Yukio Mishima
Patriotismo
I
El veintiocho de febrero de 1936, al tercer día del incidente del 26
de febrero, el teniente Shinji Takeyama, del batallón de transportes,
profundamente perturbado al saber que sus colegas más cercanos estaban
en connivencia con los amotinados, e indignado ante la inminente
perspectiva del ataque de las tropas imperiales contra tropas
imperiales, tomó su espada de oficial y ceremoniosamente se vació las
entrañas en la habitación de ocho tatami de su residencia privada en la
sexta manzana de Aoba-cho, en el distrito Yotsuya. Su esposa, Reiko, lo
siguió clavándose un puñal hasta morir.
La nota de despedida del teniente consistía en una sola frase:
"¡Vivan las Fuerzas Imperiales!" La de su esposa, luego de implorar el
perdón de sus padres por precederlos en el camino a la tumba, concluía:
"Ha llegado el día para la mujer de un soldado". Los últimos momentos de
esta heroica y abnegada pareja hubieran hecho llorar a los dioses. Es
menester destacar que la edad del teniente era de treinta y un años; la
de su esposa, veintitrés.
Hacía sólo dieciocho meses que se habían casado.
II
Los que contemplaron el retrato conmemorativo del novio y de la novia
no dejaron de admirar, quizás tanto como quienes habían asistido a la
boda, el elegante porte de la pareja.
El teniente, de pie junto a su esposa, estaba majestuoso en su
uniforme militar. Su mano derecha descansaba sobre el puño de la espada y
con la izquierda sostenía la gorra de oficial. Su expresión severa
traducía claramente la integridad de su juventud.
En cuanto a la belleza de la novia, envuelta en sus blancas
vestiduras, sería difícil encontrar las palabras adecuadas para
describirla. Había sensualidad y refinamiento en sus ojos, en las finas
cejas y en los labios llenos. Una mano, tímidamente asomada a la manga
del vestido, sostenía un abanico, y las puntas de los dedos, agrupados
delicadamente, eran como el capullo de una flor de luna.
Luego de consumado el suicidio, muchos tomaron la fotografía y se
entregaron a tristes reflexiones acerca de las maldiciones que suelen
recaer sobre las uniones sin tacha. Quizás fuera sólo efecto de la
imaginación, pero, al observar el retrato, parecía casi que los dos
jóvenes, ante el biombo dorado, contemplaran, con absoluta claridad, la
muerte que los aguardaba.
Gracias a los buenos oficios de su mediador, el teniente general
Ozeki, habían podido instalarse en su nuevo hogar de Aoba-cho, en
Yotsuya. En realidad aquel nuevo hogar no era sino una vieja casona
alquilada, de tres dormitorios y con un pequeño jardín detrás.
Utilizaban la habitación del piso superior, de ocho tatami, como
dormitorio y habitación de huésped, pues el resto de la casa no recibía
la luz del sol.
No tenían sirvientes y Reiko cuidaba del hogar en ausencia de su marido.
El viaje de boda quedó postergado por coincidir con una época de
emergencia nacional. El teniente y su esposa pasaron la primera noche de
casados en la vieja casa. Muy tieso, sentado sobre el piso y con su
espada frente a él, Shinji había hecho escuchar a su esposa un discurso
de corte militar antes de llevarla al lecho nupcial. Una mujer que
contraía matrimonio con un soldado debía saber y aceptar sin
vacilaciones el hecho de que la muerte de su marido podría llegar en
cualquier momento. Quizás al día siguiente. No importaba cuándo. ¿Estaba
ella conforme con aceptarlo? Reiko se puso de pie y, abriendo la
vitrina, tomó de ella su más preciado bien, un puñal regalado por su
madre. Se comprendieron perfectamente sin necesidad de palabras y el
teniente no puso nunca más a prueba la resolución de su mujer.
Durante los primeros meses que siguieron a la boda, la belleza de
Reiko se hizo cada día más radiante. Brillaba, serena, como la luna
después de la lluvia.
Como ambos estaban dotados de cuerpos sanos y vigorosos, su relación
era apasionada y no se limitaba a las horas de la noche. En más de una
ocasión, al volver a su hogar directamente del campo de maniobras, y aún
con el uniforme salpicado de barro, el teniente había poseído a su
mujer en el suelo, apenas abierta la puerta de la casa. Reiko le
correspondía con el mismo ardor. En aproximadamente un mes, contando con
la noche de bodas, Reiko conoció la absoluta felicidad, y el teniente,
al comprobarlo, se sintió también muy feliz.
El cuerpo de Reiko era blanco y puro, y de sus pechos turgentes
emanaba un rechazo firme y casto que, cuando gozaba, se mudaba en la mas
íntima y acogedora tibieza. Aun en los momentos de mayor intimidad se
mantenían extraordinariamente serios. Conservaban sus corazones sobrios y
austeros en medio de las más embriagadoras demostraciones de pasión.
El teniente recordaba a su mujer durante el día en los cortos
periodos de descanso entre su entrenamiento y su retorno al hogar, y
Reiko no olvidaba a su marido en ningún momento. Cuando estaban
separados, les bastaba con mirar solamente la fotografía de su
casamiento para ratificar una vez más su felicidad. A Reiko no le
sorprendía en lo mas mínimo que un hombre que había sido un extraño
hasta algunos meses atrás se hubiese convertido en el sol alrededor del
cual giraban su vida y su mundo.
Esta relación tenía una base moral y seguía fielmente el mandato de
los Principios de la Educación en los que se estipula que "la armonía
reinará entre el marido y la mujer". Reiko no encontró jamás la ocasión
de contradecir a su marido, y el teniente no tuvo motivo alguno para
reñir a su mujer.
En el nicho, debajo de la escalera, junto a la tablilla del Gran
Santuario Ise, habían colocado fotografías de sus Majestades Imperiales,
y cada mañana, antes de partir hacia sus obligaciones, el teniente y su
mujer se detenían frente a ese lugar santificado y juntos se inclinaban
en una profunda reverencia.
La ofrenda de agua se renovaba cada mañana y la rama sagrada de
sakasi estaba siempre verde y fresca. Sus vidas se deslizaban bajo la
solemne protección de los dioses y estaban colmadas de una felicidad
intensa que hacía vibrar cada fibra de sus cuerpos.
III
Aun cuando la casa de Saito, Señor del Sello Privado, se hallaba en
la vecindad, nadie escuchó allí el tiroteo de la mañana del 26 de
febrero. Aquel fue un ruidoso toque de atención en el amanecer nevado e
interrumpió bruscamente el sueño del teniente. Saltó inmediatamente de
la cama y, sin pronunciar palabra, vistió el uniforme, se ajustó la
espada que le tendía su mujer y se precipitó hacia la calle cubierta de
nieve en el oscuro amanecer. No regresó a su hogar hasta la noche del
día veintiocho.
Algo más tarde, Reiko escuchó por la radio las noticias sobre aquella
súbita erupción de violencia. Vivió los dos días siguientes en completa
y tranquila soledad tras las puertas cerradas.
Reiko había leído la presencia de la muerte en el rostro de su marido
al marcharse a toda prisa bajo la nieve. Si Shinji no regresaba, su
propia decisión era también muy firme. Moriría con él.
Se dedicó, entonces, a ordenar sus pertenencias personales. Eligió su
mejor conjunto de kimonos como recuerdo para sus amigas de colegio y
escribió un nombre y una dirección sobre el rígido papel en el que los
había doblado uno por uno.
Como su marido le recordaba constantemente que no hay que pensar en
el mañana, Reiko ni siquiera había escrito un diario, y se encontraba,
ahora, en la imposibilidad de releer los pasajes en los que hubiera dado
testimonio de su felicidad. Sobre la radio se destacaban un perrito de
porcelana, un conejo, una ardilla, un oso y un zorro. Tampoco faltaban
allí un jarrón y un recipiente para el agua. Estos objetos constituían
la única colección de Reiko. Sin embargo, de nada serviría regalarlos
como recuerdos. Tampoco sería apropiado pedir específicamente que fueran
incluidos en su ataúd. Mientras estos objetos desfilaban por su mente,
Reiko tuvo la sensación de que los animalitos parecían cada vez más
tristes y desamparados.
Tomó la ardilla en su mano y la observó. Fue entonces cuando, con sus
pensamientos puestos en un reino mucho más alejado que estos afectos
infantiles, vio en la lontananza los principios, vitales como el sol,
que personificaba su marido. Estaba pronta y feliz de terminar sus días
en compañía de aquel hombre deslumbrante, pero en ese momento de soledad
se permitió refugiarse con el inocente afecto por aquellas bagatelas.
Ya había pasado el tiempo en que realmente las había amado.
Ahora solamente acariciaba su recuerdo y el lugar que ocuparan en su
corazón se había colmado definitivamente con pasiones más intensas.
Reiko jamás había supuesto que las turbadoras emociones de la carne
fueran sólo un placer. La baja temperatura de febrero y el contacto con
la gélida porcelana de la ardilla habían entumecido sus dedos. Sin
embargo, bajo los dibujos simétricos de su acicalado kimono meisen podía
sentir, cuando recordaba los poderosos brazos del teniente, una cálida
humedad que, desde su piel, desafiaba al frío.
No experimentaba absolutamente ningún temor por la muerte que rondaba
en la cercanía. Mientras esperaba sola en su casa, Reiko no dudaba que
la angustia y la congoja que estaría experimentando su marido en
aquellos momentos la llevarían, con tanta certeza como su intensa
pasión, a una muerte agradable. Sentía en lo más hondo que su cuerpo
podría disolverse con facilidad y convertirse en una sola cosa con el
pensamiento de su marido.
A través de las informaciones de la radio, escuchó los nombres de
varios colegas de su marido mencionados entre los insurgentes. Éstas
eran noticias de muerte. Se preguntaba ansiosamente, a medida que la
situación se hacía más difícil, por qué no se emitía una Ordenanza
Imperial. El movimiento, que en un principio había parecido ser un
intento de restaurar el honor nacional, se había convertido gradualmente
en algo llamado motín. El regimiento no había dado ningún comunicado y
se suponía que, en cualquier momento, podría comenzar la lucha en las
calles aún cubiertas de nieve.
El veintiocho, a la caída del sol, furiosos golpes estremecieron a
Reiko. Bajó precipitadamente las escaleras, y mientras, con dedos
inexpertos, tiraba del pasador, la silueta apenas delineada tras los
vidrios cubiertos de escarcha, no emitía sonido alguno. Sin embargo, no
dudó de la presencia de su marido. Nunca antes había tenido tanta
dificultad en abrir la puerta .Cuando finalmente pudo lograrlo, se
encontró frente al teniente enfundado en un capote color kaki y con las
botas de campaña salpicadas de barro.
Reiko no comprendió por qué Shinji cerró la puerta y corrió nuevamente el pasador.
-Bienvenido a casa -la joven ejecuta una profunda reverencia a la
cual su marido no responde. Se había quitado la espada y comenzaba a
desembarazarse del capote. Ella quiso ayudarlo. La chaqueta, que estaba
fría y húmeda y había perdido el olor a estiércol que tenía normalmente
cuando se la exponía al sol, le pesaba en el brazo. La colgó de una
percha y sosteniendo la espada y el cinturón de cuero entre sus mangas,
esperó a que su marido se quitase las botas. Luego, lo siguió hasta el
cuarto de estar: la habitación de seis tatami.
Bajo la clara luz de la lámpara, el rostro barbudo y agotado de su
marido era casi irreconocible. Las mejillas hundidas habían perdido su
brillo y elasticidad.
En circunstancias normales hubiera cambiado su ropa por otra de casa,
y la hubiera urgido a servir la comida de inmediato. En cambio, aquella
noche se sentó frente a la mesa vistiendo el uniforme y con la cabeza
hundida sobre el pecho.
Reiko se abstuvo de preguntar si debía preparar la comida.
-Yo no sabía nada -dijo el hombre al cabo de un silencio-. No me
pidieron que me uniera a ellos .Quizás no lo hicieron al saberme recién
casado. Kano, Homma y, también, Yamaguchi.
Reiko evocó los rostros de los alegres oficiales jóvenes, amigos de
su marido, que habían ido a aquella casa en calidad de invitados.
-Quizás mañana se publique una Ordenanza Imperial. Supongo que serán
juzgados como rebeldes. Estaré a cargo de la unidad con órdenes de
atacarlos... No puedo hacerlo. Sería simplemente imposible -guardó un
corto silencio-. Me han dispensado de las guardias y estoy autorizado
para volver a casa por una noche. Mañana, a primera hora, deberé unirme
al ataque sin proferir una réplica. No puedo hacerlo, Reiko...
Reiko estaba sentada, muy tiesa, con los ojos bajos.
Comprendía muy claramente que su marido hablaba en términos de
muerte. El teniente estaba resuelto y, aun cuando todavía planteaba el
dilema, en su mente ya no cabían vacilaciones.
Sin embargo, en el silencio que se estableció entre ambos, todo quedó
claro con la misma transparencia de un cauce alimentado por el
deshielo.
Ya en su casa después de la larga prueba de dos días y contemplando
el rostro de su hermosa mujer, el teniente experimentó, por primera vez,
una verdadera paz interior. Había intuido de inmediato que su mujer
conocía la resolución que ocultaban sus palabras.
-Bien, entonces... -el teniente abrió, grandes, los ojos. Pese al
cansancio, su mirada era fuerte y transparente y no la apartó de su
esposa-. Esta noche me abriré el estómago.
Reiko no vaciló.
-Estoy preparada -dijo-, permíteme acompañarte.
El teniente se sintió casi hipnotizado por la mirada implorante de su
esposa. Sus palabras comenzaron a fluir rápida y fácilmente, como
expresadas en delirio.
Otorgó su aprobación a aquella empresa vital en una forma descuidada y negligente que parecía escapar a su entendimiento.
-Bien. Nos iremos juntos. Pero, antes, quiero que seas testigo de mi muerte.
Ya de acuerdo, sus corazones se vieron inundados por una repentina felicidad.
Reiko estaba profundamente conmovida por la confianza que depositaba
en ella su marido. Era vital para el teniente que no se cometieran
irregularidades en su muerte. Por esta razón era necesario un testigo. Y
el haber elegido para tal fin a su mujer, demostraba una profunda y
absoluta confianza. En segundo lugar, y esto era aun más importante,
aunque había rogado a Reiko que muriera con él, ni siquiera intentaba
matar a su esposa primero, sino que dejaba aquel momento librado al
criterio de ella, para cuando él ya no estuviera allí, verificándolo
todo. Si el teniente hubiera abrigado la menor sospecha, cumpliendo el
pacto de los suicidas, hubiera preferido matarla primero.
Cuando Reiko dijo: "Permíteme acompañarte", el teniente apreció en
estas palabras el fruto final de las enseñanzas impartidas a su mujer
desde la noche del casamiento. La había educado en forma tal que,
llegado el momento, respondía en los exactos términos que correspondían.
Era éste un halago a la confianza en sí mismo que alimentaba Shinji...
No era ni tan romántico ni tan presuntuoso como para creer que esas
palabras eran dichas espontáneamente, sólo por amor.
Sus corazones estaban tan inundados de felicidad, que no podían dejar
de sonreír. Reiko se sentía nuevamente en la noche de bodas. Ante sus
ojos no existían ni el dolor ni la muerte. Sólo creía ver un ilimitado
espacio abierto hacia vastos horizontes.
-El agua está caliente. ¿Te darás un baño ahora?
-Sí, por supuesto.
-¿Y la comida...?
Las palabras fueron pronunciadas en un tono tan tranquilo y
doméstico, que, por una fracción de segundo, el teniente creyó haber
sido juguete de una alucinación.
-No creo que sea necesario. ¿Podrás calentar un poco de sake?
-Como quieras.
Reiko se levantó y al tomar del ropero un vestido tanzan para después
del baño, atrajo deliberadamente la atención de su marido sobre los
cajones vacíos. El teniente observó el interior del mueble. Leyó las
direcciones sobre los regalos recordatorios. No hubo pena en él frente a
la heroica determinación de Reiko. Como un marido a quien su joven
esposa enseña con orgullo sus compras pueriles, el teniente, inundado de
afecto, abrazó a su mujer cariñosamente por la espalda y le besó el
cuello.
Reiko sintió la aspereza de aquel rostro sin afeitar. Esta sensación
encerraba para ella toda la alegría del mundo, y ahora -sintiendo que
iba a perderla para siempre- contenía una frescura mas allá de toda
experiencia. Cada momento parecía contener una infinita fuerza vital.
Los sentidos se despertaron en todo su cuerpo.
Aceptando las caricias de Shinji, Reiko se alzó sobre la punta de los pies y dejó que aquella vitalidad atravesara su cuerpo.
-Primero, el baño, y luego, después de tomar sake... Prepara las camas arriba, ¿quieres?
El teniente susurró algo en el oído de su mujer, y ella asintió silenciosamente.
El teniente se quitó apresuradamente el uniforme y se dirigió al baño.
Al escuchar el suave rugido del agua, Reiko llevó carbón hasta el cuarto de estar y empezó a calentar el sake.
Tomó el tanzen, un fajín y su ropa interior. Se dirigió al baño para
controlar el calor del agua. En medio de una nube de vapor, el teniente
se afeitaba con las piernas cruzadas en el suelo. Ella pudo distinguir
los músculos de su fuerte espalda húmeda que respondían a los
movimientos de sus brazos.
Nada sugería algún acontecimiento anormal. Reiko se ocupaba diligentemente de sus tareas y preparaba platos improvisados.
Sus manos no temblaban y se mostraba más eficiente y desenvuelta que
de costumbre. De tanto en tanto sentía extrañas palpitaciones en el
centro del pecho, pero eran como luces distantes. Tenían un momento de
gran intensidad y luego se desvanecían sin dejar huellas. Omitiendo
esto, no parecía ocurrir nada fuera de lo habitual.
Mientras se afeitaba en el baño, el teniente sintió que su cuerpo
tibio se libraba milagrosamente de la desesperada fatiga de aquellos
días de incertidumbre y se llenaba de una agradable expectativa pese a
la muerte que lo aguardaba. Podía oír vagamente los ruidos habituales
con que su mujer cumplía sus quehaceres, y un saludable deseo físico,
postergado durante dos días, se presentó nuevamente.
El teniente confiaba en que no había habido impureza en el goce experimentado mientras resolvían morir.
Ambos habían sentido en aquel momento, aun cuando no de una manera
clara y consciente, que esos placeres permisibles estaban nuevamente
bajo la protección del Bien y del Poder Divino. Los protegía una
moralidad total e intachable. Al mirarse a los ojos descubrieron en su
interior una muerte honorable, estaban de nuevo a salvo tras las paredes
de acero que nadie podría destruir, enfundados en la impenetrable
coraza de la Belleza y la Verdad.
El teniente podía entonces considerar su patriotismo y las urgencias de su carne como un todo.
Acercó más aun la cara al oscuro y agrietado espejo de pared y se
afeitó cuidadosamente. Aquel era el rostro que presentaría a la muerte y
era importante que no tuviera imperfecciones. Sus mejillas, recién
afeitadas, irradiaban nuevamente el brillo de la juventud y parecían
iluminar la opacidad del espejo. Sintió que había cierta elegancia en la
asociación de la muerte con aquella cara sana y radiante.
Sería su rostro de difunto. En realidad ya había dejado a medias de
pertenecerle para convertirse en el busto de un soldado muerto. A título
de experimento, cerró fuertemente los ojos y todo quedó envuelto en la
oscuridad. Ya no era una criatura viviente.
Al salir del baño, con un tenue reflejo azulado bajo la tersa piel de
las mejillas, se sentó junto al brasero de carbón. Advirtió que, pese a
hallarse ocupada, Reiko había encontrado el tiempo necesario para
retocar su cara. Su rostro estaba fresco y sus labios húmedos. Era
imposible encontrar en ella el menor rastro de tristeza, y al observar
aquella demostración de la personalidad apasionada de su mujer, el
teniente pensó que había elegido la esposa que le correspondía.
Tan pronto como hubo vaciado su taza de sake, se la ofreció a Reiko,
quien nunca lo había probado. La joven bebió un sorbo, tímidamente.
-Ven aquí-dijo el teniente.
Reiko se acercó a su marido, y mientras él la abrazaba ella se sintió
profundamente conmovida, como si la tristeza, la alegría y el poderoso
sake se mezclaran dentro de ella.
El teniente contemplo las facciones de su esposa. Era el último
rostro que vería en este mundo. Lo estudió minuciosamente con los ojos
de un viajero despidiéndose de espléndidos paisajes.
Reiko tenía una cara de rasgos regulares, sin ser fríos, y de labios
suaves. El teniente, que no se cansaba de contemplarla, la besó en la
boca. Y repentinamente, sin que se alterara su belleza por el llanto,
las lágrimas comenzaron a brotar lentamente bajo las largas pestañas y
corrieron como hilos brillantes por sus mejillas.
Luego Shinji quiso subir al dormitorio, pero ella le suplicó que le
diera tiempo a tomar su baño. El teniente subió, pues, solo, y se acostó
con los brazos y las piernas abiertas en la habitación entibiada por la
estufa de gas. El tiempo que transcurrió esperando a su mujer no fue
más largo de lo habitual.
Colocó las manos bajo la cabeza y observó las vigas del techo.
¿Esperaba la muerte? ¿Un salvaje éxtasis de los sentidos? Ambas cosas
parecían sobreponerse, como si el objeto del deseo físico fuera la
muerte propia.
El teniente nunca había gozado de una libertad tan absoluta.
Un coche frenó y pudo escuchar el chirrido de las ruedas patinando
sobre la nieve apilada en los bordes de la calle. La bocina repercutió
en las paredes cercanas. Al percibir esos ruidos, Shinji pensó que
aquella casa se levantaba como una isla solitaria en el océano de una
sociedad ocupada incansablemente en los mismos asuntos de siempre. A su
alrededor se extendía desordenadamente el país por el cual estaba
sufriendo y a punto de dar la vida. No sabía ni le importaba si aquella
gran nación reconocería su sacrificio. En su campo de batalla no existía
la gloria. Era la trinchera del espíritu.
Los pasos de Reiko resonaron en la escalera. Crujían los empinados
escalones de la antigua morada y estos sonidos inundaron al teniente de
gratos recuerdos. En cuantas ocasiones los había escuchado desde la
cama. Al reflexionar en que ya no volvería a percibirlos, se concentró
en ellos tratando de que cada rincón de aquel tiempo precioso se colmara
con el ruido de las suaves pisadas de la vieja escalera. Tales
instantes parecieron transformarse en joyas rutilantes de luz interior.
Reiko tenia un fajín sobre el yukata y su rojo estaba atenuado por la
media luz. El teniente quiso asirla y la mano de Reiko corrió en su
ayuda. El fajín cayó al suelo.
Ella estaba de pie frente a él, vistiendo su yukata.
El hombre hundió las manos en las aberturas laterales bajo las mangas
y la abrazó intensamente. El roce de sus dedos sobre la piel desnuda,
sentir que las axilas se cerraban suavemente sobre sus manos, encendió
aun más su pasión y, pocos instantes más tarde, ambos yacían desnudos
frente al brillante fuego de la estufa.
No pronunciaron palabra alguna, pero sus cuerpos y sus corazones se
inflamaron al saber que aquel sería el último encuentro. Era como si las
palabras "ÚLTIMA VEZ" hubieran sido estampadas con pinceladas
invisibles sobre cada centímetro de sus cuerpos.
El teniente atrajo a su mujer y la besó con vehemencia. Sus lenguas
exploraron las bocas, adentrándose en su interior suave y húmedo, y fue
como si las aún desconocidas agonías de la muerte templaran sus sentidos
como el acero al rojo vivo. Los lejanos dolores finales habían refinado
su percepción amorosa.
-Es la ultima vez que voy a verte -murmuró el teniente-. Déjame
mirar... -y tomando la lámpara en su mano, dirigió un haz de luz sobre
el cuerpo extendido de Reiko.
Ella había cerrado los ojos. La luz de la lámpara destacaba la
majestuosidad de su carne blanca. El teniente con un dejo de
egocentrismo, se alegró pensando en que jamás vería esa belleza
derrumbándose frente a la muerte.
El teniente contempló sin apuro aquel inolvidable espectáculo.
Acariciaba la sedosa cabellera, palmeaba suavemente el bello rostro y
besaba todos los puntos donde se detenía su mirada. La frente alta tenía
una serena frescura, los ojos cerrados se orlaban de largas pestañas
bajo las cejas finamente dibujadas y el brillo de los dientes se
entreveía por los labios llenos y regulares... Todo ello configuraba en
la mente del teniente la visión de una máscara mortuoria verdaderamente
radiante y una y otra vez apretó sus labios contra la blanca garganta
donde la mano de Reiko no tardaría en descargar su certero golpe. El
cuello enrojeció bajo los besos y volviendo suavemente a los labios de
su amada, apoyó su boca sobre ellos con el fluctuante movimiento de un
pequeño bote. Cerrando los ojos, el mundo se convertirá, así, en una
mecedora.
La boca del teniente seguía fielmente el recorrido de sus ojos. Los
pechos altos y turgentes, terminados como capullos de cerezo silvestre,
se endurecían al contacto de sus labios. Los brazos emergían
malsanamente a ambos lados, afinándose hacia las muñecas, pero sin
perder su redondez ni simetría.
Los dedos delicados eran aquellos que habían sostenido el abanico
durante la ceremonia nupcial. A medida que el teniente los besaba, se
retraían como avergonzados. El hueco natural de esa curva entre el pecho
y el estómago tenía en sus líneas no sólo la sugestión de la tersura,
sino la fuerza de la elasticidad y anunciaba las ricas curvas que se
extendían hasta las caderas. La riqueza y la blancura del vientre y las
caderas eran como la leche contenida en un recipiente amplio. El hoyo
sombreado del ombligo podía haber sido la huella de una gota de agua
recién caída allí. Donde las sombras se hacían más intensas, el vello
crecía apretado, dulce y sensible, y a medida que la excitación
aumentaba en aquel cuerpo que había dejado de mostrarse pasivo, un aroma
de flores ardientes se hacia cada vez más penetrante.
Reiko habló, por fin, con voz trémula:
-Muéstrame... Déjame mirar por última vez...
Shinji no había escuchado nunca de labios de su mujer un ruego tan
firme y definido. Era como si su modestia ya no podía ocultar algo que,
ahora, se libraba de las trabas que la oprimían. El teniente se recostó
sumisamente para someterse a los requerimientos de su mujer. Ella alzó
ágilmente su cuerpo blanco y tembloroso y ardiendo en un inocente deseo
de devolverle todo cuanto había hecho por ella, puso los dedos sobre los
ojos de Shinji y los cerró suavemente.
Repentinamente inundada de ternura, con las mejillas encendidas por
el vértigo de la emoción, Reiko abrazó la cabeza rapada del teniente y
el pelo afeitado lastimó su pecho. Aflojando el abrazo, contempló luego
el rostro varonil de su marido. Las cejas severas, los ojos cerrados, el
espléndido puente de la nariz, los labios bien dibujados y firmes.
Reiko comenzó a besarlos, se detuvo en la ancha base del cuello, en los
hombros fuertes y erguidos, en el pecho poderoso con sus círculos
gemelos semejantes a escudos de ásperos pezones. Un olor dulce y
melancólico se desprendía de las axilas profundamente sombreadas por la
carne abundante del pecho y de los hombros. En cierto modo, la esencia
de la muerte joven estaba contenida en aquella dulzura. La piel desnuda
del teniente relucía como un campo de cebada y podía observar los
músculos en relieve convergiendo sobre el abdomen alrededor del ombligo
pequeño y modesto.
Al mirar el estómago firme y joven, púdicamente cubierto por un vello
vigoroso, Reiko pensó que pronto iba a ser cruelmente lacerado por la
espada y, reclinando la cabeza, rompió en sollozos y lo cubrió con sus
besos.
Al sentir las lágrimas de su mujer, el teniente se sintió capaz de
afrontar valerosamente las más crueles agonías del suicidio. Resulta
fácil imaginar a qué éxtasis llegaron después de aquellos tiernos
intercambios. El teniente se incorporó y rodeó con un potente abrazo a
su mujer, cuyo cuerpo estaba exhausto luego de tantas lágrimas y
aflicciones. Juntaron sus caras apasionadamente, restregando las
mejillas. El cuerpo de Reiko temblaba. Sus pechos húmedos estaban
fuertemente apretados y cada milímetro de aquellos cuerpos jóvenes y
hermosos se habían compenetrado tanto con el otro que parecía imposible
que se separaran jamás.
Reiko gritó.
Desde las altura se sumergieron en el abismo, y, de allí, una vez más
hasta embriagantes alturas. El teniente jadeaba como el portador de un
estandarte...
Al terminarse su ciclo, surgía inmediatamente una nueva ola de placer
y, juntos, sin muestras de fatiga, se elevaron nuevamente hasta la cima
misma de un nuevo movimiento jadeante.
IV
Cuando Shinji se volvió finalmente no fue por cansancio. No quería
agotar la considerable fuerza física que necesitaría para llevar a cabo
el suicidio. Ademas, hubiera lamentado enturbiar la dulzura de aquellos
últimos momentos abusando de esos goces.
Reiko, con su habitual complacencia, siguió el ejemplo de su marido.
Los dos yacían desnudos, con los dedos entrelazados, mirando fijamente
el oscuro cielo raso. La habitación estaba caldeada por la estufa y en
la noche silenciosa no se escuchaba el trafico callejero. Ni siquiera
llegaba hasta ellos el fragor de los trenes y autobuses de la estación
Yotsuya, que se perdía en el parque densamente arbolado frente a la
ancha carretera que bordea el Palacio Akasaka. Resultaba difícil pensar
en la tensión existente en el barrio donde las dos facciones del
Ejercito Imperial se preparaban para la lucha.
Deleitándose en su propio calor, los jóvenes rememoraron en silencio
los éxtasis recientes. Revivieron cada momento de la pasada experiencia,
recordaron el gusto de los besos nunca agotados, el contacto de la piel
desnuda, tanta embriagante felicidad .Pero ya entonces, el rostro de la
muerte acechaba desde las vigas del techo. Aquellos habían sido los
últimos placeres de los que sus cuerpos no disfrutarían nunca más. Ambos
pensaron que, aun cuando vivieran hasta una edad avanzada, no volverían
a disfrutar de un goce tan intenso.
También se desprenderían sus dedos entrelazados. Hasta los dibujos de
las oscuras vetas de la madera, desaparecerían pronto. Era posible
detectar el avance de la muerte. En aquel momento ya no cabían dudas.
Era menester tener el coraje necesario, salirle al encuentro y
atraparla.
-Podemos prepararnos -dijo el teniente.
La determinación que encerraban sus palabras era inconfundible, pero
tampoco había habido nunca tan cálidas y tiernas inflexiones en su voz.
Varias tareas los aguardaban. El teniente, que no había ayudado nunca
a guardar las camas, empujó la puerta corrediza del armario, alzó el
colchón y lo depositó dentro de él.
Reiko apagó la estufa y la luz. En ausencia del teniente lo había
aseado todo cuidadosamente, y ahora aquella habitación de ocho tatami
presentaba la apariencia de una sala lista para recibir a importantes
invitados.
-Aquí bebieron Kano y Homma y Noguchi...
-Sí, eran todos grandes bebedores.
-Nos reuniremos pronto con ellos en el otro mundo. Se burlarán de nosotros cuando adviertan que te llevo conmigo.
Al bajar la escalera, el teniente se volvió para contemplar la limpia
y tranquila habitación iluminada por la lámpara. En su mente flotaba el
recuerdo de los jóvenes oficiales que allí habían bebido y bromeado
inocentemente. Nunca había imaginado, entonces, que en aquella
habitación se abriría el estómago.
El matrimonio se ocupó despacio y serenamente de sus respectivos
preparativos en las dos habitaciones de la planta baja. El teniente fue
primero al retrete, y luego, al baño a lavarse. Mientras tanto, Reiko
doblaba y guardaba la bata acolchada de su marido; ordenaba la túnica
del uniforme, los pantalones y un taparrabos blanco recién cortado;
disponía unas hojas de papel sobre la mesa del comedor para las notas de
despedida. Luego, tomó la caja que contenía los instrumentos para
escribir, y comenzó a raspar la tableta para hacer tinta. Ya había
decidido el contenido de su última misiva.
Los dedos de Reiko apretaron fuertemente las frías letras doradas de
la tableta y el agua del tintero se tiñó inmediatamente como si una
oscura nube hubiera pasado sobre él. Todo aquello no era sino una
solemne preparación para la muerte. La rutina doméstica o una forma de
pasar el tiempo hasta que llegara el momento del enfrentamiento
definitivo. Una inexplicable oscuridad brotaba del olor de la tinta al
espesarse.
El teniente salió del baño. Vestía el uniforme sobre la piel. Sin
pronunciar una palabra, tomó asiento frente a la mesa y, empuñando el
pincel, permaneció indeciso frente al papel que tenía delante.
Reiko tomó un kimono de seda blanca y, a su vez, entró en el baño.
Cuando reapareció en la habitación, ligeramente maquillada, la misiva ya
estaba terminada. El teniente la había colocado bajo la lámpara .Las
gruesas pinceladas solo decían:
"¡Vivan las fuerzas imperiales! - Teniente del ejército, Takeyama Shinji."
El teniente observó en silencio los controlados movimientos con que los dedos de su mujer manejaban el pincel.
Con sus respectivas esquelas en la mano -la espada del teniente
ajustada sobre su costado y la pequeña daga de Reiko dentro de la faja
de su kimono blanco-, ambos permanecieron frente al santuario, rezando
en silencio. Luego, apagaron todas las luces de la planta baja. Mientras
subían, el teniente volvió la cabeza y observó la llamativa silueta de
su mujer que, toda vestida de blanco y los ojos bajos, iba tras él.
Acomodaron las notas de despedida una junto a la otra en la alcoba de la planta baja.
Por un momento pensaron en descolgar el pergamino, pero como había
sido escrito por su mediador el teniente general Ozzeki y consistía en
dos caracteres chinos que significaban "Sinceridad", lo dejaron donde
estaba. Pensaron que, aunque se manchara con sangre, el teniente general
no se ofendería.
Shinji tomó asiento de espaldas a la habitación y, muy erguido,
colocó su espada frente a él. Reiko se sentó frente a él, a un tatami de
distancia. El toque de pintura en sus labios parecía aun más seductor
sobre el severo fondo blanco.
Se miraron intensamente a los ojos a través de la distancia de un
tatami que los separaba. La espada del teniente casi tocaba sus
rodillas. Al verla, Reiko recordó la primera noche de casada, y se
sintió abrumada de tristeza.
Finalmente, el teniente habló con voz ronca:
-Como no voy a tener quién me ayude, me haré un corte profundo. Puede
que sea desagradable. Por favor, no te asustes. La muerte es algo
horrible de presenciar, en cualquier circunstancia. No debes dejarte
atemorizar, ¿comprendes?
Reiko asintió con una profunda inclinación de cabeza.
Al mirar la figura esbelta de su mujer, el teniente experimentó una
extraña excitación. Estaba por llevar a cabo un acto que requería toda
su capacidad de soldado, algo que exigía una resolución similar al
coraje que se necesita para entrar en combate. Sería una muerte no menos
importante ni de menor calidad que si hubiera muerto en el frente de
batalla.
Por unos instantes el pensamiento llevó al teniente a elaborar una
rara fantasía. Una muerte solitaria en el campo de lucha, una muerte
frente a los ojos de su hermosa esposa... Una dulzura sin límites lo
invadió al experimentar la sensación de que iba a morir en aquellas dos
dimensiones, conjugando la imposible unión de ambas.
"Este debe ser el pináculo de la buena fortuna", pensó. El hecho de
que aquellos hermosos ojos observaran cada minuto de su muerte,
equivaldría a ser llevado al más allá en alas de una brisa fragante y
sutil.
Presentía en aquella circunstancia una suerte de merced especial,
vedada a los demás, a él solo dispensada. El teniente creyó ver en su
radiante esposa, ataviada como una novia, el compendio de todo lo amado
por lo cual iba, ahora, a entregar la vida. La Casa Imperial, la Nación,
la bandera del Ejército. Todas ellas eran presencias que, como su
esposa, lo observaban atentamente con ojos transparentes y firmes. Reiko
también contemplaba a su marido que tan pronto habría de morir,
pensando que jamás había visto algo tan maravilloso en el mundo.
El uniforme siempre le sentaba bien, pero ahora, mientras se
enfrentaba a la muerte con cejas severas y labios firmemente apretados,
irradiaba lo que podría llamarse una esplendorosa belleza varonil.
-Es hora de partir -dijo, por fin.
Reiko dobló su cuerpo hasta el suelo en una profunda reverencia. No
podía alzar el rostro. No quería arruinar su maquillaje con las lágrimas
que le resultaban imposibles de contener.
Cuando finalmente alzó la mirada, vio borrosamente, a través de las
lágrimas, que su marido había enroscado una venda blanca alrededor de su
espada ahora desenvainada; sólo dejaba en la punta doce o quince
centímetros de acero al desnudo.
Apoyando la espada en el tatami que tenía frente a él, el teniente se
alzó sobre las rodillas, se sentó nuevamente con las piernas cruzadas y
desabrochó el cuello del uniforme. Sus ojos no verían ya a su mujer.
Lentamente, se desprendió uno por uno los botones chatos de metal.
Observó primero su pecho oscuro y, luego, su estómago. Desató el
cinturón y se desabrochó los pantalones. Tomó el taparrabos con ambas
manos y lo tiró hacia abajo para dejar más libre al estómago. Luego
empuñó la espada con la venda blanca en su filo, mientras que, con la
mano izquierda, masajeaba su abdomen. Conservaba la mirada baja.
Para verificar el filo, el teniente abrió la parte izquierda del
pantalón, dejando parte del muslo a la vista, y deslizó el filo sobre la
piel. La sangre brotó inmediatamente de la herida y varias gotas
brillaron a la luz.
Era la primera vez que Reiko veía la sangre de su marido y
experimentó violentas palpitaciones en el pecho. Observó el rostro del
teniente y vio que estudiaba con calma su propia sangre. Pese a que
aquel era un consuelo superficial, Reiko sintió cierto alivio.
Los ojos del hombre se fijaron en ella con una mirada penetrante como
la de un halcón. Colocando la espada frente a él, se alzó ligeramente
sobre sus músculos e inclinó la parte superior del cuerpo sobre la punta
de la espada. La excesiva tensión que presentaba la tela del uniforme,
indicaba a las claras que estaba reuniendo todas sus fuerzas. Se
proponía asestar un profundo golpe en la parte izquierda del estómago y
su grito agudo traspasó el silencio de la habitación.
Pese al esfuerzo, el teniente tuvo la sensación de que era otro quien
había golpeado su estómago como con una gruesa barra de hierro. Durante
algunos segundos su cabeza giró vertiginosamente y no recordó cuánto
había sucedido. Los doce o quince centímetros de punta desnuda habían
desaparecido completamente en su carne, y el vendaje blanco, fuertemente
sujeto por su puño cerrado, le presionaba directamente el estómago.
Recuperó la conciencia. Pensó que el filo debía haber atravesado las
paredes del abdomen. Su respiración era dificultosa, el pecho le
palpitaba violentamente y en alguna zona remota, aparentemente desligada
de su persona, un dolor terrible e insoportable se alzaba en forma
avasalladora como si la tierra se abriera para vomitar un cauce de rocas
hirvientes. El dolor se acercó, de pronto, a una velocidad vertiginosa.
El teniente se mordió el labio inferior y sofocó un lamento instintivo.
"¿Es esto el seppuku?", pensó.
Experimentaba una sensación de caos total, como si el cielo se
hubiera desplomado sobre él y todo el universo girara como bajo el
efecto de una enorme borrachera. Su fuerza de voluntad y coraje, que tan
fuertes se manifestaran antes de la incisión, se habían reducido,
ahora, a una fibra de acero del grosor de un cabello. Lo asaltó la
incómoda sensación de que tendría que avanzar asido a esa fibra con toda
su desesperación.
Algo humedecía su puño y, bajando la mirada, vio que, tanto su mano
como el paño que envolvía la hoja, estaban empapados en sangre. También
su taparrabos estaba teñido de un rojo intenso. Le pareció increíble que
en medio de aquella agonía, las cosas visibles pudieran ser todavía
vistas y las cosas existentes, existir.
Reiko luchó por no correr al lado de su esposo al observar la mortal
palidez que invadía sus rasgos después de clavarse la espada. Sucediera
lo que sucediera, su misión era la de observar. Ser testigo. Tal era la
obligación contraída con el hombre amado. Frente a ella, a un tatami de
distancia, podía ver cómo su marido se mordía los labios para ahogar el
dolor.
Reiko no contaba con ningún medio para rescatarlo a él.
La transpiración brillaba en su frente. Shinji cerró los ojos para
abrirlos luego, nuevamente, como quien hace un experimento. Su mirada
había perdido todo brillo y los suyos parecían los ojos inocentes y
vacíos de un animalito.
La agonía que se desarrollaba frente a Reiko la quemaba como un
implacable sol de verano, pero era algo totalmente alejado de la pena
que parecía estar partiéndola en dos.
El dolor crecía con regularidad. Reiko sentía que su marido se había
convertido en un ser de un mundo aparte, en un hombre íntegramente
disuelto en el dolor, en un prisionero en una jaula de sufrimiento, y
mientras pensaba, comenzó a sentir como si alguien hubiera levantado una
cruel muralla de cristal entre ellos.
Desde su matrimonio, la existencia de su marido se había convertido
en la suya propia, y cada respiración de Shinji parecía pertenecer a
Reiko. En cambio, ahora, mientras que la existencia de su marido en el
dolor era una realidad viviente, Reiko no podía encontrar en su pena
ninguna prueba concluyente de su propia existencia.
Usando solamente la mano derecha, el teniente comenzó a cortarse el
vientre de un lado a otro. Pero a medida que la hoja se enredaba en las
entrañas, era rechazada hacia fuera por la blanda resistencia que
encontraba allí. El teniente comprendió que sería menester usar ambas
manos para mantener la punta profundamente hundida en su cuerpo. Tiró
hacia un costado, pero el corte no se produjo con la facilidad que había
esperado. Concentró toda la energía de su cuerpo en la mano derecha y
tiró nuevamente. El corte se agrandó ocho o diez centímetros.
El dolor se extendió como una campana que sonara en forma salvaje. O
como mil campanas tocando al unísono con cada respiración y con cada
latido, estremeciendo todo su ser. El teniente no podía contener los
gemidos. Pero la hoja ya se había abierto camino hasta debajo del
ombligo. Al advertirlo, Shinji sintió un renovado coraje.
El volumen de la sangre no había dejado de aumentar y ahora manaba
por la herida como originado por el latir del pulso. La estera estaba
empapada de sangre que seguía renovándose con aquella que chorreaba de
los pliegues del pantalón kaki del teniente. Una salpicadura, semejante a
un pájaro, voló hacia Reiko y manchó la falda de su kimono de seda
blanca. Cuando el teniente pudo, por fin, desplazar la espada hacia el
costado derecho, ésta ya cortaba superficialmente y era posible
contemplar su punta desnuda resbalándose de sangre y grasa. Atacado
súbitamente por terribles vómitos, el teniente gritó roncamente. Los
vómitos volvieron aun más horrendo el dolor, y el estómago, que hasta
aquel momento se había mantenido firme y compacto, explotó de repente,
dejando que las entrañas reventaran por la herida abierta. Ignorantes
del sufrimiento de su dueño, las entrañas de Shinji causaban una
impresión de salud y desagradable vitalidad que las hacía escurrirse
blandamente y desparramándose sobre la estera. La cabeza del hombre se
abatió, sus hombros se estremecieron y un fino hilo de saliva goteó de
su boca. Las insignias doradas brillaban a la luz.
Todo estaba lleno de sangre. El teniente estaba empapado de ella
hasta las rodillas, y ahora se sentaba en una posición encogida y
desamparada con una mano en el piso. Un olor acre inundaba la
habitación. La cabeza del hombre colgaba en el vacío y su cuerpo se
sacudía en interminables arcadas. La hoja de la espada, expulsada de sus
entrañas, estaba totalmente expuesta y aun sostenida por la mano
derecha del teniente.
Sería difícil imaginar una visión más heroica que la del teniente
reuniendo sus fuerzas y echando la cabeza hacia atrás. La violencia del
movimiento hizo que la cabeza del teniente chocara contra uno de los
pilares de la alcoba.
Hasta aquel momento, Reiko había permanecido sentada con la mirada
baja, como encandilada por el flujo de la sangre que avanzaba hacia sus
rodillas, pero el golpe la sorprendió y tuvo que alzar la vista.
El rostro del teniente no era el del hombre con vida. Los ojos
estaban vacíos, la piel lívida, las mejillas y los labios tenían el
color de la tierra seca. Sólo la mano derecha se movía aun sosteniendo
laboriosamente la espada. Se agitó convulsamente en el aire, como la
mano de un títere, y luchó por dirigir la punta de la espada hasta la
base del cuello.
Reiko contempló cómo su marido intentaba este último, conmovedor y
fútil esfuerzo. Brillando de sangre y grasa, la punta se descargaba una y
otra vez sobre la garganta. Siempre fallaba. No le quedaban fuerzas
para guiarla y sólo chocaba contra las insignias del cuello del uniforme
que se había cerrado nuevamente y protegía la garganta.
Reiko no soportó aquella visión por más tiempo. Intentó ir en ayuda
de Shinji, pero le resultaba imposible ponerse en pie. Se arrastró de
rodillas y su falda se tiñó de un rojo intenso. Se colocó detrás de su
marido y lo ayudó abriendo solamente el cuello del uniforme. La hoja
vacilante tomó finalmente contacto con la piel desnuda de la garganta.
Reiko tuvo la sensación de haber empujado a su marido hacia adelante.
No fue así. El teniente había dado una última demostración de
fortaleza. Echó su cuerpo violentamente contra la hoja y el filo perforó
su cuello, apareciendo luego por la nuca. El teniente permaneció
inmóvil mientras un tremendo chorro de sangre lo inundaba todo.
V
Reiko descendió lentamente la escalera. Sus medias estaban resbalosas
de sangre. En la habitación superior reinaba ahora la más absoluta
calma.
Encendió las luces de la planta baja, verificó los quemadores y la
llave principal del gas. Echó agua sobre el carbón humeante y
semiapagado del brasero. Se detuvo frente al espejo de la habitación de
cuatro tatami, y medio alzó su falda. Las manchas de sangre parecían un
alegre dibujo estampado en la parte inferior de su kimono blanco. Al
instalarse frente al espejo, sintió la fría humedad de la sangre de su
marido en los muslos y tuvo un estremecimiento. Se entretuvo largamente
en el baño. Aplicó una generosa capa de rouge sobre sus mejillas y
también abundante pintura en los labios. Este maquillaje ya no estaba
destinado a agradar a su marido. Se maquillaba para el mundo que estaba a
punto de abandonar. Había algo espectacular y magnífico en los toques
de su pincel. Al levantarse, advirtió que la sangre había mojado la
estera dispuesta frente al espejo. Reiko no lo tuvo ya en cuenta.
La joven se detuvo al pisar el corredor de cemento que llevaba a la
galería. Su marido había cerrado el pestillo de la puerta la noche
anterior en un acto de preparación a la muerte, y durante un instante se
sumió en la consideración de un simple problema, ¿dejaría el cerrojo
echado? De hacerlo así, podrían transcurrir varios días antes de que los
vecinos advirtieran el suicidio. A Reiko no le agradó la idea de dos
cadáveres descomponiéndose antes de ser descubiertos. Después de todo,
sería mejor dejar la puerta abierta...
Abrió el cerrojo y dejó la puerta de vidrios escarchados ligeramente
entreabierta. El viento helado se coló de inmediato en la habitación.
Nadie pasaba por la calle, era medianoche y las estrellas resplandecían
tan frías como el hielo.
Reiko dejó la puerta entornada y subió las escaleras. Durante varios
minutos caminó de un lado a otro. La sangre ya se había secado en sus
medias .De pronto, un olor peculiar llegó hasta ella.
El teniente yacía, boca abajo, en un mar de sangre. La punta de la
espada, que sobresalía de su nuca, parecía haberse hecho más prominente
aun. Reiko anduvo negligentemente entre la sangre y se sentó al lado del
cadáver de su marido. Lo observó atentamente. Tenía la mejilla apoyada
en la alfombra, los ojos estaban muy abiertos, como si algo hubiera
despertado su atención. Ella alzó la cabeza, la apoyó sobre su manga y,
limpiándose la sangre de los labios, lo besó por ultima vez.
Luego tomó del armario una bata blanca y un cordón. Para evitar que
su falda se desordenara, envolvió la manta alrededor de su cintura y la
sujetó firmemente con el cordón.
Reiko se sentó muy cerca de Shinji. Extrajo la daga de su faja,
examinó el brillo opaco de la hoja y la acercó a su lengua. El gusto del
acero bruñido era ligeramente dulce.
Reiko no perdió tiempo. Pensó que el dolor que la había separado de
su marido moribundo iba a formar ahora parte de su propia experiencia.
Sólo vislumbró ante sí el gozo de penetrar en un reino que el amado
Shinji ya había hecho suyo.
Había percibido algo inexplicable en la fisonomía agonizante de su marido. Algo nuevo. Le sería dado, pues, resolver el enigma.
Reiko sintió que, por fin, también podría participar de la verdadera y
amarga dulzura del gran principio moral en que había creído el
teniente.
Empujó entonces la punta de la daga contra la base de su garganta. La
empujó fuertemente. La herida resultó poco profunda. Le ardía la cabeza
y sus manos temblaban de forma incontrolable. Forzó la hoja hacia un
costado y una sustancia caliente le anudó la boca. Todo se tiñó de rojo
frente a sus ojos como el fluir de un río de sangre. Reunió todas sus
fuerzas y hundió aun más profundamente la daga en su garganta.
Yukio Mishima (三島由紀夫 Mishima Yukio?), cuyo verdadero nombre era
Kimitake Hiraoka (平岡公威?), (
Tokio,
Japón,
14 de enero de
1925 -
ibídem,
25 de noviembre de
1970). Escritor y dramaturgo
japonés, considerado uno de los más grandes escritores de la historia del Japón.
Hijo de
Azusa Hiraoka,
secretario de Pesca del Ministerio de Agricultura. Pasó los primeros
años de su infancia bajo la sombra de su abuela, Natsu, que se lo llevó y
lo separó de su familia inmediata durante varios años. Natsu provenía
de una familia vinculada a los samurái de la era
Tokugawa,
ella mantuvo aspiraciones aristocráticas -el nombre de juventud de
Mishima, "kimitake", significa "príncipe guerrero"- aun después de
casarse con el abuelo de Mishima, un burócrata que había hecho su
fortuna en las fronteras coloniales. Tenía mal carácter y se exacerbó
por su ciática. El joven Mishima acudía a masajearla para aliviar su
dolor. Ella tenía tendencia a la violencia, incluso con salidas mórbidas
cercanas a la locura que serán posteriormente retratadas en algunos
escritos de Mishima. Algunos biógrafos opinan que Natsu favoreció la
fascinación de Mishima por la muerte. Ella leía francés y alemán, y
tenía un exquisito gusto por el
Kabuki.
Natsu no permitía que Mishima jugase a la luz del sol, practicase algún
deporte o que tuviera juegos rudos con otros chicos de su edad.
Prefería que pasase su tiempo solo o jugando a las muñecas con sus
primas, incluso se habla de unos escritos de primera juventud que su
padre rompió ante la mirada del joven Mishima.
Exento del servicio militar por sufrir
tuberculosis,
no participó en la guerra, suceso que él mismo entendió como una
humillación. Generacionalmente es considerado parte de la “segunda
generación“ de escritores de posguerra, junto con
Kōbō Abe.
Su ensayo más importante,
Bunka boueiron (
En defensa de la cultura), defendía la figura del
Emperador, como la mayor señal de identidad de su pueblo. Más tarde formaría la
Sociedad del Escudo (
Tatenokai),
con un fastuoso uniforme que él mismo diseñó y en el que pretendía
reencarnar los valores nacionales de "su" Japón tradicional.
Durante los
años 60 escribió sus obras más importantes.
Dentro de estas obras, destaca su tetralogía
El mar de la fertilidad, compuesta de las novelas
Nieve de primavera,
Caballos desbocados,
El templo del alba y
La corrupción de un ángel
(esta última editada póstumamente), que, en su conjunto, constituyen
una especie de testamento ideológico del autor, que se rebelaba contra
una sociedad para él sumida en la decadencia moral y espiritual.
La mañana del "incidente" del
25 de noviembre de
1970,
Mishima llevaba la última parte de esta tetralogía a su editor. Después
se dirigió junto con los miembros de su grupo a un cuartel del ejército
que ocuparon, y tras un discurso a la tropa, él y su compañero
Masakatsu Morita se suicidaron mediante
seppuku. Mishima realizó su
seppuku en el despacho del General Kanetoshi Mashita. Su
kaishaku
(asistente) trató 3 veces de decapitarlo sin éxito. Finalmente, fue
Hiroyasu Koga quien realizó la decapitación. Posteriormente, Masakatsu
Morita intentó realizar su propio seppuku. Aunque sus cortes fueron poco
profundos para ser fatales, hizo una señal a Koga para que también le
decapitase.
Con su muerte desapareció uno de los críticos más lúcidos de la
sociedad japonesa de posguerra y un artista superdotado que marcó
señaladamente un rumbo en la historia de la literatura japonesa
contemporánea.
A la edad de 12, Mishima comenzó a escribir sus primeras historias. Leyó vorazmente las obras de
Wilde,
Rilke,
y numerosos clásicos japoneses. Aunque su familia no era tan rica como
las de los otros estudiantes de su colegio, Natsu insistió en que
asistiera a la elitista Escuela Peers (donde acudía la aristocracia
japonesa, y de forma eventual, plebeyos extremadamente ricos).
Después de seis desdichados años de colegio, continuaba siendo un
adolescente frágil y pálido, aunque empezó a prosperar y se convirtió en
el miembro más joven de la junta editorial en la sociedad literaria de
la escuela. Fue invitado a escribir un relato para la prestigiosa
revista literaria,
Bungei-Bunka (
Cultura literaria) y presentó
Hanazakari no Mori (
El bosque en todo su esplendor).
La historia fue publicada en forma de libro en el año 1944, aunque en
una pequeña tirada debido a la escasez de papel en tiempo de guerra.
Mishima fue llamado a filas de la Armada japonesa durante la
Segunda Guerra Mundial.
Cuando pasó la revisión médica coincidió con que estaba resfriado, y de
forma espontánea le mintió al doctor de la armada sobre que tenía
síntomas de
tuberculosis
y debido a ello fue declarado incapacitado. Aunque a Mishima le alivió
mucho el no tener que ir a la guerra, continuó sintiéndose culpable por
haber sobrevivido y haber perdido la oportunidad de una muerte heroica.
Aunque su padre le había prohibido escribir ninguna historia más,
Mishima continuó escribiendo en secreto cada noche, apoyado y protegido
por su madre Shizue, quien era siempre la primera en leer cada nueva
historia. Después de la escuela, su padre, que simpatizaba con los
nazis, no le permitiría ejercer una carrera de escritor, y en lugar de
ello le obligó a estudiar Ley alemana. Asistiendo a clase durante el día
y escribiendo durante la noche, Mishima se graduó en la elitista
Universidad de Tokio
en 1947 en Derecho. Obtuvo un trabajo como funcionario en el Ministerio
de Finanzas japonés y se estableció para una prometedora carrera.
Sin embargo, acabó tan agotado que su padre estuvo de acuerdo con la
dimisión de Mishima de su cargo durante su primer año, para dedicar su
tiempo a la escritura.
Mishima comenzó su primera novela,
Tōzoku (Ladrones), en 1946 y
la publicó en 1948, colocándose en la segunda generación de escritores
de posguerra (una clasificación en la literatura japonesa moderna que
agrupa a los escritores que aparecieron en la escena literaria de
posguerra, entre 1948 y 1949). Le siguió
Kamen no Kokuhaku (
Confesiones de una máscara), una obra autobiográfica sobre un joven de
homosexualidad
latente que debe esconderse tras una máscara para encajar en la
sociedad. La novela tuvo un enorme éxito y convirtió a Mishima en una
celebridad a la edad de 24 años.
Mishima fue un escritor disciplinado y versátil. No solo escribió
novelas, novelas de series populares, relatos y ensayos literarios,
también obras muy aclamadas para el teatro
kabuki y versiones modernas de dramas
nō tradicionales.
Su escritura le hizo adquirir fama internacional y un considerable seguimiento en
Europa y
América, siendo muchas de sus obras más famosas traducidas al inglés y otras lenguas europeas.
Viajó ampliamente, siendo propuesto para el
Premio Nobel de Literatura en tres ocasiones, y fue pretendido por muchas publicaciones extranjeras. Sin embargo, en 1968 su primer mentor
Yasunari Kawabata
ganó el premio y Mishima se dio cuenta de que las posibilidades de que
fuera concedido a otro autor japonés en un futuro próximo eran escasas.
Se cree también que Mishima quiso dejar el premio a Kawabata, de más
edad, como muestra de respeto para el hombre que lo había presentado a
los círculos literarios de Tokio en la década de los 40.
Tras
Confesiones de una máscara, Mishima trató de dejar atrás
al joven hombre que había vivido sólo dentro de su cabeza, continuamente
coqueteando con la muerte. Intentó vincularse al mundo real y físico,
realizando una estricta
actividad física. En 1955, Mishima practicó
entrenamiento con pesas,
y no interrumpió su régimen de entrenamiento de tres sesiones por
semana durante los últimos 15 años de su vida. Del material menos
prometedor forjó un impresionante físico, como muestran las fotografías
que se hizo. También llegó a ser muy hábil en
Kendō (el
arte marcial japonés de la esgrima).
Aunque visitó bares de ambiente en Japón, Mishima permaneció como
observador, y sólo tuvo encuentros con hombres cuando viajó al
extranjero. Después de considerar brevemente el enlace con Michiko Shoda
(se convertiría después en esposa del Emperador
Akihito) se casó con Yoko Sugiyama en
1958. En los tres años siguientes la pareja tuvo una hija y un hijo.
En el año 1967, Mishima se alistó en las Fuerzas de Autodefensa de
Japón (el ejército japonés) y tuvo un entrenamiento básico. Un año más
tarde formó la
Tatenokai
(Sociedad del Escudo), milicia privada compuesta sobre todo por jóvenes
estudiantes patriotas, de estética fascistoide, que estudiaban
principios de artes marciales y disciplinas físicas, que también fueron
entrenados a través de las Fuerzas de Autodefensa de Japón bajo la
supervisión de Mishima.
En los últimos diez años de su vida, Mishima actuó en varias películas y codirigió la adaptación de una de sus historias,
Yûkoku.
El
25 de noviembre de
1970, Mishima y cuatro miembros de la Tatenokai visitaron con un pretexto al comandante del campamento
Ichigaya, el cuartel general de
Tokio del Comando Oriental de las
Fuerzas de Autodefensa de Japón.
Una vez dentro, procedieron a cercar con barricadas el despacho y
ataron al comandante a su silla. Con un manifiesto preparado y pancartas
que enumeraban sus peticiones, Mishima salió al balcón para dirigirse a
los soldados reunidos abajo. Su discurso pretendía inspirarlos para que
se alzaran, dieran un
golpe de estado
y que devolvieran al Emperador a su legítimo lugar. Sólo consiguió
molestarlos, que le abuchearan y se mofaran de él. Como no fue capaz de
hacerse oír, acabó con el discurso tras unos pocos minutos. Regresó a la
oficina del comandante y cometió
seppuku. La costumbre de la
decapitación al final de este
ritual le fue asignada a
Masakatsu Morita,
miembro de la Tatenokai. Pero Morita no fue capaz de realizar su tarea
de forma adecuada: después de varios intentos fallidos, le permitió a
otro miembro de la Tatenokai, Hiroyasu Koga, acabar el trabajo. Entonces
Morita también cometió seppuku y fue decapitado por Koga.
Otros elementos tradicionales del suicidio ritual fueron la composición de
jisei no ku (un poema compuesto por uno mismo cuando se acerca la hora de su propia muerte) antes de su entrada en el cuartel general.
1
Mishima preparó su suicidio meticulosamente durante al menos un año y
nadie ajeno al cuidadosamente seleccionado grupo de miembros de la
Tatenokai sospechaba lo que estaba planeando. Mishima debía haber sabido
que su intento de golpe jamás podría haber tenido éxito y su biógrafo,
traductor, y antiguo amigo John Nathan sugiere que fue sólo un pretexto
para el suicidio ritual con el cual Mishima tanto había soñado. Mishima
se aseguró de que sus asuntos estuvieran en orden e incluso tuvo la
previsión de dejar dinero para la defensa en el juicio de los otros 3
miembros de la Tatenokai que no murieron.
El suicidio de Mishima ha estado siempre rodeado de mucha
especulación. En el momento de su muerte acababa de terminar el libro
final de su tetralogía
El mar de la fertilidad, compuesta por las novelas
Nieve de primavera,
Caballos desbocados,
El templo del alba y
La corrupción de un ángel
(esta última editada póstumamente, ya que el mismo día de su suicidio
se la entregó a su editor), que, en su conjunto, constituyen una especie
de testamento ideológico del autor, que se rebelaba contra una sociedad
para él sumida en la decadencia moral y espiritual. Fue reconocido como
uno de los más importantes estilistas del lenguaje japonés de
posguerra.
Mishima escribió 40 novelas, 18 obras de teatro, 20 libros de relatos, y al menos, 20 libros de ensayos, así como un
libreto.
Una gran porción de su obra se compone de libros escritos rápidamente
sólo por los beneficios monetarios, pero incluso no teniendo en cuenta
estos, seguimos teniendo una parte sustancial de su obra.
Obras principales:
Madame de Sade. Confesiones de una máscara (仮面の告白;
Kamen no kokuhaku),
1948.
Sed de amor (愛の渇き;
Ai no Kawaki),
1950.
Los años verdes (青の時代;
Ai no jidai),
1950.
El color prohibido (禁色;
Kinjiki),
1954.
.El rumor del oleaje (潮騒
Shiosai),
1956.
El pabellón de oro (金閣寺;
Kinkakuji), 1956.
Después del banquete (宴のあと;
Utage no ato) ,
1960.
El marino que perdió la gracia del mar, (午後の曳航;
Gogo no eiko),
1963.
La Perla y otros cuentos (;
Shinju oyobi sonota no teiruzu),
1966. Incluye Patriotismo (憂国;
Yokoku) del cual se hizo una película de 29 minutos y cuyas escenas aluden a su propio
harakiri.
El mar de la fertilidad (tetralogía) (豊饒の海;
Hojo no umi,
1964-
1970. Nieve de primavera (春の雪;
Haru no yuki).
Caballos desbocados (奔馬;
Homba).
El templo del alba (暁の寺;
Akatsuki no tera),
La corrupción de un ángel, (天人五衰;
Tennin gosui), .
- Música (音楽; Ongaku), 1972.
Trata sobre la terapia que lleva a cabo un psicoanalista (el doctor
Shiomi) con su paciente (Reiko), la cual llega a su consultorio
aclarando que misteriosamente ha dejado de oír la música, que es
utilizada por la paciente como una metáfora del orgasmo. La novela se
centra en la investigación profesional del médico por encontrar la razón
de la frigidez de la paciente y por aclarar la atracción que ésta
despierta en él. Lecciones espirituales para los jóvenes samuráis, (葉隠入門; Hagakure Nyūmon)
Su carácter narcisista le llevó a participar en representaciones teatrales, espectáculos públicos y películas como
Yokoku (llamada en el mundo occidental "Patriotismo", o, en
Japón,
"El rito de amor y de muerte"), corto que él mismo escribió, dirigió,
protagonizó y produjo. En él, representó su propio
seppuku.
Semblanza biográfica: Wikipedia. Texto:ciudadseva.com. Foto:internet.