El cuento del domingo

Patricia Highsmith

La tortuga

Víctor oyó la puerta del ascensor, los rápidos pasos de su madre en el pasillo y cerró el libro de un golpe. Lo escondió debajo del almohadón del sofá y maldijo por lo bajo cuando oyó que el libro se resbalaba entre el sofá y la pared y caía al piso con un ruido sordo. La llave ya giraba en la cerradura.
-¡Vííííctor! -gritó su madre, agitando un brazo en el aire. Con el otro sostenía una bolsa grande de papel madera y de su mano colgaban una o dos bolsitas-. Fui adonde mi editor y al mercado y a la pescadería -le dijo-. ¿Por qué no estás jugando? ¡Es un día lindísimo!
-Salí -dijo él- un ratito. Me dio frío.
-¡Uf! -la madre descargó la bolsa del almacén en la pequeña cocina detrás del vestíbulo-. Debes de estar enfermito. ¡Tener frío en el mes de octubre! He visto a todos los niños jugando en la vereda. Hasta ese nene que te gusta, creo, ¿cómo se llama?
-No lo sé -dijo Víctor. De todos modos, su madre no estaba prestándole verdadera atención. Metió las manos en el bolsillo de sus pantalones cortos, que ya le ajustaban, y empezó a caminar sin rumbo por la sala, mirándose los zapatones gastados. Su madre podría haberle comprado zapatos que le quedaran bien por lo menos. A ella le gustaban ésos porque tenían las suelas más gruesas que jamás hubiera visto y la punta cuadrada, un poquito levantada, como botas de alpinista. Víctor se detuvo frente a la ventana y miró el edificio de enfrente, de color tostado. Vivía con su madre en el piso dieciocho, cerca de la azotea. El edificio al otro lado de la calle era aún más alto que el de ellos. A Víctor le gustaba más el departamento donde habían vivido en Riverside Drive. También le gustaba más la escuela de ahí. En la nueva se reían de la ropa que usaba. En la otra se había cansado de reírse de él.
-¿No quieres salir? -preguntó su madre, entrando en la sala mientras se secaba las manos con energía con una bolsa de papel. Se olió las manos-. ¡Puaj! ¡Qué olor horrible!
-No, mamá -dijo Víctor con paciencia.
-Hoy es sábado.
-Ya lo sé.
-¿Ya sabes los días de la semana?
-Por supuesto.
-¿A ver?
-No quiero decirlos. Los sé -los ojos se le pusieron vidriosos-. Hace años que los sé. Hasta nenes de cinco años saben los días de la semana.
Pero su madre no estaba escuchando. Estaba inclinada sobre el tablero de dibujo en un rincón de la habitación. Había estado trabajando hasta tarde la noche anterior. Víctor estuvo en su sofá cama en el rincón opuesto de la habitación sin poder dormirse hasta las 2, cuando ella fue a acostarse en el sofá cama.
-Ven acá, Víííctor. ¿Ves esto?
Víctor se acercó arrastrando los pies, con las manos aún en los bolsillos. No, ni siquiera había echado un vistazo al tablero esa mañana; no había querido.
-Este es Pedro, el burrito. Lo inventé anoche. ¿Qué te parece? Y éste es Miguel, el nene mexicano que lo monta. Andan y andan por todo México y Miguel piensa que están perdidos, pero Pedro sabe cómo volver a casa todo el tiempo y...
Víctor no escuchaba. Deliberadamente pensaba en otra cosa, acto que había aprendido al cabo de muchos años de práctica. Pero el aburrimiento y la frustración -sabía lo que quería decir la palabra frustración; había leído todo al respecto- le pesaban como una piedra sobre los hombros, sentía el odio y las lágrimas amontonadas en sus ojos, como un volcán a punto de estallar en su interior. Había tenido la esperanza de que su madre captara la alusión cuando le dijo que tenía frío en sus estúpidos pantaloncitos cortos. Había tenido la esperanza de que su madre recordara lo que le había contado días antes, que el chico que había querido jugar, que parecía tener su misma edad, once años, se había reído de sus pantalones cortos el lunes por la tarde. "¿Te hacen usar los pantalones de tu hermano o algo así?" Víctor se había alejado lleno de mortificación. ¿Qué habría pasado si el otro se hubiese enterado de que ni siquiera tenía un par de knickers y menos aún un par de pantalones largos, aunque fueran vaqueros? Su madre, por alguna razón disparatada, quería que pareciera como un francés y le hacía usar pantaloncitos cortos y medias tres cuartos y camisas tontas con cuellos redondos. Su madre quería que él siguiera teniendo seis años toda su vida. Le gustaba mostrarle sus dibujos a él. "Víctor es mi tabla de armonía -les decía a veces a sus amigos-. Le muestro mis dibujos y sé de inmediato si a los niños les gustarán o no." A veces Víctor simulaba que le gustaba algunos cuentos que en realidad no le gustaban o dibujos que sentía que le resultaban indiferentes, porque sentía lástima por su madre y porque ella se ponía de mejor humor si él le decía esas cosas. Ya estaba cansado de las ilustraciones de cuentos infantiles, si es que alguna vez le habían gustado -en realidad no podía acordarse- y ahora tenía dos preferidos: las ilustraciones de Howard Pyle en algunos de los libros de Robert Louis Stevenson y las de Cruikshan en los de Dickens. Víctor pensaba que era una desgracia para él que fuera la última persona a la que su madre pedía opinión, pues simplemente odiaba las ilustraciones infantiles. Y era un milagro que su madre no se diera cuenta de ello, porque hacía años y años que no había podido vender ninguna ilustración para libros; nada desde Wimple-Dimple. Un ejemplar de ese libro cuya sobrecubierta lucía agrietada y amarilla estaba ubicado en el estante central de la biblioteca en un espacio libre, para que todos pudieran verlo. Víctor tenía siete años cuando se publicó ese libro. Su madre siempre le contaba a la gente que él le había dicho lo que quería que ella dibujase, la había observado hacer cada dibujo, le había dado su opinión y, en fin, la había guiado totalmente. Víctor tenía sus serias dudas acerca de esto, primero porque el cuento era de otra persona y había sido escrito antes de que su madre hiciera los dibujos y, naturalmente, los dibujos debieron adaptarse a la historia. Desde entonces, su madre sólo había publicado unas pocas ilustraciones para revistas infantiles y preparado calabazas y gatos negros de papel para Halloween, la fiesta de las brujas, aunque siempre llevaba su carpeta de dibujos de editor en editor. Su padre les mandaba dinero. Era un rico hombre de negocios que vivía en Francia, un exportador de perfumes. Su madre decía que era muy rico y muy apuesto. Pero él se había vuelto a casar, nunca escribía y Víctor no tenía interés en él, ni siquiera le interesaba ver una foto de su padre. Su padre era un francés con algo de polaco y su madre era húngara francesa. La palabra húngara le hacía pensar a Víctor en gitanos, pero cuando una vez le preguntó a su madre, ella replicó enfáticamente que no tenía nada de sangre gitana. Se había mostrado muy molesta con Víctor por esa pregunta.
-¡Escucha! ¿Cuál te gusta más? "En todo México no había un burro más inteligente que Miguel, el burrito de Pedro." O si no: "Miguel, el burrito de Pedro, era el más inteligente de todo México."
-Creo... que prefiero la primera.
-¿Cómo era? -preguntó su madre, cubriendo con la palma de la mano la ilustración.
Víctor trató de recordar las palabras, pero se dio cuenta de que sólo estaba mirando las marcas de lápiz en el borde del tablero de dibujo. El dibujo colorido del centro no le interesaba en absoluto. No estaba pensando. Esa era una sensación frecuente y familiar en él; había algo emocionante e importante en el no pensar. Víctor sentía que algún día iba a encontrar algo que hablara sobre eso -quizá con otro nombre- en la biblioteca pública o en los libros de psicología que había en su casa y que él hojeaba cuando su madre no estaba.
-¡Víííctor! ¿Qué estás haciendo?
-Nada, mamá.
-Eso justamente. ¡Nada! ¿No puedes pensar siquiera?
Una ola caliente de vergüenza lo envolvió. Era como si su madre pudiera leerle los pensamientos, acerca del no pensar.
-¡Pero estoy pensando! -protestó-. Estoy pensando acerca del no pensar -su tono era desafiante. ¿Qué podía hacer ella en cuanto a eso, después de todo?
-¿Qué? -su madre inclinó la cabeza negra y enrulada y lo enfrentó con los ojos maquillados entrecerrados.
-El no pensar.
Su madre apoyó las manos llenas de anillos en las caderas.
-¿Sabes, Víííctor, que tienes unas ideas medio raras? Estás enfermo. Enfermo mentalmente. Y eres un retardado. ¿Sabes lo que quiere decir eso? Que tienes la mentalidad de un nenito de cinco años -dijo con lentitud, acentuando las palabras-. Es mejor que pases las tardes de los sábados encerrado. Quién sabe, a lo mejor, si sales, puede pisarte un auto. Pero es por eso que te quiero, mi pequeñito Víííctor. -Le pasó el brazo sobre los hombros y lo atrajo hacia ella. Por un instante, la nariz de Víctor permaneció apretada contra su pecho grande y suave. Ella llevaba su vestido color piel, el que se transparentaba un poco a la altura del busto.
Víctor alejó la cabeza con brusquedad, confundido por las emociones. No sabía si deseaba reír o llorar.
Su madre reía alegremente, con la cabeza echada hacia atrás.
-¡Estás enfermo! ¡Mírate! Mi neniiito, con pantalonciiitos. ¡Ja, ja!
Entonces las lágrimas asomaron en los ojos de él, ¡y su madre se comportaba como si estuviera disfrutándolo! Víctor giró la cabeza para que ella no pudiera verle los ojos. Luego la miró repentinamente.
-¿Te crees que me gustan estos pantalones? A ti te gustan, no a mí, entonces, ¿por qué tienes que burlarte?
-Un neniiito que llora -continuó ella, riendo.
Víctor salió corriendo hacia el cuarto de baño, pero se desvió en el camino y se arrojó de cabeza en el sofá, con la cara contra los almohadones. Cerró los ojos con fuerza y abrió la boca, llorando pero sin llorar, de una manera que había aprendido con la práctica también. Con la boca abierta, la garganta cerrada, sin respirar por casi un minuto, podía en cierto modo sentir la satisfacción de llorar, hasta de gritar, sin que nadie se diera cuenta. Hundió la nariz, la boca abierta, los dientes en el almohadón rojo del sofá y, si bien siguió oyendo la voz de su madre, el tono burlón y la risa, imaginaba que esos sonidos se iban apagando y alejándose. Se imaginaba que estaba muriendo. Pero la muerte no era un escape; sólo un hecho concentrado y doloroso, el clímax de su no llorar. Luego, volvió a respirar y a oír la voz de su madre.
-¿Me oíste? ¿Me oíste? La señora Badzerkian vendrá a tomar el té. Quiero que te laves la cara y que te pongas una camisa limpia. Y también que le recites algún versito. ¿Qué verso vas a recitarle?
-Cuando me voy a la cama en el invierno -dijo Víctor. Ella le había hecho memorizar cada poema de El jardín de versos infantiles. Víctor dijo el primero que se le cruzó por la cabeza, pero eso le causó problemas porque ya lo había recitado en la última visita.
-¡Dije ése porque no podía pensar otro en el momento! -gritó Víctor.
-¡No me grites! -exclamó su madre, lanzándose hacia él. Víctor recibió una bofetada antes de que se diera cuenta de lo que estaba sucediendo.
Quedó apoyado en un brazo del sofá, de espaldas, con las delgadas piernas de rodillas huesudas extendidas. "Está bien -pensó-, si así son las cosas, así son las cosas." La miró con odio. No iba a hacerle ver que la bofetada le había dolido, que aún le dolía. "Basta de lágrimas por hoy -juró-, basta de no llorar." Terminaría el día, soportaría el té como una piedra, como un soldado, sin pestañear siquiera. Su madre caminaba por el cuarto, toqueteándose los anillos sin cesar, mirándolo de vez en cuando, desviando la mirada rápidamente. La mirada de Víctor estaba fija en ella. Él no tenía miedo. Ella podía golpearlo otra vez, pero a él no iba a importarle.
Por fin ella anunció que se iría a lavar la cabeza y se escurrió al baño.
Víctor se levantó del sofá y vagó por el cuarto. Hubiera querido tener un cuarto propio para poder estar solo. El departamento de Riverside Drive tenía tres ambientes: la sala, su cuarto y el de su madre. Cuando ella estaba en la sala, él podía estar en su dormitorio o viceversa, pero luego decidieron derrumbar el viejo edificio de Riverside Drive. No era algo en lo que le gustaba pensar.
De pronto recordó dónde había caído el libro, empujó el sofá y lo alcanzó. Era La mente humana, por Menninger, un libro lleno de historias clínicas fascinantes. Víctor no lo devolvió al estante donde estaba, entre un libro de astrología y otro de cómo dibujar. A su madre no le gustaba que leyera libros de psicología, pero a Víctor le encantaban; sobre todo los que tenían historias clínicas. Los pacientes hacían lo que querían. Se comportaban con naturalidad. Nadie les daba órdenes. Víctor pasaba horas en la biblioteca del barrio, hojeando los libros de psicología. Estaban en la sección para adultos, pero al bibliotecario no le molestaba que se sentara allí porque se comportaba decentemente.
Víctor fue a la cocina y se sirvió un vaso de agua. Mientras estaba de pie bebiendo, oyó un crujido en una de las bolsas de papel de su madre. Un ratón, pensó, pero cuando movió las bolsas no vio ningún ratón. El sonido provenía del interior de una de las bolsas. La abrió con cuidado y esperó que algo saltara. Miró el interior y vio una cajita de cartón blanco. La sacó con lentitud. El fondo estaba húmedo. Se abría como una caja de masitas. Al hacerlo, Víctor dio un salto de sorpresa. Se encontró con una tortuga, viva y volcada sobre su caparazón. Las patas se agitaban en el aire, el animal intentaba darse vuelta. Víctor se humedeció los labios y, frunciendo el ceño con concentración, tomó la tortuga por los borde del caparazón con las dos manos, le dio vuelta y la volvió a colocar con suavidad en la caja. La tortuga encogió las patas, estiró la cabeza un poco y lo miró con fijeza. Víctor sonrió. ¿Por qué su madre no le había dicho que tenía un regalo para él? Los ojos de Víctor brillaron, mientras pensaba en sacar la tortuga a pasear, quizá con una correa alrededor del cuello, para mostrársela al que se había reído de sus pantalones cortos. Quizá cambiara de parecer acerca de ser su amigo si descubría que él tenía una tortuga.
-¡Eh, mamá, mamá! -gritó Víctor, apoyado contra la puerta del baño-. ¿Me trajiste una tortuga?
-¿Una qué? -había cesado el ruido de la ducha.
-¡Una tortuga! ¡En la cocina! -Víctor saltaba mientras pronunció estas palabras. De pronto se detuvo.
Su madre había dudado, también. La ducha volvió a oírse. Su madre gritó con voz chillona.
-C'est une terrapène! Pour un ragoût!*
Víctor comprendió y sintió un pequeño escalofrío. Cuando su madre le hablaba en francés era porque estaba dándole una orden que debía obedecer sin réplicas. De modo que la tortuga iría a parar a un guiso. Víctor regresó a la cocina, con perpleja resignación. Para un guiso. Bueno, ya que a la tortuga no le quedaba mucha vida, ¿qué le gustaría comer? ¿Lechuga? ¿Panceta cruda? ¿Papa hervida? Víctor abrió la heladera.
Sostuvo un pedazo de lechuga cerca de la boca callosa de la tortuga. Ésta no abrió la boca, sólo miró. Víctor sostenía la lechuga cerca de los dos agujeritos nasales pero, aunque la tortuga la olió, no mostró ningún interés. Víctor miró debajo de la pileta y sacó un fuentón grande. Lo llenó con dos dedos de agua y con suavidad puso a la tortuga adentro. La tortuga braceó por unos segundos; luego, descubriendo que el vientre se apoyaba en el fondo, se detuvo y encogió las patas. Víctor se puso de rodillas y estudió la cara del animal. El labio superior se encimaba al inferior, dándole una expresión algo testaruda y de pocos amigos, pero los ojos eran brillantes y vivaces. Víctor sonrió cuando los miró con fijeza.
-Está bien, monsieur terrapène -dijo-, dime qué te gustaría comer y te lo conseguiremos. ¿Quizá quieras un poco de atún?
El día anterior habían cenado arroz con atún y había quedado un poco. Víctor tomó un pedacito con los dedos y se lo mostró a la tortuga. La tortuga no estaba interesada. Víctor miró a su alrededor, pensativo; luego, levantó el fuentón, lo llevó a la sala y lo colocó en el suelo de modo que el sol diera en el caparazón de la tortuga. "A todas las tortugas les gusta el sol", pensó Víctor. Se extendió en el piso a su lado, apoyado en un codo. La tortuga lo miró un momento, luego con mucha lentitud y con un aire de prudencia y cautela, estiró las patas y avanzó, se topó con el borde del fuentón y dobló a la derecha, con la mitad del cuerpo fuera del agua poco profunda. Quería salir. Víctor la tomó por el caparazón y dijo:
-Puedes salir y dar un paseíto.
Sonrió, mientras la tortuga comenzaba a andar rumbo al sofá. La agarró con facilidad, pues se movía lentamente. Cuando lo volvió a colocar en la alfombra, el animal permaneció inmóvil, como si se hubiera detenido un poco a pensar lo que iba a hacer después, adónde ir. Era de color verde amarronado. Víctor pensó en el fondo del río, y en los océanos. ¿De dónde venían las tortugas? Se puso de pie de un salto y fue a buscar un diccionario a la biblioteca. El diccionario tenía un dibujo de una tortuga, pero era apagado, en blanco y negro, no se parecía en nada al ejemplar vivo. No aprendió nada nuevo, salvo que el nombre era de origen algonquino, que la tortuga de agua vivía en agua dulce o salobre, y que era comestible. Pero él no pensaba comer ninguna terrapène esa noche. Ese ragoût sería todo para su madre, y aunque ella lo golpeara y le hiciera aprender dos o tres poemas más, él no comería tortuga esa noche.
Su madre salió del baño.
-¿Qué estás haciendo ahí?
Víctor guardó el diccionario en su lugar. Su madre había visto el fuentón.
-Estoy mirando la tortuga -dijo, y enseguida se dio cuenta de que la tortuga había desaparecido. Se puso en cuatro patas y miró debajo del sofá.
-No la pongas encima de los muebles. Deja marcas -dijo su madre. Estaba de pie en el vestíbulo, secándose el pelo enérgicamente con una toalla.
Víctor encontró la tortuga entre el cesto de basura y la pared. La volvió a colocar en el fuentón.
-¿Te cambiaste la camisa? -preguntó su madre.
Víctor se cambió la camisa y luego, siguiendo las órdenes de su madre, se sentó en el sofá con el libro El jardín de versos infantiles a aprender otro poema para la señora Badzerkian. Leía en voz apenas alta, para sí; luego las repetía, dos, cuatro y seis líneas juntas hasta que sabía toda la poesía. Se la recitó a la tortuga. Después preguntó a su madre si podía jugar con la tortuga en la bañera.
-¡No! ¿Para que te salpiques la camisa?
-Puedo ponerme la otra camisa.
-¡No! Ya son casi las 4. ¡Saca ese fuentón de la sala!
Víctor llevó el fuentón de regreso a la cocina. Su madre sacó la tortuga del fuentón sin temor y la volvió a poner en la caja de cartón blanco. Cerró la tapa y puso la caja en la heladera. Víctor se estremeció un poco cuando ella cerró la puerta de un golpe. Seguramente sería mucho frío para una tortuga ahí adentro. Pero pensó que el agua del río estaba fría de vez en cuando, también.
-Víííctor, corta el limón -dijo su madre. Estaba preparando una bandeja grande con tazas y platillos. El agua estaba hirviendo en la olla.
La señora Badzerkian fue puntual como siempre. Su madre sirvió el té tan pronto como se desembarazó del tapado y el libro de bolsillo de la visitante en la silla del vestíbulo. La señora Badzerkian olía a ajo. Tenía una boca recta y chica, y un fino bigote en el labio superior que causaba fascinación a Víctor, pues nunca antes había visto una mujer con bigote, nunca de tan cerca. Jamás había mencionado el bigote de la señora Badzerkian a su madre, sabiendo que ella lo consideraría una cosa fea, pero curiosamente era el bigote lo que más le gustaba de ella. El resto era aburrido, sin interés e inamistoso. Siempre pretendía escuchar con atención mientras él recitaba, pero él sentía que se movía inquieta, que pensaba en otras cosas mientras él hablaba y que se sentía aliviada cuando terminaba. Ese día, Víctor recitó muy bien y sin titubear, de pie en el medio de la sala y frente a las dos mujeres, que estaban tomando la segunda taza de té.
-Très bien -dijo su madre-. Ahora puedes comer una masita.
Víctor eligió una masita pequeña con un poco de dulce de naranja en el medio. Mantuvo las rodillas juntas cuando se sentó. Siempre tenía la sensación de que la señora Badzerkian le miraba las rodillas con disgusto. Muchas veces deseó que le hiciera algún comentario a su madre acerca de que él ya era lo suficientemente grande como para usar pantalones largos, pero nunca había dicho nada, o al menos él no lo había oído. Víctor se enteró por la conversación entre su madre y la señora Badzerkian de que los Lorentz irían a cenar al día siguiente. Probablemente el guiso era para ellos. Víctor se alegró de tener la tortuga un día más para poder jugar. A la mañana siguiente le preguntaría a su madre si podría llevar la tortuga a la vereda un ratito, con correa o dentro de la caja de cartón, si su madre insistía.
-...como un niiiño -decía su madre, riendo, echándole una mirada. La señora Badzerkian sonreía con astucia y la boquita apretada.
Víctor recibió permiso para retirarse y fue a sentarse en el sofá en el otro extremo del cuarto, con un libro. Su madre le estaba contando a la señora Badzerkian que él había estado jugando con la tortuga. Víctor frunció las cejas y miró el libro, simulando que no oía. A su madre no le gustaba que él les hablara a los invitados una vez que le había dado permiso para retirarse. Pero lo que estaba oyendo lo hizo enrojecer de furia. Se incorporó, marcando la hoja que estaba leyendo con el dedo.
-¡No veo qué tiene de infantil mirar a una tortuga! -dijo tartamudeando-. Son animales muy interesantes, son...
Su madre lo interrumpió con una carcajada, pero una vez que la carcajada se desvaneció, dijo con severidad:
-Víííctor, creí que te había dado permiso para retirarte. ¿Correcto?
Él dudó, viendo fugazmente la escena que tendría lugar cuando se fuera la señora Badzerkian.
-Sí, mamá. Perdóname -dijo. Luego se sentó y se concentró en su libro otra vez. Veinte minutos más tarde, la señora Badzerkian se despidió. Su madre lo regañó, pero no fue un regaño de cinco o diez minutos como se había imaginado. Como ella se había olvidado de la crema le pidió a Víctor que bajara a comprarla. Víctor se puso el saco de lana gris y salió. Ese saco lo avergonzaba por llamar la atención, pues le llegaba un poco más abajo que los pantalones cortos y parecía que no tenía nada debajo del saco.
Echó una mirada a su alrededor para ver si encontraba a Frank en la vereda, pero no lo vio. Cruzó la Tercera Avenida y entró en la rosticería del edificio grande que se veía desde la ventana de la sala. A su regreso, vio a Frank caminando por la vereda, haciendo rebotar una pelota. Víctor se dirigió directamente hacia él.
-¡Eh! -dijo Víctor-. Tengo una tortuga de agua en mi casa.
-¿Una qué? -Frank tomó la pelota y se detuvo.
-Una tortuga de agua. Te la mostraré mañana por la mañana, si estás por aquí. Es bastante grande.
-¿Sí? ¿Por qué no la traes ahora?
-Porque debo ir a cenar ahora -dijo Víctor. Entró en su edificio. Sintió que había logrado algo. Frank se había mostrado muy interesado. A Víctor le hubiera gustado poder bajar la tortuga en ese momento, pero su madre no quería que saliera de noche y ya estaba casi oscuro.
Cuando Víctor entró, su madre estaba en la cocina. Vio una cacerola con huevos y una gran olla con agua en la hornalla de atrás.
-¡La sacaste otra vez! -chilló Víctor, viendo la caja de la tortuga sobre la mesada.
-Sí, voy a preparar el guiso esta noche -dijo su madre-. Por eso es que necesitaba la crema. Queda muy rico así.
Víctor la miró.
-¿Vas... vas a matarla esta noche?
-Sí, querido. Esta noche. -Su madre movió la cacerola con los huevos.
-Mamá, ¿puedo llevarla abajo un minuto para mostrársela a Frank? -preguntó Víctor con rapidez-. Sólo un minuto, mamá. Frank está abajo ahora.
-¿Quién es Frank?
-Es el chico que me preguntaste hoy. El rubio que siempre vemos. Por favor, mamá.
Las cejas negras de su madre se fruncieron.
-¿Llevar la terrapène abajo? De ningún modo. No seas absurdo, mi bebé. ¡La terrapène no es un juguete!
Víctor trató de pensar en otra forma de persuadirla. Aún no se había sacado el abrigo.
-Tú querías que me hiciera amigo de Frank.
-Sí, ¿pero qué tiene eso que ver con la tortuga?
El agua en la olla grande comenzó a hervir.
-Verás, le prometí que... -Víctor observó que su madre sacaba la tortuga de la caja y, cuando la echó en el agua hirviendo, abrió la boca espantado-. ¡Mamá!
-¿Qué pasa? ¿Qué es ese alborto?
Boquiabierto, Víctor miró a la tortuga, cuyas patas se batían con desesperación contra las paredes de la olla. La tortuga abrió la boca y, por un instante, fijó la mirada en Víctor, arqueó la cabeza hacia atrás con infinito dolor, hundió la boca abierta en el agua hirviendo... y fue el fin. Víctor pestañeó. Estaba muerta. Se acercó más, vio cuatro patas y una cola y la cabeza extendida en el agua. Miró a su madre.
Ella se estaba secando las manos con una toalla. Lo miró y exclamó:
-Diablos. -Se olió las manos y colgó la toalla en su lugar.
-¿Tenías que matarla de ese modo?
-¿De qué otro? Así es como se mata a las tortugas y las langostas. ¿No lo sabes? No sienten nada.
Él la miró con fijeza. Cuando se acercó para acariciarlo, Víctor retrocedió. Pensó en la boca abierta de la tortuga y, de repente, se le llenaron los ojos de lágrimas. La tortuga lo había mirado y no había podido oírla por el ruido de las burbujas. La tortuga lo había mirado, le había pedido que la sacara de allí, pero él no se movió para ayudarla. Su madre lo había engañado, lo había hecho tan rápido que no pudo salvarla. Retrocedió nuevamente.
-¡No! ¡No me toques!
Su madre le dio una bofetada, con fuerza y rapidez.
Víctor se cubrió la mandíbula con la mano. Después dio media vuelta, se dirigió al ropero, se sacó el abrigo y lo colgó. Fue a la sala y se arrojó en el sofá. No estaba llorando, pero tenía la boca abierta contra el almohadón del sofá. Entonces recordó la boca de la tortuga y cerró los labios. La tortuga había sufrido. De no haberlo hecho, no hubiera movido las patas a tanta velocidad. Víctor empezó a llorar silenciosamente, como la tortuga, con la boca abierta. Se cubrió el rostro con las dos manos para no mojar el sofá. Después de un largo rato, se puso de pie. Su madre tarareaba en la cocina, y de cuando en cuando él oía sus pasos rápidos y decididos mientras trabajaba. Víctor apretó los dientes otra vez. Caminó con lentitud hasta la puerta de la cocina.
La tortuga estaba sobre la tabla de picar y su madre, luego de echarle un vistazo al niño, aún canturreando, tomó un cuchillo, apretó la hoja hacia abajo y le cortó las uñitas a la tortuga. Víctor entrecerró los ojos, pero siguió mirando con fijeza. Su madre separó las uñas de las patas del animal muerto y las dejó caer en la bolsa de residuos. Después hizo girar el cuerpo exánime y, con el mismo cuchillo puntiagudo y filoso, empezó a quitar el pálido caparazón que le cubría el estómago. El pescuezo de la tortuga estaba inclinado hacia un lado. Víctor quería apartar la mirada, pero no pudo. Enseguida aparecieron las vísceras de la tortuga, rojas, blancas y verdosas. Víctor no prestó atención a lo que decía su madre acerca de que había cocinado tortugas en Europa antes de que él naciera. Su voz era suave y tranquilizadora, y de ningún modo se relacionaba con lo que estaba haciendo.
-¡Bueno, no me mires así! -le gritó repentinamente, golpeando el piso con el pie-. ¿Qué te pasa? ¿Estás loco? Sí, creo que estás loco. Estás enfermo, ¿sabías eso?
Víctor no pudo probar bocado de la cena, aunque el guiso de tortuga se serviría a la noche siguiente, y su madre no pudo obligarlo a comer, aunque lo sacudió por los hombros y lo amenazó con darle otra bofetada. No dijo una palabra. Se sentía muy distante de su madre, incluso cuando ella le gritaba en las narices. Se sentía muy raro, como esas veces cuando tenía ganas de vomitar, pero en ese momento no tenía ganas de vomitar. Cuando llegó la hora de acostarse, tuvo miedo de la oscuridad. Veía la cara de la tortuga en todas partes, con la boca abierta y los ojos desorbitados en una mirada de dolor. Víctor hubiera querido salir por la ventana y flotar, irse adonde quisiera, desaparecer y al mismo tiempo estar en todas partes. Imaginó las manos de su madre atenaceando sus hombros, si lo veía intentando salir por la ventana. Odiaba a su madre.
Se levantó y fue en silencio a la cocina. La casa estaba completamente a oscuras, pero Víctor dirigió su mano con precisión a la hilera de cuchillas y tomó con suavidad la que buscaba. Pensó en la tortuga, convertida en pedacitos, mezclada en la salsa de crema y huevo y jerez en la cacerola dentro de la heladera.
El grito de su madre pareció desgarrarle los oídos. La segunda puñalada penetró en su cuerpo y le perforó la garganta otra vez. Sólo el cansancio lo hizo detenerse y, para entonces, oyó gente afuera que trataba de abrir la puerta. Víctor se dirigió a la puerta, corrió la cadena del pasador y abrió.
Lo llevaron a un edificio enorme, lleno de enfermeras y médicos. Víctor era muy callado y hacía todo lo que le pedían y contestaba las preguntas que le hacían, pero sólo eso. Como nadie preguntó nada de la tortuga, no mencionó el tema.

Patricia Highsmith (Fort Worth, Texas, 19 de enero de 1921 - Locarno, Suiza, 4 de febrero de 1995). Novelista estadounidense famosa por sus obras de suspenso.
Nació con el nombre de Mary Patricia Plangman en Fort Worth, Texas. Sus padres se divorciaron cinco meses antes de nacer Patricia y no conoció a su padre hasta los doce años. A raíz del divorcio, su madre y con ella Patricia se trasladaron a Greenwich Village, en Nueva York. Durante los primeros años de vida fue educada por su abuela materna, Willi Mae. En 1924 su madre se casó con Stanley Highsmith, del que Patricia tomaría el apellido.
La joven Highsmith mantuvo una relación intensa y complicada con su madre y con su padrastro. Según contó la propia Patricia Highsmith, su madre le confesó que durante su embarazo había tratado de abortar bebiendo aguarrás. Highsmith nunca superó esta relación de amor y odio, que la acompañó durante el resto de su vida y que llegó a convertir en ficción en el cuento "The Terrapin," en el cual un joven apuñala a su madre.
Su vocación por la escritura fue tempranísima; fue una voraz lectora, preocupada sobre todo por cuestiones relacionadas con la culpa, la mentira y el crimen, que más adelante serían los temas centrales en su obra. A los ocho años descubrió el libro de Karl Menninger La mente humana y quedó fascinada por los casos que describía de pacientes afligidos por enfermedades mentales. Los análisis de este autor sobre las conductas anormales influyeron en su percepción de los personajes literarios.
Empezó a escribir gruesos volúmenes desde los 16 años hasta su muerte con ideas sobre relatos y novelas, así como diarios. Todo este material se conserva en los Archivos Literarios Suizos, en Berna.
Se graduó en 1942 en el Barnard College, donde estudió literatura inglesa, latín y griego. En 1943 empezó a trabajar para la editorial Fawcett haciendo sinopsis de cómics y en esa época descubre su homosexualidad, tema que tratará más adelante cuando en 1952 aparezca bajo el pseudónimo de Claire Morgan su novela El precio de la sal.1 Trata de la problemática historia de amor entre dos mujeres, con un final feliz insólito para la época. Treinta y tantos años después la reimprimió con el título de Carol y descubriendo que era ella la verdadera autora, revelando en su epílogo las comprensibles razones del anonimato inicial. Finalizaba con estas palabras: "Me alegra pensar que este libro le dio a miles de personas solitarias y asustadas algo en que apoyarse".
A los 22 años comenzó a escribir su primera novela The click of the shutting, nunca publicada. En 1945, tras una breve estancia en México de cinco meses, surgen los cuentos "En la Plaza", escrito en Taxco, estado de Guerrero, y "El coche".
Publicó su primer cuento a los 24 años en la revista Harper´s Bazaar. En 1950 publica su primera novela, Extraños en un tren, por la que saltaría a la fama un año después con la adaptación al cine de Alfred Hitchcock.
El pesimismo de sus historias y la crueldad materialista de sus análisis éticos fueron mal acogidos en Estados Unidos, pero no en Europa, y como sus ideas políticas de sesgo comunista contrariaban al american way of life, abandonó el Nuevo Mundo y se trasladó para siempre a Europa en 1963. Residió en East Anglia (Reino Unido) y en Francia, y sus últimos años los pasó en Tegna al oeste de Locarno (Suiza), donde falleció el 4 de febrero de 1995.
Según cuenta su biografía, Beautiful Shadow, su vida personal era problemática, en parte por su alcoholismo; nunca tuvo una relación sentimental que durase más que unos pocos años, ni siquiera con la también novelista Marijane Meaker, y algunos de sus contemporáneos la tachaban de misantropía, en lo que hay algo de cierto. Prefería la compañía de sus muchos gatos y caracoles y una vez dijo: "Mi imaginación funciona mucho mejor cuando no tengo que hablar con la gente". También se la ha acusado de misoginia por sus Little Tales of Misogyny y de antiamericanismo por sus Tales of Natural and Unnatural Catastrophes; lo cierto es que su fama de escritora morbosa no la hizo especialmente vendible en los Estados Unidos. Highsmith encontraba frecuentemente inspiración en el arte, en la psicología clínica y en el reino animal.
Escribió más de 30 libros entre novelas, ocho colecciones de cuentos, entre los que destacan los Little Tales of Misogyny (Cuentos misóginos), los Cuentos de animales y los Tales of Natural and Unnatural Catastrophes (Cuentos de catástrofes naturales y no naturales, 1987), ensayos y otros textos, y dejó numeroso material inédito.
La temática de la obra de Patricia Highsmith se centra en torno a la culpa, la mentira y el crimen, y sus personajes, muy bien caracterizados, suelen estar cerca de la psicopatía y se mueven en la frontera misma entre el bien y el mal. Esto es muy notorio en su primera novela publicada, Extraños en un tren (de 1950), que fue llevada un año después al cine por Alfred Hitchcock con el mismo título y cuyo guion fue adaptadado por Raymond Chandler .
La visión de la realidad que se desprende de sus novelas y cuentos es depresiva, pesimista y sombría, como también su concepto sobre el ser humano. Algunas de sus novelas incluyen referencias homosexuales; su novela Carol, que sus editores rechazaron por su temática lésbica, fue publicada bajo el pseudónimo Claire Morgan en 1953 y vendió cerca de un millón de ejemplares. En su última novela publicada, Small g, un idilio de verano (de forma póstuma un mes después de su fallecimiento), se trata nuevamente la temática homosexual, esta vez en torno a la presentación de una serie de relaciones equivocadas.
Highsmith, cuyo estilo se presenta tan económico como el de Guy de Maupassant, al que admiraba, destaca especialmente como creadora de personajes, especialmente marginales. Busca la polémica y le atrae especialmente la ambigüedad moral: sus héroes suelen ser personajes turbios y ambiguos que explotan la hipocresía social para ascender socialmente. Su obra se compone de una veintena de novelas, un gran número de relatos y un ensayo, El arte del suspense. Su amigo Graham Greene dijo sobre ella: "Uno no cesa de releerla. Ha creado un mundo original, cerrado, irracional, opresivo, donde no penetramos sino con un sentimiento personal de peligro y casi a pesar nuestro, pues tenemos enfrente un placer mezclado con escalofrío".
Alabada por la crítica como una de las mejores escritoras de su generación, por la penetración psicológica que lograba en sus personajes y sus tramas complejas y muy elaboradas, consiguió un reconocimiento internacional que pasó al público.
Una estancia en Europa le inspiró el personaje del amoral Tom Ripley, cuya primera aparición data de 1955 con El talento de Mr. Ripley, escrita tras el primer viaje al Viejo Continente de la escritora, sufragado con los derechos cinematográficos de su primera novela, la ya citada Extraños en un tren.
Con esta primera novela de la serie de Ripley obtuvo el Gran Premio de Literatura Policíaca y estuvo nominada al Premio Edgar a la mejor novela, y fue adaptada al cine dos veces; el personaje aparecerá en otras cuatro novelas y se convertirá en uno de los más populares protagonistas de series de novelas policiacas, aunque no es ni detective ni policía, sino un estafador inteligentísimo que suplanta a sus víctimas y un ladrón y asesino ocasional; no se somete a la moral establecida y crea sus propios valores. Al contrario que lo habitual, no es castigado ni atrapado por la policía e inicia un gran ascenso social.
Foto:internet. Semblanza biográfica: Wikipedia. Texto: El cuento del día

El cuento del domingo

Alberto Moravia

Un horrible bloqueo de la memoria

¿Ha sucedido o no ha sucedido? En mi cabeza se ha formado un vacío ambiguo, que podría deberse igualmente al trauma de lo que ha ocurrido o al cambio que significa lo que está por ocurrir; y no acierto a llenar ese vacío. Sin embargo, la cosa en cuestión me concierne directa e inmediatamente: si no sucedió hace quince minutos, debe suceder dentro de quince minutos. Pero las dos posibilidades tienen en común un mismo sentimiento de impaciencia casi frenética, que me impide esperar que los hechos me proporcionen la explicación definitiva que necesito. No puedo esperar ni siquiera un minuto no sólo porque debo prepararme para enfrentar dos situaciones muy distintas, o sea, aquella de lo ya ocurrido y aquella de lo no ocurrido todavía, sino también y sobre todo porque debo indispensablemente superar lo antes posible esta especie de bloqueo que me impide hacer algo para mí fundamental: tomar conciencia. En efecto, precisamente de eso se trata, y no hay quien no vea la enorme diferencia que hay entre tomar conciencia antes de la acción y tomar conciencia después de la acción. Pero, ¿cómo se hace para tomar conciencia cuando la acción está, por así decirlo, en la punta de la lengua y no se decide a adoptar el aspecto sea de lo ya visto, ya hecho, ya padecido, sea el de lo todavía no visto, todavía no hecho, todavía no padecido?
      Con una mano sola me llevo el cigarrillo a la boca; lo tomé del paquete que está sobre el tablero y lo prendo con el encendedor del automóvil. Entretanto, sigo apretando con el brazo izquierdo, doblado, el cierre relámpago de la chaqueta, que, no sé cómo, se ha trabado y quedó abierta, de modo que la empuñadura de la pistola se asoma visiblemente. Se me ocurre que para saber si la cosa ha sucedido o aún debe suceder yo podría, en vista de que la memoria está bloqueada, interrogar la realidad, buscar indicios de lo ya ocurrido o lo no ocurrido todavía. Por ejemplo, el cierre relámpago trabado. Ayer funcionaba, por lo tanto se trabó esta mañana. Pero, ¿se trabó después de algo hecho, o antes de algo que todavía falta hacer, debido a un tirón demasiado brusco, causado por el shock de lo ya ocurrido, o por la nerviosidad de lo que todavía no ocurrió?
      Abandono de pronto el tema porque reconozco allí la misma ambigüedad indescifrable que hay en el principio de la amnesia; y me digo que hay una sola manera de comprobar inmediatamente si el hecho se ha consumado ya o no: examinar la pistola, verificar si ha disparado. El alivio con que recibo este proyecto me dice que he pensado con exactitud. ¿Cómo no se me había pasado ya por la cabeza una solución tan lógica y tan simple?
      Pero el alivio dura poco. Sí, la pistola puede proporcionarme la prueba que tan afanosamente estoy buscando; pero es una prueba "exterior". Es como si le pidiera a las ropas que llevo puestas, a los zapatos que calzo, la prueba de mi existencia. Prueba que debe ahora, en cambio, residir en la certeza de que existo sin necesidad alguna de pruebas: en el hecho mismo de que nadie busca pruebas. Por otra parte, la prueba de la pistola me espanta, porque confirmaría esta disociación mía, funesta e insoportable. Después de la prueba, sabré con certeza que la cosa ha sucedido o no ha sucedido; pero tendré al mismo tiempo otra certeza, desconcertante, la de que la cosa ya ha sucedido o no "a otro", puesto que yo, "dentro" de mí, seguiré ignorando si el hecho se ha verificado o no.
      Sin embargo, debo saber, no puedo esperar. Es como si me hubiera sumergido hasta el fondo del mar, mi escafandra de buzo se hubiera averiado, y yo me sofocara y supiese que sólo tengo pocos segundos para salir a flote. Mi urgencia de saber, por lo demás, es justificada por un embotellamiento de tránsito donde mi automóvil se ha encastrado, según todas las apariencias, irremediablemente y como para siempre. Estamos en un gran camino periférico que no conozco. Los automóviles están quietos, en cuatro filas de ambos lados, adelante y detrás. Exactamente frente a mí, la visión es interrumpida por el rectángulo negro y amarillo de un colosal camión de transporte. A la derecha del camión, allá lejos, la luz del semáforo ya se tornó tres veces alternativamente verde y roja, sin que los vehículos se hayan movido. Debe de tratarse de un accidente; o bien de uno de esos bloqueos inextricables que pueden durar varias horas. Y yo, antes de que el embotellamiento se resuelva, tengo absoluta necesidad de llegar a saber sólo por mis propios medios, es decir, exclusivamente con ayuda de la memoria, y no gracias a indicios proporcionados por objetos, si la cosa ya sucedió o todavía debe suceder.
      Recuerdo en este momento (mi memoria funciona tanto mejor cuanto más lejos están los hechos que intento recordar) que hace algunos años atravesé el Sahara, de Túnez a Agadesh, y que varias veces me extravié por perder el camino. ¿Qué hacía entonces para encontrar el camino correcto? De acuerdo con una regla dictada por la experiencia, volvía atrás hasta el punto de donde había partido. De allí partía de nuevo y, en efecto, al cabo de un recorrido más o menos largo, descubría el lugar preciso donde me había desviado. Una vez debí recorrer tres o cuatro veces el mismo camino equivocado antes de descubrir el error. Me perdía siempre de la misma manera, siempre en el mismo lugar. Al fin, sin embargo, cuando estaba ya por desesperar, con el sol cerca del poniente y la perspectiva de quedar sin nafta, de pronto encontraba el camino. Estaba tras un matorral no más alto que un niño, y borrado por un tramo no mayor (te tres o cuatro metros. Es fácil perderse en el desierto.
      Ahora haré lo mismo. Volveré atrás hasta el punto en que mi memoria dejó de funcionar; hasta el punto en que empieza el vacío (estuve por decirme "el desierto"). Pero debo apresurarme a emprender esta operación mnemónica, porque de un momento a otro el embotellamiento de la ruta puede resolverse; y en ese caso, es muy probable que minutos después llegue a saber con certeza si la cosa ya sucedió o todavía debe suceder. Pero no llegaré a saberlo por mérito propio, sólo gracias a mis fuerzas, sino por obra del choque con la realidad: eso jamás podré perdonármelo, y por otra parte no resolvería nada, porque mi problema ya no consiste en saber sino en recordar.
      Veamos, entonces, en qué momento de la mañana (ahora son cerca de las doce) mi memoria dejó de funcionar. Entonces, con súbito sentimiento de estupor, descubro que no recuerdo nada hasta... hasta el momento del despertar. Esto quiere decir que sólo recuerdo el despertar, y nada más, porque antes del despertar está el vacío de la noche, que pasé durmiendo; y después del despertar está el vacío del bloqueo mental. Pero el despertar, esos pocos o muchos minutos que pasé en la oscuridad esta mañana, antes de levantarme, ese instante lo recuerdo muy bien y puedo describirlo con todos sus particulares. De modo que, ahora, lo describiré, y mediante esa descripción, estoy seguro, recobraré la punta de la madeja de la memoria; descubriré, como en el desierto, el pequeño matorral tras el cual se esconde el camino.
      Por lo tanto, coraje. Me desperté más o menos a la hora fijada, pero por mí mismo, antes de que sonara el despertador, Encendí la luz, miré el reloj de pulsera y vi que faltaban cinco minutos; mi primer impulso fue apagar la luz, acurrucarme y dormirme de nuevo. Pero no era posible; no se puede dormir nada más que cinco minutos; de modo que apagué la luz, pero me quedé sentado en la cama, con los ojos perdidos en la oscuridad. No pensaba en nada; o, más bien, pensaba en el color de la oscuridad. ¿Qué color tenía la oscuridad? ¿Color café muy tostado? ¿Color negro de humo? ¿Color ébano? ¿Color tinta? ¿Y qué consistencia tenía, de qué estaba hecha? ¿Era un hormigueo de, moléculas negras sobre un fondo imperceptiblemente luminoso, o en un hormigueo de partículas luminosas sobre un fondo uniformemente negro?
      Recuerdo que descarté una tras otra esas definiciones porque no me satisfacían; pero sentí, en compensación, que la oscuridad me "apetecía", que tenía hambre de ella, como se tiene hambre de comida después de un largo ayuno. Recuerdo también que de vez en cuando encendía la lámpara, miraba el reloj, veía que habían pasado dos minutos, después tres, después cuatro, y cada vez apagaba de nuevo la lámpara, para gozar, aunque fuera durante un minuto, durante treinta segundos, de esa oscuridad deliciosa.
      Por fin encendí la lámpara sabiendo que era la última vez que lo hacía y que ya era hora de que me levantara. Fue justamente en ese instante, precisamente en esa diminuta fracción de tiempo en que encendí la luz, cuando dejé de registrar lo que hacía, porque a partir de entonces no recuerdo nada más de lo sucedido.
      Observo el rectángulo amarillo y negro de la parte trasera del camión de transporte; veo que no se ha movido; por otra parte, la luz del semáforo, allá lejos, pasado el camión, está roja; tal vez me quede todavía un minuto; tal vez, si al prenderse la luz verde los vehículos no avanzan, haya todavía dos minutos. Entonces reanudo con encarnizamiento la reconstrucción del despertar. La memoria, pues, se apagó en el preciso instante en que se encendió la lámpara. ¿Qué significa esto?,¿Cómo puede haber ocurrido semejante cosa? ¿Y por que precisamente a mí?
      Me digo que no es difícil imaginar lo que hice. Soy una persona más bien rutinaria: he de haberme levantado, he de haberme duchado, he de haberme afeitado, etcétera, etcétera, etcétera. Pero todo esto, como lo advierto de pronto, no lo recuerdo; me limito a reconstruirlo sobre la base del recuerdo de mis otros despertares anteriores. Y en cambio debo recordar precisamente el momento de asearme esta mañana, no el de alguna otra. Sólo si lo recuerdo podré recordar lo que aconteció después; es como encontrar de nuevo el matorral tras el cual se esconde el camino.
      Hago un gran esfuerzo; me repito: "Entonces encendí la lámpara... entonces encendí la lámpara... entonces encendí la lámpara..."
      Ya demasiado tarde. La luz del semáforo ahora es verde; y, casi instantáneamente, toda la calle se pone en marcha. Se mueven los automóviles que están delante, detrás y a ambos lados del mío; se mueve el rectángulo amarillo y negro del camión de transporte. Así pues, muy pronto sabré si la cosa ya ocurrió o aún debe ocurrir. Pero comprendo con angustia que no seré yo, con mi memoria, quien lo descubrirá; en cambio, me lo revelarán los objetos y las circunstancias.
Alberto Moravia, pseudónimo de Alberto Pincherle, (nació en Roma el 28 de noviembre de 1907 - murió en Roma el 26 de septiembre de 1990). Escritor y periodista italiano.
Alberto Pincherle (Moravia es el nombre de la abuela paterna) nace en 1907, en el seno de una familia burguesa acaudalada. Su padre Carlo, judío no practicante, era arquitecto y pintor, de origen veneciano. La madre, Teresa Iginia (Gina) De Marsanich, católica, era de Ancona. Alberto fue el segundo de cuatro hijos, tras Adriana (1905-1996), pintora; le sigue Elena (1909-?]), mujer del embajador Carlo Cimino; el menor fue (1914-1941), muerto en combate. Alberto lleva una vida normal, aunque seria y solitaria.
Moravia no hace estudios regulares porque en 1916, padece una tuberculosis ósea, que le obliga a guardar cama por cinco años (dos de ellos en un sanatorio). Sólo un año está en el Liceo Torquato Tasso, y consigue la secundaria con esfuerzo. Ese será su título. Pero se instruirá personalmente con numerosas lecturas, hasta formarse profundamente. Entre sus autores favoritos, destacan: Shakespeare, Molière, Goldoni, Stéphane Mallarmé, Dostoyevski o James Joyce. Aprendió francés y alemán, y empezó a escribir.
En 1925, deja el sanatorio, y comienza a escribir Gli indifferenti. Conoce a Corrado Alvaro y Massimo Bontempelli. Prominente en la actividad literaria italiana desde en 1927, cuando empezó a escribir para la revista 900, donde aparecen sus primeros cuentos, acerca de las dificultades morales de las personas socialmente alienadas y atrapadas por las circunstancias.
En 1929, con dificultad, publica la novela Gli indifferenti, muy aceptada, como relato en bloques teatrales y como retrato de los italianos de ese tiempo. Al romanzo italiano. La decadencia de la burguesía italiana, durante el régimen fascista, viene representada sin una intención crítica obvia, pues es una novela existencialista que narra la historia de una familia con comportamientos corruptos, que acaban vencidos por su apatía y falta de dignidad. La segunda novela Le ambizioni sbagliate, es una mezcla de novela negra y de relato introspectivo a lo Dostoyevski, sin gran fortuna.
En 1930 empieza su colaboración en La Stampa, dirigida por Curzio Malaparte, y en 1933 fundó, con Mario Pannunzio, las revistas Caratteri, y luego Oggi. En este año escribe para la Gazzetta del Popolo, pero el régimen fascista le censura recensiones de la novela La mascherata (sátira sobre las dictaduras, situadas en Suramérica), y prohibe Agostino. En 1935 va a EE.UU. y da conferencias sobre la novela en la Casa Italiana de la Columbia University de Nueva York. A su regreso escribe unos cuentos: L'imbroglio 1937. Para evitar la censura, Moravia escribe cuentos alegóricos y surrealistas.
En 1941 se casó con la también escritora Elsa Morante. Ambos vivieron en Capri, donde Moravia escribió Agostino. Tras el Armisticio del 8 de septiembre de 1943, Moravia y Morante se refugiaron en Fondi, en los límites de Ciociaria; esta experiencia le sirvió de inspiración para una de sus novelas más famosas, titulada precisamente La ciociara, esto es, "la mujer de Ciociaria" (1958). Las primeras páginas sobre la retórica política de entonces las redactó en 1944, pero el cuerpo de la obra lo desarrolló trece años después, en un momento de crisis como narrador. Describe la difícil y desesperada realidad italiana en la Segunda guerra Mundial.
Con el anuncio de la Resistencia italiana vuelve a Roma; escribe para la prensa, colabora con Corrado Alvaro en Il Popolo di Roma, Il Mondo, Europeo y sobre todo en el Corriere della Sera donde seguirá con sus reportajes, críticas y relatos hasta su muerte.
Tras la guerra, su fortuna literaria no hizo sino crecer. Escribió novelas tan famosas como La romana (1947), La desobediencia (1948), El amor conyugal (1949) y El conformista (1951).
En 1952 ganó el Premio Strega por I Racconti, y sus novelas comenzaron a traducirse a otros idiomas. Ese mismo año Mario Soldati adaptó al cine La provinciale. En 1954, Luigi Zampa dirigió La romana y en 1955 Gianni Franciolini llevó al cine I racconti romani (con los que Moravia había ganado el Premio Marzotto). En 1960, con la publicación de El tedio, logró el premio Viareggio.
En 1953, Moravia fundó la importante revista literaria Nuovi Argomenti (uno de los editores en los que confió la revista fue su amigo Pier Paolo Pasolini). En los años 50, escribió prólogos para distintas obras, como los 100 sonetos de Belli, la novela Paolo il Caldo de Vitaliano Brancati o los Paseos por Roma de Stendhal. A partir de 1957, hizo críticas cinematográficas para la revista mensual L'Espresso: estas críticas fueron recogidas en Al Cinema (1975).
Se separó de Morante en 1962. Y se fue a vivir con la joven escritora Dacia Maraini. En 1962 se realiza el film, de Mauro Bolognini, Agostino e la perdita dell'innocenza, y en 1963 El desprecio por Jean-Luc Godard, La noia por Damiano Damiani, y en 1964 Gli indifferenti por Francesco Maselli.
Viajó a la URSS en los ochenta, en apoyo de la apertura. Y fue a Hiroshima en 1982, escribió sus experiencias ante sus efectos. Representó a Italia ante el Parlamento Europeo desde 1984 hasta su muerte.
Se casó en 1986 con Carmen Llera. Se le encontró muerto en su domicilio en 1990. En ese año salió la autobiografía, escrita con Alain Elkann, Vita di Moravia, editada por Bompiani.
Su obra literaria se caracteriza por una crítica frontal a la sociedad europea del siglo XX: hipócrita, hedonista y acomodaticia. Se caracteriza por un estilo austero y realista, presente ya en su primera novela, Los indiferentes (1929), que le hizo saltar a la fama en Italia. En sus escritos son recurrentes el impulso sexual, la alienación del individuo y el existencialismo.
Obras.Gli indifferenti, 1929, Los indiferentes, Nuevas Ediciones de Bolsillo, 2005, ISBN 978-84-9793-550-0.Le ambizioni sbagliate, 1935. Tr. Las ambiciones defraudadas.La bella vita, 1935.L'imbroglio, 1937. I sogni del pigro, 1940. Cosma e i briganti, relato aparecido en "Oggi" entre el 26-X y 6-XII 1940, Palermo, Sellerio, 2002..La mascherata, 1941. Tr.: La mascarada, Plaza, 1971..La cetonia, 1943.L'amante infelice, 1943.La speranza ovvero Cristianesimo e Comunismo, 1941.Agostino, 1944. Tr.: Agostino, Mondadori, 2001, ISBN 978-84-397-0769-1.L'epidemia, 1944.Due cortigiane e serata di Don Giovanni, 1944.La romana, 1947. Tr.: La romana, Nuevas Ediciones de Bolsillo, 2010, ISBN 978-84-9793-551-7.La disubbidienza, 1947. Tr.: La desobediencia, Alianza, 1991..L'amore coniugale, 1947. Tr.: El amor conyugal, Orbis, 1997, ISBN 978-84-402-2127-8.Il conformista, 1951. Tr.: El conformista, Nuevas Ediciones de Bolsillo, 2010, ISBN 13: 978-84-9793-703-0.I racconti, 1952.Racconti romani, 1954. Tr.: Cuentos romanos, Alianza, 1993, ISBN 978-84-206-1269-0.Il disprezzo, 1954. Tr.: El desprecio, Nuevas Ediciones de Bolsillo, 2010, ISBN 978-84-9793-793-1.La ciociara, 1957, Tr.: La campesina, Nuevas Ediciones de Bolsillo, 2010, ISBN 978-84-9793-702-3.Teatro, 1958.Un mese in URSS, 1958.Nuovi racconti romani, 1959.La noia, 1960. Tr. El tedio, Planeta, 2008, ISBN 978-84-08-08341-2.L'automa, 1962.Un'idea dell'India, 1962. Tr.: Una idea de la India, Península, 2007..L'uomo come fine, 1963. Tr.: El hombre como fin y otros ensayos.L'attenzione, 1965. Tr.: La atención, Planeta, 2009, ISBN 978-84-08-08728-1..Cortigiana stanca, 1965.Le luci di Roma, 1965.Il mondo è quello che è, 1966.Una cosa è una cosa, 1967.Il dio Kurt, 1968.La rivoluzione culturale in Cina, 1968.La vita è gioco, 1969.Il paradiso, 1970. Tr.: El paraíso, Áltera, 1996, ISBN 978-84-920659-4-3.Io e lui, 1971. Tr.: Yo y él, Planeta, 1999, ISBN 978-84-08-46396-2. A quale tribù appartieni, 1972.Un'altra vita, 1973. Tr.: Otra vida, Plaza & Janés, 1991 ISBN 978-84-01-81155-5. Al cinema, 1975. Boh, 1976,, Tr. Boh.La vita interiore, 1978. Un miliardo di anni fa, 1979. Impegno controvoglia, 1980. Lettere dal Sahara, 1981. 1934, 1982. Storie della preistoria, 1982. Tr.: Historias de la prehistoria, Anaya, 1995 ISBN 978-84-207-3381-4.La cosa e altri racconti, 1983. Tr.: La cosa y otros cuentos. La Tempesta, Catania, Pellicanolibri, 1984. L'uomo che guarda, 1985. Tr.: El hombre de que mira, Nuevas Ediciones de Bolsillo, 2006 ISBN 978-84-9793-935-5.L'angelo dell'informazione e altri testi teatrali, 1986. L'inverno nucleare, 1986.Passeggiate africane, 1987. Tr.: Paseos por África, Mondadori, 1988 ISBN 13: 978-84-397-1329-6.Il viaggio a Roma, 1988. Tr.: El viaje a Roma, Grijalbo 1989 ISBN 978-84-253-2093-4 Il vassoio davanti alla porta, Reverdito, 1989.La villa del venerdì e altri racconti, 1990. Tr.: La villa del Venerdí, 1990). La donna leopardo, 1991 (póstumo). I due amici, Bompiani, Milano, 2007 (póstumo).Il picnic.
Semblanza biográfica:Wikipedia. Texto y foto:El cuento del día.

Politics

                                                                                                                      


Abel Pacheco


Jones se fajó duro en la política.
Discurso, visita, reunión, asamblea  y en todo lado, en inglés, en español, en entusiasmo, en todo, la voz de Jones tonante y convencida.
Frunciendo la bemba, gesticulante pronunciaba el nombre del candidato.
Y ganaron…
No es que fuera por Jones, pero ganaron.
Como era de esperar, lo nombraron Jefe Político.
Ahora sí, que ahora sí. Ya no más hambre, ya no más robo, ya no más desesperanza, ya no más país-paisaje.
Se iba a hacer Patria.
Con carretera, con venta justa de compracacao-banano-plátanomaíz-maníyuca.
Tempranito, con garúa fresca, feliz salía a la línea y se subía al tanque de agua del ferrocarril para ser el primero en ver llegar a los tractores, el médico, la cañería, la luz eléctrica.
Día a día, mes a mes, a Jones se le fue helando la sonrisa.
Pantalón baloon, saco a rayas, panamá terciado, se fue a la ciudad.
Quería ver al líder.
Quería ver al líder sonrisa, líder abrazo, líder "tomauntrago".
El sabría explicar el atraso de los tractores.
El recuerdo de las puertas cerradas hizo que a Jones, como a los tractores, no se le viera más nunca en su pueblecito pan bon.

El cuento del domingo



Petros Márkaris

La recepción



Vuelta al pasado. En 1987, cuando ganamos la Copa de Europa de baloncesto, yo estaba apostado delante del hipódromo con una unidad antidisturbios, esperando la llegada de las multitudes para poner freno a su entusiasmo. Diecisiete años más tarde me encuentro en el interior del estadio antiguo, al frente de una unidad de vigilancia, esperando la llegada de los campeones de Europa. Por primera vez en mucho tiempo vuelvo a llevar uniforme y me siento recién salido del baúl con la naftalina.
La recepción en el estadio estaba prevista para las siete. Son las ocho y el autocar con los campeones todavía no ha aparecido. Hace calor, y mi cabeza suda bajo la gorra. Me pongo en contacto con Vlasópulos, que está cerca del Eginitio.
—¿Alguna luz en el horizonte?
—No, y se rumora que tardarán cinco horas en llegar al estadio.
—¿Cómo viajan? ¿En carreta de bueyes?
—En autocar, pero ha quedado rodeado por la multitud y avanza a diez kilómetros por hora.
El estadio está lleno a rebosar desde las cinco y eso me preocupa. Hasta el momento, no hemos tenido que intervenir ni una vez. La gente corea consignas y canta sin interrupciones ni intermedios. No paran ni para respirar. Con el paso de las horas empezarán a inquietarse y a buscar válvulas de escape. Ya suenan las primeras consignas en contra de los albaneses.
—¡Albaneses, capullos, acabaréis en el trullo!
—¡Sinvergüenzas! ¿Habéis venido para celebrar la Copa, o para insultar a gente que no os ha hecho nada? —grita un cincuentón a los jóvenes que están sentados detrás de él.
—Ellos construyen las obras olímpicas por cuatro cuartos y nosotros les insultamos —añade el de al lado.
Los jóvenes pasan de todo y siguen coreando consignas contra los albaneses.
Un comisario baja del palco de autoridades y viene a mi lado.
—La cosa está que arde —dice—. El arzobispo y la alcaldesa están molestos con el retraso y nos culpan a nosotros.
También yo tengo los nervios de punta, porque no estoy acostumbrado a estar de pie y, pasadas ya tres horas, me duelen las piernas.
—Si no hubiese tanta gente, los traeríamos en helicóptero, pero así no podría ni aterrizar.
A nuestro alrededor las consignas se convierten en vítores y gritos de
"aquí están los campeones", y finalmente los futbolistas entran en el estadio. Algunos aficionados entusiastas saltan al campo para abrazarlos, mientras los nuestros intervienen tratando de poner orden en el cotarro.
Algunas caras de los futbolistas me suenan, pero he olvidado la mayoría de los nombres. Al cien por cien, es decir, cara y nombre, recuerdo sólo a Zagorakis y al "alemán loco", como llaman los forofos a Rechangel. A medias, es decir, la cara sólo, recuerdo al "coco de hierro", como le llama Adrianí, el que metió el gol en la final.
Veo que el arzobispo baja del palco y me dispongo a escuchar la versión sacra de nuestro éxito futbolístico cuando suena mi radio.
—¡Ven enseguida a jefatura! —ordena la voz de Guikas—. Te mando un sustituto.
—¿Qué ocurre?
—Ven y lo verás.
Por su tono de voz ya adivino qué voy a ver. Llamo a Margaritis, director de la jefatura y amigo mío, para tratar de averiguar algo más.
—Pásate por aquí. No puedo hablar de esto por línea abierta —dice, con lo que mi preocupación aumenta exponencialmente.
Fuera del estadio impera el caos. Los seguidores fanáticos que han querido acompañar al autocar pretenden entrar en el recinto; mientras, los nuestros intentan disuadirlos, porque en el estadio ya no cabe ni un alfiler y hay un gran alboroto. Tardo casi media hora en encontrar un coche patrulla disponible que me lleve a jefatura. Me recibe Margaritis en persona.
—Ahora entenderás por qué no podía hablar —dice, y me conduce ante una fila de pantallas de televisión.
Delante de las pantallas están sentados técnicos de paisano y entre ellos Guikas, que no aparta la mirada de los televisores.
—La tercera —me indica Margaritis.
Miro y veo a un hombre que insulta a la cámara. Está desnudo y tiene la mano derecha levantada, como los dos anteriores. Sin embargo, en este caso hay dos diferencias: en primer lugar, se trata de un hombre negro, y en segundo, no lleva nada escrito en el cuerpo. En cambio, lleva un cartel colgado del cuello.
—Nos la envió el zepelín hace un rato —prosigue Margaritis—. Hacía un vuelo de prueba cuando detectó a un tipo sentado en un banco y haciendo ese gesto obsceno.
—Enséñale toda la serie —interviene Guikas.
En la pantalla aparecen fotografías sucesivas del muerto sacadas desde distintos ángulos, pero no me interesan. Sólo me llama la atención el cartel.
—¿Pueden ampliar la imagen para ver qué pone? —pregunto a Margaritis.
El técnico que tengo delante empieza a pulsar las teclas del ordenador. La imagen se amplía hasta que puedo leer con claridad:
«Hezbollah.» Qué bien, la colección completa, para que todas las organizaciones queden satisfechas, pienso.
—¿Dónde le han encontrado? —pregunto a nadie en concreto.
El técnico vuelve a pulsar teclas. En la esquina inferior izquierda de la pantalla leo: "Calle Ermú, 20.20 h."
—¡Y luego dicen que el zepelín no vale lo que cuesta! —comenta Guikas—. Los caza al vuelo.
Sí, los insultos mortuorios.
—¿A qué altura de Ermú? —pregunto al técnico.
—En el tramo que convirtieron en zona peatonal hace poco, de cara a las Olimpiadas. Pasada la plaza de los Santos Incorpóreos.
—Ya he dado orden que cerquen el recinto —anuncia Guikas—. Vete y yo informaré a Parker.
—¿Es necesario?
Se vuelve y me mira con expresión agria.
—No quiero problemas, y menos justamente hoy, sólo porque a ti no te gusta colaborar —me espeta.
—Al menos, déme una hora de margen.
Aunque no me contesta, sé que me la concederá. Aviso primero al forense Stavrópulos y a la científica. Después llamo por radio a mis dos ayudantes y les indico que me esperen en la plaza de los Santos Incorpóreos.
Vamos por la avenida Alexandras para evitar el tráfico y, con la sirena en marcha, llegamos a la plaza en diez minutos. Vlasópulos y Dermitzakis ya están allí. Stavrópulos y la científica, aún no.
Desde la plaza accedemos al nuevo tramo peatonal de la calle Ermú, que termina a la altura de la avenida Pireo. A la derecha se alza un edificio neoclásico que está siendo restaurado. El muerto se encuentra sentado en un banco unos cuarenta metros más allá, de cara a una calle empinada provista de barandilla de madera que termina en una especie de rellano. En la fotografía no se apreciaba pero, visto al natural, parece dirigir su imprecación a alguien que está en el descansillo.
Aparentaba más edad que en la foto. Su cabello rizado empieza a encanecer. Tiene la boca entreabierta y le falta la mitad de los dientes inferiores. Debe de tener más de cincuenta años, aunque con los negros nunca se sabe. Es posible que su aspecto avejentado se deba a la dureza de su vida.
—¡Tampoco éste tiene heridas visibles! —dice Stavrópulos detrás de mí—. Salvo que le hayan apuñalado por la espalda, pero lo dudo. —A pesar de todo, da la vuelta al banco para asegurarse—. Nada. Ni puñalada, ni tiro en la nuca. —Cuando se dispone a sacar sus instrumentos, yo le detengo.
—Llévalo al depósito ahora mismo. No perdamos tiempo.
Mientras trasladan el cadáver a la ambulancia, una limusina negra llega a toda velocidad y se detiene justo delante de nosotros. De su interior sale Parker.
Wait, wait —grita, y corre hacia la ambulancia—. I must have a look at him.
—Esperad, quiere verle —indico a los camilleros.
Ellos dejan la camilla en el suelo y observan con curiosidad a Parker, que examina al muerto. La mano derecha del cadáver está insultando al aire. Stavrópulos le informa de que no hay indicios de violencia.
—Esto es de locos. This is sick! —exclama Parker, furioso—. Y la cosa irá a más, porque los islamistas están enfermos. —Luego se vuelve hacia mí—. ¡Y usted aún no ha hecho nada! —me recrimina—. You have done nothing so far.
—¿Por qué? ¿Lo ha hecho usted? —contesto, cabreado.
Tiene la respuesta preparada.
—Es su responsabilidad. It's your job. Nosotros sólo estamos aquí para ayudar. —Entonces me comunica que Guikas nos espera. Now! No sé si fue Guikas quien convocó la reunión o si se la impuso éste.
Se ofrece a llevarme con la limusina.
—Gracias, pero he venido en un coche patrulla —respondo. Me ha ofendido cuanto ha querido y no pienso deberle el transporte.
Menos mal que se me ocurrió la brillante idea de mandar a Parker directamente al despacho de Guikas porque, nada más salir al rellano, veo a un pelotón de periodistas delante de mi oficina. A la tercera va la vencida. Las dos primeras veces conseguimos mantenerlo en secreto, pero parece que ahora alguien se ha ido de la lengua.
—¿Qué es esa historia del muerto en la zona peatonal, comisario?
—¿Es cierto que hace un gesto obsceno?
—¿Y que lleva colgado un cartel con el nombre de Hezbollah?
Intento pararles los pies.
—En estos momentos no puedo deciros nada.
—¿A qué viene tanto secretismo? —Se alza la voz indignada de un periodista de la televisión—. Se rumora que no es el primero, que ya ha habido otros muertos antes.
—¿Hay sospechas de un atentado terrorista? —pregunta otro.
—Tened paciencia, se emitirá un comunicado oficial.
La promesa de un comunicado oficial los calma un poco y aprovecho la oportunidad para escaparme.
—¿Cómo se han enterado? —se extraña Guikas.
—Por jefatura —contesto—. Alguien fue al lavabo y aprovechó la ocasión para hacer una llamadita.
Me mira en silencio. Parker, que no participa en esa conversación hecha en griego, nos interrumpe con una teoría nueva. Aunque me crispe los nervios, he de reconocer que es el único que tiene ideas.
—Estos cadáveres desnudos significan algo. Son un mensaje. A message.
—¿Qué mensaje? —pregunta Guikas.
—De la cárcel de Abu Graib —responde Parker en tono triunfal—. Las fotos más ofensivas de Abu Graib mostraban a iraquíes desnudos. Quieren recordárnoslos.
—Es una idea interesante —observa Guikas satisfecho, porque necesita desesperadamente agarrarse a algo.
—Hay algo que no encaja. Parker se vuelve y me mira.
—¿Qué es lo que no encaja?
—El insulto. This. —Y levanto la mano con los dedos abiertos para dárselo a entender, ya que no sé cómo se dice "insulto" en inglés—. Este gesto obsceno de insultar es típicamente griego. Es imposible que la conozcan los árabes.
Parker tiene la respuesta preparada.
—Es para despistarnos. They are trying to mislead us. Esto indica que los autores viven en Grecia y la conocen. Hemos de averiguar qué iraquíes de los que viven aquí tienen parientes en Abu Graib.
De vuelta en casa, me encuentro con Katerina y Fanis, que deliran de entusiasmo por la victoria.
—¡Por lo poco que hemos podido ver, Lisboa es una ciudad preciosa!
—dice Katerina—. ¡Y la gente, qué amable! Piensa, mamá, que a pesar de su derrota, nos estrechaban la mano y nos sonreían.
—¡Nosotros haríamos lo mismo! —sentencia Adrianí.
Me acuerdo de los jóvenes que insultaban a los albaneses en el estadio. Fanis quiere decir algo, pero Katerina le manda callar con un ademán.
—Me pareció verte dando saltos en la televisión —le digo.
—Ni sé lo que hice en medio del entusiasmo. Es muy posible que estuviera dando saltos.
—Todos saltábamos. ¡Sólo los imbéciles no saltaban! —apostilla Fanis.
Suena mi móvil y la conversación queda interrumpida.
—La causa de la muerte fue insuficiencia renal —anuncia la voz de Stavrópulos—. No se le podría calificar de víctima. Le faltaba un riñón. Es posible que se lo extirparan, o también que lo vendiera.
—¿Cuándo murió?
—Hace veinticuatro horas, más o menos.
De repente, comprendo qué es lo que no encajaba en la teoría de Parker. Los muertos no estaban desnudos para hacernos recordar Abu Graib. Estaban desnudos porque los habían robado, del depósito o bien de la funeraria.
Petros Márkaris (Estambul, 1 de enero de 1937) es un traductor, dramaturgo, guionista y narrador griego, conocido ante todo por sus novelas policiacas protagonizadas por el comisario Kostas Jaritos.
Nació en Turquía en una familia cristiana, de padre armenio (comerciante) y madre griega (ama de casa). Hizo la secundaria en el colegio austriaco San Jorge, en Estambul, y después estudió Economía en Grecia, Turquía, Alemania y Austria antes de especializarse en la cultura alemana y dedicarse a la traducción de autores como Bertolt Brecht, Thomas Bernhard o Arthur Schnitzler. Muy elogiada ha sido su traducción de Fausto de Goethe.
Márkaris resume así su formación: "Hice mis estudios elementales en una escuela griega, pero después, a partir de mis estudios secundarios hasta mis años de universidad, toda mi formación y mi cultura es alemana".1
Como miembro de la minoría armenia, durante muchos años no tuvo ninguna ciudadanía; obtuvo la griega después de la caída de la Dictadura de los Coroneles y el retorno de la democracia en 1974, junto con el resto de los armenios que vivían en Grecia.2 Reside en Atenas desde los años cincuenta.
Comenzó su carrera literaria en 1965, como dramaturgo, con la pieza Historia de Ali Retzos. Desde entonces ha escrito otras obras de teatro, guiones cinematográficos y su famosa serie detectivesca del comisario Jaritos, cuyas novelas han sido traducidas a numerosos idiomas.
Márkaris cuenta que no buscó a Jaritos, un desengañado policía ateniense que le sirve para hacer una representación crítica —que él califica de brechtiana—, de la sociedad actual. "Él vino a mí", dice y explica que después de haber estado escribiendo durante varios años los guiones de la serie televisiva Anatomía de un crimen, se sintió cansado de ella, pero el canal quería seguir y él accedió a prolongar su trabajo por seis meses, y fue entonces que le vino la idea del comisario. Para él mismo fue una sorpresa: "Como fui por largo tiempo un activista de izquierda, no tenía ninguna simpatía por los policías. En Grecia, habían sido sinónimo de fascistas... Pero de pronto, por primera vez, caí en la cuenta que esos pobres policías son pequeños burgueses, que tienen los mismos sueños de que sus hijos puedan estudiar para convertirse en doctores o abogados. Así se comenzó a desarrollar esta construcción: un crimen y una historia familiar contadas paralelamente".3
Ha colaborado asiduamente con el director de cine Theo Angelopoulos, con el que ha coescrito los guiones de cinco películas.
VII Premio Pepe Carvalho (2012) por Con el agua al cuello 4 .
Serie del comisario Kostas Jaritos: Noticias de la noche, 1995 (Nυχτερινό δελτίο), Ediciones B, 2000; traducción de Ersi Marina Samará Spiliotopulu; ISBN 84-406-9696-5, ISBN 978-84-406-9696-0 (reeditada por Tusquets en 2008, ISBN 978-84-8383-041-3). Defensa cerrada, 1998 (Άμυνα ζώνης), Ediciones B, 2001; traducción de Ersi Marina Samará Spiliotopulu; ISBN 84-666-0384-0, 978-84-666-0384-3 (reeditada por Tusquets en 2008, ISBN 978-84-8383-109-0). Suicidio perfecto, 2003 (Ο Τσε αυτοκτόνησε), Ediciones B, 2004; traducción de Ersi Marina Samará Spiliotopulu; ISBN 84-666-1463-X, ISBN 978-84-666-1463-4. Un caso del comisario Jaritos y otros relatos clandestinos, 2005; 9 relatos, Ediciones B, 2006; traducción de Ersi Marina Samará Spiliotopulu; ISBN 978-84-666-2828-0. Reeditado con apariencia de obra nueva como Balkan blues, Ediciones B, 2012; ISBN 9788498726534. Contiene: "Ingleses, franceses y portugueses…", "De refilón", "La emancipación de Tatiana", "Café batido", "Suite para flauta y violín", "Sin decorados", "Carta verde", "Sonia y Varia" y "Un cuento infantil". El accionista mayoritario, 2006 (Βασικός Μέτοχος), Tusquets, 2008; traducción de Montserrat Franquesa i Gòdia y Joaquim Gestí Bautista; ISBN 978-84-8383-040-6. Muerte en Estambul, 2008 (Παλιά, Πολύ Παλιά); Tusquets, 2009; traducción de Ersi Marina Samará Spiliotopulu; ISBN 978-84-8383-119-9. Con el agua al cuello, 2010 (Ληξιπρόθεσμα Δάνεια, Trilogía de la crisis, 1); Tusquets, 2011; traducción de Ersi Marina Samará Spiliotopulu; ISBN 978-84-8383-357-5.. Περαίωση, 2011 (Trilogía de la crisis, 2).
Teatro:Historia de Ali Retzos, 1965. Los invitados.Como los caballos.
Cine: (Coguionista; cuando no se especifica el director, las películas son de Theo Angelopoulos). Días de 36, 1972. Alejandro Magno, 1980. El paso suspendido de la cigüeña, 1991. La mirada de Ulises, 1995. La eternidad y un día, 1998.Esperando las nubes, 2004, de Yesim Ustaoglu.
Televisión: Serie Anatomía de un crimen, 1991-1993.
Semblanza biográfica: Wikipedia. Foto, texto: El cuento del día.