El cuento del domingo


Diamela  Eltit

Ahogar a la guagua

La misma noche en que me entregaron la guagua empezó el llanto. Y yo cansada, doblada en la cama, adolorida, aterrada, la miraba revolverse sobre su carne absurda, una carne que ya desde su principio se veía rabiosa, irritada, furiosa la guagua, emitiendo unos quejidos no débiles ni profundos sino inalcanzables, tramposos, que incitaban mis deseos de pegarle, ahogar a la guagua para que se callara mientras en un borde del llanto, en medio de un sueño precipitado veía al hombre avanzar hacia mí-por detrás, te dije que por atrás, mierda- con una intención más devastadora aún, metido en mi carne igualmente gruñona y molesta, alejada de cualquier sensación como no fuera el llanto –te voy a hacer una guagua, quédate tranquila, mierda, ¿acaso no veis que te estoy haciendo una guagüita?- y entonces caía en esa perceptible necesidad de que el mundo entrara en un estallido impecable,  un estallido que pusiera fin a esos llantos y a la uña más punzante del hombre.-¿Andai sonámbula, mierda?- sin dormir, con la respiración en un hilo, el mismo hilo en que se teje y jamás se detiene mi rencor. La injuria incrustada en este cuerpo que casi no me obedece. Me duele la espalda. Y más allá de la espalda, el brazo y por el brazo uno de mis dedos me duele y hasta la uña se intensifica ahora mismo que tengo que salir  a  calle, a la calle con esta inclemente temperatura –ay,  amanecieron con fiebre las guaguas- y a mí me duele tanto ahora que me va a bajar, sí a bajar de un instante a otro, de un minuto a otro mi regla, para que el hombre ni se fije y me tome con regla y todo, sin que le importe el dolor en los ovarios, mis ovaritos que después se recogen y me punzan desde dentro, se contraen mis ovarios y más sangre y chorros y sangre y los malditos líquidos saliendo como si fueran chorros de sangre. Pero no, porque son sus chorros los que me provocan la sangre y ni siquiera en mis días, nunca puedo yo.  Y que no, por ningún motivo se vayan a manchar con sangre las guaguas, ni una manchita chica –ya pues, mierda, tan compungida que estai- y de qué vale  - es que están llorando, están llorando- y la mano de la primera guagua, su manita apretada como si fuera a golpearme, a pegarme la guagua o a chuparse la mano, a chupársela para agraviarme,  sólo para dar a entender que no la alimento y también la guagua segunda se chupa la mano y recibo encima una idéntica mirada de las dos guaguas con sus cabezas bamboleantes, como si se les fuera a despegar sus cabezas a las guaguas, unas cabezas que se van de un lado para otro sin armonía y yo les afirmo sus cabecitas para que no se les dañe la espalda como se me daño la mía, mi espalda que de tanto agacharme y levantarme y dormir a saltos, terminó en una curva feroz de la que me avergüenzo y ya no sé cómo ocultar ese defecto de las miradas que me siguen  y me siguen  cuando compro mis dos panes en este paisaje ajeno, mientras me asalta el recuerdo de la mirada del hombre –porque no te movís con más gracia, mierda- y allí yo, caminando en el sueño con las guaguas llorando, caminando tan cansada, caminando entre una progresiva extenuación, hasta que ya los brazos no me respondían y sin quererlo, más allá de mi voluntad, se me caían las guaguas y se golpeaban contra el suelo áspero, neutro, sus cabezas inciertas, bamboleantes, inseguras, daban de lleno sobre el cemento ocasionando un sonido brutal a irreversible que anunciaba el advenimiento de una rotura de incalculables proporciones. Y ese sueño más nítido todavía en que el hombre fuera de sí dirigía una mirada rencorosa hacia las guaguas mientras yo le suplicaba que no, que no lo hiciera, que no las destrozara y él me decía: -Son mías, ¿me entendís?, son pura carne, eso es lo que son- y ya nada quedaba entero, nada más que una mano inmensa y despiadada que se doblaba sobre sí misma hasta desaparecer en un vacío inusitado. El sueño,  el sueño que nunca me dio tregua en que las guaguas se me perdían entre un tumulto  y yo preguntaba por mis guaguas, por mis dos guaguas hombres que no aparecían por ninguna parte. Ah, pero ahora se me hace tarde, qué atardecer más plano y sombrío, como si se presentara de esta manera tétrica únicamente para alejar mis esperanzas. Pero sé que pronto se revertirá mi odio porque allá, lejos, mis dioses se preparan para hacer su trabajo en medio de una total intransigencia. Así es, porque nada es vano, no son en vano los ocho años ni las dos guaguas hombres, no son vanos mis malestares ni mis recuerdos. Todo va a concluir en un exacto lugar porque el orden de mis dioses es impecable y maníaco. Más maníaco aún que esa cabeza bamboleante y peligrosa, más que esos ojitos desenfocados, abiertamente enfermos y que la pus del oído –toda la noche llorando- que la roncha, digo, ¿de dónde salió esa roncha?, más aún que la fiebre que no para de subir o que la diarrea interminable de la guagua segunda, una diarrea verdecita y peligrosa de la guagua que quizás, en un momento de descuido mío, se echó algo dañino a la boca, a la boca –cierra la boca te digo, mierda- tan hinchadas las boquitas, tan, ¿cómo expresarlo?, deformadas por culpa de los huesos que están allí, allí, al borde de romper las encías, una hilera de huesos listos para aflorar hacia una superficie y empezar a dar dentelladas y dentelladas hasta llegar a ese terrible mordisco en mi mejilla, un mordisco que no sé si me ocasionó dolor a miedo porque yo estaba totalmente desprevenida y ahí fue que comprendí lo que venía, lo que se iba a precipitar tanto tiempo después, eso mismo, cómo se iban a desencadenar las feroces dentelladas sobre un cuerpo desprevenido y confiado, un cuerpo plagado de señales que mi guagua primera iba a reconocer y aniquilar. Tanto, tanto que se demoran mis dioses en restituirme y por eso, debo seguir reducida a este sillón y a esta ventana que me abre a un paisaje en que no creo. Reducida porque sí, porque el hombre decidió con una frialdad inaceptable dejarme sola con las guaguas, irse de manera artera en pos de una fortuna no menos dudosa, irse lejos para buscar un lugar que lo alejara de las alucinadas noches de las guaguas y de sus encías, que lo separa de mi creciente desazón y de mi cuerpo desgañitado por los ataques de los guaguas y por sus propias embestidas que me obligaban a escuchar sus jadeos, egoístas, hirientes, solitarios y totalmente  ajenos, montados sobre mi devastada superficie que ya había perdido cualquier armonía en sus contornos. Ah, la espalda, ah, esta tarde me parece inamovible ahora que estoy estancada sobre mí misma esperando, esperando que se cumpla mi deseo, la furia que mueve a mi deseo para que después, tantísimos años después pueda por fin empezar una vida que se interrumpió el día fatal en que el hombre salió llevando consigo toda su mala índole. Si pudiera acelerar esta tarde, hacerla transcurrir a una velocidad inédita, apurar a esta guagua desobediente y soberbia, malagradecida la guagua primera como si no se diera cuenta que hasta la respiración me la debe. Hasta eso me lo deben mis dos guaguas hombres y me deben también el desgaste de mis piernas, me deben esta maldita y perenne palpitación en el ojo, me deben cada humillación y me deben, especialmente,  un cierto malestar que compartimos, ese malestar que me esforcé en inculcarles desde el día exacto en que el hombre nos dejó en medio de una red de mentiras, para salir, huir hasta la ciudad de Concepción y buscar allí una fama que sólo sus torcidos oficios podrían otorgarle. La guagua amaneció rara, decaída la guagua segunda con la cabeza más descontrolada que nunca y su mano laxa.  Necesita , lo sé,  que la apriete contra mi pecho, que la acerque para que extraiga de mí su salud y después que le traspase en su cuerpo la sanidad perdida y permanezca yo misma extenuada  aunque  agradecida de que mi guagüita tragona y mezquina recobre para siempre sus fuerzas y reinicie ese hábito de mirarme, de observarme con sus pupilas misteriosas y entre su mirada cargada, arremeta un grito de horror como si en su cama se albergara esa rata que, sé, aún y pese que a toda mi pulcritud, está alojada en algún rincón de la casa. Esa rata enorme y palpitante con su hocico móvil, husmeando cualquier resto, deslizando sus pezuñas por el piso, una, dos, tres, cinco ratas enormes y amenazantes, una parvada de ratas, esperando, entumidas, la llegada de un leve rayo de sol. Tengo que detener el tedio de esta tarde, debe existir una manera de apresurar los acontecimientos porque mi guagua primera y mi guagua segunda tienen un hambe voraz que debo calmar a como dé lugar, tengo que alimentarlas más allá de mi propia hambre, de toda mi sed y de la constancia irremediable de la imagen del hombre con la mirada perdida, planeando su cobarde huida. Vestirlas, limpiarlas y alimentar a mis guaguas y olvidarme de esa imagen impresa en mi cerebro, la única imagen que vale la pena recordar, sí, la salida y el alivio de esa salida porque ya nunca más el jadeo ni sus torpes manos encima de mi cuerpo buscándome con una ineptitud que parecía no tener fin, porque con su salida iba a terminarse  un asedio que me resultaba inútil, absurdo, porque en realidad el hombre y sus manos no sabían recorrer. Pero no esa mirada indiferente, eso no, una mirada que ya estaba fijada hacia un futuro que no nos concernía, un futuro interesado que dejaba afuera a mis dos guaguas hombres que yo había cuidado con paciencia indescriptible y que, de pronto, sólo por bastardo deseo de gloria, eran repudiadas, sí, repudiadas mis dos guaguas hombres como si nunca hubieran pertenecido. Ah, la injusticia de esta tarde aletargante que multiplica, una espera que abarca un número  inmerecido de tiempo, un número inmerecido de sueños que mis dioses me entregan para aminorar de estar tardes. Ah, si mi guagua primera tiene sed, es bien sedienta la guagua y la segunda llora de hambre y la primera también amaneció con una irritación en su ojito y ya no puede abrir uno de los ojos la guagua, pues el líquido se lo impide, esa infección masiva con que la rata pretende sitiar nuestra casa. –Acérquese pues, ¿para qué se pone así conmigo?-. Sé perfectamente que las guaguas me indagan, aquí están, a mi lado, desmadejadas las guaguas con sus cuerpos inarticulados porque la mano y la pierna no logran encajar, no encajan como yo y mi espalda, yo y esta tarde mortífera en que se prologa y se prolonga el horror frente a estos cuerpos peligrosos, débiles y desencajados, uno cuerpos que sólo a mí me costaron, fue a mí que me saquearon antes, mucho antes que se terminara de formar la desarmonía que ahora los recorre porque antes ya estaba a las puertas su tarea devastadora, esa tarea que el hombre sin la menor sutileza me depositó para luego dormirse, dormir como si nada hubiera sucedido, dejándome expuesta a una pesadilla con imágenes inubicables, desconocidas, sanguinolentas, un infinidad de insectos repugnantes que venían hacia mí para que yo les permitiera sobrevivir. Debo levantarme del sillón ahora que la tarde ya empieza a ceder y la oscuridad le ha ganado todo el terreno. Levantarme del sillón para ir a tenderme en mi cama y esperar que las guaguas no se vayan a despertar, que por favorcito no me vayan a despertar esta noche en que el cansancio me desmorona. Irme a acostar después de este día agotador, dormir, para en alguna hora indeterminada de la noche me despierte el hombre porque quiere conmigo, quiere despertarme y satisfacer en mí su insomnio. Irme a la cama y esperar un día más, creer que en plazo de un día va a venir esta reparación que tanto nos merecemos. Pero mis guaguas están imposibles, inquietas e imposibles, lo sé, intuyó que su silencio es una burla, una mera simulación, la antesala para que explote el chillido más agudo que les conozco, un chillido mucho más armónico que sus bamboleantes cabezas y más todavía que los movimientos desastrosos de su brazos que se levantan y se agitan sin la menor dirección. Este chillido que me va a obligar a levantarme para tomarlas en brazos hasta que esté totalmente segura que no me engañan, que por unas horas sí van a dormir mientras miro sus rostros con una concentración absoluta, buscando cualquier atisbo de mueca, cualquier temblor que detone la irrupción de ese juego cruel y feroz que tanto conozco, sí, porque el hombre también tiene que dormir y no quiero, yo no quiero que me ponga esta noche sus manos encima y me obligue a moverme hasta que, por fin, después de un tiempo se deje caer el apaciguamiento. Tengo que levantarme del sillón -¿acaso no escuchai llorar a las guaguas, mierda?- y acercarme a un merecido descanso. -Venga, acérquese más a mí, mi guagüita linda- un descanso que sé, muy pronto se va a producir porque así está escrito, bien escrito como mis dioses me lo han asegurado. Tengo que levantarme del sillón para desentumecer mis piernas acalambradas por la espera, ir a la cocina para buscar una taza de té que me caliente el interior, tengo que tomar una taza de té para resistir la próxima noche, esta noche en que los pensamientos se van a precipitar  dentro de mi cabeza y se darán vueltas en mi cabeza y estará a punto de estallar mi cabeza mientras me acomodo y me acomodo para evitar  el dolor en mi espalda, esta espalda mía que es una constante penuria. Y después cuando ya se haya cumplido el presagio que ronda y vigila mis noches, quedaré yo sola sin el llanto de las guaguas, sin el jadeo del hombre  retumbando en mi cabeza y al final de unos años incontables por fin podré tenderme como corresponde y dejar que mi cuerpo dé curso a sus deseos, este cuerpo mío irreversiblemente dañado por pasarse tantísimos años sintiendo a su alrededor quejidos, aullidos, y el sonido inconfundible y solapado de ese maldito ratón de alcantarilla con sus ojos brillantes  de infecciones que se van desparramando por cuanta grieta existe en la casa . Habrá que salir de ese sueño -¿Qué no veis que necesito dormir? levántate a pasear a las guaguas, levántate ahora mismo, mierda- en que una mesa o un pedazo de carne se volvía autónomo y se empezaba a mover, a  mover mientras yo miraba ese algo sin nombre, aterrada porque iba a terminar por destruirme, es así, es así, me va a atacar pienso o siento hasta  que despierto empapada en transpiración, mojada de arriba a abajo, despierto porque el hombre llega tarde y esta vez agradezco la brusquedad de sus modales. ¿Será que se me va a reventar la barriga?, tan gorda, tan gorda. ¿Serán humanos estos dolores?, ¿será posible?  En medio  de una indiferencia atroz y la otra mujer al lado mío suplicando, mordiéndose la boca que parara, que parara de una vez, que no más, que no podía más y era yo la que no podía en esa sala ordinaria, sumergida en uno de mis poderosos rencores, entregada ya sólo a la voluntad de mi cuerpo que, en esas horas ya había terminado de perder todo su posible esplendor. –Gorda mañosa, rezongona de mierda-. Ah, sí,  una vez  y otra y el miedo y el daño terrible y ya pues, ya pues, ya, una vez más y se acaba, se acaba, un movimiento más y acaba y se va el hombre, acaba, acaba por favorcito y caigo, por fin, en una oscuridad que es terrible, pero más soportable, sí, más tolerable que esa gentuza insensible y burlona, más que la imagen sorpresiva de la rata que salió, así, frente a mis ojos de la alcantarilla y casi, casi consiguió rozarme, la asquerosa, y me voy hacia una oscuridad parcial porque al lado, definitivamente a mi lado, las guaguas ya están moviendo sus torpes miembros –ay, están despertando, están despertando- y es un ratito no más de descanso, un intervalo imprescindible porque en el plazo de un año vine de nuevo –el segundo, el segundo- que es una copia maligna del primero, pero el primero no tiene límite esperando que acabe, que acabe de una vez, porque de eso se trata, de que acabe ¿no?  Voy a levantarme de este sillón para ir a mi cama y acostarme y taparme y hundirme entre mis sábanas, ay las sábanas, ásperas,  comunes y son ellas las que les causan la alergia, sí las sábanas son, pero yo las voy a lavar, a lavar hasta que cedan y se reblandezcan como se reblandecieron mis pechos y mi estómago y hasta la espalda está reblandecida y estos surcos en mis caderas que no sé de dónde salieron, tan feos, tan, no sé, repugnantes. Será ésta, quizás, una de las últimas noches, uno de los últimos sueños, así será porque todo está ya tan consolidado, tan consolidado como este sillón que mide mis horas o esta ventana sin destino o esta ausencia forzada. Mi guagua primera está lejos y duerme, inquieta, lo sé, rascándose la cabeza porque le pica y le pica la cabeza y por eso duerme a saltos y pareciera que se va a despertar, pero no, no se despierta porque necesita descansar para cumplir su cometido y sigue durmiendo a pesar de su terrible picazón. Y le come y más le come la cabeza. No sé de dónde tal alérgicas y tan inquietas estas guaguas que no me dan  paz, ay, sí, ya se hizo de noche únicamente para cumplir con este ciclo infernal que, sin embargo, terminará por caer, sí, por desplomarse el ciclo adverso que le da licencia al hombre  para olvidarse de todos los desvelos y los favores que le obsequié mientras se aleja calle abajo, satisfecho contando los minutos, sí, contándolos, para llegar a tiempo, a una ceremonia que se le va a volver  en contra porque mis dioses me dieron la razón, me la dieron desde un principio cuando, esa misma noche de la partida, en medio de una pesadilla, logré hacer la primera cuenta, claro, la primera cuenta de cada uno de los hechos que habían sucedido. –Despiértate pues mierda, despiértate, te digo-. No sé, no me explico por qué la guagua no me agarra bien el pezón, no quiere mi pezón por más que se lo meta y se lo meta en la boca y hace esos gestos increíbles, de rabia y de repulsa y tengo que meterle el pezón a la boca como sea, pues no voy a permitir que baje un gramo de peso, porque la guagua tiene que estar gorda, bien gorda para que nadie vaya a pensar  que yo no la alimento como es debido, -ah, ¿querís que te chupe el pezón?, ¿cierto?-. Pero todavía no quiero levantarme del sillón, no quiero entrar en mi cama y darme vueltas y vueltas sintiendo el dolor en el cuello y en la espalda, no moverse  en la noche porque el hombre no, no, no puede acabar, porque cada vez le cuesta  más acabar aunque me mueva y me mueva y me culpe de su propia dificultad y diga unas cuantas cosas que yo, con mi rigor incalculable, archivo y archivo en mi memoria cuidando, repasando cada una de sus palabras para que no se me olviden, que ni siquiera el énfasis  de esas palabras se me borre. Nada a mí. Y así me muevo de una cama a otra, más de tres noches ¿no? Y por eso no más se me está poniendo ralo el pelo, un pelo sin brillo, así, alicaído mi pelo y prefiero ni mirarme en ese maldito espejo para no ver mi pelo pegado a mi cara, este pelo mío que antes me acompañaba a todas partes,  pero las guaguas sí, el pelo de las guaguas está bonito –bonito, ¿verdad?- y de envidia, sí, de envidia es que se tiran el pelo, de frustración se pesca de mi pelo para poder acabar, acabar –ayúdame a acabar, mierda- pero eso sí que no, no lo voy a ayudar a acabar, me voy a detener justo, justo cuando es preciso, porque yo sé cómo frenarlo para que quede agotado y furioso con sus malos deseos que después lo van a mantener  toda la noche en un sueño sobresaltado, ese sobresalto que lo invade desde el momento en que aprendí cómo dejarlo agarrado a sus propias ganas. Prendida a mi pecho que no agarra bien porque es mañosa la guagua o quizás algo inoportuna, algo de mi pecho, digo yo, este olor pastoso y cargado de una leche que quizás qué infecciones pueda tener y la guagua se defiende del sabor de esta leche desconocida, de una leche que a mí no me parece nada humana. Ya sé que hoy tendré que dormir de costado porque sólo así me viene el sueño; en cambio de espaldas empieza ese zumbido  a la columna y luego me toma el hombro y no quiero que me pique la cabeza por el contacto con las sábanas ásperas, no quiero rascarme la cabeza con las dos manos casi toda la noche. No quiero irme a la cama hasta estar segura que voy a dormir, porque sin duda mi cuerpo despertará en la mañana agarrotado por tanta levantada, acostarse y levantarse toda la noche, la mano, el dedo, la uña. Tan frágiles las columnas de las guaguas, tanto que cualquier movimiento podría dañarlas si la cabeza se les va súbitamente para atrás, por eso es que tengo que sostenerles la cabeza y mientras las sostengo las miro, sí, las miro detenidamente y me doy cuenta del extravío que tienen sus miradas, unas miradas que parecen enfermas o absurdas, esas miradas parecidas a la del hombre que ya está en otra parte o que hoy tampoco puede, no puede acabar o puede irse, está a punto de irse sin pensar en ningún instante que estoy aquí, de espaldas en la cama, debajo de él. Mis dioses llevan la cuenta de las faltas y mi deber es repasar cada una de esas faltas sin descanso, sin titubeos para que no se me vaya a olvidar, a olvidar ni el más mínimo detalle, ni se me vaya a olvidar esa expresión más taciturna del hombre ni menos las horas que gastó preparando silenciosamente su plan que yo, con la simetría de mi propio silencio, pude descubrir. Ah, las noticias de una ceremonia inminente, esa misma desafortunada ceremonia que ya embargaba mis sueños, uno tras otro, las campanas de una boda indebida que repicaban mientras yo intentaba taparme los oídos para no escuchar un jadeo más, ni un jadeo en mi oído que no me decía nada, nada más que la certificación de un estado que me era distante, irritante me resultaba levantarme y correr para ver una vez más a la guagua primera que no cesaba de gemir. –Ándate si querís pues, mierda-. Y me mordí los labios para no gritar y de tanto aguantar  los gritos empecé a llorar mientras ellos seguían tratándome con ese marcado desprecio hacia mi cuerpo que se contorsionaba hasta un punto incalculable porque ya iba a salir, a salir la guagua y después de un año empecé a escuchar las campanas en ese sueño que se repetía con una obsesión que mi mente aún no estaba preparada  para calibrar. Se hace tarde. La oscuridad atropella mi sillón y expande esta única ventana sin paisaje posible. Tengo que dormir y así ganar una noche más para acortar esta espera que parece no tener fin. Las guaguas van a nacer de un momento a otro, lo sé bien, van a nacer únicamente para ponerme nerviosa, para destrozarme los nervios frente a las infinitas calamidades que pueden presentarse, ah, no se me pueden caer las guaguas,  ni pueden golpearse, ni tampoco pegarse tan duro como se dan y me van a dejar dormir hoy ¿me oyeron? Porque estoy realmente cansada de andar de un lado para otro, sólo para complacerlas y complacerlas, como si esa fuera mi única misión, darles el gusto en todo para que no se descontrolen más de lo descontroladas  que ya están. Ay, será posible que logre una sola noche amable sin que la imagen del hombre se me aparezca con esa sonrisa ambigua con la que dejaba traslucir parte de sus pensamientos. Ya había tomado la decisión de irse, ya había urdido hebra por hebra lo que iba a hacernos, lo que les iba a hacer a sus dos guaguas hombres que en esos días no paraban de chillar con sus caritas enrojecidas e inflamadas y los ojo cubiertos por la infección que les ocasionó el ratón sucio del subsuelo, es plomizo, olfatearme ratón que era la verdadera pesadilla que recorría cada uno de los resquicios de la casa. Ay, pero no sé cómo, en qué punto de mi espalda radica la deformidad, una vértebra quizás o un pedacito de vértebra que se estropeó y que ahora me ha dejado torcida y deformada, expuesta a la burla del hombre que no deja de observarme con una mirada irónica, esa ironía que me sigue por todos lados, que aún, después de no me acuerdo cuántos años, está presente únicamente para recordarme que tengo miedo. Un miedo terrible porque la guagua tiene una expresión cansada, una especie de modorra en sus miembros  y esa modorra, y ese cansancio son demasiado peligrosos ¿no? Y quizás una terrible enfermedad, algo de muerte , pienso, rodea a la guagua que está hoy sumergida en una quietud desacostumbrada y ahora lo único que quiero es que el hombre se mueva más rápido, más rápido para que acabe, acaba pues, y yo pueda levantarme para ver a las guaguas, mirarlas porque si no las observo, con seguridad va a ocurrir un hecho irreversible, y de quién, de quien, de quién sería la culpa, mía no más por no estar atenta a mis guaguas y sus expresiones y no debo descuidarme creyendo que duermen porque no es así, no es así. Yo sé que él no sabe moverse con la consistencia que debiera, no sabe moverse y por eso la respiración se le agolpa y se va tan rápido que después se olvida y vuelve a comportarse como si jamás hubiera gozado.  Sé bien que el tiempo se precipita, se nos viene encima con una sobriedad impecable, el tiempo en que se termine mi malestar y ya nunca más la espalda vuelva a jugarme una mala pasada. Porque el hombre quiso hacer su traición a mis espaldas, pero allí estaban esos fieles dioses para advertirme qué exactamente era lo que estaba pasando y cómo estaba pasando y así nada fue sorpresivo, nada fue enigmático, sólo estaba yo y mis guaguas para pensar cómo íbamos   a conseguir dar vuelta la humillación, porque ese mismo día supe que en las guaguas radicaba la posibilidad, que ellas eran las indicadas,  una de las guaguas pues. Quedé rígida en el sueño con todo el cuerpo impedido de cualquier movimiento y las guaguas a mi lado y más allá las llamas y más lejos todavía una cierta confusa silueta iracunda, y en un ángulo casi inadvertido una tenue posibilidad d escapatoria para las guaguas, y las veía alejarse de mí, irse lejos en el sueño, dejándome expuesta a una muerte más que atroz, las guaguas malagradecidas que se iban, huían mientras yo quedaba apresada entre las llamas y esa silueta que nunca he podido adjudicar. Tengo que irme a la cama porque ya se ha hecho demasiado tarde y necesito dormir para recuperar mi fuerzas perdidas en este día que se me hizo tan largo que ahora temo olvidarme que es así, que cada una de las horas ya están inexorablemente marcadas por lo que va a suceder y que me mantienen cautiva de una espera que ya termina. Mi guagua primera va a hacer hostilmente, va a llegar llorando y gimiendo hasta mis brazos sin saber qué hacer, ah, nunca saben qué hacer estas guaguas, nada más que esos gestos de una terquedad extraordinaria ante los que naufraga cualquier intento de dulzura, sí, sin la menor dulzura en cima de mí, pesándome en la espalda, un peso que no estoy preparada para cargar, mucho más pesado que las guaguas, un peso con el transcurso del tiempo consiguió estropearme la espalda, un destrozo que ya sé que no tiene remedio porque él no acaba, diosito, no acaba, no puede y jadea y no pude acabar y me entierra los dedos en las costillas porque no logra que salga más que una débil gota, una humedad insignificante, algo menos que un chorro  está consiguiendo ahora y qué hago, qué poder tengo yo, a qué puedo aludir para que acabes, acaba, acaba de una vez por todas, te lo suplico. Pero ahora sí que por fin se termina el tiempo mientras yazgo en medio de esta soledad feroz, resguardada en la inminencia magnífica de la venganza. Y mientras me protejo tras una extensa sabia monotonía, me dedico a invocar angustiosamente a la totalidad de estos dioses chalados que me están haciendo añicos la esperanza.
Diamela Eltit (Santiago, 24 de agosto de 1949).Escritora chilena de prestigio internacional.1 2.En 1979, cuando era una estudiante de literatura en la Universidad de Chile, fundó junto a Raúl Zurita, Lotty Rosenfeld, Juan Castillo y Fernando Balcells el Colectivo de Acciones de Arte (CADA). Parte importante de la denominada Escena de Avanzada, CADA buscaba reformular los circuitos artísticos bajo la dictadura de Augusto Pinochet.
Al año siguiente obtuvo su licenciatura y pasó a la Universidad Católica a hacer un posgrado.
En sus obras, intenta romper con la novela tradicional a través de ambientes sórdidos y personajes marginales con una narrativa jalonada por un lenguaje ambiguo y exaltaciones del cuerpo de la mujer que sufre.
En 1980, publicó su primer libro —Una milla de cruces sobre el pavimento—, que fue de ensayos, aunque había incursionado en la literatura a partir del año anterior. Su primera novela —Lumpérica— aparece en 1983.
En el artículo consagrado a Eltit en en el portal cultural Memoria Chilena, se explica que "la década de 1980 fue particularmente complicada para los intelectuales chilenos, que debieron recurrir a diversas estrategias para difundir sus obras en un ambiente cultural donde regía la censura. En este contexto, las publicaciones de mujeres fueron un gran aporte, ya que generaron innovadores espacios de reflexión sobre temas políticos contingentes y otros tópicos de interés, como la sexualidad, el autoritarismo, lo doméstico, las políticas de lo cotidiano y la famosa identidad de género. En esta nueva generación de escritoras se encontraba Eltit, quien no sólo articuló un novedoso proyecto de escritura —una propuesta teórica, estética, social y política desde un nuevo espacio de lectura—, sino que también desarrolló un trabajo visual como integrante del CADA".3
Tanto en Lumpérica como en la novela que la siguió tres años más tarde, Por la patria, Eltit "trabajó desde lo marginal, construyendo lo que se ha llamado un espacio de resistencia y crítica a los distintos poderes que regían la oficialidad".3 En El cuarto mundo, 1988, "abordó la reflexión sobre la identidad latinoamericana y lo mestizo".3 Al año siguiente publicó su primer libro de testimonios, El padre mío, "donde escribió sobre la fragmentación, la corrupción, la violencia y la nación degradada".3
A partir de 1990, la obra de Diamela Eltit se circunscribió al momento de redemocratización nacional. En 1991 viajó a México como agregada cultural (cargo que ejerció hasta 1994), donde finalizó Vaca sagrada (1991). También colaboró activamente en la revista Crítica Cultural y en otros medios de prensa. Mientras residía allí elaboró, junto a la fotógrafa Paz Errázuriz, un libro de carácter documental sobre amor y locura: El infarto del alma, publicado en 1994 (en 2012 fue llevada al teatro por el director Luis Guenel con el títutlo de El otro).4 Al año siguiente recibió su primer premio.
Tres novelas suyas integraron la lista seleccionada en 2007 por 81 escritores y críticos latinoamericanos y españoles para la revista colombiana Semana de los mejores 100 libros en lengua castellana de los últimos 25 años: Lumpérica (Nº58), El cuarto mundo (Nº67) y Los vigilantes (Nº100).1 Eltit ha sido candidata al Premio Nacional de Literatura de Chile5 6
En 1996 residió durante cinco meses en Nueva York, donde terminó su novela Los trabajadores de la muerte, inspirada en la tragedia griega. En el 2002 publicó su Mano de obra, donde, en palabras de Raquel Olea, presenta “una metáfora ejemplar de la fagocitación del sujeto público y del discurso social en la sociedad chilena actual”.
Puño y letra (2005) ha sido adaptada al teatro y, dirigida por Jorge Becker, se estrenará en enero de 2013 en el teatro santiaguino Ladrón de Bicicletas.7
Desde 2008 es columnista de cultura y política en el semanario chileno The Clinic.
En 2012 la editorial Periférica (Madrid) llegó a un acuerdo directo con Eltit para reeditar su obra narrativa, comenzando por la novela Jamás el fuego nunca (2007). Los libros aparecerán en la colección Largo recorrido.2
Su obra ha sido objeto de numerosos estudios, tanto en español como en otros idiomas. Casa de las Américas le dedicó una Semana de Autor, del 12 al 15 de noviembre de 2002,8 y en octubre de 2006, se organizó en la Universidad Católica de Chile el Coloquio Internacional de Escritores y Críticos: Homenaje a Diamela Eltit, que resultó en el libro Diamela Eltit: redes locales, redes globales (Iberoamericana, 2009), con los ensayos de los participantes en el encuentro.9 En 2012, la profesora de literatura latinoamericana en la Universidad de Orléans Catherine Pélage publicó un libro en francés sobre la escritora: Diamela Eltit: Les déplacements du féminin ou la poétique en mouvement au Chili.10
Profesora en la Universidad Tecnológica Metropolitana, ha enseñado en otros centros docentes en calidad de visitante como en las universidades de Columbia, en Nueva York, Berkeley, Stanford, ambas en California; Washington, Seattle, Johns Hopkins, Baltimore, Nueva York.
Está casada con Jorge Arrate, político de izquierda. Obras.Lumpérica, novela, Las Ediciones del Ornitorrinco, Santiago, 1983.Por la patria, novela, Las Ediciones del Ornitorrinco, Santiago, 1986.El cuarto mundo, novela, Planeta, Santiago, 1988.El padre mío, libro de testimonios, Francisco Zegers Editor, Santiago, 1989.Vaca sagrada, novela, Planeta, Buenos Aires, 1991.El infarto del alma, libro documental, con fotografías de Paz Errázuriz, 1994.Los vigilantes, novela, Sudamericana, Santiago, 1994.Crónica del sufragio femenino en Chile, ensayo, Servicio Nacional de la Mujer SERNAM, Santiago, 1994.Los trabajadores de la muerte, novela, Seix Barral, Santiago, 1998.Emergencias. Escritos sobre literatura, arte y política, ensayos, Planeta, Santiago, 2000.Mano de obra, novela, Seix Barral, Santiago, 2002.Puño y letra, sobre Carlos Prats, Seix Barral, Santiago, 2005. Aunque publicado por la editorial como novela, Eltit reconoce que no lo es: "Lo que sí le puedo decir taxativamente es que no es una novela, no lo es, más allá de que la editorial la incluya bajo ese prisma".12.Jamás el fuego nunca, novela, Seix Barral, Santiago, 2007.Signos vitales. Escritos sobre literatura, arte y política, ensayos, Ediciones UDP, Santiago, 2007.Colonizadas, relato en la antología Excesos del cuerpo. Ficciones de contagio y enfermedad en América Latina, Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2009.Impuesto a la carne, novela, Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2010.Antología personal, editorial de la Universidad de Talca, 2012. Premios y reconocimientos. Beca Guggenheim, 1985.Beca del Social Science Research Council (Estados Unidos), 1988, para investigar sobre Gabriela Mistral, María Luisa Bombal y Marta Brunet.Premio José Nuez Martín 1995 por Los vigilantes.Nominada al Premio Altazor 2001 en la categoría de ensayo literario con Emergencias. Escritos sobre literatura, arte y política.Premio Iberoamericano de Letras José Donoso 201011.Nominada al Premio Altazor 2011 en la categoría de narrativa con Impuesto a la carne.
Semblanza biográfica: Wikipedia. Texto: tomado de Antología personal.Editorial Universidad de Puerto Rico. 2010. Foto: archivo.

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