El naufragio del Borgoña

Por Andre Gide

Iba yo en el Borgoña ¿sabes?, el día que naufragó. Tenía diecisiete años. Con esto te digo mi edad actual. Era una nadadora excelente; y para demostrarte que no tengo el corazón demasiado seco, te diré que, si mi primera idea fue la de salvarme, la segunda fue la de salvar a alguien. No estoy muy segura, incluso, de que no fuese la primera. O más bien, creo que no pensé absolutamente nada; pero pocas cosas me indignan tanto como esos que, en los momentos así, no piensan más que en sí mismos, sí: me indignan más aún las mujeres que gritan. Echaron al mar una primera canoa de salvamento, principalmente llena de mujeres y niños; algunas mujeres lanzaban unos aullidos como para perder la cabeza. La maniobra se hizo tan mal que la canoa, en lugar de posarse horizontalmente sobre el mar, picó de proa y se vació de todo su cargamento, antes incluso de llenarse de agua. Todo aquello sucedía a la luz de antorchas, fanales y proyectores. No te puedes imaginar lo fúnebre que resultaba. Las olas eran bastante fuertes, y todo lo que no estaba en el marco luminoso desaparecía del otro lado de la colina de agua, en la noche. No he vivido jamás otra experiencia tan intensa; pero, supongo, que era yo tan incapaz de reflexionar como un terranova que se tira al agua. Ni siquiera comprendo lo que pudo ocurrir, sé tan sólo que yo había reparado en la canoa, en una niñita de cinco o seis años, que era un encanto, e inmediatamente, cuando vi zozobrar la barca, fue a ella a la que decidí salvar. Iba, al principio, con su madre; pero ésta no sabía nadar bien; y además, como ocurre siempre en estos casos, le molestaba la pollera. En lo que a mí respecta, me desnudé maquinalmente; me llamaban para que ocupase un sitio en la canoa siguiente. Tuve que meterme en ella y después, sin pensarlo dos veces, me arrojé al mar desde esa misma canoa; recuerdo tan sólo que nadé largo rato con la niña agarrada a mi cuello. Ella estaba aterrada y me apretaba el cuello con tal fuerza que yo no podía respirar. Por suerte, pudieron divisarnos desde la canoa y esperarnos, o remar hacia nosotras. Pero no te cuento este episodio por eso. El recuerdo que ha quedado grabado en mí, el que nada podrá borrar de mi cerebro ni de mi corazón es el siguiente: después de haber recogido a varios nadadores desesperados, como me recogieron a mí, en aquella canoa íbamos amontonadas unas cuarenta personas. El agua llegaba casi al borde. Iba yo a popa y tenía apretada contra mí a la niñita que acababa de salvar, a fin de calentarla y de que no viese lo que yo no podía dejar de ver: dos marineros, uno armado con un hacha y el otro con un cuchillo de cocina... ¿sabes lo que hacían? Cortaban los dedos y las muñecas de algunos nadadores que, ayudándose con unas cuerdas, se esforzaban en subir a nuestra barca. Uno de aquellos dos marineros se volvió hacia mí y me dijo: “Si sube uno más reventaremos todos. La barca está llena”. Y añadió que en todos los naufragios no hay más remedio que obrar así. Creo que entonces me desmayé. Y cuando volví en mí, comprendí que ya no era yo, que no podría nunca más ser la misma, la muchacha sentimental de otros tiempos; comprendí que había dejado hundirse una parte de mí con el Borgoña, que en adelante cortaría los dedos y las muñecas a un montón de sentimientos delicados para impedirles meterse y hacer que zozobre mi corazón.

La isla


Por Rainer Maria Rilke
Hay entre nosotros un anciano que relata la historia de una pequeña isla donde el mar ha llevado tantos muertos que ya no queda más lugar para los vivos. Están como sitiados por cadáveres. Esto no es, acaso, más que un delirio y el viejo cuentista quizás esté loco. Personalmente no creo en esta historia. Pienso que la vida es más fuerte que la muerte.

La novia

Por Sigmund Freud

El novio queda muy ingratamente sorprendido cuando le presentan a la novia. Llama aparte al casamentero y le pregunta, en tono de reproche:

–¿Para qué me ha traído aquí? Ella es fea, vieja y bizca. Tiene feos dientes y sus ojos lagrimean.

–Puede usted hablar en voz alta –responde el otro–, también es sorda.


Un cuerpo en el hielo


Por Paul Auster

A

zul recuerda una historia de una de las infinitas revistas que ha leído esta semana, una nueva de aparición mensual que se llama Más extraño que la ficción, que parece seguir el hilo de todos los otros pensamientos que acaban de venirle a la cabeza. En algún lugar de los Alpes franceses, recuerda, hace veinte o veinticinco años desapareció un hombre que estaba esquiando, tragado por una avalancha, y su cuerpo nunca fue recuperado. Su hijo, que era un niño entonces, creció y también se hizo esquiador. Un día del año pasado fue a esquiar no lejos del lugar donde desapareció su padre, aunque él no lo sabía. Debido a los minúsculos y persistentes desplazamientos del hielo a lo largo de las décadas transcurridas desde la muerte de su padre, el terreno era ahora totalmente diferente de como había sido. Completamente solo en las montañas, a kilómetros de ningún otro ser humano, el hijo encontró un cuerpo en el hielo, un cadáver, absolutamente intacto, como preservado en animación suspendida. Por supuesto, el joven se detuvo a examinarlo y al agacharse para mirar la cara del cadáver, tuvo la clara y aterradora impresión de que se estaba mirando a sí mismo. Temblando de miedo, como decía el artículo, inspeccionó con más atención el cuerpo, completamente encerrado en el hielo, como alguien que se halla al otro lado de una gruesa ventana, y vio que era su padre. El muerto seguía siendo joven, incluso más joven que su hijo ahora, y había algo espantoso en eso, sintió Azul, algo tan extraño y terrible en ser más viejo que tu propio padre, que tuvo que contener las lágrimas mientras leía el artículo.

La envidia


Por Arthur Conan Doyle

Cierta vez, mientras el demonio atravesaba el desierto de Libia, llegó a un lugar donde un grupo de amigos suyos trataba de atormentar a un santo ermitaño mediante imágenes de los siete pecados capitales. Pero la fuerza de voluntad de aquel santo hombre era demasiado poderosa para ellos, de modo que éste pudo desbaratar fácilmente sus diabólicas intenciones.

Tras observar el miserable fracaso de estos diablillos, el demonio avanzó dispuesto a darles una lección. “Lo que están haciendo es muy torpe”, les dijo. “Permítanme un momento.” Y le susurró al santo: “Tu hermano acaba de ser nombrado obispo de Alejandría”.

En el acto, una mueca de maligna envidia nubló el rostro sereno del ermitaño.

“Esta –explicó el demonio a sus diablillos–, es la clase de cosa que suelo recomendar.”

La Palabra

La nueva edición de los Cuentos completos (Alfaguara) de Vladimir Nabokov incluye dos inéditos en español: La palabra y Natasha.Dimitri Nabokov, el hijo del escritor y traductor de los relatos del ruso al inglés, conoció La palabra en el 2005. Publicado en 1923 en Rul´,revista del exilio ruso en Berlín, se trata, dice, de un relato tan emocional que antes de traducirlo tuvo que acallar dudas sobre su autenticidad. Era el segundo relato que Nabokov había publicado, el primero tras el asesinato de su padre en 1922. En cuanto a Natasha,de 1924, consignado a los archivos de la biblioteca del Congreso, Dimitri cuenta que en el 2006 el estudioso Andrei Babikov le convenció de que debía ser rescatado.

Por: Vladimir Nabokov
Barrido del valle de la noche por el genio de un viento onírico, me encontré al borde de un camino, bajo un cielo de oro puro y claro, en una tierra montañosa de extraordinaria naturaleza. Sin necesidad de mirar, sentía el brillo, los ángulos y las múltiples facetas de aquellos inmensos mosaicos que constituían las rocas, de los precipicios deslumbrantes, y el destello de innumerables lagos que me miraban como espejos en algún lugar abajo en el valle, tras de mí. Mi alma se vio embargada por un sentido de iridiscencia celestial, de libertad, de grandiosidad: supe que estaba en el Paraíso. Y sin embargo, dentro de esta mi alma terrenal, surgió un único pensamiento mortal como una llama que me traspasara - y con qué celo, con qué tristeza lo preservé del aura de aquella gigantesca belleza que me rodeaba-.Ese único pensamiento, esa llama desnuda de sufrimiento puro, no era sino el pensamiento de mi tierra mortal. Descalzo y sin dinero, al borde de aquel camino de montaña, esperé a los amables y luminosos habitantes del cielo, mientras el viento, como la anticipación de un milagro, jugaba con mi pelo, llenaba las gargantas con un zumbido de cristal, y agitaba las sedas fabulosas de los árboles que florecían entre las rocas que bordeaban el camino. Largos filamentos de todo tipo de hierbas lamían los troncos de los árboles como si fueran lenguas de fuego; grandes flores se rompían abiertas en las ramas brillantes y, como copas volantes que rezumaran luz del sol, planeaban por el aire, exhalando en sus jadeos unos pétalos convexos y translúcidos. Su aroma dulce y húmedo me recordaba todas las cosas maravillosas que había experimentado a lo largo de mi vida.

De repente, cuando me encontraba cegado y sin aliento ante aquel resplandor, el camino se llenó de una tempestad de alas. Escapándose de las cegadoras profundidades llegaron en enjambre los ángeles que yo estaba esperando, con sus alas recogidas apuntando a las alturas. Se movían con pasos etéreos; eran como nubes de colores en movimiento, y sus rostros transparentes permanecían inmóviles a excepción de un leve temblor extasiado en sus pestañas radiantes. Unos pájaros turquesa volaban entre ellos con risas felices como de adolescentes, y unos animales color naranja deambulaban ágiles, en una fantasía de manchas negras. Las criaturas se enrollaban como ovillos en el aire, estirando sus piernas de satén en silencio para atrapar las flores volantes que circulaban y se elevaban, apretándose ante mí con ojos brillantes.

¡Alas! ¡Más alas! ¡Por todas partes, alas! ¿Cómo describir sus circunvoluciones y colores? Eran suaves y también poderosas - leonadas, violetas, azul profundo, negro aterciopelado, con un polvillo arrebolado en las puntas redondeadas de las plumas curvas. Eran como nubes escarpadas fijas en la espalda luminosa de los ángeles, suspendidas en arrogante equilibrio; de tanto en tanto, un ángel, en una especie de trance maravilloso, como si le fuera imposible contener por más tiempo su felicidad, en un efímero segundo, abría sin previo aviso esa su belleza alada y era como un estallido de sol, como una burbuja de millones de ojos.

Pasaban en enjambres, mirando al cielo. Sus ojos eran simas jubilosas, y en sus miradas acerté a ver el vértigo del vuelo. Se acercaban con pasos deslizantes, bajo una lluvia de flores. Las flores derramaban su brillo húmedo en el vuelo; los esbeltos y elegantes animales jugaban, sin dejar de ascender en remolinos; los pájaros tañían de felicidad, remontando el vuelo para luego caer en picado. Yyo, un mendigo cegado y azogado, seguía parado al borde del camino, con un mismo y único pensamiento que apenas lograba balbucear dentro de mi alma de mendigo: Llámales, diles... oh, diles que en esa la más espléndida de las estrellas de Dios hay una tierra, mi tierra... que se muere en la más absoluta y acongojada oscuridad. Tuve la sensación de que si tan sólo hubiera podido agarrar con la mano aquel tornasol resplandeciente, hubiera podido traer a mi tierra una alegría tal que las almas de los humanos se hubieran visto iluminadas al instante y hubieran comenzado a girar alrededor...

Alcé mis manos trémulas, y esforzándome por impedir el camino de los ángeles traté de agarrar el dobladillo de sus casullas brillantes, de tocar los bordes, los extremos tórridos y ondulantes de sus alas curvadas que se deslizaban entre mis dedos como flores con pelusa. Yo corría y me precipitaba de uno a otro, implorando como en un delirio su indulgencia, pero los ángeles seguían su camino sin detenerse, ajenos a mí, con sus rostros cincelados mirando a las alturas. Era una hueste que ascendía hacia una fiesta celestial, hacia un claro de un bosque de un resplandor insoportable, donde tronaba y respiraba una divinidad en la que no me atrevía ni a pensar. Vi telarañas de fuego, manchas de colores, dibujos y diseños de carmesí gigante, rojos, alas violetas, y sobre todo y sobre mí, el suave susurro de una ola vellosa que ascendía. Los pájaros coronados con un arco iris turquesa picoteaban, las flores se desprendían de las brillantes ramas y flotaban. ¡Esperad un minuto, escuchadme!, les gritaba, tratando de abrazarme a las piernas de algún ángel vaporoso, pero sus pies, impalpables, inalcanzables, se me escurrían de las manos, y los extremos de aquellas alas grandes se limitaban a quemarme los labios a su paso. En la distancia, una tormenta incipiente amenazaba con descargar en un claro dorado abierto entre rocas vívidas, los ángeles se retiraban, los pájaros cesaron en sus agudas risas agitadas; las flores ya no volaban desde los árboles; sentí una cierta debilidad, fui enmudeciendo...

Y entonces ocurrió un milagro. Uno de los últimos ángeles se quedó rezagado, se volvió y en silencio se acercó a mí. Divisé sus ojos cavernosos de diamante fijos en mí desde el arco imponente de su ceño. En las nervaduras de sus alas extendidas relucía algo que parecía hielo. Las propias alas eran grises, un tono inefable de gris, y cada pluma acababa en una hoz de plata. Su rostro, la silueta levemente risueña de sus labios y su frente limpia y despejada me recordaron otros rasgos que conocía y había visto en la tierra. Las curvas, el destello, el encanto de todos los rostros que yo había amado en vida... parecieron fundirse en un semblante maravilloso. Todos los sonidos familiares que habían llegado discretos y nítidos a mis oídos parecían ahora fundirse en una única y perfecta melodía.

Se acercó hasta mí. Sonrió. Yo no pude devolverle la mirada. Pero observando sus piernas, noté una red de venas azules en sus pies y también una pálida marca de nacimiento. Y deduje, a partir de esas venas, de aquel lunar diminuto, que todavía no había acabado de abandonar la tierra por completo, que quizás pudiera entender mi plegaria.

Y entonces, inclinando la cabeza, tapándome los ojos medio ciegos con las palmas de las manos, sucias de barro, comencé a enumerar mis penas. Quería explicarle lo maravillosa que era mi tierra, y lo terrible de su síncope negro, pero no encontré las palabras que necesitaba. A borbotones, repitiéndome, balbuceé una serie de trivialidades, le hablé de una casa quemada en la que hubo un tiempo en el que el brillo que el sol dejaba en el parqué se reflejaba en un espejo inclinado. Parloteé de viejos libros y tilos viejos, de pequeñeces, de mis primeros poemas escritos en un cuaderno escolar color cobalto, de un gran peñasco gris, cubierto de frambuesas salvajes en medio de un campo lleno de mariposas y escabiosas... pero no pude, no acerté a expresar lo más importante. Me confundía, me trastabillaba, me quedaba callado, comenzaba de nuevo, una y otra vez, en un hablar confuso que no llevaba a ninguna parte, y le hablé de habitaciones en una casa de campo fría y llena de ecos, le hablé de tilos, de mi primer amor, de abejorros durmiendo entre las escabiosas. Me parecía que en cualquier momento, en cualquier momento, me vendrían las palabras para decir aquello que quería, lo más importante, que llegaría a poder contarle todo el dolor de mi tierra. Pero por alguna extraña razón sólo me acordaba de minucias, de pequeñeces y detalles mundanos que no acertaban a decir ni a llorar aquellas lágrimas corpulentas de fuego que yo quería contar sin acertar a hacerlo...

Me quedé callado y alcé la cabeza. El ángel esbozó una sonrisa atenta, silenciosa, contemplándome con celo desde sus ojos alargados de diamante. Y supe entonces que me entendía.

- Perdóname - exclamé y besé con humildad aquel pálido pie con su marca de nacimiento-.Disculpa que no sepa hablar sino de lo efímero, de trivialidades. Y sin embargo, tú, mi ángel gris, de corazón amable, me entiendes. Contéstame, ayúdame, dime, dime, ¿qué es lo que puede salvar a mi tierra?

Me tomó por los hombros un instante en un abrazo de sus alas de paloma y pronunció una sola palabra, y en su voz reconocí todas aquellas voces silenciadas y adoradas. La palabra que pronunció era tan maravillosa que, con un suspiro, cerré los ojos e incliné aún más la cabeza. La fragancia y la melodía de la voz se extendieron por mis venas, y se alzaron como el sol en mi mente: las innumerables cavidades que habitaban mi conciencia se prendieron en ella y repitieron aquella canción edénica y brillante. Estaba lleno de ella. Con la tensión de un nudo bien lazado, me golpeaba en las sienes, su humedad temblaba en mis pestañas, su dulce hielo abanicaba mis cabellos, y era una lluvia de calor celeste sobre mi corazón.

La grité, me deleité en cada una de sus sílabas, alcé mis ojos con violencia, rebosantes de arcos iris radiantes de lágrimas de alegría...

Dios mío... el amanecer de invierno brilla verdoso ya en la ventana y no consigo recordar aquella palabra de mi grito.

Memoria de mayo

Nacido en 1915, el autor es una de las voces más destacadas de la narrativa del Sur de Estados Unidos. En este relato, incluido en el libro Ángeles y hombres (La Compañía), un súbito recuerdo de infancia confirma la precariedad de la vida.
La escritura refinada y minuciosa de William Goyen ilumina sus narraciones
Cuento
Por William Goyen
Anduvo perdido todo el día por Roma. Era un mayo frío, oscuro y lluvioso. Una mala primavera, una primavera maldita. Las flores no se abrían. Estaban demoradas, encogidas por el frío y el tacto pálido del sol. Había salido de su habitación helada.
El piso era de baldosas -antiguas, con figuras sensuales de uvas rojas desteñidas y peras violetas- que hacían arder de frío los pies descalzos. La chimenea se llenaba de humo en vez de calentar la piel desnuda. En los amaneceres fríos lo despertaban los gritos desolados de los pájaros, que respondían al tañido de las campanas. A través de la ventana veía la cúpula sin sol de San Pedro, que no brindaba consuelo.
A la tarde, poco antes del ocaso, el cielo se despejó. Caminaba por los jardines de la Villa Borghese. De pronto, frente a él, vio a un grupo de chicas de un convento. Jugaban y cantaban en el pasto frío, en un claro verde, bajo los grandes árboles. Las vigilaban cuatro monjas blancas. Las chicas bailaban y daban vueltas por los jardines, bajo la pálida luz tardía del sol. Se acercó y se recostó boca abajo al borde del baile verde y las miró. Algunas se habían caído o habían rodado por el pasto fresco y tenían una mancha verde en el vestido rosa. Otras tenían aros hechos con capullos o pulseras y collares tejidos con hebras de pasto y amapolas tempranas. Las miró, tendido en el pasto, y en su mente se aclaró la antigua confusión de una tarde remota, de un mes de mayo.
Era el recuerdo de una tarde soleada de mayo en Woodland Park, allí en la Texas lejana. Corría un viento suave entre los pinos, donde la escuela había abierto un claro para la Fiesta de la Primavera de la primaria. Era un día encantado. Su disfraz de rey de las flores estaba listo. El de amapola, de la hermana, al fin estaba terminado. Él tenía una varita y una corona plateadas -hechas de cartón, pero forradas con papel metalizado-. La corona y la varita estaban sobre el mueble de las copas de cristal, que había sido de su abuela. Guardó durante muchos años la corona, aunque al tiempo el lustre se gastó y se le cayeron las estrellas. Allí, tirado en el pasto, le hubiera gustado tenerla de nuevo, aunque eso no fuera a cambiar nada.
El disfraz de la hermana era una amapola roja y verde de papel crêpe. Tenía una gorrita para la cabeza, con la corola invertida de una amapola y estambres verdes. El disfraz estaba sobre la cama de la habitación extra que se convertiría en la habitación de su hermana cuando ella fuera suficientemente mayor como para ocuparla, sin miedo a dormir lejos del resto de la familia. Era un vestido muy frágil, que la madre había cosido, preocupada, mientras decía todo el tiempo que era muy difícil y que pensaba que no podría hacerlo bien aunque tuviese toda la vida para intentarlo. El disfraz de su hermana no duró tanto como la corona de rey y la varita plateada.
Parecía que el día de la primavera no iba a llegar nunca, que había quedado, suspendido, al borde del jueves. Pero había llegado y allí estaba la familia, yendo a Woodland Park. Los chicos, al fin con sus disfraces, tomados de la mano, iban delante. La madre y el padre marchaban detrás. Los ojos de la madre miraban, resignados, el tallo imperfecto que caía, de lado, sobre la cabeza de la hermana, que caminaba cuidadosamente. Él no podía verse la corona, pero sabía que el sol la iluminaba porque podía ver que la varita resplandecía a la luz dorada del sol. La hermana iba con más cuidado que nunca para no arruinar su traje de amapola porque la madre le había advertido seriamente que, si corría, el papel crêpe podía estirarse y deformarse y hasta "romperse". Era tan efímero como una flor. Él se preguntaba cómo iba a hacer su hermana para bailar el baile de las cintas metida dentro de eso. Tendría que moverse con suavidad.
El Woodland Park era una gran barranca verde a orillas del Chocolate Bayou. Había una multitud radiante. Algunos estaban de pie y otros caminaban. Había puestos de limonada decorados con papeles de colores, kioscos con faroles de colores que se mecían al viento, carros con toldos donde vendían helados que crujían en conos de papel Dennison y banderas hechas con cintas. El claro estaba en el centro del parque y en el centro del claro estaba el gran palo de mayo, alto y fuerte, con serpentinas azules y blancas atadas a la base para que la mano de cada bailarina agarrara la suya. El viento hacía temblar la delicada construcción. El sonido sedoso y crujiente del papel y las hojas era tan fuerte que el mundo parecía hecho de hojas y flores temblorosas y brillantes al viento y a la luz del sol. Uno deseaba que las bailarinas del baile de las cintas lo hicieran bien, como les habían enseñado durante los ensayos en el auditorio de la escuela. Era su única oportunidad. Esa tarde fugaz, todo parecía delicado y efímero. Parecía que sólo era un momento intrascendente de mayo, que la lluvia podía desteñir y marchitar, que el viento podía romper y soplar.
La hermana encontró reunido al grupo de amigas, que eran flores: rosas, tulipanes, lilas y algunas pocas glicinas. Las madres, guiadas por las maestras, habían hecho un buen trabajo con los disfraces. Habían pasado dos tediosas semanas cosiendo materiales delicados en una de las aulas, después de clase.
Era el rey de las flores. Tenía que quedarse solo en su puesto en el claro, al entrar, porque no había reina de las flores. No sabía por qué, ni siquiera lo había pensado. Su disfraz era nada más que un traje negro, pero era el primer traje que tenía -saco y pantalón, camisa blanca y corbata- y eso bastaba para que ese día se transformara en un día especial. Lo que hacía toda la diferencia eran la corona y la varita. Tenía que moverse entre las chicas, que estarían de cuclillas, y rozarlas gentilmente con su varita para hacerlas florecer, mientras sonaba la música de "Bienvenida, dulce primavera", bonita pero triste. Esperaba su turno con miedo. Era el segundo en el programa. Primero iban a entrar y desfilar el rey y la reina de mayo con toda su corte.
Empezó. Un chico salió del grupo, se ubicó al lado del trono vacío y sopló una fanfarria tan clara como la luz del sol que daba en su clarín. Sopló bien -a Dios gracias- y de una vez, así que no hubo peligro de que las flores se rieran (no habían podido controlarse en los ensayos cuando el clarín soplaba sin que saliera ningún sonido). Después de la perfecta fanfarria, todos se quedaron callados y arrancó el piano. La corte entró en el claro. Él empezó a sentir una jaqueca punzante, a sentirse muy mal. Salieron las flores, las más pequeñas, arrojando unos pétalos de rosas que formaban un camino para el rey y la reina. El bufón que las seguía -todo campanitas y papel puntiagudo- pateaba los pétalos, contra lo que le habían advertido en los ensayos. Fue el primer error. Pero, ¿cómo podía hacer el bufón para no patear las flores? Se sintió peor. Entraron las princesas, tentadas. Después los príncipes, los duques y las duquesas y, por último, el rey y la reina, que habían sido elegidos en la escuela por votación. Cuando sonó la marcha de la coronación, él corrió hasta detrás del piano. La música le retumbaba en la cabeza y vomitó sosteniendo la corona con las manos para que no se le cayera. Pensó que iba a morirse por lo mal que se sentía y por el miedo. Ahora estaba mejor, aunque avergonzado. Volvió a su lugar. La corte ya se había sentado, sin ningún traspié. Parecía un jardín de flores. Hubo un gran aplauso, una pausa. Y la melodía familiar de "Bienvenida, dulce primavera", que lo había cautivado desde el comienzo de los ensayos, colmó el aire. De pronto, todas las flores corrieron hacia el claro y cayeron al suelo, alrededor del palo de mayo, agarrando sus serpentinas.
Fue un momento de ceguera y exaltación: reconoció su pie musical, era la hora de pasearse entre las flores. Sólo iba a recordar el sentimiento de profunda tristeza y encanto que lo embargó cuando entró en el claro y caminó entre las flores plegadas, tocando a cada una con su varita plateada para que floreciera. Todas esas chicas bonitas se esfumarían, con el tiempo, por todos lados. No volverían a tener la naturalidad de esa tarde en ese parque dorado de pinos y flores. El palo de mayo empezó a abrirse como una enorme sombrilla de papel. Se acercó a una de las amapolas. Era su hermana. Se dio cuenta porque reconoció de inmediato, mientras hacía descender la varita, el defecto del tallo verde que había afligido a su madre porque no podía hacerlo bien, aunque las otras madres le habían dicho que no estaba tan mal, que no se preocupara. Durante las últimas semanas se había convertido en la angustia de toda la casa. Una vez la madre lloró, desconsolada, por el tallo, y dijo, mientras se mordía el labio y miraba por la ventana: "No puedo hacerlo bien". Había oído que su madre y su padre hablaban en voz baja sobre eso a la noche. "Está bien aunque no te salga perfecto", la había consolado el padre. "Los chicos no se fijan en esas cosas." El hermano y la hermana se habían preocupado por el tallo. Cuando iban caminando a la escuela, se decían que esperaban que su madre pudiera hacerlo bien. El hermano había llegado incluso a rezar por la noche. Terminaba las oraciones que se sabía de memoria con un "Señor, ayuda a mi madre para que le salga bien el tallo de la amapola". En ese instante, mientras hacía descender la varita para tocarlo, el pequeño tallo verde le pareció el defecto de su casa y un símbolo de la imperfección del amor.
Tocó con la varita temblorosa el tallo verde de la cabeza de su hermana y sintió su timidez. La hermana empezó a enderezarse, como en un hechizo. Se pisó uno de los pétalos del vestido. La vio tropezar y caer, como si él la hubiera golpeado con una barra candente.
En una niebla de lágrimas, tuvo una visión. Su madre, su padre, su hermana y él estaban de pie, juntos, en el claro del trono de primavera, sin la realeza. Los habían llevado allí como escarmiento porque habían arruinado el palo de mayo. El palo de mayo era un tallo retorcido de papel arrugado, que estaba a sus espaldas y les hacía sombra. La hermana tenía el disfraz de amapola estropeado y él, con su traje, tenía la corona pulida caída sobre los ojos, como una venda, y la varita plateada, que le hacía burlas, en la mano. Su madre estaba afligida y su padre se veía humillado. Oyó la risa atronadora y el suspiro silbado -como una tormenta entre los árboles- del grupo numeroso de personas que, vestidas con papel, hojas y flores, parecían haber salido de los árboles, del pasto y de las emanaciones del río pantanoso que corría debajo del claro (una asamblea de jueces burlones y juerguistas demoníacos, verdes, acusadores). Mayo era cruel y encantador. Todo era impetuoso, pasional y despiadado. Podía oír la voz de su madre, que le hablaba al jurado vegetal: "No me salió bien". Y la voz de su padre: "Nunca tuvimos una oportunidad. Ninguno de los nuestros. Ni mi madre ni mi padre ni mis hermanos ni mis hermanas". Podía sentir su propia respuesta, carente de palabras, que se agitaba en sus profundidades, donde iba a permanecer hasta que pudiera elevarse y pronunciarse, dentro de no mucho tiempo.
Dio un paso atrás y se apartó un instante de la hermana, por alguna razón que sólo comprendería muchos años después, tirado en el pasto de una ciudad extranjera, en un parque donde jugaban unas huérfanas. No podía moverse para ayudar a su hermana. Su frágil estido de papel se había roto. Estaba llorando. Se quedó junto a ella. La varita, que colgaba de su mano floja, se le cayó al piso. Él también empezó a llorar. El llanto de los hermanos interrumpió el acto. Ahí estaban la flor y el rey de las flores, en medio del claro, bajo el sol, rodeados por un mundo de caras amigas y extrañas, con la música de "Bienvenida, dulce primavera" de fondo, triste como un canto invernal. Algunas flores, que aún no se habían abierto con el toque de la varita, no pudieron contenerse y espiaron para ver qué pasaba. El jardín estaba a punto de desarmarse. Una maestra corrió para ayudar a la hermana a ponerse de pie mientras lo incitaba para que siguiera adelante. No había sido capaz de ayudar a florecer a su hermana, del mismo modo que ni él ni nada de este mundo podían ayudar a su madre a hacer bien el tallo. En ese momento supo, con certeza, que nadie podía remediar algunos defectos, ni las manos de una madre ni la varita de un hermano, sólo la mano de Dios o alguna vara o viento o lluvia -o algo así- que estaban más allá del alcance de las manos humanas.
Ya había florecido todo el jardín -a excepción de su desgraciada hermana, que tenía el vestido roto y un pétalo colgando por detrás-. El palo de mayo estaba abierto y temblaba a la luz del sol. El hermano se alejó del claro, se metió entre la gente y se abrió camino para ocultarse detrás del piano. Lloró con amargura mientras el piano seguía tocando la triste tonada primaveral. Le dolía la garganta. Le ardía con el ácido disgusto por su hermana, por su madre, por ese momento amargo de mayo, por su primer traje y corbata -que entonces se le antojaron ligados a esa tarde desastrosa que no podían cambiar o transformar ni la varita ni la corona-.
Lloró con amargura en honor de algo que iba mucho más allá de lo que entonces comprendía. Volvió a sentirse como se había sentido muchas veces, en los comienzos de su vida. Sintió la visita, leve y triste, de una sensación de trágica incompletud en su herencia, nunca del todo florecida, como si una sombra de error atravesara su camino y así, intacta, avanzara -en puntas de pie, a los tumbos, con su defecto sobre la frente-, para alcanzar el roce de una varita mágica, y no pudiera levantarse y, al intentarlo, se lastimara la piel y renqueara al bailar.
Las flores rodeaban, en círculo, el palo de mayo desplegado. Empezaron a bailar el baile de las cintas. Su hermana estaba allí. La vio pasar, bailando, una vuelta y otra vuelta, haciendo zigzaguear su ser vapentina azul a un lado y al otro sin cometer un solo error; pálida, inocente y melancólica con su vestido roto. Saltaba, como si estuviera un poco renga y arrastraba con ella el pétalo quebrado del vestido que ya parecía marchitarse. Sobre la cabeza, el tallo malogrado se caía y sacudía, grotesco y burlón como un cuerno verde en su frente. Vio -como seguramente vio toda la gente que estaba en la Fiesta de la Primavera- que su hermana era una bailarina tranquila, una criatura aérea, desmejorada por el fracaso, tocada por una luz débil, que saltaba y bailaba suavemente en ese instante de belleza sobrenatural. Sintió que a él también lo tocaba la varita del desengaño, empuñada por el demonio de mayo, ese mes fugaz que se iría para no volver. El mundo, con sus flores y praderas, se doraría con el sol del verano, se quemaría con la escarcha del invierno. Las serpentinas del palo de mayo se esfumarían. El vestido de amapola quedaría hecho jirones, la varita terminaría deslustrada y la corona de cartón se quedaría sin estrellas.
El arduo baile terminó, las bailarinas salieron del claro. Quedó el palo de mayo, tejido y trenzado, sin defectos. En el claro vacío estaba tirado, sobre el césped cortado al ras, el pétalo del traje de su hermana.
Ahora miraba y oía de nuevo a las chicas en los jardines de Villa Borghese. Se levantó, se dio vuelta, las miró y se alejó, mientras tocaba la mancha verde de pasto en su pantalón blanco con los dedos que habían sostenido, hacía tiempo, la varita mágica. ¡Ese pasto, tan amargo! El agua amarga de las fuentes de la ciudad debía servir para regar el pasto, pensó. El amor de Dios también era amargo porque Dios debía sufrir por la fugacidad, porque el viento fecundo soplaba y marchitaba todo. ¡Qué mayo amargo! La naturaleza humana era amarga porque cargaba con la mancha indeleble que cuenta la historia de la gloria de la naturaleza del hombre y los campos.
En su habitación de baldosas antiguas vivía el grito del demonio de mayo. Cuando llegó, se sentó y pensó en las primeras revelaciones que tenemos en la vida y en cómo esas revelaciones van cambiando con el tiempo. Pensó que se hunden en la corriente de los años; que sus detalles se disuelven como pétalos de papel, como estrellas fijadas con pegamento. Y que esas revelaciones quedan asentadas, sin dobleces ni adornos, en el fondo frío y duro de la verdad inalterable.
Traducción: Esther Cross
fuente: AdnCultural

La montaña

Enrique Anderson Imbert
El niño empezó a treparse por el corpachón de su padre, que estaba amodorrado en
la butaca, en medio de la gran siesta, en medio del gran patio. Al sentirlo, el
padre, sin abrir los ojos y sotorriéndose, se puso todo duro para ofrecer al
juego del hijo una solidez de montaña. Y el niño lo fue escalando: se apoyaba en
las estribaciones de las piernas, en el talud del pecho, en los brazos, en los
hombros, inmóviles como rocas. Cuando llegó a la cima nevada de la cabeza, el
niño no vio a nadie. -¡Papá, papá! -llamó a punto de llorar. Un viento frío
soplaba allá en lo alto, y el niño, hundido en la nieve, quería caminar y no
podía.-¡Papá, papá!El niño se echó a llorar, solo sobre el desolado pico de la
montaña
.

Amor 77

Julio Cortázar
Y después de hacer todo lo que hacen, se levantan, se bañan, se entalcan, se perfuman, se visten, y así progresivamente van volviendo a ser lo que no son.

Arte bella


Jairo Aníbal Niño
cuento
El sapo, después de soportar durante muchos años insultos, persecuciones y vejámenes a causa de su fealdad y sintiendo que el fin de su vida se acercaba, quiso averiguar a qué sabía la belleza y se tragó una espléndida mariposa de Muzo y sintió el maravilloso placer del viaje de esas hermosísimas alas azules en su vuelo interminable hacia la flor anfibia de su corazón.

Sinfonía concluida

Augusto Monterroso
cuento
-Yo podría contar —terció el gordo atropelladamente—que hace tres años en Guatemala un viejito organista de una iglesia de barrio me refirió que por 1929 cuando le encargaron clasificar los papeles de música de La Merced se encontró de pronto unas hojas raras que intrigado se puso a estudiar con el cariño de siempre y que como las acotaciones estuvieran escritas en alemán le costó bastante dar secuenta de que se trataba de los dos movimientos finales de la Sinfonía inconclusa así que ya podía yo imaginar su emoción al ver bien clara lafirma de Schubert y que cuando muy agitado salió corriendo a la calle a comunicar a los demás su descubrimiento todos dijeron riéndose que se había vuelto loco y que si quería tomarles el pelo pero que como él dominaba su arte y sabía con certeza que los dos movimientos eran tan excelentes como los primeros no se arredró y antes bien juró consagrar el resto de su vida a obligarlos a confesar la validez del hallazgo por lo que de ahí en adelante se dedicó a ver metódicamente a cuanto músico existía en Guatemala con tan mal resultado que después de pelearse con la mayoría de ellos sin decir nada a nadie y mucho menos a su mujer vendió su casa para trasladarse a Europa y que una vez en Viena pues peor porque no iba a ir decían un Leier–mann* guatemalteco a enseñarles a localizar obras perdidas y mucho menos de Schubert cuyos especialistas llenaban la ciudad y que qué tenían que haber ido a hacer esos papeles tan lejos hasta que estando ya casi desesperado y sólo con el dinero del pasaje de regreso conoció a una familia de viejitos judíos que habían vivido en Buenos Aires y hablaban español los que lo atendieron muy bien y se pusieron nerviosísimos cuando tocaron como Dios les dio a entender en su piano en su viola y en su violín los dos movimientos y quienes finalmente cansados de examinar los papeles por todos lados y de olerlos y de mirarlos al trasluz por una ventana se vieron obligados a admitir primero en voz baja y después a gritos ¡son de Schubert son de Schubert! y se echaron a llorar con desconsuelo cada uno sobre el hombro del otro como si en lugar de haberlos recuperado los papeles se hubieran perdido en ese momento y que yo me asombrara de que todavía llorando si bien ya más calmados y luego de hablar aparte entre sí y en su idioma trataron de convencerlo frotándose las manos de que los movimientos a pesar de ser tan buenos no añadían nada al mérito de la sinfonía tal como ésta se hallaba y por el contrario podía decirse que se lo quitaban pues la gente se había acostumbrado a la leyenda de que Schubert los rompió o no los intentó siquiera seguro de que jamás lograría superar o igualar la calidad de los dos primeros y que la gracia consistía en pensar si así con el allegro y el andante cómo serán el Scherzo y el allegro ma non tropo y que si él respetaba y amaba de veras la memoria de Schubert lo más inteligente era que les permitiera guardar aquella música porque además de que se iba a entablar una polémica interminable el único que saldría perdiendo sería Schubert y que entonces convencido de que nunca conseguiría nada entre los filisteos ni menos aún con los admiradores de Schubert que eran peores se embarcó de vuelta a Guatemala y que durante la travesía una noche en tanto la luz de la luna daba de lleno sobre el espumoso costado del barco con la más profunda melancolía y harto de luchar con los malos y con los buenos tomó los manuscritos y los desgarró uno a uno y tiró los pedazos por la borda hasta no estar bien cierto de que ya nunca nadie los encontraría de nuevo al mismo tiempo —finalizó el gordo con cierto tono de afectada tristeza—que gruesas lágrimas quemaban sus mejillas y mientras pensaba con amargura que ni él ni su patria podrían reclamar la gloria de haber devuelto al mundo unas páginas que el mundo hubiera recibido con tanta alegría pero que el mundo con tanto sentido común rechazaba.
* Organillero.
Tomado de Obras completas y otros cuentos. Editorial Anagrama, 1998, Barcelona, Primera edición 1959.
http://invencionaria.blogspot.com

Punto de apoyo


Kjell Askildsen

Hace unos meses vino a verme mi casero. Llamó tres veces a la puerta antes de que me diera tiempo a abrir, y eso que fui lo más rápidamente que pude. No podía saber que era él. Por aquí viene muy poca gente, casi todos los miembros de sectas religiosas que me preguntan si estoy en paz con Dios. Me produce cierto placer, pero nunca les dejo pasar de la puerta, pues la gente que cree en la vida eterna no es racional, no se sabe lo que puede llegar a hacer. Pero esta vez era, como ya he dicho, el casero. Le había escrito hacía casi un año para informarle de que la barandilla de la escalera estaba rota, y pensé que venía por eso, así que le dejé entrar. Miró a su alrededor. “Vive usted bien aquí” dijo. Era una afirmación bastante tendenciosa, que me hizo ponerme a la defensiva. “La barandilla de la escalera está rota” dije. “Sí, ya lo he visto ¿La rompió usted?” “No ¿por qué yo?” “Supongo que es el único que la usa, porque, aparte de usted, solo vive gente joven en este portal, y no creo que se haya roto sola, ¿no?” Era obviamente una persona intratable y no quise entrar en ninguna discusión con él sobre cómo y por qué se estropean las cosas, de modo que dije escuetamente: “Como usted diga, pero yo necesito esa barandilla, estoy en mi derecho”. No contestó nada a eso, a cambio, dijo que subiría el alquiler un veinte por ciento a partir del mes siguiente. “¿Otra vez? –dije- y un veinte por ciento nada menos” “Debería ser más –contestó- esta finca no produce más que pérdidas, pierdo dinero en ella” Hace mucho que dejé de discutir de economía con personas que dicen perder dinero con algo de lo que podrían haberse desprendido hace treinta años, de modo que no dije nada. Pero no le hizo falta argumento alguno para seguir con el tema, es de ese tipo de personas que funcionan solas. Se puso a disertar sobre todas las demás fincas que también daban pérdidas, resultaba lamentable escucharle, debía ser un capitalista muy pobre. Pero no dije nada, y por fin cesaron las lamentaciones, ya iba siendo hora. En cambio me preguntó, sin ninguna razón aparente, si creía en Dios. Estuve a punto de preguntarle a qué dios se refería, pero me limité a negarlo con la cabeza. “Pues tiene que hacerlo” dijo, así que después de todo había dejado colarse a uno de ellos en mi casa. En realidad no me sorprendió, pues es bastante corriente que la gente con muchas propiedades crea en Dios. Ahora bien, no quise darle pie para que pasara a otro tema, pues había tomado la firme determinación de no dejar pasar a los evangelistas de la puerta, de modo que no lo dejé seguir. “Así que sube el alquiler un veinte por ciento –dije-, presumo que ese es el motivo de su visita”. Al parecer, mi resistencia le pilló de sorpresa, pues abrió y cerró la boca un par de veces sin que saliera de ella sonido alguno, algo, me imagino, poco corriente en él. “Y espero que se ocupe de arreglar la barandilla”, proseguí. Se puso rojo. “La barandilla, la barandilla – dijo impaciente-, vaya lata que está dando con la barandilla” Me pareció muy mal que dijera eso y me irrité: “Pero ¿no entiende usted –dije-, que en algunas ocasiones esa barandilla es mi punto de apoyo en la vida?” Me arrepentí nada más haberlo dicho, pues las formulaciones precisas deben reservarse para personas reflexivas, si no, pueden surgir complicaciones. No tengo fuerzas para repetir lo que me dijo, pero en su mayor parte trataba del más allá. Al final añadió algo sobre estar con un pie en la tumba, se estaba refiriendo a mí, y entonces me enfadé: “Deje ya de molestarme con su economía” le dije, porque en realidad era de lo que se trataba. Como no se disponía a marcharse, me permití dar un golpe en el suelo con mi bastón. Entonces se marchó. Fue un alivio, me sentí contento y libre durante unos cuantos minutos, y recuerdo que me dije a mí mismo, para mis adentros, claro: “No te rindas, Thomas, no te rindas"


FRANZ KAFKA, UN DESCONOCIDO ESCRITOR
(
Dedicado a Jorge Herralde)

Pablo Paniagua





La otra mañana, a eso de las seis, me desperté con esta pregunta en la cabeza: ¿Qué pasaría si Franz Kafka viviera ahora, siendo un total desconocido, e intentara buscar un editor? Esta pregunta, sin duda, nace de la afirmación de un amigo que dice: “Los grandes escritores del siglo XX serían rechazados hoy en todas las editoriales, por lo menos en las de España.”



Un modesto escritor, llamado Franz Kafka, dormía acurrucado en un colchón cubierto con un par de mantas. Era viernes y no había ido a trabajar porque estaba enfermo, tenía una incipiente bronquitis y no paraba de toser. Ya desde pequeño su salud se demostró bastante frágil, sobre todo en las vías pulmonares, y ahora, por ser invierno, era proclive a enfermarse con facilidad. Entre el compás de su forzada respiración de pronto escuchó el timbre de la puerta, por lo que se levantó casi tiritando, con una manta sobre los hombros, para ver quién llamaba con tanta insistencia. Al abrir, pudo comprobar que era la señora encargada de limpiar la escalera que, en sus manos, traía una carta con membrete.

–Esto estaba encima de los buzones, señor Kafka. Es para usted –dijo la señora.

–Gracias –dijo al recibirla.

–Y cuídese, que no le veo muy bien –añadió antes de irse, a modo de despedida.

Franz Kafka miró el remitente y vio que se trataba de la editorial Adiagrama (la del prestigioso editor Juan Iturralde), sita en la ciudad de Barcelona. Hacía justo dos meses les envió un original, sin ser un ejemplar solicitado, y le extrañó que le contestaran con tal prontitud. Con la emoción casi se olvidó del frío, de su malestar y de la tos, pensando que podían haber aceptado su novela. Abrió el sobre y extrajo una carta que decía:



28/02/2007

Estimado Franz Kafka,

Sentimos comunicarle que, debido al exceso de títulos contratados, nos resulta imposible incluir EL PROCESO en nuestra programación, sin que eso suponga un juicio negativo de su obra.

Confiamos en que no tenga problemas para su publicación en cualquier otra editorial con menos agobio de títulos y, agradeciéndole haya pensado en Adiagrama, le saludamos muy cordialmente.

Atentamente, Laura Carral.

Le recordamos que no nos resulta posible devolver los originales no solicitados, a no ser que el autor lo recoja por sus propios medios en el plazo de un mes de esta carta.

Editorial Adiagrama.



Así era esa carta de rechazo, una de tantas, pero esta vez de su editorial predilecta. El contenido venía a ser el mismo de las demás editoriales, casi con idénticas palabras, de la amable carta que le imposibilitaba para publicar y que, de plano, le arrojaba al ostracismo. Había pedido informes por Internet, enviado la información requerida y algún que otro original, pero ningún editor del mundo tenía interés en publicar su novela. Tanto tiempo y tanto esfuerzo para escribir una novela incomprendida, sin valor comercial, una rareza literaria sin sentido para cualquier editor, cuando el predominio del género novelístico oscilaba entre historias de misterio y ambientaciones de relatos históricos. Su novela, sin duda, era vista como la obra excéntrica de un loco, algo anodino y sin sentido para cualquier lector, una apuesta estética inútil y, por tanto, un producto desechable. Total, Franz Kafka era un don nadie, un escritor sin futuro, un asunto menor, un fracasado para cualquiera y para él mismo. “Ya podía ponerse a trabajar en vez de escribir semejante basura”, debían pensar en las editoriales donde envió el original de “El Proceso”.

Pero Franz Kafka escribía por una necesidad visceral, porque era un artista al que no le importaba pasar hambre y sufrir penalidades con tal de seguir adelante con su pasión. Ésa era su vida y su sueño, su apuesta.

Él era un emigrado checo que decidió abandonar el hogar familiar, e incluso su país, después de haber sufrido un desengaño amoroso, lo que le sirvió de pretexto, además, para librarse de un insufrible padre al estaba cansado de soportar. De tal modo que en compañía de su mejor amigo, Max Brod, tomó rumbo hacia tierras españolas con destino a la ciudad de Madrid, donde ambos alquilaron un pequeño apartamento en el barrio de Tetuán. Ese viernes, cuando abrió la puerta para recibir la carta, su amigo Max se había ido como de costumbre a trabajar, y él estaba solo y enfermo entre las estrechas paredes de lo que suponía su nuevo hogar. Encima de la mesa estaba su vieja computadora portátil, que compró de segunda mano, y dentro de ella un par de novelas y algunos relatos. Pensó, entonces, que empezaría una nueva novela, de un castillo que estaba siempre a la vista pero que era inalcanzable, donde todos los caminos conducían a él y por ellos nunca se llegaba, donde se sabía de sus habitantes pero difícilmente se dejaban ver. Era la metáfora de esa incapacidad de publicar sus escritos, de editoriales que eran castillos de burocracias inexpugnables e incapacidad. Ahora, no podía hacer nada más que escribir esas historias, que sólo él y su amigo Max comprendían, para olvidarse de todos los infortunios de su vida sumergiéndose en la literatura, cuando se preguntaba si algún día su trabajo vería la luz pública. Así, influido por estos pensamientos, se pasó toda la tarde escribiendo, con la tos y la manta sobre los hombros, algo que empezaba así:



Cuando K llegó ya era de noche. La aldea estaba cubierta por una espesa capa de nieve. Nada se podía distinguir en las alturas, sumidas entre niebla y oscuridad, y ni siquiera la más débil luz indicaba la presencia de un gran castillo. K se quedó un buen rato de pie en el puente de madera que unía la carretera con el pueblo, elevando su mirada hacia un vacío penetrante.



Ésa era precisamente la imagen de su vida, todo brumas y oscuridad a su alrededor, incomprensión por todos lados ante su forma de entender la literatura, con un estilo tan peculiar de laberintos conceptuales que a la vez buscaban una justificación por medio de un proceso racional, donde el protagonista de sus historias chocaba contra esa muralla de convencionalismos inamovibles, los mismos que él padecía con la industria editorial. Pero él, a pesar de todo, no podía dejar de escribir y escribir…

Max Brod llegó del trabajo, envuelto en un abrigo largo y con la cara enrojecida por el frío, pero con una sonrisa por estar de nuevo ante la presencia de su admirado y gran amigo.

–¿Cómo te fue, Franz? ¿Estás mejor? –fueron sus primeras palabras.

–Hoy es un gran día para mí –contestó–. Empecé una nueva novela que se llama “El Castillo”.

En ese momento, Max Brod vio sobre la mesa la carta de la editorial Adiagrama, que cogió para leer.

–Podía haber sido un mejor día… –dijo con tristeza.

–No te preocupes, lo importante es creer en lo que haces por encima de todas las trivialidades que nos acosan, sin perder los ánimos para continuar con lo que un día decidiste hacer.

–Eso no lo dudo Franz –dijo Max con una leve sonrisa–, pero creo que deberías hacer algo más que escribir.

–¿Algo como qué?

–Tú lo que necesitas son lectores, eso es lo importante. Si la industria editorial te rechaza, lánzate como escritor por Internet y demuéstrales de lo que eres capaz. Tú, mi querido amigo, eres un buen escritor que no merece el desprecio de un grupo que sólo mira por el dinero, mientras rechazan el arte. No dejes que nadie eche por tierra tu sueño de ser escritor, porque tú ya lo eres, de eso no tengo ninguna duda.

Franz Kafka se quedó pensativo por unos instantes, tosió un par de veces, y levantó la cabeza para mirar a su amigo, con esos ojos oscuros que siempre denotaban cierta melancolía, y dijo:

–Seguiré tu consejo… De nada necesito a los que no valoran mi trabajo… Me lanzaré como escritor por Internet, para encontrar lectores que no se conformen con lo que el mercado editorial les trata de imponer como literatura de calidad, cuando muchas veces no lo es… Les demostraré, como tú dices, de lo que soy capaz, que la literatura es un arte que nada tiene que ver con el comercio, que la literatura no son hamburguesas de McDonald´s ni latas de Coca-Cola, que la literatura se merece mucho más que ser vilipendiada por actos de mercadotecnia...

Ahora Franz Kafka se expresaba con entusiasmo, pues, desde luego, no iba a dejar que nadie pisoteara sus sueños, lucharía por hacerse un lugar frente esa industria editorial que había perdido, en gran parte, su vocación de servir al engrandecimiento de algo que se estaba olvidando, para pasar a un descolorido pastiche de lo que decía o ambicionaba ser.

–¿Quién publicaría hoy a autores como Thomas Mann o Marcel Proust? –se terminó por preguntar.

Max Brod, al escuchar lo que era una queja más que una pregunta, una crítica feroz, una realidad, soltó una carcajada que rebotó en las paredes del pequeño salón, mientras se despojaba del abrigo.

–Bien lo dices, mi querido Franz… Bien lo dices…

–¡Ya sé lo que haré! –exclamó Franz Kafka, ante una idea repentina–. Publicaré en un blog, como novela por entregas, “La metamorfosis”. Creo que la historia de Gregorio Samsa, que de un día para otro se convirtió en cucaracha, será ideal para publicar en Internet.

Y los dos amigos decidieron abrir una botella de vino tinto de Rioja, para así brindar por todos aquéllos que creen en la salvación de la literatura.

–¡Bienvenido sea Internet, porque muy pronto de ahí saldrán grandes escritores!

Exclamó Max Brod, entre el tintineo de los dos vasos al chocar.