El cuento del domingo



José Lezama Lima
Para un final presto
Una muchedumbre gnoseológica se precipitaba desembocando con un silencio lleno de agudezas, ocupa después el centro de la plaza pública. Su actitud, de lejos, presupone gritería, y de cerca, un paso y unos ojos de encapuchados. Eran transparentes jóvenes estoicos, discípulos de Galópanes de Numidia, que aportaban el más decidido contingente al suicidio colectivo, preconizado por la secta. Ese fervor lo había conseguido Galópanes abriendo las puertas de sus jardines a jóvenes de quince a veinte años; así logró aportar trescientos treinta y tres decididos jóvenes que se iban a precipitar en el suicidio colectivo al final de sus lecciones. La secta denominada El secuestro del tamboril por la luna menguante, tenía visibles influencias orientales, y por eso, muchos padres atenienses, que amaban más al eidos que al ideal de vida refinada, si mandaban a sus hijos a esos jardines era para permitirse el áureo dispendio, de que sus hijos, sin viajar, pudiesen hablar de exotismos.
  La primera idea de fundar El secuestro del tamboril, había surgido en Galópanes de Numidia, al observar cómo el rey Kuk Lak, al verse en el trance de ejecutar a un grupo de conspiradores, había tenido que arrancarlos de la vida amenazadora que llevaban y lanzarlos con fuerza gomosa en la Moira o en Tártaro, según estuviesen más apegados a la religión que nacía o a la que moría. Al ver Galópanes los crispamientos y gestos desiguales e incorrectos de los jóvenes ajusticiados decidió idear nuevos planes de enseñanza. Un jardín de amistosas conversaciones, donde los jóvenes fuesen conspiradores o amigos, pero donde pudiesen irse preparando para entrar en la muerte, cuando se cumpliesen los deseos del Rey. Así una de las frases que había de seguir en la academia: un joven desmelenado, o que pasea perros o tortugas, es tan incorrecto o alucinante como el león que en la selva no ruge dos o tres veces al día. Con esos recursos los jóvenes iban conversando y preparándose para morir, mientras el Rey afinaba mejor sus ocios y buscaba con detenimiento las mejores cabezas.
  Habían acudido los trescientos treinta y tres jóvenes estoicos para cerrar el curso con el suicidio colectivo. Existía en el centro de la plaza pública un cuadrado de rigurosas llamas, donde los jóvenes se iban lanzando como si se zambullesen en una piscina. El fuego actuaba con silencio y el cuerpo se adelantaba silenciosamente. Esa decisión e imposibilidad de traición, ninguno de los jóvenes transparentes habían faltado, únicamente podía haber sido alcanzada por las pandillas diseminadas de estoicos contemporáneos. Aun en el San Mauricio el Greco, lo que se muestra es patente: se espera la muerte, no se va hacia la muerte, no se prolonga el paseo hasta la muerte. Solamente los estoicos contemporáneos podían mostrar esa calidad; ningún traidor, ningún joven vividor y apresurado había corrido para indicarle al Rey que los jóvenes que él utilizaba para la guerra iban con pasos cautelosos a hacer sus propios ofrecimientos con su propio cuerpo ante el fuego.
  Las lecciones de los últimos estoicos transcurrían visiblemente en el jardín. Sus cautelas, sus frases lentas, los mantenía para los curiosos alejados de cualquier decisión turbulenta. Muy cerca, en sótanos acerados, una banda de conservadores chinos, en combinación con unos falsificadores de diamantes de Glasgow, había fundado la sociedad secreta El arcoiris ametrallado. En el fondo, ni eran conservadores chinos ni falsificadores de diamantes. Era esa la disculpa para reunirse en el sótano, ya que por la noche iban a los sitios más concurridos del violín, la droga y el préstamo. Querían apoderarse del Rey, para que el hijo del Jefe, que tenía unas narices leoninas de leproso, utilizadas, desde luego, como un atributo más de su temeridad, fuese instalado en el Trono, mientras el Jefe disfrutaría con su querida un estío en las arenas de Long Beach.
  La policía vigilaba copiosamente a la banda de chinos y falsificadores. Pero sufrirían un error esencial que a la postre volaría en innumerables errores de detalles. De esos errores derivarían un grupo escultórico, una muerte fuera de toda causalidad y la suplantación de un Rey. Era el día escogido por los estoicos de Galópanes para iniciar los suicidios colectivos. El frenesí con que habían surgido los gendarmes de la estación, les impedía entrar en sospechas al ver los pasos lentos, casi pitagorizados de los estoicos. A las primeras descargas de la gendarmería, los estoicos que iban hacia la hoguera silenciosamente, prorrumpían en rasgados gritos de alborozo, de tal manera que se mezclaban para los pocos espectadores indiferentes, los agujeros sanguinolentos que se iban abriendo en los cuadros de los estoicos suicidas y las risas con que éstos respondían. Al continuar las detonaciones, las carcajadas se frenetizaron.
  El capitán que dirigía el pelotón tuvo una intuición desmedida. La situación siguiente a la muerte de su tío, poseedor de un inquieto comercio de cerámica de Delft, y ya antes de morir serenamente arruinado, con quien había vivido desde los cinco años; al ocurrir la muerte de su tío, se obligaba a aceptar esa plaza de capitán de gendarmes, brindada por un cuarentón comandante de húsares a quien había conocido en un baile conmemorativo del 14 de Julio. Nuestro futuro capitán de gendarmes había asistido al baile disfrazado de comandante de húsares, mientras el comandante de húsares asistía disfrazado de cordelero franciscano. Éste fue el motivo de su amistad iniciada por unas sonrisas mefistofélicas, continuada por la espera de la plaza demandada, y terminada, como siempre, por una apoplejía fulminante.
  El comandante cuando se embriagaba abría su Bagdad de lugares comunes. Uno de los que recordaba el actual capitán de gendarmes era: que una carga de húsares era la antítesis del suicidio colectivo de los estoicos. Más tarde, al recibir una beca en Yale para estudiar el taladro en la cultura eritrea en relación con el culto al sol en la cultura totoneca, había aclarado esa frase que él creía sibilina al brotar mezclada con los eructos de una copa de borgoña seguida por la ringlera inalcanzable de tragos de cerveza. Un insignificante estudiante de filosofía de Yale, que presumía que había frustrado su vocación, pues él quería ser pastor protestante y poseer una cría de pericos cojos del Japón, le reveló en una sola lección el secreto, lo que él había creído en su oportunidad un dictado del comandante en éxtasis.
  La plaza pública ofrecía diagonalmente la presencia del museo y de una bodega de vinos siracusanos. El capitán decidió utilizar los servicios de ambos. Así, mientras lentamente iban cesando las detonaciones mandaba contingentes bifurcados. Unos traían del museo ánforas y lekytosaribalisco, y otros traían borgoña espumoso de la bodega. Los estoicos se iban trocando en cejijuntos, aunque no en malhumorados. El jefe, Galópanes de Numidia, había trazado el plan donde estaban ya de antemano copadas todas las salidas. Días antes del vuelco definitivo de los estoicos suicidas en la plaza pública, había hecho traer de la bodega sus colecciones de vinos, con la disculpa de consultar etiquetas y precios para la festividad trascendental. Los había devuelto, alegando otras preferencias y la excesiva lejanía aun del festival, pero regresaban los frascos portando los venenos más instantáneos. Los gendarmes que creían transportar en esas ánforas líquidos sanguinosos cordiales reconciliaciones con el germen y el transcurso, se quedaban absortos al observar cómo abrevando los estoicos entraban en la Moira. Los estoicos, con dosificado misterio causal provocado, morían al reconciliarse con la vida y el vino les abría la puerta de la perfecta ataraxia.
  El Rey vigilaba a los conspiradores que no eran conspiradores, pero desconocía a los estoicos de Galópanes. Creía, como al principio creyó el capitán, que la salida era la de los conspiradores falsarios. Desde una ventana conveniente contempló el primer choque de los gendarmes con los estoicos pero al observar posteriormente cómo conducían hasta los labios de los que él presuponía conspiradores, las ánforas vinosas, creyó en la traición de ese pelotón, y desesperado, irregular, ocultadizo, corrió a hacer la llamada a otro cuartel donde él creía encontrar fidelidad.
  Ante esa llamada y su noticia, la tropa salió como el cohete sucesivo que permitiría a Endimión besar la Luna. Pero entre la llamada y la salida a escape habían sucedido cosas que son de recordación. En ese cuartel, en la manipulación de los nítricos, trabajaba un pacifista desesperado. Fundador de la sociedad La blancura comunicada, cuya finalidad era hacer por injertos sucesivos, precioso trabajo de laboratorismo suizo, del tigre, una jirafa, y del águila, un sinsonte; asistía furtivamente a las reuniones de los estoicos; en sus paseos digestivos sorprendía a ratos aquellos diálogos la preparación de la muerte, y sabía la noche en que los estoicos caerían sobre la plaza pública. El día anterior se introdujo valerosamente en el almacén del cuartel y le quitó a cada rifle tornillos de precisión, debilitando en tal forma el fulminante que el plomo caía a pocos pies del tirador, formándose tan sólo el halo detonante de una descarga temeraria.
  Al llegar a la plaza la tropa del cuartel y contemplar a los gendarmes y a los supuestos conspiradores, alzando el ánfora de la amistad, lanzaron de inmediato disparos tras disparos. Los estoicos ya iban cayendo por el veneno deslizado en las ánforas, pero la tropa del cuartel admiraba su puntería, la cegadora furia les impedía contemplar que el plomo caía, pobre de impulso, en una parábola miserable. Cuando creían que la muerte lanzada con exquisita geometría daba en el pecho de los conspiradores, el azar le comunicaba a sus certezas una vacilación disfrazada tras lo alcanzado, tan distante siempre de los errores preparados por los maestros de ajedrez que saben distribuir un fracaso parcial, o el detalle imperfecto de algunos retratos de Goya, el perrillo Watteau que tiene una cabeza de tagalo combatiente, hecho maliciosamente para que el conjunto adquiera una deslizada exquisitez.
  El Rey formaba un grupo escultórico. Detrás de la ventana contemplaba la muerte refinada activísima y las detonaciones bárbaras eternamente inútiles. Cuando llegó a la plaza pública la tropa del cuartel, y vio sus detonaciones, corrió a llamar a los otros cuarteles, anunciándole paz tendida y muy blanca.
  El grueso de sus tropas vigilaba las fronteras. El Jefe de la pandilla acariciaba sus parabrisas y vigilaba todo posible gagueo de sus ametralladoras. Al pasar el Jefe por la estación del capitán de gendarmes notó una ausencia terrible: más tarde al no encontrar resistencia por parte de la tropa del cuartel, pensaron que todos esos guerreros equívocos estaban rodeando al Rey para preparar una defensa real.
  Al pasar por la plaza pensaron en el regreso de las tropas fronterizas en abierta pugna con aspirantes consanguíneos. Ya aquí pensaron que les sería fácil apoderarse del Rey, pero extremadamente peligroso abrir las ventanas del Rey puesto, frente a esa plaza, donde no se sabía cuándo sería el último muerto, y con quién en definitiva se abrazaría.
  La jornada de los conspiradores falsarios era como un largo brazo que va adentrándose en un oleaje. Pudieron resbalar en Palacio hasta llegar frente a la antecámara. Aquí el Jefe y su hijo, el de las narices leoninas de leproso, se adelantaron, finos, capciosos, con sus dedos como un instrumental probándose en la yugular regicida.
  Un año después, el Jefe, con su querida, se estira y despereza en las arenas de Long Beach. Contempla la cáscara de toronja que las aguas se llevan, y el peine desdentado, con un mechón pelirrojo, que las aguas quieren traer hasta la arena.
José María Andrés Fernando Lezama Lima, conocido sencillamente como José Lezama Lima (La Habana, 19 de diciembre de 1910 - íbid, 9 de agosto de 1976) fue un poeta, novelista, cuentista y ensayista cubano. Su novela Paradiso ha alcanzado una gran repercusión internacional desde su publicación en 1966.

Nació el 19 de diciembre de 1910 en el campamento militar de Columbia, en La Habana, hijo de José María Lezama y Rodda, coronel de artillería e ingeniero, y de Rosa Lima.
En 1920, Lezama ingresa en el colegio Mimó, donde concluye sus estudios primarios en 1921. Comienza sus estudios de segunda enseñanza en el Instituto de La Habana, donde se gradúa como bachiller en ciencias y letras en 1928. Un año más tarde iniciará los estudios de Derecho en la Universidad de La Habana.
Su obra culterana está saturada de claves, enigmas, alusiones, parábolas y alegorías que aluden a una realidad secreta, íntima y, al mismo tiempo, ambigua. Desarrolló una erótica de la escritura, anticipándose, de esta manera, a las corrientes europeas de la estilística estructuralista. Sus ensayos son imaginativos, poéticos, abiertos y constituyen una recreación de textos y visiones. Promotor de revistas y cenáculos, supo congregar en torno de sí a poetas de la talla de Gastón Baquero, Cintio Vitier, Eliseo Diego, Virgilio Piñera y Octavio Smith, entre otros. Su amistad con el poeta y sacerdote español Ángel Gaztelú, contribuyó a la formación de su mundo espiritual.
Participó el 30 de septiembre de 1930 en los movimientos estudiantiles contra la dictadura de Gerardo Machado. Publicó su primer trabajo, el ensayo Tiempo negado, en la revista Grafos, en la que al año siguiente se publica su primer poema titulado Poesía. Fundó en 1937 la revista Verbum y su famoso libro Muerte de Narciso. Durante los siguientes años creó otras tres revistas: Nadie parecía, Espuela de Plata y Orígenes junto a José Rodríguez Feo, una de las publicaciones más importantes de la década del 1940, en la que publicó los primeros cinco capítulos de su obra cumbre: Paradiso.
El 12 de septiembre de 1964 muere la madre del poeta. Luego éste se casará con su secretaria María Luisa Bautista el 5 de diciembre del mismo año. Sólo salió de Cuba durante dos breves períodos en viajes a México y Jamaica. Un año después ocupa el cargo de investigador y asesor del Instituto de literatura y lingüística de la Academia de Ciencias. Es en esa época cuando publica su Antología de la poesía cubana.
Su novela Paradiso, obra cumbre del autor, fue publicada en el año 1966. Considerada por muchos críticos como una de las obras maestras de la narrativa del siglo XX, en ella confluye toda su trayectoria poética de carácter barroco, simbólico e iniciático. Fue publicada en 1970 por la editorial mexicana Era, en una edición revisada por el autor y al cuidado de Julio Cortázar y Carlos Monsiváis.
Paradiso fue calificada por las autoridades cubanas dos años más tarde como "pornográfica" debido al tema de la homosexualidad en su trama y esto sirvió de antesala a la acusación por actividades contrarrevolucionarias en 1971 que le amargó los últimos años de su existencia. Las actuales autoridades cubanas han rectificado radicalmente este enfoque de la obra de Lezama.
Profundo conocedor de Platón, los poetas órficos, los filósofos gnósticos, Luis de Góngora y las corrientes culteranas y herméticas, devoto del idealismo platónico y ferviente lector de los poetas clásicos, Lezama vivió plenamente entregado a los libros, a la lectura y a la escritura. Se ha dicho de él que fue "un escritor de palabra golosa, henchida de barruntos sobre las más extraordinarias imaginerías. En él, el vocablo se hunde, como inmenso cucharón, en un caldo que contiene todos los saberes y todos los sabores y logra extraer, inimaginablemente entremezclados, bocados que son imágenes, que son poesía. Lezama es un poeta de lo sensual; escritor de una palabra que es deleite, que es placer, que es plenitud" (Rafael Fauquié, Escribir la Extrañeza).
La estética de Lezama es la estética de la intuición y de lo intuitivo: percepción primaria donde se encuentran todas las clarividencias. Por lo que respecta a su poesía, no se alteró especialmente en la forma ni el fondo con la llegada de la Revolución y se mantuvo como una suerte de monumento solitario difícilmente catalogable. Para muchos especialistas, el conjunto de su obra representa dentro de la literatura hispanoamericana una ruptura radical con el realismo y la psicología y aporta una alquimia expresiva que no provenía de nadie. Julio Cortázar fue sin duda el primero en advertir la singularidad de su propuesta.
En 1972 recibe el Premio Maldoror de poesía de Madrid y en Italia el premio a la mejor obra hispanoamericana traducida al italiano, por la novela Paradiso.
Falleció el 9 de agosto de 1976 a consecuencia de las complicaciones del asma que padecía desde niño. A pesar de su escasa difusión editorial, la obra de José Lezama Lima sigue trascendiendo más allá del tiempo y las fronteras. Muchos poetas y narradores cubanos, latinoamericanos y españoles posteriores a él siguen admitiendo la influencia significativa que la propuesta de Lezama ha tenido en ellos: el caso más notorio sea quizás el de Severo Sarduy, que postuló su teoría del neobarroco a partir del barroco de Lezama.
Siendo hermético por instinto y por el exceso expresivo, busca la revelación del misterio de la poesía. Fue un poeta religioso que, como San Juan de la Cruz, hace prevalecer el sentir sobre el decir.
Lezama consiguió devolver a la poesía su esencia, pues en algún momento descendió hasta la inutilidad de la palabra usada y ya desprovista de música. Él estructuró un sistema poético del mundo sin importarle la dificultad que su lectura entrañaba para todos los lectores: quiso explicar el conocimiento del mundo desde la otra orilla, de lo desconocido, de lo otro y en ese recorrido lograr el desvelamiento de un nuevo ser nacido de la oscuridad: la poesía.
José Lezama Lima crea un sistema para explicar el mundo a través de la metáfora y especialmente de la imagen. Su famosa frase lo resume: "la imagen es la realidad del mundo invisible".
23 años después de haberle puesto en la picota por "actividades contra-revolucionarias", le rinde homenaje el pueblo cubano con la salida del film Fresa y chocolate (1994) : Lezama Lima es el modelo de Diego, esteta y gay; y David, de las juventudes comunistas, lo descubre durante su metamorfosis, se vuelve hombre después de una gran "cena a la Lezama".
Es discutible la identificación de los personajes de Lezama Lima y Diego en José Lezama Lima, sobre todo por precedentes como el de la "cena lezamiana"; esta identificación puede tener valor arquetípico, pero es difícilmente puntual, ya desde la mención misma de la cena, que alude a un culto habitual y externo entre los escritores marginales por la figura de Lezama Lima. Dada la autoría del cuento original El bosque, el lobo y el hombre nuevo, por Senel Paz y su relación con Reinaldo Arenas, parece que esta es la verdadera filiación; es decir, Reinaldo Arenas, un connotado homosexual y promotor cultural además de escritor laureado, muestra la personalidad de Lezama Lima a Senel Paz, un joven escritor en ciernes y heterosexual relativamente comprometido con el proceso revolucionario. La relación es conflictiva dadas las circunstancias de cada uno de los dos, pero lo importante es la alusión cultista a la "cena lezamiana"; que hace énfasis en una escena de la novela Paradiso, inspirada a su vez en una similar del clásico fundacional de la literatura cubana, Cecilia Valdés. Reinaldo Arenas, a su vez, toca explícitamente el tema de la cena en una parodia de Cecilia Valdés; pero la manera en que este tema se trata en el cuento de Senel Paz y la película hace difícil que sea el mismo autor de Paradiso el protagónico de ese drama, que por otra parte no tiene otras referencias sobre su vida o su obra.
En enero del 2011 la revista Revolución y Cultura,1 órgano oficial del Ministerio de Cultura cubano, sacó un número dedicado a Lezama Lima, con una selección de artículos y reseñas sobre su obra, escritos por el Ministro de Cultura Abel Prieto, la Dra. Luisa Campuzano, la poeta Marilyn Bobes, el discípulo de Lezama, Cintio Vitier, los investigadores Félix Guerra y Ciro Bianchi y el escritor exiliado Fernando Velázquez Medina, entre otros intelectuales que le rindieron así homenaje al Maestro en sus primeros cien años.El premio anual de poesía en castellano de "Casa de las Américas", lleva el nombre de este lírida. Obras. Muerte de Narciso. (poesía) 1937. Juego de las decapitaciones (cuento). Patio morado (cuento). Coloquio con Juan Ramón Jiménez. 1938. Enemigo Rumor. (poesía) 1941.Aventuras Sigilosas. (poema) 1945.La Fijeza (poesía). 1949. Arístides Fernández. (ensayo) 1950.Analecta del Reloj. (ensayos) 1953. La expresión americana. (ensayo) 1969.Tratados en La Habana. (ensayo) 1958. Dador. (poesía) 1960. Antología de la poesía cubana. 1965.Órbita de Lezama Lima. 1966. Paradiso, novela 1966. Los grandes todos. (Antología). Posible imagen de Lezama Lima. 1979. Esfera imagen. Sierpe de Don Luis de Góngora.Las imágenes posibles. (ensayo) 1970. Poesía Completa. 1970. La cantidad hechizada. (ensayo) 1970. Introducción a los vasos órficos 1971. Las eras imaginarias (ensayo) 1971.Obras completas. 1975. No me gustaba Colombia. (Ensayo) 1977. Oppiano Licario. novela inacabada, aparecida póstumamente en 1977. Fragmentos a su imán (poesía) 1978.
Semblanza biográfica:Wikipedia. Texto:El cuento del día. Foto:escritores.org

Frecuentación de la muerte




Marco Denevi

María Estuardo fue condenada a decapitación el 25 de octubre de 1586, pero la sentencia no se cumplió hasta el 8 de febrero del año siguiente. Esa demora (sobre cuyas razones los historiadores todavía no se han puesto de acuerdo) significó para la infeliz reina un auxilio providencial. Dispuso de ciento cinco días y ciento cinco noches para imaginar la atroz ceremonia. La imaginó en todos sus detalles, en sus pormenores más ínfimos. Ciento cinco veces salió una mañana de su habitación, atravesó las heladas galerías del castillo de Fotheringhay, llegó al vasto hall central. Ciento cinco veces subió al cadalso, ciento cinco veces el verdugo se arrodilló y le pidió perdón, ciento cinco veces ella le respondió que lo perdonaba y que la muerte pondría fin a sus padecimientos. Ciento cinco veces oró, apoyó la cabeza en el tajo, sintió en la nuca el golpe del hacha. Ciento cinco veces abrió los ojos y estaba viva. Cuando en la mañana del 8 de febrero de 1587 el sheriff la condujo hasta el patíbulo, María Estuardo creyó que estaba soñando una vez más la escena de la ejecución. Subió serena al cadalso, perdonó con voz firme al verdugo, oró sin angustia, apoyo sobre el tajo un cuello impasible y murió creyendo que enseguida despertaría de esa pesadilla para volver a soñarla al día siguiente. Isabel, enterada de la admirable conducta de su rival en el momento de la decapitación, se pilló una rabieta.

El cuento del domingo

Hernando Téllez

Espuma y nada más

No saludó al entrar. Yo estaba repasando sobre una badana la mejor de mis navajas. Y cuando lo reconocí me puse a temblar. Pero él no se dio cuenta. Para disimular continué repasando la hoja. La probé luego sobre la yema del dedo gordo y volví a mirarla contra la luz. En ese instante se quitaba el cinturón ribeteado de balas de donde pendía la funda de la pistola. Lo colgó de uno de los clavos del ropero y encima colocó el kepis. Volvió completamente el cuerpo para hablarme y, deshaciendo el nudo de la corbata, me dijo: “Hace un calor de todos los demonios. Aféiteme”. Y se sentó en la silla. Le calculé cuatro días de barba. Los cuatro días de la última excursión en busca de los nuestros. El rostro aparecía quemado, curtido por el sol. Me puse a preparar minuciosamente el jabón. Corté unas rebanadas de la pasta, dejándolas caer en el recipiente, mezclé un poco de agua tibia y con la brocha empecé a revolver. Pronto subió la espuma. “Los muchachos de la tropa deben tener tanta barba como yo”. Seguí batiendo la espuma. “Pero nos fue bien, ¿sabe? Pescamos a los principales. Unos vienen muertos y otros todavía viven. Pero pronto estarán todos muertos”. “¿Cuántos cogieron?”, pregunté. “Catorce. Tuvimos que internarnos bastante para dar con ellos. Pero ya la están pagando. Y no se salvará ni uno, ni uno”. Se echó para atrás en la silla al verme la brocha en la mano, rebosante de espuma. Faltaba ponerle la sábana. Ciertamente yo estaba aturdido. Extraje del cajón una sábana y la anudé al cuello de mi cliente. Él no cesaba de hablar. Suponía que yo era uno de los partidarios del orden. “El pueblo habrá escarmentado con lo del otro día”, dijo. “Sí”, repuse mientras concluía de hacer el nudo sobre la oscura nuca, olorosa a sudor. “¿Estuvo bueno, verdad?” “Muy bueno”, contesté mientras regresaba a la brocha. El hombre cerró los ojos con un gesto de fatiga y esperó así la fresca caricia del jabón. Jamás lo había tenido tan cerca de mí. El día en que ordenó que el pueblo desfilara por el patio de la escuela para ver a los cuatro rebeldes allí colgados, me crucé con él un instante. Pero el espectáculo de los cuerpos mutilados me impedía fijarme en el rostro del hombre que lo dirigía todo y que ahora iba a tomar en mis manos. No era un rostro desagradable, ciertamente. Y la barba, envejeciéndolo un poco, no le caía mal. Se llamaba Torres. El capitán Torres. Un hombre con imaginación, porque ¿a quién se le había ocurrido antes colgar a los rebeldes desnudos y luego ensayar sobre determinados sitios del cuerpo una mutilación a bala? Empecé a extender la primera capa de jabón. Él seguía con los ojos cerrados. “De buena gana me iría a dormir un poco”, dijo, “pero esta tarde hay mucho que hacer”. Retiré la brocha y pregunté con aire falsamente desinteresado: “¿Fusilamiento?” “Algo por el estilo, pero más lento”, respondió. “¿Todos?” “No. Unos cuantos apenas”. Reanudé de nuevo la tarea de enjabonarle la barba. Otra vez me temblaban las manos. El hombre no podía darse cuenta de ello y ésa era mi ventaja. Pero yo hubiera querido que él no viniera. Probablemente muchos de los nuestros lo habrían visto entrar. Y el enemigo en la casa impone condiciones. Yo tendría que afeitar esa barba como cualquiera otra, con cuidado, con esmero, como la de un buen parroquiano, cuidando de que ni por un solo poro fuese a brotar una gota de sangre. Cuidando de que en los pequeños remolinos no se desviara la hoja. Cuidando de que la piel quedara limpia, templada, pulida, y de que al pasar el dorso de mi mano por ella, sintiera la superficie sin un pelo. Sí. Yo era un revolucionario clandestino, pero era también un barbero de conciencia, orgulloso de la pulcritud en su oficio. Y esa barba de cuatro días se prestaba para una buena faena.
Tomé la navaja, levanté en ángulo oblicuo las dos cachas, dejé libre la hoja y empecé la tarea, de una de las patillas hacia abajo. La hoja respondía a la perfección. El pelo se presentaba indócil y duro, no muy crecido, pero compacto. La piel iba apareciendo poco a poco. Sonaba la hoja con su ruido característico, y sobre ella crecían los grumos de jabón mezclados con trocitos de pelo. Hice una pausa para limpiarla, tomé la badana, de nuevo y me puse a asentar el acero, porque yo soy un barbero que hace bien sus cosas. El hombre que había mantenido los ojos cerrados, los abrió, sacó una de las manos por encima de la sábana, se palpó la zona del rostro que empezaba a quedar libre de jabón, y me dijo: “Venga usted a las seis, esta tarde, a la Escuela”. “¿Lo mismo del otro día?”, le pregunté horrorizado. “Puede que resulte mejor”, respondió. “¿Qué piensa usted hacer?” “No sé todavía. Pero nos divertiremos”. Otra vez se echó hacia atrás y cerró los ojos. Yo me acerqué con la navaja en alto. “¿Piensa castigarlos a todos?”, aventuré tímidamente. “A todos”. El jabón se secaba sobre la cara. Debía apresurarme. Por el espejo, miré hacia la calle. Lo mismo de siempre: la tienda de víveres y en ella dos o tres compradores. Luego miré el reloj: las dos y veinte de la tarde. La navaja seguía descendiendo. Ahora de la otra patilla hacia abajo. Una barba azul, cerrada. Debía dejársela crecer como algunos poetas o como algunos sacerdotes. Le quedaría bien. Muchos no lo reconocerían. Y mejor para él, pensé, mientras trataba de pulir suavemente todo el sector del cuello. Porque allí sí que debía manejar coro habilidad la hoja, pues el pelo, aunque es agraz, se enredaba en pequeños remolinos. Una barba crespa. Los poros podían abrirse, diminutos, y soltar su perla de sangre. Un buen barbero como yo finca su orgullo en que eso no ocurra a ningún cliente. Y éste era un cliente de calidad. ¿A cuántos de los nuestros había ordenado matar? ¿A cuántos de los nuestros había ordenado que los mutilaran?… Mejor no pensarlo. Torres no sabía que yo era su enemigo. No lo sabía él ni lo sabían los demás. Se trataba de un secreto entre muy pocos, precisamente para que yo pudiese informar a los revolucionarios de lo que Torres estaba haciendo en el pueblo y de lo que proyectaba hacer cada vez que emprendía una excursión para cazar revolucionarios. Iba a ser, pues, muy difícil explicar que yo lo tuve entre mis manos y lo dejé ir tranquilamente, vivo y afeitado.
La barba le había desaparecido casi completamente. Parecía más joven, con menos años de los que llevaba a cuestas cuando entró. Yo supongo que eso ocurre siempre con los hombres que entran y salen de las peluquerías. Bajo el golpe de mi navaja Torres rejuvenecía, sí; porque yo soy un buen barbero, el mejor de este pueblo, lo digo sin vanidad. Un poco más de jabón, aquí, bajo la barbilla, sobre la manzana, sobre esta gran vena. ¡Qué calor! Torres debe estar sudando como yo. Pero él no tiene miedo. Es un hombre sereno que ni siquiera piensa en lo que ha de hacer esta tarde con los prisioneros. En cambio yo, con esta navaja entre las manos, puliendo y puliendo esta piel, evitando que brote sangre de estos poros, cuidando todo golpe, no puedo pensar serenamente. Maldita la hora en que vino, porque yo soy un revolucionario pero no soy un asesino. Y tan fácil como resultaría matarlo. Y lo merece. ¿Lo merece? No, ¡qué diablos! Nadie merece que los demás hagan el sacrificio de convertirse en asesinos. ¿Qué se gana con ello? Pues nada. Vienen otros y otros y los primeros matan a los segundos y éstos a los terceros y siguen y siguen hasta que todo es un mar de sangre. Yo podría cortar este cuello, así, ¡zas! No le daría tiempo de quejarse y como tiene los ojos cerrados no vería ni el brillo de la navaja ni el brillo de mis ojos. Pero estoy temblando como un verdadero asesino. De ese cuello brotaría un chorro de sangre sobre la sábana, sobre la silla, sobre mis manos, sobre el suelo. Tendría que cerrar la puerta. Y la sangre seguiría corriendo por el piso, tibia, imborrable, incontenible, hasta la calle, como un pequeño arroyo escarlata. Estoy seguro de que un golpe fuerte, una honda incisión, le evitaría todo dolor. No sufriría. ¿Y qué hacer con el cuerpo? ¿Dónde ocultarlo? Yo tendría que huir, dejar estas cosas, refugiarme lejos, bien lejos. Pero me perseguirían hasta dar conmigo. “El asesino del Capitán Torres. Lo degolló mientras le afeitaba la barba. Una cobardía”. Y por otro lado: “El vengador de los nuestros. Un nombre para recordar (aquí mi nombre). Era el barbero del pueblo. Nadie sabía que él defendía nuestra causa…”. ¿Y qué? ¿Asesino o héroe? Del filo de esta navaja depende mi destino. Puedo inclinar un poco más la mano, apoyar un poco más la hoja, y hundirla. La piel cederá como la seda, como el caucho, como la badana. No hay nada más tierno que la piel del hombre y la sangre siempre está ahí, lista a brotar. Una navaja como ésta no traiciona. Es la mejor de mis navajas. Pero yo no quiero ser un asesino, no señor. Usted vino para que yo lo afeitara. Y yo cumplo honradamente con mi trabajo… No quiero mancharme de sangre. De espuma y nada más. Usted es un verdugo y yo no soy más que un barbero. Y cada cual en su puesto. Eso es. Cada cual en su puesto.
La barba había quedado limpia, pulida y templada. El hombre se incorporó para mirarse en el espejo. Se pasó las manos por la piel y la sintió fresca y nuevecita.
“Gracias”, dijo. Se dirigió al ropero en busca del cinturón, de la pistola y del kepis. Yo debía estar muy pálido y sentía la camisa empapada. Torres concluyó de ajustar la hebilla, rectificó la posición de la pistola en la funda y, luego de alisarse maquinalmente los cabellos, se puso el kepis. Del bolsillo del pantalón extrajo unas monedas para pagarme el importe del servicio. Y empezó a caminar hacia la puerta. En el umbral se detuvo un segundo y volviéndose me dijo:
-Me habían dicho que usted me mataría. Vine para comprobarlo. Pero matar no es fácil. Yo sé por qué se lo digo. Y siguió calle abajo.
Hernando Téllez nació en Bogotá, Colombia, el 22 de marzo de 1908, y murió en 1966. Narrador, periodista y crítico literario, Téllez colaboró en la revista Universidad de Germán Arciniegas, en El Nacional de Caracas, en la revista Mito de Bogotá y fue miembro de la redacción de El Tiempo.
Se inició en el periodismo como cronista judicial en El Tiempo, donde más tarde pasó a ser columnista, con su columna Espejo de los días. También escribió para la de El Liberal, donde escribió las columnas de la sección Hoy. Sus anotaciones, con el título de Márgenes, las inició en la revista Semana y la continuó después en Mito.
Como ha indicado Ricardo Latcham, “Quizá lo más asombroso de su carrera intelectual fue su relativamente tardía incorporación al cam­po de la narrativa. Con su volumen Cenizas para el viento y otras historias se colocó de golpe entre los mejores cuentistas colombianos. Posee un es. tilo de gran limpidez, fluido y concentrado a la vez. Tiene sentido social y explota el dolor y el desamparo de los campesinos perseguidos por la injusticia gubernativa en las cruentas luchas civiles de Colombia. Su prosa da la idea de una gran contención espiritual., de un noble poder sintético y de un ajustado dominio de los matices. En su único libro de relatos, la calidad de los temas y la pericia artística con que son enfocados constituyen un factor de enorme sugestión. Otras veces ensaya el relato psicológico y el análisis de situaciones de complicado erotismo con un perfil definido y certero.”
Obras:Inquietud del Mundo (1943). Diario (1946). Bagatelas (1944).Luces en el Bosque (1946).Cenizas para el Viento y otras historias (1950). Textos no recogidos en libro (1979). Nadar contra la corriente (1996).
Semblanza biográfica:literatura.us.Texto y foto: El cuento del día.

El violinista y el verdugo


Fernando Ayala Poveda


Cansado del cielo, Jacob abandonó su castillo y regresó a la tierra. A medianoche penetró en la recámara del sargento Ordax, lo despertó con un golpe de sombra y le dijo:
¿Ya no me recuerda?
No - le respondió el verdugo -. ¿Qué desea de mí?
Recuerde -dijo Jacob con vehemencia-, yo soy el hombre que usted asesinó en el conservatorio de música de Miraflores, en la noche de los coroneles.
No quiero hablar de cuestiones políticas.
Yo era músico, ¿sabe usted? En la noche de mi muerte, daba mi primer concierto. Me preparé durante treinta años para esa gran noche.
Lo que fue ya pasó -dijo el verdugo implacable-. El mundo no ha perdido nada sin su música. Fíjese: todo sigue en su mismo lugar. ¿Por qué se lamenta?
Por mi violín. Usted lo guarda debajo de su cama. Quisiera volver a tocarlo.
Puede tocarlo si quiere. Pero después saldrá inmediatamente de aquí. Tengo que madrugar.
Jacob tomó el violín, lo acarició con amor y el mundo se llenó de música.
Al principio, el verdugo escuchó aquel concierto con mirada cejijunta, pero más tarde, su rostro se transformó. Luego se levantó de su camastro y se aproximó a la ventana. A través de las rejas de hierro contempló la luna de octubre, y entonces comenzó a silbar una balada feliz, que le evocaba los caballos y las mariposas de su niñez.
Cuando Jacob dejó de tocar el violín, el verdugo le dijo:
Su música es bella, muy bella, y saludable. Ahora usted debe irse. Ya ha cumplido su deseo. No es bueno que dos sombras hablen en la oscuridad.
Jacob se marchó al cielo con una tremenda nostalgia por los hombres y por su violín.
Un año después, el sargento Ordax, discretamente, concluyó su primer curso de música en el conservatorio de Miraflores, y desde entonces eligió el violín como el instrumento de su destino.

El cuento del domingo

Haruki Murakami 

El hombre de hielo

Me casé con un hombre de hielo.
Lo vi por primera vez en un hotel para esquiadores, que es quizá el sitio indicado para conocer a alguien así. El lobby estaba lleno de jóvenes bulliciosos pero el hombre de hielo permanecía sentado a solas en una butaca en la esquina más alejada de la chimenea, absorto en un libro. Pese a que era cerca de mediodía, la luz diáfana y fría de esa mañana de principios de invierno parecía demorarse a su alrededor.
—Mira, un hombre de hielo —susurró mi amiga.
En ese momento, sin embargo, yo no tenía la menor idea de lo que era un hombre de hielo. A mi amiga le sucedía lo mismo:
—Debe estar hecho de hielo. Por eso lo llaman así. —Dijo esto con una expresión grave, como si hablara de un fantasma o de alguien que padeciera una enfermedad contagiosa.
El hombre de hielo era alto y aparentemente joven pero en su cabello grueso, similar al alambre, había zonas de blancura que hacían pensar en parches de nieve sin derretir. Sus pómulos eran angulosos, como piedra congelada, y sus dedos estaban rodeados por una escarcha que daba la impresión de que nunca se fundiría. Por lo demás, no obstante, parecía un hombre común y corriente.
No era lo que se dice guapo aunque uno notaba que podía ser muy atractivo, dependiendo del modo en que se le observara. En cualquier caso, algo en él me conmovió hasta lo más profundo, algo que sentí se localizaba en sus ojos más que en ninguna otra parte. Silenciosa y transparente, su mirada evocaba las astillas de luz que atraviesan los carámbanos en una mañana invernal. Era como el único destello de vida en un cuerpo artificial.
Me quedé inmóvil por un tiempo, espiando al hombre de hielo a la distancia. No alzó la vista. Continuó sentado sin inmutarse, enfrascado en su libro como si no hubiera nadie en torno suyo.
A la mañana siguiente el hombre de hielo se hallaba otra vez en el mismo lugar, leyendo un libro de la misma manera. Cuando fui al comedor para el almuerzo, y cuando regresé de esquiar con mis amigos al atardecer, aún estaba ahí, fijando la misma mirada en las páginas del mismo libro. Al día siguiente no hubo cambios. Incluso al caer el sol, y mientras la oscuridad ganaba terreno, permaneció en su butaca con la quietud de la escena invernal al otro lado de la ventana.
La tarde del cuarto día inventé alguna excusa para no salir a esquiar. Me quedé sola en el hotel y vagué un rato por el lobby, desierto como un pueblo fantasma. El aire era cálido y húmedo y la estancia tenía un olor curiosamente abatido: el olor de la nieve adherida a la suela de los zapatos que ahora se derretía frente a la chimenea. Miré por los ventanales, hojeé uno o dos periódicos y luego, armándome de valor, me dirigí al hombre de hielo y le hablé.
Tiendo a ser tímida con extraños, y salvo que haya una buena razón no acostumbro platicar con gente que no conozco. Pero pese a todo me sentí impelida a hablar con el hombre de hielo. Era mi última noche en el hotel, y temía que si dejaba pasar la oportunidad nunca volvería a conversar con alguien así.
—¿No esquías? —le pregunté del modo más casual que pude.
Alzó el rostro con lentitud, como si hubiera oído un ruido lejano, y me miró con esos ojos. Después negó con la cabeza.
—No esquío —dijo—. Me gusta sentarme aquí a leer y observar la nieve.
Encima de él las palabras formaron nubes blancas semejantes a los globos de un cómic. De hecho pude ver las palabras en la atmósfera, hasta que las borró con un dedo escarchado.
No supe qué decir a continuación. Me sonrojé y me quedé inmóvil. El hombre de hielo me vio a los ojos y pareció esbozar una sonrisa tenue.
—¿Quieres sentarte? —preguntó—. Te intereso, ¿verdad? Quieres saber qué es un hombre de hielo. —Rió—. Tranquila, no hay por qué preocuparse. No vas a resfriarte sólo por hablar conmigo.
Nos sentamos juntos en un sofá en un rincón del lobby y vimos danzar los copos de nieve a través de la ventana. Pedí un chocolate caliente y lo bebí, pero él no ordenó nada. Al parecer era tan torpe como yo a la hora de entablar una conversación. No sólo eso, sino que daba la impresión de que no teníamos ningún tema en común. Al principio hablamos del clima. Luego, del hotel.
—¿Estás solo? —le pregunté.
—Sí —contestó. Después preguntó si me gustaba esquiar.
—No mucho —dije—. Vine únicamente porque mis amigos insistieron. De hecho casi no esquío.
Había tantas cosas que quería saber. ¿Realmente su cuerpo era de hielo? ¿Qué comía? ¿Dónde pasaba los veranos? ¿Tenía familia? Cosas por el estilo. Pero el hombre de hielo no habló de sí mismo, y yo me abstuve de hacerle preguntas personales.
En lugar de eso, habló de mí. Sé que es difícil creerlo, pero de alguna manera sabía todo sobre mí. Sabía quiénes eran los miembros de mi familia; sabía mi edad, mis preferencias y aversiones, mi estado de salud, a qué escuela iba, qué amigos frecuentaba. Sabía incluso cosas que me habían ocurrido hacía tanto tiempo que hasta las había olvidado.
—No entiendo —dije, confundida. Me sentía como si estuviera desnuda ante un extraño—. ¿Cómo sabes tanto de mí? ¿Puedes leer la mente?
—No, no puedo leer la mente ni nada parecido. Sólo sé —respondió—. Sólo sé. Es como si mirara con fuerza dentro del hielo: cuando te miro así, de pronto veo perfectamente cosas acerca de ti.
—¿Puedes ver mi futuro? —le pregunté.
—No puedo ver el futuro —dijo con calma—. El futuro no me puede interesar para nada; para ser más preciso, no sé qué significa. Eso es porque el hielo no tiene futuro; todo lo que posee es el pasado que encierra. El hielo es capaz de preservar las cosas de esa forma: limpia y clara y tan vívidamente como si aún existieran. Ésa es la esencia del hielo.
—Qué bonito —dije, y sonreí—. Me alegra escucharlo. A fin de cuentas, lo cierto es que no me importa averiguar mi futuro.
Nos volvimos a encontrar en varias ocasiones, una vez que regresamos a la ciudad. A la larga comenzamos a salir. No íbamos al cine, sin embargo, ni a tomar café. Ni siquiera íbamos a restaurantes. Era raro que el hombre de hielo comiera algo. En lugar de eso, solíamos sentarnos en una banca en el parque a hablar de distintas cosas: de todo salvo de él.
—¿Por qué? —le pregunté un día—. ¿Por qué no hablas de ti? Quiero conocerte mejor. ¿Dónde naciste? ¿Cómo son tus padres? ¿Cómo te convertiste en un hombre de hielo?
Me observó un rato y luego sacudió la cabeza.
—No lo sé —dijo nítida, serenamente, exhalando una bocanada de palabras blancas—. Conozco la historia de todo lo demás, pero yo carezco de pasado.
No sé dónde nací ni cómo eran mis padres; ni siquiera sé si los tuve. Ignoro qué tan viejo soy; ignoro, aun más, si tengo edad.
El hombre de hielo era tan solitario como un iceberg en la noche oscura.
Me enamoré perdidamente del hombre de hielo. Él me amaba tal como era: en el presente, sin ningún futuro. Yo, por mi parte, lo amaba tal como era: en el presente, sin ningún pasado. Incluso empezamos a hablar de matrimonio.
Yo acababa de cumplir veinte años y él era mi primer amor real. En aquella época ni siquiera podía imaginar qué significaba amar a un hombre de hielo. Pero dudo que haberme enamorado de un hombre común hubiera aclarado mi noción del amor.
Mi madre y mi hermana mayor se oponían con firmeza a que me casara con él.
—Estás muy joven para casarte —decían—. Además, no sabes nada de su vida. Vaya, no sabes dónde ni cuándo nació. ¿Cómo decirles a nuestros parientes que te casarás con alguien así? Por si fuera poco, hablamos de un hombre de hielo: ¿qué vas a hacer si de pronto se derrite? Parece que ignoras que el matrimonio implica un compromiso auténtico.
Sus preocupaciones, no obstante, eran infundadas. Al fin y al cabo, un hombre de hielo no está hecho verdaderamente de hielo. Por más calor que haga no se va a fundir. Se le llama así porque su cuerpo es frío como el hielo pero su constitución es distinta, y no es la clase de frialdad que roba la calidez de la gente.
De modo que nos casamos. Nadie bendijo la unión, ningún amigo o pariente compartió nuestra alegría. No hubo ceremonia, y a la hora de anotar mi nombre en su registro familiar, bueno, resultó que el hombre de hielo no tenía. Así que simplemente decidimos que estábamos casados. Compramos un pequeño pastel y lo comimos juntos: ésa fue nuestra modesta boda.
Rentamos un departamento diminuto, y el hombre de hielo comenzó a ganarse la vida en un depósito de carne congelada. Podía soportar las más bajas temperaturas, y por mucho que trabajara nunca se sentía exhausto. Le caía muy bien al patrón, que le pagaba mejor que al resto de los empleados. Llevábamos una rutina feliz, sin molestar y sin que nos molestaran.
Cuando él me hacía el amor, en mi mente aparecía un trozo de hielo que estaba segura existía en algún sitio en medio de una soledad imperturbable. Pensaba que quizá él sabía dónde se hallaba. Era un pedazo de hielo duro, tanto que yo imaginaba que nada podía igualar su dureza. Era el trozo de hielo más grande del orbe. Se encontraba en un lugar muy lejano, y el hombre de hielo transmitía la memoria de esa gelidez tanto a mí como al mundo.
Al principio me sentía turbada cuando él me hacía el amor, aunque al cabo de un tiempo me acostumbré. Incluso me empezó a agradar el sexo con el hombre de hielo. De noche compartíamos en silencio esa enorme mole congelada en la que cientos de millones de años —todos los pasados del mundo— se almacenaban.
En nuestro matrimonio no había problemas de consideración. Nos amábamos profundamente, nada se interponía entre nosotros. Queríamos tener un hijo, algo que se antojaba imposible tal vez porque los genes humanos no se mezclan fácilmente con los de un hombre de hielo. En cualquier caso, fue en parte debido a la ausencia de hijos que de golpe me vi con tiempo de sobra. Terminaba con todas las labores hogareñas por la mañana y después no tenía nada qué hacer. No había amigos con los que pudiera platicar o salir y tampoco congeniaba con los vecinos del barrio.
Mi madre y mi hermana aún estaban furiosas conmigo por haberme casado con el hombre de hielo y no daban señales de querer verme de nuevo. Y pese a que, con el paso de los meses, la gente a nuestro alrededor empezó a platicar con él de vez en cuando, en lo más hondo de sus corazones todavía no aceptaban al hombre de hielo ni a mí, que lo había desposado. Éramos distintos a ellos, y ni todo el tiempo del mundo podría salvar el abismo que nos separaba.
Así que mientras el hombre de hielo trabajaba yo me quedaba en el departamento, leyendo libros o escuchando música. Sea como sea prefiero por lo general estar en casa, y no me importa la soledad. Pero aún era joven, y hacer lo mismo día tras día comenzó a incomodarme a la larga. Lo que dolía no era el tedio sino la repetición.
Por eso un día le dije a mi marido:
—¿Qué tal si para variar viajamos a algún lado?
—¿Un viaje? —contestó. Entrecerró los ojos y me miró—. ¿Por qué se te ocurre que debemos viajar? ¿No estás contenta aquí conmigo?
—No es eso —dije—. Soy feliz. Pero estoy aburrida. Tengo ganas de viajar a un sitio lejano para ver cosas que jamás he visto. Quiero saber qué se siente respirar aire nuevo. ¿Comprendes? Además, aún no hemos tenido nuestra luna de miel. Contamos con ahorros y tus días de vacaciones se acercan. ¿No es hora de que huyamos de aquí para descansar un poco?
El hombre de hielo lanzó un suspiro glacial y profundo que se cristalizó en la atmósfera con un sonido tintineante. Entrelazó sus largos dedos sobre las rodillas y dijo:
—Bueno, si en serio te mueres por viajar no tengo nada en contra. Iré a donde sea si eso te hace feliz. Pero ¿sabes a dónde quieres ir?
—¿Qué tal si vamos al Polo Sur? —dije. Elegí el Polo Sur porque estaba segura de que al hombre de hielo le interesaría visitar un lugar frío. Y, para ser sincera, siempre había querido viajar ahí. Quería vestir un abrigo de pieles con capucha, ver la aurora austral y una bandada de pingüinos.
Al oír esto mi esposo me vio directamente a los ojos, sin parpadear, y yo sentí como si una afilada estalactita me taladrara hasta la parte trasera del cráneo. Permaneció un rato en silencio y al fin dijo, con voz fulgurante:
—De acuerdo, si eso es lo que quieres, vamos al Polo Sur. ¿Estás absolutamente convencida de que es lo que deseas?
Fui incapaz de responder de inmediato. El hombre de hielo me había clavado su mirada durante tanto tiempo que sentía adormecido el interior de mi cabeza. Luego asentí.
Con el tiempo, sin embargo, fui arrepintiéndome de haber propuesto la idea de viajar al Polo Sur. Ignoro por qué, pero me dio la impresión de que en cuanto mencioné las palabras "Polo Sur" algo cambió dentro de mi marido. Sus ojos se aguzaron, su aliento comenzó a salir más blanco, la escarcha de sus dedos aumentó. Ya casi no hablaba conmigo, y dejó de comer por completo. Todo ello me hizo sentir muy insegura.
Cinco días antes de nuestra partida, me armé de valor y dije:
—Olvidémonos de visitar el Polo Sur. Ahora que lo pienso me doy cuenta de que va a hacer mucho frío, lo que quizá no es bueno para la salud. Empiezo a creer que tal vez sea mejor ir a un lugar más ordinario. ¿Qué tal Europa? Vámonos de vacaciones a España. Podemos beber vino, comer paella y ver una corrida de toros o algo así.
Pero mi esposo no me prestó atención. Durante unos minutos se quedó con la mirada perdida en el espacio. Después dijo:
—No, España no me atrae particularmente: demasiado calurosa para mí. Demasiado polvo, comida muy condimentada. Además, ya compré los boletos para el Polo Sur y hay un abrigo de pieles y botas especiales para ti. No podemos tirar todo a la basura. Ahora que llegamos tan lejos no se puede dar marcha atrás.
La verdad es que estaba asustada. Tenía la sospecha de que si íbamos al Polo Sur nos sucedería algo que seríamos incapaces de remediar. Sufría una pesadilla recurrente, siempre la misma: daba un paseo y caía en una grieta insondable que se había abierto a mis pies. Nadie me encontraría y yo me congelaría. Encerrada en el hielo, escrutaría la bóveda celeste. Estaría consciente pero no podría mover ni un dedo. Descubriría que poco a poco me transformaba en el pasado. Las personas que me observaban, que veían en lo que me había convertido, miraban el pasado. Yo era una escena que retrocedía, alejándose de ellas.
Y entonces despertaba para toparme con el hombre de hielo durmiendo junto a mí. Acostumbraba dormir sin respirar, como un difunto.
Aunque lo amaba. Yo empezaba a llorar y mis lágrimas goteaban en su mejilla y él se incorporaba para abrazarme.
—Tuve una pesadilla —le decía.
—Es sólo un sueño —me contestaba—. Los sueños vienen del pasado y no del futuro. No estás atada a ellos, tú eres quien los atas. ¿Lo entiendes?
—Sí —decía yo pese a no estar convencida.
No hallé una buena razón para cancelar el viaje, de modo que al final mi marido y yo abordamos un avión rumbo al Polo Sur. Todas las aeromozas se veían taciturnas. Yo quería admirar el paisaje por la ventanilla, pero las nubes eran tan espesas que obstaculizaban la visibilidad. Al cabo de un rato la ventanilla se cubrió con una capa de hielo. Mi esposo iba sentado en silencio, absorto en un libro. Yo no sentía ni un gramo de la excitación que implica salir de vacaciones. Actuaba como autómata, haciendo cosas que ya estaban decididas.
Al bajar por la escalerilla y tocar el suelo del Polo Sur, noté que el cuerpo de mi marido se cimbraba. Duró menos que un parpadeo, apenas medio segundo, y su expresión no varió, pero lo advertí con claridad. Algo dentro del hombre de hielo se había agitado secreta, violentamente. Se detuvo y estudió el cielo, después sus manos. Soltó un enorme suspiro. Entonces me miró y sonrió. Dijo:
—¿Es éste el sitio que querías conocer?
—Sí —respondí—. Así es.
El desamparo del Polo Sur rebasó todas mis expectativas. Casi nadie vivía ahí. Había únicamente un pueblo pequeño, anodino, con un hotel que era también, por supuesto, pequeño y anodino. El Polo Sur no era un destino turístico. No había pingüinos. No se podía ver la aurora austral. No había árboles, flores, ríos ni estanques. A dondequiera que iba sólo había hielo. El erial congelado se extendía por doquier, hasta donde alcanzaba la vista.
Mi esposo, no obstante, caminaba con entusiasmo de un lado a otro como si no tuviera suficiente. Aprendió pronto el idioma local, y platicaba con los lugareños con una voz en la que se detectaba el sordo rugido de una avalancha. Charlaba con ellos durante horas con una expresión seria en el rostro, pero yo no tenía manera de saber de qué hablaban. Sentía como si mi marido me hubiera traicionado y dejado a que me cuidara yo sola.
Ahí, en ese orbe sin palabras rodeado de hielo sólido, perdí a la larga toda mi energía. Poco a poco, poco a poco.
Al final ya no tenía ni la fuerza necesaria para enojarme. Era como si en algún punto hubiera extraviado la brújula de mis emociones. Había perdido la noción de a dónde me dirigía, la noción del tiempo, la noción de mí misma. Ignoro en qué momento esto comenzó o cuándo concluyó, pero al recobrar la conciencia me encontraba en un mundo de hielo, un invierno eterno drenado de color, cercada por mi soledad.
Aun al cabo de que me abandonaran casi todas mis sensaciones, no se me escapaba lo siguiente: en el Polo Sur mi esposo no era el mismo hombre de antes. Me atendía igual que siempre, me hablaba con cariño. Sabía que en verdad profesaba las cosas que me decía. Pero también sabía que ya no era el hombre de hielo que yo había conocido en el hotel para esquiadores.
Sin embargo, no había forma de comunicarle esto a nadie. Toda la gente del Polo Sur lo quería, y sea como sea no podían comprender ni media palabra de lo que yo expresaba. Exhalando su aliento blanco, intercambiaban bromas y discutían y cantaban canciones en su idioma mientras yo permanecía sentada en nuestra habitación, mirando un cielo gris que no daba señales de despejarse en los meses venideros. El avión que nos trajo había desaparecido mucho tiempo atrás y la pista de aterrizaje no tardó en ser cubierta por una firme capa de hielo, al igual que mi corazón.
—Ha llegado el invierno —dijo mi marido—. Será muy largo y no habrá más aviones ni barcos. Todo se ha congelado. Parece que tendremos que quedarnos aquí hasta la primavera.
Unos tres meses después de arribar al Polo Sur, caí en la cuenta
de que estaba embarazada. El bebé, lo asumí desde el inicio, sería un pequeño hombre de hielo. Mi útero se había congelado, mi líquido amniótico era aguanieve. Sentía su frialdad dentro de mí. Mi hijo sería idéntico a su padre, con ojos como carámbanos y dedos escarchados. Y nuestra nueva familia jamás se mudaría del Polo Sur. El pasado perpetuo, denso más allá de todo juicio, nos tenía en su poder. Nunca nos libraríamos de él.
Ahora ya casi no me queda corazón. Mi calor se ha ido muy lejos; en ocasiones olvido que existió alguna vez. En este sitio soy la persona más solitaria del mundo. Cuando lloro, el hombre de hielo besa mi mejilla y mi llanto se endurece. Toma las lágrimas congeladas y se las lleva a la lengua.
—¿Ves cuánto te amo? —murmura.
Dice la verdad. Pero un viento que sopla desde ninguna parte arrastra sus palabras blancas hacia atrás, rumbo al pasado.
Haruki Murakami (村上 春樹 Murakami Haruki?) (Kioto, 12 de enero de 1949). Escritor y traductor japonés autor de novelas y relatos. Sus obras de ficción y no ficción han generado críticas positivas y numerosos premios, incluyendo el Premio Franz Kafka y el Premio Jerusalem, entre otros.
La ficción de Murakami, a menudo criticada por la literatura tradicional japonesa, es surrealista y se enfoca en conceptos como la alienación y la soledad. Es considerado una figura importante en la literatura posmoderna. The Guardian ha situado a Murakami como "entre los mayores novelistas de la actualidad" por sus obras y logros.

A pesar de nacer en Kioto, vivió la mayor parte de su juventud en Kōbe. Su padre era hijo de un sacerdote budista. Su madre, hija de un comerciante de Osaka. Ambos enseñaban literatura japonesa.
Desde la juventud, Murakami estuvo muy influenciado por la cultura occidental, en particular, por la música y literatura. Creció leyendo numerosas obras de autores estadounidenses, como Kurt Vonnegut y Richard Brautigan. Son esas influencias occidentales las que a menudo distinguen a Murakami de otros escritores japoneses.
Estudió literatura y teatro griegos en la Universidad de Waseda (Soudai), en donde conoció a su esposa, Yoko. Su primer trabajo fue en una tienda de discos (tal como uno de sus personajes principales, Toru Watanabe de Norwegian Wood). Antes de terminar sus estudios, Murakami abrió el bar de jazz Peter Cat ('El Gato Pedro') en Kokubunji, Tokio, el cual regentó junto con su esposa desde 1974 hasta 1981.
En 1986, con el enorme éxito de su novela Norwegian Wood, abandonó Japón para vivir en Europa y Estados Unidos, pero regresó a Japón en 1995 tras el terremoto de Kobe, donde pasó su infancia, y el ataque de gas sarín que la secta Aum Shinrikyo ('La Verdad Suprema') perpetró en el metro de Tokio. Más tarde Murakami escribiría sobre ambos sucesos.
La ficción de Murakami, que a menudo es tachada en Japón de literatura pop, es humorística y surreal, y al mismo tiempo refleja la soledad y el ansia de amor en un modo que conmueve a lectores tanto orientales como occidentales. Dibuja un mundo de oscilaciones permanentes, entre lo real y lo onírico, entre el gozo y la obscuridad, que ha seducido a Occidente. Cabe destacar la influencia de los autores que ha traducido, como Raymond Carver, F. Scott Fitzgerald o John Irving, a los que considera sus maestros.
Muchas novelas suyas tienen, además, temas y títulos referidos a una canción en particular como Dance, Dance, Dance (de The Dells), Norwegian Wood (los Beatles), y South of the Border, West of the Sun (La primera parte es el título de una canción de Nat King Cole). Esta afición -la música- recorre toda su obra.
Murakami es aficionado al deporte: participa en maratones y triatletismo, aunque no empezó a correr hasta los 33 años. El 23 de junio de 1996 completó su primer ultramaratón, una carrera de 100 kilómetros alrededor del lago Saroma en Hokkaido, Japón. Aborda su relación con el deporte en De qué hablo cuando hablo de correr (2008).
A finales del 2005, Murakami publica la colección de cuentos Tōkyō Kitanshū, traducido libremente como "Misterios tokiotas". Más tarde editó una antología de relatos llamada Historias de cumpleaños, que incluye textos de escritores angloparlantes, incluyendo uno suyo, preparado especialmente para este libro.Tusquets (Barcelona) ha publicado en castellano la mayoría de sus obras. Anagrama ha traducido La caza del carnero salvaje.Oye cantar al viento Hear the Wind Sing (1987).Pinball, 1973 Pinball, 1973 (1985). La caza del carnero salvaje (1992, Anagrama) A Wild Sheep Chase (1989). El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas (2009, Tusquets).Hard-Boiled Wonderland and the End of the World (1991). Tokio blues (Norwegian Wood) (2005, Tusquets) Norwegian Wood (2000). Baila, baila, baila (2012, Tusquets) Dance Dance Dance (1994). Al sur de la frontera, al oeste del sol (2003, Tusquets). South of the Border, West of the Sun (2000). Crónica del pájaro que da cuerda al mundo (2001, Tusquets). The Wind-Up Bird Chronicle (1997). Sputnik, mi amor (2002, Tusquets).Sputnik Sweetheart (2001). Kafka en la orilla (2006, Tusquets). Kafka on the Shore (2005). After Dark (novela) (2009, Tusquets). After Dark (2007). 1Q84 (2011, Tusquets). 1Q84 (2011).
Semblanza biográfica:Wikipedia. Texto:bibliotecaitata.net. Foto:archivo.