Héctor Zabala
Entró en su confortable casa, mascando el temor en su rostro, demacrado, en silencio. Hoy por hoy, la presencia del peligro en el barrio era vox populi, el comentario obligado y trasnochado de cualquier mesa de café. El terror danzaba en el ambiente, se adueñaba de todos, viejos y jóvenes, sin necesidad del incentivo de películas que adaptaran, mal o bien, la obra de Bram Stoker. Ya los vampiros eran reales; ya sus víctimas, evidentes.
Entró en su confortable casa, mascando el temor en su rostro, demacrado, en silencio. Hoy por hoy, la presencia del peligro en el barrio era vox populi, el comentario obligado y trasnochado de cualquier mesa de café. El terror danzaba en el ambiente, se adueñaba de todos, viejos y jóvenes, sin necesidad del incentivo de películas que adaptaran, mal o bien, la obra de Bram Stoker. Ya los vampiros eran reales; ya sus víctimas, evidentes.
Su
mujer, sus vástagos, dormían plácidos, ajenos, pletóricamente felices.
Pensó despertarlos, reunirlos y decidir entre todos si valdría la pena
esa espada de Dionisio el Viejo sobre sus cabezas y arriesgar la vida
ante aquellos malditos, por más que la casa naciera dieciocho lustros
atrás, y de bisabuelos dedicados, como rezaba la altiva tradición de
familia. Padre amoroso, debía velar, cubrir con sus tiernas alas el nido
propio. Acaso, mejor mudarse, sin atarse culposo a agradecidas
herencias.
Pero,
¿para qué ponerlos ya sobre aviso? No, no serían horas decentes.
¡Impiadoso, sobresaltar escándalos! Mejor que siguieran durmiendo.
Resolvería todo solo. Elucubró y elucubró en su frágil corazón forma
tras forma de encarar el neblinoso asunto. Amén que meditaba, que mataba
tensiones, que se prodigaba alerta, por si ellos, los malditos,
aparecían. Sin embargo, poco a poco, Morfeo lo fue convenciendo. No
quería dormir, no debía dormir, pero igual finalmente sucumbió a un
sueño profundo.
Al
caer el sol lo tenía decidido: abandonarían la casa con presteza. Mas,
justo en ese instante, sintió el ruido sordo, y la cruel estaca de
madera invadiendo su corazón. Los malditos se les habían adelantado.
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