Guillermo Samperio
Sencilla mujer de mediodía
Sencilla mujer de mediodía
Esta sencilla mujer de mediodía,
además de largos pasadores naranja en su cabello, tiene el extraño
nombre de Violeta. Se puede encontrar a Violeta entre paredes caseras,
saliendo de alguna puerta color tabaco, detrás de sus ojos azules y
un vestido amarillo suelto, con ese vuelo discreto que le ofrecerá al
inocente viento de abril. Pero su ámbito originario son las calles
arboladas bajo un sol oriente que calienta y hace oblicuas las sombras
de la mañana. Y Violeta transita hacia la lejana frescura de telas
blancas, cruzando su paso con los sinceros lilas y morados de la
bugambilia y las hirsutas cabelleras en flor de la jacaranda. Se dice
Violeta, eucalipto, azalea y trueno y es hablar de un mismo espacio
que lanza al cielo silenciosas voces de tonalidades diversas,
sencillas y jocosas. Violeta entra naturalmente en sus pasos, su
cuerpo se mueve como el imperceptible crecimiento de las plantas de
sombra que un día nos sorprenden con su presencia de fuego, ni mustio
ni pretencioso. La misma luminosidad azarosa surge en las mejillas de
Violeta; en ella está también el principio que explica las flamas que
se posan en las grandes ramas cuando el viento se ha ido. El pelo
ámbar a la altura de la barbilla y recogido apenas a los lados se
balancea con la misma modulada cadencia del vuelo de su vestido. Forman
una simetría contrapendular, ordenada por el ir pausado de Violeta y
el asimétrico vaivén de sus brazos, cuyos ambarinos vellos a veces
brillan en la temperatura cálida que baja a la tierra y se levanta de
las banquetas. La mujer camina hacia la exactitud porque sus largas
piernas avanzan por un camino de certezas, apenas demorándose para que
ella mire una enredadera esponja, o para dar paso a los automóviles
que cruzan su viaje solitario por la avenida arbolada. Reinicia su
andar entonces apoyándose segura en los zapatos color dorado mate, de
punta redondeada y tacón a media altura, felices y discretos. Ellos
sugieren las relaciones de la mujer con el sol, ese noble pariente que
la acompañará a lo largo de la primavera y el verano, ofreciéndole
sugerentes consejos de luz y sombra, de tibiezas y ardores, de flores
sutiles e insectos galantes. Espíritu del sol calzando sus pies,
puntas de llamas en el vestido y el cabello, detalles de fuego rojo en
sus labios, amplia habitación del sol en su mirada, Violeta mueve las
líneas de sus pantorrillas, libres bajo la tela volante que termina
donde principian los muslos. Su piel ha ido cobrando la tonalidad
ligeramente sepia de algunos crepúsculos de mayo que maduran hacia los
amaneceres siena de junio y julio. Mientras tanto, la mujer va
cubierta con ese sepia musitado, camino a la blancura y la tibieza.
Elige una calle empedrada e introduce la lumbre de su cuerpo y su
vestir entre una vegetación un poco más apretada, entre edificaciones
antiguas que han guardado en sus piedras el paso de centenares de
abriles, y sus altos muros han permitido que las trepadoras depositen
lo verde y broten de ellas minúsculos peces blancos, azules,
colorados. Se podría afirmar sin duda que la mujer se ha desprendido
de ese ambiente y ha vivido siempre bajo esos eucaliptos y colorines
que nunca alcanzarán los brazos extendidos del sol. Por este vericueto
estrecho de antaño los olores entran en desnuda plática, revuelan
lentos y se meten al cabello de Violeta, se estrechan a su rostro y se
introducen bajo el escote oval; las palabras aromáticas le platican
historias de mujeres tan hermosas como ella que han transitado la
misma leyenda. Violeta, sin proponérselo, responde con el lenguaje del
aroma de su cuerpo y devuelve frases táctiles que se mezclan con los
olores eternos de ese mediodía. En el momento en que la mujer da
vuelta en un callejón todavía más apretado, su ausencia resulta
evidente en el camino que abandonó. Pero la nueva calleja se abrillanta
y ahora es difícil distinguir entre la luz de la vegetación y la de
Violeta, pues se reconocen, comprenden y confunden. Mencionar lumbre,
abril, pirul, sitio del sol es decir que Violeta avanza sobre los bordes
del ardor permitiendo que la noble humedad de los muros roce sus
labios apenas gruesos. Esa caricia desciende a sus hombros que van al
aire y de allí a los brazos y a sus senos frutales, a la cintura y a
la cadera, hasta detenerse sobre sus piernas. Violeta lo agradece
porque la humedad representa el mensaje mustio de la penumbra
consentida, de los giros primeros de la ternura, de esa otra
vegetación donde también existe una plática de aromas, colores,
formas. La mujer cambia el ritmo y se pone ágil, semejante a gloria
que echa a volar sus menudas flores. Así son sus movimientos,
decididos, irreversibles, semejantes al cambio de invierno en
primavera. Y Violeta lo comprende en el palpitar de sus flexibles
músculos, como se entienden entre sí la música y una mujer que duerme,
el ciervo y la encina, el carbón encendido y el incienso. Llega al
fondo de la calleja y se detiene ante una puerta pequeña de cedro;
toca ligero, la puerta después se abre de manera automática y Violeta
entra cerrando tras de sí. En una débil sombra, aparece una escalera de
color tabaco rubio, sube con plenitud produciendo percusivos ecos que
la acompañan. Llega a una estancia donde hay muebles bajos de pino,
objetos de límpido cristal, espigas de trigo multicolores explotando en
lugares discretos, cojines de floreadas telas hindúes, viejas
figurillas de bronce y latón, ceniceros de vidrio azul; todo ello
sobre una alfombra blanca con manchones canela semejante a la pelambre
de las cabras. La pieza es apacible y la mujer levanta los brazos,
gira lentamente sobre sí misma danzando para el silencio y se detiene
poniendo sus brazos sobre los muslos. Se despoja los zapatos, sus pies
reciben la caricia de la alfombra; da vuelta alrededor de la mesita
de centro gozando las pisadas. Ahora se encuentra detenida frente a
una puerta entornada que da a otra habitación, se acerca y percibe una
penumbra más densa, cadenciosamente la penetra. Ante la frescura de
un lecho verde limón, el cuerpo y el vestir de Violeta son el fuego:
los pasadores, su cabellera, el rostro, sus hombros, los vellos de sus
brazos, el vestido, sus piernas, los pies descalzos. La sencilla
mujer de mediodía se decide y deja totalmente libre su pelo y lo agita
con lentitud produciendo brillos en la sombra. Se aproxima a la cama,
lleva sus manos al lienzo, lo acaricia largamente: luego lo retira
dejando descubiertas las sábanas. Mientras Violeta se despoja las
llamas que la cubren y un fuego mayor ilumina la recámara, Abril entra
a la pieza desnudo. Se tienden sobre las telas blancas, en la
exactitud de la penumbra consentida, entre las complicidades del
silencio, y empieza otra plática de aromas, colores, formas, juegos de
luz y sombra, flores sutiles e insectos galantes, donde sobrevendrán
nuevas humedades.
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