El cubo



Virgilio Piñera



Cuando Juan cumplió dieciocho años y se graduó de enfermero, una señora obtuvo para él una plaza en el Hospital Municipal. Con este acto, quiso la señora darle importancia a la vida de Juan, y al mismo tiempo, engrandecer la suya propia con algo edificante. Pero esta misma vida, sin ninguna importancia, resultó también muy extraña: Juan hizo sus primeras armas como enfermero en el cuerpo de su benefactora. La dama, con sus virtudes, murió aplastada al pasar bajo un balcón ruinoso. Juan llenó ese día su primer cubo de algodones ensangrentados.
Consideró horrible la muerte de su benefactora, y no menos horrible la casualidad que le ponía sus despojos por delante. Pensó renunciar a su puesto, que le pareció un receptáculo de vidas aplastadas, y era tanta su necesidad y tanto su deseo de defender la vida (no olviden, por favor, que no tiene ninguna importancia), que se vio obligado a llenar un segundo cubo.
Así, desde ese momento, organizó sus cubos ensangrentados. De vez en cuando iba al cine o a la playa, se compraba un par de zapatos nuevos o se acostaba con su mujer, pero sentía que resultaban como accidentes: el fundamento de su existencia era el cubo.
A los treinta años seguía desempeñándose como enfermero en la sala de accidentados del Hospital Municipal. Entre tanto, crecía y se transformaba la ciudad. Fueron demolidas viejas casas y otras nuevas y altísimas fueron edificadas. Visitó la ciudad el famoso ayunador Burko y debutó en el teatro de la ópera la celebérrima cantatriz Olga Nolo. Juan, día a día, cumplía con sus funciones. Cosa singular: ni Olga Nolo, ni antes tampoco Burko pudieron evitar que el cubo fuera llenado.
Como a todos, le llegó a Juan la jubilación. Recibió la suya un día después de cumplir sus sesenta años -término prescrito por la ley para dejarlo todo de la mano, incluso el cubo.
Ese mismo día, el notabilísimo patinador Niro comenzó su actuación en el Palacio del Hielo. Patinaba sobre la helada pista con el inmenso coraje de tener el trasero al descubierto. Aunque un patinador con el trasero al descubierto es un acontecimiento importante (vista la poca importancia que tienen las vidas), Juan no pudo verlo. Cuando salía del Hospital con su jubilación en el bolsillo y dispuesto a asistir a la actuación de un patinador tan original, se detuvo y contempló largo rato la fachada del Hospital, lamió las paredes con la mirada, y acto seguido, al cruzar la calle, se tiró bajo las ruedas de un camión que pasaba.
Al fin estaba en la sala de accidentados. Iba a morir y oyó murmullos sin importancia. Hizo señas al médico de turno y expresó su última voluntad. El médico abrió tamaños ojos, tendió la vista buscando y se agachó. Descubrió el cubo debajo de la mesa de curaciones. Se lo puso a Juan en los brazos. Con maestría consumada, Juan empezó, sin ninguna importancia, a meter en el cubo los algodones ensangrentados. Bastaba su desasosiego para darse cuenta de que su única aspiración, en los pocos minutos que le quedaban, era llenar el enorme cubo hasta los bordes.

No hay comentarios: