí?
La señora Haven se mordió el labio inferior y replicó vacilante:
-No.
-Me alegro. Diré que lo hagan pasar.
La mujer levantó la mano para protestar pero, finalmente, la dejó caer. La palidez de su rostro había desaparecido cuando dijo:
-Haga lo que quiera.
Spade abrió la puerta y saludó:
-Hola, Colyer. Pase. Da la casualidad de que estábamos hablando, precisamente, de usted.
Colyer asintió y entró en el despacho con el bastón en una mano y el sombrero en la otra.
-Hola, Julia, ¿cómo estás? Tendrías que haberme telefoneado. Te habría llevado en coche al centro.
-Yo... no sabía lo que hacía.
Colyer la observó unos segundos más, y luego concentró sus ojos verdes e inexpresivos en la cara de Spade.
-Dígame, ¿ha podido convencerla de que no fui yo?
-Aún no habíamos llegado a esa cuestión -respondió Spade-. Intentaba averiguar si existían motivos para sospechar de usted. Siéntese.
Colyer se sentó con cierta cautela y preguntó:
-¿Y?
-Y en ese momento llegó.
Colyer asintió con gravedad.
-De acuerdo, Spade. Queda nuevamente contratado para demostrar a la señora Haven que yo no he tenido nada que ver con este asunto.
-¡Gene! -exclamó ha mujer con voz quebrada y, suplicante, extendió las manos hacia él-. No creo que lo hayas hecho... quiero creer que no lo has hecho... pero tengo mucho miedo -se cubrió la cara con las manos y estalló en sollozos.
Colyer se acercó a la mujer y le dijo:
-Cálmate. Lo aclararemos juntos.
Spade fue a la antesala y cerró ha puerta. Effie Perime dejó de mecanografiar una carta. El detective le sonrió y comentó:
-Alguna vez alguien debería escribir un libro sobre la gente... es bastante rara -se acercó a la botella de agua-. Supongo que tienes el número de WaIly Kehlogg. Llámalo y pregúntale dónde puedo encontrar a Tom Minera.
Spade regresó a su despacho.
La señora Haven había dejado de llorar y murmuró:
-Lo lamento.
-No se preocupe -la tranquilizó Spade. Miró de soslayo a Colyer-. ¿Aún tengo el trabajo?
-Sí -Colyer carraspeó-. Si en este momento no me necesita, acompañaré a la señora Haven a su casa.
-De acuerdo, pero me gustaría aclarar algo: según el Chronicle, fue usted quien lo identificó. ¿Cómo es que estaba allí?
-Porque fui en cuanto me enteré de que habían encontrado un cadáver -repuso Colyer serenamente-. Ya le dije que estoy bien relacionado. Me enteré por mis contactos de la existencia del cadáver.
-Está bien. Nos veremos -dijo Spade, y abrió la puerta.
En cuanto la señora Haven y Colyer salieron, Effie Penne dijo:
-Minera está en el Buxton, de la calle Army.
-Gracias -murmuró Spade. Entró en el despacho a buscar el sombrero. Cuando estaba a punto de salir añadió-: Si no he vuelto en un par de meses, diles que busquen mi cadáver en el hotel.

Spade caminó por un sórdido pasillo hasta una gastada puerta pintada de verde, en la que se leía «411». Aunque por la puerta se colaba un murmullo de voces, no entendió una sola palabra. Dejó de escuchar y llamó.
Una voz masculina, toscamente deformada, preguntó:
-¿Qué se le ofrece?
-Soy Sam Spade, y quiero ver a Tom.
Tras una pausa, la voz respondió:
-Tom no está aquí.
Spade sujetó el picaporte y sacudió la destartalada puerta.
-Vamos, abra -gruñó.
Al instante, un hombre moreno y delgado, de veinticinco o veintiséis años, que intentó volver inocentes sus ojos oscuros, pequeños y brillantes, abrió la puerta, al tiempo que decía:
-En un primer momento me pareció que no era su voz.
La flaccidez de su barbilla hacía que pareciera más pequeña de lo que en realidad era. Su camisa de rayas verdes, desabrochada a la altura del cuello, no estaba limpia. Sus pantalones grises estaban primorosamente planchados.
-Actualmente hay que ser cuidadoso -declaró Spade solemnemente, y entró en una habitación en la que dos hombres intentaban disimular el interés que experimentaban por su presencia.
Uno de los individuos estaba apoyado en el alféizar y se limaba las uñas. El otro estaba repantigado en una silla, con los pies en el borde de la mesa y un periódico abierto entre las manos. Miraron simultáneamente a Spade y siguieron como si tal cosa.
-Siempre me alegra conocer a los amigos de Tom Minera -comentó Spade jovialmente.
Minera terminó de cerrar la puerta y dijo con torpeza:
-Bueno... sí.... señor Spade, le presento al señor Conrad y al señor James.
Conrad, que estaba en el alféizar, hizo un ademán ligeramente amable con la lima en ristre. Tenía pocos años más que Minera, estatura media, figura robusta, rasgos marcados y ojos tristones.
James bajó unos segundos el periódico para mirar fría y calculadoramente a Spade y preguntar:
-¿Cómo está, hermano?
Retornó a la lectura. James era tan robusto como Conrad, pero más alto, y su rostro poseía una sagacidad de la que carecía el de aquel.
-Ah, y a los amigos del difunto Eli Haven -apostilló Spade.
El hombre situado junto a la ventana se clavó la lima en un dedo y maldijo dolorido. Minera se humedeció los labios y habló deprisa, con un fondo de protesta en la voz.
-Pero en serio, Spade, ninguno de nosotros lo ha visto desde hace una semana.
Spade pareció divertirse ligeramente con la actitud del hombre moreno.
-¿Por qué supone que lo mataron? -preguntó Spade.
-Solo sé lo que dice el diario: le habían registrado los bolsillos y no tenía encima ni siquiera una cerilla -hundió las comisuras de los labios-. Por lo que yo sé, no tenía un centavo. El martes por la noche estaba sin blanca.
-Me he enterado de que el jueves por la noche recibió algo de pasta -comentó Spade en voz baja.
Minera, que se encontraba detrás del detective, contuvo notoriamente el aliento.
-Si lo dice, así será. Yo no estoy enterado -intervino James.
-Muchachos, ¿trabajó alguna vez con ustedes?
James cerró lentamente el periódico y apartó los pies de la mesa. Su interés por la pregunta de Spade parecía grande, aunque casi impersonal.
-¿Y eso qué quiere decir?
Spade simuló sorprenderse.
-Muchachos, supongo que alguna vez trabajan en algo.
Minera se acercó a Spade y dijo:
-Venga, Spade, escuche. El tal Haven no era más que un tipo que conocíamos. No tuvimos nada que ver con su viaje al otro mundo. No sabemos nada de esta historia. Verá, nosotros...
En la puerta sonaron tres golpes calculados.
Minera y Conrad miraron a James, que asintió con la cabeza, pero Spade se movió deprisa, caminó hasta la puerta y la abrió.
Allí estaba Roger Ferris.
Spade miró asombrado a Ferris, y este de igual modo al detective. Luego Ferris le estrechó la mano y dijo:
-Me alegro de verlo.
-Pase -lo invitó Spade.
-Señor Spade, quiero que vea esto -a Ferris le tembló la mano mientras sacaba del bolsillo un sobre algo sucio.
En el sobre estaban mecanografiados el nombre y las señas de Ferris. No llevaba sellos. Spade sacó la carta, un trozo delgado de papel blanco y barato, y la desplegó. Leyó las palabras escritas a máquina:
 
Será mejor que acuda a la habitación 411 del hotel Buxton, de la calle Army, a las 5 de esta tarde, a causa de lo ocurrido el jueves por la noche.
No había firma.
-Aún falta mucho para las cinco -opinó Spade.
-Es verdad -reconoció Ferris con energía-. Vine en cuanto la recibí. El jueves por la noche Eli estuvo en mi casa.
Minera codeó a Spade y preguntó:
-¿Qué pasa?
Spade alzó la nota para que el hombre moreno la leyera. Minera le echó un vistazo y gritó:
-Spade, le aseguro que no sé nada de esta carta.
-¿Alguien tiene la más remota idea? -preguntó Spade.
-No -se apresuró a replicar Conrad.
-¿De qué carta habla? -inquirió James.
Spade miró a Ferris como si estuviera soñando, y luego comentó como si hablara para sus adentros:
-Ya entiendo. Haven intentaba sacudirle el bolsillo.
Ferris se ruborizó.
-¿Cómo?
-Sacudirle el bolsillo -repitió Spade con paciencia-. Sacarle dinero, chantajearlo.
-Oiga, Spade -dijo Ferris severamente-, ¿está hablando en serio? ¿Por qué motivo querría chantajearme?
-«Al bueno de Buck, que conoció las luces de colores, en recuerdo de aquellos tiempos.» -Sam citó la dedicatoria del poeta muerto. Miró severamente a Ferris y frunció el ceño-. ¿Qué significa luces de colores? En la jerga del circo y de las ferias, ¿cómo se dice cuando se arroja a un tipo de un tren en marcha? Ni más ni menos que luz roja. Claro, ahí está la madre del cordero: las luces rojas, Ferris, ¿a quién tiró de un tren en marcha, y por qué Haven lo sabía?
Minera se acercó a una silla, se sentó, apoyó los codos sobre las rodillas, se cubrió la cabeza con las manos y miró vacuamente hacia el suelo. Conrad respiraba entrecortadamente.
Spade se dirigió a Ferris:
-¿Qué dice?
Ferris se secó el rostro con un pañuelo, lo guardó en el bolsillo y se limitó a responder:
-Fue un chantaje.
-Y por eso lo asesinó.
Los ojos azules de Ferris, que miraban los grises amarillentos de Spade, estaban tan límpidos y firmes como su voz.
-Yo no fui -sostuvo-. Juro que no lo maté. Le contaré lo que ocurrió. Tal como le dije, me envió el libro, y en seguida comprendí el significado de la dedicatoria. Cuando al día siguiente telefoneó para decirme que quería hablar conmigo de los viejos tiempos y para tratar de convencerme de que le prestara dinero en recuerdo del pasado, volví a saber a qué se refería, fui al banco y retiré diez mil dólares. Puede comprobarlo, tengo cuenta en el Seamen’s National.
-Lo haré -aseguró Spade.
Tal como ocurrieron las cosas, no hizo falta esa suma. No me exigió demasiado, y lo convencí de que se llevara cinco mil. Al día siguiente ingresé en el banco los otros cinco mil. Puede comprobarlo.
-Lo haré -repitió Spade.
-Le dije que no pensaba aceptar un solo sablazo más, que esos cinco mil eran los primeros y los últimos que le daba. Lo obligué a firmar un documento que decía que había colaborado en el... en lo que yo había hecho... y lo rubricó. Se fue a medianoche y nunca más volví a verlo.
Spade golpeó el sobre que Ferris le había entregado.
-¿Y qué puede decirme de esta nota?
-Me la entregó un mensajero a mediodía, y vine en seguida. Eli insistió en que no había hablado con nadie, pero yo no estaba seguro. Tenía que enfrentarlo.
Spade se volvió hacia los demás con expresión impasible e inquirió:
-¿Qué opinan ustedes?
Minera y Conrad miraron a James, que hizo un gesto de impaciencia y dijo:
-Claro que sí, nosotros le enviamos la nota. ¿Por qué no? Éramos amigos de Eli y no habíamos podido contactar con él desde que decidió apretarle las clavijas a este tipo. Entonces apareció muerto y decidimos hacer venir al caballero para que nos diera una explicación.
-¿Sabían que pensaba apretarle las clavijas?
-Claro. Estábamos reunidos cuando Eli tuvo la idea.
-¿Cómo se le ocurrió? -preguntó Spade.
James estiró los dedos de la mano izquierda.
-Estuvimos bebiendo y charlando, ya sabe lo que ocurre cuando un grupo de muchachos comenta lo que ha visto y hecho... y Eli nos contó una historia acerca de que una vez había visto a un individuo arrojar a otro a un cañón desde un tren, y se le escapó el nombre del autor: Buck Ferris. Alguien preguntó: «¿Qué aspecto tiene Ferris?» Eli explicó cómo era entonces, y añadió que hacía quince años que no lo veía. El que hizo la pregunta soltó un silbido y añadió: «Apuesto a que es el mismo Ferris dueño de la mitad de los cines de este estado.  ¡Apuesto a que te daría algo con tal de que no levantaras la perdiz!» Así fue como la idea prendió en Eli. Se notaba. Pensó un rato, y luego se mostró reservado. Preguntó cuál era el nombre de pila del Ferris de los cines, y cuando el otro respondió «Roger», simuló decepcionarse y añadió: «No, no es él. Se llamaba Martin». Todos nos reímos y, finalmente, reconoció que pensaba visitar al caballero. Cuando el jueves a mediodía me telefoneó para decir que esa noche daría una fiesta en el bar de Pogey Hecker, deduje inmediatamente qué estaba pasando.
-¿Cuál era el nombre del caballero que sufrió la luz roja?
-No quiso decirlo. Se cerró a cal y canto. Es lógico.
-Supongo que sí -coincidió Spade.
-Y después, la nada. Jamás apareció por el bar de Pogey. A las dos de la madrugada intentamos contactarlo por teléfono, pero su esposa dijo que no había aparecido por casa. Nos quedamos hasta las cuatro o las cinco, llegamos a la conclusión de que nos había dado el esquinazo, convencimos a Pogey de que anotara las consumiciones en la cuenta de Eli y nos dimos el piro. Desde entonces no he vuelto a verlo... ni vivo ni muerto.
Spade comentó con tono mesurado:
-Es posible. ¿Seguro que no encontró a Eli por la mañana, lo llevó a dar un paseo, le cambió los cinco mil pavos de Ferris por las balas y lo arrojó entre los...?
Una enérgica llamada doble estremeció la puerta.
El rostro de Spade se iluminó, se dirigió hacia la puerta y la abrió.
Entró un joven. Era apuesto y perfectamente proporcionado. Llevaba un abrigo ligero y tenía las manos en los bolsillos. Nada más entrar, giró a la derecha y se detuvo de espaldas a la pared. En ese momento franqueó la puerta otro joven, que torció a la izquierda. Aunque no se parecían, la apostura compartida, la elegancia de sus cuerpos y sus posiciones casi simétricas -espalda contra la pared, manos en los bolsillos, miradas frías y brillantes que estudiaban a los que ocupaban ha estancia-, les concedían fugazmente la apariencia de gemelos.
Entonces hizo su entrada Gene Colyer. Saludó a Spade, y no hizo el menor caso de los demás, pese a que James dijo:
-Hola, Gene.
-¿Alguna novedad? -pregunté Gene Colyer al detective.
Spade asintió.
-Al parecer este caballero fue... -señaló a Ferris con el pulgar.
-¿Hay un lugar donde podamos hablar tranquilos?
-En el fondo está la cocina.
-Denle a todo lo que se mueva -ordenó Colyer por encima del hombro a los dos jóvenes atildados, y siguió a Spade hasta la cocina.
Colyer ocupó la única silla, y miró a Spade sin pestañear, mientras este le contaba todo lo que había averiguado.
Cuando el detective privado concluyó, el hombre de ojos verdes preguntó:
-¿Cuál es su opinión?
Spade lo miró pensativo.
-Usted ha averiguado algo. Me gustaría saber de qué se trata.
-Encontraron el arma en el río, a cuatrocientos metros del sitio donde apareció el cadáver -dijo Colyer-. Pertenece a James... tiene la marca de la vez que en Vallejo se la quitaron de la mano de un tiro.
-Muy interesante -comentó Spade.
-Escuche. Un chico apellidado Thurber dice que el miércoles pasado James fue a verlo y le encomendó que siguiera a Haven. El jueves por la tarde, Thurber lo encontró, comprobó que estaba en casa de Ferris y telefoneó a James. Este le dijo que no se moviera del lugar y que le dijera a dónde se dirigía Haven cuando saliera, pero una vecina nerviosa denunció al merodeador y, alrededor de las diez de ha noche, la policía lo echó.
Spade apretó los labios y, concentrado, miró el techo.
Pese a que los ojos de Colyer no denotaban la menor expresión, el sudor daba brillo a su cara redonda, y su voz sonaba ronca.
-Spade, voy a entregarlo.
Spade desvió la mirada del techo y la fijó en los saltones ojos verdes.
-Nunca había entregado a uno de los míos, pero esto es el no va más -añadió Colyer-. Julia tiene que creer que yo no tuve nada que ver con este asunto si ha sido uno de los míos y lo denuncio, ¿no le parece?
-Supongo que sí -Spade asintió lentamente.
De pronto Colyer apartó la mirada y carraspeó. Cuando volvió a hablar fue lacónico:
-Bueno, ya se puede despedir.
Minera, James y Conrad estaban sentados cuando Spade y Colyer salieron de la cocina. Ferris caminaba de un extremo a otro de la habitación. Los jóvenes apuestos no se habían movido.
Colyer se acercó a James y preguntó:
-Louis, ¿dónde está tu pistola?
James deslizó ha mano derecha hacia el lado izquierdo del pecho, se quedó quieto y dijo:
-No la he traído.
Con la mano enguantada, pero abierta, Colyer golpeó a James en la cara y lo hizo caer de la silla.
James se incorporó y masculló:
-No pasa nada -se llevó la mano a la cara-. Jefe, no tendría que haberlo hecho, pero cuando telefoneó y dijo que no quería plantarle cara a Ferris con las manos vacías y que no tenía armas, le dije que no se preocupara, y le envié la mía.
-Y también le enviaste a Thurber -apostilló Cohyer.
-Nos interesaba saber si lo había conseguido -murmuró James.
-¿No podías ir personalmente o enviar a cualquier otro?
-¿Después de que Thurber alertara a todo el barrio?
Colyer se dirigió a Spade:
-¿Quiere que le ayudemos a entregarlo o prefiere llamar a la policía?
-Lo haremos bien -respondió Spade, y se dirigió al teléfono de la pared. Cuando terminó de hablar tenía cara de palo y la mirada perdida. Lió un cigarrillo, lo encendió y se volvió hacia Colyer-. Soy lo bastante tonto como para pensar que Louis ha dado un montón de respuestas acertadas con la historia que ha contado.
James apartó la mano de la mejilla irritada y miró desconcertado a Spade.
-¿Qué le pasa? -protestó Colyer.
-Nada -respondió Spade afablemente-. Salvo que me parece que usted está demasiado deseoso de endilgarle el muerto a Louis -exhaló una bocanada de humo-. Por ejemplo, ¿por qué abandonaría el arma sabiendo que tenía marcas que algunas personas podían reconocer?
-Me parece que usted piensa que Louis tiene cerebro -comentó Colyer.
-Si lo mataron estos muchachos, y si sabían que estaba muerto, ¿por qué esperaron a que apareciera el cadáver y se removiera el avispero para perseguir nuevamente a Ferris? ¿Para qué le habrían vaciado los bolsillos si lo habían secuestrado? Supone tomarse muchas molestias, y solo lo hacen aquellos que matan por otros motivos y quieren que parezca un robo -Spade meneó la cabeza-. Usted está demasiado deseoso de endilgarles el muerto a los muchachos. ¿Por qué harían...?
-Ahora esto no viene al caso -lo interrumpió Colyer-. La cuestión consiste en que explique por qué dice que estoy demasiado deseoso de endilgarle el muerto a Louis.
Spade se encogió de hombros.
-Quizá para aclarar el asunto con Julia lo más rápida y limpiamente posible, incluso para dejar las cuentas claras con la policía. Además, están sus clientes.
-¿Cómo? -preguntó Colyer.
Distraído, Spade hizo un gesto con el cigarrillo y respondió:
-Ferris. Lo mató él, eso es obvio.
A Colyer le temblaron los párpados, pero no llegó a abrir y cerrar los ojos. Spade añadió:
-En primer lugar, por lo que sabemos, es la última persona que vio vivo a Eli, y esta es una apuesta ganadora. En segundo lugar, es la única persona con la que hablé antes de que apareciera el cadáver de Eli y que se interesó por saber si yo pensaba que estaba ocultando datos. Los demás solo pensaron que estaba buscando a un individuo que se había largado. Como Ferris sabía que yo buscaba al hombre que había matado, necesitaba quedar fuera de toda sospecha. Incluso tuvo miedo de tirar el libro, porque lo enviaron de la librería, podía rastrearse y cabía la posibilidad de que algún empleado hubiese leído la dedicatoria. En tercer lugar, era el único que consideraba a Eli un muchacho encantador, limpio y adorable... por los mismos motivos. En cuarto lugar, la historia del chantajista que se presenta a las tres de la tarde, solicita amablemente cinco mil y se queda hasta medianoche es absurda, por muy buenas que fueran las bebidas. En quinto lugar, la historia sobre el documento firmado por Eli no tiene asidero, aunque sería bastante fácil falsificar un papel de este tipo. En sexto lugar, tiene un motivo más sólido que el de cualquiera de las personas implicadas para querer ver muerto a Eli.
Colyer asintió lentamente y dijo:
-De todas maneras...
-De todas maneras, nada -lo interrumpió Spade-. Tal vez hizo el truco de los diez mil y los cinco mil dólares con el banco, lo cual no supone ninguna dificultad. Luego metió en su casa a este chantajista imbécil, le hizo perder tiempo hasta que los criados se retiraron, le arrebató la pistola que le habían prestado, lo empujó escaleras abajo, lo metió en el coche y lo llevó a dar un paseo... es posible que ya estuviera muerto cuando se lo llevó, o que le disparara entre los arbustos... le vació los bolsillos para obstruir la identificación y hacer que pareciera un robo, arrojó el arma al río y volvió a casa...
Se interrumpió al oír una sirena en la calle. Por primera vez desde que había empezado a hablar, Spade miró a Ferris.
Aunque Ferris estaba mortalmente pálido, mantuvo firme la mirada. Spade agregó:
-Ferris, tengo la corazonada de que también nos enteraremos de aquel trabajo de la luz roja. Me contó que, en la época en que Eli trabajó para usted, tenía un socio en la empresa de feria. Después llevó solo el negocio. No nos será difícil averiguar si su socio desapareció, murió de muerte natural o si está vivo.
Ferris ya no estaba tan erguido. Se humedeció los labios y dijo:
-Quiero ver a mi abogado. No hablaré hasta que haya consultado a mi abogado.
-Me parece bien -opinó Spade-. Tendrá que enfrentarse con todo esto. Le diré que, personalmente, los chantajistas me caen mal. Creo que Eli escribió un buen epitafio para ellos en su libro: «Demasiados han vivido».

"Too Many Have Lived",
American Magazine, 1932
Samuel Dashiell Hammett (27 de mayo de 189410 de enero de 1961).Escritor estadounidense de novela negra, cuentos cortos y guiones cinematográficos, además de activista político. Entre los personajes más recordados que creó se encuentran Sam Spade (El halcón maltés), la pareja de detectives Nick y Nora Charles (El hombre delgado) y el agente de la Continental (Cosecha roja). También escribió bajo los seudónimos de Peter Collinson, Daghull Hammett, Samuel Dashiell y Mary Jane Hammett.

Hammett nació en una granja del Condado St. Mary en el sur del estado de Maryland. Sus padres eran Richard Thomas Hammett y Annie Bond Dashiell (el apellido Dashiell procede de una americanización del francés De Chiel). Creció en Filadelfia y Baltimore y dejó la escuela a la edad de 13 años para ejercer varias profesiones antes de convertirse, entre 1915 y 1922, en agente operativo de la Agencia Pinkerton en Baltimore.
En 1918 se alistó para la Primera Guerra Mundial en el American Field Service, un cuerpo de voluntarios que prestaba servicios en Francia y proporcionaba ambulancias y transportes a los aliados. Allí padeció y superó la gripe española, pero la tuberculosis que contrajo después provocó un año después, tras su internamiento en un hospital en Tacoma (EE. UU.), que fuera licenciado. Allí conoció a una enfermera, Josephine Dolan, con la que finalmente se casó. Hammett sufrió desde entonces una crónica mala salud a causa de los esporádicos rebrotes de tuberculosis que complicaba su alcoholismo.
En efecto, el trauma de la guerra provocó sus primeros excesos con la botella. Para mantener a su familia, compuesta de una esposa de veinticinco años y de un bebé, probó como creativo publicitario y finalmente con la literatura, para la que aprovechó su experiencia en la agencia de detectives Pinkerton. Esto le suministró inspiración para sus primeros relatos, que se publicaron principalmente en la revista Black Mask ("Máscara Negra") con Joseph Shaw como su editor.
Aunque se resienten al principio del exceso de violencia del modelo hard boiled de la literatura pulp, la calidad y realismo de sus cuentos destacaron desde el principio y poco a poco fue refinando su estilo hasta dejar los 65 que han llegado hasta nosotros. El primero publicado en Black Mask fue "The Road Home" ("El Camino a Casa") bajo el pseudónimo de Peter Collinson (diciembre de 1922). El personaje del Agente de la Continental apareció por primera vez en el número de octubre de 1923 en el cuento titulado Arson Plus. El Agente de la Continental llegaría a aparecer en 28 cuentos y dos novelas.
El detective Sam Spade apareció algo después, pero en todas estas narraciones surgen situaciones y personajes que luego pasarían a ser tópicos del género repetidos por todos los escritores que lo frecuentaron. Por ejemplo: la femme fatale o mujer fatal es la Elvira de "La chica de los ojos de plata"; la pelirroja de "La Casa de la calle Turk"; la ladrona rusa de "El saqueo de Couffignal" o la rubia de "El ángel ladrón"; el personaje quedaría por fin conformado en la Brigid O'Shaughnessy de una novela larga, El halcón maltés (1930).1 En 1932, también escribió el guion de una historieta (Agente Secreto X–9, Secret Agent X-9), ilustrada por Alex Raymond.
Hammett consiguió el prestigio literario gracias a sus novelas publicadas entre 1929 y 1931, en plena crisis económica; las dos primeras, Cosecha roja (Red Harvest, 1929) y La maldición de los Dain (The Dain curse, 1929) le llevaron rápidamente a la fama, aunque fue El halcón maltés (The Maltese Falcon, 1930) su novela más famosa (aunque no unánimemente considerada la mejor).
Muchos de sus libros fueron convertidos en películas, notablemente El halcón maltés (película en 1941, dirigida por John Huston). El diálogo en la película fue frecuentemente incorporado del libro palabra por palabra. También se le contrató como guionista en Hollywood.
En 1931 Hammett se embarcó en una relación amorosa que duraría treinta y tres años con la dramaturga Lillian Hellman. Escribió su última novela en 1934 y durante la mayor parte del resto de su vida se dedicó al activismo de la izquierda política. Fue un activo anti-fascista en la década de 1930 y en 1937 se afilió al Partido Comunista de los Estados Unidos de América.
En 1942 Hammett volvió al ejército ya que EE.UU. estaba inmerso en la Segunda Guerra Mundial. Aunque era un veterano físicamente disminuido y víctima de la tuberculosis, luchó por ser admitido en las fuerzas armadas. Pasó la mayor parte de la guerra como sargento en las Islas Aleutianas, donde editaba un periódico del ejército.
Después de la guerra Hammett se asoció con el New York Civil Rights Congress (Congreso de Derechos Civiles de Nueva York), una organización izquierdista considerada por algunos como comunista. Cuando cuatro comunistas relacionados con la organización fueron encarcelados, Hammett recaudó dinero para lograr su libertad. Cuando los acusados huyeron, fue interrogado acerca de su paradero y en 1951 fue encarcelado durante seis meses por rehusar a proporcionar información al tribunal del Comité de Actividades Antiamericanas del famoso senador McCarthy.
Durante la década de 1950 el Congreso Estadounidense lo investigó y, aunque declaró sobre sus propias actividades, fue incluido en listas negras y rehusó proporcionar información sobre las identidades de otros miembros del partido comunista.2

Tumba de Samuel Dashiell Hammett en el Cementerio Nacional de Arlington.
Hammett falleció en el Hospital Lennox Hill en Nueva York, debido al cáncer de pulmón que le había sido diagnosticado dos meses antes. Como veterano de las dos guerras mundiales, fue enterrado con honores en el Cementerio Nacional de Arlington.
La Asociación Internacional de Escritores Policíacos otorga anualmente el Premio Internacional de Novela Dashiell Hammett durante la Semana Negra de Gijón a la mejor novela policíaca escrita en español.
 Las obras de Hammett fundaron un nuevo subgénero literario, la novela negra, sublimando el popular hard boiled. Su ejemplo trascendió e importantes escritores reconocieron su influjo, como Ernest Hemingway, Raymond Chandler o el francófono Georges Simenon. Aparte de crear la mayoría de las iconografías, personajes y esquemas argumentales del género, utiliza un estilo lacónico e impresionista que selecciona pocos pero significativos detalles para que el lector vaya construyendo su propia imagen de personajes y ambientes. Otra señal distintiva es su realismo: conoce profundamente la materia de la que escribe, y la corrupción que late en el interior de la sociedad norteamericana en un ambiente noqueado por el crack del 29 y la Gran Depresión en que publicó sus principales obras, lo que inspira el profundo pesimismo que invade en general a sus figuras, y, aunque hoy puedan parecer tópicas algunas de las situaciones que expone, en su tiempo eran novedad y es la repetición machacona de sus discípulos la que ha hecho posible tal confusión. Por otra parte, al contrario que otros novelistas policíacos, especialmente los de escuela inglesa, no le interesan las argucias del crimen, sino lo ético, lo humano y lo social que se ven comprometidos por este fenómeno..
Obra literaria.Novelas.Cosecha roja (Red Harvest, publicada el 1 de febrero de 1929).La maldición de los Dain (The Dain Curse, 19 de julio de 1929). El halcón maltés (The Maltese Falcon, 14 de febrero de 1930). La llave de cristal (The Glass Key, 24 de abril de 1931).El hombre delgado (The Thin Man, 8 de enero de 1934). Cuentos. Dinero sangriento ($106,000 Blood Money, 1943), colección de historias cortas. El agente de la Continental (The Continental Op, 1945), colección de relatos cortos protagonizados por el detective de Cosecha Roja. El gran golpe (The Big Knockover, 1966, edit. Biblioteca del Mundo y la Revista), colección casi completa de todos sus relatos. Disparos en la noche. Cuentos completos (2013, editorial RBA), colección completa de todos sus relatos; los 65 que escribió, incluyendo 6 inéditos.
Semblanza biográfica: Wikipedia. Texto: ciudadseva.com.Foto Internet.