Alfredo Bryce Echenique
El descubrimiento de América
América era hija de un matrimonio
de inmigrantes italianos. Una de las muchachas más hermosas de Lima.
¡Qué bien le queda su uniforme de colegiala! Su uniforme azul marino de
colegiala. De colegiala que ya se cansó de serlo. De colegiala con
mentalidad pre-automovilística, pre-lujosa, y prematrimonial. De
colegiala que se aburre en las clases de literatura, que jamás
comprendió las matemáticas, y que piensa sinceramente que Larra se
suicidó por cojudo, y no por romántico. Era su último año de colegio, y
no sabía como ingeniárselas para que su uniforme pareciera traje de
secretaria. Usaba las faldas bastante más cortas que sus compañeras de
clase, y se ponía las blusas de cuando estaba en tercero de media.
¡América! ¡América! Si no hubieras estado en colegio de monjas, tus
profesores te hubieran comprendido. Pero, ¿para qué?, ¿para quién? esas
piernas tan hermosas debajo de la carpeta. Refregaba sus manos sobre
sus muslos, y se llenaba de esperanzas. Las refregaba una y otra vez
hasta que sonaba el timbre de salida. Tomaba el ómnibus en la avenida
Arequipa, y se bajaba al llegar a la Plaza San Martín. Cruzaba la Plaza
San Martín y sentía un poco de vergüenza de caminar con el uniforme
azul. Pero a los hombres no les importaba: "Así vestida de azul, la
haría bailar", dijo un bongosero que salía de un night club. América
sintió un escalofrío. Pero los músicos no eran su género, ni tampoco ese
flaco con cara de estudiante de letras, que la veía pasar diariamente,
rumbo a la bodega de sus padres, en el jirón Huancavelica. Pero ese
flaco no estaba esperándola hoy día, y a América le fastidió un poco no
verlo.
Hoy no la he visto pasar sin mirarme. Amor amor
amor. Volverás. Vuelve amor vuelve. Con seguridad de amor. Vuelve amor.
Porque no la he visto pasar sin mirarme y voy a pedir un café y no me
estoy muriendo. Vuelve amor sentir amor amar sentir.Antes. Como antes.
Luchar por amar y no culos. Verla pasar amar. No culos. Sentir amor. Me
ve. No me mira. Me ve. Vuelve amor. café café. Nervios. Nervioso. Ya
debe haber pasado. No se había parado a esperarla, y de acuerdo con su
reloj ya debería haber pasado. Las cosas mejoraban: había sufrido un
poco al no verla. Estaba optimista. Quería amarla como amaba antes; como
había amado antes. "Es posible", se decía. "Es posible", y recordaba
que una vez se había desmayado al ver una muchacha demasiado todo lo
bueno para ser verdad. "Es posible." Desde su mesa, en un café de las
Galerías Boza, Manolo veía a Marta que se acercaba sonriente. "Marta la
fea. Inteligente. Debería quererla. No." Marta conocía a Manolo; conocía
también a América, y había aceptado presentársela. Pero antes quería
hablarle; aconsejarlo. Hablar al viento.
—Siéntate, Marta.
—Ya debe haber pasado.
—Hace cinco minutos. ¿Un café?
—Bueno, gracias. ¿Y, Manolo?
—¿Mañana?
—Estás loco, Manolo —dijo Marta, con voz maternal—. No sabes en lo que te metes.
—La quiero, Marta. La quiero mucho.
—No la conoces.
—Pero estoy seguro de lo que digo. No te rías, pero yo tengo una especie
de poder, una cierta intuición. No sé cómo explicarte, pero cuando veo
una cara que me gusta así, adivino todo lo que hay dentro. Ya sé cómo es
América. Me la imagino. La presiento.
—Y te arrojas a una piscina sin agua. Ya lo has hecho.
—Tú y tus fórmulas.
—Ya lo has hecho.
—Era otra cosa.
—Terco como una mula —dijo Marta—. Te la voy a presentar. Después de todo, ¿por qué no? Allá tú.
—¡Gracias, Marta! ¡Gracias!
—Pero es preciso que te diga que América es todo lo contrario de una chica inteligente.
—Uno no quiere a una persona porque es inteligente —dijo Manolo,
desviando la mirada al darse cuenta de que había metido la pata.
—¿Y con el cuerpazo de América? ¿Tú crees que eso es amor?
—¡Nada de eso! —exclamó Manolo, fastidiado al comprobar que su mano no
temblaba mientras cogía la taza de café—. Nada de eso. Sus ojos. Su cara maravillosa.
—Y esa blusita de su hermana menor...
—¡Nada de eso! Como antes.
—¿Como qué antes?
—No podría explicártelo —dijo Manolo—, pero tú comprendes.
—Me imagino que yo debo comprender todo.
Estas últimas palabras, pronunciadas con cierta
tristeza y resignación, lo dejaron pensativo. Recordaba las veces que
Marta lo había invitado a tomar té a su casa. ¡Cuántas veces le había
mandado entradas para el teatro, o para el cine? ¿Y él? ¿Qué había hecho
él por Marta? Era la primera vez que la invitaba y la invitaba para que
le presentara a otra chica. "Hay dos tipos de mujeres", pensó: "las que
uno ama, y las Martas. Las que lo comprenden todo". La miró: bebía su
café en silencio. Una sola palabra suya, y la hubiera hecho feliz; la
hubiera pasado al grupo de las que uno ama. Pero Manolo había nacido
mudo para esas palabras. "Si un día termino con América, pensó.
"América. América. Las piernas de América. No. No. Los ojos de América."
—Toda la vida andas sin plata —dijo Marta. Y anunció—: A América le gustan los muchachos que gastan plata.
—No importa —dijo Manolo—. Vive en Chaclacayo, y allá no hay en que
gastar la plata. Sólo hay que gastar en cine o en helados, y tan pelado
no estoy.
—¿Y qué vas a hacer con lo del automóvil? —le preguntó, mirándolo
fijamente para observar su reacción—. ¿Te vas a comprar uno? Sin
automóvil ni te mirará.
—Gracias por llamarla puta —dijo Manolo, indignado.
—No la he llamado eso. Ni siquiera lo he pensado, pero América es una chica alocada, y ya te dije que no es inteligente.
—Confío en mi suerte, y en mi imaginación.
—¿En tu imaginación?
—Ya verás —dijo Manolo, sonriente—. Si supieras todo lo que se me está ocurriendo.
—Veremos. Veremos.
—Mañana me la presentas. Será cosa de un minuto. Después, todo corre por mi cuenta.
—Mañana no puedo, Manolo —dijo Marta—. Tengo cita con el oculista. Parece que además de todo me van a poner anteojos.
—¿Entonces, cuándo? —preguntó Manolo, fingiendo no haber escuchado las últimas palabras de Marta.
—Pasado mañana. Espérame en la puerta del cine San Martín.
—Tú te encuentras con ella, y luego yo paso como quien no quiere la cosa. Me llamas, y ya está.
—No te preocupes —dijo Marta—. Será como tú quieras. Será fácil retenerla para que puedas conversar un rato con ella.
—Sí. Sí. Tengo que ganar tiempo. Pronto empezarán los exámenes finales, y ya no vendrá a clases.
—Te pasarás el verano en Chaclacayo.
—¡El verano es mío! —exclamó Manolo, sonriente—. Eres un genio, Marta.
—Bueno, Manolo. Este genio se va.
—No te vayas —dijo Manolo, satisfecho al darse cuenta de que la partida de Marta lo apenaba—. Vamos al cine.
—No hay una sola película en Lima que yo no haya visto —dijo Marta, con voz firme.
Manolo se puso de pie para despedirse de ella. Había comprendido el
mensaje que traían sus últimas palabras, y sabía que era inútil
insistir. Como de costumbre, Marta había "olvidado" su paquete de
cigarrillos para que Manolo lo pudiera coger. No sabía que decirle. Le
extendió la mano.
—Adiós, Manolo. Hasta pasado mañana.
—Adiós, Marta.
—¿Vendrás mañana a verla pasar? —preguntó Marta.
—Es el último día que pasa sin conocerla —respondió Manolo—. ¿Tú crees que me voy a negar ese placer?
—Loco.
—Sí, loco —repitió Manolo, en voz baja, mientras Marta se alejaba. No
era su partida lo que lo entristecía, sino el darse cuenta de que ya
no tendría con quién hablar de América. Llamó al
mozo del café y le pagó. Luego, caminó hasta la calle Boza, y se detuvo a
contemplar la vereda por donde diariamente pasaba América hacia la
bodega de sus padres. "Sus caderas. No. No. Sus ojos. Mañana."
América salía del colegio a las cinco de la tarde, y
él salía de la Universidad a las cinco de la tarde. Pero ella tenía que
tomar el ómnibus, y en cambio él estaba cerca de la Plaza de San
Martín. Caminaba lentamente y estudiando las reacciones de su cuerpo:
"Nada". Se acercaba a la Plaza San Martín, y no sentía ningún temblor en
las piernas. El pecho no se le oprimía, y respiraba con gran facilidad.
No estaba muñequeado. Encendió un cigarrillo, y nunca antes estuvo su
mano tan firme al llevar el fósforo hacia la boca. Llegó a la Plaza San
Martín, y se detuvo para contemplar, allá, al frente, el lugar en que la
esperaba todos los días. Vio llegar uno de los ómnibus de la avenida
Arequipa, y no sintió como si se fuera a desmayar. "Todavía es muy
temprano", se dijo, arrojando el cigarrillo, y cruzando la plaza hasta
llegar a la esquina de la calle Boza. Se detuvo. Desde allí la vería
bajar del ómnibus, y caminar hacia él: como siempre. Se examinaba. Le
molestaba que América supiera que la miraba. Hacía tanto tiempo que la
miraba, que ya tenía que haberse dado cuenta. "¿Y si se hace la sobrada?
¿Si Marta no viene mañana? ¿Si me deja plantado? ¿Si cambia de idea?
¿Si decide no presentármela?" Estas preguntas lo mortificaban. "Te
quiero, América." Sintió que la quería, y sintió también un ligero
temblor en las piernas. Sin embargo, no sintió que perdía los papeles al
ver que América bajaba del ómnibus, y eso le molestó: perder los
papeles era amor para Manolo. América avanzaba. Distinguía su blusa
blanca entre el chalequillo abierto de uniforme. Sus zapatos marrones de
colegiala. Su melena castaña rojiza de domadora de fieras. Avanzaba.
Veía ahora el bulto de sus senos bajo la blusa blanca. Los botones
dorados del uniforme. Se acercaba, y Manolo no le quitaba los ojos de
encima... Linda. Linda. Linda. Te quiero tanto. Te siento. Cerca. Más
cerca. Yo te quiero tanto. Cigarrillo. ¿En qué momento encendido? Sus
ojos. Buenas piernas. Pero sus ojos. La blusa. Marta. ¡Mierda! Mañana
mañana ven ven. La falda con las caderas. Piernas. La quiero. Como
antes. Y América estaba a su lado. Pasaba a su lado, y su blusa se
abultaba cada vez más al pasar de perfil, y ya no estaba allí, y él no
volteó para no verle el culo, y porque la quería.
—¡Manolo! —llamó una voz de mujer, desde atrás. Manolo sintió que se derrumbaba. Le costó trabajo voltear.
—¡Marta! —exclamó, asombrado. Marta estaba con América.
—¡Qué ha sido de tu vida, Manolo? ¿Qué haces allí parado?
—Espero a un amigo.
—Ven, acércate —dijo Marta, sonriente—. Quiero presentarte a una amiga.
—Mucho gusto —dijo Manolo, acercándose y extendiendo la mano para saludar a América.
Era una mano áspera y caliente, y Manolo no sabía en
que parte del cuerpo había sentido un cosquilleo. América, ahí, delante
suyo, lo miraba sin ruborizarse, y era amplia y hermosa. El uniforme no
le quedaba tan estrecho, pero era como si le quedara muy estrecho. Esa
piel morena, ahí, delante suyo, era como la tierra húmeda, y el hubiera
querido tocarla. Marta sonreía confiada, pero a Manolo le parecía que
era una mujer insignificante y la odiaba. América también sonreía, y
Manolo hubiera querido coger esa cabellera larga; esas crines de
muchacha malcriada y sucia que no se peinaba para fastidiar a los
hombres. Y su blusa se inflaba cuando sonreía, y a Manolo le parecía que
sus senos se le acercaban, y era como si los fuera a emparar.
—Vamos a tomar una Coca-Cola —dijo Marta.
—No puedo —dijo América—. Mis padres me esperan en la tienda (ella no la llamaba bodega).
—Yo tampoco —dijo Manolo—. Tengo que esperar a mi amigo (mentía porque quería huir).
—¿Cuándo empiezan tus exámenes, América? —preguntó Marta tratando de retenerla.
—Dentro de veinte días —respondió—. No sé cómo voy a hacer. No sé nada de nada.
—En quinto de media no se jalan a nadie —dijo Manolo.
—¿Tú crees? Ojalá.
—No te preocupes, América —dijo Manolo—. Ya verás cómo no se jalan a nadie.
—Y después, ¿qué piensas hacer?
—Nada. Descansar.
—¿Te quedas en Chaclacayo?
—Sí. ¿Qué voy a hacer? Es muy aburrido en verano, pero ¿qué voy a hacer?
—Todo el mundo se va a la playa —dijo Manolo.
—Yo sólo puedo ir los sábados y domingos.
—¿Y la piscina de Huampaní? —preguntó Manolo.
—Es el último recurso, aunque a veces vienen amigos con carro y me llevan a la playa.
—Yo tengo una casa muy bonita en Chaclacayo —dijo Manolo, ante la mirada
de asombro de Marta, que sabía que estaba mintiendo—.
Tiene una piscina muy grande —continuó—. Hace años
que no vamos y está desocupada. Si quieres, te puedo invitar un día a
bañarnos.
—Nunca te he visto en Chaclacayo —dijo América.
—Ya me verás
América se despidió sonriente, y continuó su camino
hacia la bodega de sus padres. Manolo la miraba alejarse, y pensaba que
esa falda no hubiera aguantado otro año de colegio sin reventar. Estaba
contento. Muy contento. Con América todo sería perfecto, porque había
perdido los papeles en el momento en que Marta se la presentó y cuando
el perdía los papeles, eso era amor. La amaba, y América sería como el
amor de antes. Todo volvería.
—Perdóname —dijo Marta—. Piensa que ya saliste de eso. Yo también ya salí de eso.
—No estaba preparado —dijo Manolo—. ¿Por qué lo has hecho?
—Quería verte sufrir un poco
—respondió Marta—. Ya que tenía que hacerlo, por lo menos sacar algún
provecho de ello. Y te juro que nunca olvidaré la cara de espanto que
pusiste. Era para morirse de risa.
—Te felicito —dijo Manolo, pero se arrepintió—: Gracias, Marta. Ahora ya todo es cosa mía.
—Avísame que tal te va —dijo Marta, y se despidió.
Manolo la veía alejarse. "Si me va bien, no volverás
a saber de mí", pensó, y se dirigió a las Galerías Boza para tomar un
café. Al sentarse, escribió en una servilleta que había sobre la mesa:
"El día 20 de noviembre, a las 5.30 de la tarde, Manolo conoció a
América, y América conoció a Manolo. Te amo". No mencionó a Marta para
nada.
Los fines que perseguía Manolo al tratar de
conquistar a América eran dos: el primero, muy justo y muy bello: "Amar
como antes"; el segundo, menos vago, menos bello, pero también muy
humano: fregar a Marta. Sobre todo, desde aquel día en que lo encontró
por la calle, y le preguntó si América ya lo había mandado a rodar por
no tener automóvil. Los medios que utilizaba para lograr tales fines
eran también dos: su imaginación de estudiante de letras y la falta de
imaginación (léase inteligencia) de América. Cada vez que América decía
una tontería, Manolo se inflaba de piedad, confundía este sentimiento
con el amor que tenía que sentir por ella, y odiaba a Marta.
Había dejado de verla durante los veinte días que
estuvo en exámenes, durante la Navidad, y el Año Nuevo. La extrañaba.
Habían quedado en verse a comienzos de enero, en Chaclacayo.
Amaba Chaclacayo. Amaba todo lo que estuviera entre
Ñaña y Chosica. Recordaba su niñez, y los años que había vivido en
Chosica. No olvidaría aquellos domingos en que salía a pasear con su
padre por el Parque Central. Caminaban entre la gente, y su padre lo
trataba como a un amigo. Le costaba trabajo reconocerlo sin su corbata,
sin su terno, sin su ropa de oficina, sin su puntualidad, y sin sus
órdenes. No era más que un niño, pero se daba muy bien cuenta de que su
padre era otro hombre. Un lunes, le hubiera dicho: "Anda a comer.
Estudia. Haz tus temas". Pero era domingo, y le preguntaba: "¿Quieres
regresar ya? Nos paseamos un rato más". Y él tenía que adivinar lo que
su padre quería, y adivinar lo que su padre quería era muy fácil, porque
siempre estaba de buen humor los domingos; porque era otro hombre, como
un amigo que lo lleva de la mano; y porque estaba vestido de sport.
Llevaría a América a Chosica, le contaría todas esas cosas, y ella sería
un amor como antes, como quince años. Ya vería Marta como América era
la que el creía y él tampoco había cambiado a pesar de haber aprendido
tantas cosas. Sólo le molestaba saber que tendría, que usar algunas
tácticas imaginativas para lograr todo eso. Pero el sol de Chaclacayo, y
el sol de Chosica lo ayudarían. Sí. El sol lo ayudaría como ayuda a los
toreros. Este mismo sol que mantenía vivos sus recuerdos, y que brilla
todo el año menos el día en que uno lleva
a un extranjero para mostrarle que a media hora de
Lima el sol brilla todo el año).
Entre el día tres de enero, en que
Manolo visitó por primera vez a América, en su casa de Chaclacayo, y el
día primero de febrero en que, sorprendido, escuchó que ella le decía:
"Mi bolero favorito (Manolo sintió una pena inmensa) es que te quiero,
sabrás que te quiero", entre esas dos fechas, muchas cosas habían
sucedido.
Bajó de un colectivo cerca a la casa de América, y
se introdujo sin ser visto en el baño de un pequeño restaurante.
Rápidamente se vendó una de las manos, y se colgó el brazo en un pañuelo
de seda blanco, como si estuviera fracturado. Luego, se vendó un pie, y
extrajo de un pequeño maletín un zapato, al cual le había cortado la
punta para que asomaran por ella los dedos. Traía también un viejo
bastón que había pertenecido a su abuelo. Salió del baño, bebió una
cerveza en el mostrador, y cojeó entrenándose hasta la casa de América.
Hacía mucho calor, y sentía que la corbata que le había robado a su
padre le molestaba. El cuello excesivamente almidonado de su flamante
camisa, le irritaba la piel. Sus labios estaban muy secos mientras
tocaba el timbre, y le temblaba ligeramente la boca del estómago. "Como
antes", pensó y sintió que perdía los papeles, pero era que América
aparecía por una puerta lateral, y que él pensaba que algo en su atuendo
podía delatarlo.
—¡Manolo! ¿Qué te ha pasado?
—Me saqué la mugre.
—¿Cómo así?
—En una carrera de autos con unos amigos.
—¡Te has podido matar!
"¿Y tú, cómo sabes?", pensó Manolo, un poco
sorprendido al ver que las cosas marchaban tan bien. Hubiera querido
detener todo eso, pero ya era muy tarde.
—Pudo haber sido peor —continuó—. Era un carro sport, y no sé cómo no me destapé el cráneo.
—¿Y el carro?
—Ese sí que murió —respondió Manolo, pensando: "Nunca nació".
—Y ahora, ¿qué vas a hacer?
—Nada —dijo con tono indiferente—. Tengo que esperar
que mis padres vuelvan de Europa. Ellos verán si lo arreglan o me
compran otro. "No me creas, América", pensó, y dijo: No quiero
arruinarles el viaje contándoles que he tenido un accidente. De
cualquier modo —"allá va el disparo", pensó—, no podré manejar por un
tiempo.
—Pero, ¿tu carro, Manolo?
—Pues nada —dijo, pensando que todo iba muy bien—.
El problema está en conseguir taxis que quieran venir hasta Chaclacayo.
—Usa los colectivos, Manolo. ("Te quiero, América.") No seas tonto.
—Ya veremos. Ya veremos —dijo Manolo, pensando que todo había salido a pedir de boca—. ¿Y tus exámenes?
—Un ensarte —dijo América, con desgano—. Me jalaron en tres, pero no pienso ocuparme más de eso.
—Claro. Claro. ¿Para qué te sirve eso? "¿Para ser igual a Marta?", pensó.
—¿Vamos a bañarnos a Huampaní?
—¡Bestial! —exclamó Manolo. Sentía que se llenaba de algo que podía ser amor.
—¿Y tus lesiones?
—¡Ah!, verdad. ¡Qué bruto soy...! Es que cuando no
me duelen me olvido de ellas. De todas maneras, te acompaño.
—No. No importa, Manolo —dijo América, en quien
parecía despertarse algo como el instinto maternal—. ¿Vamos al cine? Dan
una buena película. Creo que es una idiotez, pero vale la pena verla.
Cuando mejores, iremos a nadar.
—Claro —dijo Manolo. La amaba.
Durante diez días, Manolo cojeó al lado de América
por todo Chaclacayo. Diariamente venía a visitarla, y diariamente se
disfrazaba para ir a su casa. Sin embargo, tuvo que introducir algunas
variaciones en su programa. Variaciones de orden práctico: tuvo, por
ejemplo, que buscar otro vestuario, pues los propietarios del
restaurante en que se cambiaba, se dieron cuenta de que entraba sano y
corriendo, y salía maltrecho y cojeando. Se cambiaba, ahora, detrás de
una casa deshabitada. Y variaciones de orden sentimental: debido a la
credulidad de América. Le partía el alma engañarla de esa manera. Era
increíble que no se hubiera dado cuenta: cojeaba cuando se acordaba, se
quejaba de dolores cuando se acordaba, y un día hasta se puso a correr
para alcanzar a un heladero. No podía tolerar esa situación. A veces,
mientras se ponía las vendas, sentía que era un monstruo. No podía
aceptar que ella sufriera al verlo tan maltrecho, y que todo eso fuera
fingido. ¿Y cuando se acordaba de sus dolores? ¿Y cuando la hacía
caminar lentamente a su lado, cogiéndolo del brazo sano? Era un
monstruo. "Adoro su ingenuidad", se dijo un día, pero luego "¿y si lo
hace por el automóvil?". "Y si cree que me van a comprar otro?" Pero no
podía ser verdad. Había que ver cómo prefería quedarse con él, antes que
ir a bañarse a la piscina de Huampaní. "Es mi amor", se dijo, y desde
entonces decidió que tenía que sufrir de verdad, aunque fuera un poco, y
se introducía piedrecillas en los zapatos para ser más digno de la
credulidad de América, y de paso para no olvidarse de cojear.
Durante los días en que vino cubierto de vendas,
Manolo y América vieron todas las películas que se estrenaron en
Chaclacayo. Dos veces se aventuraron hasta Chosica, a pedido de Manolo.
Fueron en colectivo (él se quejó de que no hubiera taxis en esa zona). Y
se pasearon por el Parque Central, y recordaba su niñez. Recordaba
cuando su padre se paseaba con él los domingos vestidos de sport, y qué
miedo de que le cayera un pelotazo de fútbol en la cabeza. Porque no
quería ver a su padre trompearse, porque su padre era muy flaco y muy
bien educado, y porque el temía que algunos de esos mastodontes con
zapatos que parecían de madera y estaban llenos de clavos y cocos, le
fuera a pegar a su padre. Y entonces le pedía para ir a pasear a otro
sitio, y su padre le ofrecía un helado, y le decía que no le contara a
su mamá, y le hablaba sin mirarlo. Hubiera querido contarle todas esas
cosas a América, y un día, la primera vez que fueron, trató de hacerlo,
pero ella no le prestó mucha atención. Y cuando América no le prestaba
mucha atención, sentía ganas de quitarse las piedrecillas que llevaba en
los zapatos, y que tanto le molestaban al caminar. Recordaba entonces
que un tío suyo, muy bueno y muy católico, se ponía piedrecillas en los
zapatos por amor a Dios, y pensaba que estaba prostituyendo el
catolicismo de su tío, y que si hay infierno, él se iba a ir al
infierno, y que bestial sería condenarse por amor a América, pero
América, a su lado, no se enteraría jamás de esas cosas que Marta
escucharía con tanta atención.
—América —dijo Manolo. Era la segunda vez que iban a Chosica, y tenía los pies llenos de piedrecillas.
—¿Qué?
—¿Cómo habrá venido a caer este poema en mi bolsillo?
—A ver...
Bajando el valle de Tarma,
Tu ausencia bajó conmigo.
Y cada vez más los inmensos cerros...
Se detuvo. No quiso seguir leyendo: tres versos, y
ya América estaba mirando la hora en su reloj. Guardó el poema en el
bolsillo izquierdo de su saco, junto a los otros doce que había escrito
desde que la había conocido. Poemas bastante malos. Generalmente
empezaban bien, pero luego era como si se le agotara algo, y necesitaba
leer otros poemas para terminarlos. Casi plagiaba, pero era que
América... La invitó a tomar una Coca-Cola antes de regresar a
Chaclacayo. El pidió una cerveza, y durante dos horas le habló de su
automóvil: "Era un bólido. Era rojo. Tenía tapiz de cuero negro, etc.".
Pero no importaba, porque cuando su padre llegara de Europa seguro que
le iba a comprar otro, y "¿qué marca de carro te gustaría que me
comprara, América? ¿Y de qué color te gustaría? ¿Y te gustaría que fuera
sport o simplemente convertible?". Y, en fin, todas esas cosas que iba
sacando del fondo de su tercera cerveza, y como América parecía estar
muy entretenida, y hasta feliz: "¡Imbécil! Marta", pensó.
El día catorce de enero, Manolo llegó ágil y
elegantemente a casa de América. No había olvidado ningún detalle: hacía
dos o tres meses que, por casualidad, había encontrado por la calle a
Miguel, un jardinero que había trabajado años atrás en su barrio. Miguel
le contó que ahora estaba muy bien, pues una familia de millonarios lo
había contratado para que cuidara una inmensa casa que tenían
deshabitada en Chaclacayo. Miguel se encargaba también de cuidar los
jardines, y le contó que había una gran piscina; que a veces, el hijo
millonario del millonario venía a bañarse con sus amigos; y que la
piscina estaba siempre llena. "Ya sabes, niño", le dijo, "si algún día
vas por allá...". Y le dio la dirección. Cuando tocó la puerta de casa
de América, Manolo tenía la dirección en el bolsillo. —¡Manolo! —exclamó
América al verlo—. ¡Como nuevo!
—Ayer me quitaron las vendas definitivamente. Los
médicos dicen que ya estoy perfectamente bien. (Había tenido cuidado de
no hablar de heridas, porque le parecía imposible pintarse cicatrices.)
Y durante más de una semana se bañaron diariamente
en Huampaní. Por las noches, después de despedirse de América, Manolo
iba a visitar a Miguel, quien lo paseaba por toda la inmensa casa
deshabitada. Se la aprendió de memoria. Luego, salían a beber unas
cervezas, y Manolo le contaba que se había templado de una hembrita que
no vivía muy lejos. Una noche en que se emborracharon, se atrevió a
contarle sus planes, y le dijo que tendría que tratarlo como si fuera el
hijo del dueño. "Pendejo", replicó Miguel, sonriente, pero Manolo le
explicó que en Huampaní había mucha gente, y que no podía estar a solas
con ella. "Pendejo, niño", repitió Miguel, y Manolo le dijo que era un
malpensado, y que no se trataba de eso. "La quiero mucho, Miguel",
añadió, pensando: "Mucho, como antes, porque la iba a volver a engañar".
Llegaban a Huampaní.
—Mañana iremos a bañarnos a casa de mis padres —dijo Manolo—. He traído las llaves.
—Hubiéramos podido ir hoy —replicó América, mientras se dirigía al vestuario de mujeres.
Manolo la esperaba sentado al borde de la piscina, y
con los pies en el agua. "Traje de baño blanco", se dijo al verla
aparecer. Venía con su atrayente malla blanca, y caminaba como si
estuviera delante del jurado en un concurso de belleza. Avanzaba con su
melena... Debería cortársela aunque sea un poco porque parece, y sus
piernas morenas mas tostadas por el sol con esos muslos. Esos muslos
estarían bien en fotografías de periódicos sensacionalistas. Sufriría si
viera en el cuarto de un pajero la fotografía de América en papel
periódico. América se apoyó en su hombro para agacharse y sentarse a su
lado. Vio cómo sus muslos se aplastaban sobre el borde de la piscina, y
cómo el agua le llegaba a las pantorrillas. Vio cómo sus piernas tenían
vellos, pero no muchos, y esos vellos rubios sobre la piel tan morena,
lo hacían sentir algo allá abajo, tan lejos de sus buenos
sentimientos... Qué pena, parece de esas con unos hombres que dan asco
en unos carros amarillos que quieren ser último modelo los domingos de
julio en el Parque Central de Chosica. Justamente cuando no me gusta ir
al Parque de Chosica. Esos hombres vienen de Lima y se ponen camisas
amarillas en unos carros amarillos para venir a cachar a Chosica.
—No me cierra el gorro de baño.
—No te lo pongas.
—Se me va a empapar el pelo.
—El sol te lo seca en un instante.
Había algo entre el sol y sus cabellos, y él no
podía explicarse bien que cosa era... Pero los tigres en los circos son
amarillos como el sol y esa cabellera de domadora de fieras. América le
pidió que le ayudara a ponerse el gorro, y mientras la ayudaba y
forcejeaba, pensaba que sus brazos podían resbalar, y que iba a cogerle
los senos que estaban ahí, junto a su hombro, tan pálido junto al de
América... Y por cojudo y andar fingiendo accidentes de hijo de
millonario no he podido ir a mi playa en los viejos Baños de Barranco,
con el funicular y esas cosas de otros tiempos, cerca a una casa en que
hay poetas. Esos Baños tan viejos con sus terrazas de madera tan
tristes. Pero América no quedaría bien en esa playa de antigüedades
porque aquí está con su malla blanca y las cosas sexys son de ahora o
tal vez, eso no, acabo de descubrirlas. No porque la quiero. América. No
voy a mirarle más los vellos, quiero tocarlos, son medio rubios. Me
gustan sobre sus piernas, sus pantorrillas, sus muslos morenos.
"Al agua", gritó América, resbalándose por el borde
de la piscina. Manolo la siguió. Nadaba detrás de ella como un pez detrás
de otro en una pecera, y a veces, sus manos la tocaban al bracear, y
entonces perdía el ritmo, y se detenía para volver a empezar. América se
cogió al borde, al llegar a uno de los extremos de la piscina. Manolo, a
su lado, respiraba fuertemente, y veía como sus senos se formaban y se
deformaban, pero era el agua que se estaba moviendo.
—Ya no tengo frío —dijo América.
—Yo tampoco —dijo Manolo, pero continuaba temblando, y le era difícil respirar.
—Estas muy blanco, Manolo.
—Es uno de mis primeros baños en este verano.
—Yo tampoco me he bañado muchas veces. Siempre soy morena. ¿Te gustan las mujeres morenas?
—Sí —respondió Manolo, volteando la cara para no mirarla—. ¿Vamos a bucear?
Buceaban. Le ardían los ojos, pero insistía en
mantenerlos abiertos bajo el agua, porque así podía mirarla muy bien y
sin que ella se diera cuenta. Salían a la superficie, tomaban aire, y
volvían a sumergirse. Ella se cogió de sus pies para que la jalara y la
hiciera avanzar pero Manolo giró en ese momento y se encontró con la
cara de América frente a la suya. La tomó por la cintura. Ella se cogió
de sus brazos, y Manolo sentía el roce de sus piernas mientras volvían a
la superficie en busca de aire. "Voy a descansar", dijo América, y se
alejó nadando hasta llegar a la escalerilla. Manolo la siguió. Desde el
agua, la veía subir y observaba que hermosas eran sus piernas por atrás y
como la malla mojada se le pegaba al cuerpo, y era como si estuviera
desnuda allí, encima suyo. No salió. Desde el borde de la piscina, ella
lo veía pensativo, cogido de la escalerilla... No me explico cómo ese
tipo que me esperaba todos los días en la Plaza San Martín, y felizmente
que ya acabó el colegio, ni tampoco me importan los exámenes en que me
han jalado, ni me dio vergüenza cuando me preguntó que tal me fue en los
exámenes. Allá abajo tan flaco no me explico pero parece inteligente y
sabe decir las cosas, pero tendré que darle ánimos y todo lo que dice
cuando habla del accidente me gusta, ese carro fue muy bonito rojo no me
importa por que allá abajo tan flaco tan pálido me hace sentir segura.
Pero mis amigas qué van a pensar tengo buen cuerpo y con mi cara esperan
algo mejor porque los hombres me dicen tantos piropos, tantas
cochinadas, más piropos que a otras y cuando fui a Lima con Mariana tan
rubia tan bonita me dijeron más piropos te gané Mariana, pero el
enamorado de Mariana es muy buen mozo pero Manolo se viste mejor, si
paso un mal rato en una fiesta el carro mis amigas se acostumbrarán a
que mi enamorado no es tan buen mozo. Me gusta mucho, me gusta más que
otros enamorados no le he dicho he tenido, y algo pasa en mi cuerpo algo
como ahora está allá abajo y siento raro en mi cuerpo, fue gracioso
cuando me tocó la cintura mejor todavía que cuando Raúl me apretaba
tanto.
—¿Quieres sentarte en esa banca? —preguntó Manolo, que subía la escalerilla.
—Sí —respondió América—. Ya no quiero bañarme más.
—Ven. Vamos antes que alguien la coja.
—Me molesta tanta gente. A partir de mañana tenemos que ir a tu casa.
—Sí. Allá todo será mejor.
—¿Qué tal es la piscina?
—Es muy grande, y el agua esta más limpia que ésta.
—¿Nadie se baña nunca?
—Me imagino que el jardinero se debe pegar su baño, de vez en cuando.
—¿Y para que la tienen llena?
—A veces, se me ocurría venir con mis amigos —dijo Manolo.
—Que tales jaranas las que debes haber armado ahí —dijo América, tratando de insinuar muchas cosas.
—No creas —respondió Manolo, con tono indiferente. Estaba jugando su rol.
—¡A mí con cuentos! —exclamó América, sonriente.
—América —dijo Manolo, con voz suplicante—. América...
—¿Qué cosa? Dime, ¿qué cosa?
—Nada. Nada... Estaba pensando... "Te quiero mucho. A pesar de..."
—¿Qué cosa?, Manolo.
—Nada. Nada. Creo que ya esta bien de piscina por hoy. Regresemos a tu casa.
—Vamos a cambiarnos.
Estaba listo. Cuando América salió
del vestuario con sus pantalones pescador a rayas blancas y rojas,
Manolo recordó que ella le había contado que aún no había ido a Lima a
hacer sus compras por ese verano. Los pantalones le estaban muy
apretados, y ahora, al caminar por las calles de Chaclacayo, todo el
mundo voltearía a mirarle el rabo: "¿Y por qué no?", se preguntaba
Manolo. "Lista", dijo América y caminaron juntos hasta su casa.
Nadie los molestaba. Sus padres estaban en la tienda
(Manolo había aprendido a llamarla así), y la abuela, allá arriba,
demasiado vieja para bajar las escaleras. Entraron a la sala. El sacó
unos discos. Ella puso los boleros. La miró. Ella le dijo para bailar.
El se disculpó diciendo que debido al accidente... Ella insistió. Cedió.
Bailaban. Ella empezó a respirar fuertemente. El empezó a mirarle los
vellos rubios sobre sus antebrazos morenos, y a recordar... Ella cerró
los ojos. El le pegó la cara. Ella le apretó la mano. Terminó ese disco.
Ella le dijo que su bolero favorito era Sabrás que te quiero. Le dijo
que se lo iba a regalar, y se sentó. Ella lo notó triste, y se sentó a
su lado. Tuvo un gesto de desesperación. Ella le preguntó si hacía mucho
calor, y abrió la ventana. Le cogió la mano. Ella le puso la boca para
que la besara. La iba a besar. Ella lo besó muy bien.
"Es inmensa. El agua esta cristalina", dijo América,
parada frente a la piscina, en casa de Manolo. "No está mal", agregó
Manolo, cogiéndola de la mano, y diciéndole que la quería mucho, y que
le iba a explicar muchas cosas. Estaba dispuesto a contarle todo lo que
Marta le había dicho sobre ella. Estaba dispuesto a decirle que entre
ellos todo iba a ser perfecto, y que él creía aún en tantas cosas que
según la gente pasan con la edad. Estaba decidido a explicarle que con
ella todo iba a ser como antes, aunque le parecía difícil encontrar las
palabras para explicar cómo era ese "antes". "Vamos a ponernos la ropa
de baño", dijo América. Manolo le señaló la puerta por donde tenía que
entrar para cambiarse. El se cambió en el dormitorio de Miguel. "El
tiempo pasa, niño", le dijo Miguel. "Está como cuete."
Habían extendido sus toallas sobre el césped que
rodeaba la piscina, América se había echado sobre la toalla de Manolo, y
Manolo sobre la de América. Permanecían en silencio, cogidos de la
mano, mientras el sol les quemaba la cara, y Manolo se imaginaba que los
ojos negros e inmensos de América lagrimeaban también como los suyos.
Volteó a mirarla: gotas de sudor resbalaban por su cuello, y sintió
ganas de beberlas. Morena, América resistía el sol sobre la cara, sobre
los ojos, y continuaba mirando hacia arriba como si nada la molestara.
Había recogido ligeramente las piernas, y Manolo las miraba pensando que
eran más voluminosas que las suyas. hubiera gustado besarle los pies.
Le acariciaba el antebrazo, y sentía sus vellos en las yemas de los
dedos. La malla blanca subía y bajaba sobre sus senos y sobre su
vientre, obedeciendo el ritmo de su respiración. Hubiera querido poner
su mano; encima, que subiera y bajara, pero era mejor no aventurarse. En
ese momento, América se puso de lado apoyándose en uno de sus brazos.
Estaba a centímetros de su cuerpo, y le apretaba fuertemente la mano.
Con la punta del pie, le hacía cosquillas en la pierna, y Manolo sentía
su respiración caliente sobre la cara, y veía como sus senos
aprisionados entre los hombros, rebalsaban morenos por el borde de la
malla blanca como si trataran de escaparse. Le hablaría después. Era
mejor bañarse; lanzarse al agua. Pero se estaba tan bien allí... Se
incorporo rápidamente, y corrió hasta caer en el agua. América se había
sentado para mirarlo. "¡Ven!", gritó Manolo. "Esta riquísima."
Tampoco ella tenía la culpa. Habían escuchado a
Miguel cuando dijo que iba a salir un rato. Habían nadado, y eso había
empezado por ser un baño de piscina. No podrían decir en que momento
habían comenzado, ni se habían dado cuenta de que era ya muy tarde
cuando el agua empezó a molestarlos. Porque iban a continuar, y todo lo
que no fuera eso había desaparecido, y los había dejado tirados ahí, al
borde de la piscina, sobre el césped. Y Manolo la besaba y jugaba con
sus cabellos, igual a esos tigrillos en los circos y en los zoológicos,
que juegan, gruñen, y sacan las uñas como si estuvieran peleando. Y
América se reía, y se dejaba hacer, y colocaba una de sus rodillas entre
sus piernas, y el sentía el roce de sus muslos y paseaba sus manos
inquietas por todo su cuerpo, hasta que ya había tocado todo, y sintió
que esa malla blanca que tanto le gustaba lo estaba estorbando. Era como
si estuvieran de acuerdo: no hablaban, y él no le había dicho que se
iba a bajar, pero ella lo había ayudado. Y entonces él había apoyado su
cara entre esos senos como abandonándose a ellos, pero América lo
buscaba con la rodilla, y él se había encogido y había besado ese
vientre tan inquieto, donde la piel era tan y siempre morena. Luego, se
había dejado caer sobre ese cuerpo caliente, y se había cogido de él
como un náufrago a la boya, y no se había podido incorporar porque
América y sus muslos lo habían aprisionado. Y luego el debió enceguecer
porque ya no veía el césped bajo sus ojos, ni tampoco le veía la cara,
ni veía las plantas alrededor, pero sentía que todo se estaba moviendo
con violencia y dulzura, y ya no la escuchaba quejarse y entonces era
como una suprema armonía, y el ritmo de la tierra y del mundo bajo sus
cuerpos, alrededor de sus cuerpos, continuó un rato más allá del fin.
Lloraba sentada mirándose el sexo, y cubriéndose los
senos pudorosamente con los brazos. Pensaba en las monjas de su
colegio, en sus padres, en la bodega y en sus hermanos. Pensaba en sus
amigas, y se miraba el sexo, y sentía que aquel ardor volvía. Hubiera
querido amar mucho a Manolo, que parecía un muerto, a su lado, y que
sólo deseaba que las lágrimas de América fueran gotas de agua de la
piscina. Trataba de no pensar porque estaba muy cansado... Cuántos días.
Soportar sin ver a Marta. Contarle. Todo. Hasta la sangre. Contar que
estoy tan triste. Tan triste. ¿Qué después? ¿Qué ahora? Marta va a
hablar cosas bien dichas. Si fuera hombre le pego. Mejor se riera de mí
para terminar todo. Ahí. Aquí. Anda, lávate. ¡Cállate, mierda! No gimas.
Te he querido tanto y ahora estoy tan triste y tú podrás decir que fue
haciendo gimnasia y ya no volveré porque te hubiera querido. Antes antes
antes. Mandar una carta. Explicarte todo. Desaparecer. Matarme en una
carrera con mi auto nuevo. Simplemente desaparecer. Marta te cuenta
todo. Cobarde. Decirte la verdad. Sobre todo irme. Si supieras lo triste
perdonarías pero nunca sabrás y esto también pasará. Sí. No. Ándate.
Ándate un rato. Vete. Cuando me ponga la corbata todo será distinto. Te
llevaré a tu casa. No te veré más. Tal vez te des cuenta en la puerta de
tu casa, y mañana irás a comprar ropa de verano y no veré tu ropa nueva
más apretada. Culpa. Cansancio. Se está vistiendo en ese cuarto de la
casa. Soy amigo del jardinero ni mis padres están en Europa. Tal vez te
escribiré, América. Con mi corbata. Mi padre no está en Europa.
Mentiras. Culpa. Mi padre. Su corbata allá en el cuarto de Miguel. Te
llevaré a tu casa, América. Tu casa de tus boleros donde también he
matado he muerto. Mi corbata tan lejos. Morirme. Ser. To be. Dormir
años. Marta. La corbata allá allá allá allá.
América se estaba cambiando.
Bryce Echenique, educado en el seno de la oligarquía limeña, cursó
sus estudios primarios, en el Inmaculado Corazón, y secundarios, en el Santa María Marianistas y, luego, tras un incidente en este colegio por el que hubo de ser hospitalizado,1 ingresó al San Pablo, un internado británico en Lima. En 1957, ingresó a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y se licenció en Derecho, obteniendo el título de Doctor en Letras en (1977). Fue profesor durante algún tiempo en el Colegio San Andrés (ex Anglo-Peruano) donde enseñó Castellano y Literatura.
Regresó brevemente al Perú en 1999, y abandonó el país ante el clima político reinante. Volvió a Barcelona en 2002 y publicó tres años más tarde su segundo libro de memorias, Permiso para sentir, en el que denuncia ácidamente la transformación de Perú.
Bryce Echenique se ha declarado seguidor de los argentinos Julio Cortázar y Manuel Puig, y de los peruanos Julio Ramón Ribeyro y César Vallejo,
porque "introdujeron y produjeron el mundo de los sentimientos y el
humor, tópicos muy escasos dentro de la literatura latinoamericana de
entonces".
La narrativa de Bryce Echenique, entre lo delirante, lo añorante y lo
grotesco, está poblada de simpáticos personajes que se mueven como un
poco perdidos en un mundo laberíntico, en medio del humor más fino y la
ironía más tierna. Bryce Echenique es un maestro de la palabra, a la que
domina y recrea, concediéndole nuevos significados. Su fino humor es
reconocido tanto en América Latina como en Europa. Todas sus obras están
llenas de personajes que él conoció personalmente.
El escritor está de acuerdo con los críticos que han dicho que los
cuatro temas principales de su obra son "el amor, la soledad, la
enfermedad (la depresión, muy concretamente) y la felicidad"2 y por eso los ensayos recogidos en Entre la soledad y el amor
pretenden ser, según sus propias palabras, "una meditación cuando menos
honda sobre el núcleo ardiente de mis libros pero también sobre lo que
yo considero cuatro experiencias fundamentales de todo ser humano".2
Ha trabajado como profesor en las universidades de Nanterre, La Sorbona, Vincennes, Montpellier, Yale, Austin, Puerto Rico y otras. Ha dado conferencias y hecho ponencias en congresos de escritores en Argentina, Bulgaria, Canadá, Cuba, España, Estados Unidos, Francia, Italia, México, Perú, Puerto Rico, Suecia, Venezuela.
Su obra ha recibido importantes premios y ha sido traducida a diversos idiomas.
Su hermana, Clementina Bryce Echenique, está casada con el periodista Francisco Igartua Rovira, fundador y diseñador de los dos principales semanarios del Perú, Oiga (1948-1995) y Caretas (1950). Desde el comienzo de la segunda etapa de Oiga,
a finales de 1962, Alfredo Bryce Echenique inició una serie de
colaboraciones periodísticas que finalizaron en agosto de 1995, con el
cierre definitivo de la revista debido al acoso publicitario y
tributario del gobierno dictatorial de Alberto Fujimori.
A través de estas colaboraciones se pueden conocer muchas facetas del
carácter de Bryce, como su posición antidictadura y de enfrentamiento
contra todo abuso. Su resolución a decir las cosas como son, le mereció
ser llamado el Niño Terrible o Julius, como el personaje principal de una de sus obras.
Acusaciones de plagio
Bryce Echenique protagonizó, en la primera década del presente siglo,
un escándalo relacionado con el plagio de artículos periodísticos, y el
9 de enero de 2009, un tribunal administrativo peruano lo condenó a
pagar una multa de 177 500 soles (unos 42 mil euros), por el plagio de
16 textos pertenecientes a 15 autores,3 varios de los cuales aparecieron originalmente en medios españoles, entre ellos, uno de Sergi Pàmies publicado en La Vanguardia y otro en El Periódico de Extremadura.
Ante la irrefutabilidad de los cargos, Bryce Echenique trató
infructuosamente de probar que los artículos habían sido publicados sin
su autorización y negó ser el autor de ellos. Posteriormente declaró a
la prensa especializada —después de declarado ganador del Premio FIL— que le retornaron el importe de la sanción pecuniaria y que sus asuntos caminan por buena ruta.
El 2 de julio del 2012, en el Hotel Country Club de Lima presentó Dándole pena a la tristeza,
basada en la vida de su abuelo el banquero Francisco Echenique Bryce.
Esta novela podría ser la última que escribe: "No tengo proyectada otra
novela. Nunca puede saberse con certeza, pero lo que sigue es el tercer
volumen de mis antimemorias. El título viene de Quevedo: Arrabal de senectud", había declarado al respecto en 2011, cuando estaba escribiéndola, "alejado de todo, en una casa de playa llamada Totoritas".4
En septiembre del 2012, ganó el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances, provocando una gran polémica: conocidos escritores, como Fernando del Paso o Juan Villoro
por citar solo a dos, criticaron al jurado argumentando que no se le
debía dar el galardón a un autor que había sido condenado por el plagio
de artículos,5 6 mientras que los que distinguieron a Bryce Echenique, entre los que se encuentra Jorge Volpi,
así como otros novelistas, lo justificaron aduciendo que "Bryce fue
reconocido por sus novelas y cuentos (el periodismo no se enumera)".
Volpi, a quien pertenece esta frase, agregaba: "Me pregunto si nuestra
inquisición literaria también recabará firmas para que se le despoje del
Premio Nobel a Günter Grass por haber mentido y negar que de joven se enroló en un batallón de las SS?, ¿o el Cervantes a Álvaro Mutis, condenado por malversación de fondos?"7 De todas formas, el revuelo fue tal, que, en una decisión sin precedentes, se optó por no entregar el premio durante la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, sino dárselo calladamente en el Perú.5
Bryce Echenique ha estado casado tres veces (con Maggie Revilla,
Pilar de Vega Martínez y Ana Chávez Montoya), además de un último
"mediomatrimonio" con la modelo puertorriqueña Tere Llenza, 32 años
menor que él, que también fracasó.8
Cuentos 1968 - Huerto cerrado, contiene 12 relatos:Dos indios, Con Jimmy en Paracas, El camino es así, Su mejor negocio, Las notas que duerman en las cuerdas, Una mano en las cuerdas, Un amigo de cuarenta y cuatro años, Yo soy el rey, El descubrimiento de América, La madre, el hijo y el pintor, El hombre, el cinema y el tranvía y Extraña diversión.1974 - La felicidad ja ja.1979 - Todos los cuentos, Mosca Azul, Lima.1986 - Magdalena peruana y otros cuentos. 1987 - Goig. Relato infantil escrito en colaboración con la escritora salvadoreña Ana María Dueñas y dibujos de Sonia Bermúdez. 1995 - Cuentos completos.1999 - Guía triste de París.2009 - La esposa del rey de las curvas.
Textos biográficos.1977 - A vuelo de buen cubero.1987 - Crónicas personales (edición aumentada de A vuelo de buen cubero), Anagrama, Barcelona. 1993 - Permiso para vivir ("Antimemorias" I).2003 - Doce cartas a dos amigos. 2005 - Permiso para sentir ("Antimemorias" II).
Ensayos y artículos.1996 - A trancas y barrancas. 2000 - La historia personal de mis libros, Fondo Editorial Cultura Peruana, Lima. 2002 - Crónicas perdidas, artículos, estudios, conferencias y cartas públicas publicadas en diferentes medios entre 1972 y 1997, Anagrama, Barcelona9.2004 - Entrevistas escogidas, selección, prólogo y notas de Jorge Coaguila; Fondo Editorial Cultura Peruana, Lima. 2005 - Entre la soledad y el amor, libro dividido en 4 partes, precedidas de unas Palabras preliminares, contiene los siguientes 10 textos:I LA SOLEDAD: El otro y nosotros, La señora X, Soledades contemporáneas y La vejez no se cura.II LA DEPRESIÓN: Del humos, del dolor y de la risa (crónica de una depresión).III LA FELICIDAD: La felicidad nuestra de cada día.IV EL AMOR: El amor absolutamente melancólico, Cuatro estaciones del amor (y su melancolía), El amor juvenil y Los amores tardíos.
Semblanza biográfica:Wikipedia. Texto:enfocarte.com.Foto:Archivo.