El cuento del domingo


Salwa Bakr

Noona la loca

 Aparte de su padre y el funcionario, su esposa e hijo, casi nadie, cuando preguntaron en la oficina del procurador público, conocía a Noona. Las únicas excepciones eran: Hassaein, el vendedor de pan; Futeih, el tendero; Salim, el hombre que planchaba; y el basurero. Este último, al ser preguntado, dijo que no tenía ni la más remota idea acerca de sus rasgos, porque siempre estaba ocupado mirando el cubo de la basura cuando ella se lo entregaba cada mañana para que él lo vaciara en la cesta.
Las declaraciones de todos ellos no coincidían en cuanto a sus rasgos, ya que mientras el funcionario aseguraba que tenía la nariz respingada y que su mandíbula superior sobresalía ligeramente, su esposa respondió a la pregunta del procurador público, «¿Tenía algún rasgo especial?», diciendo, «Era una chica muy inestable, muy rara». En cuanto a su padre, se limitó a decir, mientras se enjugaba las lágrimas, «Ella hubiese sido una novia encantadora, una chica en un millón... », y para demostrar ante las autoridades la verdad de esta afirmación, sacó de un bolsillo interior de su galabia un pequeño pendiente de oro con un abalorio azul, que era el regalo nupcial de su futuro esposo, a quien ella nunca había visto.
Incluso la propia Noona no conocía bien sus rasgos. Lo máximo que sabía era que el hijo del funcionario tenía un hermoso pelo negro como su madre y una gran nariz como su padre, excepto que la nariz de este último estaba salpicada de pequeñas manchas negras. Ella había reparado en esas manchas muchas veces cuando se excitaba y fruncía la nariz mientras exclamaba «jaque» con voz gruesa y sofocada por la risa a su rival en la partida de ajedrez.
En cualquier caso, Noona no estaba interesada en su apariencia, que veía a menudo reflejada en los espejos, ya fuese en la habitación del funcionario y su esposa, o en el cuarto de su hijo, cuando entraba en ellos a quitar el polvo y ordenarlos, rápidamente por miedo a que el tiempo volase y las horas de clase tocasen a su fin antes de haber acabado su tarea. Aprovechaba momentos fugaces para buscar nuevamente «la pupila del ojo», ese ser que ella nunca creyó que existiera aunque la maestra lo había confirmado una y otra vez. En esos momentos, parada de puntillas, se inclinaba hacia adelante con su pequeño cuerpo y se acercaba todo lo posible al espejo, luego estiraba hacia abajo los párpados inferiores con sus dedos hinchados, que estaban cubiertos de pequeños cortes y marcas de quemaduras, y con indescriptible asombro hacía que los globos oculares sobresalieran como dos círculos negros, mientras intentaba descubrir dos brazos o dos pies, o una nariz o un cuello, o cualesquiera de las partes humanas del cuerpo de esa persona, «la pupila del ojo». Cuando, cansada y aburrida y sintiendo que las puntas de los pies comenzaban a dolerle por la posición forzada, se apartaba del espejo, torcía los labios en una mueca de fastidio, se llenaba la boca de aire, o sacaba la lengua y la movía de un lado a otro describiendo círculos, y luego continuaba haciendo las camas, colgando la ropa y colocando las cosas en sus correspondientes lugares.
Es imposible negar que Noona tenía un secreto deseo de ser guapa y encantadora, no como la esposa del funcionario, quien tenía toda clase de ropa, algo corto y algo largo, y algo con mangas y algo sin mangas, sino guapa, como la maestra a quien solía imaginar parecida a la princesa de los cuentos de hadas cuando se acercaba a ella desde más allá de la ventana, mientras Noona estaba en la cocina, con su hermosa voz pidiéndoles a las chicas que repitiesen después de ella el hemistiquio, «espaldillas de antílope, patas de avestruz».
«Espaldillas» solía confundir notablemente a Noona, de modo que cuando comenzaba a repetirlo con las demás chicas y escuchaba el efecto de su voz aguda declamando «espaldillas de antílope», dejaba por un momento de escurrir el plato que estaba lavando en el fregadero, o de agitar lo que estuviese cocinando en la sartén, apoyaba la pierna izquierda sobre la derecha durante unos minutos y comenzaba a chuparse el pulgar con fruición mientras pensaba en el verdadero significado de estas «espaldillas» y se preguntaba, ¿es trébol? ¿o caramelo con garbanzos? ¿o un burro joven?
Las imágenes bullían en su imaginación mientras buscaba la verdad. Cuando las preguntas acababan por derrotarla y descubría que el agua comenzaba a chorrear por encima del borde del fregadero, o que la comida había hervido demasiado, volvía a concentrarse en su trabajo, mientras la ira y la perplejidad crecían en su interior, una enorme fuerza dentro de su cuerpo, y frotaba los platos hasta dejarlos relucientes, o volvía a ordenar las cucharas y los tenedores de un modo más pulido, mientras murmuraba las palabras «patas de avestruz» y miraba por la ventana cerrada con barras de hierro, a través de las cuales podía ver el edificio de la escuela y el cielo azul y abierto que lo resguardaba. Entonces llegaban hasta ella las voces de las chicas en un único y armonioso sonido, y sentía que estaba a punto de volverse loca, y gritaba junto con ellas, con toda la fuerza de sus cuerdas vocales, «corre como un lobo, salta como un zorro».
Anhelaba conocer los secretos de muchas otras cosas, cosas que había oído de ese mágico mundo que se ocultaba a ella detrás de la ventana, así como ansiaba conocer también el verdadero significado de «espaldillas», esa palabra en la que había incursionado de vez en cuando a través de las chicas de la escuela, y que le había hecho aprender de memoria palabras extrañas que no comprendía y que le hacían desear encontrar a alguien que mitigara el fuego de su corazón y le explicara sus significados. De hecho había tratado de conocer el significado de esas palabras preguntando a Hasanein, el vendedor de pan, por «espaldillas», pero él se había limitado a guiñarle un ojo y alzar las cejas obscenamente mientras hacía un movimiento con el pulgar que le recordó a las mujeres de la aldea. Aunque le insultó y maldijo a su padre y a sus antepasados, después de aquella experiencia temió volver a intentarlo con Futeih, el tendero. Había tomado la decisión de preguntarle al hijo del funcionario, si no hubiese sido por lo que ocurrió el día de la raíz cuadrada, que hizo que nunca volviese a pensar en ello. Sorprendida un día por su señora cuando estaba revolviendo las cebollas y examinándolas en busca de sulfuro de hidrógeno, que la maestra había dicho que se encontraba en ellas, Noona se negó obstinadamente a decirle la verdad cuando ella le preguntó sorprendida qué estaba haciendo. Se limitó a decirle que estaba buscando una cosa extraña en las cebollas, lo que hizo que la esposa del funcionario dijese al referirse a aquella ocasión -y a otras numerosas ocasiones- que Noona era inestable y rara y que su comportamiento no era natural, especialmente cuando la descubrió saltando en la cocina, levantando las piernas y extendiéndolas hacia adelante, exactamente de la misma manera en que había visto que lo hacían las chicas cuando llevaban sus largos pantalones negros en el gran patio de la escuela.
La mujer acostumbraba a decir estas cosas acerca de Noona y añadía, cuando se sentaba con sus amigas en el recibidor dorado cuyo estilo Noona suponía que el jefe de su aldea no podría haber visto, que la muchacha era un verdadero burro de carga y tenía fuerza para demoler una montaña, a pesar del hecho de que sólo tenía trece años. La esposa del funcionario decía que jamás la echaría de su casa, aunque estuviese loca, porque en estos días las criadas escaseaban y eran difíciles de encontrar.
Aunque esta opinión no le gustaba nada a Noona, y aunque la mujer una vez la había abofeteado por haber insultado a su hijo llamándole idiota, la esposa del funcionario no le caía mal, porque sabía que aquel bofetón había sido sólo una reacción espontánea, del mismo modo que lo había sido el insulto de Noona.
El chico estaba sentado en la sala con la maestra, con su madre sentada frente a ellos, tejiendo y haciendo ruidos con el chicle, cuando Noona entró llevando la bandeja del té justo en el momento en que la maestra le preguntaba al chico cuál era la raíz cuadrada de veinticinco y el inútil se rascaba la nariz y miraba estúpidamente a su madre y no respondía. Como Noona había oído muchas cosas de la raíz cuadrada de boca de la maestra de la escuela, no pudo evitar, cuando el chico con todo descaro respondió cuatro, gritar airadamente como lo hacía la maestra de la escuela, «Cinco, idiota», lo que casi provocó que la bandeja cayera de sus manos. La maestra lanzó una carcajada y el chico corrió hacia Noona tratando de pegarle. La madre, sin embargo, llegó primero porque le preocupaba que los vasos de cristal pudieran romperse, y abofeteó a Noona: el primer y único bofetón que le había propinado en los tres años que había estado en la casa. Y aunque su ama no mentía cuando le dijo a la maestra que Noona sin duda lo había oído de la maestra de la escuela, ya que una ventana estaba frente a la otra, Noona aprendió a no hablar nunca de esas cosas con nadie de la casa por temor a que la señora pudiera pensar en despedirla, porque ella quería quedarse para siempre allí donde estaban la maestra y las chicas, en ese maravilloso mundo cuyos sonidos oía cada día a través de la ventana de la cocina, un mundo que nunca veía.
A pesar de todo esto había un fuego de añoranza que ardía noche y día en su pecho por su madre y sus hermanos y hermanas, y un deseo de correr con los otros chicos por el campo, de respirar el aroma del verdor y la mañana cubierta de rocío, de ver el sol ardiente cuando salía cada mañana, de oír la voz de su madre llamándola, cuando estaba enfadada y de mal humor.
-Na'ima, Na'ouma, ven a comer, cariño, luz de los ojos de tu madre.
A ella le gustaba mucho su nombre verdadero, Na'ima, incluso su apodo, Na'ouma, pero no encontraba nada agradable en el nombre de Noona que le había puesto la señora y que era como la llamaba todo el mundo desde el momento en que puso los pies en la casa al llegar del campo y hasta el momento en que se marchó para siempre y después de lo cual nadie supo nada más de Noona. Antes de eso su vida había seguido su rutina habitual: se había despertado como era su costumbre, había traído el pan y había preparado el desayuno para el funcionario, su esposa y su hijo, le había entregado el cubo de la basura al basurero y había entrado en la cocina después de que todos se hubieran marchado. No fue hasta aproximadamente las cuatro de la tarde que su vida comenzó a cambiar cuando se oyó un golpe en la puerta y Abu Sarie, su padre, hizo acto de presencia para dejar caer su bomba. Después de saludarla, comer y beber té, y de asegurarle que su madre y sus hermanos se encontraban bien, y de rumiar las cosas durante un buen rato, su padre había dicho, mientras contemplaba su cuerpo y sus pechos y sonreía alegremente mostrando sus dientes negros, que había venido a llevarla de regreso a la aldea para casarla. Le mostró el pendiente de oro que le había comprado su futuro esposo, quien había regresado de la tierra del Profeta con dinero suficiente como para amueblar una habitación completa en la casa de su madre. En aquel momento el corazón de Noona se le había caído a los pies y había estado a punto de echarse a llorar. Sonriendo al ver que la sangre escapaba del rostro de su hija y que se ponía del color de un tulipán blanco, Abu Sarie le dijo que no debía tener miedo, porque eso era algo que les sucedía a todas las chicas y que no había nada de malo. Le dijo que debía prepararse porque se marcharían juntos a la mañana siguiente. Luego decidió hacerla feliz con la misma noticia que a él le había hecho feliz, de modo que le informó que la señora le daría un mes de sueldo como bonificación, y también dos prendas que no habían sido tocadas por las tijeras, y que su hermana menor ocuparía su lugar como criada de la casa si era la voluntad de Dios.
-Y aquella noche todo fue normal - dijo la esposa del funcionario en la oficina del procurador público. Su esposo y su hijo corroboraron sus palabras y lo propio hizo Abu Sarie. Noona había preparado la cena, había lavado los platos, le había llevado té a su hijo mientras estudiaba en su cuarto. Y no había nada en ella que despertara sospechas. Y así había sido efectivamente. Lo que sucedió fue que Noona pasó la noche en su cama en la cocina sin pegar ojo, mirando el techo oscuro y echando un vistazo ocasionalmente hacia la ventana detrás de la cual se encontraba el edificio de la escuela, con un trozo de cielo encima donde bailaban las estrellas. Se sentía profundamente miserable, porque no quería regresar a la aldea y vivir entre la suciedad, las moscas y los mosquitos; y tampoco quería casarse y, como les había sucedido a sus hermanas, quedarse hundida en el sufrimiento. Aquella noche las lágrimas brotaron como ríos de sus ojos y permaneció insomne hasta el amanecer. Vio con sus dos ojos el color blanco del cielo y el hierro negro de la ventana, pero para cuando la señora la llamó y le dijo que se levantara y fuese al mercado a comprar el pan, el sueño la había vencido. Soñó con la maestra y las chicas, y con el hijo del funcionario a quien, en su sueño, ella abofeteaba violentamente porque no sabía cuál era la raíz cuadrada de veinticinco. También vio «espaldillas» y era algo de una enorme belleza; no sabía si era un ser humano o un djinn, porque parecía ser de color blanco, el blanco del algodón cardado, con dos alas con los bellos colores del arco iris. Noona las cogió y las «espaldillas» volaron con ella muy lejos, lejos de la cocina y de la aldea y de la gente, hasta que se encontró en el cielo y vio las estrellas doradas muy cerca, de hecho casi podía tocarlas.
Aquellos que habían visto a Noona la mañana de aquel día mencionaron que su rostro mostraba una expresión extraña. Tanto el funcionario como su mujer así lo expresaron, confirmando que la mirada de sus ojos no era en absoluto normal al alcanzarle a su amo el paquete de cigarrillos cuando estaba por salir de la casa y cuando su señora le había dicho que se ajustara el pañuelo en la cabeza antes de ir a comprar el pan.
Se oyó decir a la esposa del funcionario, con muchas risas, a sus amigas, después de haberles referido la historia de Noona, mientras estaba sentada con ellas en la sala de la casa:
-¿Acaso no os lo había dicho, que estaba loca y era una muchacha inestable? Y en cuanto a su hermana, hasta ahora no he podido entenderla.

Salwa Bakr. Escritora  egipcia. Se especializó como crítica, novelista y cuentista. Nació en el Matariyya distrito en el Cairo en 1949. Su padre era un trabajador ferroviario. Ella estudió negocios en la Universidad de Ain Shams , obteniendo la licenciatura en 1972. Ella pasó a ganar otra licenciatura en la crítica literaria en 1976, antes de embarcarse en una carrera en el periodismo. Trabajó como crítico de cine y teatro para varios periódicos y revistas árabes. Bakr vivió en Chipre por un par de años con su marido, antes de regresar a Egipto a mediados de la década de 1980. 

El padre de Bakr murió temprano, dejando a su madre viuda y pobre. Su trabajo a menudo se ocupa de la vida de los pobres y los marginados. En 1985, publicó su primera colección de cuentos, Zinat en el funeral del presidente, que fue un éxito inmediato. Ha publicado varios libros de relatos desde entonces. Su primera novela se llamó Wasf al-Bulbul (1993). En idioma español tiene la recopilación de cuentos Las artimañas de los hombres y otras historias.

Salwa Bakr está casada y tiene hijos y vive en El Cairo.
Semblanza biográfica: Wikipedia. Texto y foto: El cuento del día.

El cuento del domingo

Cristina Rivera Garza
El rehén
Me llamó la atención el anillo que llevaba en el dedo anular de la mano derecha: una gruesa argolla de oro salpicada de pequeños diamantes. Era ostentosa y femenina y, en la mano del hombre que se sentaba en la fila de enfrente, no muy lejos de mí, parecía fuera de lugar. Los mocasines afables. La perfecta raya en el pantalón de lana. El saco de corduroy. El cuello. El mentón bien rasurado. Sólo desvié la vista cuando me percaté de que lloraba. El sobrecogimiento cuando eso sucede: ver a un hombre llorar. Recargaba la frente sobre los dedos de la mano izquierda, tratando sin duda de cubrirse el rostro, pero eso no impedía que se notara la humedad alrededor de los ojos, el recorrido vertical de las lágrimas. Fingí ver hacia la gran ventana con el hastío de quien espera un vuelo retrasado y, cuando eso no funcionó, abrí un libro. Me pregunté muchas veces, mientras intentaba leer una de sus páginas sin conseguirlo, si había puesto el libro en la maleta de mano para eso, para fingir que no veía a un hombre llorar en un aeropuerto casi vacío al filo de la madrugada. En realidad no podía ver otra cosa. Me incorporé con la intención de caminar por los pasillos alumbrados y solos y, por eso, me sorprendí cuando, en lugar de avanzar hacia la derecha, di un par de pasos a la izquierda y le rocé el hombro.
—¿Necesita agua? —le pregunté.
El hombre elevó la cabeza y guardó silencio. Me veía, es cierto, pero no me veía. Sus ojos irritados parecían recapacitar sobre alguna situación complicada y oscura. Pasaron minutos así. Pasó mucho tiempo. Al final, cuando tuvo que aceptar que había, en efecto, alguien enfrente ofreciéndole agua, sólo asintió con un leve movimiento de cabeza.
Imaginé que conseguir el líquido sería fácil, pero no fue así. Entre más caminaba sobre mosaicos resbalosos y frente a expendios cerrados, sobre cuyos aparadores sólo podía ver mi propio reflejo, más me convencía de lo absurdo que había sido mi ofrecimiento. No sólo lo había interrumpido mientras llevaba a cabo un acto íntimo y a todas luces doloroso, sino que también lo había obligado a descubrir sus ojos irritados y rotos frente a mí. Me recriminé mi conducta y, derrotada, regresé a la sala de espera. Tenía ganas de ofrecerle o una disculpa o una explicación, pero dejé de pensar en ello tan pronto como lo vi otra vez. El hombre no se había movido. Ahí estaba su frente, apenas apoyada sobre los dedos de la mano izquierda, y la argolla dorada en el dedo anular de la mano que yacía sobre su regazo.
A unos pasos de él, inmóvil también, sufrí un espasmo. El agua que no conseguí cayó sobre mis zapatos, formando un pequeño charco en la alfombra gastada.
—¿Necesitas agua? —murmuraba y, ante la respuesta apenas audible, me subía a un pequeño banco de madera, extendía el brazo por sobre mi cabeza y colocaba un vaso de plástico sobre la base de una ventana pequeña y alta que comunicaba el último cuarto de una casa con el patio trasero de otra. Una mano pequeña y huesuda tomaba el vaso a toda prisa entonces, como si temiera ser descubierto y, segundos después, se podía oír cómo bebía el líquido trago a trago hasta calmarse.
—¿Quieres que haga algo? —le preguntaba entonces, todavía en voz baja. Al inicio solía responder que no, que no quería que yo hiciera algo en especial, pero a medida que pasaban los días y los golpes no cesaban empezó a comunicarse a través de una extraña forma de balbuceo. Preguntaba cosas absurdas. Tenía curiosidad sobre cosas que a mí solían pasarme desapercibidas.
Quería que le describiera mi cuarto, los juegos de mesa que me entretenían de tarde, la música que escuchaba por la radio. A susurros, tratando de evitar que se percataran de que alguien lo consolaba del otro lado de la pared, respondía a sus preguntas en todo detalle. Le contaba más.
Hubo una vez un hombre que lloraba en un aeropuerto, le decía. Lo oía llorar por lo menos una vez a la semana. Como en un ritual primitivo, la ceremonia de su llanto solía dar inicio con un grito: un estertor femenino que se abría paso con suma lentitud desde un lugar oscuro y cerrado. Pensaba, en esos momentos, en una cueva. Pensaba en los esqueletos cubiertos de musgo que se ocultaban, con toda seguridad, bajo un puñado de hojas muertas y podridas. Pensaba en la palabra origen. Luego dejaba de pensar y escuchaba, uno a uno, los golpes. Mano contra espalda, cuero contra muslo, cuerda contra mejilla. Algo duro y firme contra la mansedumbre de la piel. Algo sólido y puntiagudo contra la blandura de la carne. Algo contra él. El ruido siempre me paralizaba. Estuviera donde estuviera dentro de la casa, cuando ese ruido me alcanzaba detenía el juego o la plática o el proceso de digestión. Abría los ojos, des mesurados. Apretaba los dientes. Cruzaba los brazos sobre el estómago súbitamente vacío. Luego iba a la cocina para servir el vaso de agua al que se iba acostumbrando poco a poco.
—Cuéntame de tu cuarto —pedía, con gran timidez, después de cinco o seis tragos. Y yo, con una voz muy baja, una voz con vocación de venda o ungüento, le contaba. Tenía un cuarto amplio, donde cabían dos camas gemelas y un escritorio y una tienda de campaña. Había una ventana que abría con frecuencia para ver las estrellas o para dejar salir a las palomillas nocturnas que a veces se colaban en la casa entre los pliegues de la ropa seca. Había, entre las almohadas de tamaño normal, una redonda, de color amarillo, con una gran línea curva en forma de sonrisa, que no era en realidad una almohada sino una bolsa donde se guardaban las pijamas. Había una radio que encendía de noche, invariablemente. El croar de las ranas, le describía eso.
—¿Hay una rana en tu cuarto? —me preguntaba con asombro mientras se sonaba la nariz.
—¡Cómo crees! —le contestaba, irónica, olvidándome por un momento que debía hablar en voz muy baja.
En una feria, alguna vez, una vidente me había anunciado muchas lágrimas. Lágrimas masculinas. Había dicho: tu vida está llena de lágrimas que no son de mujer. Recordé eso frente al hombre del aeropuerto. Lo recordé cuando me senté a su lado y le ofrecí en silencio el vaso de agua que no recordaba haber encontrado pero que llevaba, de manera inexplicable, entre las manos. El hombre del aeropuerto se volvió a verme con gran dificultad.
Dijo:
—No te preocupes. Ni siquiera sé si quiero agua —yo encogí los hombros y volví a sacar el libro de mi equipaje de mano, disponiéndome a hojear sus páginas a sabiendas de que no sería capaz de leerlas. Vi las manecillas en mi reloj de pulsera: las 2:30 de la mañana. Moví las rodillas de arriba abajo a gran velocidad hasta que me di cuenta de lo que hacía. Entonces me detuve. Me mordí las uñas con mucho cuidado y, cuando terminé, limé los bordes maltrechos una y otra vez contra la tela del pantalón de mezclilla. Cuando ya no pude más pensé en esa casa. Era, sin duda alguna, una construcción extraña. De fuera parecía normal: un jardín de buenas dimensiones, al que coronaba un ciprés de muchos años, antecedía la aparición del porche. Y en el porche estaba la banca de hierro y las macetas de colores que embonaban perfectamente con el vecindario de avenidas amplias y construcciones sólidas. Esa impresión cambiaba cuando se abría la puerta de entrada. Detrás de ella, imperial y sinuoso, daba inicio el pasillo.
Para alguien pequeño, sin embargo, aquello no podía ser un pasillo sino un túnel: algo estrecho y largo que parecía no terminar nunca y que ocasionaba, por lo mismo, zozobra. En aquel entonces no conocía la palabra pero sí la sensación. El pasillo era también un eje a cuyos costados se abrían o cerraban puertas: hacia la izquierda, la del comedor; hacia la derecha, la de la sala. Sobre el lado izquierdo y de manera consecutiva: la cocina; luego, un patio interior. Luego mi recámara. El baño. Sobre el lado derecho y de manera consecutiva: otra recámara, otro baño. Al final de todo se encontraba el último cuarto: una habitación húmeda, de grandes mosaicos cuadrados de color gris, que sólo tenía una pequeña ventana a la que le habían puesto un vidrio blancuzco que dejaba pasar algo de luz pero no permitía ver del otro lado. La ventana, además, no se abría. No, al menos, en un sentido estricto. Yo empujaba la parte inferior y entonces se hacía una pequeña apertura triangular, un ángulo de 45 grados o menos, por donde iba y venía el vaso de agua. Iban y venían las palabras. El llanto.
—Mi infancia —murmuré de la nada, sin aviso alguno, sorprendiéndome sobre todo a mí misma—. Mi infancia estuvo marcada por unos corazones que aparecían sobre el pavimento, justo frente a la puerta del jardín de mi casa.
El hombre sacó un pañuelo de su bolsillo izquierdo y, después de sonarse la nariz, se volvió a verme una vez más. Parecía haberse dado cuenta apenas de que alguien a su lado había pronunciado un puñado de palabras. Parecía que el haber entendido esas palabras lo llenaba de un gusto eufórico y extraño.
—Debió haber sido halagador —dijo, abriendo la posibilidad de la conversación.
Le contesté que no.
—Era vergonzoso en realidad —el libro abierto sobre mi regazo, la mirada sobre el ventanal—.
Todo eso lo era. Los corazones de tiza. Mi nombre. El nombre de un desconocido. La flecha entre los dos. Las gotas de sangre o de qué supurando por una de sus orillas hasta caer al suelo.
El hombre sacó una libreta del bolsillo derecho de su saco. Luego, sacó una pluma del bolsillo interior del mismo e, inclinado sobre su propio regazo, con el trazo titubeante, dibujó algo en una de las hojas cuadriculadas.
—¿Así? —preguntó, mostrándome un corazón dentro del cual se encerraban dos nombres inverosímiles: Hnjkö y Jsartv.
Una flecha entre los dos.
Lo vi de reojo. El ruido cada vez más cercano de la aspiradora me distrajo. No muy lejos de ahí, un hombre de overol azul pasaba un trapo húmedo sobre los asientos vacíos de la sala de espera. El olor a amoniaco.
—Deben venir de muy lejos —dije por toda respuesta—. De otro planeta —añadí mientras tragaba saliva.
El hombre sonrió: una leve inflexión del labio superior, una sutil inclinación de cabeza. Me miró. El aterrizaje de un avión nos despabiló.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó, extrañado, cuando se volvió a verme. Iba a decirle que no lo sabía, por supuesto, que nadie podría saberlo, pero en lugar de hacer eso le relaté, con una facilidad que me tomó por sorpresa, aquella tarde fresca, una tarde de jueves si mal no recordaba, en que los había conocido. Estábamos en un río. Yo seguía de cerca a mi padre, saltando de piedra en piedra hasta encontrarme casi en el centro de la corriente, y ellos, paralizados en la orilla, me veían avanzar. Más tarde, cuando mi padre me mostraba la manera exacta de lanzar piedrecillas lisas y planas para que rozaran apenas la superficie del agua y siguieran, sin embargo, avanzando, se aproximaron. Algo les había ganado: sus ganas de saber.
—Hnjkö y Jsartv —murmuró el hombre, viéndome a mí y al techo del aeropuerto al mismo tiempo, viendo también el río y las piedras y el reflejo de la luz sobre nuestras huellas: todo el cielo azul sobre su cara—. Siempre me los imaginé así —añadió.
Sospeché. Lo observé con cuidado: las bolsas bajo los ojos. Los labios rosas. El nacimiento de la barba. Dudé, ciertamente. Me volví a ver las caras ajadas de los pasajeros que aparecían, en lo más hondo de la madrugada, por la estrecha puerta de arribo.
—Fueron ellos los que descubrieron todo ese asunto de los corazones —le informé, aprovechando que también se había distraído con la llegada de los pasajeros. Hay ojos que se alumbran de inmediato, cegadores, y otros que, como el caracol sobre la pared húmeda, se toman su tiempo. Los del hombre que lloraba eran de los segundos. Su transformación fue pausada pero notoria.
Poco a poco, la mirada se deslizó hasta posarse, ávida, sobre el pavimento desigual de una calle sobre cuyo pavimento desigual aparecía, cada mañana, un corazón pintado con tiza blanca.
—Lo vieron una madrugada —le dije—. Justo antes del amanecer.
Algo muy cercano al gozo me invadió cuando comprobé que el hombre del aeropuerto mantenía ese silencio palpitante que invita a la continuación de los relatos.
Me preguntaba cómo resistía todo aquello. Cuando oía el estertor que marcaba el inicio de la golpiza, podía ver sus brazos sobre la cabeza, tratando de protegerse de lo inevitable, su cuerpo arrinconado en un esquina del patio trasero de su casa. Podía aspirar el aroma de su miedo. Y ver sus lágrimas, eso podía hacer desde el otro lado de la pared, mientras me quedaba inmóvil, conteniendo la respiración. Sobrecoger significa horrorizar, en efecto, pero lo que sucedía en esos momentos no era un contacto con el horror sino un proceso más íntimo y callado. Algo me avasallaba y me obligaba a cruzar los brazos sobre el estómago en actitud de abrazo o defensa.
Un movimiento inmemorial. Algo me sobrecogía y me dejaba a un lado de la pared, inútil y espantada, el hombro y la cabeza recargados contra su superficie plana. El dedo que se desliza, sin conciencia, por la mirada. Luego: el agua. Luego: las palabras.
La noticia apareció en las páginas interiores del periódico, le decía.
Un hombre llorando, efectivamente, en la sala vacía de un aeropuerto. Una madrugada.
—¿Y él por qué llora? —me preguntaba a susurros, tragándose los mocos y colocando el vaso ya sin agua en el borde oxidado de la pequeña ventana.
—Supongo que por lo mismo que tú —le contestaba después de un rato, dubitativa—. Porque alguien le está pegando.
—Pero la sala está vacía, eso dijiste.
Guardé silencio. Un silencio avergonzado.
—No te preocupes —balbuceó con una voz apenada, contrita, después de un rato—. Yo nunca he viajado en avión.
Las paredes estaban pintadas de blanco: un color iridiscente. Eso le contaba. Había cucarachas que volaban de una esquina a otra de mi cuarto, especialmente en el verano. Esperaba impresionarlo con
ese tipo de información, sobre todo con el tono frío y científico con que lo contaba. Había hormigas: largas hileras. Los mosaicos del piso eran de color verde: un verde difícil de describir. Eso le decía. Un verde de mayólica. Ahí caían, ruidosas, las canicas. Sobre ellos bailaba al compás del tocadiscos con zapatos de gamusa. Bebía limonadas en grandes vasos de plástico. Los pájaros hacían muchos nidos en las ramas del ciprés. Cuando uno pasaba bajo su fronda vertical podía darse cuenta de que esos pájaros no cantaban, sino que emitían gritos punzantes, chillidos en realidad.
El eco de una sirena lejana. Como si sus patas estuvieran pegadas a los troncos, abrían los picos más para quejarse o para pedir auxilio, que para entretener al viento. Soñaba con salir de ahí: soñaba con convertirme en la hormiga que por fin se pierde dentro de la grieta correcta o el pájaro que logra, por casualidad o convicción, zafar la pata del pegamento.
—¿Y para qué querrías desaparecer? —me preguntaba a susurros del lado de su pared. Eso me ponía pensativa. Encontrar una respuesta a esa pregunta se convirtió en una obsesión de la infancia. Una hormiga. Una hilera. Un pájaro. Una desaparición. ¿Para qué querría uno una cosa así?
El último cuarto de la casa era, sobre todo, un suplicio. Eso le contaba también. Aunque estaba planeado para los invitados, los pocos que nos visitaban preferían dormir en el mío, en la pequeña cama gemela que no ocupaba nadie, a pasar una noche en esa habitación húmeda y oscura. Todos lo evitábamos en realidad. Pensaba que con esto lo impresionaría. Ahí se guardaba la ropa de invierno o los viejos juguetes de mesa o los adornos de Navidad.
No sabía por qué, siendo la más pequeña, era usualmente yo quien tenía que ir hasta el final del pasillo para buscar un par de botas o bolas de unicel. Cuando iba, cuando no tenía otro remedio más que ir al último cuarto, avanzaba con cuidado, deslizando el dedo sobre la pared del pasillo como si no quisiera perder contacto con algo que dejaba atrás. Una vez adentro, me detenía, paralizada. El olor era distinto ahí. Musgo. Naftalina. Polvo. El sol, que iluminaba el resto de la casa, no entraba en esa habitación. Era otro mundo.
Ahí era siempre de noche. Siempre hacía frío en ese planeta. No había ningún ruido. Ahí, del otro lado, alguien lloraba. Eso le contaba. Un niño. Alguien que pedía agua. Nadie hablaba de él, aunque sus gritos y gimoteos entraban en la casa por la ventanita y, luego, se escurrían, como el agua que tomaba para calmarse, por el pasillo, por el túnel que era el pasillo, hasta encontrar la puerta de entrada, nadie hablaba de él. Eso le decía. Mis padres se miraban de reojo cuando todo aquello empezaba y guardaban un silencio bien educado, un silencio compasivo y pétreo que me producía más que alivio, miedo. Yo me abrazaba a mí misma y me inclinaba.
El llanto del niño, el llanto que venía de la otra casa, se detenía sólo un segundo bajo el ciprés del jardín y, ahí, se confundía con los gritos de los pájaros enloquecidos. Luego todo volvía a empezar.
No sabíamos en qué momento se volvería a desgajar la atmósfera de la casa, pero sí teníamos la certeza de que pasaría otra vez. Una y otra vez. Una más. Un vaso de agua.
—Hnjkö tenía los ojos azules —le expliqué al hombre—, y Jsartv, que siempre estaba a su lado, también. Parecían gemelos —titubeé—. Creo que lo eran.
—Apuesto a que les gustaba jugar con eso —dijo—. Con su parecido. Confundir a la gente, ya sabes. Las bromas.
—Sí.
—Pero Jsartv tenía los ojos cafés —añadió luego de un rato—. Ojos cafés como los tuyos —dijo, mirándome de frente y, cuando no vio ninguna reacción, tomándome el rostro entre sus dos manos con una violencia apenas contenida—. No trates de engañarme.
Me sonreí en silencio. Bajé la vista. Hay un hombre que llora en un aeropuerto, le contaba yo a alguien a quien nunca vi.
El hombre lleva una daga dentro.
—¿Dentro de qué? —me preguntaba la voz infantil.
—Dentro de su cuerpo —le decía—. Naturalmente, sí.
La representante de la aerolínea que se acercó a darnos informes sobre el estado del vuelo retrasado llevaba el rimel corrido y, cada que abría la boca para ofrecer una nueva explicación, nos bañaba con el aliento viciado de alguien que no ha comido en días.
—Parece que terminaremos pasando toda una vida aquí —dijo el hombre, ensayando un humor triste, a medias derrotado.
—Es el clima —repitió la encargada una vez más, apenas compungida—. Causas fuera de nuestro control.
Desde el último cuarto del que no podía salir, me pregunté si existían otras causas. Otro tipo de causas. Si existía algo que en realidad estaba o pudiera estar bajo nuestro control. El clima. Los corazones que aparecen sobre el pavimento. El llanto. Una parvada de pájaros que graznan, enloquecidos. Hnjkö. Jsartv. El amor.
—Toda una vida juntos aquí —repitió el hombre cuando la encargada hubo partido. Suspiró. En ese momento el silencio en el aeropuerto vacío fue total. La luz, esa luz. El reflejo. Abrí la ventana. La oscuridad. Luego regresó el eco de la aspiradora, el rumor de algunos pasos.
—Llevamos toda una vida juntos —susurró—. Toda una vida juntos, aquí —se señaló las venas en la parte posterior de las muñecas. Luego volvió a colocar las yemas de los dedos de la mano izquierda sobre su frente y, una vez más, fue incapaz de ocultar lo que hacía: algo íntimo e impostergable y vergonzoso.
Algo roto a la mitad.
Nunca le pregunté cómo había llegado ahí. Tampoco le pregunté su nombre o su edad. Durante todo ese tiempo, me limité a hacer lo que me pedía: describirle mi cuarto, hablarle de la casa, contarle historias que acontecían en lugares muy lejanos y raros. Un aeropuerto. Un río. Una playa. Cuando terminaba, cuando todo volvía al silencio inicial, regresaba a través del pasillo al mundo real. Me colocaba bajo las ramas del ciprés hasta que el graznido de los pájaros me obligaba a correr. A veces corría alrededor de la cuadra, buscando su casa. Tratando de identificarla. Todas me parecían igual: eran construcciones sólidas en cuyos jardines de buenas dimensiones crecían rosales y geranios. Casi todas tenían un árbol de tronco grueso en cuyas frondas vivían, pegadas las patas a sus ramas, los mismos pájaros. A veces sólo corría por correr. Corría para escapar sin saber, en realidad, por qué querría hacer algo así.
Corría hasta que el aire explotaba dentro del cuerpo y los pies se volvían ligeros y, en lugar de correr, levitaba. Eres real, quería decirle. Para eso lo buscaba, para decirle que había un mundo fuera del último cuarto de la casa. Que el río y el aeropuerto y la playa eran reales. Que yo lo era.
Hay un hombre que llora en un aeropuerto, le repetía. Trataba de consolarlo mencionando que incluso alguien mayor, un hombre adulto y de traje que, además, se trasportaba en avión, podía hacer aquello que él estaba haciendo: llorar. Pensaba que su debilidad o su terror, así, podrían adquirir dimensiones humanas. Algo conmensurable.
—¿Pero por qué llora él? —insistía en su pregunta como si cada causa provocara un llanto distinto.
—Por lo mismo que tú —replicaba con el latido del corazón zumbándome en los oídos—. Siempre es por lo mismo, ¿no lo entiendes?
No lo entendía así: eso me transmitía su silencio. Había causas ajenas y causas bajo control y causas fuera de control. El clima. El amor. La zozobra. No las hubiera podido llamar así en esos años: carecía del vocabulario. Eso lo fui comprendiendo o imaginando sólo después, con el tiempo. Sólo aquí.
—Los corazones los pintaba él —le dije—. Lo hacía de madrugada, como ahora —recapacité—. El día en que lo descubrieron sentí un malestar tremendo. Sentí vergüenza.
El hombre que lloraba en un aeropuerto guardó silencio. Trataba de contener la respiración, no había duda. No retiró la mano de su cara ni cambió de posición. Su único cambio era invisible: el resuello. Un resuello largo y suave, como de tarde gris.
—Lo agarraron in fraganti —continué—. Cuando elevó la vista bajo el círculo de luz que formaba la linterna todo quedó al descubierto: un hombrecillo pequeño y flaco, de gruesas gafas verdes, con el pedazo de tiza en la mano. Eso era. Un niño viejo. Una criatura pálida y temblorosa. La saliva acumulada en las comisuras de su boca. Un par de adultos lo jalaron del brazo y, cuando ya se lo llevaban, les gritó con una voz gangosa y aguda, una voz que nunca había escuchado antes y que me llenó de terror, que no podía ir con ellos. Que pronto saldría su avión. Que se le hacía tarde para llegar al aeropuerto.
Me volví a ver al hombre de junto y comprobé que nada había cambiado. La mano izquierda sobre el rostro, la derecha sobre el regazo. El llanto.
—Su llanto, como siempre, me dobló en dos —continué—. Esa vez vomité —susurré, la voz cada vez más baja, cada vez más ajena—. Por la vergüenza —afirmé—. Por la vergüenza que me dio verlo ahí, sobre la calle, dibujando corazones.
El hombre de junto se descubrió el rostro. Las dos manos ahora sobre su regazo.
—Y entonces salió Jsvart y se sentó bajo el ciprés y trató de despegar el pájaro de la rama y, al no lograrlo, lo despedazó. ¿No es cierto?
Le contesté que sí. No lo dije, en efecto, pero moví la cabeza de arriba abajo, asintiendo. Un movimiento inmemorial. La mano que toma el ave y jala, una a una, las plumas de sus alas. La mano que rompe, horada, mutila. La mano que entierra, sentimental. No le pregunté cómo sabía eso pero, con sumo cuidado, cerré la ventana.
Cuando ya iba rumbo al avión, me descubrí deslizando el dedo índice sobre las paredes del estrecho pasillo que nos llevaría hasta la puerta de entrada. Lo vi a lo lejos: los hombros caídos, los pasos lentos, el saco de corduroy. Iba delante de mí, deslizándose sobre el suelo más que caminando. Pensé que el amor nunca ha dejado de darme vergüenza. Miedo. Y pensé, con alivio, que pronto estaría en el último cuarto
Cristina Rivera Garza (Matamoros, Tamaulipas, 1964). Escritora mexicana. Es narradora, poeta e historiadora. Graduada en la UNAM en Sociología y doctora en Historia Latinoamericana por la Universidad de Houston. Fue profesora asociada de historia mexicana en la Universidad Estatal de San Diego (1997-2000). Profesora del Departamento de Comunicación y Humanidades y Co-directora de la Cátedra de Humanidades del ITESM campus Toluca (2004-2008). Actualmente es profesora de Escritura Creativa en el Departamento de Literatura de Universidad de California en San Diego. Premios y distinciones.
Ha sido acreedora a la Beca Salvador Novo 1984-1985, en cuento; a la beca FONCA Jóvenes Creadores 1994-1995, en novela; y a la beca FONCA Jóvenes Creadores 1999-2000 en poesía. Pertenece al Sistema Nacional de Creadores Artísticos (2007).
Ha obtenido también los siguientes premios: 1) "Apuntes", Premio de poesía Punto de Partida 1984; 2) La guerra no importa, Premio Nacional de Cuento San Luis Potosí, 1987; 3) Nadie me verá llorar, Premio Nacional de Novela José Rubén Romero, 1997; 4) Nadie me verá llorar, Premio Internacional IMPAC-Conarte-ITESM, 1999; 4) Nadie me verá llorar, Premio Sor Juana Inés de la Cruz, 2001; 5) Ningún reloj cuenta esto, Premio Nacional de Cuento Juan Vicente Melo, 2001; 6) Premio Internacional Anna Seghers, Berlin, 2005. 7) La muerte me da, Premio Sor Juana Inés de la Cruz, 2009.
Sus investigaciones de corte histórico sobre las definiciones populares de la locura y la historia de la psiquiatría en México a inicios del siglo XX han aparecido en las revistas Hispanic American Historical Review, Journal of the History of Medicine and Allied Sciences, entre otras en Inglaterra, Argentina y los Estados Unidos.
Textos suyos han aparecido en antologías y diversos diarios y revistas nacionales. Algunos de sus libros han sido traducidos al inglés, italiano, portugués, alemán, coreano, francés y esloveno. Actualmente, publica La mano oblicua, columna semanal que aparece el día martes en la sección Cultura del periódico Milenio y mantiene la bitácora electrónica No hay tal lugar (www.cristinariveragarza.blogspot.com) y su twitter@criveragarza
Premio Roger Caillois 2013 de Literatura Latinoamericana que otorga por el Pen Club de Francia, la Maison de l’Amerique Latine en París y la Sociedad de Lectores y amigos de Roger Caillois. Novela. Desconocer, finalista del Premio Juan Rulfo para primera novela, en 1994. Nadie me verá llorar (México/Barcelona: Tusquets, 1999), traducido al inglés, portugués e italiano, con el que obtuvo el Premio Nacional de Novela José Rubén Romero en 1997, el IMPAC-CONARTE-ITESM en 1999, y el Premio Sor Juana Inés de la Cruz, en 2001.La cresta de Ilión (México/Barcelona: Tusquets, 2002), finalista del Premio Iberoamericano Rómulo Gallegos en 2003. Traducida al italiano como Il segreto, ed. Voland, 2010. Lo anterior (México: Tusquets, 2004). La muerte me da (México/Barcelona: Tusquets, 2007), Premio Sor Juana Inés de la Cruz, en 2009. Verde Shanghai (México/Tusquets, 2011). El mal de la taiga (México/Tusquets, 2012). Libros de cuentos.  La guerra no importa (Mortiz, 1991), con el que se hizo acreedora al Premio Nacional de cuento San Luis Potosí en 1987. Ningún reloj cuenta esto (México: Tusquets, 2002) con el que obtuvo el Premio Nacional de cuento Juan Vicente Melo en 2001. La frontera más distante (México/Barcelona: Tusquets, 2008). Libros de poesía.  La más mía (México: Tierra Adentro, 1998). Los textos del yo (México: Fondo de Cultura Económica, 2005). Bianco, Anne-Marie, La muerte me da (Toluca: ITESM-Bonobos, 2007). El disco de Newton, diez ensayos sobre el color. México: Dirección de Literatura, UNAM, Bonobos, 2011. Viriditas, Guadalajara: Mantis/UANL, 2011. Libros de ensayo.  Dolerse. Textos desde un país herido. (México: Sur este, 2011). Rigo es amor. Una rocola de dieciséis voces (México: Tusquets, 2013). Los muertos indóciles. Necroescrituras y desapropiación (México: Tusquets, 2013). Compilaciones.  La novela según los novelistas (México: Fondo de Cultura Económica, 2007).Romper el hielo: Novísimas escrituras al pie de un volcán (Toluca: ITESM-Bonobos, 2006).Romper el hielo: Novísimas escrituras al pie de un volcán. El lugar (re) visitado, (México: Feria del Libro, Secretaría de Cultura, GDF, 2007). Libros de historia. La Castañeda. Narrativas dolientes desde el Manicomio General, 1910-1930. (Centenarios). (México: Tusquets, 2010). Traducciones. Notas sobre conceptualismos, Robert Fitterman y Vanessa Place, trad. Cristina Rivera Garza, (México, CONACULTA, 2013).Libros/artículos especializados sobre su obra. Ningún crítico cuenta esto… México: Nueva narrativa latinoamericana / New Latin American Narrative", (Cuaderno Internacional de Estudios Humanísticos y Literatura, 2010) Ediciones Eón, University of North Carolina at Chapel Hill y UC-Mexicanistas, 2010. 400 pp.Ni a tontas ni a locas: notas sobre Cristina Rivera Garza y su nuevo modo de narrar, Ruffinelli Jorge, Stanford University, pp. 965-979. www.stanford.edu/depts/span-port/cgi-fin/files. La cresta de Ilión, de Cristina Rivera Garza: la palabra femenina en la frontera, Trevisan, Ana Lucía, Universidad Presbitiana Mackenzie, Revista Litteris - Literatura, Julho, 2010, Núm. 5. www.revistaleteris.com.br. Semblanza biográfica: Wikipedia. Texto: el cuento del domingo. Foto: Internet

El cuento del domingo

Cesare Pavese
Suicidios
Hay días en los cuales la ciudad donde vivo, y los transeúntes, el tráfico, los árboles, todo se despierta por la mañana con un aspecto extraño, usual y sin embargo irreconocible, como en esos instantes en que uno se mira al espejo y se pregunta: «¿Quién es ese tipo?» Para mí, son los únicos días amables del año.
Esas mañanas me escapo, si puedo, un poco antes de la oficina y bajo a las calles mezclándome con el gentío, y no me da corte mirar fijamente a cualquiera que pase, del mismo modo que, imagino, algún transeúnte me mira a mí, porque de verdad en esos momentos experimento una sensación de jactancia que me convierte en otro hombre.
Estoy convencido de que jamás recibiré de la vida nada valioso, salvo quizás la revelación de cómo podría conseguir provocar a voluntad esos instantes. Un modo de prolongarlos que a veces me ha salido es sentarme en algún café reciente, claro y acristalado, y desde allí captar el estruendo de la calle con sus idas y venidas, el relampagueo de los colores y las voces, y la calma interior que regula toda la agitación.
Yo he sufrido en unos cuantos años desilusiones y remordimientos agudísimos, y sin embargo, puedo afirmar que mi aspiración más cordial es sólo esta paz y esta serenidad. No estoy hecho para las tempestades y para la lucha: y aunque ciertas mañanas bajo muy vibrante a recorrer las calles, y mi paso semeja un desafío, repito que no pido a la vida nada sino que se deje mirar.
Y sin embargo, hasta este humilde placer me deja a veces la amargura propia de un vicio. No fue ayer cuando me di cuenta de que para vivir es necesaria una astucia, más que con los otros, consigo mismo. Yo envidio a los que consiguen — son especialmente las mujeres — cometer una mala acción, una iniquidad, o incluso sólo satisfacer un capricho, habiendo preparado tal cadena de circunstancias que su acción resulte, ante su propia conciencia, legítima. Yo no tengo grandes vicios si es que este retirarse de la lucha por desconfianza y buscar una solitaria serenidad no es el mayor de los vicios posibles—, pero tampoco sé usarme astutamente a mí mismo y poseerme, cuando disfruto con lo poco que me está permitido.
Sucede, en suma, que a veces me paro en la calle y miro en torno y me pregunto si tengo derecho a disfrutar con esa jactancia. Eso ocurre especialmente cuando mis salidas son más frecuentes. No es que robe tiempo a mi trabajo; me mantengo decentemente y mantengo en el colegio a una sobrina mía sola en el mundo a quien la vieja, que se llama mi madre, no quiere en casa. Lo que me pregunto es si no seré ridículo en ese paseo del éxtasis: ridículo y desagradable. Porque pienso a veces que en verdad no lo merezco.
O bien, como sucedió la otra mañana, basta con que asista incautamente en un café a alguna escena singular que al principio me engaña con la normalidad de sus personajes, para que vuelva a caer presa de una culpable sensación de soledad y de tantos desolados recuerdos que, cuanto más se alejan, más desvelan en su inmóvil vida significados tortuosos y terribles.
Fueron cinco minutos de bromas entre la joven cajera y un parroquiano de abrigo claro, acompañado por un amigo. El jovenzuelo gritaba que la cajera le debía la vuelta de un billete de cien y asestaba manotazos sobre la caja, pretendiendo registrarle el bolso y los bolsillos.
— Jovencita, ésta no es manera de tratar á los clientes — decía, guiñándole al amigo, cohibido. La cajera reía. El jovenzuelo inventó la historia de un viaje que iban a hacer juntos con aquellas cien liras en el ascensor de un hotel. Entre contenidos estallidos de jovialidad, decidieron que depositarían aquel dinero en un banco —cuando lo tuvieran.
—Adiós, chavala —gritó por fin al salir. —Piensa en mí esta noche.
La cajera, excitada y risueña, dijo al camarero:
—¡Qué tío!
Había observado otras mañanas a esa cajera, y a veces sonreía sin mirarla, en un instante de olvido. Pero mi paz es demasiado frágil, está hecha de nada. Me entró el remordimiento de costumbre.
Todos somos asquerosos en este mundo, pero hay una asquerosidad cordial que sonríe y hace sonreír, y otra solitaria que hace el vacío en torno a sí. Después de todo, la primera no es la más tonta.
Es en mañanas como ésa cuando me sorprende, renovada cada vez, la idea de que lo único realmente culpable que hay en mi vida es la tontería. Quizás otros causen un bonito daño con cálculo, con seguridad en sí mismos, interesándose por la víctima y el juego —y sospecho que una vida así gastada puede dar muchas satisfacciones—; lo que es yo, nunca he hecho sino sufrir por una grande e inepta incertidumbre, y debatirme, si entro en contacto con otros, en una estúpida crueldad. Porque no hay remedio —basta con que me doblegue un instante bajo el remordimiento de mi soledad, y pienso en Carlotta.
Ha muerto hace más de un año, y conozco ya todas las vías que el recuerdo de ella puede recorrer para sorprenderme. Si quiero puedo también reconocer el estado de ánimo inicial que prepara su aparición, y distraerme violentamente. Pero no siempre quiero; y aún ahora ese remordimiento me ofrece rincones oscuros, nuevos puntos, que escruto con la trémula ansia de hace un año. Fui con ella tan tortuosamente veraz que cada uno de esos remotos días me presenta a la memoria no algo fijo, sino el rostro evasivo que tiene para mí la propia realidad de hoy.
No es que Carlotta fuese un misterio. Al contrario, era una de esas mujeres demasiado simples —pobrecitas— que si se olvidan por un momento de ser fieles a sí mismas intentan un subterfugio o una coquetería, resultan irritantes. Pero mientras son simples, nadie las nota. Nunca entendí cómo soportaba ganarse la vida trabajando de cajera. Habría sido una hermana ideal.
En lo que aún no he profundizado del todo es en mis sentimientos, en mi actitud de entonces. ¿Qué decir, por ejemplo, de aquella noche en que Carlotta se había puesto un traje de terciopelo —un traje viejo— para recibirme en su pisito de dos habitaciones y yo le dije que la habría preferido en traje de baño? Era una de las primeras veces que iba a verla y aún no la había ni siquiera besado.
Pues bien, Carlotta me había dedicado una tímida mueca y, retirándose al recibidor, había reaparecido —increíble— con traje de baño. Fue esa noche cuando la abracé y la arrojé sobre el sofá; pero —una vez terminado— le dije que después me gustaba estar solo y salí de allí y durante tres días no di señales de vida y cuando volví la llamaba de usted.
Recomenzó entonces un absurdo cortejo hecho de trémulas confidencias por su parte y de escasas palabras por la mía; de repente, la tuteé, pero Carlotta me rechazó. Entonces le pregunté si se había reconciliado con su marido. Carlotta lloriqueó y me dijo: —Nunca me has tratado como me trata él.
Fue fácil hacerle apoyar la cabeza en mi pecho y acariciarla y decirle que la amaba —¿por qué, solo como estaba, no podía amar a aquella especie de viuda?— Y Carlotta se abandonó, confesándome bajito que me había querido desde el primer instante y que le parecía un hombre extraordinario, pero que ya la había hecho sufrir mucho, en el poco tiempo que hacía que nos conocíamos, y a ella —no sabía por qué— todos los hombres la trataban de ese modo.
—Una de cal y otra de arena —le sonreí.
Carlotta era pálida, con unos ojos enormes un poco ajados de cansancio, y tenía pálido también el cuerpo. Esa noche me preguntó en las sombras de su cuarto si la había dejado aquella otra vez porque no me gustaba su cuerpo.
Pero tampoco esta vez tuve piedad y en medio de la noche me vestí y no alegué pretextos, dije que tenía que moverme y salir. Carlotta quería salir conmigo.
—No, me gusta estar solo —y la dejé con un beso.
Cuando conocí a Carlotta, salía de una borrasca que a punto estuvo de costarme la vida; y experimentaba una amarga hilaridad al regresar por las calles desiertas huyendo de quien me amaba. Durante mucho tiempo me había tocado a mí pasar noches y días humillado y enfurecido por el capricho de una mujer.
Ahora estoy convencido de que ninguna pasión tiene tanta fuerza como para mudar el natural de quien la padece. Se puede morir de ella, pero las cosas no cambian. Pasada la excitación, uno vuelve a ser hombre honrado o bribón, padre de familia o soltero, según era antes, y sigue su propio camino. O mejor: uno ha visto en la crisis su verdadera naturaleza, y ésta nos horroriza y la normalidad nos asquea, y a lo mejor querríamos estar muertos, tan atroz es el insulto que nos han inflingido, pero no se puede acusar a nadie más que a nosotros. A aquella mujer debo el haberme reducido a esta vida singular que llevo, al día, sin metas, incapaz de estrechar un lazo con el mundo, desaficionado del prójimo — desaficionado de mi madre a quien soporto, y de mi sobrina a quien no amo—: se lo debo todo a ella, pero ¿habría acabado mejor con otra? ¿Con otra, quiero decir, que fuera capaz de humillarme como mi natural exigía?
Entonces, no obstante, la idea de que me habían jugado una mala pasada, de que mi hembra podía calificarse de pérfida, me había dado cierto consuelo. Llegados a cierto grado de sufrimiento es inevitable, es una anestesia natural, pensar que se padece injustamente: eso devuelve vigor, según nuestros más celosos deseos, a la fascinación de la vida, nos restituye la sensación de nuestro valor frente a las cosas; adula. Lo había probado y habría querido que la injusticia, la ingratitud, hubieran sido aún más atroces. Recuerdo —en aquellas largas jornadas, en aquellas tardes de angustia —una sensación difusa y secreta como una atmósfera o una irradiación: el estupor de que todo ocurriese, de que la mujer fuera justamente la mujer, de que los delirios y congojas' fueran aquéllos, de que los suspiros, las palabras, los hechos, yo mismo, todo ocurriese de veras así.
Y hete aquí que, habiendo sufrido una injusticia, correspondía con esta injusticia, como ocurre en este mundo, no a la culpable sino a otra. Del pisito de Carlotta salía de noche saciado y distraído, y me complacía callejear solo, alejando toda preocupación, disfrutando en libertad de la larga avenida, persiguiendo vagamente sensaciones y pensamientos de la primera juventud. La sencillez de la noche —oscuridad y farolas— siempre me ha acogido tiernamente, consintiéndome las más absurdas y amadas fantasías, coloreándolas con su contraste y agigantándolas. Hasta el sordo rencor que sentía hacia Carlotta por su ansiosa humildad jugaba allí libremente, liberado de cierto embarazo que la piedad por ella me hacía sentir en su presencia.
Pero ya no era joven. Para apartarme mejor de Carlotta, recordaba y analizaba su cuerpo y sus caricias. Consideraba crudamente que, separada de su marido, y joven aún y sin hijos, debía de parecerle mentira encontrar en mí un desahogo. Pero —pobrecilla— era una amante demasiado simple y quizás su marido la había traicionado por eso.
Recuerdo la noche que volvíamos del cine del brazo, vagando por las calles semioscuras, y Carlotta me dijo:
—Estoy contenta. Es bonito ir al cine contigo.
—¿Nunca ibas con tu marido?
Carlotta sonreía.
—¿Estás celoso?
Me encogí de hombros.
—Total, no cambia nada.
—Estoy cansada —decía Carlotta, apretándose contra mi brazo—, esta inútil cadena que nos ata me arruina la vida a mí y a él, y me obliga a respetar un apellido que no me ha hecho más que daño. Debería de poder divorciarse uno, por lo menos cuando no hay hijos.
—En resumen, ¿tienes escrúpulos?
—¡Oh, cariño! —dijo Carlotta—, ¿por qué no eres siempre tan bueno como esta noche? Imagínate, si pudiera divorciarme.
Aquella noche estaba enternecido por el largo contacto tibio y por el deseo.
No dije nada. Una vez que me hablaba del divorcio, había saltado:
—Hazme el favor, estás mejor que quieres. Haces lo que te peta, y apuesto a que encima te pasa un tanto, si es cierto que él te traicionó.
—Nunca acepté nada —había respondido Carlotta. —Desde ese día, trabajo —y me había mirado. —Y además, ahora, que te tengo a ti, me parecería traicionarte.
Aquella noche del cine le había cerrado la boca con un beso. Luego la había llevado al café de la estación y le había hecho beber dos copas de licor.
En la luz vaporosa de los cristales estábamos sentados en un rincón, como dos enamorados. Tomé también yo varias copas y le dije en voz alta:
—Carlotta, ¿hacemos un hijo esta noche?
Alguien nos miró porque risueña y ruborizada Carlotta me cerró la boca con la mano.
Yo hablaba y hablaba. Carlotta hablaba de la película y decía bobadas, pero bobadas apasionadas, comparándonos con el argumento. Yo bebía, sabiendo que era la única manera de querer a Carlotta.
Fuera, el frío nos reanimó y corrimos a casa. Me quedé con ella toda la noche y al despertarme por la mañana la sentí a mi lado desgreñada y soñolienta, tratando de abrazarme. No la rechacé; pero al levantarme me dolía la cabeza y me irritaba la alegría contenida con que Carlotta me preparó, canturreando, el café. Luego teníamos que salir juntos, pero se acordó de la portera y me mandó a mí primero, no sin abrazarme y besarme detrás de la puerta.
Mi recuerdo más vivo de aquel despertar son las ramas de los árboles de la avenida que se entreveían rígidos y goteantes en la niebla, detrás de los visillos de la estancia. Aquella tibieza y aquella solicitud en el interior y el aire desnudo de la mañana que esperaba, me animaron la sangre; sólo hubiera querido contemplar y fumar, yo solo, fantaseando sobre un despertar muy distinto con otra compañera.
La ternura que Carlotta me arrancaba en estos casos me la reprochaba en cuanto estaba solo. Pasaba instantes furibundos sondeándome el ánimo para liberarme de mi pobre recuerdo de ella y prometerme durezas que mantenía incluso en exceso. Debía estar claro que nos amábamos a falta de otra cosa, por vicio, por cualquier motivo salvo el único con el cual ella quería ilusionarse. Me irritaba el recuerdo de su mirada grave y feliz después del abrazo, que me indignaba verle en la cara, mientras que la única de la cual la habría querido no me la había dado nunca.
—Si me aceptas como soy, bien —le dije una vez—, pero quítate de la cabeza entrar en mi vida.
—¿No me quieres? —balbucía Carlotta.
—El poco amor de que era capaz, lo quemé de joven.
Pero a veces me encolerizaba haber admitido por vergüenza o lujuria que la quería un poco. Carlotta intentaba sonreír.
—¿Somos buenos amigos, al menos?
—Oye —le decía serio—, estos cuentos me repugnan: somos un hombre y una mujer que se aburren, y estamos bien en la cama...
—Oh, eso sí —decía aferrándome el brazo y escondiendo la cara—, me gustas, me gustas. Y no hay más.
Bastaba uno de estos coloquios, donde me parecía haber estado débil, para evitarla semanas enteras y si desde su café me telefoneaba a la oficina, responderle que tenía que hacer. La primera vez Carlotta intentó indignarse. Le hice pasar entonces una noche de angustia, sentado fríamente en el sofá —la pantalla desprendía sobre sus rodillas una luz blanca—, y sentía en la penumbra la congoja contenida de sus miradas. Yo mismo dije al fin entre la intolerable tensión: —Dame las gracias, señora: recordarás esta sesión quizás más que otras muchas.
Carlotta no se movió.
—¿Por qué no me matas, señora? Si te crees que vas a hacerte la mujercita conmigo, pierdes el tiempo. Los caprichos me los gasto yo.
Carlotta jadeaba.
—Ni siquiera el traje de baño te sirve esta noche —le dije.
Carlotta me saltó delante y vi su cabeza negra pasar en la luz blanca como un objeto lanzado. Adelanté las manos. Pero Carlotta se derrumbó a mis pies y lloraba. Le puse dos o tres veces la mano en la cabeza y me levanté.
—Debería llorar también yo, Carlotta. Pero sé que no sirve de nada. Todo eso que tú sientes, lo he sentido. Estuve a punto de matarme y luego me faltó valor. Esa es la burla: quien es tan débil como para pensar en el suicidio es demasiado débil para cometerlo... Ea, tranquila, Carlotta.
—No me trates así... —balbucía.
—No te trato así. Pero ya sabes que me gusta estar solo. Si me dejas irme solo, regreso; si no, no nos volveremos a ver. Oye, ¿querrías que te amase?
Carlotta alzó el rostro desfigurado, bajo mi mano.
—Pues entonces deja de amarme. No hay otro modo. No hay cazador sin liebre.
Escenas de este tipo sacudían demasiado a fondo a Carlotta, para que pensase en dejarme. Y además, ¿no denotaban una fundamental semejanza de temples? Carlotta era simple en el fondo —demasiado simple— y no podía advertirlo con clara visión, pero con toda seguridad lo notaba. Intentó —infeliz— atarme con bromas, y decía a veces: «Así es la vida» y «Pobre de mí».
Yo creo que si me hubiera rechazado resueltamente entonces, algo habría yo sufrido. Pero Carlotta no podía rechazarme. Si yo faltaba dos noches seguidas la encontraba con los ojos hundidos. Y si a veces me entraba ternura o compasión y me paraba en su café y le pedía que saliera, se levantaba ruborizándose y confundiéndose, incluso más guapa.
Mi rencor no se dirigía a ella; se dirigía a toda limitación y toda servidumbre que nuestra intimidad intentara crearme. Como no la amaba, su mínimo derecho sobre mí me parecía monstruoso. Había días en los que tutearla me daba asco, me abatía. ¿Quién era para mí esa mujer, para llevarme del brazo?
En compensación, me parecía renacer ciertas medias jornadas, ciertas horas que, despachado el trabajo, podía echar a andar bajo el fresco sol por las calles luminosas, libre de ella, de todo, saciado el cuerpo y aplacado el viejo dolor de antaño: tenso para ver, para olfatear, para sentir como cuando era joven. Que Carlotta sufriera de amor por mí aliviaba y debilitaba mis penas pasadas, me las alejaba un poco, como un mundo risible, y lejos de ella me encontraba intacto y más experto. Era la esponja que me limpiaba, pensaba a menudo de ella.
Ciertas noches que hablaba y hablaba, y absorto en el juego volvía a ser un chiquillo, olvidaba mi rencor.
—Carlotta —decía—, ¿cómo se vive enamorado? Hace tanto tiempo que no lo estoy... Creo, en resumidas cuentas, que es bonito. Si va bien se goza, si va mal se espera. Me han dicho que se vive al día. ¿Cómo se está, Carlotta?
Carlotta meneaba la cabeza sonriente.
—Y, además, se tienen pensamientos muy bonitos, Carlotta. Aquel a quien amamos, y que no quiere saber nada, nunca será tan feliz como nosotros. A menos que —sonreía— se vaya a la cama con cualquier otra y se lo pase en grande.
Carlotta fruncía las cejas.
—Gran cosa el amor —concluía yo.— Y nadie se le escapa.
Carlotta me servía de público. Esas noches hablaba de mí. Es el hablar más hermoso.
—Está el amor y está la traición. El amor, para gozarlo de veras, es preciso que sea también una traición. Y esto no lo entienden los muchachos. Vosotras las mujeres lo sabéis más pronto. ¿Tú traicionaste a tu marido?
Carlotta esbozaba una sonrisa tenue, enrojeciendo.
—Nosotros, los chicos, éramos más estúpidos. Nos enamorábamos escrupulosamente de una actriz o de una compañera y le ofrecíamos nuestros mejores pensamientos. Sólo que olvidábamos decírselo. Que yo sepa, ninguna chica a nuestra edad ignoraba que el amor es un problema de astucia. Parece imposible, los chicos van a las casas de tolerancia y sacan la conclusión de que las mujeres de fuera son distintas. ¿Tú qué hacías a los dieciséis años, Carlotta?
Pero Carlotta tenía otra idea. Me decía con los ojos, antes de responder, que yo era cosa suya, y yo odiaba la dureza de aquella solicitud que irradiaba su mirada.
—¿Qué hacías a los dieciséis años? —repetía mirando al suelo.
—Nada —respondía grave. Yo sabía lo que pensaba.
Después me pedía perdón, se llamaba tonta, reconocía no tener derecho, pero aquel relámpago había bastado. —Eres estúpida, ¿sabes? Por lo que a mí toca, tu marido podía volver a buscarte—. Y me marchaba aliviado.
Al día siguiente recibía en la oficina un tímido telefonazo y respondía secamente. Por la noche nos veíamos.
Carlotta se divertía cuando le hablaba de mi sobrina la colegiala y meneaba la cabeza incrédula cuando le decía que más bien habría querido encerrar en el colegio a mi madre, y vivir con la niña. Nos imaginaba como dos seres aparte que fingen ser tío y sobrina, pero en realidad tienen todo un mundo de secretos y rabietas que los contenta y los absorbe. Me preguntaba huraña si no sería mi hija.
—Claro, y me nació cuando tenía dieciséis años. Y se empeñó en ser rubia para hacerme rabiar. ¿Cómo se hace para nacer rubios? Para mí los rubios son animales como los monos o los leones. Me parecería estar siempre al sol.
Carlotta decía: —Yo era rubia de pequeña.
—Pues yo, en cambio, era calvo.
En los últimos tiempos experimentaba por el pasado de Carlotta una aburrida curiosidad que me permitía olvidar una y otra vez cuanto me hubiese contado antes. La recorría como se recorre un periódico. Jugaba a confundirla con salidas raras, le hacía preguntas crueles y contestaba yo. En realidad sólo me escuchaba a mí mismo.
Pero Carlotta me había comprendido. —Cuéntame —decía ciertas noches, apretándome el brazo. Sabía que hacerme hablar de mí era el único modo de que me mostrara amistoso.
—¿No te he dicho nunca, Carlotta —le dije una noche—, que un hombre se mató por mí? —Me miró entre risueña y estupefacta.
—No tiene mucha gracia —continué—. Nos matamos juntos, pero él la palmó. Cosas de juventud. —Qué raro, pensaba entonces, nunca se lo conté a nadie: y le toca justamente a Carlotta—. Un amigo mío, un rubito guapo. El sí que parecía un león. Las chicas no hacéis ese tipo de amistades. A esa edad ya sois demasiado celosas. Nosotros íbamos al colegio juntos, pero nos veíamos siempre por las tardes. Decíamos porquerías, como ocurre entre chicos, pero estábamos enamorados de una señora. Debe de estar aún viva. Fue nuestro primer amor, Carlotta. Nos pasábamos la tarde charlando de amor y de muerte. Ningún enamorado ha estado jamás tan seguro de ser comprendido por su amigo corno nosotros dos. Jean, se llamaba Jean tenía una tristeza jactanciosa que me hacía avergonzar. El solo creaba toda la melancolía de aquellas tardes en que paseábamos entre la niebla. Nunca hubiéramos creído que se pudiese sufrir tanto...
—¿También tú estabas enamorado?
—Sufría por estar menos melancólico que Jean. Finalmente descubrí que podíamos matarnos y se lo dije. Jean entró despacio en la idea, él, que de ordinario era todo fantasía. Teníamos una sola pistola. Fuimos a la colina a probarla, no fuera a explotar. Fue Jean quien disparó. Siempre había sido temerario, y creo que si él hubiera dejado de amar a la enamorada, hubiera dejado también yo. Después de la prueba —estábamos en un sendero desnudo, en invierno, a media ladera— pensaba yo aún en la violencia del tiro, cuando Jean se apoyó el cañón en la boca y dijo: «Hay quienes hacen...» y salió el tiro y lo mató.
Carlotta me miró aterrada.
—Yo no supe qué hacer y escapé.
Esa noche Carlotta me dijo:
—¿Y tú querías de veras a aquella mujer?
—¿A aquella mujer? Amaba a Jean, ya te lo he dicho.
—¿Y querías matarte también tú?
—Ciertamente. Y hubiera sido una tontería. Pero no hacerlo fue una gran cobardía. A veces tengo remordimientos.
Carlotta recordó a menudo aquel relato y me hablaba de Jean como si lo hubiese conocido. Se lo hacía describir y me preguntaba cómo era yo en aquel tiempo. Me preguntó si había conservado la pistola.
—No te mates, oye. ¿Nunca has pensado en matarte? —y al decir esto me escrutaba.
—Todas las veces que uno está enamorado lo piensa.
Carlotta ni siquiera sonreía.
—¿Lo piensas aún?
—Pienso en Jean, a veces.
Carlotta me daba mucha pena al mediodía cuando al volver de mi oficina pasaba por delante de las cristaleras de su café y me escondía para no verme obligado a entrar y hacerle unas carantoñas Al mediodía no volvía a casa y me gustaba demasiado estar solo en una trattoriaesa horita, entornando los ojos y fumando. Carlotta, sentada en su taburete, desprendía maquinalmente tickets y hacía gestos con la cabeza y sonreía y se amoscaba y algún parroquiano bromeaba con ella.
Estaba allí desde las siete de la mañana y se quedaba hasta las cuatro de la tarde. Iba vestida de celeste. Le pagaban cuatrocientas ochenta liras al mes. Carlotta estaba contenta de despachar todo de una sola vez, y almorzaba un tazón de leche, sin dejar su puesto. Habría sido un trabajo fácil —me decía— sin los repentinos porrazos de la puerta batida con las idas y venidas. Había veces que los sentía como puñetazos sobre el cerebro desnudo.
Desde esa época, cuando entro en un café no suelto la puerta. Conmigo, Carlotta trataba de describirme las escenitas de los parroquianos, pero no le salía mi modo de hablar, como no le salía agitarme con sus furtivas alusiones a las propuestas que algún vejestorio le hacía.
—Pues adelante —le dije—, sólo que no me lo enseñes. Recíbelo los días impares. Y ojo con las enfermedades.
Carlotta torcía la boca.
Desde hace unos días la consumía un pensamiento.
—¿Otra vez enamorada, Carlotta? —le dije una noche.
Carlotta me miraba como un perro apaleado. Yo volvía a impacientarme. Aquellas ojeadas brillantes, de noche, en la penumbra del cuartito, aquellos apretones de mano, me daban rabia. Con Carlotta temía siempre ligarme. Y odiaba incluso que ella lo pensase.
Volví a estar taciturno y grosero. Pero Carlotta ya no acogía mis arrebatos con la excitación humillada de antes. Me miraba de hito en hito inmóvil, y a veces, con un gesto cariñoso, se sustraía a la caricia que alargaba para apaciguarla.
Eso me gustó todavía menos. Hacerle la corte para tenerla, me repugnaba. Pero la cosa no se produjo de golpe. Decía Carlotta:
—¡Cómo me duele la cabeza...! ¡Aquella puerta! Esta noche nos portaremos bien. Cuéntame.
Cuando advertí que Carlotta iba en serio y se calificaba de desgraciada y exhibía remordimientos, no tuve más arrebatos violentos: simplemente la traicioné. Reviví algunas de las opacas noches de antaño, cuando de regreso de una casa de tolerancia me sentaba en un cafetucho cualquiera a reposar, sin alegría y sin tristeza, atontado. Pensaba que era justo: o se acepta el amor con todos sus riesgos o no queda sino la prostitución.
Pensaba que por parte de Carlotta había unos celos fingidos y me importaba un bledo. Carlotta sufría. Pero era demasiado simple para sacar provecho de su pena. Al contrario, como le ocurre a quien sufre de veras, se ponía fea. Lo lamentaba, pero sentía que debía abandonarla.
Carlotta previó el golpe. Una noche que estábamos en cama y yo evitaba instintivamente la conversación, me rechazó de pronto y se acurrucó contra la pared.
—¿Qué tienes? —pregunté irritado.
—Si yo desapareciese mañana —me dijo volviéndose de improviso— ¿te importaría algo?
—No sé —balbucí.
—¿Y si te traicionase?
—La vida es una pura traición.
—¿Y si volviese con mi marido?
Hablaba en serio. Me encogí de hombros.
—Soy una infeliz —prosiguió Carlotta.— Y no soy capaz de traicionarte. He visto a mi marido.
—¿Cómo?
—Ha venido al café.
—Pero ¿no se había largado a América?
—No sé —dijo Carlotta.—. Lo he visto en el café.
Quizás no quería decírmelo, pero se le escapó que con el marido estaba una señora con abrigo de pieles.
—Entonces ¿no os hablasteis?
Carlotta vaciló. —Regresó al día siguiente. Me habló y me acompañó a casa.
Debo admitir que me sentí a disgusto. Dije bajito:
—¿Aquí?
Carlotta se apretó contra mí con todo su cuerpo.
—Pero yo te quiero —susurró. — No creas que...
—¿Aquí?
—Nada, cariño. Me habló de sus negocios. Sólo con verlo he comprendido cuánto te quiero, y no volveré nunca con él, ni aunque me lo rogase.
—¿Te lo rogó, entonces?
—No, me dijo que si tuviera que casarse otra vez, se casaría conmigo.
—¿Y lo has visto más?
—Volvió por el café con ella...
Fue la última vez que pasé la noche con Carlotta. Sin haberme despedido de su cuerpo, sin añoranzas, dejé de buscarla y de verla en su casa. Permití que me telefonease y me esperase en los cafés, no todas las noches sino de vez en cuando. Carlotta llegaba cada vez y me devoraba con los ojos. A punto de separarnos, le temblaba la voz.
—No lo he vuelto a ver susurró una noche.
—Haces mal —le respondí—, deberías tratar de recuperarlo.
Me irritaba que Carlotta hubiera añorado a su marido —como sin duda había hecho—, y me irritaba que hubiese esperado atarme a sí con aquel tema. Y aquel amor blanco no valía ni los remordimientos de Carlotta ni mi riesgo.
Una tarde le dije por teléfono que pasaría por su casa. Vino a abrirme incrédula y ansiosa. Miré a mi alrededor en el vestíbulo con cierta aprensión. Carlotta iba vestida de terciopelo. Recuerdo que estaba acatarrada y no paraba de apretar el pañuelo y de llevárselo a la nariz enrojecida.
Vi en seguida que había comprendido. Estuvo dócil y taciturna y respondía a mis frases con pobres ojeadas. Me dejó decir lo que quise mirándome furtivamente por encima del pañuelo. Después se levantó y vino hacia mí y apoyó su cuerpo sobre mi rostro y tuve que abrazarla.
—¿No vienes a la cama? —dijo bajito con la voz de costumbre.
Fui a la cama, y todo el tiempo me desagradó el rostro húmedo e inflamado por el catarro. A medianoche salté de la cama y empecé a vestirme. Carlotta encendió la luz y me miró un instante. Luego apagó y me dijo:
—Márchate de una vez. —Cortado y tropezando, me fui. Temía, en los días siguientes, un telefonazo, pero nada me perturbó. Trabajé en paz semanas y semanas y una noche me entró de nuevo el deseo de Carlotta, pero la vergüenza me ayudó a vencerme. Y sin embargo, sabía que si llamaba a aquella puerta habría llevado la felicidad. Esta certeza la había tenido siempre.
No cedí, pero al mediodía siguiente pasé por delante de su café. En la caja había una rubia. Debía de haber cambiado de horario. Pero tampoco la vi por la tarde. Pensé que estaba enferma o que su marido la había recobrado. Esta idea me desagradó.
Pero me temblaron las piernas cuando la portera del paseo, mirándome con dos ojillos duros y muy mala gracia, me dijo que la habían encontrado un mes antes, muerta en la cama, con el gas abierto.
Cesare Pavese, nacido en Santo Stefano Belbo (Cuneo) el 9 de septiembre de 1908 y fallecido en Turín el 27 de agosto de 1950). Escritor italiano, uno de los más importantes del siglo XX.
Este gran poeta y novelista italiano estudió filología inglesa en la universidad de Turín y, tras su licenciatura, se dedicó por completo a traducir a numerosos escritores norteamericanos, como Sherwood Anderson, Gertrude Stein, John Steinbeck y Ernest Hemingway, entre otros, así como a escribir crítica literaria que hoy se considera clásica. Al unirse con Giulio Einaudi y su amigo Leone Ginzburg, cofundadores de la editorial Einaudi en 1933, fue uno de los cimientos de esta famosa empresa cultural italiana desde 1937, en la que permaneció como editor decisivo hasta su muerte y en la que trabajó con un rigor reconocido hoy por todos (pues Leone murió torturado por los alemanes en 1944).
Sus primeros escritos fueron publicados aparentemente con el pseudónimo de Mârlon Zmôrda, un supuesto escritor esloveno, judío y anarquista, aunque esta hipótesis ha sido discutida en varias ocasiones. Posteriormente, sus escritos antifascistas, publicados en la revista La Cultura, lo condujeron a la cárcel en 1935, donde inicia sus primeras obras. Durante la II Guerra Mundial formó parte de la Resistencia antifascista como estudioso y pensador independiente aunque cercano a la izquierda italiana. Tras la guerra se incorporó al grupo editor su amiga escritora Natalia Ginzburg, mujer de su compañero de curso Leone. Durante toda su vida, Pavese tratará de vencer la soledad interior, que veía como una condena y una vocación. Se suicidó a los cuarenta y dos años de edad. Su gran amigo el escritor Davide Lajolo describió, en su libro El vicio absurdo, el malestar existencial que envolvió siempre su vida.
La narrativa de Pavese trata, por lo general, de conflictos de la vida contemporánea, entre ellos la búsqueda de la propia identidad, como en La luna y las fogatas (1950). Pavese (que vivía con una hermana) se suicidó en una habitación de hotel en Turín, después de haber recibido un premio literario por su libro El bello verano (1949). Su diario se publicó póstumamente, en 1952, bajo el título El oficio de vivir, y concluye con la frase anunciadora de su decisión personal.
En el año 1957, se creó un premio literario con su nombre para honrar su memoria.
Fue importante su obra como escritor, traductor y crítico, que además de la Antología americana que coordinó Elio Vittorini incluyó también la traducción de clásicos de la literatura, desde el Moby Dick de Melville en 1932 a obras de Dos Passos, Faulkner, Defoe, Joyce y Dickens.
Su actividad de crítico, en particular, contribuyó a crear un cierto mito de América, que repercutió en la narrativa italiana de posguerra. Mientras trabajaba en el sector editorial (para la editorial Einaudi), Pavese propuso a la cultura italiana escritos sobre temas diferentes, y anteriormente raramente abordados, como el idealismo y el marxismo, así como temas religiosos, etnológicos y psicológicos nuevos.
Pavese nació en Santo Stefano Belbo, donde su padre, procurador de tribunal en Turín, tenía una delegación. Estos son los lugares y las experiencias infantiles que mitificará el Pavese escritor.
En 1914 muere su padre, lo que le causa un primer trauma. Su madre, de hecho, compensará la ausencia del marido educando de modo bastante rígido a su hijo. Pavese cursa estudios secundarios en Turín con Augusto Monti, colaborador de Gobetti, narrador y pedagogo. Es su primer contacto con el mundo de los intelectuales y con personalidades como Leone Ginzburg, éste muy cercano siempre, Tullio Pinelli, Vittorio Foa (estudioso de los problemas políticos y sociales) y Norberto Bobbio.
Pero es en su época universitaria cuando Pavese se interesa por la literatura norteamericana; en esos años, alterna su trabajo de traductor con la enseñanza del inglés. Se licencia con una tesis sobre el poeta norteamericano Walt Whitman.
En 1935 es confinado por sus actividades antifascistas (de hecho, sólo había conservado unas cartas comprometedoras de una activista comunista de la que se había enamorado); tras este exilio publica un importante libro de versos que había empezado en 1928: Los poemas de Trabajar cansa (1936) fueron muy innovadores y, junto a sus obras narrativas, atraen todavía a un público muy amplio.
En ese mismo período, empieza la composición de El oficio de vivir, diario literario y existencial que seguirá escribiendo hasta el final de su vida. De vuelta de su confinamiento, Pavese descubre que la mujer a la que amaba se ha casado (lo que le ocasiona un segundo trauma); a partir de ese momento, Pavese se angustia, temeroso de que lo ya sucedido se pueda repetir. La angustiosa sensación del fracaso, lo acompañará hasta la muerte.
En 1938, su relación con la editorial Einaudi se estabiliza. En 1940 termina El bello verano (con el que obtendrá en 1950 el Premio Strega) e inicia Feria de agosto; en 1941, publica De tu tierra.
Llamado a filas, se le dispensa por el asma que padece. Desde el 8 de septiembre de 1943 hasta la liberación de Italia se refugia en primer lugar en casa de su hermana, y luego en un colegio de Somascos en Casale Monferrato, sin contacto con los acontecimientos que sacuden Italia, mientras muchos de sus amigos entran en la Resistencia. Narra estas experiencias en La casa en la colina (que escribe entre 1947 y 1948). En esta obra se pone de manifiesto el conflicto entre su elección y la de sus amigos, muchos de los cuales murieron. Al terminar la guerra, sin embargo, quizá para compensar su anterior elección, Pavese entra en el Partido Comunista Italiano por sugerencia de una amiga.
El desengaño amoroso que sufre tras la ruptura de su relación sentimental con la actriz norteamericana Constance Dowling - a la que dedica sus últimos versos Vendrá la muerte y tendrá tus ojos - y su malestar existencial lo llevan al suicidio el 26 de agosto de 1950, en Turín.
Pavese surge como poeta en 1936, con Trabajar cansa (Lavorare stanca). La recopilación se reedita en 1943, añadiendo treinta y un poemas y suprimiendo seis. En pleno periodo hermético Pavese toma el camino de la poesía narrativa (ritmos narrativos, tono coloquial, ciudad...). La experiencia narrativa produce un verso alargado y de amplia cadencia (decasílabo alargado a trece sílabas).
En su ensayo El oficio de poeta Pavese sostiene la necesidad de que las palabras se adhieran a las cosas y rehuye la musicalidad por sí misma. Estos primeros cánones poéticos serán posteriormente modificados para evitar que la poesía narrativa se convierta en un boceto naturalista. Pavese teoriza sobre una poesía que se resuelve en imágenes. Poesía narrativa y poesía - imagen coexisten en Trabajar cansa, obra en la que ya encontramos las constantes de Pavese: soledad como condena existencial, incapacidad de diálogo, añoranza de la mujer, el campo como mito desde el que se originan las primeras impresiones y la identidad del individuo, la figura del exiliado que vuelve al lugar de origen, buscando su propia infancia, persiguiendo la propia identidad.
Pavese une a su capacidad de fabulación una precisa conciencia crítica. La cárcel constituye su primera obra narrativa válida (cárcel de la soledad). El protagonista vive la experiencia del confinamiento pero se trata fundamentalmente de una autobiografía espiritual: la vivencia del intelectual que trata de romper la soledad, pero vuelve a ser absorbido por ésta. Más allá de sus implicaciones políticas la novela se caracteriza por el análisis existencial.
En 1941, publica Tus pueblos (I paesi tuoi) y llama la atención de la crítica, que lo interpreta como una manifestación de realismo. En realidad la descripción de un medio rural primitivo y los temas de la pasión, de la sangre, sin olvidar un lenguaje que se acerca al dialetto y al lenguaje hablado y la aparente objetividad naturalista confieren una dimensión mítica y ritual a la narración, una lectura de la realidad en clave simbólica, con matices de los estudios antropológicos y de lo sagrado.
Su consagración del mito deriva de la idea según la cual en la infancia se crean mitos y símbolos que forman una especie de memoria atávica. Pavese se aleja de cualquier representación realista en el sentido que tiene, como principio de poética, la necesidad de focalizar el fondo mítico e irracional propio de cada individuo y que determina su personalidad y su destino.
En el último decenio, entre 1940 y 1950, Pavese produce obras heterogéneas en cuanto a temática y estilo. La reflexión sobre el mito orienta a Pavese en dos direcciones, aparentemente lejanas, pero que tienen el mismo objetivo.
Por una parte recupera el fondo mítico de su propia personalidad, distanciándose de la realidad y refugiándose en el intelectualismo (Diálogos con Leucò) por otro lado hacia el neorrealismo, a la observación del ambiente y de los hombres (El compañero, 1946).
La misma coexistencia de intereses diversos la podemos encontrar en 1949 en La luna y la fogata y en Entre mujeres solas. Los dos motivos se integran, en el sentido de que ponen a fuego al hombre, alienado en el contexto urbano, buscando sus propias raíces míticas. La narrativa de Pavese no se distingue por la complejidad de la trama, sino que se identifica en breves capítulos potencialmente evocadores.
Los dos textos que nos lo muestran son La casa en la colina y La luna y la fogata. La casa en la colina se publicó a la vez que La cárcel. El título del volumen era Antes de que el gallo cante (haciendo mención al episodio evangélico en el que Cristo anuncia a Pedro que antes de que el gallo cante él lo negará tres veces) lo que aclara la proximidad de ambas novelas: el protagonista de La cárcel es esclavo de la soledad hasta el punto de que la ama.
Corrado, protagonista de La casa en la colina, mientras sus amigos participan en la lucha partisana, se refugia en su propia soledad hasta que llega a la certeza de que su aislamiento ha sido una traición. Pavese profundiza además del tema mítico, el social y de clase. La soledad se convierte en estado de ánimo, condición existencial y social.
También La luna y las fogatas es una novela-balance, atemporal, en la que Pavese introduce sus propios temas y principios teóricos. El retorno a la infancia y el recorrido obligado para conocerse y tener conciencia del propio destino. La novedad de la novela está en el hecho de que la peregrinación a los lugares míticos de la infancia concluyen constatando dolorosamente que todo se ha perdido: han desaparecido las personas y los lugares han cambiado; la muerte es connatural al hombre.
Correspondencia, documento fundamental para conocer su actividad y sus relaciones humanas. Se ha escrito sobre él que Pavese logra plasmar un mundo creativo a través del cual alcanza una realización personal que le había sido negada en los otros planos de la existencia. Poesía. Lavorare stanca, 1936, Trabajar cansa; edición corregida, 1943. La terra e la morte, poesía. Vendrá la muerte y tendrá tus ojos 1951. Narrativa. Il carcere, 1938-39. Notte di fiesta, 1936-38, cuentos. Paesi tuoi, 1941, De tu tierra. La spiaggia, 1942, La playa. Feria d'agosto, 1944. Fuoco grande, 1946. Il compagno, 'El camarada 1947. La casa in collina 1948, La casa en la colina. Tra donne sole, 1949, Entre mujeres solas. El bello verano, 1949. La luna e i falò, 1950, La luna y las fogatas. Diálogos con Leucò, 1947. El diablo sobre las colinas. Ensayos y otros textos.  La letteratura americana e altri saggi (Einaudi, 1951, con un prólogo de Italo Calvino), La literatura americana y otros ensayos. Il mestiere di vivere (1935-1950), El oficio de vivir, diarios publicados en 1952. Correspondencia. Bibliografía. Eugenio Castelli: El mundo mítico de Cesare Pavese, Pleamar, 1972. Davide Lajolo: Il "vizio assurdo". Storia di Cesare Pavese, 1960. VV.AA.: Pavese, J. Álvarez, 1969. Natalia Ginzburg: Las pequeñas virtudes, Acantilado, 2004. Lorenzo Mondo: Aquel antiguo muchacho. Vida de Cesare Pavese, Sol de Ícaro, 2011.
Semblanza biográfica: Wikipedia.Texto: El cuento del día.Foto:Internet