Ricardo Piglia
Las actas del juicio
En la ciudad de Concepción del
Uruguay, a los diez y siete días del mes de agosto de mil ochocientos
setenta y uno, el señor juez en primera instancia en lo criminal,
doctor Sebastián J. Mendiburu, acompañado de mí el infrascripto
secretario de Actas se constituyó en la Sala Central del Juzgado
Municipal a tomarle declaración como testigo en esta causa al acusado
Robustiano Vega, el que previo el juramento de decir verdad de todo lo
que supiere y le fuere preguntado, lo fue al tenor siguiente:
Lo que ustedes no saben es que ya
estaba muerto desde antes. Por eso yo quiero contar todo desde el
principio, para que no se piense que ando arrepentido de lo que hice,
que una cosa es la tristeza y otra distinta el arrepentimiento, y lo
que yo hice ya estaba hecho y no fue más que un favor, algo que sólo
se hace para aliviar, algo que no le importa a nadie. Ni al General.
Porque para nosotros estaba
muerto desde antes. Eso ustedes no lo saben y ahora arman este
bochinche y andan diciendo que en los Bajos de Toledo tuvimos miedo.
Que lo hicimos por miedo. A nosotros decirnos que fue por miedo a
pelear. A nosotros, que lo corrimos a don Juan Manuel y a Oribe y a
Lavalle y al manco Paz. A nosotros que estuvimos, aquella tarde, en
Cepeda, cuando el General nos juntó a todos los del Quinto en una
lomada y el sol le pegaba de frente, iluminándolo, y dijo que si los
porteños eran mil alcanzaba con quinientos. "Porque con la mitad de mis
entrerrianos los espanto", dijo el General, y el sol le achicaba los
ojos.
En aquel tiempo ya teníamos casi
diez años de saber qué cosa es no haber escapado nunca. qué cosa es
galopar y galopar como rebotando y sentir la tierra abajo que retumba y
arremeter a los gritos mientras los otros son una polvareda chiquita,
como si uno los corriera con la parada.
En ese entonces pelear era casi
una fiesta y cuando nos juntábamos era para una fiesta y no para
morir. Se escuchaba un galope tendido a lo lejos que se venía dele
agrandarse. hasta que cruzaba el pueblo sin parar, avisándonos. Ahí
nomás las mujeres empezaban a llorisquear y a veces daba pena por las
cosechas o porque los animales estaban de cría o uno se acababa de
juntar y había que dejarla con ganas, porque el General decía que para
pelear como es debido no hay que tener a la mujer con uno; porque
llevar a la mujer a la rastra no es de hombre. Él era el único en
llevar mujer, pero el General era distinto y precisaba mujer por la
misma razón que nosotros no la necesitábamos.
Todo Entre Ríos se quedaba
pelado, cuando nos íbamos. Era una cosa de no verse nadie por ningún
lado, como si fuera de noche, que no se ve ni un alma, ni un caballo,
nada, porque todos andábamos peleando. Hubo veces que volvimos con lo
puesto y era fiero rejuntar los animales y a veces el yuyo lo había
tapado todo y era triste de mirar. Por eso mienten los porteños cuando
dicen que cada uno de los soldados de la Confederación era dueño de
una estancia. Mienten, y yo quiero que usted anote que ellos mienten,
para que se sepa. Mienten porque nosotros somos muchos y Entre Ríos no
da tierra para todos. Por lo menos tierra que sirva, porque la que
está en los bañados nadie la quiere, y la otra, entre la que es del
General y la que el General le regaló a los oficiales, no queda tierra
ni para morirse encima. Pero los porteños vienen mintiendo desde hace
mucho y no tienen ni idea de lo que pasa por aquí. Ellos no conocen
eso que nos daba de juntarnos casi todos los entrerrianos en dos días
para preguntarle al Grito a quién había que espantar. Eso de ver
llegar hombres de todos los sitios, que para donde uno mira hay
caballos, y el General con el poncho blanco, esperando.
Por eso los que hablan que
tuvimos miedo no saben nada y seguro son porteños. No conocen el
orgullo que da ser los mejores. No saben que todo pasó por ese mismo
orgullo. Aquella alegría que nos dio la vez que hicimos las cien
leguas que van de Ubajay a Pago Largo en un solo galope que duró nueve
días enteros. Fue cuando Oribe y hubo que domar potros en el camino
porque la mitad se nos reventó en la galopada aquella, con el sol
siempre encima y uno corría y corría, como para escaparle. Eso nos
pareció, que le disparábamos al sol que se nos metía adentro de la
piel, que nos llenaba la cabeza de polvo y de cansancio y seguro que
fue lo que nos hizo andar tan ligero. Cuando llegamos, el Uruguay
estaba en crecida. Debía estar lloviendo lejos, porque ahí el cielo
lastimaba de tan claro mientras nos amontonábamos en la orilla y el
río estaba tan ancho que no se alcanzaba a divisar más que la sombra
de los sauces del otro lado. Estaba lleno de troncos y basura que
cruzaban saltando, y cuando no había troncos el agua se quedaba quieta
y marrón, parecida a la tierra. Nos quedamos mirando y mirando, hasta
que el sargento Reyes fue y le dijo al General lo que pensábamos
todos. Se acercó y sin bajarse del caballo, se lo dijo. El General
galopó de una punta a otra y levantaba el sombrero en la mano, como
agradeciendo. El agua empujaba que metía miedo y había que afirmarse
despacio y era jodido nadar llevando el caballo del maneador, y el
agua estaba tibia y de galope cortaba de tan fría y cada tanto alguno
daba un grito y una voltereta y aparecían las patas del caballo y la
panza y era que se lo llevaba la correntada y ése no salía más, por lo
menos hasta el Salado. Cuentan que el río estaba gris porque nosotros
lo cubríamos; tantos éramos que en vez de agua parecía lleno de
entrerrianos. Estuvimos cerca de una hora hasta poder afirmar los pies
en el barro. Dicen que el General se fue por una hondonada y por poco
se ahoga. Que manoteó feo y terminó prendido a un tronco. Eso dicen,
pero algunos lo vieron del otro lado, lo más calmo y no sofocado como
nosotros, que respirábamos abriendo la boca, porque el que más el que
menos había sentido el gusto a aceite tibio del agua revolviéndole las
tripas.
¿Quién dice que no es de esto de
lo que tengo que hablar? Si fue por eso que yo lo hice y por estas
cosas entendió el General que no era al miedo a lo que nosotros le
cuerpeamos, la noche aquella, en los Bajos. Lo supo por estas cosas y
porque él, de nosotros, lo sabía todo. Por lo menos mientras fue el de
siempre, antes que lo cambiaran, mientras fue el de siempre y peleó a
ganar y mandó a ganar. Mientras arremetió con nosotros, en las
cargas, él también con lanza y al galope y puteando, igual que
cualquiera. Mientras lo vimos llegarse a los festejos y entreverarse,
como si le gustara. Y uno lo sentía mandando, no porque fuera el
General, sino porque tenía un modo de mirar, con esos ojos amarillos,
que ya estaba mandando sin decir nada, a pesar de que bailara con
nosotros, en el rancherío. Me acuerdo la tarde que lo desafió a
Dávila, que tenía un alazán invicto, y la corrieron en el arroyo seco y
todos estábamos con Dávila, que entró tranquilo y el General se reía,
como si fuera un desfile. Cuando la corrieron lo único que se supo
fue que el General era mucho jinete pero que contra el alazán de
Dávila no se podía. Nadie se lo olvida aquella noche, tan caliente con
la mujer del Payo que era rubia y de ojos parecidos a los de él y
nunca se supo de dónde la había traído. Eso le preguntó el General:
¿De dónde la sacó, Chávez? Está muy buena su mujer. Que la quería con el.
Es mucha mujer para vos se oyó, y dicen que venía medio pasado de caña.
El Payo se estaba quieto y lo
miraba sin levantarse, como diciendo: "Usted dice así, mi general,
porque es el que manda", y entonces le preguntó si tenía algo que
decir.
¿Tiene algo que decir, Chávez? y
la voz se quedó como colgada en el aire porque ya no había música.
nada más que el silencio, cuando lo dijo, con esa voz suya
acostumbrada a mandar.
Cuentan que el Payo le contestó casi en voz baja:
Usted se le anima a mi mujer porque es el que manda, mi general.
¿Usted cree, Chávez? y que se
viniera con él y movió un brazo así, como sin ganas, señalando la
oscuridad, a ver cuál de los dos se equivocaba.
Se metieron entre los árboles.
Nosotros nos quedamos en medio de toda la luz. No se escuchaba otra
cosa que el viento moviendo las hojas y un olor a cuero sudado o a
naranjas y la mujer del Payo se retorcía las manos, y cuando el
General salió, ya era viuda del Payo y mujer del General.
No, señor. Y por eso estábamos
con él. Porque siempre hizo lo que era debido y daba gusto pelear por
él, que era como nosotros, que había empezado de abajo y lo hizo todo
con el coraje, desde el tiempo en que empezó a arrear caballos entre
los indios, cuando recién andaba por los veinte, y ya no se le podían
contar aquí ni los hijos, ni las leguas.
Seguro que sí, pero distinto.
Como si le hubiera quedado la envoltura, el cuero nada más y por
adentro todo revuelto. A nosotros nos daba como indignación. Hubo
gente que se trenzó para desagraviarlo cuando por allí empezaron a
decirlo, especialmente después de lo de Pavón. Castro fue el primero
que dejó boqueando a un correntino que había dicho que el General
estaba viejo.
Está vendido a Mitre cuentan
que dijo, y Castro, casi con desgano, lo hizo salir del boliche y el
otro le decía: Lo dije en joda, hermano, lo dije en joda con los ojos
agrandados por la falta de coraje.
Cuando lo dejó tendido a todos
nos vino la tranquilidad, pero era como si empezaran a decirnos lo que
andábamos sabiendo: que el General estaba como muerto.
Algunos dicen que todo empezó
cuando le mataron el Sauce, un tordillo que era una luz, y se lo
mataron por casualidad. Cuentan que se estuvo agachado, él que no era
de aflojar, déle mirarlo, y que le acariciaba el cogote como con asco,
mientras se le moría. Después se empezó a encorvar y de golpe lo
remató con un tiro entre los ojos.
Cuando se alzó pidiendo "Un
caballo que aguante, carajo", ya era otro y están los que dicen que
lloraba, pero eso no, porque no era hombre para eso, para cambiar
porque le falta el caballo.
En el fondo, ninguno de
nosotros sabe de dónde le nacían las ganas de hacer esas cosas que no
podían gustarle ni a él. Lo de quedarse con las tierras de las viudas.
O querer llevarnos a pelear contra los paraguayos, que nunca nos
hicieron nada, y al lado de Mitre. Y eso con los desertores de hacer
que los lanceáramos en seco, igual que a indios. Los amontonó en el
corral grande y nos hizo formar sobre la avenida, como para una
diversión. Los iba largando de a uno y después elegía a cualquiera de
nosotros, con la mirada. Nos achicábamos sobre el caballo porque era
sucio eso de verlos correr y correr solos y al sol, en medio de la
calle, despatarrados por el miedo, cada vez más cerca, igual que si
retrocedieran, hasta meterse bajo la panza del caballo. Allí se
tiraban al suelo o empezaban a retorcerse y a gritar levantando los
brazos como si uno pudiera hacer otra cosa que partirlos de un puntazo.
Pasamos la tarde entera en esas
corridas hasta que terminamos acostumbrados a los gritos y al olor de
la sangre. Y se fueron quedando tendidos, como trapos al sol, en una
fila despareja que bordeaba la laguna.
No, señor. Ninguno de nosotros
sabe. Pero se notaba. Hasta que vino lo de Pavón, que fue como si.
buscara humillarnos. Hacernos vadear el río para escapar, medio
escondidos, y dejarle a los porteños la de ganar sin ni siquiera un
apronte. Irnos así, callados y con las ganas, es lo que da vergüenza.
Eso de quedarnos viendo cuando el coronel Olmos (que fue de los que
aguantaron la vez de la emboscada en Corral Chico) se le acerca y le
dice:
Con respeto, mi general y perdone. ¿Por qué la retirada?
Y él, con la cara hundida en las arrugas, lo hace meter en el cepo, nada más que por la pregunta.
Ninguno de ustedes sabe lo que
es andar todo el día y toda la noche, de un tirón, hasta entrar en
Entre Ríos, como si ellos nos vinieran corriendo, siendo que veníamos
enteros y con eso adentro que nos daba vuelta de pensar que los
porteños pudieran decir que nos corrieron y nosotros ni les vimos las
caras.
Él galopaba solo y adelante y
uno esperaba que se diera vuelta con esa sonrisa que le borra las
arrugas, para explicarnos que era una trampa a los de Mitre eso de
escaparnos así, de repente. Pero cuando desmontó en el San José no había
dicho ni una palabra, nada más que aquello al coronel Olmos.
De esas cosas les quiero
preguntar, a ustedes, que son letrados, aunque se hayan juntado aquí
para que sea yo el que hable. Porque yo no puedo decir más que lo que
sé y el resto lo tienen que averiguar. Lo que yo sé es que todo lo que
hicimos fue para remediar lo que le sucedía y que nos tenia
asombrados. Que nos mandara vestir de gala y esperar la diligencia que
viene del Rosario. Estar allí, sobre el camino, con el sol que va
calentando la sangre, dele esperar. Verla aparecer al fondo, contra
los montes y después agrandarse y agrandarse. Venimos de escolta por
todo el valle para descubrir que habíamos escoltado porteños. Lo
entendimos cuando bajaron en la Plaza, sacudiéndose la ropa como si con
eso se pudiera ahuyentar el polvo que traían pegado al sudor. Nos
enteramos que venían del otro lado del Arroyo del Medio sólo por eso de
ver cómo estaban vestidos y no por que el General nos avisara. Después
pensamos que él los iba a educar, pero los recibió como si los
necesitara, con todo embanderado y por la ventana se veía la luz y la
mesa cubierta de porteños y el General disimulando en el medio y vestido
como ellos. Cuentan que los porteños decían las cosas, hablaban de
ferrocarriles y del puerto y de la Patria, siempre con la voz del que
ordena. Y el General los escuchó callado, como si anduviera con sueño.
Al otro día nos hizo desfilar
delante de esos soldados, que se metían el pañuelo en la boca cuando
levantamos polvareda, al galopar. Y así anduvimos de un lado a otro,
festejándolos, como si no fueran los mismos "Galerudos a los que vamos
a empujar hasta el río y a enseñar lo que somos los entrerrianos,
enseñarles qué cosa es la Patria y qué cosa es ser Federal", como nos
dijo aquella vez, tan quieto en el tordillo, después de Caseros, antes
de entrar a florearnos por Buenos Aires, todos con la cinta puzó y al
trote, despacito nomás, para que aprendieran.
Como si no fueran los mismos.
Fue por todo eso que yo lo
hice. Pero ya había sucedido antes, la noche aquella en los Bajos de
Toledo, mientras la lluvia no nos dejaba respirar ocupando todo el
aire. Esa vez sucedió. Y no fue por divertirnos. Ni por miedo a
pelear, como andan diciendo, sino por coraje y porque el General ya no
se mandaba ni a él. Y ésa fue la vez que se lo dijimos. Lo que pasó
después, es como si no hubiera pasado. Esto de que todo Entre Ríos
ante con voluntad de guerrear y gritando ¡Muera Urquiza! cuando para
nosotros, los que peleamos al lado de él, ya estaba muerto desde
antes. Esa noche es la que importa. Con el cielo sucio de la tierra y
los esteros manchados por las fogatas, me la acuerdo más que a la otra
y me duele más, y ninguno de nosotros, de los que estuvo, se la
olvida, porque fue como despedirse.
Soplaba un viento lleno de
tormenta que traía como una tristeza y de golpe trajo la lluvia. Una
lluvia fea, medio tibia y tan fuerte que nos fue juntando a todos en la
lomada, cerca del río. No nos veíamos ni las caras y se escuchaba la
lluvia, el olor a sudor o a cuero mojado y los caballos sacudiéndose.
Entonces alguno dijo lo de irnos. Mejor nos volvemos para Entre Ríos,
el General ya no sirve, se oyó, y como si con eso lo mandaran a
llamar, apareció, no él, sino esa voz suya tan quieta.
¿Qué pasa acá? dijo.
Pasa que nos volvemos, mi general.
¿Y quién carajo ordenó que se vuelvan?
Se escuchó el río que estaba
cerca y creciendo. Eso como un trueno que era el río y nada más,
porque ninguno sabía contestar quién era el que mandaba volver. Nos
quedamos callados, mientras la lluvia nos obligaba a cerrar los ojos y
apretarnos en la montura como para no estar, todo en medio de una
oscuridad que aunque uno abriera los ojos igual no veía mas que la
lluvia y era como estar solo, encima del caballo, hasta que cruzaba un
relámpago como una llamarada y entonces se veía la loma llena de
hombres, igual que si brotaran. Nunca estuve cerca del General, pero
le escuché la voz mezclada con el bochinche. Algunos dicen que nos
hablaba pero no se entendía más que la lluvia. Hasta que entramos a
ladearnos despacito, para el lado del estruendo, y nos metimos en el río
que empujaba feo, como la voz de Oribe, y en medio de aquella agua
que venía de todos lados, lo escuchamos gritar y a veces, de pronto,
era como verlo, con el poncho medio gris, color ceniza, parecido a un
tronco arrancado de la tierra, tirado en medio del río. Yo no me
acuerdo de otra cosa que del agua y de los gritos y de una vez, en
medio de la luz de un relámpago, que me pareció verlo y tuve ganas de
pedirle que se vinieran con nosotros, para Entre Ríos.
Esa fue la vez que lo hicimos.
Lo demás vino porque daba
lástima verlo, tan apagado. Hasta las mujeres empezaron a notarlo. Fue
en ese tiempo que se le desapareció la Gringa, que era la mejor mujer
de Entre Ríos, y se escapó con Olmos, sin que él hiciera más que
enterarse.
Por las tardes se paseaba cerca
del río, y uno lo miraba de lejos, y era como ver pasar el viento. Se
andaba solo y callado y daba una especie de indignación.
También por eso lo hice. Para ayudarlo.
Pero hubo otras cosas, porque
si no ustedes no armarían este bochinche y yo no estaría hablando de
esto que sólo me da pena. Alguna otra cosa anduvo pasando que no
sabemos, algo que viene de lejos y que fue lo que modificó al General.
Y de eso parece que no hay quien conozca. Ni entre ustedes.
Yo me lo malicié de entrada,
aquella noche, en la estancia de don Ricardo López Jordán, cuando me
preguntaron si me animaba. "¿Te animás, Vega?", me preguntaron, y yo
me quedé quieto y no dije nada. Pedí seis hombres y antes que clareara
me apuré a hacerlo, como quien le revienta la cabeza a un potro
quebrado.
Me acuerdo que entramos al
galope y gritando, para darnos coraje. Los caballos se refalaban en
las baldosas y los gritos iban y venían por las paredes cuando
entramos sin desmontar, atropellando. Él apareció de repente, en el
fondo del pasillo, solo y medio desnudo. contra la luz. Nos recibió
igual que si nos esperara y no se defendió. No hizo más que mirarnos
con esos ojos amarillos, como si nos estuviera aprendiendo el alma. No
sé por qué yo me acordé de esa tarde, cuando se bajó del tordillo
después de perder con Dávila. Se estuvo parado ahí, justo bajo la luz,
con esa camisa que le dejaba las piernas al aire, hasta que lo
tumbamos.
Cuando Matilde, la hija de la que
había sido mujer del Payo Chávez, se le tiró encima para defenderlo,
yo mismo le oí decir que no llorara. Y eso fue lo único que habló esa
noche y lo último que habló en su vida. "No llore m'hija, que no hay
razón", le escuché mientras le buscaba el cuerpo entre los claros que
me dejaba el de Matilde, y el General tenía la cara escondida por las
arrugas y los ojos quietos en algo, no en mí que estaba muy cerca, en
algo más lejos, en la gente de a caballo, o en la pared medio
descolorida de tanto poner y sacar la bandera.
Y estaba así, con los ojos
alzados, la cara escondida por la muerte, la Matilde acostada encima y
manchándose de sangre, cuando lo maté:
Perdone, mi general le dije, y me apuré buscando el medio del pecho para evitarle el sufrimiento.
Ricardo Emilio Piglia Renzi (Adrogué, provincia de Buenos Aires; 24 de noviembre de 1941). Escritor argentino. Después de la caída de Perón (1955), su padre, que era partidario de éste, se fue con su familia de Adrogué y se instaló en Mar del Plata.1 Piglia estudió Historia en la Universidad Nacional de La Plata, ciudad donde vivió hasta 1965. Después trabajó durante una década en editoriales de Buenos Aires, dirigió la Serie Negra, famosa colección de policiales que difundió a Dashiell Hammett, Chandler, David Goodis y Horace McCoy. «Empecé a leer policiales casi como un desvío natural de mi interés por la literatura norteamericana. Uno lee a Fitzgerald, luego a Faulkner
y rápidamente se encuentra con Hammett y con David Goodis. Más tarde,
entre 1968 y 1976, leí policiales por necesidad profesional, ya que
dirigía una colección», dijo en una oportunidad.
Según ha declarado, desde los 18 años leyó a Faulkner, empezó con La mansión,
luego siguió con otras obras suyas durante años: «Creo que lo que más
me impresiona de Faulkner es la autonomía del que narra». Pero sus
referencias son muy diversas (en Respiración artificial hace
bromas sobre el 'lenguaje faulkneriano' de los escritores), como gran
lector que es. En sus orígenes estuvieron presentes muchos escritores
estadounidenses, pero también hubo otros tales como Kafka, Musil, etc. y, por supuesto, toda la mejor literarura argentina a la que de continuo se remite.
Piglia ha señalado que dos poéticas antagónicas y sus reversos le han
interesado: la que está basada en la oralidad, aparentemente «popular»,
que ha llegado a una especie de crispación expresiva, como Guimaraes Rosa o Juan Rulfo; y la de la «vanguardia» que trabaja con la idea de que el estilo es plural: tanto James Joyce como Manuel Puig, por ejemplo, trabajaron con registros múltiples.
Comenzó a escribir en la segunda mitad de los años cincuenta del siglo XX en Mar del Plata su Diario, y lo ha continuado durante toda su vida. Recibió una mención especial en el VII concurso Casa de las Américas, Cuba, y ello significó la publicación de su primer libro: el de cuentos Jaulario. Pero el reconocimiento internacional lo debe a su primera novela Respiración artificial, de 1980.
Desde entonces Piglia ha escrito pausadamente, y publicó al inicio en pequeñas editoriales. En los ultimos años, la Editorial Anagrama publica toda su obra, en Argentina, México y España.
Piglia es, además, crítico, ensayista y profesor académico, que ha estudiado a Brecht, Benjamin y Lukács, a Erich Auerbach,
Szondi y Vernant, a los rusos Tiniánov, Sklovski o Bajtin. Ha escrito
sobre su propia escritura (que está ligada a la crítica) y ha
elaborado ensayos sobre Roberto Arlt, Borges, Sarmiento, Macedonio Fernández y otros escritores argentinos.
Entre 1977 y 1990 fue profesor visitante en diversas universidades de Estados Unidos como las de Princeton y Harvard. En los últimos años ha enseñado en Princeton.
Junto al músico Gerardo Gandini compuso la ópera La ciudad ausente, basada en su propia novela, estrenada en el Teatro Colón
en 1995.Su obra ha sido traducida numerosos idiomas, particularmente al
inglés, francés, italiano, alemán y portugués.Ha escrito los guiones
para las películas Corazón iluminado (1996), de Héctor Babenco; La sonámbula, recuerdos del futuro (1998), de Fernando Spiner; El astillero (2000), de David Lipszyc, basada en la novela homónima de Juan Carlos Onetti. Marcelo Piñeyro dirigió Plata Quemada (2000), con guion del mismo Piñeyro y de Marcelo Figueras basado en la novela de Piglia, film que obtuvo en España el Premio Goya 2000 al mejor largometraje extranjero de habla hispana.
Premios. Mención Especial Premio Casa de las Américas 1967 por Jaulario.Premio Planeta Argentina 1997 por Plata quemada.Premio Iberoamericano de Letras José Donoso 2005 (Chile).Premio de la Crítica 2010 (España) por Blanco nocturno.Premio Rómulo Gallegos 2011 (Venezuela) por Blanco nocturno.2.Premio Internacional de Novela Dashiell Hammett 2011 (Semana Negra de Gijón) por Blanco nocturno3.Premio Casa de las Américas de Narrativa José María Arguedas 2012 por Blanco nocturno4
Obra.Narrativa. Jaulario (1967), relatos.La invasión (1967), relatos. Este libro es Jaulario modificado y ampliado; así, contiene el cuento Mi amigo, no incluido en el libro cubano, e introduce modificaciones en algunos relatos, como los importantes en Una luz que se iba, cuento que sí se incluía en Jaulario.5 Anagrama sacó una reedición ampliada en 2007. La edición de 1967 contiene 10 cuentos:Tarde de amor; La pared; Una luz que se iba (primer premio en el concurso de la revista Bibliograma, 1963); En el terraplén; La honda; Mata Hari 55; Las actas del juicio; Mi amigo (primer premio, compartido, en el concurso de la revista El Escarabajo de Oro, 1962), La invasión y Tierna es la noche.Nombre falso (1975). Contenía cinco relatos — Las actas del juicio; Mata Hari 55; El laucha Benítez cantaba boleros; La caja de vidrio y El precio del amor— y la nouvelle que da título al libro; la edición definitiva —Seix Barral, Buenos Aires, 1994—, quedó así: El fin de viaje; El laucha Benítez cantaba boleros; La caja de vidrio; La loca y el relato del crimen; El precio del amor y Nombre falso.Respiración artificial (1980), novela.Prisión perpetua (1988); contiene las nouvelles Prisión perpetua y Encuentro en Saint-Nazaire; a la edición española le agregó dos relatos: El fin del viaje y La loca y el relato del crimen. En las cuatro figura Emilio Renzi, el personaje que adoptó el papel de narrador de Respiración artificial.La ciudad ausente (1992), novela.Cuentos morales (1995), relatos.Plata quemada (1997), novela.Blanco nocturno (2010), novela. Ensayo.Crítica y ficción (1986). La edición de Anagrama, en 2001, incorpora entrevistas e intervenciones desde 1986 hasta 2000 y contiene:La lectura de la ficción; Sobre Roberto Arlt; Narrar en el cine; Una trama de relatos; Sobre Cortázar; El laboratorio de la escritura; Sobre el género policial; Parodia y propiedad; Sobre 'Sur'; Sobre Borges; Novela y utopía; Los relatos sociales; La literatura y la vida; Ficción y política en la literatura argentina; Sobre Faulkner; Primera persona; Borges como crítico y Conversación en Princeton.La Argentina en pedazos (1993).El laboratorio del escritor (1994).Formas breves, ensayos (1999).Diccionario de la novela de Macedonio Fernández (2000).El último lector (2005).
Semblanza biográfica: Wikipedia. Texto: El cuento del día. Foto:archivo
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