Antonio López Ortega
El
hombre insiste en demostrarle a los espectadores que puede convertirse en el
primer hombre pájaro. Para ello se sube al árbol más alto de la isla y comienza
a mover agitadamente sus brazos. Lograr alzarse por los aires significa
demostrarle a aquellas cabezas lejanas e inquietas que la magia no difiere nada
de lo evidente, que la imaginación está en cada rincón de liana, que los
intentos de pájaro son a la vez hombre y pájaro en un solo cuerpo.
Sin embargo, a él le interesa cruzar los cielos en busca de las aberturas, sucumbir ante un ademán de nube que puede mantenerlo suspendido en una recta quebrada de sol.
Sin embargo, a él le interesa cruzar los cielos en busca de las aberturas, sucumbir ante un ademán de nube que puede mantenerlo suspendido en una recta quebrada de sol.
Mira
hacia abajo. De nuevo las cabezas en la playa, de nuevo el mar que se une en el
anillo del cielo. Se estira con un impulso de pie y entonces abre sus brazos al
máximo y comienza a aletear. Cada aleteo es una estatua perdida, el intento que
se esfuma, la caída lenta y sigilosa que lo estrella por tercera vez en la
arena. Ya en el suelo el público lo rodea, le da palmadas, su fracaso ha sido
evidente, por más que intentara mezclar magia y lógica lo único que ahora queda
es el consuelo del público, los gestos amorosos de centauros y sirenas que como
habitantes solitarios de la isla habían estado presenciando los intentos
fallidos del hombre pájaro.
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