El cuento del domingo

Silvina Ocampo
La soga 
A Antoñito López le gustaban los juegos peligrosos: subir por la escalera de mano del tanque de agua, tirarse por el tragaluz del techo de la casa, encender papeles en la chimenea. Esos juegos lo entretuvieron hasta que descubrió la soga, la soga vieja que servía otrora para atar los baúles, para subir los baldes del fondo del aljibe y, en definitiva, para cualquier cosa; sí, los juegos lo entretuvieron hasta que la soga cayó en sus manos. Todo un año, de su vida de siete años, Antoñito había esperado que le dieran la soga; ahora podía hacer con ella lo que quisiera. Primeramente hizo una hamaca, colgada de un árbol, después un arnés para caballo, después una liana para bajar de los árboles, después un salvavidas, después una horca para los reos, después un pasamanos, finalmente una serpiente.  Tirándola con fuerza hacia adelante, la soga se retorcía y se volvía con la cabeza hacia atrás, con ímpetu, como dispuesta a morder. A veces subía detrás de Toñito las escaleras, trepaba a los árboles, se acurrucaba en los bancos. Toñito siempre tenía cuidado de evitar que la soga lo tocara; era parte del juego. Yo lo vi llamar a la soga, como quien llama a un perro, y la soga se le acercaba, a regañadientes, al principio, luego, poco a poco, obedientemente. Con tanta maestría Antoñito lanzaba la soga y le daba aquel movimiento de serpiente maligna y retorcida, que los dos hubieran podido trabajar en un circo. Nadie le decía: "Toñito, no juegues con la soga".
La soga aparecía tranquila cuando dormía sobre la mesa o en el suelo. Nadie la hubiera creído capaz de ahorcar a nadie. Con el tiempo se volvió más flexible y oscura, casi verde y, por último, un poco viscosa y desagradable, en mi opinión. El gato no se le acercaba y a veces, por las mañanas, entre sus nudos, se demoraban sapos extasiados. Habitualmente, Toñito la acariciaba antes de echarla al aire; como los discóbolos o lanzadores de jabalinas, ya no necesitaba prestar atención a sus movimientos: sola, se hubiera dicho, la soga saltaba de sus manos para lanzarse hacia adelante, para retorcerse mejor.
Si alguien le pedía:
—Toñito, préstame la soga.
El muchacho invariablemente contestaba: —No. A la soga ya le había salido una lengüita, en el sitio de la cabeza, que era algo aplastada, con barba; su cola, deshilachada, parecía de dragón. Toñito quiso ahorcar un gato con la soga. La soga se rehusó. Era buena. ¿Una soga, de qué se alimenta? ¡Hay tantas en el mundo! En los barcos, en las casas, en las tiendas, en los museos, en todas partes... Toñito decidió que era herbívora; le dio pasto y le dio agua. La bautizó con el nombre de Prímula. Cuando lanzaba la soga, a cada movimiento, decía: "Prímula, vamos. Prímula". Y Prímula obedecía.
Toñito tomó la costumbre de dormir con Prímula en la cama, con la precaución de colocarle la cabecita sobre la almohada y la cola bien abajo, entre las cobijas.
Una tarde de diciembre, el sol, como una bola de fuego, brillaba en el horizonte, de modo que todo el mundo lo miraba comparándolo con la luna, hasta el mismo Toñito, cuando lanzaba la soga. Aquella vez la soga volvió hacia atrás con la energía de siempre y Toñito no retrocedió. La cabeza de Prímula le golpeó en el pecho y le clavó la lengua a través de la blusa. Así murió Toñito. Yo lo vi, tendido, con los ojos abiertos. La soga, con el flequillo despeinado, enroscada junto a él, lo velaba.
  
Silvina Ocampo (Buenos Aires, 28 de julio de 1903 - Buenos Aires, 14 de diciembre de 1993). Escritora argentina, hermana de Victoria Ocampo y junto a Adolfo Bioy Casares (su esposo), Jorge Luis Borges y Julio Cortázar, una de las cumbres de la literatura argentina del siglo XX.1
Silvina Inocencia Ocampo Aguirre nació en Buenos Aires el 28 de Julio de 1903, en la casa de la calle Viamonte 550, como la menor de las seis hijas de Manuel Silvio Cecilio Ocampo y Ramona Aguirre Herrera (Victoria, Angélica, Francisca, Rosa, Clara Maria y Silvina). En su juventud estudió dibujo en París con Giorgio de Chirico y Fernand Léger. Entre sus amigos famosos figuraba el escritor italiano Italo Calvino, quien prologó sus cuentos.
Poetisa, narradora y traductora, sus inicios en la literatura están ligados a la influencia de su hermana Victoria, fundadora de la revista Sur, y a la del escritor Adolfo Bioy Casares, al que conoció en el año 1933 y contraería matrimonio en 1940 y cuya hija ilegítima, Marta Bioy Ocampo (1954-1994), adoptaría. Su primera publicación profesional fue el libro de cuentos Viaje olvidado (1937), algo menospreciado en su época pero reivindicado en el ámbito académico después de su muerte.
En 1954 recibió el Premio Municipal de Literatura por su poemario Espacios métricos; en 1962, el Premio Nacional de Poesía por Lo amargo por dulce y en 1988 el Premio del Club de los 13 por Cornelia frente al espejo, su última antología de cuentos.
Su vasta producción, que va más allá de lo publicado, se vio interrumpida tres años antes de su muerte el 14 de diciembre de 1993 en Buenos Aires a causa de una enfermedad progresiva que la tuvo postrada durante varios años. Fue sepultada en la cripta familiar del cementerio de la Recoleta donde reposan también los restos de su hermana Victoria. No muy lejos se encuentra también la tumba de su esposo.

La obra de Silvina Ocampo es reconocida principalmente por su inagotable imaginación y su aguda atención por las inflexiones el lenguaje. Dueña de un lenguaje cultivado que sirve de soporte a sus retorcidas invenciones, Silvina disfraza su escritura con la inocencia de un niño para nombrar, ya sea con sorpresa o con indiferencia, la ruptura en lo cotidiano que instala la mayoría de sus relatos en el territorio de lo fantástico.
Esta habilidad lingüística se advierte temprano en su colección de cuentos Viaje Olvidado (1937), influida por el nonsense literario de Lewis Carroll, Katherine Mansfield y seguramente por el surrealismo que aprendió de sus maestros pictóricos. El título del libro se refiere al cuento homónimo en que una niñita intenta recordar el momento de su nacimiento, logrando su autora un tejido de imaginación pura sobre la base de una típica duda infantil.
Si los relatos de este volumen parecían más bien miniaturas o pequeños pantallazos de la memoria deformados por la imaginación, sus siguientes colecciones (Autobiografía de Irene, y muy especialmente La furia o Los días de la noche) conservan un poco más la estructura tradicional del cuento y muestran a la Silvina Ocampo más prototípica. Metamorfosis, ironía, figuras persecutorias, humor negro, y el reinado imperante del oxímoron y de la sinestesia marcan esta serie de relatos donde aparecen incesantes galerías de personajes y contextos dominadas por pasillos y patios de grandes caserones así como por la enigmática presencia de niños ligados al horror y la crueldad como víctimas o victimarios, según la ocasión.
Su labor poética estuvo dominada en un principio por los metros clásicos y por rimas inocentes, muchas veces dedicadas a la descripción y exaltación de la belleza de elementos naturales como las plantas (confesa pasión de la escritora) como se puede apreciar en Espacios métricos o en Los sonetos del jardín que tras el poemario Enumeración de la patria siguieron a Viaje Olvidado. Sin embargo posteriores poemarios como Los nombres, Lo amargo por dulce o Amarillo celeste muestran un verso más elaborado y a la vez desinteresado por el clasicismo.
Con Espacios métricos, publicado en 1942 por la editorial Sur, obtuvo el Premio municipal en 1954. Obtuvo el Segundo Premio Nacional de poesía por Los nombres en 1953 y volvió a obtener una distinción en 1962 por Lo amargo por dulce, el Premio Nacional de poesía.
En colaboración con Adolfo Bioy Casares publicó la novela policíaca Los que aman, odian, en 1946 y con Juan Rodolfo Wilcock la obra de teatro Los Traidores, en 1956. Publicó en colaboración con Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, la célebre Antología de la literatura fantástica, en 1940, y la Antología poética argentina, en 1941.
En los últimos años el ámbito académico argentino ha redescubierto a Silvina Ocampo, no muy leída ni apreciada en vida, coincidiendo con la publicación de algunas obras inéditas en recopilaciones como Las repeticiones y otros cuentos (2006) o Ejércitos de la oscuridad (2008). Cuentos.Viaje Olvidado, Buenos Aires, Sur, 1937. Autobiografía de Irene (cuentos), Buenos Aires, Sur, 1948.El pecado mortal (antología de relatos), Buenos Aires, Eudeba, 1966. Los días de la noche (cuentos), Buenos Aires, Sudamericana,1970.Informe del cielo y del infierno (antología de relatos), con prólogo de Edgardo Cozarinsky, Caracas, Monte Ávila, 1970.La furia (cuentos, género fantástico), Buenos Aires, Sur, 1959. Reeditado en Orión, 1976. Las invitadas (cuentos), Buenos Aires, Losada, 1961. Reeditado en Orión, 1979. El cofre volante (cuentos infantiles), Buenos Aires, Estrada, 1974. El tobogán (cuentos infantiles), Buenos Aires, Estrada, 1975. El caballo alado (cuentos infantiles), Buenos Aires, De la flor, 1976.La naranja maravillosa (cuentos infantiles), Buenos Aires, Sudamericana, 1977. Canto escolar (cuentos infantiles), Buenos Aires, Fraterna, 1979.Y así sucesivamente (cuentos), Barcelona, Tusquets, 1987.Cornelia frente al espejo, Barcelona, Tusquets, 1988. Premio del Club de los 13.Las reglas del secreto (antología), Fondo de Cultura Económica, 1991. Las repeticiones(cuentos), Buenos Aires, Sudamericana, 2006. (publicación post mortem).El vestido de terciopelo(cuento),Buenos Aires,Editorial Estrada S.A,2009.La pluma mágica (cuento).La casa de azucar (cuento).La soga (cuento).El pez desconocido (cuento).Las fotografias (cuento). Poesía. Antología poética argentina, Buenos Aires, Sudamericana, 1941.Enumeración de la patria (poesía), Buenos Aires, Sur, 1942. Espacios métricos (poesía), Buenos Aires, Sur, 1942. Premio Municipal. Poemas de amor desesperado (poesía), Buenos Aires, Sudamericana,1949.Los nombres (poesía), Buenos Aires, Emecé, 1953. Premio Nacional de Poesía.Los sonetos del jardín (poesía), Buenos Aires, Sur, 1946.Lo amargo por dulce (poesía), Buenos Aires, Emecé, 1962. Premio Nacional de Poesía.Amarillo celeste (poesía), Buenos Aires, Losada, 1972. Árboles de Buenos Aires (poesía), Buenos Aires, Crea, 1979.Breve Santoral (poesía), Buenos Aires, Ediciones de arte Gaglione, 1985. Novelas. Los que aman, odian, Buenos Aires, Emecé, 1946.(con Adolfo Bioy Casares).La torre sin fin, Buenos Aires, Sudamericana, 2007 (póstuma)La promesa, Buenos Aires, Sudamericana, 2010 (póstuma).
Semblanza biográfica: Wikipedia. Foto:internet. Texto

El cuento del domingo


Cristina Peri Rossi
Instrucciones para bajar de la cama
Cuando me dispongo a bajar de la cama, hay que tener mucho cuidado. No se puede dejar a los niños o a los perros sueltos, y los muebles tienen que estar en orden, porque bajar es muy peligroso. Es preciso despejar bien el lugar, quitar lámparas, armarios, mesas y todos esos objetos inútiles que se colocan en las casas, para huir del vacío. Por eso, aviso con mucho tiempo. Digo, por ejemplo: “Mañana voy a bajar de la cama, tengan cuidado. Bajaré a la nueve y cinco minutos. Consulten los relojes, sujeten los muebles. Abróchense los cinturones”. Siempre elijo una hora con cinco minutos de más, porque nadie es capaz de ser puntual si no tiene cinco minutos de tolerancia.

Me preparo bien, para bajar. Desde el día antes estoy ocupado con todas esas minuciosas tareas que son imprescindibles para un buen descenso. En primer lugar, hago colocar un cartel en la puerta, para que nadie me moleste. El cartel anuncia con exactitud el día y la hora en que descenderé, y ruega que nadie me moleste, porque podría turbar mis planes, interrumpir mis preparativos. Tengo que estar muy concentrado para bajar, y al mismo tiempo laxo, para evitar cualquier accidente.

Antes de bajar, estudio bien el área de la habitación, trato de memorizar el lugar que ocupan los objetos con los que me toparé, una vez haya conseguido llegar al suelo. En una de las paredes, por ejemplo, hay una ventana. Aunque muchas veces intenté tapiarla, no ha sido posible, según se me dijo, porque una disposición municipal lo prohíbe. Y yo soy muy respetuoso de las ordenanzas que rigen nuestra convivencia, de lo contrario, habría muchos más peligros de los que ya existen. Tengo que tener en cuenta la ventana, pues, para descender. No se trata de una ventana cualquiera: está en la parte superior de la pared, en plano inclinado con relación al techo. Por ahí entra la justa luz que puedo resistir, ni más, ni menos. La gente es muy desordenada con la luz (también con las demás cosas): o bien iluminan demasiado (temiendo, quizás, la ambiguedad de las sombras) o bien están en tinieblas (sienten horror por la luz que alumbraría contornos detestados). Sin embargo, en verano se echan en cualquier lugar (en la arena sucia, en los parques raquíticos, al borde de mares contaminados) y dejan que el sol  les queme la piel, amoratando los tejidos superficiales, que se contraen por la deshidratación. (De lejos se los divisa como compactas familias de cangrejos, masa roja de miembros retorcidos y movimiento confuso.) La ventana, cuando bajo, debe estar cerrada, pues una corriente de aire podría ser muy peligrosa para la salud. Tengo un mapa que me permite estudiar bien la disposición de los distintos objetos que hay en el cuarto, de modo que puedo decidir mis movimientos con exactitud, sin estar expuesto a desagradables sorpresas. Existe un ropero, por ejemplo, cuya utilidad no es el caso discutir ahora, que tiene un espejo en la puerta: si no lo evito, en cualquier momento podría reflejarme, a traición, mostrándome a uno en el cual  no me reconozco. Debo caminar por la habitación, pues, evitando el espejo. Otro problema es la alfombra: disminuye el frío del suelo, indudablemente, pero tiene la oscura tendencia a formar pliegues y debo desplazarme con cuidado, para no tropezar.(Es posible, además, que hormigas y otros insectos menudos aniden en sus arrugas o pretendan o pretendan trepar por mis zapatos. Estamos muy mal informados acerca del deseo de los animales). Los enchufes constituyen un inconveniente suplementario. Cualquiera sabe que si por error o accidente introduce un dedo en un enchufe, recibe una descarga de electricidad posiblemente mortal.  Pues bien, de manera incomprensible, los enchufes están colocados en las paredes, a la altura de la mano, y sin protección alguna.

Aunque hay tomado todas las providencia del caso., bajar no siempre es una tarea fácil. A veces, me asaltan súbitos  temores. Tengo miedo de abandonar el lecho, la protección de las sábanas, la posición horizontal o inclinada. De modo que me resisto a bajar. Sé que en el suelo tendré que estar de pie, saludar a las personas, hablar de esto o de aquello. Si he anunciado que voy a bajar y cuando ha llegado el momento de hacerlo, no me animo, es mucho peor, pues mi madre, o mi hermana, o mi tío, o una amiga se acercan a preguntar qué sucede. Intentan darme coraje con palabras cuidadosamente elegidas, y que, por eso mismo, me llenan de pavor. Que alguien pretenda comprender mis temores los refuerza, pues demuestra que son reales, que los peligros existen. Si alguien me dice, por ejemplo: “Baja querido, he quitado todos los muebles del camino”, me horrorizo, pensando que, en efecto, podía haber tropezado  con ellos ( y no puedo estar seguro de que todos hayan sido retirados, completamente todos). Si  mi hermana se acera hasta el lecho y con gran ternura me anuncia. “Te ayudaré a bajar. Lo haremos lentamente, muy lentamente”, me contraigo, retrocedo, me escondo entre las sábanas: en la gentileza con que me brinda ayuda reconozco una suficiencia, un sentimiento de superioridad que me horroriza. La aparente facilidad con que ellos han resuelto el problema de descender de la cama (lo hacen todos los días, como si se tratara de la cosa más natural del mundo) no me inspira ni respeto ni envidia: desde la más remota antigüedad los seres humanos han realizado con perfecta naturalidad actos terribles (la naturalidad es enemiga de la conciencia). De nada me sirve su ejemplo. Por lo demás, un hombre no tropieza jamás dos veces con la misma piedra: ni él, ni la piedra, son los mismos, la segunda vez. De manera que tampoco me estimula la memoria de mi madre: “Baja, querido, ¿recuerdas qué sencillo fue la última vez? También tenías miedo, sin embargo, no sucedió nada grave”. Por supuesto: sólo es necesario que ocurra una vez. Se puede estar enfermo muchas veces, pero una sola sirve para morirse.

Cuando consigo bajar, la primera sensación que tengo es de alegría: estoy muy orgulloso de haberlo conseguido. Me parece que me he superado a mí mismo. Entonces, me gusta que haya gente alrededor para celebrarlo, aunque no mucha: una aglomeración en el cuarto trastornaría por completo los minuciosos planes que he confeccionado para ese momento. Pueden aplaudir y saludarme desde lejos, mientras yo, cuidadosamente, apoyo uno y otro pie en el suelo. Al rato, la alegría desaparece: en la tierra, la vida es muy difícil. En primer lugar, al estar todos de pie, los hombres se sienten semejantes, y esto los vuelve muy hostiles entre sí. La competencia, aumenta. Por ejemplo: si estoy arriba, en el lecho, nadie me toma en cuenta: se relacionan entre ellos, como si yo fuera un objeto más, una lámpara o un armario. Deciden, actúan, prescindiendo por completo de mí, lo cual me ahorra el dolor de sus agresiones y de su hostilidad. No intervengo, ni en un sentido, ni en otro. En cambio, si estoy de pie ( a pesar de que nunca permanezco mucho tiempo en esa incómoda posición), advierto sus miradas (no todas amables, debo confesarlo), escucho sus disputas, el ajetreo de la casa llega hasta mçi con sus inquietantes ecos.

Cuando bajo, no pedo menos que echar una mirada al trozo de calle que se divisa a través de la ventana del living. Veo pasar automóviles muy veloces, cuyas luces hacen señales mientras se dirigen hacia alguna parte. Se detienen-ordenadamente-junto a un semáforo en rojo y luego, todos al mismo tiempo, arrancan rápidamente, adueñándose de la calle. (En mis pesadillas, el semáforo enorme da la señal de partida y los autos, con poderosas mandíbulas rutilantes, se abalanzan, metálicos y enmascarados, sin guía, conducidos por mandos invisibles.) La gente que los conduce se siente muy poderosa. Los transeúntes me resultan más simpáticos, aunque no llego a comprender hacia adónde se dirigen, por qué se cruzan sin detenerse, sin saludarse, como las hormigas o los delfines suelen hacer. También he visto personas uniformadas: porteros, guardias, ascensoristas, empleados de algo. Cada uno muy serio en su uniforme, en su rol, sin equivocarse, como si fuera muy natural. Le he preguntado a mi madre si la gente no duda en el ascensor, antes de pulsar el botón. Si siempre saben exactamente cuál oprimirán. Si no hay un momento de vacilación. Me ha dicho que no, que eso no sucede, y cuando ocurre, se trata sólo de alguien que no ve bien. Los conductores de los autobuses, por ejemplo, no se desvían de su camino. Lo repiten simétricamente, sin alteraciones: no se internan sorpresivamente por un parque, ni guían el autobús hacia el malecón, para echar una mirada al mar. También es asombroso que el hombre de la grúa repita el mismo movimiento parsimonioso (negros terrones ascienden pausadamente, como culpas que cuesta arrancar), eleve la gran pala de hierro y luego, con lentitud, la haga bajar, la entierre en el cúmulo de material, la cargue bien, después la levante y deposite la carga en el camión, sin sentir el deseo de jugar, de describir órbitas en el aire, de cargar algo que no le corresponda.

El espectáculo de la calle me turba y me llena de miedo, de modo que en seguida dejo de mirar.

Mis estancias en el suelo no duran, así, mucho tiempo. Aunque el médico insiste en que me conviene bajar, por la tensión de los músculos y la circulación de la sangre, sé que hacerlo no beneficia mi ánimo. Atónito, lleno de angustia, vuelvo al lecho rápidamente. Allí me recojo, entre las sábanas, abrigado y protegido. Por un tiempo, nadie se acordará de mí, más que a la hora de las comidas o de la higiene, y eso, como si fuera muñeco roto, un mecanismo descompuesto. Un maniquí quebrado. Por lo demás, ni acostado, ni de pie, el mundo parece sensible a nuestra participación, aunque febriles movimientos se realicen para demostrar lo contrario. Será,  siempre, un mundo ajeno.

Cristina Peri Rossi (Montevideo, 12 de noviembre de 1941) poeta, narradora, traductora y ensayista uruguaya. Hija de inmigrantes italianos. Estudió literatura comparada. Exiliada en España, donde reside desde 1972. Ha sido articulista y colaboradora de publicaciones españolas (El País, Diario 16, La Vanguardia, El Periódico de Barcelona y El Mundo). Nacionalizada española en 1975, mantiene la nacionalidad uruguaya. Beca Guggenheim en 1994. Ha efectuado traducciones principalmente de la brasileña Clarice Lispector. Una de sus obras más destacadas es La nave de los locos (1984), donde combina una técnica surrealista con referencias a las dictaduras militares de los años 70.
Tertuliana fija del programa de radio Una nit a la Terra, de Catalunya Ràdio, fue despedida en septiembre de 2007, en el momento en que éste pasó de franja horaria de baja audiencia a una hora de mucha audiencia, por no hablar catalán en dicho programa, en aplicación de la Carta de Principios de la Corporación Catalana de Radio y Televisión, lo que ella ha calificado de "persecución lingüística". A pesar de residir en Barcelona durante más de 30 años y gozar de un elevado nivel cultural, Peri Rossi nunca ha hablado en catalán. Algunas personalidades del mundo de la cultura (Mario Benedetti, José Manuel Caballero Bonald, Fernando Savater, Félix de Azúa, Arcadi Espada, Javier Nart, Mario Muchnik...) y otros ciudadanos la apoyan en su blog. Otros ciudadanos, en cambio, le critican su posicionamiento para ocupar uno de los ya reducidos espacios que le quedan a la lengua catalana con el castellano, que es el preponderante en las comunicaciones de masas en Cataluña. También se dan críticas al hecho de que se pase por alto muy a menudo la regulación a la que están sometidos los profesionales de la Corporació Catalana de Radio i Televisió, en materia lingüística y en otras materias que especifica su Carta de Principios.
En 2008 ganó el Premio Loewe con su poemario Play Station. Obra.  Viviendo (1963), colección de relatos. Los museos abandonados (1968), colección de relatos, Premio de relatos Arca. El libro de mis primos (1969), novela, Premio Marcha. Indicios pánicos (1970), colección de relatos. Evohé (1971), poesía. Descripción de un naufragio (1974), poesía. Diáspora (1976), poesía, Premio de ciudad de Palma La tarde del dinosaurio (1976), colección de relatos. Lingüística general (1979), poesía. La rebelión de los niños (1980), colección de relatos. El museo de los esfuerzos inútiles (1983), colección de relatos. La nave de los locos (1984), novela. Una pasión prohibida (1986), colección de relatos. Seix Barral. Europa después de la lluvia (1987), poesía. Solitario de amor (1988), novela. Cosmoagonías (1988), colección de relatos. Fantasías eróticas (1990), ensayo. Acerca de la escritura (1991), ensayo. Babel bárbara (1991), poesía, Premio Ciudad de Barcelona. La última noche de Dostoievski (1992), Espejo de Tinta, novela. La ciudad de Luzbel y otros relatos (1992), cuentos. Otra vez Eros (1994), poesía. Aquella noche (1996), poesía. Inmovilidad de los barcos (1997), Bassarai, poesía. Desastres íntimos (1997), colección de relatos. Poemas de amor y desamor (1998) poesía. Las musas inquietantes (1999) poesía. El amor es una droga dura (1999), novela. Te adoro y otros relatos (1999), relatos. Julio Cortázar (2000), ensayo testimonial. Cuando fumar era un placer (2002), Lumen, ensayo. Estado de exilio (2003), Visor poesía. Por fin solos (2004), cuentos y relatos. Poesía reunida (2005) Reúne todos los libros de poemas (excepto Las musas inquietantes). Mi casa es la escritura (2006), poesía. Cuentos reunidos (2007). Habitación de hotel (2007), poesía, Premio Internacional de Poesía Ciudad de Torrevieja
Semblanza biográfica: Wikipedia. Foto:archivo.Texto: tomado de El museo de los esfuerzos.

El árbol



María Luisa Bombal
El árbol



A Nina Anguita, gran artista, mágica amiga que supo dar vida y
realidad a mi árbol imaginado; dedico el cuento que, sin saber,
escribí para ella mucho antes de conocerla.

 El pianista se sienta, tose por prejuicio y se concentra un instante. Las luces en racimo que alumbran la sala declinan lentamente hasta detenerse en un resplandor mortecino de brasa, al tiempo que una frase musical comienza a subir en el silencio, a desenvolverse, clara, estrecha y juiciosamente caprichosa.
        "Mozart, tal vez" —piensa Brígida. Como de costumbre se ha olvidado de pedir el programa. "Mozart, tal vez, o Scarlatti..." ¡Sabía tan poca música! Y no era porque no tuviese oído ni afición. De niña fue ella quien reclamó lecciones de piano; nadie necesitó imponérselas, como a sus hermanas. Sus hermanas, sin embargo, tocaban ahora correctamente y descifraban a primera vista, en tanto que ella... Ella había abandonado los estudios al año de iniciarlos. La razón de su inconsecuencia era tan sencilla como vergonzosa: jamás había conseguido aprender la llave de Fa, jamás. "No comprendo, no me alcanza la memoria más que para la llave de Sol". ¡La indignación de su padre! "¡A cualquiera le doy esta carga de un infeliz viudo con varias hijas que educar! ¡Pobre Carmen! Seguramente habría sufrido por Brígida. Es retardada esta criatura".
        Brígida era la menor de seis niñas, todas diferentes de carácter. Cuando el padre llegaba por fin a su sexta hija, lo hacía tan perplejo y agotado por las cinco primeras que prefería simplificarse el día declarándola retardada. "No voy a luchar más, es inútil. Déjenla. Si no quiere estudiar, que no estudie. Si le gusta pasarse en la cocina, oyendo cuentos de ánimas, allá ella. Si le gustan las muñecas a los dieciséis años, que juegue". Y Brígida había conservado sus muñecas y permanecido totalmente ignorante.
        ¡Qué agradable es ser ignorante! ¡No saber exactamente quién fue Mozart; desconocer sus orígenes, sus influencias, las particularidades de su técnica! Dejarse solamente llevar por él de la mano, como ahora.
        Y Mozart la lleva, en efecto. La lleva por un puente suspendido sobre un agua cristalina que corre en un lecho de arena rosada. Ella está vestida de blanco, con un quitasol de encaje, complicado y fino como una telaraña, abierto sobre el hombro.

—Estás cada día más joven, Brígida. Ayer encontré a tu marido, a tu ex marido, quiero decir. Tiene todo el pelo blanco.

Pero ella no contesta, no se detiene, sigue cruzando el puente que Mozart le ha tendido hacia el jardín de sus años juveniles.
        Altos surtidores en los que el agua canta. Sus dieciocho años, sus trenzas castañas que desatadas le llegaban hasta los tobillos, su tez dorada, sus ojos oscuros tan abiertos y como interrogantes. Una pequeña boca de labios carnosos, una sonrisa dulce y el cuerpo más liviano y gracioso del mundo. ¿En qué pensaba, sentada al borde de la fuente? En nada. "Es tan tonta como linda" decían. Pero a ella nunca le importó ser tonta ni "planchar"1 en los bailes. Una a una iban pidiendo en matrimonio a sus hermanas. A ella no la pedía nadie.
        ¡Mozart! Ahora le brinda una escalera de mármol azul por donde ella baja entre una doble fila de lirios de hielo. Y ahora le abre una verja de barrotes con puntas doradas para que ella pueda echarse al cuello de Luis, el amigo íntimo de su padre. Desde muy niña, cuando todos la abandonaban, corría hacia Luis. Él la alzaba y ella le rodeaba el cuello con los brazos, entre risas que eran como pequeños gorjeos y besos que le disparaba aturdidamente sobre los ojos, la frente y el pelo ya entonces canoso (¿es que nunca había sido joven?) como una lluvia desordenada. "Eres un collar —le decía Luis—. Eres como un collar de pájaros".
        Por eso se había casado con él. Porque al lado de aquel hombre solemne y taciturno no se sentía culpable de ser tal cual era: tonta, juguetona y perezosa. Sí, ahora que han pasado tantos años comprende que no se había casado con Luis por amor; sin embargo, no atina a comprender por qué, por qué se marchó ella un día, de pronto...
        Pero he aquí que Mozart la toma nerviosamente de la mano y, arrastrándola en un ritmo segundo a segundo más apremiante, la obliga a cruzar el jardín en sentido inverso, a retomar el puente en una carrera que es casi una huida. Y luego de haberla despojado del quitasol y de la falda transparente, le cierra la puerta de su pasado con un acorde dulce y firme a la vez, y la deja en una sala de conciertos, vestida de negro, aplaudiendo maquinalmente en tanto crece la llama de las luces artificiales.
        De nuevo la penumbra y de nuevo el silencio precursor.
        Y ahora Beethoven empieza a remover el oleaje tibio de sus notas bajo una luna de primavera. ¡Qué lejos se ha retirado el mar! Brígida se interna playa adentro hacia el mar contraído allá lejos, refulgente y manso, pero entonces el mar se levanta, crece tranquilo, viene a su encuentro, la envuelve, y con suaves olas la va empujando, empujando por la espalda hasta hacerle recostar la mejilla sobre el cuerpo de un hombre. Y se aleja, dejándola olvidada sobre el pecho de Luis.

        —No tienes corazón, no tienes corazón —solía decirle a Luis. Latía tan adentro el corazón de su marido que no pudo oírlo sino rara vez y de modo inesperado—. Nunca estás conmigo cuando estás a mi lado —protestaba en la alcoba, cuando antes de dormirse él abría ritualmente los periódicos de la tarde—. ¿Por qué te has casado conmigo?
        —Porque tienes ojos de venadito asustado —contestaba él y la besaba. Y ella, súbitamente alegre, recibía orgullosa sobre su hombro el peso de su cabeza cana. ¡Oh, ese pelo plateado y brillante de Luis!
        —Luis, nunca me has contado de qué color era exactamente tu pelo cuando eras chico, y nunca me has contado tampoco lo que dijo tu madre cuando te empezaron a salir canas a los quince años. ¿Qué dijo? ¿Se rió? ¿Lloró? ¿Y tú estabas orgulloso o tenías vergüenza? Y en el colegio, tus compañeros, ¿qué decían? Cuéntame, Luis, cuéntame. . .
        —Mañana te contaré. Tengo sueño, Brígida, estoy muy cansado. Apaga la luz.

Inconscientemente él se apartaba de ella para dormir, y ella inconscientemente, durante la noche entera, perseguía el hombro de su marido, buscaba su aliento, trataba de vivir bajo su aliento, como una planta encerrada y sedienta que alarga sus ramas en busca de un clima propicio.
        Por las mañanas, cuando la mucama abría las persianas, Luis ya no estaba a su lado. Se había levantado sigiloso y sin darle los buenos días, por temor al collar de pájaros que se obstinaba en retenerlo fuertemente por los hombros. "Cinco minutos, cinco minutos nada más. Tu estudio no va a desaparecer porque te quedes cinco minutos más conmigo, Luis".
        Sus despertares. ¡Ah, qué tristes sus despertares! Pero —era curioso— apenas pasaba a su cuarto de vestir, su tristeza se disipaba como por encanto.
        Un oleaje bulle, bulle muy lejano, murmura como un mar de hojas. ¿Es Beethoven? No.
        Es el árbol pegado a la ventana del cuarto de vestir. Le bastaba entrar para que sintiese circular en ella una gran sensación bienhechora. ¡Qué calor hacía siempre en el dormitorio por las mañanas! ¡Y qué luz cruda! Aquí, en cambio, en el cuarto de vestir, hasta la vista descansaba, se refrescaba. Las cretonas desvaídas, el árbol que desenvolvía sombras como de agua agitada y fría por las paredes, los espejos que doblaban el follaje y se ahuecaban en un bosque infinito y verde. ¡Qué agradable era ese cuarto! Parecía un mundo sumido en un acuario. ¡Cómo parloteaba ese inmenso gomero!2 Todos los pájaros del barrio venían a refugiarse en él. Era el único árbol de aquella estrecha calle en pendiente que, desde un costado de la ciudad, se despeñaba directamente al río.

        —Estoy ocupado. No puedo acompañarte... Tengo mucho que hacer, no alcanzo a llegar para el almuerzo... Hola, sí estoy en el club. Un compromiso. Come y acuéstate... No. No sé. Más vale que no me esperes, Brígida.
        —¡Si tuviera amigas! —suspiraba ella. Pero todo el mundo se aburría con ella. ¡Si tratara de ser un poco menos tonta! ¿Pero cómo ganar de un tirón tanto terreno perdido? Para ser inteligente hay que empezar desde chica, ¿no es verdad?

A sus hermanas, sin embargo, los maridos las llevaban a todas partes, pero Luis —¿por qué no había de confesárselo a sí misma?— se avergonzaba de ella, de su ignorancia, de su timidez y hasta de sus dieciocho años. ¿No le había pedido acaso que dijera que tenía por lo menos veintiuno, como si su extrema juventud fuera en ellos una tara secreta?
        Y de noche ¡qué cansado se acostaba siempre! Nunca la escuchaba del todo. Le sonreía, eso sí, le sonreía con una sonrisa que ella sabía maquinal. La colmaba de caricias de las que él estaba ausente. ¿Por qué se había casado con ella? Para continuar una costumbre, tal vez para estrechar la vieja relación de amistad con su padre.
        Tal vez la vida consistía para los hombres en una serie de costumbres consentidas y continuas. Si alguna llegaba a quebrarse, probablemente se producía el desbarajuste, el fracaso. Y los hombres empezaban entonces a errar por las calles de la ciudad, a sentarse en los bancos de las plazas, cada día peor vestidos y con la barba más crecida. La vida de Luis, por lo tanto, consistía en llenar con una ocupación cada minuto del día. ¡Cómo no haberlo comprendido antes! Su padre tenía razón al declararla retardada.

        —Me gustaría ver nevar alguna vez, Luis.
        —Este verano te llevaré a Europa y como allá es invierno podrás ver nevar.
        —Ya sé que es invierno en Europa cuando aquí es verano. ¡Tan ignorante no soy!

A veces, como para despertarlo al arrebato del verdadero amor, ella se echaba sobre su marido y lo cubría de besos, llorando, llamándolo: Luis, Luis, Luis...

        —¿Qué? ¿Qué te pasa? ¿Qué quieres?
        —Nada.
        —¿Por qué me llamas de ese modo, entonces?
        —Por nada, por llamarte. Me gusta llamarte.

Y él sonreía, acogiendo con benevolencia aquel nuevo juego.
        Llegó el verano, su primer verano de casada. Nuevas ocupaciones impidieron a Luis ofrecerle el viaje prometido.

        —Brígida, el calor va a ser tremendo este verano en Buenos Aires. ¿Por qué no te vas a la estancia con tu padre?
        —¿Sola?
        —Yo iría a verte todas las semanas, de sábado a lunes.

Ella se había sentado en la cama, dispuesta a insultar. Pero en vano buscó palabras hirientes que gritarle. No sabía nada, nada. Ni siquiera insultar.

        —¿Qué te pasa? ¿En qué piensas, Brígida?

Por primera vez Luis había vuelto sobre sus pasos y se inclinaba sobre ella, inquieto, dejando pasar la hora de llegada a su despacho.

        —Tengo sueño... —había replicado Brígida puerilmente, mientras escondía la cara en las almohadas.

Por primera vez él la había llamado desde el club a la hora del almuerzo. Pero ella había rehusado salir al teléfono, esgrimiendo rabiosamente el arma aquella que había encontrado sin pensarlo: el silencio.
        Esa misma noche comía frente a su marido sin levantar la vista, contraídos todos sus nervios.

        —¿Todavía está enojada, Brígida?

Pero ella no quebró el silencio.

        —Bien sabes que te quiero, collar de pájaros. Pero no puedo estar contigo a toda hora. Soy un hombre muy ocupado. Se llega a mi edad hecho un esclavo de mil compromisos.
        . . .
        —¿Quieres que salgamos esta noche?...
        . . .
        —¿No quieres? Paciencia. Dime, ¿llamó Roberto desde Montevideo?
        . . .
        —¡Qué lindo traje! ¿Es nuevo?
        . . .
        —¿Es nuevo, Brígida? Contesta, contéstame...

Pero ella tampoco esta vez quebró el silencio.
        Y en seguida lo inesperado, lo asombroso, lo absurdo. Luis que se levanta de su asiento, tira violentamente la servilleta sobre la mesa y se va de la casa dando portazos.
        Ella se había levantado a su vez, atónita, temblando de indignación por tanta injusticia. "Y yo, y yo —murmuraba desorientada—, yo que durante casi un año... cuando por primera vez me permito un reproche... ¡Ah, me voy, me voy esta misma noche! No volveré a pisar nunca más esta casa..." Y abría con furia los armarios de su cuarto de vestir, tiraba desatinadamente la ropa al suelo.
        Fue entonces cuando alguien o algo golpeó en los cristales de la ventana.
        Había corrido, no supo cómo ni con qué insólita valentía, hacia la ventana. La había abierto. Era el árbol, el gomero que un gran soplo de viento agitaba, el que golpeaba con sus ramas los vidrios, el que la requería desde afuera como para que lo viera retorcerse hecho una impetuosa llamarada negra bajo el cielo encendido de aquella noche de verano.
        Un pesado aguacero no tardaría en rebotar contra sus frías hojas. ¡Qué delicia! Durante toda la noche, ella podría oír la lluvia azotar, escurrirse por las hojas del gomero como por los canales de mil goteras fantasiosas. Durante toda la noche oiría crujir y gemir el viejo tronco del gomero contándole de la intemperie, mientras ella se acurrucaría, voluntariamente friolenta, entre las sábanas del amplio lecho, muy cerca de Luis.
        Puñados de perlas que llueven a chorros sobre un techo de plata. Chopin. Estudios de Federico Chopin.
        ¿Durante cuántas semanas se despertó de pronto, muy temprano, apenas sentía que su marido, ahora también él obstinadamente callado, se había escurrido del lecho?
        El cuarto de vestir: la ventana abierta de par en par, un olor a río y a pasto flotando en aquel cuarto bienhechor, y los espejos velados por un halo de neblina.
        Chopin y la lluvia que resbala por las hojas del gomero con ruido de cascada secreta, y parece empapar hasta las rosas de las cretonas, se entremezclan en su agitada nostalgia.
        ¿Qué hacer en verano cuando llueve tanto? ¿Quedarse el día entero en el cuarto fingiendo una convalecencia o una tristeza? Luis había entrado tímidamente una tarde. Se había sentado muy tieso. Hubo un silencio.

        —Brígida, ¿entonces es cierto? ¿Ya no me quieres?
 Ella se había alegrado de golpe, estúpidamente. Puede que hubiera gritado: "No, no; te quiero, Luis, te quiero", si él le hubiera dado tiempo, si no hubiese agregado, casi de inmediato, con su calma habitual:

        —En todo caso, no creo que nos convenga separarnos, Brígida. Hay que pensarlo mucho.
 En ella los impulsos se abatieron tan bruscamente como se habían precipitado. ¡A qué exaltarse inútilmente! Luis la quería con ternura y medida; si alguna vez llegara a odiarla, la odiaría con justicia y prudencia. Y eso era la vida. Se acercó a la ventana, apoyó la frente contra el vidrio glacial, Allí estaba el gomero recibiendo serenamente la lluvia que lo golpeaba, tranquilo y regular. El cuarto se inmovilizaba en la penumbra, ordenado y silencioso. Todo parecía detenerse, eterno y muy noble. Eso era la vida. Y había cierta grandeza en aceptarla así, mediocre, como algo definitivo, irremediable. Mientras del fondo de las cosas parecía brotar y subir una melodía de palabras graves y lentas que ella se quedó escuchando: "Siempre". "Nunca"...
        Y así pasan las horas, los días y los años. ¡Siempre! ¡Nunca! ¡La vida, la vida!
        Al recobrarse cayó en cuenta que su marido se había escurrido del cuarto.
        ¡Siempre! ¡Nunca!... Y la lluvia, secreta e igual, aún continuaba susurrando en Chopin.
        El verano deshojaba su ardiente calendario. Caían páginas luminosas y enceguecedoras como espadas de oro, y páginas de una humedad malsana como el aliento de los pantanos; caían páginas de furiosa y breve tormenta, y páginas de viento caluroso, del viento que trae el "clavel del aire" y lo cuelga del inmenso gomero.
        Algunos niños solían jugar al escondite entre las enormes raíces convulsas que levantaban las baldosas de la acera, y el árbol se llenaba de risas y de cuchicheos. Entonces ella se asomaba a la ventana y golpeaba las manos; los niños se dispersaban asustados, sin reparar en su sonrisa de niña que a su vez desea participar en el juego.
        Solitaria, permanecía largo rato acodada en la ventana mirando el oscilar del follaje —siempre corría alguna brisa en aquella calle que se despeñaba directamente hasta el río— y era como hundir la mirada en un agua movediza o en el fuego inquieto de una chimenea. Una podía pasarse así las horas muertas, vacía de todo pensamiento, atontada de bienestar.
        Apenas el cuarto empezaba a llenarse del humo del crepúsculo ella encendía la primera lámpara, y la primera lámpara resplandecía en los espejos, se multiplicaba como una luciérnaga deseosa de precipitar la noche.
        Y noche a noche dormitaba junto a su marido, sufriendo por rachas. Pero cuando su dolor se condensaba hasta herirla como un puntazo, cuando la asediaba un deseo demasiado imperioso de despertar a Luis para pegarle o acariciarlo, se escurría de puntillas hacia el cuarto de vestir y abría la ventana. El cuarto se llenaba instantáneamente de discretos ruidos y discretas presencias, de pisadas misteriosas, de aleteos, de sutiles chasquidos vegetales, del dulce gemido de un grillo escondido bajo la corteza del gomero sumido en las estrellas de una calurosa noche estival.
        Su fiebre decaía a medida que sus pies desnudos se iban helando poco a poco sobre la estera. No sabía por qué le era tan fácil sufrir en aquel cuarto.
        Melancolía de Chopin engranando un estudio tras otro, engranando una melancolía tras otra, imperturbable.
        Y vino el otoño. Las hojas secas revoloteaban un instante antes de rodar sobre el césped del estrecho jardín, sobre la acera de la calle en pendiente. Las hojas se desprendían y caían... La cima del gomero permanecía verde, pero por debajo el árbol enrojecía, se ensombrecía como el forro gastado de una suntuosa capa de baile. Y el cuarto parecía ahora sumido en una copa de oro triste.
        Echada sobre el diván, ella esperaba pacientemente la hora de la cena, la llegada improbable de Luis. Había vuelto a hablarle, había vuelto a ser su mujer, sin entusiasmo y sin ira. Ya no lo quería. Pero ya no sufría. Por el contrario, se había apoderado de ella una inesperada sensación de plenitud, de placidez. Ya nadie ni nada podría herirla. Puede que la verdadera felicidad esté en la convicción de que se ha perdido irremediablemente la felicidad. Entonces empezamos a movernos por la vida sin esperanzas ni miedos, capaces de gozar por fin todos los pequeños goces, que son los más perdurables.
        Un estruendo feroz, luego una llamarada blanca que la echa hacia atrás toda temblorosa.
        ¿Es el entreacto? No. Es el gomero, ella lo sabe.
        Lo habían abatido de un solo hachazo. Ella no pudo oír los trabajos que empezaron muy de mañana.
        "Las raíces levantaban las baldosas de la acera y entonces, naturalmente, la comisión de vecinos..."
        Encandilada se ha llevado las manos a los ojos. Cuando recobra la vista se incorpora y mira a su alrededor. ¿Qué mira?
        ¿La sala de concierto bruscamente iluminada, la gente que se dispersa?
        No. Ha quedado aprisionada en las redes de su pasado, no puede salir del cuarto de vestir. De su cuarto de vestir invadido por una luz blanca aterradora. Era como si hubieran arrancado el techo de cuajo; una luz cruda entraba por todos lados, se le metía por los poros, la quemaba de frío. Y todo lo veía a la luz de esa fría luz: Luis, su cara arrugada, sus manos que surcan gruesas venas desteñidas, y las cretonas de colores chillones.
        Despavorida ha corrido hacia la ventana. La ventana abre ahora directamente sobre una calle estrecha, tan estrecha que su cuarto se estrella, casi contra la fachada de un rascacielos deslumbrante. En la planta baja, vidrieras y más vidrieras llenas de frascos. En la esquina de la calle, una hilera de automóviles alineados frente a una estación de servicio pintada de rojo. Algunos muchachos, en mangas de camisa, patean una pelota en medio de la calzada.
        Y toda aquella fealdad había entrado en sus espejos. Dentro de sus espejos había ahora balcones de níquel y trapos colgados y jaulas con canarios.
        Le habían quitado su intimidad, su secreto; se encontraba desnuda en medio de la calle, desnuda junto a un marido viejo que le volvía la espalda para dormir, que no le había dado hijos. No comprende cómo hasta entonces no había deseado tener hijos, cómo había llegado a conformarse a la idea de que iba a vivir sin hijos toda su vida. No comprende cómo pudo soportar durante un año esa risa de Luis, esa risa demasiado jovial, esa risa postiza de hombre que se ha adiestrado en la risa porque es necesario reír en determinadas ocasiones.
        ¡Mentira! Eran mentiras su resignación y su serenidad; quería amor, sí, amor, y viajes y locuras, y amor, amor. . .

        —Pero, Brígida, ¿por qué te vas?, ¿por qué te quedabas? —había preguntado Luis.

Ahora habría sabido contestarle:

        —¡El árbol, Luis, el árbol! Han derribado el gomero.
 
1 Hacer el ridículo. 2 Árbol productor de goma. 
María Luisa Bombal Anthes (n. Viña del Mar, 8 de junio de 1910 - m. Santiago, 6 de mayo de 1980) Escritora chilena que perteneció a la narrativa de la llamada Generación de 1942, en la que la presencia de lo tradicional, junto al elemento social y lo innovadoramente creativo, eran características comunes a pesar de las distancias entre sus autores, a menudo muy diversos. En ocasiones se censuró, injustamente, su falta de compromiso, cuando en realidad su obra se adentra en la condición femenina para resaltar su radical soledad ante a la racionalidad masculina que domina el entramado social, empleando para ello técnicas narrativas renovadoras que profundizan en la psicología de sus personajes y se alejan del realismo. Hija de Martín Bombal Videla y Blanca Anthes Precht. Su obra, relativamente breve en extensión, se centra en personajes femeninos y su mundo interno con el cual escapan de la realidad. Sus obras más conocidas son las novelas La última niebla y La amortajada, y el cuento El Árbol.
Estudió en el Colegio de Señoritas de los Sagrados Corazones, monjas francesas de Viña del Mar. Luego, tras la muerte de su padre, viajó a París, donde finalizó sus estudios para luego ingresar a la Universidad de Sorbona a estudiar "Latín y letras". María Luisa, además de las letras, estudió violín con el maestro Jacques Thibaud y teatro con Charles Dolan.
En París conoció un mundo artístico y cultural de vanguardia y se interesó aún más en la literatura, iniciando su carrera en 1931 junto con su regreso a Chile a bordo del trasatlántico Reina del mar.
Una vez en Chile conoció a Eulogio Sánchez Errázuriz, pionero en la aviación civil, al tiempo que comenzó una relación sentimental que duró muy poco, ya que Eulogio comenzó a alejarse de ella.
María no soportaba tal situación, le escribía cartas pero él no respondía. Un día asistió a una cena en casa de su frustrado amor, se dirigió al cuarto en donde guardaba las armas de fuego, cogió una y se disparó en el cuello. Milagrosamente salvó con vida, llevando de recuerdo una cicatriz. "Me arruinó la vida, pero nunca lo pude olvidar" afirmó María Luisa sobre su relación con Eulogio años más tarde.
Para librarla de esta situación, su amigo Pablo Neruda la llevó a Buenos Aires, donde el poeta ejercía como cónsul. En la capital argentina conoció a los más variados personajes de la escena literaria contemporánea, como Federico García Lorca, Jorge Luis Borges, Luigi Pirandello, entre otros.
En 1934 editó su primera novela breve, La última niebla. Todo parecía ir muy bien, en 1933 se casó con el pintor homosexual Jorge Larco, lo que fue un matrimonio de fachada y del que se separó algunos años más tarde, luego de lo cual volvió a Chile.
En 1938 publicó La amortajada, con el cual ganó el Premio de la Novela de la Municipalidad de Santiago y en 1940 el director Luis Saslavsky filmó la película argentina La casa del recuerdo, sobre un argumento de la Bombal.
En 1941 adquirió un revólver, se dirigió hasta el hotel Crillón y esperó a Eulogio, su amante. Cuando éste salió, ella le disparó tres veces en el brazo. María Luisa fue internada en la Correccional. Eulogio la eximió de toda culpa, por lo cual el juez la declaró absuelta. Tras ello, María viajó a Estados Unidos.
En su estadía en Estados Unidos conoció al conde francés Rafael de Saint Phall, con el cual tuvo a su única hija, Brigitte. La versión en inglés de su libro La última niebla fue muy bien recibida por el público y la crítica, que sólo le pedía una novela más larga. Es así como con el ánimo de posicionarse en el mercado estadounidense, con la ayuda de su marido en la redacción, escribió la novela The house of mist, la cual fue traducida al castellano en el 2012 por Ediciones UC.
Posteriormente Paramount Pictures le compró los derechos de The house of mist en 125.000 dólares, para realizar una película que nunca fue filmada.
Pese a vivir más de treinta años en el país del norte, luego de enviudar, decidió regresar a Chile, y se estableció es su natal Viña del Mar.
Aunque muchos intelectuales del país pedían que María Luisa recibiese el Premio Nacional de Literatura, éste nunca le fue concedido.
En 1974 obtuvo el Premio Ricardo Latcham. En 1976 fue condecorada con el Premio Academia Chilena de la Lengua. Finalmente, en 1978, ganó el Premio Joaquín Edwards Bello.
De padre argentino y de madre con ascendencia del norte de Europa, María Luisa Bombal creció entre la literatura castellana y las germánicas, por lo que conoció prontamente las obras de Goethe, entre otros autores. Uno de sus escritores preferidos en la infancia fue Hans Christian Andersen, lo que quizá le marcó la preferencia por los ambientes y situaciones maravillosas. A la muerte de su padre (1923), la familia se trasladó a París, donde cursó sus estudios secundarios y universitarios. Su tesis de licenciatura, presentada en la Universidad de la Sorbona, trató sobre la obra de Prosper Merimée.
De vuelta en Chile en 1931, Pablo Neruda, entonces cónsul en Buenos Aires, la invitó dos años después a viajar al país vecino, donde la autora residió hasta 1940. Allí conoció a escritores como Jorge Luis Borges, Victoria Ocampo, Silvina Ocampo y Manuel Mujica Láinez y desarrolló una intensa actividad en el círculo de la revista Sur. Ya en Chile, un desengaño amoroso la motivó a viajar de nuevo y se desplazó a los Estados Unidos, donde un tiempo después contrajo matrimonio con el francoamericano Rafael de Saint Phalle.
Su producción literaria no fue amplia en cuanto al número de obras publicadas, pero sí singular por la intensidad de sus contenidos. Además de evocar parte de sus experiencias, sobre todo las de los primeros viajes, su tema preferente es el de la soledad de la mujer en un mundo dominado por la racionalidad de los varones. Influida por la obra de Selma Lagerlöf y de Virginia Woolf, la presencia soterrada del conflicto y el tratamiento de lo psicológico son dos constantes de sus obras.
Lo más destacado de su producción se halla reunido en La última niebla (1934) y La amortajada (1941); en 1942 recibiría el Premio Municipal de Novela por la edición chilena de ambos libros. Estas dos obras marcaron la renovación de la novela latinoamericana, ya que respondían a una idea diferente de lo que debía ser la narración, y anticiparon el clima que está en la base del movimiento de literatura fantástica que promoverían Borges y Adolfo Bioy Casares en los años cuarenta.
En estas obras, María Luisa Bombal rechazó la novela como mera narración de los hechos, abandonó el relato testimonial (naturalista) y se acercó poéticamente a las motivaciones ocultas de la conciencia individual. Aunque algunos críticos tildaron su obra de "no comprometida" con la realidad, sus textos constituyen un documento para la historia social y cultural de Latinoamérica. En sus obras se repiten situaciones de pérdida, acoso y búsqueda en sus protagonistas, reflejando el conflicto entre lo femenino y lo masculino.
La última niebla
En La última niebla, además del extenso relato de este nombre, figuran otros cuatro: "El árbol", "Trenzas", "Lo secreto" y "Las islas nuevas", acompañando la novela corta que da título al segundo libro, "La historia de María Griselda", que la complementa.
Narrada por su protagonista, "La última niebla" es la historia de una mujer recién casada con un primo suyo, fuertemente unido al recuerdo de su primera mujer, muerta pocos meses antes, después de sólo tres de matrimonio. La recién casada se ve obligada por el marido a imitar a su difunta mujer, que sigue considerando perfecta. Una noche, durante una estancia en la ciudad, la mujer acompaña a un silencioso desconocido hasta una casa abandonada donde se le entrega. A partir de este momento, nunca dejará de pensar en él; será el recuerdo de su aventura nocturna lo que le ayudará a soportar su tediosa vida.
Su amor por el desconocido es tal que sobrevive por encima del dolor y la ausencia, y sólo el pensamiento de que existe y de que, en algún rincón del mundo, piensa en ella algunas veces, le hace la vida tolerable. Un día incluso cree descubrirle en el interior de un coche que se acerca y luego pasa sin detenerse. Pero cuando le confiesa a su marido su vieja aventura, éste le dice que jamás ha salido sola de casa por la noche, que el día al que se refiere se propasó en la bebida y que tal vez vio un fantasma.
Al volver a la ciudad en la trágica circunstancia del suicidio de su cuñada, se dedica a buscar la casa donde hace unos diez años vivió su aventura, y cuando la encuentra, la mujer que habita en ella le dice que el dueño de la misma lleva muerto más de quince y que era ciego. Después de esto sólo resiste la tentación de matarse porque se da cuenta de cuán ridículo resultaría hacerlo a su edad, y sigue a su marido para entregarse insensiblemente a una vejez sin entusiasmos ni recuerdos, mientras la niebla inmoviliza las cosas a su alrededor, borrando incluso el pasado.
"El árbol" tiene por protagonista a Brígida, la menor de seis hermanas, a quien su padre considera tonta, casada con un amigo de éste. Pero tampoco en el matrimonio encuentra la comprensión esperada, y únicamente resiste al lado de su marido porque se refugia en la intrincada selva de sueños que despiertan en la pared de su vestidor las ramas de un gomero que se levanta frente al mismo. Cuando lo derriban, Brígida, que sin el abrigo de las sombras de las ramas del árbol se siente desnuda en la habitación también desnuda, ya no es capaz de seguir junto a su marido y lo abandona.
En "Trenzas", después de algunas disquisiciones acerca de algunas trenzas famosas (las de Isolda, Melisandra, la María de Jorge Isaacs) se nos habla de dos hermanas completamente distintas y de una lenta agonía contemporánea al incendio que acaba con un bosque lejano del lugar. En una atmósfera mágica y al mismo tiempo lírica, también se desarrolla "Lo secreto", narrada en primera persona por el antiguo grumete de un barco pirata que se perdió en los fondos marinos.
En un ambiente rural, con lagunas en las que aparecen nuevas islas que luego desaparecen con igual facilidad, visitadas por apasionados cazadores de aves marinas, se desarrolla "Las islas nuevas", que tiene por protagonista a Yolanda, una extraña mujer en uno de cuyos hombros se insinúa el ala de la gaviota.
La amortajada
La protagonista de La amortajada acaba de morir cuando el relato comienza; pero por la noche, mientras sigue amortajada encima de la cama, se le entreabren los ojos y, sin que los demás lo adviertan, ve cuanto pasa a su alrededor; la vista de quienes van a visitarla le trae recuerdos de su pasado, como a éstos se los trae la visión de la muerta. Así, a base de sus recuerdos y los recuerdos de sus allegados, del primer hombre a quien se entregó siendo aún muy joven, del padre, el marido, los hijos, la hermana... se va entretejiendo la historia; hasta que llega un momento en el cual la protagonista, tras sufrir "la muerte de los vivos", anhela "la segunda muerte: la muerte de las muertos". Se trata de una historia tensa, de incomprensiones e irresistibles anhelos, en la que no faltan momentos estremecedores.
Esta narración se complementa con la "Historia de María Griselda", nuera de "la amortajada", contada por esta última; una mujer perseguida que, debido a su extraordinaria belleza, ha de sufrir que su marido la relegue a un lejano fundo de tierras sureñas. Extraordinarios retratos, sobresalen en todas estas historias los personajes femeninos, que en no pocas ocasiones se debaten entre la realidad y el sueño; son mujeres casi siempre incomprendidas, con una rica vida interior, que persiguen algo indescriptible que se les escapa, algo evanescente que se halla más allá de su propia conciencia; mujeres que, ajenas a cuanto les rodea, intentan defender su libertad y su condición de mujer.
Sus últimos años los pasó en la casa de reposo de Héctor Pecht. Sumida en el alcohol, visitó constantemente el hospital afectada de crisis hepáticas. María Luisa Bombal falleció el 6 de mayo de 1980 en la ciudad de Santiago de Chile, víctima de una hemorragia digestiva masiva.Obras. El árbol, 1931.La última niebla, 1934.La amortajada, 1938.Las islas nuevas, 1939.Mar, cielo y tierra, 1940.La historia de María Griselda, 1946.The house of mist, 1947 (novela que escribió en inglés) Traducida al español el año 2012 por Ediciones UC.La maja y el ruiseñor, 1960.
Semblanza biográfica: Wikipedia.biografiasyvidas.com.Texto y Foto:internet.