James Joyce
Los carros venían volando hacia Dublín,
deslizándose como balines por la curva del camino de Naas. En lo alto de
la loma, en Inchicore, los espectadores se aglomeraban para presenciar
la carrera de vuelta, y por entre este canal de pobreza y de inercia, el
Continente hacía desfilar su riqueza y su industria acelerada. De vez
en cuando los racimos de personas lanzaban al aire unos vítores de
esclavos agradecidos. No obstante, simpatizaban más con los carros
azules -los carros de sus amigos los franceses.
Los franceses, además, eran los supuestos
ganadores. El equipo francés llegó entero a los finales en los segundos
y terceros puestos, y el chofer del carro ganador alemán se decía que
era belga. Cada carro azul, por tanto, recibía doble dosis de vítores al
alcanzar la cima, y las bienvenidas fueron acogidas con sonrisas y
venias por sus tripulantes. En uno de aquellos autos de construcción
compacta venía un grupo de cuatro jóvenes, cuya animación parecía por
momentos sobrepasar con mucho los límites del galicismo triunfante: es
más, dichos jóvenes se veían alborotados. Eran Charles Ségouin, dueño
del carro; André Riviére, joven electricista nacido en Canadá; un
húngaro grande llamado Villona y un joven muy bien cuidado que se
llamaba Doyle. Ségouin estaba de buen humor porque inesperadamente había
recibido algunas órdenes por adelantado (estaba a punto de establecerse
en el negocio de automóviles en París) y Riviére estaba de buen humor
porque había sido nombrado gerente de dicho establecimiento; estos dos
jóvenes (que eran primos) también estaban de buen humor por el éxito de
los carros franceses. Villona estaba de buen humor porque había comido
un almuerzo muy bueno; y, además, porque era optimista por naturaleza.
El cuarto miembro del grupo, sin embargo, estaba demasiado excitado para
estar verdaderamente contento.
Tenía unos veintiséis años de edad, con
un suave bigote castaño claro y ojos grises un tanto inocentes. Su
padre, que comenzó en la vida como nacionalista avanzado, había
modificado sus puntos de vista bien pronto. Había hecho su dinero como
carnicero en Kingstown y al abrir carnicería en Dublín y en los
suburbios logró multiplicar su fortuna varias veces. Tuvo, además, la
buena fortuna de asegurar contratos con la policía y, al final, se había
hecho tan rico como para ser aludido en la prensa de Dublín como
príncipe de mercaderes. Envió a su hijo a educarse en un gran colegio
católico de Inglaterra y después lo mandó a la universidad de Dublín a
estudiar derecho. Jimmy no anduvo muy derecho como estudiante y durante
cierto tiempo sacó malas notas. Tenía dinero y era popular; y dividía su
tiempo, curiosamente, entre los círculos musicales y los
automovilísticos. Luego, lo enviaron por un trimestre a Cambridge a que
viera lo que es la vida. Su padre, amonestante pero en secreto orgulloso
de sus excesos, pagó sus cuentas y lo mandó llamar. Fue en Cambridge
que conoció a Ségouin. No eran más que conocidos entonces, pero Jimmy
halló sumo placer en la compañía de alguien que había visto tanto mundo y
que tenía reputación de ser dueño de uno de los mayores hoteles de
Francia. Valía la pena (como convino su padre) conocer a una persona
así, aun si no fuera la compañía grata que era. Villona también era
divertido -un pianista brillante-, pero, desgraciadamente, pobre.
El carro corría con su carga de
jacarandosa juventud. Los dos primos iban en el asiento delantero; Jimmy
y su amigo húngaro se sentaban detrás. Decididamente, Villona estaba en
gran forma; por el camino mantuvo su tarareo de bajo profundo durante
kilómetros. Los franceses soltaban carcajadas y palabras fáciles por
encima del hombro y más de una vez Jimmy tuvo que estirarse hacia
delante para coger una frase al vuelo. No le gustaba mucho, ya que tenía
que acertar con lo que querían decir y dar su respuesta a gritos y
contra la ventolera. Además que el tarareo de Villona los confundía a
todos; y el ruido del carro también.
Recorrer rápido el espacio, alboroza;
también la notoriedad; lo mismo la posesión de riquezas. He aquí tres
buenas razones para la excitación de Jimmy. Ese día muchos de sus
conocidos lo vieron en compañía de aquellos continentales. En el puesto
de control, Ségouin lo presentó a uno de los competidores franceses y,
en respuesta a su confuso murmullo de cumplido, la cara curtida del
automovilista se abrió para revelar una fila de relucientes dientes
blancos. Después de tamaño honor era grato regresar al mundo profano de
los espectadores entre codazos y miradas significativas. Tocante al
dinero: tenía de veras acceso a grandes sumas. Ségouin tal vez no
pensaría que eran grandes sumas, pero Jimmy, quien a pesar de sus
errores pasajeros era en su fuero interno heredero de sólidos instintos,
sabía bien con cuánta dificultad se había amasado esa fortuna. Este
conocimiento mantuvo antaño sus cuentas dentro de los límites de un
derroche razonable, y si estuvo consciente del trabajo que hay detrás
del dinero cuando se trataba nada más del engendro de una inteligencia
superior, ¡cuánto no más ahora, que estaba a punto de poner en juego una
mayor parte de su sustancia! Para él esto era cosa seria.
Claro que la inversión era buena y
Ségouin se las arregló para dar la impresión de que era como favor de
amigo que esa pizca de dinero irlandés se incluiría en el capital de la
firma. Jimmy respetaba la viveza de su padre en asuntos de negocios y en
este caso fue su padre quien primero sugirió la inversión; mucho dinero
en el negocio de automóviles, a montones. Todavía más, Ségouin tenía
una inconfundible aura de riqueza. Jimmy se dedicó a traducir en
términos de horas de trabajo ese auto señorial en que iba sentado. ¡Con
qué suavidad avanzaba! ¡Con qué estilo corrieron por caminos y
carreteras! El viaje puso su dedo mágico sobre el genuino pulso de la
vida y, esforzado, el mecanismo nervioso humano intentaba quedar a la
altura de aquel veloz animal azul.
Bajaron por la Calle Dame. La calle
bullía con un tránsito desusado, resonante de bocinas de autos y de
campanillazos de tranvías. Ségouin arrimó cerca del banco y Jimmy y su
amigo descendieron. Un pequeño núcleo de personas se reunió para rendir
homenaje al carro ronroneante. Los cuatro comerían juntos en el hotel de
Ségouin esa noche y, mientras tanto, Jimmy y su amigo, que paraba en su
casa, regresarían a vestirse. El auto dobló lentamente por la Calle
Grafton mientras los dos jóvenes se desataban del nudo de espectadores.
Caminaron rumbo al norte curiosamente decepcionados por el ejercicio,
mientras que arriba la ciudad colgaba pálidos globos de luz en el halo
de la noche estival.
En casa de Jimmy se declaró la comida
ocasión solemne. Un cierto orgullo se mezcló a la agitación paterna y
una decidida disposición, también, de tirar la casa por la ventana, pues
los nombres de las grandes ciudades extranjeras tienen por lo menos esa
virtud. Jimmy, él también, lucía muy bien una vez vestido, y al pararse
en el corredor, dando aprobación final al lazo de su smoking, su padre
debió de haberse sentido satisfecho, aun comercialmente hablando, por
haber asegurado para su hijo cualidades que a menudo no se pueden
adquirir. Su padre, por lo mismo, fue desusadamente cortés con Villona y
en sus maneras expresaba verdadero respeto por los logros foráneos;
pero la sutileza del anfitrión probablemente se malgastó en el húngaro,
quien comenzaba a sentir unas grandes ganas de comer.
La comida fue excelente, exquisita.
Ségouin, decidió Jimmy, tenía un gusto refinadísimo. El grupo se aumentó
con un joven irlandés llamado Routh a quien Jimmy había visto con
Ségouin en Cambridge. Los cinco cenaron en un cuarto coquetón iluminado
por lámparas incandescentes. Hablaron con ligereza y sin ambages. Jimmy,
con imaginación exaltada, concibió la ágil juventud de los franceses
enlazada con elegancia al firme marco de modales del inglés. Grácil
imagen ésta, pensó, y tan justa. Admiraba la destreza con que su
anfitrión manejaba la conversación. Los cinco jóvenes tenían gustos
diferentes y se les había soltado la lengua. Villona, con infinito
respeto, comenzó a describirle al amablemente sorprendido inglesito las
bellezas del madrigal inglés, deplorando la pérdida de los instrumentos
antiguos. Riviére, no del todo sin ingenio, se tomó el trabajo de
explicarle a Jimmy el porqué del triunfo de los mecánicos franceses. La
resonante voz del húngaro estaba a punto de poner en ridículo los
espurios laúdes de los pintores románticos, cuando Ségouin pastoreó al
grupo hacia la política. He aquí un terreno que congeniaba con todos.
Jimmy, bajo influencias generosas, sintió que el celo patriótico, ya
bajo tierra, de su padre, le resucitaba dentro: por fin logró avivar al
soporífero Routh. El cuarto se caldeó por partida doble y la tarea de
Ségouin se hizo más ardua por momentos: hasta se corrió peligro de un
pique personal. En una oportunidad, el anfitrión, alerta, levantó su
copa para brindar por la Humanidad y cuando terminó el brindis abrió las
ventanas significativamente.
Esa noche la ciudad se puso su máscara de
gran capital. Los cinco jóvenes pasearon por Stephen’s Green en una
vaga nube de humos aromáticos. Hablaban alto y alegre, las capas
colgándoles de los hombros. La gente se apartaba para dejarlos pasar. En
la esquina de la Calle Grafton un hombre rechoncho embarcaba a dos
mujeres en un auto manejado por otro gordo. El auto se alejó y el hombre
rechoncho atisbó al grupo.
-André.
-¡Pero si es Farley!
Siguió un torrente de conversación.
Farley era americano. Nadie sabía a ciencia cierta de qué hablaban.
Villona y Riviére eran los más ruidosos, pero todos estaban excitados.
Se montaron a un auto, apretándose unos contra otros en medio de grandes
risas. Viajaban por entre la multitud, fundida ahora a colores suaves y
a música de alegres campanitas de cristal. Cogieron el tren en Westland
Row y en unos segundos, según pareció a Jimmy, estaban saliendo ya de
la estación de Kingstown. El colector saludó a Jimmy; era un viejo:
-¡Linda noche, señor!
Era una serena noche de verano; la bahía
se extendía como espejo oscuro a sus pies. Se encaminaron hacia allá
cogidos de brazos, cantando Cadet Roussel a coro, dando patadas a cada:
-¡Ho! ¡Ho! ¡Hohé, vraiment!
Abordaron un bote en el espigón y remaron
hasta el yate del americano. Habría cena, música y cartas. Villona
dijo, con convicción:
-¡Es una belleza!
Había un piano de mar en el camarote.
Villona tocó un vals para Farley y para Riviére, Farley haciendo de
caballero y Riviére de dama. Luego vino una Square dance de improviso,
todos inventando las figuras originales. ¡Qué contento! Jimmy participó
de lleno; esto era vivir la vida por fin. Fue entonces que a Farley le
faltó aire y gritó: ¡Alto! Un camarero trajo una cena ligera y los
jóvenes se sentaron a comerla por pura fórmula. Sin embargo, bebían:
vino bohemio. Brindaron por Irlanda, Inglaterra, Francia, Hungría, los
Estados Unidos. Jimmy hizo un discurso, un discurso largo, con Villona
diciendo ¡Vamos! ¡Vamos! a cada pausa. Hubo grandes aplausos cuando se
sentó. Debe de haber sido un buen discurso. Farley le palmeó la espalda y
rieron a rienda suelta. ¡Qué joviales! ¡Qué buena compañía eran!
¡Cartas! ¡Cartas! Se despejó la mesa.
Villona regresó quedo a su piano y tocó a petición. Los otros jugaron
juego tras juego, entrando audazmente en la aventura. Bebieron a la
salud de la Reina de Corazones y de la Reina de Espadas. Oscuramente
Jimmy sintió la ausencia de espectadores: qué golpes de ingenio. Jugaron
por lo alto y las notas pasaban de mano en mano. Jimmy no sabía a
ciencia cierta quién estaba ganando, pero sí sabía quién estaba
perdiendo. Pero la culpa era suya, ya que a menudo confundía las cartas y
los otros tenían que calcularle sus pagarés. Eran unos tipos del
diablo, pero le hubiera gustado que hicieran un alto: se hacía tarde.
Alguien brindó por el yate La Beldad de Newport y luego alguien más
propuso jugar un último juego de los grandes.
El piano se había callado; Villona debió
de haber subido a cubierta. Era un juego pésimo. Hicieron un alto antes
de acabar para brindar por la buena suerte. Jimmy se dio cuenta de que
el juego estaba entre Routh y Ségouin. ¡Qué excitante! Jimmy también
estaba excitado; claro que él perdió. ¿Cuántos pagarés había firmado?
Los hombres se pusieron en pie para jugar los últimos quites, hablando y
gesticulando. Ganó Routh. El camarote tembló con los vivas de los
jóvenes y se recogieron las cartas. Luego empezaron a colectar lo
ganado. Farley y Jimmy eran buenos perdedores.
Sabía que lo lamentaría a la mañana
siguiente, pero por el momento se alegró del receso, alegre con ese
oscuro estupor que echaba un manto sobre sus locuras. Recostó los codos a
la mesa y descansó la cabeza entre las manos, contando los latidos de
sus sienes. La puerta del camarote se abrió y vio al húngaro de pie en
medio de una luceta gris:
-¡Señores, amanece!
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