El cuento del domingo

Amilcar Bernal 
Hablando de fútbol

Dijo que él, cuando estaba en la escuela, escribía a mano con una letra Palmer muy bonita, por contrato y a destajo, las escrituras y actas de la notaría de su padre, en un pueblo perdido de Boyacá.

Su hija, mi consuegra, creía que la vida de su padre era memorable, y me pidió que fuera a visitarlo para ver si yo me le medía a escribir su biografía. Entonces el viejo tenía 86 años y estaba a punto de enviudar, mientras en la calle no se hablaba de otra cosa que del mundial de fútbol, que acababa de comenzar. Íbamos, creo, por ahí en 1994.

Estábamos sentados, después del almuerzo, en la sala de su casa de campo. El viejo tomó la palabra después de ir, con su mirada a través de la ventana, hasta la infancia para traer lo que iba a decirme:

“Papá, abogado y notario del pueblo, mi jefe, cansón de tan honesto que era, guardaba religiosamente mi salario, dos centavos por cada acta escrita, para que mi futuro lo gastara. Eso entendía, y me parecía injusto pues no era el tiempo quien trabajaba sino yo, que lo imaginaba a él como un viejito jorobado, canoso, de bastón y oloroso a almanaque, parado al otro lado de mi escritorio en nuestra notaría, leyendo con voz mohosa la primera escritura del mundo, que yo sostenía cerca de sus ojos azules para que su ceguera pudiera leerla; entonces el papel se deshacía al contacto con su mirada dejándome las manos amarillas, una sensación de incompetencia y dos centavos menos en mis ahorros”.

De la cocina vino su esposa con un café para mí y un consomé para él.

“Ahora que lo pienso,” siguió, “yo a ratos desconfiaba de la existencia del viejito de marras pues la infancia, que éramos yo y todos mis amigos, ignoraba el futuro: el tiempo, para ella, la infancia, sólo era oscuro o soleado, dormido o despierto y, por raro que parezca, todo, desde el comienzo de la historia sagrada, se llamaba Hoy. Pues bien: un domingo, cuando ya tenía suficientes ahorros, papá decidió que yo debía invertir mi dinero; entonces nos fuimos, a caballo y bien tempranito, hasta la capital para comprar, con mi dinero, el primer par de zapatos de cuero para los pasos de mi vida. Antes los caminos sólo sabían de mis tropezones y mis alpargatas. Al mediodía regresamos al pueblo, yo con mis zapatos nuevos y él con la certeza de que su hijo era pobre otra vez y por tanto debía seguir trabajando: es que para los papás de mi tiempo el trabajo era más que el salario recibido. Hoy creo que sucede lo contrario”.

De nuevo se quedó como dormido al comienzo de una mirada azul que salía por la ventana e iba por ahí hasta mil novecientos.

“Como siempre que salía, y antes de volver al abrazo de mamá, que para él era la casa, papá fue a la droguería a comprar algún remedio que generalmente no necesitábamos (quizás por eso yo ahora me enfermo a cada rato), y me dio permiso para ir al parque donde mis amigos jugaban al fútbol. Estaba tan emocionante el partido que no me aguanté las ganas y entré a jugar con mis zapatos nuevos.”

Aquí el viejo se detiene, inmortal, me mira con ojos de tragedia y boca que sonríe, como si el recuerdo de la catástrofe fuera feliz, un juego, y dice:

“Pues los pinches zapatos no aguantaron hasta el final del partido. Se dañaron de tanta patada contra el cuero. Quedaron inservibles. Tanto trabajo para nada, y además, para colmo, quedamos cero a cero”.

Ahora el viejo se nota cansado, mira alrededor e intenta pararse de su asiento, como si quisiera irse. Pero no, decide quedarse, me mira y me dice, como dejándome una herencia:

–¿Sabe qué, señor?: a mí desde ese día ese deporte no me gusta. 
 Amílcar Bernal Calderón, ganador de algunos premios de narrativa y poesía a nivel local e internacional; autor de dos poemarios premiados en concursos de Colombia y España, e incluido en antologías internacionales de cuento y poesía; publicamos un cuento alusivo al fútbol, por estos días tema omnipresente.
Texto y foto: Con-fabulación

El cuento del domingo

Carolina Sanín

Selección vaticana

Buon giorno, buenos días. Este confesionario es para confesiones en español, como dice el letrero que está pegado en la columna de aquí al lado. No se asuste por estar oyendo una voz femenina. Está claro que no soy un sacerdote pero tampoco soy una monja ni la guía turística de esta iglesia. Me colé en el cubículo sin que nadie me dijera nada, y llevo aquí casi una hora escondida, con poco aire, esperando a que alguien se acerque con ganas de contar algo. Si usted hubiera llegado en otro momento habría podido confesarse normalmente y contar sus cosas. Ahora podrá oír cómo le cuento las mías. No quiero escribirlas, porque desde que vivo en Roma me ha cambiado la letra para peor. Antes yo escribía con letras separadas y ahora la letra me sale pegada. Cursiva. Y detesto la cursiva. En cambio, desde que vivo en Roma hablo mejor que antes.
En San Pedro, en un mosaico de la cúpula, hay un personaje que sostiene en la mano una pluma. La pluma mide dos metros, pero cuando uno la mira desde abajo, junto al baldaquino, parece que tuviera el tamaño natural de una pluma. ¿Todavía no ha visitado San Pedro? ¿Está en Roma por turismo? Si le hablo de los dos tamaños de la pluma es porque antes que nada hay que recordar que si se nos mira desde muy arriba o desde muy abajo, todos somos muy pequeños. Usted y yo cabemos en esta iglesia como una piedrita cabe en el riñón de un elefante y un astro en el sistema solar, de modo que el universo es infinito. Así que empecemos.
El papa Juan Pablo II se llama Karol Wojtyla. En su juventud fue aficionado al fútbol para caballeros y al teatro. Luego fue obispo de Cracovia. El fútbol para caballeros es el fútbol como usted lo conoce: un juego en el que participan un balón y dos equipos, de once jugadores cada uno. Las personas que van al estadio para asistir a un partido tienen que ver el juego desde muy lejos, porque el campo por el que corren los jugadores es demasiado ancho y largo para ser apreciado de cerca. Así que para mí es un milagro que los espectadores alcancen a ver dónde está el balón blanco y negro. No voy a explicarle cómo es el fútbol para damas, pues, según mi primo Esteban, ya hay suficientes personas que lo conocen. Cracovia es una ciudad de Polonia que tiene obispo.
En 1982 el Papa vio aquel partido Italia-Polonia que Italia ganó 2 a 0. Italia pasó a la final del mundial de España. Polonia no. El Papa empezó a preguntarse si no sería posible tener una selección de fútbol de El Vaticano que le ganara a Polonia pero también a Italia. Así me lo contó Esteban. En esa época yo era una niña, y en el laboratorio de mi colegio había un microscopio. Uno metía un pelo debajo del lente y lo veía transformado en otra cosa que era más que un pelo.
También por la época del mundial de España, la Iglesia estaba preocupada por la crisis de vocaciones. Crisis de vocaciones significaba que casi nadie quería hacerse cura ni monja. Desde hacía un tiempo, los pocos que querían hacerse curas o monjas eran habitantes de países pobres, pero desde hacía también un tiempo, esos habitantes con ganas de ser monjas y curas eran cada vez menos, pues las iglesias protestantes eran cada vez más grandes en América Latina. ¿Usted sabe lo que son los protestantes? El otro día, en Santa María sopra Minerva, una monja peruana que está loca me recomendó estar atenta: "Esté atenta y ni piense en moverse de aquí, pues un día todo este esplendor, mármol, bronce y agua de las fuentes, pertenecerá a nosotros los latinoamericanos".
Por todo eso (no por la loca, sino por la crisis de vocaciones y los protestantes), El Vaticano creó las becas de fútbol. Lo dice Esteban. Como no podía reclutar a jóvenes católicos que quisieran ser curas, la iglesia decidió reclutar a jóvenes pobres que creyeran tener vocación de futbolistas. Los traían a Roma para entrenar, y cada día después del entrenamiento (o antes, no sé) los obligaban a asistir a las clases del seminario. Y así llegamos al año de 1989, en el que el Papa se puso contento por la caída del comunismo.
Yo ya no era una niña. Me gradué de bachiller. Del colegio de monjas sólo me acuerdo del microscopio y del coro de la misa, en el que fingía cantar abriendo y cerrando la boca como un pez porque no me sabía las canciones. Fuera del colegio tenía un novio imaginario que decía "psicología" y "psistema".
Cinco años más tarde, de acuerdo con Esteban, el Papa seguía contento. No sé cómo, había ayudado a que se formaran un montón de países nuevos en Europa por lo del final del comunismo. Y en esos países había católicos como él. Pero el país más católico de todos seguía siendo El Vaticano. Lo malo era que a El Vaticano nadie lo tomaba en serio como país en sí. Para que me tomen más en serio, pensó El Vaticano, probaré a conformar la selección nacional de fútbol con la que sueña el Papa desde España 82, y para la que hay tantos candidatos entre los seminaristas futbolistas a quienes hemos estado trayendo a Roma.
En 1997 yo estaba cansada de vivir en Bogotá y me quería ir a otro país. No estaba cansada por la guerra ni por la inseguridad, ni por la envidia, sino cansada de cosas sin importancia. De los perros calientes que vendían junto a la escalera del Museo Nacional, y a los que cada vez les ponían más cosas. Primero les pusieron papas fritas rotas, cebolla picada, pepinillos, mostaza, salsa de tomate, salsa golf y mayonesa. Luego crema chantilly y mermelada. Luego, chispitas de chocolate. Yo quería salir de Bogotá antes de que a los "perros calientes con todo" les pusieran caca de perro de verdad. Así se lo dije a Esteban, que además de ser mi primo era ya medio mi novio.
Esteban me contó lo de las becas de fútbol que daba El Vaticano, y me explicó bien qué era el fútbol y cuáles eran sus detalles más delicados. Me propuso que nos fuéramos ambos a Roma, pero simulando que cada uno iba por su lado, porque él no podía aparecerse donde los curas del fútbol con una prima ni con media novia. Para convencerme, me dijo que en Europa todo era como en el futuro. Con el novio que decía "psicología" y "psistema", yo una vez había visto una película italiana en la Cinemateca Distrital. En ella había una madre de familia que gritaba: "Yo me mato, yo me mato. Les echo estricnina a todos en la sopa, y después me mato". Y al rato seguía como si nada. Yo quería volverme como esa italiana: desesperarme y luego quedarme como si nada. Debe ser por eso que le fue tan fácil a Esteban convencerme de venir.
Llegamos al aeropuerto de Fiumicino en marzo de 1998. Se me olvidaba que Esteban también hizo lo de la droga: quería aprovechar el viaje para traer cocaína, y esperó a que alguien le propusiera ser mula, pero no se lo propuso nadie. Entonces decidió hacer su cocaína él mismo, no sé cómo ni con qué hierbas. Creo que vi la masa que fabricó. La transportó dentro de su balón de fútbol, que no resultaba sospechoso ya que pertenecía a un aspirante a futbolista auténtico. Esteban me dijo que nunca supo a quién venderle la droga.
Del aeropuerto se lo llevaron directamente al seminario en una furgoneta. Yo me quedé en una pensión de monjas que las monjas de mi antiguo colegio me habían recomendado, y me pregunté angustiada qué iba a hacer de ahí en adelante, especialmente por las noches.
Por las noches, soñaba que conseguía trabajo limpiando iglesias, pues en Roma había 900 iglesias, y alguien tenía que limpiarlas. Pero al parecer, para convertirse en limpiadora de iglesias había que hacerse monja, tal como había que hacerse seminarista para ser futbolista. Así que, después de soñar, trabajaba durante todo el día limpiando mi pensión. El domingo veía el fútbol por televisión para acordarme de Esteban, y el fútbol me parecía tan aburrido como la misa del colegio.
Esteban me llamaba desde una cabina y decía que en un domingo no lejano, misa y partido de fútbol se unirían para no volverse a separar. La selección de El Vaticano, que era aún un secreto para el mundo, entrenaba en un miniestadio que se llamaba Borromini. Era un estadio en perspectiva, un estadio de trampantojo. Si uno lo miraba desde la portería parecía tan largo como si fuera de verdad, pero en realidad era doce veces más corto que un estadio real. No era óptimo para entrenar, pero sí para conservar el secreto y para caber en el país más pequeño del mundo.
El único día que vi a Esteban desde que llegamos a Roma fue un viernes en que él dijo que se había escapado del entrenamiento para verme. Nos encontramos a la entrada de San Pedro. Le pregunté si había en El Vaticano un equipo femenino de fútbol, y si yo podría apuntarme. Él me preguntó cómo se me ocurría que hubiera en la iglesia mujeres futbolistas si ni siquiera había confesoras. Me quedé junto al baldaquino, viendo la pluma gigantesca del mosaico mientras él subía a lo más alto de la cúpula, dizque para pegar la calcomanía de su equipo de fútbol allá arriba. No sé qué habrá ido a pegar en realidad, porque nunca volvió a donde yo me quedé esperándolo.
En el otoño del 2000 me llamó por última vez y me contó que el Papa había asistido a un partido en el Estadio Olímpico de Roma para inaugurar el Jubileo de los Deportistas, y que antes del partido había rezado el Ángelus. Lo leí en el periódico y supe que era cierto. Luego dijo que el equipo de El Vaticano ya era el campeón secreto de Europa, y que pronto sería el campeón manifiesto. Pero llegó el mundial del 2002, y yo no vi que jugara ninguna selección vaticana. Ya estaba claro que algunas cosas de las que mi primo decía eran mentiras, y yo no sabía qué creerle. Ni sabía tampoco para qué me había convencido de que lo acompañara en el viaje a Roma, si no íbamos a vernos siquiera. Habrá sido por pura maldad. O por pura bondad, pues la verdad es que yo en Roma estoy cada vez más contenta hablándole a usted.
Carolina Sanín Paz. Escritora colombiana nacida en 1973 en Bogotá. Sanín es licenciada de Filosofía y Letras de la Universidad de los Andes y PhD en literatura española y portuguesa de la Universidad de Yale. Fue profesora del Purchase College de la Universidad Estatal de Nueva York y es profesora de la Universidad de los Andes.
Ha sido columnista de El Espectador, Semana.com, Lasillavacia y la revista Arcadia. Obras. Los niños (Novela, 2014, Laguna Libros). Yosoyu (Relatos, 2013, Editorial Destiempo). Ponqué y otros cuentos (Cuentos, 2010, Editorial Norma). Dalia (Cuento para niños, 2010, Editorial Norma). Alfonso X (Biografía, 2009, Panamericana). Todo en otra parte (Novela, 2005, Planeta).
Semblanza biográfica: Wikipedia. Texto: tomado de soho.com.co. Foto: internet.

El cuento del domingo





Osvaldo Soriano

El penal más largo del mundo

El penal más fantástico del que yo tenga noticia se tiró en 1958 en un lugar perdido del Valle de Río Negro, un domingo por la tarde en un estadio vacío. Estrella Polar era un club de billares y mesas de baraja, un boliche de borrachos en una calle de tierra que terminaba en la orilla del río. Tenía un equipo de fútbol que participaba en el campeonato del Valle porque los domingos no había otra cosa que hacer y el viento arrastraba la arena de las bardas y el polen de las chacras. Los jugadores siempre eran los mismos o los hermanos de los mismos. Cuando yo tenía quince años ellos tendrían treinta y me parecían viejísimos. Díaz, el arquero, tenía casi cuarenta y el pelo blanco que le caía sobre la frente de indio araucano. En la copa participaban dieciséis clubes y Estrella Polar siempre terminaba más abajo del décimo puesto. Creo que en 1957 habían terminado en el decimotercer lugar y volvían a sus casas cantando, con la camiseta roja bien doblada en el bolso porque era la única que tenían. En 1958 empezaron ganándole uno a cero a Escudo Chileno, otro club de miseria.
A nadie le llamó la atención eso. En cambio, un mes después, cuando habían ganado cuatro partidos seguidos y eran los punteros del torneo, en los doce pueblos del Valle empezó a hablarse de ellos.
Las victorias habían sido por un gol, pero alcanzaban para que Deportivo Belgrano, el eterno campeón, el de Padín, Constante Gauna y el Tata Cardiles, quedara relegado al segundo puesto, un punto más abajo. Se hablaba de Estrella Polar en la escuela, en el ómnibus, en la plaza, pero nadie imaginaba todavía que al terminar el otoño tuvieran 22 puntos contra 21 de los nuestros.

Los terrenos se llenaban para verlos perder de una buena vez. Eran lentos como burros y pesados como; roperos pero marcaban hombre a hombre y gritaban-como marranos cuando no tenían la pelota. El entrenador, un tipo de traje negro, bigotitos finitos, un lunar en la frente y pucho apagado entre los labios, corría junto a la línea de toque y los azuzaba con una vara de mimbre cuando pasaban a su lado. El público se divertía con eso y nosotros, que por ser menores jugábamos los sábados, no nos explicábamos por qué ganaban si eran tan malos. Daban y recibían golpes con tanta lealtad y entusiasmo que terminaban apoyándose unos sobre otros para salir de la cancha mientras la gente les aplaudía el 1 a 0 y les alcanzaba botellas de vino refrescadas en la tierra húmeda. Por las noches celebraban en el prostíbulo de Santa Ana y la Gorda Zulema se quejaba de que se comieran las pocas cosas que guardaba en la heladera. Eran la atracción y en el pueblo se les permitía todo. Los viejos los recogían de los bares cuando tomaban demasiado y se ponían pendencieros; los comerciantes les regalaban algún juguete o caramelos para los chicos y en el cine las novias les consentían caricias por encima de las rodillas. Fuera de su pueblo nadie los tomaba en serio, ni siquiera cuando le ganaron a Atlético San Martín por 2 a 1. En medio de la euforia perdieron como todo el mundo en Barda del Medio y al terminar la primera rueda dejaron el primer puesto cuando Deportivo Belgrano los puso en su lugar con siete goles. Todos creímos, entonces, que la normalidad se había restablecido.

Pero el domingo siguiente ganaron 1 a 0 y siguieron con su letanía de laboriosos, horribles triunfos y llegaron a la primavera con sólo un punto menos que el campeón.

El último enfrentamiento fue histórico por el penal. El estadio estaba repleto y los techos de las casas vecinas también y todo el pueblo esperaba que Deportivo Belgrano, de local, repitiera por lo menos los siete goles de la primera rueda. El día era fresco y soleado y las manzanas empezaban a colorearse en los árboles. Estrella Polar trajo más de quinientos hinchas que tomaron la tribuna por asalto y los bomberos tuvieron que sacar las mangueras para que se quedaran quietos.

El arbitro que pitó el penal era Herminio Silva, un epiléptico que vendía rifas en el club local y todo el mundo entendió que se estaba jugando el empleo cuando a los cuarenta minutos del segundo tiempo estaban uno a uno y todavía no había sancionado la pena máxima por más que los de Deportivo Belgrano se tiraran de cabeza en el área de Estrella Polar y dieran cabriolas y volteretas para impresionarlo. Con el empate el local era campeón y Herminio Silva quería conservar el respeto por sí mismo y no daba el penal porque no había infracción.

Pero a los 42 minutos todos nos quedamos con la boca abierta cuando el puntero izquierdo de Estrella Polar clavó un tiro libre desde muy lejos y puso 2 a 1 al visitante. Entonces sí, Herminio Silva pensó en su empleo y alargó el partido hasta que Padín entró en el área y no bien se le acercó un defensor pitó. Ahí nomás dio un pitazo estridente, aparatoso, y señaló el penal. En ese tiempo el lugar de ejecución no estaba señalado con una marca blanca y había que contar doce pasos de hombre. Herminio Silva no alcanzó siquiera a recoger la pelota porque el lateral derecho de Estrella Polar, el Coló Rivero, lo durmió de un cachetazo en la nariz. Hubo tanta pelea que se hizo de noche y no hubo manera de despejar la cancha ni de despertar a Herminio Silva. El comisario, con la linterna encendida, suspendió el partido y ordenó disparar al aire. Esa noche el comando militar dictó el estado de emergencia, o algo así, y mandó enganchar un tren para expulsar del pueblo a toda persona que no tuviera apariencia de vivir allí.
Según el tribunal de la Liga, que se reunió el martes, faltaban jugarse veinte segundos a partir de la ejecución del tiro penal, y ese match aparte entre Constante Gauna el shoteador, y el Gato Díaz al arco, tendría lugar el domingo siguiente, en el mismo estadio, a puertas cerradas. De manera que el penal duró una semana y fue, si nadie me informa de lo contrario, el más largo de toda la historia.
El miércoles faltamos al colegio y nos fuimos di pueblo vecino a curiosear. El club estaba cerrado y todos los hombres se habían reunido en la cancha, entre las bardas. Formaban una larga cola para patearle penales al Gato Díaz y el entrenador de traje negro y lunar en la frente trataba de explicarles que ésa no era la mejor manera de probar al arquero. Al final, todos tiraron su penal y el Gato atajó unos cuantos porque le pateaban con zapatillas y zapatos de calle. Un soldado bajito, callado, que estaba en la cola, le tiró un puntazo con el borceguí militar y casi arranca la red.

Al caer la tarde volvieron al pueblo, abrieron el club y se pusieron a jugar a las cartas. Díaz se quedó toda la noche sin hablar, tirándose para atrás el pelo blanco y duro hasta que después de comer se puso un palillo en la boca y dijo:

—Constante los tira a la derecha.

—Siempre —dijo el presidente del club.

—Pero él sabe que yo sé.

—Entonces estamos jodidos.

—Sí, pero yo sé que él sabe —dijo el Gato.

—Entonces tírate a la izquierda y listo —dijo uno de que estaban en la mesa.

—No. El sabe que yo sé que él sabe —dijo el Gato Díaz y se levantó para ir a dormir.

—El Gato está cada vez más raro —dijo el presidente del club cuando lo vio salir pensativo, caminando despacio.

El martes no fue a entrenar y el miércoles tampoco, el jueves, cuando lo encontraron caminando por las vías del tren, estaba hablando solo y lo seguía un perro con el rabo cortado.
—¿Lo vas a atajar? —le preguntó, ansioso, el empleado de la bicicletería.

—No sé. ¿Qué me cambia eso? —preguntó.

—Que nos consagramos todos, Gato. Les tocamos el culo a esos maricones de Belgrano.

—Yo me voy a consagrar cuando la rubia Ferreira me quiera querer —dijo y silbó al perro para volver a su casa.
El viernes, la rubia Ferreira estaba atendiendo la tercería cuando el intendente del pueblo entró con un ramo de flores y una sonrisa ancha como una sandía abierta.

—Esto te lo manda el Gato Díaz y hasta el jueves vos decís que es tu novio.

—Pobre tipo —dijo ella con una mueca y ni miró las flores que habían llegado desde Neuquén por el ómnibus de las diez y media.
A la noche fueron juntos al cine. En el entreacto el Gato salió al hall a fumar y la rubia Ferreira se quedó sola en la media luz, con la cartera sobre la falda, leyendo cien veces el programa sin levantar la vista.
El sábado a la tarde el Gato Díaz pidió prestadas dos bicicletas y fueron a pasear a orillas del río. Al caer la tarde la quiso besar pero ella dio vuelta la cara y dijo que el domingo a la noche tal vez, si atajaba el penal, en el baile.

—¿Y yo cómo sé? —dijo él.

—¿Cómo sabes qué?

—Si me tengo que tirar para ese lado.

La rubia Ferreira le tomó una mano y lo llevó hasta donde habían dejado las bicicletas.

—En esta vida nunca se sabe quién engaña a quién —dijo ella.

—¿Y si no lo atajo? —preguntó el Gato.

—Entonces quiere decir que no me querés —respondió dio la rubia, y volvieron al pueblo.
El domingo del penal salieron del club veinte camiones cargados de gente, pero la policía los detuvo a la entrada del pueblo y tuvieron que quedarse a un costado de la ruta, esperando bajo el sol. En aquel tiempo y en aquel lugar no había televisión ni emisoras de radio ni forma de enterarse de lo que ocurría en un terreno cerrado, de manera que los de Estrella Polar establecieron una posta entre el estadio y la ruta.
El empleado del bicicletero subió a un techo desde donde se veía el arco del Gato Díaz y desde allí narraba lo que ocurría a otro muchacho que había quedado en la vereda y que a su vez transmitía a otro que estaba a veinte metros y así hasta que cada detalle llegara a donde esperaban los hinchas de Estrella Polar.
A las tres de la tarde los dos equipos salieron a la cancha vestidos como si fueran a jugar un partido en serio. Herminio Silva tenía un uniforme negro, desteñido pero limpio y cuando todos estuvieron reunidos en el medio de la cancha fue derecho hasta donde estaba el Coló Rivero que le había dado el cachetazo el domingo anterior y lo expulsó de la cancha. Todavía no se había inventado la tarjeta roja y Herminio señalaba la boca del túnel con una mano firme de la que colgaba el silbato. Al fin, la policía sacó a empujones al Coló que quería quedarse a ver el penal. Entonces el arbitro fue hasta el reo con la pelota apretada contra una cadera, contó doce pasos y la puso en su lugar. El Gato Díaz se había peinado a la gomina y la cabeza le brillaba como una cacerola de aluminio.
Nosotros lo veíamos desde el paredón que rodeaba la cancha, justo detrás del arco, y cuando se colocó sobre la raya de cal y empezó a frotarse las manos desnudas empezamos a apostar hacia dónde tiraría Constante Gauna.
En la ruta habían cortado el tránsito y todo el mundo estaba pendiente de ese instante porque hacía diez años que el Deportivo Belgrano no perdía una copa ni un campeonato. También la policía quería saber, así que dejaron que la cadena de relatores se organizara a lo largo de tres kilómetros y las noticias llegaban de boca en boca apenas espaciadas por los sobresaltos de la respiración.
Recién a las tres y media, cuando Herminio Silva consiguió que los dirigentes de los dos clubes, los entrenadores y las fuerzas vivas del pueblo abandonaran la cancha, Constante Gauna se acercó a acomodar la pelota. Era flaco y musculoso y tenía las cejas tan pobladas que parecían cortarle la cara en dos. Había tirado tantas veces ese penal —contó después—, que volvería a hacerlo a cada instante de su vida, dormido o despierto.
A las cuatro menos cuarto, Herminio Silva se puso a medio camino entre el arco y la pelota, se llevó el silbato a la boca y sopló con todas sus fuerzas. Estaba tan nervioso y el sol le había machacado tanto sobre la nuca que cuando la pelota salió hacia el arco sintió que los ojos se le reviraban y cayó de espaldas echando espuma por la boca. Díaz dio un paso al frente y se tiró a su derecha. La pelota salió dando vueltas hacia el medio del arco y Constante Gauna adivinó enseguida que las piernas del Gato Díaz llegarían justo para desviarla hacia un costado. El Gato pensó en el baile de la noche, en la gloria tardía, en que alguien corriera a tirar la pelota al córner porque había quedado picando en el área.
El petiso Mirabelli llegó primero que nadie y la tiro afuera, contra el alambrado, pero Herminio Silva no podía verlo porque estaba en el suelo, revolcándose con un ataque de epilepsia. Cuando todo Estrella Polar se arrojó sobre el Gato Díaz para festejar, el juez de línea corrió hacia Herminio Silva con la bandera levantada y desde el paredón donde estábamos sentados oímos que gritaba: "¡No vale, no vale!".
La noticia corrió de boca en boca, jubilosa. La atajada del Gato y el desmayo del árbitro. Entonces en la ruta todos abrieron damajuanas de vino y empezaron a celebrar, aunque el "no vale" llegara balbuceado por los mensajeros con una mueca atónita.
Hasta que Herminio Silva no se puso de pie, desencajado por el ataque, no hubo respuesta definitiva. Lo primero que preguntó fue "qué pasó" y cuando se lo contaron sacudió la cabeza y dijo que había que tirar de nuevo porque él no había estado allí y el reglamento señala que el partido no puede jugarse con un árbitro desmayado. Entonces el Gato Díaz apartó a los que querían pegarle al vendedor de rifas de Deportivo Belgrano y dijo que había que apurarse porque esa noche él tenía una cita y una promesa y fue a ponerse otra vez bajo el arco.
Constante Gauna debía tenerse poca fe porque le ofreció el tiro a Padín y sólo después fue hacia la pelota mientras el juez de línea ayudaba a Herminio a mantenerse parado. Afuera se escuchaban bocinazos de festejo de los de Deportivo Belgrano y los jugadores de Estrella Polar empezaron a retirarse de la cancha rodeados por la policía.
El pelotazo salió a la izquierda y el Gato Díaz fue para el mismo lado con una elegancia y una seguridad que nunca más volvió a tener. Constante Gauna miró al cielo y se echó a llorar. Nosotros saltamos el paredón y fuimos a mirar de cerca a Díaz, el viejo, que miraba la pelota que tenía entre las manos como si se hubiera sacado la sortija en la calesita.
Dos años más tarde, cuando el Gato era una ruina y yo un joven insolente, me lo encontré otra vez, a doce pasos de distancia y lo vi inmenso, agazapado en puntas de pie, con los dedos abiertos y largos. En una mano llevaba un anillo de matrimonio que no era de la rubia Ferreira sino de la hermana del Coló Rivero, que era tan india y tan vieja como él. Evité mirarlo a los ojos y le cambié la pierna; después tiré de zurda, abajo, sabiendo que no llegaría porque ya estaba muy duro y le pesaba la gloria. Cuando fui a buscar la pelota dentro del arco estaba levantándose como un perro apaleado

—Bien, pibe —me dijo—. Algún día vas a andar contando por ahí que le hiciste un gol al Gato Díaz, pero nadie te lo va a creer.

Osvaldo Soriano (6 de enero de 194329 de enero de 1997). Escritor y periodista argentino nacido en Mar del Plata (provincia de Buenos Aires). Solía decir que no le interesaba la literatura, sólo que siempre fue escritor. Gozó del reconocimiento del público y de los críticos extranjeros (fue el último gran bestseller argentino). Fue un reconocido hincha de San Lorenzo de Almagro.
Hijo de Doña Eugenia y Valentin Alberto Soriano, un catalán inspector de Obras Sanitarias (la empresa encargada del servicio de agua potable en Argentina), pasó junto a su familia una infancia errante, deambulando por pueblos de provincia tras los destinos laborales de su padre. Posteriormente recaló en Tandil. Esa eterna huida, ese nomadismo de su niñez, fue decisivo para esa especie de “novela de carretera” repleta de perdedores extraviados que recorre casi toda su obra.
Cumplidos los 26 años, se trasladó a Buenos Aires en 1969 para integrarse a la redacción de la revista Primera Plana, a partir de lo cual comenzaría su constante relación con el periodismo, colaborando además en las publicaciones Panorama, Confirmado y en los diarios El Eco de Tandil, Noticias, El Cronista y La Opinión. También fue corresponsal de Il Manifiesto italiano y co-fundador de Página/12, trabajando como asesor de directorio y columnista de contratapas.
Publicó su primera novela titulada Triste, solitario y final en 1973, la cual fue traducida a doce idiomas. En 1976, debido al golpe de Estado, Soriano se trasladó a Bélgica y luego vivió en París hasta 1984, año en que regresó a Buenos Aires. Durante su exilio europeo publicó No habrá más penas ni olvido(1978), llevada al cine por Héctor Olivera, que ganó el Oso de Plata en el festival de cine de Berlín. También publicó Cuarteles de invierno (1980), sobre la cual se publicaron seis ediciones en 1983, ya que era considerada la mejor novela extranjera de 1981 en Italia. Esta obra fue llevada dos veces al cine. De vuelta al país continuó su actividad literaria, al mismo tiempo que su profesión de periodista. En 1987 fundó el diario Página/12, para el cual escribió contratapas hasta 1997.
Las novelas Triste, solitario y final, No habrá más penas ni olvido, Cuarteles de invierno y A sus plantas rendido un león han sido publicadas en veinte países y traducidas a los idiomas inglés, francés, italiano, alemán, portugués, sueco, noruego, holandés, griego, polaco, húngaro, checo, hebreo, danés yruso.
A lo largo de su carrera, vendió más de un millón de ejemplares y obtuvo los premios “Carrasco Tapia” (de la revista Análisis de Chile) y “Raymond Chandler Award”, mientras que en Argentina lo distinguieron las fundaciones Konex (Premio Konex 1994) y Quinquela Martín.
Fue un fumador empedernido y militante de los partidos de izquierda de la época. Algunas curiosidades lo pintan de cuerpo entero: escribía de noche hasta las ocho de la mañana, para posteriormente dormir hasta las cuatro de la tarde. Le fascinaba Internet y el mundo de la informática y sentía devoción por los gatos.
Murió el 29 de enero de 1997 en Buenos Aires, víctima de un cáncer de pulmón. Fue sepultado en el Cementerio de la Chacarita. Legó un mundo de extraños perdedores pueblerinos y de inolvidables historias tristes, los guiones cotidianos de la gente común que algunos menosprecian. Obras. Novelas.Triste, solitario y final (1973). No habrá más penas ni olvido (1978).Cuarteles de invierno (1980). A sus plantas rendido un león (1986).Una sombra ya pronto serás (1990).El ojo de la Patria (1992).La hora sin sombra (1995). Cuentos. Artistas, locos y criminales (1984). Rebeldes, soñadores y fugitivos (1988). Cuentos de los años felices (1993). Piratas, fantasmas y dinosaurios (1996). Arqueros, ilusionistas y goleadores (1998). Cómicos, tiranos y leyendas (2012). Filmografía. Una mujer (1975). No habrá más penas ni olvido (1983). Cuarteles de invierno (1984). Das autogramm (1984), de la novela Cuarteles de invierno. Una sombra ya pronto serás (1994). Soriano, documental biográfico dirigido por Eduardo Montes-Bradley. Argentina, 2001.. El penal más largo del mundo (2005).
Semblanza biográfica: Wikipedia. Texto: taringa. Foto: Internet

El cuento del domingo



Haruki Murakami 

Conitos

Estaba hojeando distraídamente el periódico de la mañana cuando, en una esquina, descubrí el siguiente anuncio: “Famosos Pasteles Conitos. Concurso para la creación de los Nuevos Conitos. Gran sesión informativa”. No tenía ni idea de qué diablos eran aquellos Conitos. Pero lo de “famosos pasteles” hacía suponer que se trataba de algún tipo de dulce. Yo soy un poco quisquilloso en lo que a los dulces se refiere. Y, como no tenía nada que hacer, decidí asomar las narices por la “gran sesión informativa”.


            La “gran sesión informativa” se celebra en el salón de un hotel e incluso ofrecían té y pasteles. Los pasteles eran, ¡cómo no!, Conitos.


            Probé uno, pero su sabor no me entusiasmó precisamente. Lo encontré empalagoso y la corteza me pareció demasiado reseca. No podía creer que a los jóvenes de mi generación les gustara un dulce semejante.


            Sin embargo, a la sesión informativa únicamente se presentaron chicos de mi edad, o incluso más jóvenes. A mí me asignaron el número 952 y, después, llegaron todavía unas cien personas más; es decir, que debieron de asistir a la reunión más de mil personas. Lo que no es poco.


            A mi lado estaba sentada una chica de unos veinte años, llevaba unas gafas de muchas dioptrías. No era guapa, pero parecía tener buen carácter.


            -Oye, ¿tú habías comido alguna vez Conitos? –le pregunté.


            -Pues, claro –respondió ella-. Son muy famosos.


            -Sí, pero no valen mucho la pe… -La chica me dio una patada en la espinilla y no me dejó acabar la frase. Los individuos a mi alrededor me lanzaron una mirada despectiva. ¡Qué mal ambiente! Pero yo puse cara de inocente tipo Pooh, el osito barrigón, y dejé pasar la tormenta.


            -¿Tú eres tonto o qué? –me susurró la chica al oído poco después-. ¿Cómo se te ocurre venir aquí a criticar los Conitos? Mira que si te agarran los Cuervos Conitos, no sales de ésta con vida.


            -¿Los Cuervos Conitos? –grité sorprendido-. ¿Y qué son…?


            -¡Chist! –dijo la chica. La sesión informativa ya había empezado.


            La abrió el presidente de “Confiterías Conitos” para hablar de la historia de los Conitos. Según uno de aquellos relatos de verdad incierta debías remontarte a la Era Heian* para encontrar a no sé quién que hizo no sé qué a resultas de lo cuál nació  el primer Conito. El hombre llegó a decir que en el Kokinshu** figuraba un poema sobre los Conitos. Al oír semejante barbaridad estuve a punto de echarme a reír, pero, a mi alrededor, todo el mundo escuchaba con una cara tan seria que me contuve. También influyó el miedo que me inspiraban los Cuervos Conitos.


            La explicación del presidente de la compañía se alargó durante una hora. Aburridísima. Lo único que quería decir era, en definitiva, que los Conitos eran pasteles con historia. Pues podía haber acabado con una sola línea.


            Luego, salió el director general y nos informó sobre el concurso para la creación del nuevo producto. Ni siquiera los Conitos, unos pasteles famosos en todo el país que se enorgullecían de su larga historia, podían prescindir de la incorporación de savia nueva que hiciera posible un desarrollo dialéctico apto para responder a las exigencias de las distintas generaciones. Eso sonaba muy bien, pero lo que quería decir, en definitiva, era que el gusto de los Conitos estaba pasado de moda y que habían bajado las ventas, por lo cual querían ideas nuevas de la gente joven. Podía haberlo dicho así, tal cual.


            Al terminar nos dieron las bases del concurso. Elaborar un pastelito tomando como base los Conitos y presentarlo al cabo de un mes.


            El importe del premio ascendía a dos millones de yenes. Con esos dos millones podía casarme con mi novia y mudarme a un departamento nuevo.


            Y decidí hacer el Nuevo Conito.


            Tal como he dicho antes, soy un poco quisquilloso en lo que respecta a los dulces. Pasteles de anko***, crema u hojaldre puedo prepararlos de todos los tipos  imaginables. Para mi era pan comido hacer en un mes el Nuevo Conito de la Edad Contemporánea. El día en que expiraba el plazo hice dos docenas de Conitos y los llevé a Confiterías Conitos.


            -¡Mmmm! ¡Qué buena pinta tienen! Parecen buenísimos –me dijo la chica de recepción.


            -Son buenísimos –aseguré yo.


            Un mes después recibí una llamada de Confiterías Conitos diciendo que me apersonara en la empresa al día siguiente. Me puse una corbata y salí para allá. Hablé con el director general de la sala de visitas.


            -El pastel Nuevo Conito que usted ha presentado ha tenido una excelente acogida en la compañía –dijo el director-. Ha recibido muy buenas críticas, especialmente, ¡ejem!, entre el sector joven de la empresa.


            -Muchas gracias –le dije.


            -Por otra parte, ¡ejem!, entre lo miembros de más edad hay quien dice que su pastel no es un Conito. En definitiva, ¡ejem!, que cabe hablar de confrontación de ideas.


            -¡Ah! –dije. No tenía ni idea de adónde quería ir a parar.


            -En consecuencia, la junta directiva ha acordado pedirles la opinión a los señores Cuervos Conitos.


            -¡Los Cuervos Conitos! –exclamé-. ¿Y que son los Cuervos Conitos?


            El director general me miró con expresión atónita.


            -¿Usted se ha presentado al concurso sin saber quiénes son los señores Cuervos Conitos?


            -Lo siento mucho. Nunca me entero de qué va el mundo.


            -¡Menudo problema! –exclamó el director y sacudió la cabeza-. Con que ni siquiera conoce a los señores Cuervos Conitos… Bueno, ¡en fin!, sígame.


            Salí de la habitación en pos de él, caminé por el pasillo, subí al sexto piso en ascensor y, luego, avancé por otro pasillo. Al fondo había un gran portalón de hierro. Cuando el director llamó al timbre, apareció un fornido guarda y, después de pedirle al director que se identificara, dio la vuelta a la llave y nos abrió la gran puerta. Unas medidas de seguridad extremas.


            -Aquí dentro se encuentran los señores Cuervos Conitos –me explicó el director-. Los señores Cuervos Conitos son una familia de cuervos especiales que vienen alimentándose exclusivamente de Conitos desde tiempos inmemoriales.


            Sobraba cualquier otra explicación. Dentro de la estancia, había más de cien cuervos. Se trataba de una habitación vacía, parecida a un almacén, de más de cinco metros de altura, con un montón de palos horizontales que iban de pared a pared y en los que estaban posados, unos al lado de otros, los Cuervos Conitos. Eran más grandes que los cuervos ordinarios y los mayores debían de medir un metro de largo.


            Incluso los más pequeños alcanzaban los sesenta centímetros. Al fijarme bien descubrí que no tenían ojos. En lugar de eso, sólo tenían pegado un bulto blanco de grasa. Además, sus cuerpos estaban tan embotados que parecían a punto de reventar.


            Al oírnos entrar, los Cuervos Conitos empezaron a graznar a coco mientras batían las alas. Al principio creí que eran simplemente graznidos, pero cuando se me habituó el oído, comprendí que gritaban: “¡Conitos! ¡Conitos!”. Sólo de mirar a aquellos pajarracos se te helaba la sangre en las venas.


            El director sacó algunos Conitos de una caja que llevaba y los fue arrojando al suelo. Cien cuervos se abalanzaron a la vez sobre los pasteles.


            Y en su búsqueda desesperada de Conitos se daban picotazos los unos a los otros en las patas, incluso en los ojos. ¡Uf! ¡Con razón se habían quedado ciegos!


            Acto seguido, el director fue esparciendo por el suelo unos pasteles, parecidos a los Conitos, que sacó de otra caja.


            -Mire. Éstos son los pasteles de uno de los participantes que ha sido eliminado del concurso.


            Los cuervos se arrojaron, como antes, sobre los pasteles, pero en cuanto se dieron cuenta de que no eran Conitos los vomitaron y empezaron a graznar con irritación. Gritaban:


            -¡Conitos!


            -¡Conitos!


            -¡Conitos!


            Sus graznidos retumbaban en el techo hasta clavarse en los oídos.


            -¡Mire! Sólo comen Conitos auténticos –dijo el director, convencido-.


            Las imitaciones ni las tocan.


            -¡Conitos!


            -¡Conitos!


            -¡Conitos!


            -Y, ahora, vamos a ofrecerles los pasteles que usted ha elaborado.


            Si se los comen, será usted eliminado.


            “¡A ver cómo va!”, pensé inquieto. No sé por qué, pero tenía un mal presentimiento. Era un error hacerles decidir a aquellos bichos el resultado del concurso. Pero el director, haciendo caso omiso de mis opiniones, esparció profusamente por el suelo los Nuevos Conitos que yo había presentado a concurso. Los cuervos volvieron a abalanzarse sobre los pasteles. Y, acto seguido, empezó el jaleo. Algunos cuervos se los comían satisfechos, otros los escupían gritando: “¡Conitos!”. A continuación, los cuervos que no habían podido coger ninguno clavaban excitadísimos el pico en la garganta de los que se los acababan de tragar.


            La sangre se esparcía por todas partes. Un cuervo cogió el pastel que otro había vomitado, pero otro cuervo gigantesco, al grito de “¡Conitos!”, lo atrapó y le abrió el vientre en canal. Y, de este modo, empezó una batalla sin cuartel. La sangre llamaba a la sangre, el odio llamaba  al odio. Se trataba sólo de unos insignificantes pasteles, pero éstos lo eran todo para los cuervos. Para ellos era cuestión de vida o muerte si los Conitos eran auténticos o no.


            -¡Mire lo que ha conseguido! –Le espeté al director-. Arrojárselos de ese modo, tan de repente, ha sido un estímulo demasiado poderoso.


            Luego salí solo de la estancia, bajé en ascensor y abandoné el edificio de Confiterías Conitos. Perder los dos millones de yenes era una verdadera lástima, pero no quería ni oír hablar de vivir el resto de mis días acompañado de unos pajarracos como aquéllos.


            Yo sólo hago la comida que yo quiero comer y me la como yo.


            Y los cuervos; ¡qué se mueran todos pegándose picotazos los unos a los otros!

Haruki Murakami (村上 春樹 Murakami Haruki?) (Kioto, 12 de enero de 1949) es un escritor y traductor japonés autor de novelas y relatos. Sus obras han generado críticas positivas y numerosos premios, incluyendo los premios Franz Kafka, Jerusalem y el Internacional Cataluña, entre otros.

La ficción de Murakami, a menudo criticada por la literatura tradicional japonesa, es surrealista y se enfoca en conceptos como la alienación y la soledad. Es considerado una figura importante en la literatura posmoderna. The Guardian ha situado a Murakami "entre los mayores novelistas de la actualidad". Fue considerado favorito al Premio Nobel de literatura en 2013, pero al final no obtuvo este reconocimiento.
Aunque nació en Kioto, vivió la mayor parte de su juventud en Kōbe. Su padre era hijo de un sacerdote budista y su madre, de un comerciante de Osaka. Ambos enseñaban literatura japonesa.

Desde la juventud, Murakami estuvo muy influido por la cultura occidental, en particular, por la música y literatura. Creció leyendo numerosas obras de autores estadounidenses, como Kurt Vonnegut y Richard Brautigan. Son esas influencias occidentales las que a menudo distinguen a Murakami de otros escritores japoneses.

Estudió literatura y teatro griegos en la Universidad de Waseda (Soudai), en donde conoció a su esposa, Yoko. Su primer trabajo fue en una tienda de discos (tal como uno de sus personajes principales, Toru Watanabe de Norwegian Wood). Antes de terminar sus estudios, Murakami abrió el bar de jazz Peter Cat (El Gato Pedro) en Kokubunji, Tokio, que regentó junto con su esposa desde 1974 hasta 1981.

En 1986, con el enorme éxito de su novela Norwegian Wood, abandonó Japón para vivir en Europa y Estados Unidos, pero regresó a Japón en 1995, tras el terremoto de Kobe y el ataque de gas sarín que la secta Aum Shinrikyo (La Verdad Suprema) perpetró en el metro de Tokio. Más tarde Murakami escribiría sobre ambos sucesos.

La ficción de Murakami, que a menudo es tachada en Japón de literatura pop, es humorística y surreal, y al mismo tiempo refleja la soledad y el ansia de amor en un modo que conmueve a lectores tanto orientales como occidentales. Dibuja un mundo de oscilaciones permanentes, entre lo real y lo onírico, entre el gozo y la oscuridad. Cabe destacar la influencia de los autores que ha traducido, como Raymond Carver, F. Scott Fitzgerald o John Irving, a los que considera sus maestros.

Muchas novelas suyas tienen, además, temas y títulos referidos a una canción particular como Dance, Dance, Dance (de The Dells), Norwegian Wood (los Beatles), y South of the Border, West of the Sun (La primera parte es el título de una canción de Nat King Cole). Esta afición -la música- recorre toda su obra.

Murakami es aficionado al deporte: participa en maratones y triatlón, aunque no empezó a correr hasta los 33 años. El 23 de junio de 1996 completó su primer ultramaratón, una carrera de 100 kilómetros alrededor del lago Saroma en Hokkaido, Japón. Aborda su relación con el deporte en De qué hablo cuando hablo de correr (2008).

A finales del 2005, Murakami publica la colección de cuentos Tōkyō Kitanshū, traducido libremente como Misterios tokiotas. Más tarde editó una antología de relatos llamada Historias de cumpleaños, que incluye textos de escritores angloparlantes, incluyendo uno suyo, preparado especialmente para este libro.

Tusquets (Barcelona) ha publicado en castellano la mayoría de sus obras. Anagrama ha traducido La caza del carnero salvaje. Obras.


Título japonésAñoTítulo en español (año de publicación) / Título en inglés (año)Traductor en español / en inglés
風の歌を聴け
Kaze no uta o kike
1979 Oye cantar al viento
Hear the Wind Sing (1987)
No publicada en español
Alfred Birnbaum
1973年のピンボール
1973-nen no pinbōru
1980 Pinball, 1973
Pinball, 1973 (1985)
No publicada en español
Alfred Birnbaum
羊をめぐる冒険
Hitsuji o meguru bōken
1982 La caza del carnero salvaje (1992, Anagrama)
A Wild Sheep Chase (1989)
Fernando Rodríguez-Izquierdo
Alfred Birnbaum
世界の終りとハードボイルド・ワンダーランド
Sekai no owari to hādoboirudo wandārando
1985 El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas (2009, Tusquets)
Hard-Boiled Wonderland and the End of the World (1991)
Lourdes Porta
Alfred Birnbaum
ノルウェイの森
Noruwei no mori
1987 Tokio blues (Norwegian Wood) (2005, Tusquets)
Norwegian Wood (2000)
Lourdes Porta
Jay Rubin
ダンス・ダンス・ダンス
Dansu dansu dansu
1988 Baila, baila, baila (2012, Tusquets)
Dance Dance Dance (1994)
Gabriel Álvarez
Alfred Birnbaum
国境の南、太陽の西
Kokkyō no minami, taiyō no nishi
1992 Al sur de la frontera, al oeste del sol (2003, Tusquets)
South of the Border, West of the Sun (2000)
Lourdes Porta
Philip Gabriel
ねじまき鳥クロニクル
Nejimaki-dori kuronikuru
1995 Crónica del pájaro que da cuerda al mundo (2001, Tusquets)
The Wind-Up Bird Chronicle (1997)
Lourdes Porta y Junichi Matsuura
Jay Rubin
スプートニクの恋人
Supūtoniku no koibito
1999 Sputnik, mi amor (2002, Tusquets)
Sputnik Sweetheart (2001)
Lourdes Porta y Junichi Matsuura
Philip Gabriel
海辺のカフカ
Umibe no Kafuka
2002 Kafka en la orilla (2006, Tusquets)
Kafka on the Shore (2005)
Lourdes Porta
Philip Gabriel
アフターダーク
Afutā Dāku
2004 After Dark (2008, Tusquets)
After Dark (2007)
Lourdes Porta
Jay Rubin
1Q84
Ichi-kyū-hachi-yon
2009 1Q84 (2011, Tusquets)
1Q84 (2011)
Gabriel Álvarez
Jay Rubin y Philip Gabriel
色彩を持たない多崎つくると、彼の巡礼の年
Shikisai wo motanai Tasaki Tsukuru to, Kare no Junrei no Toshi
2013 Los años de peregrinación del chico sin color (2013, Tusquets)
Colorless Tsukuru Tazaki and His Years of Pilgrimage (2014)

Gabriel Álvarez
Philip Gabriel
Colección de relatos.1993, El elefante desaparece, 17 cuentos (1980-1991), sin traducir. 2000, Después del terremoto, 6 cuentos (1999-2000), ed. Tusquets, 2013
Semblanza biografica:Wikipedia. Texto:teecuento.wordpress.com.Foto:internet

El cuento del domingo

George Sand
Las lavanderas nocturnas
He aquí, en mi opinión, la más siniestra de las visiones del miedo. Es también la más difundida pues creo que se encuentra en todos los países.

En torno a las charcas estancadas y a los manantiales límpidos; en los brezales como a orillas de las fuentes umbrías; en los caminos hundidos bajo los viejos sauces como en la llanura abrasada por el sol, durante la noche se oye la paleta precipitada y el chapoteo furioso de las lavanderas fantásticas. En determinadas provincias se cree que evocan la lluvia y atraen la tormenta al hacer volar hasta las nubes, con su ágil paleta, el agua de las fuentes y de los pantanos. Pero aquí hay una confusión. La evocación de las tormentas es monopolio de los brujos conocidos como «conductores de nubes». La auténticas lavanderas son las almas de las madres infanticidas. Golpean y retuercen incesantemente un objeto que se asemeja a ropa mojada pero que, visto desde cerca, no es sino el cadáver de un niño. Cada una tiene el suyo o los suyos, si ha sido varias veces criminal. Hay que evitar observarlas o molestarlas; porque, aunque tuviera usted seis pies de alto y músculos en proporción, lo agarrarían, lo golpearían en el agua y lo retorcerían ni más ni menos que como un par de medias.

Todos hemos oído con frecuencia la paleta de las lavanderas de noche resonar en el silencio de las charcas desiertas. Pero no hay que engañarse. Se trata de una especie de rana que produce ese ruido formidable. Es muy triste haber hecho ese pueril descubrimiento y no poder esperar ver la aparición de esas terribles brujas retorciendo sus harapos inmundos, en la bruma de las noches de noviembre, a la pálida luz de una pálida luna creciente reflejada por las aguas.

Sin embargo, yo tuve la emoción de escuchar un relato sincero y bastante aterrador acerca de este tema.

Un amigo mío, hombre de más talento que sentido común, debo reconocerlo, y sin embargo un espíritu ilustrado y culto, pero, debo reconocerlo también, proclive a dejar su razón de lado, muy valiente ante las cosas reales, pero fácil de impresionar y alimentado desde su infancia con las leyendas de la región, tuvo dos encuentros con las lavanderas que no contaba sino con repugnancia y con una expresión en el rostro que transmitía un escalofrío a su auditorio.

Una noche, hacia las once, en una «traîne» encantadora que corre serpenteando y saltando, por así decirlo, sobre el flanco ondulado del barranco de Urmont, vio a orillas de una fuente, a una vieja que lavaba y retorcía en silencio.

Aunque aquella bonita fuente tuviera mala fama, no vio en ello nada de sobrenatural y le dijo a la anciana:

-Está lavando muy tarde, buena mujer.

Ella no respondió. Pensó que era sorda y se acercó. La luna estaba brillante y la fuente resplandecía como un espejo. Entonces percibió claramente las facciones de la anciana: era completamente desconocida para él, lo que le sorprendió porque dada su condición de agricultor, cazador y paseante de la campiña, no había rostro desconocido para él a varias leguas a la redonda. Así fue como me contó personalmente sus impresiones frente a aquella lavandera singularmente retrasada:

-Sólo se me ocurrió pensar en la leyenda una vez que había perdido de vista a aquella mujer. No pensé en ella antes de encontrarla. No creía en ella y no sentí ningún recelo al abordarla. Pero tan pronto como estuve junto a ella, su silencio, su indiferencia ante la aproximación de un transeúnte, le dieron el aspecto de un ser absolutamente ajeno a nuestra especie. Si la vejez la privaba del oído y la vista, ¿cómo es que había venido a lavar tan lejos, sola, a esta hora tan insólita, a aquella fuente helada en la que trabajaba con tanta fuerza y actividad? Esto era al menos digno de observación; pero lo que me sorprendió aún más, fue lo que yo sentí personalmente. No tuve ninguna sensación de miedo, pero sí una repugnancia, un asco invencibles. Seguí mi camino sin que ella volviera la cabeza. No fue sino cuando llegué a mi casa cuando pensé en las brujas de los lavaderos, y entonces tuve mucho miedo, lo confieso abiertamente, y nada del mundo me habría decidido a volver sobre mis pasos.»

En otra ocasión, el mismo amigo pasaba cerca de los estanques de Thevet, hacia las dos de la mañana. Venía de Linières, donde aseguró no haber comido ni bebido, circunstancia que yo no podría garantizar. Iba solo, en cabriolé, seguido de su perro. Como su caballo iba cansado, se bajó en una cuesta y se encontró a orillas de la carretera, cerca de un canal donde tres mujeres lavaban, golpeaban y retorcían con gran vigor, sin decir nada. Su perro se acercó de repente a él sin ladrar. Él mismo pasó sin mirar demasiado. Pero apenas había dado unos cuantos pasos, oyó que alguien iba detrás de él, y que la luna dibujaba a sus pies una sombra muy alargada. Se volvió y vio que una de las tres mujeres lo seguía. Las otras dos venían a cierta distancia como para apoyar a la primera.

-En esta ocasión -dijo- sí pensé en las lavanderas malditas, pero tuve una emoción distinta a la de la primera vez. Aquellas mujeres eran de una estatura tan elevada y la que me seguía de cerca tenía hasta tal punto las proporciones, la cara y el andar de un hombre, que pensé que tenía que vérmelas con algunos tipos del pueblo probablemente mal intencionados. Llevaba un buen garrote en la mano, me volví y le dije:

-¿Qué quiere de mí?

No recibí respuesta y al ver que no me atacaba, no tuve pretexto para atacarla yo, por lo que me vi obligado a volver a mi cabriolé, que iba bastante lejos por delante de mí, con aquel desagradable ser en los talones. No decía nada y parecía disfrutar teniéndome bajo el efecto de una provocación. Yo seguía sujetando mi bastón, dispuesto a romperle la mandíbula al menor roce, y llegué así a mi cabriolé, con mi cobarde perro, que no decía ni pío y que saltó al vehículo al tiempo que yo.

Entonces me volví y, aunque había oído hasta ese momento pasos tras los míos y había visto una sombra caminar al lado de la mía, no vi a nadie. Sólo vi, a unos treinta pasos por detrás, en el lugar donde las había visto lavar, a las tres grandes diablesas saltando, danzando y retorciéndose como locas a orillas del canal. Su silencio, que contrastaba con aquellos saltos desenfrenados, las hacía aún más singulares y más penosas de ver.»

Si después de haber escuchado este relato, se intentaba hacerle al narrador alguna pregunta de detalle, o darle a entender que había sido víctima de una alucinación, él sacudía la cabeza y decía:

-Hablemos de otra cosa. Prefiero pensar que no estoy loco.

Esas palabras, pronunciadas con expresión triste, imponían silencio a todo el mundo.

No existe charca o fuente que no sea frecuentada bien por las lavanderas nocturnas, o bien por otros espíritus más o menos molestos. Algunos de estos huéspedes son sólo extraños. En mi infancia, yo temía mucho pasar por delante de cierta cuneta donde se veían los «pies blancos». Las historias fantásticas que no se explican respecto a la naturaleza de los seres que ponen en escena, y que quedan imprecisas e incompletas, son las que más impresionan la imaginación. Aquellos pies blancos que caminaban, según decían, a lo largo de la cuneta a determinadas horas de la noche, eran pies de mujer, flacos y descalzos, con un trozo de vestido blanco o de camisa larga que flotaba y se agitaba sin cesar. Caminaba rápido y en zigzag, y si se le decía: «Te estoy viendo… ¿Quieres escapar?» corría aún más y no se sabía por dónde había desaparecido. Cuando no se le decía nada caminaba delante de ti, pero cualquier esfuerzo que se hiciera para ver más arriba de los tobillos, resultaba inútil. No tenía piernas, ni cuerpo, ni cabeza, sólo pies. No sabría explicar qué tenían aquellos pies de terrorífico, pero por nada del mundo habría querido verlos.

En otros lugares hay hilanderas nocturnas; se escucha la rueca en la habitación en la que se está y en ocasiones se ven sus manos. En nuestra comarca, he oído hablar de una brayeusenocturna que hilaba el cáñamo delante de la puerta de ciertas casas y dejaba oír el ruido regular de la braye, de una manera que no era natural. Había que dejarla tranquila, y si se obstinaba en volver muchas noches seguidas, había que poner una vieja hoja de guadaña a través del instrumento que cogía para hacer ruido: por un momento trataba de romper la hoja, luego se cansaba, la arrojaba delante de la puerta y no regresaba más.

También está la peillerouse o harapienta nocturna, que se sentaba en la guenillière de la iglesia. Peille es una antigua palabra francesa que significa guenille, harapo; por eso el porche de la iglesia en el que se sientan durante los oficios los mendigos que llevan peilles oguenilles, se llama guenillière.

Aquella harapienta abordaba a los transeúntes y les pedía limosna. Había que cuidarse mucho de darle algo; de hacerlo, se ponía alta y fuerte aunque te hubiera parecido achacosa, y te molía a palos. Un tal Simon Richard, que vivía en la antigua casa cural y que sospechaba alguna broma por parte de las chicas de la aldea hacia él, quiso bromear con ella. Lo dejaron por muerto. Yo le vi el costado al día siguiente, que estaba muy magullado y arañado, efectivamente. Juraba que sólo había visto a una anciana, menuda, pero que tenía los puños de tres hombres y medio.

En vano quisieron hacerle creer que se las había visto con algún tipo más fuerte que él que, disfrazado, se había vengado de alguna mala jugada que él le habría hecho. Era fuerte y valiente, incluso pendenciero y vengativo. Sin embargo, una vez que se recuperó, abandonó la parroquia y no volvió más, diciendo que no le temía ni a hombre ni a mujer, pero sí a los seres que no son de este mundo y que no tienen el cuerpo «como los cristianos».
George Sand, seudónimo de Amandine Aurore Lucile Dupin, baronesa Dudevant (París, 1 de julio de 1804 - Nohant, 8 de junio de 1876). Escritora francesa.
Nació en París, hija de padre aristocrático y madre de la clase media, siendo educada durante gran parte de su infancia por su abuela en la localidad de Nohant, en el condado de Berry, en Francia, lugar que luego aparecería en algunas de sus novelas. En 1822, contrajo matrimonio con el barón Casimir Dudevant, y tuvieron dos hijos, Maurice, nacido en 1823 y Solange, nacida en 1828. En 1831, se separó de su esposo llevándose a sus dos hijos y se instaló en París. Cinco años después obtiene el divorcio.
Su primera novela, Rosa y Blanco ("Rose Et Blanche"), fue escrita en 1831 en colaboración con Jules Sandeau, de quien tomó presumiblemente su seudónimo de Sand.
Después de abandonar a su esposo, Aurore comenzó a preferir el uso de vestimentas masculinas, aunque continuaba vistiéndose con prendas femeninas en reuniones sociales. Este "disfraz" masculino le permitió circular más libremente en París, y obtuvo de esta forma, un acceso a lugares que de otra manera hubieran estado negados para una mujer de su condición social. Esta era una práctica excepcional para el siglo XIX, donde los códigos sociales, especialmente de las clases altas, eran de una gran importancia. Como consecuencia de esto, perdió parte de los privilegios que obtuvo al convertirse en una baronesa.
Estuvo relacionada románticamente con Alfred de Musset durante el verano de 1833; después de la tormentosa relación en Venecia, Musset posteriormente le dedicaría un libro: Confesión de un hijo del siglo. También entabló relación con el compositor Frédéric Chopin a quien encontró en París en 1831.
Dentro de su círculo de amigos se encontraban el compositor Franz Liszt, el pintor Eugène Delacroix, el escritor Heinrich Heine así como Victor Hugo, Honoré de Balzac, Julio Verne y Gustave Flaubert.
Retrato por Eugène Delacroix
Sand pasó el invierno de 1838-39 con sus hijos y Chopin en la Cartuja de Valldemosa en Mallorca. Este viaje fue luego descrito en su libro Un invierno en Mallorca (Un hiver à Majorque), publicado en 1855.
Entre sus novelas más exitosas se encuentran Indiana (1832), Lelia (1833), El compañero de Francia (1840), Consuelo (1842-43), Los maestros soñadores (1853).nota 1
En El pantano del Diablo (1846), cuenta experiencias de su infancia en el campo y escribe sobre temas rurales. Otras obras de este tipo son El molinero de Angibault (1845), François le Champi (1847-48) y La Petite Fadette (1849).
Entre sus obras de teatro y autobiográficas se encuentran Historia de mi vida (Histoire de ma vie, 1855), Elle et Lui (1859) donde cuenta su relación con Musset; Journal Intime (obra que se publicara póstumamente en 1926), y Correspondencia.
Además, George Sand escribió varios textos acerca de críticas literarias y políticos.
Aurore Dupin falleció en Nohant, cerca de Chateauroux, en Francia, el 8 de junio de 1876 a la edad de 71 años a causa de un cáncer gástrico y se la enterró en tierras de su hogar en Nohant. En el año 2004, se sugirió mover sus restos al Panteón en París.
Semblanza biográfica: Wikipedia. Texto: El cuento del día. Foto:internet