William Gibson
El Continuo de Gernsback
Supongo que la cosa empezó en Londres, en aquella falsa taberna
griega de Battersea Park Road, con un almuerzo a expensas de la empresa
de Cohen.
Por fortuna, el asunto empieza a desvanecerse, a convertirse en un
episodio. Cuando todavía capto la extraña visión, es periférica; meros
fragmentos de cromo de científico loco, que se limitan al rabillo del
ojo. Hubo aquella ala volante sobre San Francisco la semana pasada, pero
era casi translúcida. Y los descapotables de aleta de tiburón se han
vuelto más escasos, y las autopistas evitan discretamente desplegarse,
para no convertirse en esos esplendorosos monstruos de ochenta carriles
que forzosamente tuve que recorrer el mes pasado en mi Toyota alquilado.
Y sé que nada de eso me seguirá hasta Nueva York; mi visión se está
estrechando, centrándose en una única longitud de onda de probabilidad.
He trabajado duro para lograrlo. La televisión ayudó mucho.
Supongo que la cosa empezó en Londres, en aquella falsa taberna
griega de Battersea Park Road, con un almuerzo a expensas de la empresa
de Cohen. Comida recalentada, y luego tardaron treinta minutos en
encontrar un cubo de hielo para el retsina. Cohen trabaja en
Barris-Watford, que publica libros de formato grande, en rústica, sobre
temas de moda: historias ilustradas de los letreros de neón, la máquina
tragamonedas, los juguetes de cuerda del Japón Ocupado. Yo había ido
para fotografiar una serie de anuncios de calzado; chicas californianas
de piernas bronceadas y juguetonas zapatillas fluorescentes hicieron
travesuras para mí en las escaleras mecánicas de St. John's Wood y en
los andenes de Tooting Bec. Una magra y hambrienta agencia de publicidad
había decidido que los misterios del London Transport venderían
zapatillas de nailon de suela reticular. Ellos deciden; yo hago las
fotos. Y Cohen, a quien conocía vagamente de los viejos tiempos en Nueva
York, me había invitado a almorzar la víspera de mi partida desde
Heathrow. Apareció acompañado por una mujer joven vestida muy a la moda y
llamada Dialta Downes, que carecía virtualmente de mentón y era, sin
duda, una conocida historiadora del pop art.
Retrospectivamente, la veo caminando junto a Cohen bajo un aviso de
neón flotante que destella intermitentes "Por aquí está la locura" en
enormes mayúsculas sin serif.
Cohen nos presentó y me explicó que Dialta era la principal animadora
del último proyecto de Barris-Watford, una historia ilustrada de lo que
ella llamó el "modernismo aerodinámico americano". Cohen lo llamaba
"gótico de pistola de rayos". El título provisorio de la obra era La
futurópolis aerodinámica: el mañana que nunca fue.
Hay en los británicos una obsesión por los elementos más barrocos de
la cultura pop americana, algo parecido al extraño fetichismo de los
alemanes con los indios-y-vaqueros o la aberrante ansia de los franceses
por las viejas películas de Jerry Lewis. En Dialta Downes esto se
manifestaba en una manía por un estilo arquitectónico, exclusivamente
norteamericano, del que la mayoría de los norteamericanos casi no son
conscientes. Al principio yo no sabía bien de qué me hablaba, pero luego
empecé a comprender. Me encontré recordando la televisión matutina de
los domingos en los años cincuenta.
A veces, el canal local pasaba, como relleno, viejos y gastados
noticiarios. Uno se sentaba con un bocadillo de manteca de cacahuete y
un vaso de leche; y una voz de barítono hollywoodense, plagada de ruidos
de estática, te decía que había Un Coche Volador En Tu Futuro. Y tres
ingenieros de Detroit se ponían a dar vueltas en un viejo y enorme Nash
alado; y los veías pasar retumbando por alguna abandonada carretera de
Michigan. En realidad nunca te mostraban cuándo despegaba, pero se iba
volando hasta la tierra del nunca jamás de Dialta Downes, verdadero
hogar de una generación de tecnófilos totalmente desinhibidos.
Ella hablaba de esos retazos de la arquitectura "futurista" de los
años treinta y cuarenta con que uno se cruza todos los días en las
ciudades americanas sin tenerlos en cuenta: las marquesinas de los
cines, diseñadas para que irradien una energía misteriosa, las tiendas
de baratijas con fachadas de aluminio acanalado, las sillas de tubos
cromados que acumulan polvo en los vestíbulos de los hoteles. Ella veía
esas cosas como segmentos de un mundo de sueños, abandonados en un
presente perezoso; quería que yo se los fotografiase.
La década de los treinta dio luz a la primera generación de
diseñadores industriales; hasta entonces todos los sacapuntas habían
parecido sacapuntas: el básico mecanismo victoriano, tal vez con algún
arabesco decorativo en los bordes. Tras el advenimiento de los
diseñadores, algunos sacapuntas parecían haber sido armados en túneles
de viento. En la mayoría, el cambio era sólo superficial: bajo la
aerodinámica cáscara cromada uno descubría el mismo mecanismo
victoriano. Lo cual en cierto modo era lógico, pues los diseñadores
norteamericanos más famosos habían sido reclutados en las filas de los
escenógrafos de Broadway. Todo era un escenario teatral, una serie de
exquisitos decorados para jugar a vivir en el futuro.
Durante la sobremesa, Cohen sacó un grueso sobre de manila lleno de
fotografías en papel brillante. Vi las estatuas aladas que guardan la
presa Hoover, adornos de hormigón de doce metros de altura que apuntan
con firmeza hacia un huracán imaginario. Vi una docena de fotos del
Johnson's Wax Building de Frank Lloyd Wright, pegadas sobre carátulas de
viejos números de Amazing Stories, obra de un artista llamado Frank R.
Paul; a los empleados del Johnson's Wax les habría parecido que estaban
entrando en una de las utopías que Paul pintaba con aerógrafo. El
edificio de Wright daba la impresión de haber sido diseñado para gente
que llevara togas blancas y sandalias de acrílico. Me demoré en un
esbozo de un avión de hélice especialmente pomposo, todo ala, como un
gordo y simétrico búmeran, con ventanas en lugares inverosímiles. Unas
flechas rotuladas indicaban la posición de la sala de baile y dos
canchas de squash. Databa de 1936.
—Esta cosa no podría haber volado, ¿verdad? —miré a Dialta Downes.
—Qué va, de ninguna manera, aun con esas doce hélices enormes; pero a
ellos les encantaba el aspecto, ¿entiendes? De Nueva York a Londres en
menos de dos días, comedores de primera clase, camarotes privados,
cubiertas para tomar sol, jazz y baile por las noches... Los diseñadores
eran populistas, y trataban de dar al público lo que el público quería.
Lo que el público quería que fuese el futuro.
Hacía tres días que estaba en Burbank, tratando de infundir carisma a
un roquero de aspecto realmente aburrido, cuando recibí el paquete de
Cohen. Es posible fotografiar lo que no está; resulta muy difícil y es,
por lo tanto, un talento muy vendible. Si bien es cierto que no lo hago
mal, no soy exactamente el mejor, y aquel pobre tipo agotó la
credibilidad de mi Nikon. Salí deprimido, porque me gusta hacer bien mi
trabajo, pero no deprimido del todo, porque me aseguré de recibir el
cheque por el trabajo, y resolví reponerme con el sublime,
seudoartístico encargo de Barris Watford. Cohen me había enviado algunos
libros sobre el diseño de los años treinta, más fotos de edificios
aerodinámicos, y una lista con los cincuenta ejemplos favoritos de
Dialta Downes en California.
La fotografía arquitectónica implica a veces una gran dosis de
espera: el edificio se convierte en una especie de reloj de sol,
mientras uno aguarda a que una sombra se aleje de un detalle que se
quiere fotografiar, o que la masa y el equilibrio de la estructura se
muestren de una cierta manera. Mientras esperaba, me imaginé en la
América de Dialta Downes. Cuando aislé algunos de los edificios de
fábricas en el cristal esmerilado de la Hasselblad, aparecieron con una
especie de siniestra dignidad totalitaria, como los estadios que Albert
Speer construía para Hitler. Pero el resto era inexorablemente cursi:
material efímero moldeado por el subconsciente colectivo norteamericano
de los años treinta, y que tendía a sobrevivir ante todo en zonas
deprimentes, bordeadas de moteles polvorientos, colchonerías al por
mayor y pequeños depósitos de automóviles de ocasión. Me dediqué sobre
todo a las estaciones de servicio. Durante el apogeo de la Era Downes,
encargaron a Ming el Implacable el diseño de las estaciones de servicio
de California. Partidario de la arquitectura de su Mongo natal, Ming
recorrió la costa de arriba abajo, levantando estructuras de pistola de
rayos con estuco blanco. Muchas de ellas presentaban superfluas torres
centrales rodeadas de esos extraños rebordes de radiador que eran el
sello distintivo del estilo y las hacían parecer capaces de generar
potentes estallidos de puro entusiasmo tecnológico, si tan sólo se
pudiese encontrar el interruptor que las ponía en marcha. Fotografié una
en San José una hora antes de que llegaran las motoniveladoras y
arremetieran contra la estructural verdad de yeso, listones y hormigón
barato.
—Considera eso —había dicho Dialta Downes— una especie de América
alternativa: un 1980 que nunca sucedió. Una arquitectura de sueños
frustrados.
Y ese fue mi estado de ánimo mientras recorría las estaciones de
intrincada mezcla socioarquitectónica en mi Toyota rojo; mientras iba
sintonizando la imagen de una vaga Norteamérica que no fue, de plantas
de Coca-Cola que parecían submarinos varados, y de cines de quinta que
parecían templos de alguna secta perdida que había adorado los espejos
azules y la geometría. Y mientras andaba entre aquellas ruinas secretas
se me ocurrió preguntarme qué pensarían del mundo en el que yo vivía los
habitantes de ese futuro perdido.
La década de los treinta soñó con mármol blanco y cromo aerodinámico,
cristal inmortal y bronce bruñido, pero los cohetes de las portadas de
las revistas de Gernsback habían caído en Londres en plena noche,
chillando. Después de la guerra, todo el mundo tuvo coche —sin alas— y
la prometida autopista para conducirlo, con lo que hasta el mismo cielo
se oscureció, y los gases carcomieron el mármol y agujerearon el cristal
milagroso.
Y un día, en las afueras de Bolinas, mientras me preparaba para
fotografiar un ejemplar especialmente lujoso de la arquitectura marcial
de Ming, atravesé una delgada membrana, una membrana de probabilidad...
Casi sin darme cuenta, fui más allá del Borde... Y miré hacia arriba y
vi una cosa con doce motores que parecía un búmeran inflado, todo ala,
volando hacia el este con un zumbido monótono y una gracia elefantina,
tan bajo que pude contar los remaches en esa piel de plata opaca y oír
—quizás— un eco de jazz. Se la llevé a Kihn.
Merv Kihn, periodista independiente, con una dilatada trayectoria en
pterodáctilos de Texas, campesinos visitados por ovnis, monstruos de
Loch Ness de segunda y las diez principales teorías conspiratorias del
rincón más lunático del inconsciente colectivo norteamericano.
—Está bien —dijo Kihn, sacando brillo a las amarillas gafas de caza
Polaroid con el dobladillo de la camisa hawaiana—, pero no es mental; le
falta lo más importante.
—Pero lo vi, Mervyn, estábamos sentados junto a una piscina, al
brillante sol de Arizona. El había ido a Tucson a esperar a un grupo de
funcionarios jubilados de Las Vegas cuya líder recibía mensajes de Ellos
en el horno de microondas. Yo había conducido toda la noche y lo
sentía.
—Claro que lo viste. Claro que lo viste. Has leído mis cosas. ¿No has
entendido mi solución general para el problema de los ovnis? Es muy,
muy sencilla: la gente —se colocó cuidadosamente las gafas sobre la
nariz larga y ganchuda y me clavó su mejor mirada de basilisco— ve...
cosas. La gente ve esas cosas. No hay nada, pero la gente ve esas cosas.
No hay nada, pero la gente ve de todos modos. Quizá porque lo necesita.
Has leído a Jung, y deberías saber de qué se trata... Tu caso es tan
obvio: admites que pensabas en esa arquitectura chiflada, que
fantaseabas... Mira, estoy seguro de que habrás probado tus drogas, ¿no
es cierto? ¿Cuánta gente sobrevivió a los sesenta en California sin
sufrir alguna que otra alucinación? Por ejemplo esas noches en que
descubrías que ejércitos enteros de técnicos de Disney se habían ocupado
de bordarte en los tejanos hologramas animados de jeroglíficos
egipcios, o esos momentos en que...
—Pero no fue así.
—Claro que no. Claro que no fue así; ocurrió "en un marco de clara
realidad", ¿no es cierto? Todo normal, y de pronto ahí está el monstruo,
el mandala, el cigarro de neón. En tu caso, un gigantesco avión de
novela de aventura. Sucede todo el tiempo. Ni siquiera estás loco. Eso
lo sabes, ¿verdad? —sacó una cerveza de la maltratada nevera portátil de
telgopor que tenía junto a la silla.
—La semana pasada estuve en Virginia. En el condado de Grayson.
Entrevisté a una chica de dieciséis años que había sido atacada por una
cabeza de oso.
—¿Una qué?
—Una cabeza de oso. La cabeza cortada de un oso. Pues esta cabeza,
verás, flotaba por ahí en su propio platillo volador, que se parecía un
poco a los tapacubos del Caddy antiguo del primo Wayne. Tenía ojos
colorados y brillantes, como dos brasas de cigarro, y antenas
telescópicas de cromo que se le abomban por detrás de las orejas —Mervyn
eructó.
—¿La atacó? ¿Cómo?
—No lo quieras saber; sin duda eres impresionable. "Era una cabeza
fría —dijo, ensayando su mal acento sureño— y metálica." Hacía ruidos
electrónicos. Eso es auténtico, amigo, un material que llega
directamente del inconsciente colectivo; esa niña es una bruja. No tiene
sitio en esta sociedad. Habría visto al diablo si no hubiese crecido
con El hombre biónico y todas esas reposiciones de Star Trek. Está
conectada a la vena principal. Y sabe que eso le sucedió. Me fui diez
minutos antes de que apareciesen los fanáticos de los ovnis con el
polígrafo.
Debió de pensar que yo estaba disgustado, porque puso cuidadosamente la cerveza junto a la nevera y se incorporó.
—Si quieres una explicación más elegante, te diría que viste un
fantasma semiótico. Todas esas historias de contactos, por ejemplo,
comparten un tipo de imaginería de ciencia-ficción que impregna nuestra
cultura. Podría aceptar extraterrestres, pero no extraterrestres que
pareciesen salidos de un cómic de los años cincuenta. Son fantasmas
semióticos, trozos de imaginería cultural profunda que se han
desprendido y adquirido vida propia, como las aeronaves de Julio Verne
que siempre veían esos viejos granjeros de Kansas. Pero tú viste otra
clase de fantasma, eso es todo. Ese avión fue en otro tiempo parte del
inconsciente colectivo. Tú, de alguna manera, sintonizaste con eso. Lo
importante es no preocuparse.
Pero yo me preocupaba.
Kihn se peinó el menguante pelo rubio y se fue a oír lo que Ellos
habían dicho por el radar últimamente; yo corrí las cortinas de mi
habitación y me acosté a preocuparme en la oscuridad refrigerada.
Aún estaba preocupándome cuando desperté. Kihn me había dejado un
mensaje en la puerta: volaba hacia el norte en un avión alquilado para
verificar un rumor sobre mutilaciones de ganado ("mutis", decía él; otra
de sus especialidades periodísticas).
Comí, me duché, tomé una desmigajada pastilla dietética que había
estado un tiempo dando tumbos en el fondo del estuche de la afeitadora y
emprendí el regreso a Los Angeles.
La velocidad limitaba mi visión al túnel de las luces del Toyota. El
cuerpo podría conducir, me decía, mientras la mente funcionase.
Funcionase y se mantuviese alejada del extraño y periférico
acompañamiento visual de las anfetaminas y el agotamiento, la vegetación
espectral, luminosa, que crece en el rabillo del ojo mental cuando se
recorren autopistas a altas horas de la noche. Pero la mente tiene sus
propias ideas, y la opinión de Kihn respecto a lo que yo ya consideraba
mi "visión" me resonaba interminablemente en la cabeza, girando en
órbita asimétrica. Fantasmas semióticos. Fragmentos del Sueño Colectivo
caracoleando al viento a mi paso. Por algún motivo, aquel bucle de
retroacción agravó el efecto de la pastilla dietética, y la vegetación
que crece junto a la carretera comenzó a adoptar los colores de una
imagen de satélite captada con infrarrojos, jirones brillantes que
estallaban al paso del Toyota.
Entonces salí de la autopista y media docena de latas de cerveza
parpadearon dándome las buenas noches antes de apagar las luces. Me
pregunté qué hora sería en Londres, y traté de imaginar a Dialta Downes
desayunando en su apartamento de Hampstead, rodeada de aerodinámicas
estatuillas de cromo y libros sobre la cultura americana.
Las noches del desierto son enormes en esa región; la luna está más
cerca. Miré la luna un buen rato y llegué a la conclusión de que Kihn
tenía razón: lo importante era no preocuparse. A todo lo ancho del
continente, día tras día, gente que era más normal de lo que yo jamás
habría aspirado ser veía pájaros gigantes, patagones, refinerías de
petróleo voladoras: ellos mantenían a Kihn ocupado y solvente. ¿Por qué
habría yo de alterarme por una fugaz visión de la imaginación popular de
los años treinta en el cielo de Bolinas? Resolví dormirme, sin otras
preocupaciones que las serpientes de cascabel y los hippies caníbales; a
salvo en medio de la amistosa basura de una carretera de mi bien
conocido continuo. Al día siguiente iría a Nogales a fotografiar los
viejos burdeles, cosa que pretendía hacer desde hacía años. El efecto de
la pastilla dietética había terminado.
Me despertó la luz, y luego las voces.
La luz venía de alguna parte a mis espaldas, y arrojaba sombras
movedizas al interior del automóvil. Eran voces serenas, confusas, de
hombre y de mujer conversando.
Tenía el cuello tieso y una sensación de arena en los ojos. La pierna
se me había dormido, presionada contra el volante. Busqué
atolondradamente las gafas en el bolsillo de la camisa y por fin logré
ponérmelas.
Entonces miré hacia atrás y vi la ciudad.
Los libros sobre el diseño de los años treinta estaban en el
maletero; uno de ellos contenía esbozos de una ciudad idealizada
inspirada en Metrópolis y en Lo que vendrá, pero donde todo se
escuadraba, lanzándose hacia arriba entre las nubes perfectas de un
arquitecto hasta unos muelles de zepelines y unos delirantes chapiteles
de neón. Aquella ciudad era un modelo a escala de la que se alzaba a mis
espaldas. Los chapiteles se erguían unos sobre otros en brillantes
zigurats que subían hasta una dorada torre del templo central rodeado
por los dementes rebordes de radiador de las gasolineras de Mongo.
Podías esconder el Empire State en la más pequeña de aquellas torres.
Calles de cristal subían entre los chapiteles, transitadas de arriba
abajo por formas plateadas y lisas como gotas de mercurio. El aire
estaba atiborrado de naves: aviones de alas gigantescas, cosas pequeñas,
plateadas, velocísimas (a veces, una de las formas de mercurio de los
puentes celestes se elevaba con gracia en el aire para sumarse a la
danza), dirigibles de más de un kilómetro de longitud, cosas con forma
de libélula que planeaban, girocópteros...
Cerré los ojos y di media vuelta en el asiento. Cuando los abrí, me
obligué a mirar el cuentakilómetros, el pálido polvo de la carretera
sobre el plástico negro del tablero, el cenicero desbordante.
—Psicosis anfetamínica —dije. Abrí los ojos. El tablero seguía allí,
el polvo, las colillas aplastadas. Con mucho cuidado, sin mover la
cabeza, encendí las luces altas.
Y los vi.
Eran rubios. Estaban de pie junto a su automóvil, un aguacate de
aluminio con una aleta central de tiburón y ruedas lisas y negras como
las de un juguete infantil. El rodeaba con el brazo la cintura de la
muchacha, y señalaba hacia la ciudad. Ambos estaban vestidos de blanco:
ropas holgadas, las piernas desnudas, zapatos de un blanco inmaculado.
Ninguno parecía advertir mis luces. El decía algo que era sabio y
fuerte, y ella asentía, y de pronto me asusté: un susto distinto. La
cordura había dejado de ser un problema; sabía, por alguna razón, que la
ciudad a mis espaldas era Tucson: un sueño que Tucson había proyectado
arrancándolo del sueño colectivo de toda una época. Que era real,
completamente real. Pero la pareja frente a mí vivía en él, y ellos me
asustaban.
Eran los hijos de los ochenta que nunca fueron, los ochenta de Dialta
Downes; los Herederos del Sueño. Eran blancos, rubios, y probablemente
de ojos azules. Eran americanos. Dialta había dicho que el futuro había
llegado a América primero, pero que había pasado de largo. Pero no allí,
en el corazón del sueño. Allí habíamos seguido adelante, dentro de una
lógica de sueños que no sabía nada de polución, de los límites finitos
del combustible fósil, de guerras extranjeras que era posible perder.
Ellos eran limpios, felices, y totalmente satisfechos de sí mismos y del
mundo. Y en el Sueño, aquél era el mundo de ellos.
Detrás de mí, la ciudad iluminada: unos reflectores barrían el cielo
por puro placer. Imaginé a la gente atestando las plazas de mármol
blanco, metódica y alerta, los ojos luminosos brillando de entusiasmo
por las avenidas inundadas de luz y por los coches plateados.
Tenía todo el siniestro gusto de la propaganda de las Juventudes Hitlerianas.
Puse el coche en primera y avancé despacio, hasta que el parachoques
quedó a poco menos de un metro de ellos. Seguían sin verme. Bajé la
ventanilla y escuché lo que decía el hombre. Sus palabras eran luminosas
y huecas, como el tono de un folleto de alguna Cámara de Comercio, y
supe que creía en ellas totalmente.
—John —oí que decía la mujer—, hemos olvidado tomar nuestras
pastillas alimenticias –la mujer sacó dos obleas de una cosa que llevaba
en el cinto y le dio una a él. Regresé a la autopista y me puse en
marcha hacia Los Angeles, estremeciéndome y sacudiendo la cabeza.
Llamé a Kihn desde un puesto de gasolina. Uno nuevo, en mal Español
Moderno. Había regresado de su expedición y no pareció molestarle la
llamada.
—Sí, ésa sí que es rara. ¿Trataste de sacar fotos? No es porque fuera
a salir nada, pero añade un frisson interesante a la historia, que las
fotos no hayan salido...
Pero, ¿qué debería hacer?
—Ver mucha televisión, sobre todo programas de juegos y telenovelas.
Películas porno. ¿Has visto Nazi Love Motel? La pasan por cable, aquí.
Es horrible de verdad. Justo lo que necesitas.
¿Qué me estaba diciendo?
—Deja de gritar y escúchame. Te voy a revelar un secreto profesional:
puedes exorcizar todos esos fantasmas semióticos con la peor
programación. Si a mí me quita de encima a los fanáticos de los ovnis, a
ti te puede liberar de esos futuroides modernistas. Inténtalo. ¿Qué
puedes perder?
Y entonces me rogó que lo dejara en paz, aduciendo que tenía una cita temprano con el Elegido.
–¿El qué?
–Esos viejos de Las Vegas; los de los microondas.
Pensé en hacer una llamada a Londres, a cobro revertido, hablar con
Cohen en Barris-Watford y decirle que su fotógrafo se iba a pasar una
larga temporada en la Zona Gris. Al final, dejé que una máquina me
preparase un café realmente imposible y volví al Toyota para terminar el
viaje a Los Angeles.
Los Angeles fue una mala idea, y pasé allí dos semanas. Era el país
primordial de Downes; había allí demasiado Sueño, y demasiados
fragmentos del Sueño aguardando para tenderme una celada. Casi destrozo
el coche en un paso a nivel cerca de Disneylandia, cuando la carretera
se abrió en abanico como un truco de origami y me dejó zigzagueando
entre una docena de minicarriles llenos de sibilantes lágrimas de cromo
con aletas de tiburón. Peor aún. Hollywood estaba lleno de gente que se
parecía demasiado a la pareja que había visto en Arizona. Contraté a un
director italiano que se las arreglaba haciendo trabajos de laboratorio y
diseñando terrazas alrededor de las piscinas mientras esperaba la
llegada de su nave; hizo copias de todos los negativos que había
acumulado durante el encargo de Downes. No quise ver el material. Eso,
sin embargo, no pareció molestar a Leonardo, y cuando hubo terminado el
trabajo examiné las copias al vuelo, como quien mira un mazo de baraja,
las empaqueté y las envié a Londres vía aérea. Luego fui en taxi hasta
una sala donde pasaban Nazi Love Motel, y mantuve los ojos cerrados todo
el tiempo.
El telegrama de felicitación de Cohen me llegó una semana después a
San Francisco. A Dialta le habían encantado las fotos. El admiró el modo
en que me había "metido en el asunto", y esperaba volver a trabajar
conmigo. Esa tarde vi un ala volante sobre Castro Street, pero tenía
algo de tenue, como si estuviese sólo a medias.
Corrí hasta el quiosco de periódicos más cercano y busqué todo lo que
había sobre la crisis petrolera y los peligros de la energía nuclear.
Acababa de decidir comprar un billete aéreo para ir a Nueva York.
—Vaya mundo en el que vivimos, ¿verdad? —el propietario era un negro
delgado de mala dentadura y evidente peluca. Asentí, buscando monedas en
los bolsillos del pantalón, deseando encontrar un banco de parque donde
poder sumergirme en la dura evidencia de la casi distopía humana en que
vivimos—. Pero podría ser peor, ¿verdad?
–Así es –dije–, o peor aún, podría ser perfecto.
El hombre se quedó mirándome mientras me alejaba por la calle con mi pequeño fajo de catástrofes condensadas.
William Ford Gibson, (17 de Marzo del 1948). Escritor de ciencia ficción estadounidense, considerado el padre del cyberpunk.
Gibson es conocido sobre todo por su novela Neuromante (1984), precursora del género cyberpunk y ganadora de los premios Hugo y Nébula. También es el popularizador del término ciberespacio para denominar el espacio virtual creado por las redes informáticas. Junto con sus continuaciones Conde Cero (1986) y Mona Lisa acelerada (1988) forman lo que se ha denominado la Trilogía del Sprawl (o del ensanche).
En la misma línea estética ha escrito otra trilogía (conocida como
Trilogía de Yamazaki o Trilogía del Puente) formada por las novelas Luz virtual (1993), Idoru (1996) y las fiestas del mañana (1999), además de algunos cuentos entre los que destacan Quemando Cromo (1981) y Johnny Mnemonic (1982) --llevada después al cine y protagonizada por el actor Keanu Reeves.
Su última novela Mundo Espejo (2003), abandona la temática ciberpunk para abordar un tecno-thriller con elementos muy actuales.
Novelas: La Trilogía del Sprawl (o del Ensanche): 1.Neuromante (1984).2.Conde Cero (1986).3.Mona Lisa acelerada (1988). Trilogía del Puente: 1.Luz virtual (1993).2.Idoru (1996).3.Todas las fiestas de mañana (1999). Otras novelas: La máquina diferencial (1990), con Bruce Sterling .Mundo espejo (Pattern recognition) (2003). País de espías'(Spook Country. Historia Cero (Zero History). Antologías:
La principal antología de los cuentos e historias cortas de Gibson está publicada en castellano.
- Quemando cromo (1986) [Ed Minotauro 1994, ISBN 84-450-7080-0], colección de relatos que incluye los siguientes cuentos: Johnny Mnemónico (1981) -Omny mayo-, cuento que dio pie al largometraje del mismo nombre de 1995; El continuo de Gernsback (1981) -Universe #11-, cuento del que se hizo una película para TV;.Fragmentos de una rosa olográfica (1977) -Unearth #3-.La especie (1981), con John Shirley -Shadows #4-.Regiones apartadas (1981) -Onmy octubre-, cuento que también se publicó como cómic;.Estrella roja, órbita de invierno (1983), con Bruce Sterling -Omny julio-.Hotel New Rose (1984) -Omny julio-, cuento que también dio pie a otro largometraje en 1998. El mercado de invierno (1985) -Vancouver noviembre-. Combate aéreo (1985), con Michael Swanwick -Omny julio-. Quemando Cromo (1982) -Omny julio-
- Siruela, ed. Mirrorshades. Una Antología Ciberpunk. pp. 312. ISBN 84-7844-418-1. Recopilación por Bruce Sterling. Incluye tres relatos: Jonny Mnemonic. El continuo Gernsback- Estrella roja, órbita invernal
El continuo Gernsback también fue publicado en Cronopaisajes, publicado por Edidiciones B (Nova) y Byblos. Existe también una antología sin publicar en castellano, Fragments en rose de hologramme (1988) [Ed Librio 1998, 2-277-30215-5], selección de cinco relatos de Quemando Cromo publicada en Francia.
Semblanza biográfica: Wikipedia. Foto: archivo.Texto: El cuento del día.
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