El cuento del domingo


Cristina Peri Rossi
Instrucciones para bajar de la cama
Cuando me dispongo a bajar de la cama, hay que tener mucho cuidado. No se puede dejar a los niños o a los perros sueltos, y los muebles tienen que estar en orden, porque bajar es muy peligroso. Es preciso despejar bien el lugar, quitar lámparas, armarios, mesas y todos esos objetos inútiles que se colocan en las casas, para huir del vacío. Por eso, aviso con mucho tiempo. Digo, por ejemplo: “Mañana voy a bajar de la cama, tengan cuidado. Bajaré a la nueve y cinco minutos. Consulten los relojes, sujeten los muebles. Abróchense los cinturones”. Siempre elijo una hora con cinco minutos de más, porque nadie es capaz de ser puntual si no tiene cinco minutos de tolerancia.

Me preparo bien, para bajar. Desde el día antes estoy ocupado con todas esas minuciosas tareas que son imprescindibles para un buen descenso. En primer lugar, hago colocar un cartel en la puerta, para que nadie me moleste. El cartel anuncia con exactitud el día y la hora en que descenderé, y ruega que nadie me moleste, porque podría turbar mis planes, interrumpir mis preparativos. Tengo que estar muy concentrado para bajar, y al mismo tiempo laxo, para evitar cualquier accidente.

Antes de bajar, estudio bien el área de la habitación, trato de memorizar el lugar que ocupan los objetos con los que me toparé, una vez haya conseguido llegar al suelo. En una de las paredes, por ejemplo, hay una ventana. Aunque muchas veces intenté tapiarla, no ha sido posible, según se me dijo, porque una disposición municipal lo prohíbe. Y yo soy muy respetuoso de las ordenanzas que rigen nuestra convivencia, de lo contrario, habría muchos más peligros de los que ya existen. Tengo que tener en cuenta la ventana, pues, para descender. No se trata de una ventana cualquiera: está en la parte superior de la pared, en plano inclinado con relación al techo. Por ahí entra la justa luz que puedo resistir, ni más, ni menos. La gente es muy desordenada con la luz (también con las demás cosas): o bien iluminan demasiado (temiendo, quizás, la ambiguedad de las sombras) o bien están en tinieblas (sienten horror por la luz que alumbraría contornos detestados). Sin embargo, en verano se echan en cualquier lugar (en la arena sucia, en los parques raquíticos, al borde de mares contaminados) y dejan que el sol  les queme la piel, amoratando los tejidos superficiales, que se contraen por la deshidratación. (De lejos se los divisa como compactas familias de cangrejos, masa roja de miembros retorcidos y movimiento confuso.) La ventana, cuando bajo, debe estar cerrada, pues una corriente de aire podría ser muy peligrosa para la salud. Tengo un mapa que me permite estudiar bien la disposición de los distintos objetos que hay en el cuarto, de modo que puedo decidir mis movimientos con exactitud, sin estar expuesto a desagradables sorpresas. Existe un ropero, por ejemplo, cuya utilidad no es el caso discutir ahora, que tiene un espejo en la puerta: si no lo evito, en cualquier momento podría reflejarme, a traición, mostrándome a uno en el cual  no me reconozco. Debo caminar por la habitación, pues, evitando el espejo. Otro problema es la alfombra: disminuye el frío del suelo, indudablemente, pero tiene la oscura tendencia a formar pliegues y debo desplazarme con cuidado, para no tropezar.(Es posible, además, que hormigas y otros insectos menudos aniden en sus arrugas o pretendan o pretendan trepar por mis zapatos. Estamos muy mal informados acerca del deseo de los animales). Los enchufes constituyen un inconveniente suplementario. Cualquiera sabe que si por error o accidente introduce un dedo en un enchufe, recibe una descarga de electricidad posiblemente mortal.  Pues bien, de manera incomprensible, los enchufes están colocados en las paredes, a la altura de la mano, y sin protección alguna.

Aunque hay tomado todas las providencia del caso., bajar no siempre es una tarea fácil. A veces, me asaltan súbitos  temores. Tengo miedo de abandonar el lecho, la protección de las sábanas, la posición horizontal o inclinada. De modo que me resisto a bajar. Sé que en el suelo tendré que estar de pie, saludar a las personas, hablar de esto o de aquello. Si he anunciado que voy a bajar y cuando ha llegado el momento de hacerlo, no me animo, es mucho peor, pues mi madre, o mi hermana, o mi tío, o una amiga se acercan a preguntar qué sucede. Intentan darme coraje con palabras cuidadosamente elegidas, y que, por eso mismo, me llenan de pavor. Que alguien pretenda comprender mis temores los refuerza, pues demuestra que son reales, que los peligros existen. Si alguien me dice, por ejemplo: “Baja querido, he quitado todos los muebles del camino”, me horrorizo, pensando que, en efecto, podía haber tropezado  con ellos ( y no puedo estar seguro de que todos hayan sido retirados, completamente todos). Si  mi hermana se acera hasta el lecho y con gran ternura me anuncia. “Te ayudaré a bajar. Lo haremos lentamente, muy lentamente”, me contraigo, retrocedo, me escondo entre las sábanas: en la gentileza con que me brinda ayuda reconozco una suficiencia, un sentimiento de superioridad que me horroriza. La aparente facilidad con que ellos han resuelto el problema de descender de la cama (lo hacen todos los días, como si se tratara de la cosa más natural del mundo) no me inspira ni respeto ni envidia: desde la más remota antigüedad los seres humanos han realizado con perfecta naturalidad actos terribles (la naturalidad es enemiga de la conciencia). De nada me sirve su ejemplo. Por lo demás, un hombre no tropieza jamás dos veces con la misma piedra: ni él, ni la piedra, son los mismos, la segunda vez. De manera que tampoco me estimula la memoria de mi madre: “Baja, querido, ¿recuerdas qué sencillo fue la última vez? También tenías miedo, sin embargo, no sucedió nada grave”. Por supuesto: sólo es necesario que ocurra una vez. Se puede estar enfermo muchas veces, pero una sola sirve para morirse.

Cuando consigo bajar, la primera sensación que tengo es de alegría: estoy muy orgulloso de haberlo conseguido. Me parece que me he superado a mí mismo. Entonces, me gusta que haya gente alrededor para celebrarlo, aunque no mucha: una aglomeración en el cuarto trastornaría por completo los minuciosos planes que he confeccionado para ese momento. Pueden aplaudir y saludarme desde lejos, mientras yo, cuidadosamente, apoyo uno y otro pie en el suelo. Al rato, la alegría desaparece: en la tierra, la vida es muy difícil. En primer lugar, al estar todos de pie, los hombres se sienten semejantes, y esto los vuelve muy hostiles entre sí. La competencia, aumenta. Por ejemplo: si estoy arriba, en el lecho, nadie me toma en cuenta: se relacionan entre ellos, como si yo fuera un objeto más, una lámpara o un armario. Deciden, actúan, prescindiendo por completo de mí, lo cual me ahorra el dolor de sus agresiones y de su hostilidad. No intervengo, ni en un sentido, ni en otro. En cambio, si estoy de pie ( a pesar de que nunca permanezco mucho tiempo en esa incómoda posición), advierto sus miradas (no todas amables, debo confesarlo), escucho sus disputas, el ajetreo de la casa llega hasta mçi con sus inquietantes ecos.

Cuando bajo, no pedo menos que echar una mirada al trozo de calle que se divisa a través de la ventana del living. Veo pasar automóviles muy veloces, cuyas luces hacen señales mientras se dirigen hacia alguna parte. Se detienen-ordenadamente-junto a un semáforo en rojo y luego, todos al mismo tiempo, arrancan rápidamente, adueñándose de la calle. (En mis pesadillas, el semáforo enorme da la señal de partida y los autos, con poderosas mandíbulas rutilantes, se abalanzan, metálicos y enmascarados, sin guía, conducidos por mandos invisibles.) La gente que los conduce se siente muy poderosa. Los transeúntes me resultan más simpáticos, aunque no llego a comprender hacia adónde se dirigen, por qué se cruzan sin detenerse, sin saludarse, como las hormigas o los delfines suelen hacer. También he visto personas uniformadas: porteros, guardias, ascensoristas, empleados de algo. Cada uno muy serio en su uniforme, en su rol, sin equivocarse, como si fuera muy natural. Le he preguntado a mi madre si la gente no duda en el ascensor, antes de pulsar el botón. Si siempre saben exactamente cuál oprimirán. Si no hay un momento de vacilación. Me ha dicho que no, que eso no sucede, y cuando ocurre, se trata sólo de alguien que no ve bien. Los conductores de los autobuses, por ejemplo, no se desvían de su camino. Lo repiten simétricamente, sin alteraciones: no se internan sorpresivamente por un parque, ni guían el autobús hacia el malecón, para echar una mirada al mar. También es asombroso que el hombre de la grúa repita el mismo movimiento parsimonioso (negros terrones ascienden pausadamente, como culpas que cuesta arrancar), eleve la gran pala de hierro y luego, con lentitud, la haga bajar, la entierre en el cúmulo de material, la cargue bien, después la levante y deposite la carga en el camión, sin sentir el deseo de jugar, de describir órbitas en el aire, de cargar algo que no le corresponda.

El espectáculo de la calle me turba y me llena de miedo, de modo que en seguida dejo de mirar.

Mis estancias en el suelo no duran, así, mucho tiempo. Aunque el médico insiste en que me conviene bajar, por la tensión de los músculos y la circulación de la sangre, sé que hacerlo no beneficia mi ánimo. Atónito, lleno de angustia, vuelvo al lecho rápidamente. Allí me recojo, entre las sábanas, abrigado y protegido. Por un tiempo, nadie se acordará de mí, más que a la hora de las comidas o de la higiene, y eso, como si fuera muñeco roto, un mecanismo descompuesto. Un maniquí quebrado. Por lo demás, ni acostado, ni de pie, el mundo parece sensible a nuestra participación, aunque febriles movimientos se realicen para demostrar lo contrario. Será,  siempre, un mundo ajeno.

Cristina Peri Rossi (Montevideo, 12 de noviembre de 1941) poeta, narradora, traductora y ensayista uruguaya. Hija de inmigrantes italianos. Estudió literatura comparada. Exiliada en España, donde reside desde 1972. Ha sido articulista y colaboradora de publicaciones españolas (El País, Diario 16, La Vanguardia, El Periódico de Barcelona y El Mundo). Nacionalizada española en 1975, mantiene la nacionalidad uruguaya. Beca Guggenheim en 1994. Ha efectuado traducciones principalmente de la brasileña Clarice Lispector. Una de sus obras más destacadas es La nave de los locos (1984), donde combina una técnica surrealista con referencias a las dictaduras militares de los años 70.
Tertuliana fija del programa de radio Una nit a la Terra, de Catalunya Ràdio, fue despedida en septiembre de 2007, en el momento en que éste pasó de franja horaria de baja audiencia a una hora de mucha audiencia, por no hablar catalán en dicho programa, en aplicación de la Carta de Principios de la Corporación Catalana de Radio y Televisión, lo que ella ha calificado de "persecución lingüística". A pesar de residir en Barcelona durante más de 30 años y gozar de un elevado nivel cultural, Peri Rossi nunca ha hablado en catalán. Algunas personalidades del mundo de la cultura (Mario Benedetti, José Manuel Caballero Bonald, Fernando Savater, Félix de Azúa, Arcadi Espada, Javier Nart, Mario Muchnik...) y otros ciudadanos la apoyan en su blog. Otros ciudadanos, en cambio, le critican su posicionamiento para ocupar uno de los ya reducidos espacios que le quedan a la lengua catalana con el castellano, que es el preponderante en las comunicaciones de masas en Cataluña. También se dan críticas al hecho de que se pase por alto muy a menudo la regulación a la que están sometidos los profesionales de la Corporació Catalana de Radio i Televisió, en materia lingüística y en otras materias que especifica su Carta de Principios.
En 2008 ganó el Premio Loewe con su poemario Play Station. Obra.  Viviendo (1963), colección de relatos. Los museos abandonados (1968), colección de relatos, Premio de relatos Arca. El libro de mis primos (1969), novela, Premio Marcha. Indicios pánicos (1970), colección de relatos. Evohé (1971), poesía. Descripción de un naufragio (1974), poesía. Diáspora (1976), poesía, Premio de ciudad de Palma La tarde del dinosaurio (1976), colección de relatos. Lingüística general (1979), poesía. La rebelión de los niños (1980), colección de relatos. El museo de los esfuerzos inútiles (1983), colección de relatos. La nave de los locos (1984), novela. Una pasión prohibida (1986), colección de relatos. Seix Barral. Europa después de la lluvia (1987), poesía. Solitario de amor (1988), novela. Cosmoagonías (1988), colección de relatos. Fantasías eróticas (1990), ensayo. Acerca de la escritura (1991), ensayo. Babel bárbara (1991), poesía, Premio Ciudad de Barcelona. La última noche de Dostoievski (1992), Espejo de Tinta, novela. La ciudad de Luzbel y otros relatos (1992), cuentos. Otra vez Eros (1994), poesía. Aquella noche (1996), poesía. Inmovilidad de los barcos (1997), Bassarai, poesía. Desastres íntimos (1997), colección de relatos. Poemas de amor y desamor (1998) poesía. Las musas inquietantes (1999) poesía. El amor es una droga dura (1999), novela. Te adoro y otros relatos (1999), relatos. Julio Cortázar (2000), ensayo testimonial. Cuando fumar era un placer (2002), Lumen, ensayo. Estado de exilio (2003), Visor poesía. Por fin solos (2004), cuentos y relatos. Poesía reunida (2005) Reúne todos los libros de poemas (excepto Las musas inquietantes). Mi casa es la escritura (2006), poesía. Cuentos reunidos (2007). Habitación de hotel (2007), poesía, Premio Internacional de Poesía Ciudad de Torrevieja
Semblanza biográfica: Wikipedia. Foto:archivo.Texto: tomado de El museo de los esfuerzos.

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