El cuento del domingo


Jorge Luis Borges

El Aleph

O God, I could be bounded in a nutshell
and count myself a King of infinite space.
Hamlet, II, 2
    
But they will teach us that Eternity is the Standing still of the Present Time, a Nunc-stans (ast the Schools call it); which neither they, nor any else understand, no more than they would a Hic-stans for an Infinite greatnesse of Place.
Leviathan, IV, 46 
 
La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita. Cambiará el universo pero yo no, pensé con melancólica vanidad; alguna vez, lo sé, mi vana devoción la había exasperado; muerta yo podía consagrarme a su memoria, sin esperanza, pero también sin humillación. Consideré que el treinta de abril era su cumpleaños; visitar ese día la casa de la calle Garay para saludar a su padre y a Carlos Argentino Daneri, su primo hermano, era un acto cortés, irreprochable, tal vez ineludible. De nuevo aguardaría en el crepúsculo de la abarrotada salita, de nuevo estudiaría las circunstancias de sus muchos retratos. Beatriz Viterbo, de perfil, en colores; Beatriz, con antifaz, en los carnavales de 1921; la primera comunión de Beatriz; Beatriz, el día de su boda con Roberto Alessandri; Beatriz, poco después del divorcio, en un almuerzo del Club Hípico; Beatriz, en Quilmes, con Delia San Marco Porcel y Carlos Argentino; Beatriz, con el pekinés que le regaló Villegas Haedo; Beatriz, de frente y de tres cuartos, sonriendo, la mano en el mentón... No estaría obligado, como otras veces, a justificar mi presencia con módicas ofrendas de libros: libros cuyas páginas, finalmente, aprendí a cortar, para no comprobar, meses después, que estaban intactos.
Beatriz Viterbo murió en 1929; desde entonces, no dejé pasar un treinta de abril sin volver a su casa. Yo solía llegar a las siete y cuarto y quedarme unos veinticinco minutos; cada año aparecía un poco más tarde y me quedaba un rato más; en 1933, una lluvia torrencial me favoreció: tuvieron que invitarme a comer. No desperdicié, como es natural, ese buen precedente; en 1934, aparecí, ya dadas las ocho, con un alfajor santafecino; con toda naturalidad me quedé a comer. Así, en aniversarios melancólicos y vanamente eróticos, recibí las graduales confidencias de Carlos Argentino Daneri.
Beatriz era alta, frágil, muy ligeramente inclinada; había en su andar (si el oxímoron* es tolerable) una como graciosa torpeza, un principio de éxtasis; Carlos Argentino es rosado, considerable, canoso, de rasgos finos. Ejerce no sé qué cargo subalterno en una biblioteca ilegible de los arrabales del Sur; es autoritario, pero también es ineficaz; aprovechaba, hasta hace muy poco, las noches y las fiestas para no salir de su casa. A dos generaciones de distancia, la ese italiana y la copiosa gesticulación italiana sobreviven en él. Su actividad mental es continua, apasionada, versátil y del todo insignificante. Abunda en inservibles analogías y en ociosos escrúpulos. Tiene (como Beatriz) grandes y afiladas manos hermosas. Durante algunos meses padeció la obsesión de Paul Fort, menos por sus baladas que por la idea de una gloria intachable. "Es el Príncipe de los poetas de Francia", repetía con fatuidad. "En vano te revolverás contra él; no lo alcanzará, no, la más inficionada de tus saetas."
El treinta de abril de 1941 me permití agregar al alfajor una botella de coñac del país. Carlos Argentino lo probó, lo juzgó interesante y emprendió, al cabo de unas copas, una vindicación del hombre moderno.
-Lo evoco -dijo con una animación algo inexplicable- en su gabinete de estudio, como si dijéramos en la torre albarrana de una ciudad, provisto de teléfonos, de telégrafos, de fonógrafos, de aparatos de radiotelefonía, de cinematógrafos, de linternas mágicas, de glosarios, de horarios, de prontuarios, de boletines...
Observó que para un hombre así facultado el acto de viajar era inútil; nuestro siglo XX había transformado la fábula de Mahoma y de la montaña; las montañas, ahora, convergían sobre el moderno Mahoma.
Tan ineptas me parecieron esas ideas, tan pomposa y tan vasta su exposición, que las relacioné inmediatamente con la literatura; le dije que por qué no las escribía. Previsiblemente respondió que ya lo había hecho: esos conceptos, y otros no menos novedosos, figuraban en el Canto Augural, Canto Prologal o simplemente Canto-Prólogo de un poema en el que trabajaba hacía muchos años, sin réclame, sin bullanga ensordecedora, siempre apoyado en esos dos báculos que se llaman el trabajo y la soledad. Primero, abría las compuertas a la imaginación; luego, hacía uso de la lima. El poema se titulaba La Tierra; tratábase de una descripción del planeta, en la que no faltaban, por cierto, la pintoresca digresión y el gallardo apóstrofe**.
Le rogué que me leyera un pasaje, aunque fuera breve. Abrió un cajón del escritorio, sacó un alto legajo de hojas de block estampadas con el membrete de la Biblioteca Juan Crisóstomo Lafinur y leyó con sonora satisfacción:
He visto, como el griego, las urbes de los hombres,
los trabajos, los días de varia luz, el hambre;
no corrijo los hechos, no falseo los nombres,
pero el voyage que narro, es... autour de ma chambre.

-Estrofa a todas luces interesante -dictaminó-. El primer verso granjea el aplauso del catedrático, del académico, del helenista, cuando no de los eruditos a la violeta, sector considerable de la opinión; el segundo pasa de Homero a Hesíodo (todo un implícito homenaje, en el frontis del flamante edificio, al padre de la poesía didáctica), no sin remozar un procedimiento cuyo abolengo está en la Escritura, la enumeración, congerie o conglobación; el tercero -¿barroquismo, decadentismo; culto depurado y fanático de la forma?- consta de dos hemistiquios gemelos; el cuarto, francamente bilingüe, me asegura el apoyo incondicional de todo espíritu sensible a los desenfadados envites de la facecia. Nada diré de la rima rara ni de la ilustración que me permite, ¡sin pedantismo!, acumular en cuatro versos tres alusiones eruditas que abarcan treinta siglos de apretada literatura: la primera a la Odisea, la segunda a los Trabajos y días, la tercera a la bagatela inmortal que nos depararan los ocios de la pluma del saboyano... Comprendo una vez más que el arte moderno exige el bálsamo de la risa, el scherzo. ¡Decididamente, tiene la palabra Goldoni!
Otras muchas estrofas me leyó que también obtuvieron su aprobación y su comentario profuso. Nada memorable había en ellas; ni siquiera las juzgué mucho peores que la anterior. En su escritura habían colaborado la aplicación, la resignación y el azar; las virtudes que Daneri les atribuía eran posteriores. Comprendí que el trabajo del poeta no estaba en la poesía; estaba en la invención de razones para que la poesía fuera admirable; naturalmente, ese ulterior trabajo modificaba la obra para él, pero no para otros. La dicción oral de Daneri era extravagante; su torpeza métrica le vedó, salvo contadas veces, trasmitir esa extravagancia al poema1.
Una sola vez en mi vida he tenido ocasión de examinar los quince mil dodecasílabos del Polyolbion, esa epopeya topográfica en la que Michael Drayton registró la fauna, la flora, la hidrografía, la orografía, la historia militar y monástica de Inglaterra; estoy seguro de que ese producto considerable, pero limitado, es menos tedioso que la vasta empresa congénere de Carlos Argentino. Éste se proponía versificar toda la redondez del planeta; en 1941 ya había despachado unas hectáreas del estado de Queensland, más de un kilómetro del curso del Ob, un gasómetro al norte de Veracruz, las principales casas de comercio de la parroquia de la Concepción, la quinta de Mariana Cambaceres de Alvear en la calle Once de Septiembre, en Belgrano, y un establecimiento de baños turcos no lejos del acreditado acuario de Brighton. Me leyó ciertos laboriosos pasajes de la zona australiana de su poema; esos largos e informes alejandrinos carecían de la relativa agitación del prefacio. Copio una estrofa:
Sepan. A manderecha del poste rutinario
(viniendo, claro está, desde el Nornoroeste)
se aburre una osamenta -¿Color? Blanquiceleste-
que da al corral de ovejas catadura de osario.

-Dos audacias -gritó con exultación-, rescatadas, te oigo mascullar, por el éxito. Lo admito, lo admito. Una, el epíteto rutinario, que certeramente denuncia, en passant, el inevitable tedio inherente a las faenas pastoriles y agrícolas, tedio que ni las geórgicas ni nuestro ya laureado Don Segundo se atrevieron jamás a denunciar así, al rojo vivo. Otra, el enérgico prosaísmo se aburre una osamenta, que el melindroso querrá excomulgar con horror pero que apreciará más que su vida el crítico de gusto viril. Todo el verso, por lo demás, es de muy subidos quilates. El segundo hemistiquio entabla animadísima charla con el lector; se adelanta a su viva curiosidad, le pone una pregunta en la boca y la satisface... al instante. ¿Y qué me dices de ese hallazgo, blanquiceleste? El pintoresco neologismo sugiere el cielo, que es un factor importantísimo del paisaje australiano. Sin esa evocación resultarían demasiado sombrías las tintas del boceto y el lector se vería compelido a cerrar el volumen, herida en lo más íntimo el alma de incurable y negra melancolía.
Hacia la medianoche me despedí.
Dos domingos después, Daneri me llamó por teléfono, entiendo que por primera vez en la vida. Me propuso que nos reuniéramos a las cuatro, "para tomar juntos la leche, en el contiguo salón-bar que el progresismo de Zunino y de Zungri -los propietarios de mi casa, recordarás- inaugura en la esquina; confitería que te importará conocer". Acepté, con más resignación que entusiasmo. Nos fue difícil encontrar mesa; el "salón-bar", inexorablemente moderno, era apenas un poco menos atroz que mis previsiones; en las mesas vecinas, el excitado público mencionaba las sumas invertidas sin regatear por Zunino y por Zungri. Carlos Argentino fingió asombrarse de no sé qué primores de la instalación de la luz (que, sin duda, ya conocía) y me dijo con cierta severidad:
-Mal de tu grado habrás de reconocer que este local se parangona con los más encopetados de Flores.
Me releyó, después, cuatro o cinco páginas del poema. Las había corregido según un depravado principio de ostentación verbal: donde antes escribió azulado, ahora abundaba en azulino, azulenco y hasta azulillo. La palabra lechoso no era bastante fea para él; en la impetuosa descripción de un lavadero de lanas, prefería lactario, lacticinoso, lactescente, lechal... Denostó con amargura a los críticos; luego, más benigno, los equiparó a esas personas, "que no disponen de metales preciosos ni tampoco de prensas de vapor, laminadores y ácidos sulfúricos para la acuñación de tesoros, pero que pueden indicar a los otros el sitio de un tesoro". Acto continuo censuró la prologomanía, "de la que ya hizo mofa, en la donosa prefación del Quijote, el Príncipe de los Ingenios". Admitió, sin embargo, que en la portada de la nueva obra convenía el prólogo vistoso, el espaldarazo firmado por el plumífero de garra, de fuste. Agregó que pensaba publicar los cantos iniciales de su poema. Comprendí, entonces, la singular invitación telefónica; el hombre iba a pedirme que prologara su pedantesco fárrago. Mi temor resultó infundado: Carlos Argentino observó, con admiración rencorosa, que no creía errar en el epíteto al calificar de sólido el prestigio logrado en todos los círculos por Álvaro Melián Lafinur, hombre de letras, que, si yo me empeñaba, prologaría con embeleso el poema. Para evitar el más imperdonable de los fracasos, yo tenía que hacerme portavoz de dos méritos inconcusos: la perfección formal y el rigor científico, "porque ese dilatado jardín de tropos, de figuras, de galanuras, no tolera un solo detalle que no confirme la severa verdad". Agregó que Beatriz siempre se había distraído con Álvaro.
Asentí, profusamente asentí. Aclaré, para mayor verosimilitud, que no hablaría el lunes con Álvaro, sino el jueves: en la pequeña cena que suele coronar toda reunión del Club de Escritores. (No hay tales cenas, pero es irrefutable que las reuniones tienen lugar los jueves, hecho que Carlos Argentino Daneri podía comprobar en los diarios y que dotaba de cierta realidad a la frase.) Dije, entre adivinatorio y sagaz, que antes de abordar el tema del prólogo, describiría el curioso plan de la obra. Nos despedimos; al doblar por Bernardo de Irigoyen, encaré con toda imparcialidad los porvenires que me quedaban: a) hablar con Álvaro y decirle que el primo hermano aquel de Beatriz (ese eufemismo explicativo me permitiría nombrarla) había elaborado un poema que parecía dilatar hasta lo infinito las posibilidades de la cacofonía y del caos; b) no hablar con Álvaro. Preví, lúcidamente, que mi desidia optaría por b.
A partir del viernes a primera hora, empezó a inquietarme el teléfono. Me indignaba que ese instrumento, que algún día produjo la irrecuperable voz de Beatriz, pudiera rebajarse a receptáculo de las inútiles y quizá coléricas quejas de ese engañado Carlos Argentino Daneri. Felizmente, nada ocurrió -salvo el rencor inevitable que me inspiró aquel hombre que me había impuesto una delicada gestión y luego me olvidaba.
El teléfono perdió sus terrores, pero a fines de octubre, Carlos Argentino me habló. Estaba agitadísimo; no identifiqué su voz, al principio. Con tristeza y con ira balbuceó que esos ya ilimitados Zunino y Zungri, so pretexto de ampliar su desaforada confitería, iban a demoler su casa.
-¡La casa de mis padres, mi casa, la vieja casa inveterada de la calle Garay! -repitió, quizá olvidando su pesar en la melodía.
No me resultó muy difícil compartir su congoja. Ya cumplidos los cuarenta años, todo cambio es un símbolo detestable del pasaje del tiempo; además, se trataba de una casa que, para mí, aludía infinitamente a Beatriz. Quise aclarar ese delicadísimo rasgo; mi interlocutor no me oyó. Dijo que si Zunino y Zungri persistían en ese propósito absurdo, el doctor Zunni, su abogado, los demandaría ipso facto por daños y perjuicios y los obligaría a abonar cien mil nacionales.
El nombre de Zunni me impresionó; su bufete, en Caseros y Tacuarí, es de una seriedad proverbial. Interrogué si éste se había encargado ya del asunto. Daneri dijo que le hablaría esa misma tarde. Vaciló y con esa voz llana, impersonal, a que solemos recurrir para confiar algo muy íntimo, dijo que para terminar el poema le era indispensable la casa, pues en un ángulo del sótano había un Aleph. Aclaró que un Aleph es uno de los puntos del espacio que contienen todos los puntos.
-Está en el sótano del comedor -explicó, aligerada su dicción por la angustia-. Es mío, es mío: yo lo descubrí en la niñez, antes de la edad escolar. La escalera del sótano es empinada, mis tíos me tenían prohibido el descenso, pero alguien dijo que había un mundo en el sótano. Se refería, lo supe después, a un baúl, pero yo entendí que había un mundo. Bajé secretamente, rodé por la escalera vedada, caí. Al abrir los ojos, vi el Aleph.
-¿El Aleph? -repetí.
-Sí, el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos. A nadie revelé mi descubrimiento, pero volví. ¡El niño no podía comprender que le fuera deparado ese privilegio para que el hombre burilara el poema! No me despojarán Zunino y Zungri, no y mil veces no. Código en mano, el doctor Zunni probará que es inajenable mi Aleph.
Traté de razonar.
-Pero, ¿no es muy oscuro el sótano?
-La verdad no penetra en un entendimiento rebelde. Si todos los lugares de la tierra están en el Aleph, ahí estarán todas las luminarias, todas las lámparas, todos los veneros de luz.
-Iré a verlo inmediatamente.
Corté, antes de que pudiera emitir una prohibición. Basta el conocimiento de un hecho para percibir en el acto una serie de rasgos confirmatorios, antes insospechados; me asombró no haber comprendido hasta ese momento que Carlos Argentino era un loco. Todos esos Viterbo, por lo demás... Beatriz (yo mismo suelo repetirlo) era una mujer, una niña de una clarividencia casi implacable, pero había en ella negligencias, distracciones, desdenes, verdaderas crueldades, que tal vez reclamaban una explicación patológica. La locura de Carlos Argentino me colmó de maligna felicidad; íntimamente, siempre nos habíamos detestado.
En la calle Garay, la sirvienta me dijo que tuviera la bondad de esperar. El niño estaba, como siempre, en el sótano, revelando fotografías. Junto al jarrón sin una flor, en el piano inútil, sonreía (más intemporal que anacrónico) el gran retrato de Beatriz, en torpes colores. No podía vernos nadie; en una desesperación de ternura me aproximé al retrato y le dije:
-Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges.
Carlos entró poco después. Habló con sequedad; comprendí que no era capaz de otro pensamiento que de la perdición del Aleph.
-Una copita del seudo coñac -ordenó- y te zampuzarás en el sótano. Ya sabes, el decúbito dorsal es indispensable. También lo son la oscuridad, la inmovilidad, cierta acomodación ocular. Te acuestas en el piso de baldosas y fijas los ojos en el decimonono escalón de la pertinente escalera. Me voy, bajo la trampa y te quedas solo. Algún roedor te mete miedo ¡fácil empresa! A los pocos minutos ves el Aleph. ¡El microcosmo de alquimistas y cabalistas, nuestro concreto amigo proverbial, el multum in parvo!
Ya en el comedor, agregó:
-Claro está que si no lo ves, tu incapacidad no invalida mi testimonio... Baja; muy en breve podrás entablar un diálogo con todas las imágenes de Beatriz.
Bajé con rapidez, harto de sus palabras insustanciales. El sótano, apenas más ancho que la escalera, tenía mucho de pozo. Con la mirada, busqué en vano el baúl de que Carlos Argentino me habló. Unos cajones con botellas y unas bolsas de lona entorpecían un ángulo. Carlos tomó una bolsa, la dobló y la acomodó en un sitio preciso.
-La almohada es humildosa -explicó-, pero si la levanto un solo centímetro, no verás ni una pizca y te quedas corrido y avergonzado. Repantiga en el suelo ese corpachón y cuenta diecinueve escalones.
Cumplí con sus ridículos requisitos; al fin se fue. Cerró cautelosamente la trampa; la oscuridad, pese a una hendija que después distinguí, pudo parecerme total. Súbitamente comprendí mi peligro: me había dejado soterrar por un loco, luego de tomar un veneno. Las bravatas de Carlos transparentaban el íntimo terror de que yo no viera el prodigio; Carlos, para defender su delirio, para no saber que estaba loco, tenía que matarme. Sentí un confuso malestar, que traté de atribuir a la rigidez, y no a la operación de un narcótico. Cerré los ojos, los abrí. Entonces vi el Aleph.
Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato; empieza, aquí, mi desesperación de escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten; ¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca? Los místicos, en análogo trance, prodigan los emblemas: para significar la divinidad, un persa habla de un pájaro que de algún modo es todos los pájaros; Alanus de Insulis, de una esfera cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna; Ezequiel, de un ángel de cuatro caras que a un tiempo se dirige al Oriente y al Occidente, al Norte y al Sur. (No en vano rememoro esas inconcebibles analogías; alguna relación tienen con el Aleph.) Quizá los dioses no me negarían el hallazgo de una imagen equivalente, pero este informe quedaría contaminado de literatura, de falsedad. Por lo demás, el problema central es irresoluble: la enumeración, siquiera parcial, de un conjunto infinito. En ese instante gigantesco, he visto millones de actos deleitables o atroces; ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparan el mismo punto, sin superposición y sin transparencia. Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo es. Algo, sin embargo, recogeré.
En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Fray Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer en el pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemon Holland, vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico, yo solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplican sin fin, vi caballos de crin arremolinada, en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la delicada osatura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzapur una baraja española, vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.
Sentí infinita veneración, infinita lástima.
-Tarumba habrás quedado de tanto curiosear donde no te llaman -dijo una voz aborrecida y jovial-. Aunque te devanes los sesos, no me pagarás en un siglo esta revelación. ¡Qué observatorio formidable, che Borges!
Los zapatos de Carlos Argentino ocupaban el escalón más alto. En la brusca penumbra, acerté a levantarme y a balbucear:
-Formidable. Sí, formidable.
La indiferencia de mi voz me extrañó. Ansioso, Carlos Argentino insistía:
-¿Lo viste todo bien, en colores?
En ese instante concebí mi venganza. Benévolo, manifiestamente apiadado, nervioso, evasivo, agradecí a Carlos Argentino Daneri la hospitalidad de su sótano y lo insté a aprovechar la demolición de la casa para alejarse de la perniciosa metrópoli, que a nadie ¡créame, que a nadie! perdona. Me negué, con suave energía, a discutir el Aleph; lo abracé, al despedirme, y le repetí que el campo y la serenidad son dos grandes médicos.
En la calle, en las escaleras de Constitución, en el subterráneo, me parecieron familiares todas las caras. Temí que no quedara una sola cosa capaz de sorprenderme, temí que no me abandonara jamás la impresión de volver. Felizmente, al cabo de unas noches de insomnio, me trabajó otra vez el olvido. 
Posdata del primero de marzo de 1943. A los seis meses de la demolición del inmueble de la calle Garay, la Editorial Procusto no se dejó arredrar por la longitud del considerable poema y lanzó al mercado una selección de "trozos argentinos". Huelga repetir lo ocurrido; Carlos Argentino Daneri recibió el Segundo Premio Nacional de Literatura2. El primero fue otorgado al doctor Aita; el tercero, al doctor Mario Bonfanti; increíblemente, mi obra Los naipes del tahúr no logró un solo voto. ¡Una vez más, triunfaron la incomprensión y la envidia! Hace ya mucho tiempo que no consigo ver a Daneri; los diarios dicen que pronto nos dará otro volumen. Su afortunada pluma (no entorpecida ya por el Aleph) se ha consagrado a versificar los epítomes del doctor Acevedo Díaz.
Dos observaciones quiero agregar: una, sobre la naturaleza del Aleph; otra, sobre su nombre. Éste, como es sabido, es el de la primera letra del alfabeto de la lengua sagrada. Su aplicación al disco de mi historia no parece casual. Para la Cábala, esa letra significa el En Soph, la ilimitada y pura divinidad; también se dijo que tiene la forma de un hombre que señala el cielo y la tierra, para indicar que el mundo inferior es el espejo y es el mapa del superior; para la Mengenlehre, es el símbolo de los números transfinitos, en los que el todo no es mayor que alguna de las partes. Yo querría saber: ¿Eligió Carlos Argentino ese nombre, o lo leyó, aplicado a otro punto donde convergen todos los puntos, en alguno de los textos innumerables que el Aleph de su casa le reveló? Por increíble que parezca, yo creo que hay (o que hubo) otro Aleph, yo creo que el Aleph de la calle Garay era un falso Aleph.
Doy mis razones. Hacia 1867 el capitán Burton ejerció en el Brasil el cargo de cónsul británico; en julio de 1942 Pedro Henríquez Ureña descubrió en una biblioteca de Santos un manuscrito suyo que versaba sobre el espejo que atribuye el Oriente a Iskandar Zú al-Karnayn, o Alejandro Bicorne de Macedonia. En su cristal se reflejaba el universo entero. Burton menciona otros artificios congéneres -la séptuple copa de Kai Josrú, el espejo que Tárik Benzeyad encontró en una torre (1001 Noches, 272), el espejo que Luciano de Samosata pudo examinar en la luna (Historia verdadera, I, 26), la lanza especular que el primer libro del Satyricon de Capella atribuye a Júpiter, el espejo universal de Merlin, "redondo y hueco y semejante a un mundo de vidrio" (The Faerie Queene, III, 2, 19)-, y añade estas curiosas palabras: "Pero los anteriores (además del defecto de no existir) son meros instrumentos de óptica. Los fieles que concurren a la mezquita de Amr, en el Cairo, saben muy bien que el universo está en el interior de una de las columnas de piedra que rodean el patio central... Nadie, claro está, puede verlo, pero quienes acercan el oído a la superficie, declaran percibir, al poco tiempo, su atareado rumor... La mezquita data del siglo VII; las columnas proceden de otros templos de religiones anteislámicas, pues como ha escrito Abenjaldún: En las repúblicas fundadas por nómadas es indispensable el concurso de forasteros para todo lo que sea albañilería".
¿Existe ese Aleph en lo íntimo de una piedra? ¿Lo he visto cuando vi todas las cosas y lo he olvidado? Nuestra mente es porosa para el olvido; yo mismo estoy falseando y perdiendo, bajo la trágica erosión de los años, los rasgos de Beatriz.
A Estela Canto
1. Recuerdo, sin embargo, estas líneas de una sátira que fustigó con rigor a los malos poetas:
Aqueste da al poema belicosa armadura
De erudicción; estotro le da pompas y galas.
Ambos baten en vano las ridículas alas...
¡Olvidaron, cuidados, el factor HERMOSURA!

Sólo el temor de crearse un ejército de enemigos implacables y poderosos lo disuadió (me dijo) de publicar sin miedo el poema.
2. "Recibí tu apenada congratulación", me escribió. "Bufas, mi lamentable amigo, de envidia, pero confesarás -¡aunque te ahogue!- que esta vez pude coronar mi bonete con la más roja de las plumas; mi turbante, con el más califa de los rubíes."
* Oxímoron: Combinación en una misma estructura sintáctica de dos palabras o expresiones de significado opuesto, que originan un nuevo sentido. Ejemplo: "un silencio atronador".
** Apóstrofe: Figura que consiste en dirigir la palabra con vehemencia en segunda persona a una o varias, presentes o ausentes, vivas o muertas, a seres abstractos o a cosas inanimadas, o en dirigírsela a sí mismo en iguales términos.
Jorge Luis Borges.(Buenos Aires, 1899 - Ginebra, Suiza, 1986) Escritor argentino. Procedía de una familia de próceres que contribuyeron a la independencia del país. Su antepasado, el coronel Isidro Suárez, había guiado a sus tropas a la victoria en la mítica batalla de Junín; su abuelo Francisco Borges también había alcanzado el rango de coronel.
Pero fue su padre, Jorge Borges Haslam, quien rompiendo con la tradición familiar se empleó como profesor de psicología e inglés. Estaba casado con la delicada Leonor Acevedo Suárez, y con ella y el resto de su familia abandonó la casa de los abuelos donde había nacido Jorge Luis y se trasladó al barrio de Palermo, a la calle Serrano 2135, donde creció el aprendiz de escritor teniendo como compañera de juegos a su hermana Norah.
En aquella casa ajardinada aprendió Borges a leer inglés con su abuela Fanny Haslam y, como se refleja en tantos versos, los recuerdos de aquella dorada infancia lo acompañarían durante toda su vida. Apenas con seis años confesó a sus padres su vocación de escritor, e inspirándose en un pasaje del Quijote redactó su primera fábula cuando corría el año 1907: la tituló La visera fatal. A los diez años comenzó ya a publicar, pero esta vez no una composición propia, sino una brillante traducción al castellano de El príncipe feliz de Oscar Wilde.
En el mismo año en que estalló la Primera Guerra Mundial, la familia Borges recorrió los inminentes escenarios bélicos europeos, guiados esta vez no por un admirable coronel, sino por un ex profesor de psicología e inglés, ciego y pobre, que se había visto obligado a renunciar a su trabajo y que arrastró a los suyos a París, a Milán y a Venecia hasta radicarse definitivamente en la neutral Ginebra cuando estalló el conflicto.
Borges era entonces un adolescente que devoraba incansablemente la obra de los escritores franceses, desde los clásicos como Voltaire o Víctor Hugo hasta los simbolistas, y que descubría maravillado el expresionismo alemán, por lo que se decidió a aprender el idioma descifrando por su cuenta la inquietante novela de Gustav Meyrink El golem.
Hacia 1918 lee asimismo a autores en lengua española como José Hernández, Leopoldo Lugones y Evaristo Carriego y al año siguiente la familia pasa a residir en España, primero en Barcelona y luego en Mallorca, donde al parecer compuso unos versos, nunca publicados, en los que se exaltaba la revolución soviética y que tituló Salmos rojos.
En Madrid trabará amistad con un notable políglota y traductor español, Rafael Cansinos-Assens, a quien extrañamente, a pesar de la enorme diferencia de estilos, proclamó como su maestro. Conoció también a Valle Inclán, a Juan Ramón Jiménez, a Ortega y Gasset, a Ramón Gómez de la Serna, a Gerardo Diego... Por su influencia, y gracias a sus traducciones, fueron descubiertos en España los poetas expresionistas alemanes, aunque había llegado ya el momento de regresar a la patria convertido, irreversiblemente, en un escritor.
De regreso en Buenos Aires, fundó en 1921 con otros jóvenes la revista Prismas y, más tarde, la revista Proa; firmó el primer manifiesto ultraísta argentino, y, tras un segundo viaje a Europa, entregó a la imprenta su primer libro de versos: Fervor de Buenos Aires (1923). Seguirán entonces numerosas publicaciones, algunos felices libros de poemas, como Luna de enfrente (1925) y Cuaderno San Martín (1929), y otros de ensayos, como Inquisiciones, El tamaño de mi esperanza y El idioma de los argentinos, que desde entonces se negaría a reeditar.
Durante los años treinta su fama creció en Argentina y su actividad intelectual se vinculó a Victoria y Silvina Ocampo, quienes a su vez le presentaron a Adolfo Bioy Casares, pero su consagración internacional no llegaría hasta muchos años después. De momento ejerce asiduamente la crítica literaria, traduce con minuciosidad a Virginia Woolf, a Henri Michaux y a William Faulkner y publica antologías con sus amigos. En 1938 fallece su padre y comienza a trabajar como bibliotecario en las afueras de Buenos Aires; durante las navidades de ese mismo año sufre un grave accidente, provocado por su progresiva falta de visión, que a punto está de costarle la vida.
Al agudizarse su ceguera, deberá resignarse a dictar sus cuentos fantásticos y desde entonces requerirá permanentemente de la solicitud de su madre y de su amigos para poder escribir, colaboración que resultará muy fructífera. Así, en 1940, el mismo año que asiste como testigo a la boda de Silvina Ocampo y Bioy Casares, publica con ellos una espléndida Antología de la literatura fantástica, y al año siguiente una Antología poética argentina.
En 1942, Borges y Bioy se esconden bajo el seudónimo de H. Bustos Domecq y entregan a la imprenta unos graciosos cuentos policiales que titulan Seis problemas para don Isidro Parodi. Sin embargo, su creación narrativa no obtiene por el momento el éxito deseado, e incluso fracasa al presentarse al Premio Nacional de Literatura con sus cuentos recogidos en el volumen El jardín de los senderos que se bifurcan, los cuales se incorporarán luego a uno de sus más célebres libros, Ficciones, aparecido en 1944.
Vicisitudes públicas
En 1945 se instaura el peronismo en Argentina, y su madre Leonor y su hermana Norah son detenidas por hacer declaraciones contra el nuevo régimen: habrán de acarrear, como escribió muchos años después Borges, una "prisión valerosa, cuando tantos hombres callábamos", pero lo cierto es que, a causa de haber firmado manifiestos antiperonistas, el gobierno lo apartó al año siguiente de su puesto de bibliotecario y lo nombró inspector de aves y conejos en los mercados, cruel humorada e indeseable honor al que el poeta ciego hubo de renunciar, para pasar, desde entonces, a ganarse la vida como conferenciante.
La policía se mostró asimismo suspicaz cuando la Sociedad Argentina de Escritores lo nombró en 1950 su presidente, habida cuenta de que este organismo se había hecho notorio por su oposición al nuevo régimen. Ello no obsta para que sea precisamente en esta época de tribulaciones cuando publique su libro más difundido y original, El Aleph (1949), ni para que siga trabajando incansablemente en nuevas antologías de cuentos y nuevos volúmenes de ensayos antes de la caída del peronismo en 1955.
En esta diversa tesitura política, el recién constituido gobierno lo designará, a tenor del gran prestigio literario que ha venido alcanzando, director de la Biblioteca Nacional e ingresará asimismo en la Academia Argentina de las Letras. Enseguida los reconocimientos públicos se suceden: Doctor Honoris Causa por la Universidad de Cuyo, Premio Nacional de Literatura, Premio Internacional de Literatura Formentor, que comparte con Samuel Beckett, Comendador de las Artes y de las Letras en Francia, Gran Premio del Fondo Nacional de las Artes de Argentina, Premio Interamericano Ciudad de Sáo Paulo...

Jorge Luis Borges
Inesperadamente, en 1967 contrae matrimonio con una antigua amiga de su juventud, Elsa Astete Millán, boda de todos modos menos tardía y sorprendente que la que formalizaría pocos años antes de su muerte, ya octogenario, con María Kodama, su secretaria, compañera y lazarillo, una mujer mucho más joven que él, de origen japonés y a la que nombraría su heredera universal. Pero la relación con Elsa fue no sólo breve, sino desdichada, y en 1970 se separaron para que Borges volviera de nuevo a quedar bajo la abnegada protección de su madre.
Los últimos reveses políticos le sobrevinieron con el renovado triunfo electoral del peronismo en Argentina en 1974, dado que sus inveterados enemigos no tuvieron empacho en desposeerlo de su cargo en la Biblioteca Nacional ni en excluirlo de la vida cultural porteña.
Dos años después, ya fuera como consecuencia de su resentimiento o por culpa de una honesta alucinación, Borges, cuya autorizada voz resonaba internacionalmente, saludó con alegría el derrocamiento del partido de Perón por la Junta Militar Argentina, aunque muy probablemente se arrepintió enseguida cuando la implacable represión de Videla comenzó a cobrarse numerosas víctimas y empezaron a proliferar los "desaparecidos" entre los escritores. El propio Borges, en compañía de Ernesto Sábato y otros literatos, se entrevistó ese mismo año de 1976 con el dictador para interesarse por el paradero de sus colegas "desaparecidos".
De todos modos, el mal ya estaba hecho, porque su actitud inicial le había granjeado las más firmes enemistades en Europa, hasta el punto de que un académico sueco, Artur Ludkvist, manifestó públicamente que jamás recaería el Premio Nobel de Literatura sobre Borges por razones políticas. Ahora bien, pese a que los académicos se mantuvieron recalcitrantemente tercos durante la última década de vida del escritor, se alzaron voces, cada vez más numerosas, denunciando que esa actitud desvirtuaba el espíritu del más preciado premio literario.
Para todos estaba claro que nadie con más justicia que Borges lo merecía y que era la Academia Sueca quien se desacreditaba con su postura. La concesión del Premio Cervantes en 1979 compensó en parte este agravio. En cualquier caso, durante sus últimos días Borges recorrió el mundo siendo aclamado por fin como lo que siempre fue: algo tan sencillo e insólito como un "maestro".
La obra de Jorge Luis Borges
Borges es sin duda el escritor argentino con mayor proyección universal. Se hace prácticamente imposible pensar la literatura del siglo XX sin su presencia, y así lo han reconocido no sólo la crítica especializada sino además las diversas generaciones de escritores, que vuelven con insistencia sobre sus páginas como si éstas fueran canteras inextinguibles del arte de escribir.
Borges fue el creador de una cosmovisión muy singular, sostenida sobre un original modo de entender conceptos como los de tiempo, espacio, destino o realidad. Sus narraciones y ensayos se nutren de complejas simbologías y de una poderosa erudición, producto de su frecuentación de las diversas literaturas europeas, en especial la anglosajona -William Shakespeare, Thomas De Quincey, Rudyard Kipling o Joseph Conrad son referencias permanentes en su obra-, además de su conocimiento de la Biblia, la Cábala judía, las primigenias literaturas europeas, la literatura clásica y la filosofía. Su riguroso formalismo, que se constata en la ordenada y precisa construcción de sus ficciones, le permitió combinar esa gran variedad de elementos sin que ninguno de ellos desentonara.
El primer libro de poemas de Borges fue Fervor de Buenos Aires (1923), en el que ensayó una visión personal de su ciudad, de evidente cuño vanguardista. En 1925 dio a conocer Luna de enfrente y, tres años más tarde, Cuaderno San Martín, poemarios en los que aparece con insistencia su mirada sobre las "orillas" urbanas, esos bordes geográficos de Buenos Aires en los que años más tarde ubicará la acción de muchos de sus relatos.
Puede decirse que en estos primeros libros Borges funda con su escritura una Buenos Aires mítica, dándole espesor literario a calles y barrios, portales y patios. El poeta parece rondar la ciudad como un cazador en busca de imágenes prototípicas, que luego volcará con maestría en sus versos y prosas.
En 1930 publicó Evaristo Carriego, un título esencial en la producción borgeana. En este ensayo, al tiempo que traza una biografía del poeta popular que da título al libro, se detiene en la invención y narración de diferentes mitologías porteñas, como en la poética descripción del barrio de Palermo. Evaristo Carriego no responde a la estructura tradicional de las presentaciones biográficas, sino que se sirve de la figura del poeta elegido para presentar nuevas e inéditas visiones de lo urbano, como se manifiesta en capítulos tales como "Las inscripciones de los carros" o "Historia del tango".
Hacia 1932 da a conocer Discusión, libro que reúne una serie de ensayos en los que se pone de manifiesto no sólo la agudeza crítica de Borges sino además su capacidad en el arte de conmover los conceptos tradicionales de la filosofía y la literatura. Además de las páginas dedicadas al análisis de la poesía gauchesca, este volumen integra capítulos que han servido como venero de asuntos de reflexión para los escritores argentinos, tales como "El escritor argentino y la tradición", "El arte narrativo y la magia" o "La supersticiosa ética del lector".
En 1935 aparece Historia universal de la infamia, con textos que el propio autor califica como ejercicios de prosa narrativa y en los que es evidente la influencia de Robert Louis Stevenson y Gilbert Chesterton. Este volumen incluye uno de sus cuentos más famosos, "El hombre de la esquina rosada" 
Historia de la eternidad (1936) y, sobre todo, Ficciones (1944) acabaron de consolidar a Borges como uno de los escritores más singulares del momento en lengua castellana. En las páginas de este último libro se despliega toda su maestría imaginativa, plasmada en cuentos como "La biblioteca de Babel", "El jardín de los senderos que se bifurcan" o "La lotería de Babilonia". También pertenece a este volumen "Pierre Menard, autor del Quijote", relato o ensayo -en Borges esos géneros suelen confundirse deliberadamente- en el que reformula con genial audacia el concepto tradicional de influencia literaria.
También de 1944 es Artificios, que incluye su célebre cuento "La muerte y la brújula", en el que la trama policial se conjuga con sutiles apreciaciones derivadas del saber cabalístico, al que Borges dedicó devota atención. El Aleph (1949), volumen de diecisiete cuentos, vuelve a demostrar su maestría estilística y su ajustada imaginación, que combina elementos de la tradición filosófica y de la literatura fantástica. Además del cuento que da título al libro, se incluyen otros como "Emma Zunz", "Deutsches Requiem", "El Zahir" y "La escritura del Dios".
El Hacedor (1960) incluía algunas piezas escritas treinta años antes y sin embargo guardaba una sólida unidad entre todas sus partes, no sólo formal sino también en cuanto a contenidos, siempre alineados en la idea borgeana de que tanto los grandes sistemas de la metafísica como las parábolas y las elucidaciones de la teología son elementos que forman parte del gran mundo de la literatura fantástica.
La obra de Borges se reparte también en un buen número de volúmenes escritos en colaboración, tanto dedicados a la ficción como al ensayo. Engrosan el caudal de sus escritos una gran cantidad de notas de crítica bibliográfica y comentarios de literatura, aparecidos en diferentes publicaciones periódicas argentinas y extranjeras, además de conferencias y entrevistas en las que desplegó con inteligencia y mordacidad sus puntos de vista. Se trata de una parte de su obra que, casi a la misma altura que sus libros considerados mayores, ha sido objeto recurrente de comentario y estudio por parte de la crítica y de numerosas recopilaciones. 
Semblanza biográfica:biografiasyvidas.com.Texto:ciudadseva.com. Foto:archivo

El cuento del domingo



Italo Calvino
El jardín encantado
Giovannino y Serenella caminaban por las vías del tren. Abajo había un mar todo escamas azul oscuro azul claro; arriba un cielo apenas estriado de nubes blancas. Los rieles eran relucientes y quemaban. Por las vías se caminaba bien y se podía jugar de muchas maneras: mantener el equilibrio, él sobre un riel y ella sobre el otro, y avanzar tomados de la mano. 0 bien saltar de un durmiente a otro sin apoyar nunca el pie en las piedras. Giovannino y Serenella habían estado cazando cangrejos y ahora habían decidido explorar las vías, incluso dentro del túnel, jugar con Serenella daba gusto porque no era como las otras niñas, que siempre tienen miedo y se echan a llorar por cualquier cosa. Cuando Giovannino decía: “Vamos allá”, Serenella lo seguía siempre sin discutir.
      ¡Deng! Sobresaltados miraron hacia arriba. Era el disco de un poste de señales que se había movido. Parecía una cigüeña de hierro que hubiera cerrado bruscamente el pico. Se quedaron un momento con la nariz levantada; ¡qué lástima no haberlo visto! No volvería a repetirse.
      —Está a punto de llegar un tren —dijo Giovannino.
      Serenella no se movió de la vía.
      —¿Por dónde?—preguntó.
      Giovannino miró a su alrededor, con aire de saber. Señaló el agujero negro del túnel que se veía ya límpido, ya desenfocado, a través del vapor invisible que temblaba sobre las piedras del camino.
      —Por allí —dijo. Parecía oír ya el oscuro resoplido que venía del túnel y vérselo venir encima, escupiendo humo y fuego, las ruedas tragándose los rieles implacablemente.
      —¿Dónde vamos, Giovannino?
      Había, del lado del mar, grandes pitas grises, erizadas de púas impenetrables. Del lado de la colina corría un seto de ipomeas cargadas de hojas y sin flores. El tren aún no se oía: tal vez corría con la locomotora apagada, sin ruido, y saltaría de pronto sobre ellos. Pero Giovannino había encontrado ya un hueco en el seto.
      —Por ahí.
      Debajo de las trepadoras había una vieja alambrada en ruinas. En cierto lugar se enroscaba como el ángulo de una hoja de papel. Giovannino había desaparecido casi y se escabullía por el seto.
      —¡Dame la mano, Giovannino!
      Se hallaron en el rincón de un jardín, los dos a cuatro patas en un arriate, el pelo lleno de hojas secas y de tierra. Alrededor todo callaba, no se movía una hoja. “Vamos” dijo Giovannino y Serenella dijo: “Sí”.
      Había grandes y antiguos eucaliptos de color carne y senderos de pedregullo. Giovannino y Serenella iban de puntillas, atentos al crujido de los guijarros bajo sus pasos. ¿Y si en ese momento llegaran los dueños?
      Todo era tan hermoso: bóvedas estrechas y altísimas de curvas hojas de eucaliptos y retazos de cielo, sólo que sentían dentro esa ansiedad porque el jardín no era de ellos y porque tal vez fueran expulsados en un instante. Pero no se oía ruido alguno. De un arbusto de madroño, en un recodo, unos gorriones alzaron el vuelo rumorosos. Después volvió el silencio. ¿Sería un jardín abandonado?
      Pero en cierto lugar la sombra de los árboles terminaba y se encontraron a cielo abierto, delante de unos bancales de petunias y volúbilis bien cuidados, y senderos y balaustradas y espalderas de boj. Y en lo alto del jardín, una gran casa de cristales relucientes y cortinas amarillo y naranja.
      Y todo estaba desierto. Los dos niños subían cautelosos por la grava: tal vez se abrirían las ventanas de par en par y severísimos señoras y señores aparecerían en las terrazas y soltarían grandes perros por las alamedas. Cerca de una cuneta encontraron una carretilla. Giovannino la cogió por las varas y la empujó: chirriaba a cada vuelta de las ruedas con una especie de silbido. Serenella se subió y avanzaron callados, Giovannino empujando la carretilla y ella encima, a lo largo de los arriates y surtidores.
      —Esa —decía de vez en cuando Serenella en voz baja, señalando una flor.
      Giovannino se detenía, la cortaba y se la daba. Formaban ya un buen ramo. Pero al saltar el seto para escapar, tal vez tendría que tirarlas.
      Llegaron así a una explanada y la grava terminaba y el pavimento era de cemento y baldosas. Y en medio de la explanada se abría un gran rectángulo vacío: una piscina. Se acercaron: era de mosaicos azules, llena hasta el borde de agua clara.
      —¿Nos zambullimos? —preguntó Giovannino a Serenella.
      Debía de ser bastante peligroso si se lo preguntaba y no se limitaba a decir: “¡Al agua!”. Pero el agua era tan límpida y azul y Serenella nunca tenía miedo. Bajó de la carretilla donde dejó el ramo. Llevaban el bañador puesto: antes habían estado cazando cangrejos. Giovannino se arrojó, no desde el trampolín porque la zambullida hubiera sido demasiado ruidosa, sino desde el borde. Llegó al fondo con los ojos abiertos y no vela mas que azul, y las manos como peces rosados, no como debajo del agua del mar, llena de informes sombras verdinegras. Una sombra rosada encima: ¡Serenella! Se tomaron de la mano y emergieron en la otra punta, con cierta aprensión. No había absolutamente nadie que los viera. No era la maravilla que imaginaban: quedaba siempre ese fondo de amargura y de ansiedad, nada de todo aquello les pertenecía y de un momento a otro ¡fuera!, podían ser expulsados.
      Salieron del agua y justo allí cerca de la piscina encontraron una mesa de ping—pong. Inmediatamente Giovannino golpeó la pelota con la paleta: Serenella, rápida, se la devolvió desde la otra punta. jugaban así, con golpes ligeros para que no los oyeran desde el interior de la casa. De pronto la pelota dio un gran rebote y para detenerla Giovannino la desvió y la pelota golpeó en un gong colgado entre los pilares de una pérgola, produciendo un sonido sordo y prolongado. Los dos niños se agacharon en un arriate de ranúnculos. En seguida llegaron dos criados de chaqueta blanca con grandes bandejas, las apoyaron en una mesa redonda debajo de un parasol de rayas amarillas y anaranjadas y se marcharon.
      Giovannino y Serenella se acercaron a la mesa. Había té, leche y bizcocho. No había más que sentarse y servirse. Llenaron dos tazas y cortaron dos rebanadas. Pero estaban mal sentados, en el borde de la silla, movían las rodillas. Y no lograban saborear los pasteles y el té con leche. En aquel jardín todo era así: bonito e imposible de disfrutar, con esa incomodidad dentro y ese miedo de que fuera sólo una distracción del destino y de que no tardarían en pedirles cuentas.
      Se acercaron a la casa de puntillas. Mirando entre las tablillas de una persiana vieron, dentro, una hermosa habitación en penumbra, con colecciones de mariposas en las paredes. Y en la habitación había un chico pálido. Debía de ser el dueño de la casa y del jardín, agraciado de él. Estaba tendido en una mecedora y hojeaba un grueso libro ilustrado. Tenía las manos finas y blancas y un pijama cerrado hasta el cuello, a pesar de que era verano.
      A los dos niños que lo espiaban por entre las tablillas de la persiana se les calmaron poco a poco los latidos del corazón. El chico rico parecía pasar las páginas y mirar a su alrededor con más ansiedad e incomodidad que ellos. Y era como si anduviese de puntillas, como temiendo que alguien pudiera venir en cualquier momento a expulsarlo, como si sintiera que el libro, la mecedora, las mariposas enmarcadas y el jardín con juegos y la merienda y la piscina y las alamedas le fueran concedidos por un enorme error y él no pudiera gozarlos y sólo experimentase la amargura de aquel error como una culpa.
      El chico pálido daba vueltas por su habitación en penumbra con paso furtivo, acariciaba con sus blancos dedos los bordes de las cajas de vidrio consteladas de mariposas y se detenía a escuchar. A Giovannino y Serenella el corazón les latió aún con más fuerza. Era el miedo de que un sortilegio pesara sobre la casa y el jardín, sobre todas las cosas bellas’51 y Cómodas, como una antigua injusticia.
      El sol se oscureció de nubes. Muy calladitos, Giovannino y Serenella se marcharon. Recorrieron de vuelta los senderos, con paso rápido pero sin correr. Y atravesaron gateando el seto. Entre las pitas encontraron un sendero que llevaba a la playa pequeña y pedregosa, con montones de algas que dibujaban la orilla del mar. Entonces inventaron un juego espléndido: la batalla de algas. Estuvieron arrojándoselas a la cara a puñados, hasta caer la noche. Lo bueno era que Serenella nunca lloraba.
Italo Giovanni Calvino Mameli más conocido como Italo Calvino (Santiago de Las Vegas, Provincia de La Habana, Cuba, 15 de octubre de 1923 - Siena, Italia, 19 de septiembre de 1985). Escritor importante del siglo XX. Nació en Cuba, de padres italianos, toda su etapa formativa se desarrollo en Italia, donde también desarrolló la mayor parte de su carrera como escritor.


Italo Calvino siendo entrevistado en 1958.
Italo Calvino nació en Santiago de las Vegas cerca de La Habana en Cuba,1 donde trabajaba su padre Mario, agrónomo, quien dirigía una estación experimental de agronomía. Su madre, Evelina Mameli, oriunda de Cerdeña, se había licenciado en ciencias naturales.
En 1925, sin embargo, volvieron a San Remo donde los padres dirigen una estación experimental de floricultura, dos años después, en 1927, nació su hermano, Floriano, quien más tarde llegaría a ser un geólogo de fama internacional, además de docente universitario.
Durante su infancia, Calvino recibió una educación laica y antifascista, de acuerdo con la actitud de sus padres que se proclamaban librepensadores. Fue a la escuela infantil St. George College. Después, durante la elemental, a la Scuole Valdesi, e hizo la secundaria en el regio Ginnasio-Liceo G.D. Cassini. Tras ello, en 1941, se matriculó en la facultad de agronomía de la Universidad de Turín, donde su padre enseñaba agricultura tropical.
Sin embargo, al poco tiempo estalla la Segunda Guerra Mundial y Calvino interrumpe sus estudios. En 1943, fue llamado al servicio militar por la República Social Italiana. Calvino desertó y se unió a las Brigadas Partisanas Garibaldi junto con su hermano. Mientras sus padres quedaban como rehenes de los alemanes.
Una vez acabada la guerra, se mudó a Turín, donde colaboró en unos cuantos periódicos, se matriculó en Letras (se graduaría con una tesis sobre Joseph Conrad) y se afilió al Partido Comunista Italiano (PCI). Fue durante este período de su vida que entró en contacto con Cesare Pavese, quien hizo que fuese contratado por la editorial Einaudi, donde ya trabajaba Elio Vittorini.
El ambiente de la editorial fue fundamental en la formación cultural de Calvino. Ya en 1947 publicó su primera novela: Il sentiero dei nidi di ragno, basada en sus experiencias como partisano. Y en 1949, un volumen de cuentos: Ultimo viene il corvo. Las dos obras fueron escritas dentro de la estética del neorrealismo italiano, a pesar de que, especialmente la primera, tiene un tono de fábula. De esta misma época, y también de temática neorrealista y obrera, con influencias visibles de Pavese, es una novela inconclusa que se tendría que haber titulado I giovani del Po. Calvino buscaba entonces una escritura objetiva e intentaba definir la condición del hombre de nuestra época.
En 1952, siguiendo el consejo de Vittorini, abandonó la literatura realistico-social y picaresca para dedicarse a una especie de narración aparentemente fantástica pero que podía ser leída en diferentes niveles interpretativos. Se trata de la trilogía llamada I nostri antenati, una representación alegórica del hombre contemporáneo. Forman parte de ella tres novelas: El vizconde demediado, El barón rampante y El caballero inexistente. La segunda, quizás la más famosa, es fruto de la decepción ideológica del autor que, tras la Invasión de Hungría por la URSS (1956), había abandonado el PCI y apartado el compromiso político.
Aparte de esto, durante los primeros años sesenta, Calvino publicó dos artículos (Il mare dell'oggetività y La sfida al labirinto) en los que enunciaba una poética ético-cognoscitiva que intentaba definir la situación del hombre contemporáneo dentro de un mundo cada vez más complejo y difícil de descifrar. Entraba así en contacto con una corriente naciente de neo-vanguardia, en cuya poética Calvino veía una profundización en las razones de la tecnología y la industria.
En 1963 publicó La giornata d'uno scrutatore, un libro que, de alguna manera, apareció fuera de lugar y a destiempo. Mientras el llamado Gruppo 63 proponía textos rupturistas, Calvino publicó un texto que era todo lo contrario a los ideales neo-vanguardistas del citado grupo: una novela sociológica, psicológica e ideológica.
Aquel mismo año publicó Marcovaldo, ovvero le stagioni in città una recopilación de fábulas modernas en las cuales se evidencia el contraste entre naturaleza y progreso.
En 1964 hizo un viaje a Cuba que le permitió visitar la casa donde había vivido con sus padres y realizar diversos encuentros, uno de los cuales fue con Ernesto Che Guevara. El 19 de febrero, en La Habana, se casaba con la argentina Esther Judit Singer, Chichita. Juntos se fueron a vivir a Roma, donde un año después nacerá su hija Giovanna. La atmósfera cultural italiana había cambiado mucho. La neo-vanguardia había consolidado sus posiciones de prestigio y el estructuralismo y la semiología se habían convertido en las ciencias sociales a las que todos se referían. De estos años son Le Cosmicomiche (1965), una recopilación de cuentos aparentemente de ciencia-ficción pero que en realidad se basan en una corriente fantástica y surreal. Y Ti con zero (Tiempo cero) de 1967 que comparte muchas de estas características.
En 1967 se trasladó a París, incrementó su interés por las ciencias naturales y la sociología y entró en contacto con el grupo Oulipo. Il castello dei destini incrociati (1969), La taverna dei destini incrociati (1973), Le città invisibili (1972) y Se una notte d'inverno un viaggiatore (1979), las obras que pertenecen a su llamada época combinatoria, son una muestra de como influyeron en Italo Calvino estos contactos. El método de construcción de estas obras se basa en la utilización de las diferentes combinaciones de un cierto número de elementos (como las figuras del tarot en Il castello...), que dan origen potencialmente a innumerables acontecimientos.
En 1980 volvió a Roma junto con su familia. En 1983 publicó Palomar, en el cual la anécdota se reduce al máximo, en favor de las reflexiones metafísicas y las descripciones.
Italo Calvino padeció un ataque de ictus cerebral en 1985, en Roccamare de Castiglione della Pescaia donde pasaba las vacaciones. Estaba trabajando en una serie de conferencias que tenía que impartir en la Universidad Harvard (y que serían publicadas póstumamente con el título de Lezioni americane, o en español Seis propuestas para el próximo milenio). Fue llevado al hospital de Santa Maria della Scala, pero no pudo superar la noche del 18 al 19 de septiembre y murió.
Póstumamente se publicaron, entre otros libros: Sotto il sole giaguaro, La strada di San Giovanni y Prima che tu dica pronto.
El neorrealismo más que una escuela fue una manera de sentir común a los jóvenes escritores que después de la Segunda Guerra Mundial se sentían depositarios de una realidad social nueva. Fue en este clima intelectual que Italo Calvino concibió una breve novela Il sentiero dei nidi di ragno y un cierto número de cuentos que aparecerían agrupados bajo el título de Ultimo viene il corvo. Los dos libros revelan un escritor con una singular capacidad para representar la realidad, conjugando el compromiso político y la literatura de una manera espontánea y ligera. Según contaba el propio escritor, después de la guerra había intentado contar su experiencia partisana en primera persona, pero sin obtener resultados satisfactorios. Cuando, en cambio, empezó a escribir las historias que no le afectaban personalmente y adoptó un punto de vista objetivo consiguió un trabajo a la altura de sus propósitos. Sus recuerdos de adolescente y las luchas partisanas se convirtieron en oportunidades para el conocimiento del mundo: cada gesto intenta desvelar su significado.
En Il sentiero dei nidi di ragno, la adopción del punto de vista de Pin —el adolescente protagonista de la narración— hace posible el carácter fabuloso y fantástico del libro. Mediante esta técnica el escritor puede describir la realidad como si se tratase de un sueño pero sin hacerle perder consistencia. Le permite, además, escribir una novela sobre la resistencia sin caer en una retórica excesiva.
Con este libro, Calvino inicia un modo de trabajar que se convertirá en una de sus características intrínsecas: la simplificación de la forma narrativa de manera que toda la obra se convierte en algo legible por diferentes tipos de lector, incluso por lectores no demasiado atentos.
Calvino siempre se había sentido atraído por la literatura popular, especialmente por el mundo de las fábulas.
I nostri antenati: Con Il visconte dimezzato va un poco más allá en su camino de la invención fantástica. Ahora se instala completamente dentro del campo de la fábula y de la fabulación. Si eso permite una primera lectura en cierta manera superficial, pero agradable, la novela tiene, además, otra lectura más alegórica y simbólica, ésta, cargada de significados históricos y políticos, públicos y privados (demediamiento como división entre ética e ideología, entre bloques políticos y como división entre ilusión y realidad). La conclusión de la novela sería, pues, una invitación a la moderación y al equilibrio, ya que nadie es depositario de la verdad absoluta.
Muchas de estas características se encuentran también en las otras dos novelas que completan la trilogía. El protagonista de Il barone rampante (El barón rampante) es el alter ego del autor que acaba de abandonar el Partido Comunista y la idea de la literatura como mensaje político. El hombre, a su entender, se ha de desvincular de los condicionamientos ideológicos y políticos, de las ideas preconcebidas y de las imposiciones intelectuales. La novela, ambientada en la Italia del siglo XVIII es al mismo tiempo una reivindicación ilustrada de la realidad.
En Il cavaliere inesistente (El caballero inexistente) esta fe en la realidad, sin embargo, ha entrado en crisis. La realidad parece algo irracional. Y el pesimismo de Calvino se hace más profundo.
Aparte de la producción alegórica y simbólica, Calvino también produce una narrativa que tiene como objeto, a pesar de mantener la contaminación proveniente del mundo de lo fabuloso y a menudo del absurdo, la realidad contemporánea al autor. Reexamina la sociedad y el lugar que el intelectual (a quien niega unas posibilidades reales de intervención) ocupa en ella. Este dualismo narrativa-literatura ideológica no sólo se encuentra en Calvino. Es igualmente presente en otros autores italianos de la época. Un ejemplo de ello es Elio Vittorini. Sin embargo, Calvino resuelve el dilema aceptando una literatura en la cual sólo un lector atento sea capaz de percibir más de un nivel de lectura. Vittorini, en cambio, no conseguirá resolver esta contradicción y acabará por no aceptar una literatura no-ideológica y renunciará a la escritura (1956).
Aparte de la trilogía también pertenecen a este periodo dos libros más: Marcovaldo y La giornata d'uno scrutatore
Marcovaldo ovvero Le stagioni in città se articula en dos series publicadas en dos fechas diferentes (1958 y 1963), lo que permite apreciar la evolución del autor. La primera serie se acerca más al terreno de la fábula, mientras que la segunda trata los mismos temas —los temas de la sociedad urbana— pero llevándolos, en cambio, de manera irónica hacia el absurdo. En cierta manera, además, se puede decir que el personaje central de Marcovaldo prefigura el de Palomar y su peculiar mirada sobre la realidad.
En 1963 Calvino acaba con una fase de su producción literaria que coincide, aunque sea de manera aproximada, con la década de los cincuenta. Su despedida de esta década es La giornata d'uno scrutatore. Un militante comunista actúa como interventor electoral (scrutatore) del Partido Comunista de Italia en un manicomio. Este hecho le hará entrar en crisis cuando se enfrente con la irracionalidad. Según dijo el propio autor, los temas tratados en el libro, la infelicidad, el dolor o la responsabilidad de la procreación nunca se había atrevido a tocarlos hasta entonces. La giornata supondrá, además, una suerte de relación de su propio recorrido ideológico.
Después vendrá Sfida al labirinto (dell'esistenza) donde Calvino toma posición el debate sobre el lugar a ocupar por el intelectual que, según él, ha de individuar los modelos teóricos éticos y cognoscitivos que nos puedan permitir entender, aunque sea de manera parcial, el caos de la realidad y dar así un sentido a nuestra existencia.
Sin embargo, dos libros, en los que se aprecia el influjo de diferentes ciencias, Le cosmicomiche y Ti con zero (Tiempo cero) abrirán una nueva fase de ciencia-ficción. En verdad, no obstante, no nos encontramos delante de libros de ciencia-ficción. Lo que Calvino hace es reflejar una peculiar proyección de su análisis humano y social. De hecho, en los últimos cuentos de Ti con zero, los protagonistas ya no son los mismos que en el resto del libro o en Le cosmicomiche, por decirlo de alguna manera, ya no son tan de ciencia-ficción, sino que son personas normales que buscan una solución científica a sus problemas. Calvino se pregunta hasta qué punto la razón y la ciencia pueden modificar la relación concreta del hombre con el mundo. La búsqueda existencial, aunque frustrada, no se interrumpirá nunca.
En los años sesenta, Calvino se apunta a una nueva manera de hacer literatura, entendida ya como artificio, ya como un juego combinatorio. A su entender, hay que hacer visible la estructura de la narración para el lector y así aumentar su complicidad. Es en esta época cuando Calvino se acerca a una clase de escritura que podría ser definida como combinatoria porque el mismo mecanismo que permite escribir asume un papel central en el interior de la obra. Calvino, de hecho, se ha convencido de que el universo lingüístico ha suplantado a la realidad y concibe la novela como un mecanismo que juega con las posibles combinaciones de las palabras. A pesar de que este aspecto puede ser considerado como el más cercano a la neo-vanguardia, Calvino se distancia de ella tanto por su estilo como por su lenguaje, extremadamente compresibles ambos.
Esta nueva concepción de Calvino es fruto de numerosas influencias: el estructuralismo y la semiología, las lecciones impartidas por Roland Barthes sobre el ars combinatoria, el acercamiento al Oulipo de Raymond Queneau, la escritura laberíntica de Jorge Luis Borges, además de la relectura del Tristram Shandy de Laurence Sterne a quien definirá como el padre de todas la novelas de vanguardia de nuestro siglo.
Cristalización de esta nueva concepción de la literatura será Il Castello dei destini incrociati (1969) al que se añadirá en 1973 La Taverna dei destini incrociati y donde el recorrido narrativo es confiado a la combinación de las cartas del tarot. Un grupo de viajeros se encuentran en un castillo. Cada uno de ellos tendrá una aventura que contar pero no pueden porque han perdido la voz. Para comunicarse, por tanto, utilizan las cartas del tarot y así reconstruyen, gracias a las cartas, los sucesos que les han ocurrido. En este libro, Calvino utiliza las cartas del tarot como un sistema de señales, como un auténtico lenguaje propio. Cada figura impresa depende del contexto en el que es pronunciada. El intento de Calvino consiste en quitar la máscara de los mecanismos que están en la base de todas las narraciones. La novela, pues, va más allá de sí misma, ya que es una reflexión sobre su propia naturaleza y configuración.
Este juego combinatorio también ocupa un lugar central en su siguiente libro, Le città invisibili (1972) (Las ciudades invisibles), una especie de reescritura del Libro de las maravillas de Marco Polo, en el que es el veneciano quien describe a Kublai Khan las ciudades de su imperio. Estas ciudades, sin embargo, no existen en otro lugar que en la imaginación de Marco Polo, viven nada más que dentro de sus palabras. Por tanto, para Calvino, la narración puede crear mundos, pero no pude destruir «el infierno de los vivos» que está a nuestro alrededor y para combatirlo, como se sugiere en la conclusión de la novela, no se puede hacer otra cosa que no sea dar valor a aquello que no es infierno.
En Las ciudades invisibles la exhibición de los mecanismos combinatorios de la narración todavía es más explicita que el El Castillo..., lo es incluso en la estructura misma de la novela, segmentada en textos breves que se suceden dentro de un estructura de marco.
Las ciudades..., de hecho, está compuesta por nueve capítulos, cada uno dentro de un marco en cursiva en el cual sucede el diálogo entre el emperador de los tártaros, Kublai Khan, y Marco Polo. Dentro de los capítulos se narra la descripción de cincuenta ciudades, según unos núcleos temáticos. Esta construcción arquitectónica compleja está indudablemente dirigida a la reflexión del lector sobre las modalidades compositivas de la obra. En este sentido, Las ciudades invisibles es una novela fuertemente metatextual, ya que induce a la producción de reflexiones sobre sí mismo y sobre el funcionamiento de la narrativa en general.
Sin embargo, la obra más metanarrativa de Calvino es seguramente Se una notte d'inverno un viaggiatore (1979). En esta novela, más que en ninguna otra, Calvino desnuda los mecanismos de la narración, desencadenando una reflexión sobre la práctica de la escritura y sobre las relaciones entre el escritor y el lector. El libro lo forman diez capítulos insertos en un marco: en verdad los capítulos son diez incipit de otras tantas novelas. En el marco, sin embargo, se narra la historia entre el Lector y la Ludmilla, la Lectora, una aventura tradicional a la que no le falta el final feliz. La narración empieza con el Lector que va a comprar un ejemplar de la novela de Calvino Se una notte d'inverno... pero que después de unas cuantas páginas descubre que el libro está defectuoso, está compuesto por cuentos todos iguales. Vuelve entonces a la librería y allí encuentra a Ludmilla (a quien le ha ocurrido lo mismo). Así empieza una historia compuesta sólo con principios de novelas. Cada vez que Ludmilla y el Lector se sumergen en una novela por la que se apasionan, la narración se interrumpe por los más diversos motivos. Al final el Lector no conseguirá completar la lectura de las novelas, pero se casará con la Lectora a quien, en la cama, antes de apagar la luz, dirá que está acabando de leer Se una notte d'inverno un viaggiatore de Italo Calvino. Los diez principios de que se compone el libro corresponden cada uno a un tipo diferente de narración. Con este ejercicio de estilo a la manera de Queneau, Calvino ejemplifica cuales son los modelos y los estilos de la novela moderna (desde el de neo-vanguardia hasta en neo-realista, desde el existencial al fantástico y surreal). En la base de la narración está encajado el esquema de las Mil y una noches, dentro del que Calvino coloca las sugerencias y las solicitudes provenientes de la novela contemporánea.
Se una notte d'inverno... es substancialmente un juego en el que Calvino, casi de manera provocativa, hace gala de sus trucos de narrador. Pero es un juego serio, casi dramático, porque quiere mostrar la imposibilidad de conseguir el conocimiento de la realidad. La novela tuvo un éxito considerable, tanto en Italia, como en otros países, especialmente en los Estados Unidos, donde fue leído de manera inmediata como un ejemplo de literatura posmoderna. Obras. Orlando furioso. 2013.Un misterio en el laberinto.2013.Seis propuestas para el próximo milenio 2012.El camino de San Giovanni 2012.La hormiga argentina. 2012.La entrada en guerra 2011.Correspondencia (1940-1985) 2010.Por qué leer a los clásicos 2009.Mundo escrito y mundo no escrito 2006.Cuentos populares italianos 2003.Ermitaño en París. Páginas autobiográficas 2001 (2004).La gran bonanza de las antillas 1991.(2012).Bajo el sol jaguar 1988 (2010).Cuentos fantásticos del siglo XIX 1985 (2005).Seis propuestas para un nuevo milenio 1985.Palomar 1983 (2001). Colección de arena 1980 (2001).De fábula 1980. Punto y aparte. Ensayos sobre literatura y sociedad 1980 (2013).Si una noche de invierno un viajero 1979.La taberna de los destinos cruzados 1973.Las ciudades invisibles 1972 (2013).Los amores difíciles 1970 (2009). El castillo de los destinos cruzados 1969. Irene, la prostituta más grande del mundo 1968.Tiempo cero 1966.Las cosmicómicas 1965 (2011).La jornada de un interventor electoral 1963 (2012).Marcovaldo 1963 Nuestros antepasados 1960. El caballero inexistente 1959.La nube de smog1958.El barón rampante 1957.La especulación inmobiliaria.1957 (2010).El vizconde demediado.1952 (2010).Los jóvenes del Po. 1951. Por último, el cuervo.1949.El sendero de los nidos de araña 1947. (2010).
Semblanza biográfica: Wikipedia. Texto:El cuento del día. Bibliografía:lecturalia.com. Foto:internet