El cuento del domingo

Roberto Bolaño
Llamadas telefónicas
B está enamorado de X. Por supuesto, se trata de un amor desdichado. B, en una época de su vida, estuvo dispuesto a hacer todo por X, más o menos lo mismo que piensan y dicen todos los enamorados. X rompe con él. X rompe con él por teléfono. Al principio, por supuesto, B sufre, pero a la larga, como es usual, se repone. La vida, como dicen en las telenovelas, continúa. Pasan los años.
Una noche en que no tiene nada que hacer, B consigue, tras dos llamadas telefónicas, ponerse en contacto con X. Ninguno de los dos es joven y eso se nota en sus voces que cruzan España de una punta a la otra. Renace la amistad y al cabo de unos días deciden reencontrarse. Ambas partes arrastran divorcios, nuevas enfermedades, frustraciones. Cuando B toma el tren para dirigirse a la ciudad de X, aún no está enamorado. El primer día lo pasan encerrados en casa de X, hablando de sus vidas (en realidad quien habla es X, B escucha y de vez en cuando pregunta); por la noche X lo invita a compartir su cama. B en el fondo no tiene ganas de acostarse con X, pero acepta. Por la mañana, al despertar, B está enamorado otra vez. ¿Pero está enamorado de X o está enamorado de la idea de estar enamorado? La relación es problemática e intensa: X cada día bordea el suicidio, está en tratamiento psiquiátrico (pastillas, muchas pastillas que sin embargo en nada la ayudan), llora a menudo y sin causa aparente. Así que B cuida a X. Sus cuidados son cariñosos, diligentes, pero también son torpes. Sus cuidados remedan los cuidados de un enamorado verdadero. B no tarda en darse cuenta de esto. Intenta que salga de su depresión, pero sólo consigue llevar a X a un callejón sin salida o que X estima sin salida. A veces, cuando está solo o cuando observa a X dormir, B también piensa que el callejón no tiene salida. Intenta recordar a sus amores perdidos como una forma de antídoto, intenta convencerse de que puede vivir sin X, de que puede salvarse solo. Una noche X le pide que se marche y B coge el tren y abandona la ciudad. X va a la estación a despedirlo. La despedida es afectuosa y desesperada. B viaja en litera pero no puede dormir hasta muy tarde. Cuando por fin cae dormido sueña con un mono de nieve que camina por el desierto. El camino del mono es limítrofe, abocado probablemente al fracaso. Pero el mono prefiere no saberlo y su astucia se convierte en su voluntad: camina de noche, cuando las estrellas heladas barren el desierto. Al despertar (ya en la Estación de Sants, en Barcelona) B cree comprender el significado del sueño (si lo tuviera) y es capaz de dirigirse a su casa con un mínimo consuelo. Esa noche llama a X y le cuenta el sueño. X no dice nada. Al día siguiente vuelve a llamar a X. Y al siguiente. La actitud de X cada vez es más fría, como si con cada llamada B se estuviera alejando en el tiempo. Estoy desapareciendo, piensa B. Me está borrando y sabe qué hace y por qué lo hace. Una noche B amenaza a X con tomar el tren y plantarse en su casa al día siguiente. Ni se te ocurra, dice X. Voy a ir, dice B, ya no soporto estas llamadas telefónicas, quiero verte la cara cuando te hablo. No te abriré la puerta, dice X y luego cuelga. B no entiende nada. Durante mucho tiempo piensa cómo es posible que un ser humano pase de un extremo a otro en sus sentimientos, en sus deseos. Luego se emborracha o busca consuelo en un libro. Pasan los días.
Una noche, medio año después, B llama a X por teléfono. X tarda en reconocer su voz. Ah, eres tú, dice. La frialdad de X es de aquellas que erizan los pelos. B percibe, no obstante, que X quiere decirle algo. Me escucha como si no hubiera pasado el tiempo, piensa, como si hubiéramos hablado ayer. ¿Cómo estás?, dice B. Cuéntame algo, dice B. X contesta con monosílabos y al cabo de un rato cuelga. Perplejo, B vuelve a discar el número de X. Cuando contestan, sin embargo, B prefiere mantenerse en silencio. Al otro lado, la voz de X dice: bueno, quién es. Silencio. Luego dice: diga, y se calla. El tiempo —el tiempo que separaba a B de X y que B no lograba comprender— pasa por la línea telefónica, se comprime, se estira, deja ver una parte de su naturaleza. B, sin darse cuenta, se ha puesto a llorar. Sabe que X sabe que es él quien llama. Después, silenciosamente, cuelga.
Hasta aquí la historia es vulgar; lamentable, pero vulgar. B entiende que no debe telefonear nunca más a X. Un día llaman a la puerta y aparecen A y Z. Son policías y desean interrogarlo. B inquiere el motivo. A es remiso a dárselo; Z, después de un torpe rodeo, se lo dice. Hace tres días, en el otro extremo de España, alguien ha asesinado a X. Al principio B se derrumba, después comprende que él es uno de los sospechosos y su instinto de supervivencia lo lleva a ponerse en guardia. Los policías preguntan por dos días en concreto. B no recuerda qué ha hecho, a quién ha visto en esos días. Sabe, cómo no lo va a saber, que no se ha movido de Barcelona, que de hecho no se ha movido de su barrio y de su casa, pero no puede probarlo. Los policías se lo llevan. B pasa la noche en la comisaría.
En un momento del interrogatorio cree que lo trasladarán a la ciudad de X y la posibilidad, extrañamente, parece seducirlo, pero finalmente eso no sucede. Toman sus huellas dactilares y le piden autorización para hacerle un análisis de sangre. B acepta. A la mañana siguiente lo dejan irse a su casa. Oficialmente, B no ha estado detenido, sólo se ha prestado a colaborar con la policía en el esclarecimiento de un asesinato. Al llegar a su casa B se echa en la cama y se queda dormido de inmediato. Sueña con un desierto, sueña con el rostro de X, poco antes de despertar comprende que ambos son lo mismo. No le cuesta demasiado inferir que él se encuentra perdido en el desierto.
Por la noche mete algo de ropa en un bolso y se dirige a la estación en donde toma un tren con destino a la ciudad de X. Durante el viaje, que dura toda la noche, de una punta a otra de España, no puede dormir y se dedica a pensar en todo lo que pudo haber hecho y no hizo, en todo lo que pudo darle a X y no le dio. También piensa: si yo fuera el muerto X no haría este viaje a la inversa. Y piensa: por eso, precisamente, soy yo el que está vivo. Durante el viaje, insomne, contempla a X por primera vez en su real estatura, vuelve a sentir amor por X y se desprecia a sí mismo, casi con desgana, por última vez. Al llegar, muy temprano, va directamente a casa del hermano de X. Éste queda sorprendido y confuso, sin embargo lo invita a pasar, le ofrece un café. El hermano de X está con la cara recién lavada y a medio vestir. No se ha duchado, constata B, sólo se ha lavado la cara y pasado algo de agua por el pelo. B acepta el café, luego le dice que se acaba de enterar del asesinato de X, que la policía lo ha interrogado, que le explique qué ha ocurrido. Ha sido algo muy triste, dice el hermano de X mientras prepara el café en la cocina, pero no veo qué tienes que ver tú con todo esto. La policía cree que puedo ser el asesino, dice B. El hermano de X se ríe. Tú siempre tuviste mala suerte, dice. Es extraño que me diga eso, piensa B, cuando yo soy precisamente el que está vivo. Pero también le agradece que no ponga en duda su inocencia. Luego el hermano de X se va a trabajar y B se queda en su casa. Al cabo de un rato, agotado, cae en un sueño profundo. X, como no podía ser menos, aparece en su sueño.
Al despertar cree saber quién es el asesino. Ha visto su rostro. Esa noche sale con el hermano de X, entran en bares y hablan de cosas banales y por más que procuran emborracharse no lo consiguen. Cuando vuelven a casa, caminando por calles vacías, B le dice que una vez llamó a X y que no habló. Qué putada, dice el hermano de X. Sólo lo hice una vez, dice B, pero entonces comprendí que X solía recibir ese tipo de llamadas. Y creía que era yo. ¿Lo entiendes?, dice B. ¿El asesino es el tipo de las llamadas anónimas?, pregunta el hermano de X. Exacto, dice B. Y X pensaba que era yo. El hermano de X arruga el entrecejo; yo creo, dice, que el asesino es uno de sus ex amantes, mi hermana tenía muchos pretendientes. B prefiere no contestar (el hermano de X, a su parecer, no ha entendido nada) y ambos permanecen en silencio hasta llegar a casa.
En el ascensor B siente deseos de vomitar. Lo dice: voy a vomitar. Aguántate, dice el hermano de X. Luego caminan aprisa por el pasillo, el hermano de X abre la puerta y B entra disparado buscando el cuarto de baño. Pero al llegar allí ya no tiene ganas de vomitar. Está sudando y le duele el estómago, pero no puede vomitar. El inodoro, con la tapa levantada, le parece una boca toda encías riéndose de él. O riéndose de alguien, en todo caso. Después de lavarse la cara se mira en el espejo: su rostro está blanco como una hoja de papel. Lo que resta de noche apenas puede dormir y se lo pasa intentando leer y escuchando los ronquidos del hermano de X. Al día siguiente se despiden y B vuelve a Barcelona. Nunca más visitaré esta ciudad, piensa, porque X ya no está aquí.
Una semana después el hermano de X lo llama por teléfono para decirle que la policía ha cogido al asesino. El tipo molestaba a X, dice el hermano, con llamadas anónimas. B no responde. Un antiguo enamorado, dice el hermano de X. Me alegra saberlo, dice B, gracias por llamarme. Luego el hermano de X cuelga y B se queda solo.
Roberto Bolaño Ávalos (Santiago, 28 de abril de 1953Barcelona, 15 de julio de 20031 ).Escritor y poeta chileno, cuya novela Los detectives salvajes ganó los premios Herralde 1998 y Rómulo Gallegos 1999. Después de su muerte Bolaño se ha convertido en uno de los escritores más influyentes en lengua española, como lo demuestran las numerosas publicaciones consagradas a su obra y el hecho de que tres novelas —además de la ya citada, 2666 y la breve Estrella distante— figuren en los 15 primeros lugares de la lista confeccionada en 2007 por 81 escritores y críticos latinoamericanos y españoles con los mejores 100 libros en lengua castellana de los últimos 25 años.2
Hijo de León Bolaño y Victoria Ávalos, Roberto pasó su infancia en las ciudades de Los Ángeles, Valparaíso, Quilpué, Viña del Mar y Cauquenes. Fue un escolar con problemas de dislexia.3 A los 15 años, en 1968, se trasladó con su familia a México, donde continuó sus estudios secundarios que abandonó definitivamente a los 17. Durante su adolescencia fue un asiduo visitante de la biblioteca pública de la Ciudad de México.
En 1973 regresó a Chile con el propósito de apoyar el proceso de reformas socialistas de Salvador Allende. Tras un largo viaje en autobús y barco (atravesando prácticamente toda América Latina) llegó a Chile pocos días antes del golpe de estado del 11 de septiembre; al poco tiempo fue detenido cerca de Concepción y liberado ocho días después gracias a la ayuda de un antiguo compañero de estudios en Cauquenes que se encontraba entre los policías que debían custodiarlo. Se piensa que esta experiencia podría haber originado su cuento Detectives, publicado en Llamadas telefónicas.4
Sobre su posición política, él mismo comentó que no le gustaba "la unanimidad sacerdotal, clerical, de los comunistas. Siempre he sido de izquierda y no me iba a hacer de derechas porque no me gustaban los clérigos comunistas, entonces me hice trotskista. Lo que pasa que luego, cuando estuve entre los trotskistas, tampoco me gustaba la unanimidad clerical de los trotskistas, y terminé siendo anarquista [...]. Ya en España encontré muchos anarquistas y empecé a dejar de ser anarquista. La unanimidad me jode muchísimo".5

El infrarrealismo

Después de pasar una breve estadía en El Salvador con Roque Daltón y la guerrilla del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional,6 regresa a México, donde junto al poeta Mario Santiago Papasquiaro (quien serviría de modelo para Ulises Lima en Los detectives salvajes) fundó el movimiento infrarrealista, que, surgido a partir de reuniones y tertulias en el Café La Habana de la calle Bucareli, se opuso radicalmente a los poderes dominantes en la poesía mexicana y al establishment literario de ese país, que tenía a Octavio Paz como su figura preponderante.
El movimiento infrarrealista tuvo como guía romper con lo oficial y establecerse como vanguardia. Si bien se agruparon bajo el apelativo de infrarrealistas alrededor de quince poetas (entre ellos Roberto Matta, Óscar Altamirano Carmona, José Rosas Ribeyro y Rubén Medina), Roberto Bolaño y Mario Santiago Papasquiaro fueron los exponentes estilísticamente más sólidos, destacando ambos por una poesía cotidiana, disonante y con varios elementos dadaístas. Santiago cultivó este género hasta el final de su vida pero Bolaño lo fue abandonando poco a poco por la prosa, aunque él mismo nunca dejó de considerarse poeta.
Respecto a su relación con este movimiento, comentó el escritor Juan Villoro: "Se podría sostener que el infrarrealismo lo determinó como escritor de la misma forma que el alejamiento de la corriente le permitió iniciar su carrera como novelista. México para él fue central, porque lo determinó como escritor (...) el México nocturno, el México de las calles, del habla cotidiana, de un destino quebrado y a veces trágico y el humor lo cautivaron. No es casualidad que sus dos novelas más grandes las haya centrado en México, Los detectives salvajes y 2666."7

Europa

Emigró a España, concretamente a Cataluña, donde ya vivía su madre. Allí desempeñó diversos oficios, como vendimiador en verano, vigilante nocturno de un camping en Castelldefels o vendedor en un almacén de barrio, para más tarde dedicarse por completo a la literatura. Finalmente se instala en Blanes.
Em 1982 se casa con Carolina López, catalana que trabaja en los servicios sociales, con quien tiene un hijo y una hija: Lautaro y Alexandra.
En 1998 Bolaño ganó el Premio Herralde de Novela gracias su obra Los detectives salvajes, por la que también obtuvo el Premio Rómulo Gallegos8 en 1999. Sobre esta novela, Enrique Vila-Matas escribió: "Los detectives salvajes —vista así— sería una grieta que abre brechas por las que habrán de circular nuevas corrientes literarias del próximo milenio. Los detectives salvajes es, por otra parte, mi propia brecha; es una novela que me ha obligado a replantearme aspectos de mi propia narrativa. Y es también una novela que me ha infundido ánimos para continuar escribiendo, incluso para rescatar lo mejor que había en mí cuando empecé a escribir."9
En 2004, un año después de su muerte, Bolaño obtuvo el Premio Salambó a la mejor novela escrita en español, por 2666. El jurado destacó el nivel y diversidad de los cinco finalistas, todos ellos "libros nobles, respetables y muy notables", considerando sin embargo a éste "el resumen de una obra de mucho peso, donde se decanta lo mejor de la narrativa de Roberto Bolaño (...) que supone un gran riesgo y lleva al extremo el lenguaje literario de su autor".10
Bolaño falleció el martes 15 de julio de 2003 en el hospital Valle de Hebrón de Barcelona tras pasar diez días en coma como consecuencia de una insuficiencia hepática. Dejó inconclusa la novela 2666, en la que llevó al extremo su capacidad fabuladora, esta vez en torno a un personaje, Benno von Archimboldi, mediante el que retoma la figura del escritor desaparecido.
Tras su muerte, la obra de Bolaño ha conocido una mayor difusión en el mundo de habla hispana pero también en Francia y Estados Unidos, donde estuvo en la lista de los 10 mejores libros del año de algunos de los más prestigiosos medios, como el The New Yorker, Slate y Bookforum.11
Semblanza biográfica:Wikipedia.Texto: El cuento del día. Foto: Archivo

El cuento del domingo

Francis Scott Fitzgerald
Pongan agua a hervir, mucha agua
Pat Hobby estaba sentado en su despacho en el edificio de los escritores y repasaba el trabajo de la mañana, que acababa de devolverle el departamento de guiones. Se dedicaba a corregir el trabajo ajeno, prácticamente lo único que le confiaban por aquel entonces. Tenía que corregir a toda prisa secuencias mal resueltas, pero la palabra prisa ni le daba miedo ni le decía nada en absoluto, pues Hobby llevaba en Hollywood desde que tenía treinta años, y ya tenía cuarenta y nueve. Todo el trabajo que había hecho aquella mañana (excepto algún cambio aquí y allá para poder atribuirse unas cuantas líneas), todo lo que se le había ocurrido era una sola frase imperativa, pronunciada por un médico:
—Pongan agua a hervir, mucha agua.
Era una buena frase. Le había venido a la imaginación de golpe en cuanto leyó el guión. En los días lejanos del cine mudo le hubiera servido para un rótulo y se hubieran acabado momentáneamente sus preocupaciones, pero ahora necesitaba algunas palabras más para los otros personajes de la escena. No se le ocurría nada.
«Pongan agua a hervir», se repetía a sí mismo, «mucha agua.»
El verbo hervir le recordó inmediata y felizmente la cafetería. Eran recuerdos llenos de respeto, pues, para un veterano como Pat, la gente con quien compartías mesa en el almuerzo era más importante para hacer carrera que lo que escribías en tu despacho. Aquello no era un arte, como Pat repetía con frecuencia; aquello era una industria.
—Esto no es un arte —le comentó a Max Leam, que bebía tranquilamente un vaso de agua junto a la nevera del pasillo—. Esto es una industria.
Max le había echado aquel oportuno hueso de tres semanas a trescientos cincuenta dólares.
—Hombre, Pat, ¿has escrito algo?
—Mira, tengo algo que va a hacer que se... —mencionó una función biológica muy corriente con una certeza más bien pasmosa de que se llevaría a cabo en los cines.
Max intentó calibrar su sinceridad.
—¿Me lo puedes leer ahora? —preguntó.
—No, todavía no. Pero tiene eso que se llamaba fuerza, si sabes a lo que me refiero.
Max era un mar de dudas.
—Muy bien, adelante. Y si tropiezas con algún problema médico, ve al botiquín y consúltalo con el médico. No puede haber fallos. El espíritu de Pasteur iluminó la mirada de Pat. —Lo haré.
Se sentía perfectamente mientras cruzaba el edificio con Max. Se sentía tan bien que decidió pegarse al productor y comer con él en la mesa principal. Pero Max frustró sus intenciones con un cariñoso y cantarín «Hasta luego» antes de desaparecer en la barbería.
En otro tiempo Max había sido una figura familiar en la mesa principal; y a menudo, en aquella época dorada, había cenado en los comedores privados de los ejecutivos. Como pertenecía al Hollywood de los viejos tiempos, entendía sus chistes, sus vanidades, su sistema social con sus vertiginosas fluctuaciones. Pero ahora en la mesa principal había demasiadas caras nuevas, caras que lo miraban con ese recelo que en Hollywood es universal. Y en las otras mesas se sentaban los guionistas jóvenes, que parecían tomarse el trabajo demasiado en serio. Y, antes que sentarse en cualquier sitio, incluso entre las secretarias y los extras, prefería comerse un bocadillo en un rincón.
Dio una vuelta por la enfermería y preguntó por el médico. Una chica, una enfermera, le contestó desde un espejo ante el que se estaba pintando apresuradamente los labios.
—Ha salido. ¿Qué pasa?
—Ah, volveré más tarde.
Había terminado de pintarse, y se volvió, joven y vivaracha, con una sonrisa luminosa y reconfortante.
—La señorita Stacey lo atenderá. Estaba a punto de irme a comer.
Pat se dio cuenta de que volvía a sentir una emoción antigua, muy antigua, vestigio de los tiempos de casado: la impresión de que si invitaba a comer a aquella belleza podía complicarse la vida. Pero inmediatamente recordó que ya no estaba casado, que sus mujeres ni siquiera le reclamaban ya la pensión alimenticia.
—Estoy trabajando en una película de tema médico —dijo—. Necesito que me echen una mano.
—¿Tema médico?
—Estoy escribiendo... algo sobre un médico, un guión. Oye, te invito a comer. Me gustaría plantearte algunas cuestiones médicas.
La enfermera titubeó.
—No sé. Es el primer día que trabajo aquí.
—No hay ningún problema —le aseguró Pat—; los estudios son democráticos. Aquí todo el mundo se tutea: sólo eres Joe, o Mary... Desde los peces gordos a los claquetistas.
Y, camino del almuerzo, demostró rotundamente que lo que decía era verdad: saludó a una estrella masculina que, a cambio, lo llamó por su nombre de pila. En la cafetería, donde se sentaron muy cerca de la mesa principal, su productor, Max Leam, levantó la vista y lo saludó con un guiño cómplice.
La enfermera —se llamaba Helen Earle— miraba con curiosidad e ilusión a todas partes.
—No veo a nadie conocido —dijo—. Ay, sí, ahí está Ronald Colman. No me lo imaginaba así.
Súbitamente Pat señaló al suelo.
—¡Y ahí tienes al ratón Mickey!
La chica dio un brinco y Pat se rió de su propia broma, pero Helen Earle no podía apartar los ojos, entusiasmada, de unos extras en traje de época que acababan de llenar el local con los fastos del Primer Imperio. A Pat le molestó que malgastara su interés en aquellas nulidades.
—Los peces gordos se sientan en esa mesa —dijo solemnemente, meditabundo—, los directores y la gente por el estilo, menos los grandes ejecutivos. Si quisieran, Ronald Colman les plancharía los pantalones. Yo me suelo sentar con ellos, pero no admiten damas. Me refiero a los almuerzos: no admiten damas.
—Ah —dijo Helen Earle, con mucha educación, pero poco convencida—. Debe ser maravilloso ser guionista. Me parece muy interesante.
—Tiene su encanto, sí —dijo Pat, que pensaba desde hacía años que era una vida de perros.
—¿Qué quieres preguntarme sobre los médicos?
Volvió el agobio. Algo se rompía en la mente de Pat cada vez que pensaba en aquel guión.
—Bueno, Max Leam, que es ése de ahí enfrente, y yo estamos trabajando en un guión sobre un médico. Una película de hospitales. ¿Me entiendes?
—Sí, sí —y añadió al cabo de un momento—: Gracias a esas películas estudié para enfermera.
—Y, claro, no podemos cometer fallos, porque la película la verán cien millones de personas. Así que en el guión un médico ordena que pongan agua a hervir. Dice: «Pongan agua a hervir, mucha agua». Y nos estamos preguntando qué hará la gente a continuación.
—Pues... Probablemente pondrán a hervir agua —dijo Helen, e inmediatamente, algo confundida por la pregunta, añadió—: ¿De qué gente se trata?
—Bueno... La hija de no sé quién y el hombre que vive en la casa, y un abogado, y el herido.
Helen trató de digerir aquella información antes de responder,
—Y hay otro tipo, pero lo voy a suprimir —concluyó Pat.
Hubo una pausa. La camarera les trajo los bocadillos de atún.
—Cuando un médico da una orden la da de verdad —decidió Helen.
—Hmmm —el interés de Pat se había concentrado en una escena insólita que se desarrollaba en la mesa principal, pero le preguntó distraídamente—: ¿Estás casada?
—No.
—Yo tampoco.
Ante la mesa principal se había parado un extra: un cosaco ruso con un bigote feroz. Se apoyaba en el respaldo de una silla vacía, entre Paterson, el director, y Leam, el productor.
—¿Está ocupada? —preguntó con fuerte acento centroeuropeo.
Las miradas de todos los que se sentaban a aquella mesa se clavaron en él de repente. Habían creído que se trataba de un actor conocido. Pero no lo era: vestía uno de los abigarrados uniformes que salpicaban la sala.
Uno de los de la mesa dijo:
—Está ocupada.
Pero aquel individuo separó la silla de la mesa y se sentó.
—Para comer cualquier sitio es bueno —comentó con una mueca que podía ser una sonrisa.
Un estremecimiento recorrió las mesas más próximas. Pat Hobby, boquiabierto, no podía apartar la vista. Era como si alguien hubiera pintado al Pato Donald en La última cena.
—Fíjate, fíjate —advirtió a Helen—. Ya se puede ir preparando. ¡Qué barbaridad!
Ned Harman, el productor ejecutivo, rompió el silencio atónito de la mesa principal.
—Esta mesa está reservada —dijo.
El extra lo miró por encima de la carta.
—Me dijeron que me sentara en cualquier sitio.
Llamó con una seña a la camarera, que titubeó mientras buscaba una respuesta en las caras de sus superiores.
—Los extras no comen aquí —dijo Max Leam, sin perder todavía la compostura—. Ésta es la...
—Yo voy a comer —dijo el cosaco tenazmente—. He aguantado casi seis horas mientras rodaban esa basura repugnante y ahora voy a comer.
El silencio se había extendido: desde el ángulo de visión de Pat todos parecían flotar inmóviles en el aire.
El extra negó con la cabeza cansinamente.
—No sé a quién se le habrá ocurrido —dijo, y Max Leam se echó hacia delante sin levantarse de la silla—, pero es la estupidez más asquerosa que he visto rodar en Hollywood.
Pat meditaba en su mesa: ¿Por qué no hacían algo? Echarlo a puñetazos, sacarlo a rastras. Si eran unos cobardes, por lo menos podían llamar a los guardas de seguridad.
—¿Quién es? —Helen Earle miraba inocentemente a donde miraba Pat—. ¿Debería conocerlo?
Pat prestaba atención a Max Leam, que daba voces, furioso.
—Levántese, hijo, levántese. ¡Fuera de aquí! ¡Fuera de aquí ahora mismo!
El extra frunció el entrecejo.
—¿Quién es usted para hablarme así? —preguntó.
—Se va a enterar enseguida —Max se dirió a la mesa—. ¿Dónde está Cushman? ¿Donde está el encargado de Personal?
—Intente moverme —dijo el extra, desenvainando la espada hasta que el puño asomó por encima de la mesa— y le cuelgo el sable en la oreja. Conozco mis derechos.
Los doce hombres de la mesa, con salarios que sumaban más de mil dólares a la hora, permanecían sentados, estupefactos. Al fondo, cerca de la puerta, un guarda de seguridad se olió lo que estaba sucediendo y se abrió paso a codazos a través del local atestado. Y Big Jack Wilson, otro director, se levantó de repente y se acercó rodeando la mesa.
Pero llegaron demasiado tarde. Pat Hobby se había cansado de aguantar: saltó de la silla, agarró una bandeja inmensa de la mesa de servicio que tenía más a mano, irrumpió de un brinco en escena y descargó la bandeja sobre la cabeza del extra con toda la fuerza de sus cuarenta y nueve años. El extra, que había empezado a levantarse para hacer frente a la amenazadora embestida de Wilson, recibió de lleno el golpe en la cara y en la sien, y, mientras se desplomaba, el maquillaje se le llenó de rayas rojas. Se derrumbó entre las sillas.
Pat se mantenía en guardia, jadeando, con la bandeja en la mano.
—¡Rata asquerosa! —gritó—. ¿Dónde se habrá creído que...?
El guarda de seguridad se abrió paso a empujones, y también Wilson se abrió paso a empujones, y dos hombres aterrorizados se acercaron corriendo desde otra mesa para estudiar la situación.
—¡Era una broma! —gritó uno de ellos—. Es Walter Herrick, el guionista de la película.
—¡Dios mío!
—Le estaba gastando una broma a Max Leam. ¡Era una broma!
—¡Recogedlo! ¡Que venga un médico! ¡Rápido!
Helen Earle se acercó corriendo; arrastraron a Walter Herrick e hicieron un hueco para dejarlo en el suelo mientras gritaban:
—¿Quién ha sido? ¿Quién le ha roto la cabeza.?
Pat dejó caer con disimulo la bandeja en una silla, y el ruido se perdió en la confusión.
Vio cómo Helen Earle aplicaba deprisa y corriendo servilleta tras servilleta a la cabeza de aquel hombre.
—¿Cómo han podido hacerle una cosa así? —gritó alguien.
La mirada de Pat coincidió con la de Max, que miró hacia otra parte inmediatamente: una sensación de injusticia se apoderó de Pat Hobby. En aquel momento crítico, real o imaginario, era el único que se había atrevido a actuar. Sólo él le había plantado cara a aquel individuo, mientras que todos aquellos estirados se dejaban insultar y avasallar. Y ahora tendría que cargar con las consecuencias, porque Walter Herrick era poderoso y tenía éxito: era de los que ganaban tres mil dólares a la semana y había estrenado comedias de éxito en Nueva York. ¿Quién podía figurarse que aquello era una broma?
Llegó el médico. Pat vio que le decía algo a la encargada de la cafetería y oyó cómo la voz chillona de la encargada mandaba a la cocina a las camareras, que volaban como hojarasca.
—¡Pongan agua a hervir, mucha agua!
Aquellas palabras, descabelladas e irreales, hicieron mella en el alma abrumada de Pat Hobby. Y, aunque se daba cuenta de que pronto sabría de primera mano lo que sucedía a continuación, era incapaz de imaginar cómo salir del paso después.
Francis Scott Key Fitzgerald (Saint Paul, Minnesota, 24 de septiembre de 1896 - Hollywood, California, 21 de diciembre de 1940).Novelista estadounidense de la «época del jazz».
Su obra es el reflejo, desde una elevada óptica literaria, de los problemas de la juventud de su país en los años que siguieron a la Primera Guerra Mundial. En sus novelas expresa el desencanto de los privilegiados jóvenes de su generación que arrastraban su lasitud entre el jazz y la ginebra (A este lado del paraíso, 1920), en Europa en la Costa Azul (Suave es la noche, 1934), o en el fascinante decorado de las ciudades estadounidenses (El gran Gatsby, 1925).
Su extraordinaria Suave es la noche, narra el ascenso y caída de Dick Diver, un joven psicoanalista, condicionado por Nicole, su mujer y su paciente. El eco doloroso de la hospitalización de su propia mujer, Zelda, diagnosticada esquizofrénica en 1932, es manifiesto. Este libro define el tono más denso y sombrío de su obra, perceptible en muchos escritos autobiográficos finales.

F. Scott Fitzgerald estudió en Saint Paul Academy and Summit School de Saint Paul, Minnesota, entre 1908 y 1911, empezó a escribir en esta época. Más tarde, continuó en Newman School, una escuela de secundaria privada de Hackensack, Nueva Jersey, en 1911-12. Inició sus estudios universitarios en la Universidad de Princeton en 1913 dentro de la promoción de 1917 y fue allí donde hizo amistad con futuros críticos y escritores como Edmund Wilson o John Peale Bishop. Fitzgerald afrontó las difíciles pero superables dificultades académicas durante sus tres años de carrera universitaria, que abandonó en 1917 para alistarse en el ejército cuando los Estados Unidos entraron en la Primera Guerra Mundial. No obstante, la Gran Guerra terminó poco tiempo después, y fue licenciado sin haber llegado a embarcar hacia Europa.
Como temía morir en la guerra sin haber dejado ningún legado literario, Fitzgerald escribió rápidamente una novela, The Romantic Egotist, mientras realizaba su entrenamiento militar en Camp Taylor, Louisville, y Camp Sheridan, Alabama. Envió la obra a los editores neoyorquinos Charles Scribner's Sons, que rechazaron publicarla, pero alabaron su originalidad y le animaron a que siguiera enviando sus trabajos.
Mientras estaba en Camp Sheridan, Fitzgerald conoció a Zelda Sayre, la «top girl», según el propio Fitzgerald, de Montgomery, Alabama. Los dos se prometieron en 1919 y Fitzgerald se mudó a un apartamento en 200 Claremont Avenue en Nueva York para intentar sentar las bases de su relación con Zelda. Aun trabajando para una compañía publicitaria y escribiendo historias breves, Fitzgerald fue incapaz de convencer a Zelda de que él le daría el apoyo que ella necesitaba. Zelda rompió el compromiso y Fitzgerald volvió a la casa de sus padres en St. Paul para revisar The Romantic Egotist. Bajo el nombre de This Side of Paradise, Scribner's la aceptaron en el otoño de 1919, reanudándose la relación entre Zelda y Scott. La novela se publicó el 26 de marzo de 1920 y se convirtió en uno de los superventas de ese año, sirviendo para definir la generación flapper. A la semana siguiente, Scott y Zelda se casaron en la Catedral de St. Patrick de Nueva York. Su única hija, Frances Scott Fitzgerald, Scottie, nació el 26 de octubre de 1921.
Aunque Fitzgerald tenía una clara vocación como novelista, las novelas nunca le aportaron los suficientes ingresos como para mantener el opulento estilo de vida que tanto él como Zelda adoptaron. Por ello, Fitzgerald escribió historias cortas para revistas tales como Saturday Evening Post, Collier's Magazine y Esquire, y vendió a los estudios de Hollywood los derechos para realizar películas basadas en su producción literaria. Tenía constantemente problemas financieros y a menudo solicitaba préstamos a su agente literario, Harold Ober, y a su editor en Scribner's, Maxwell Perkins.
La década de 1920 fue la de mayor repercusión de la literatura de Fitzgerald. Su segunda novela, The Beautiful and Damned, publicada en 1922, representa un impresionante desarrollo en comparación con el Fitzgerald inmaduro de This Side of Paradise. El gran Gatsby, considerada por muchos su obra maestra, se publicó en 1925. Fitzgerald viajó varias veces a Europa, sobre todo a París y a la Riviera Francesa durante los años 20, donde entabló amistad con muchos estadounidenses expatriados que vivían en París, de entre los que destaca Ernest Hemingway.
A finales de los años veinte Fitzgerald comenzó a trabajar en su cuarta novela, pero la dejó de lado debido a la esquizofrenia que padeció Zelda en 1930 y a sus dificultades económicas. Por ello, tuvo que seguir escribiendo esas historias breves comerciales. A partir de entonces, la salud de Zelda continuó frágil. En 1932, la hospitalizaron en Baltimore, Maryland, y Scott alquiló la finca de «La Paix» en los alrededores de Towson para poder trabajar en su libro, que trataba la historia del ascenso y el fracaso de Dick Diver, un prometedor psiquiatra psicoanalista y su mujer, Nicole, quien es, además, una de sus pacientes. Este libro se publicó en 1934 bajo el título Tender Is the Night. La crítica opina que éste es uno de sus mejores trabajos.
De nuevo, sufriendo terribles aprietos financieros, Fitzgerald pasó la segunda mitad de los años 30 en Hollywood, escribiendo más historias breves, guiones para la Metro-Goldwyn-Mayer, y su quinta y última novela, The Love of the Last Tycoon, basada en la vida del ejecutivo cinematográfico Irving Thalberg. Él y Zelda se alejaron el uno del otro; ella continuó viviendo en centros psiquiátricos de la costa este, mientras que él vivía con su amante Sheilah Graham en Hollywood.
Alcoholizado, a finales de 1940, Fitzgerald sufrió dos ataques cardíacos. El segundo le provocó la muerte el 21 de diciembre de 1940, en el apartamento de Sheilah Graham en Hollywood. Zelda murió en un incendio en el centro de atención psiquiátrica de Highland en Asheville, North Carolina, en 1948. Ambos fueron enterrados en el Cementerio de Saint Mary, en Rockville, Maryland.
Fitzgerald no tuvo tiempo de terminar The Love of the Last Tycoon. Las notas que tenía para la novela fueron corregidas por su amigo Edmund Wilson, gran crítico, y publicadas en 1942 bajo el título The Last Tycoon. Hay controversia entre los críticos literarios sobre si era realmente el propósito de Fitzgerald titular su última novela The Love of the Last Tycoon, tal y como se refleja en una nueva edición de 1994, corregida por el especialista Matthew Bruccoli de la Universidad de Carolina del Sur.
Se le considera uno de los más importantes escritores estadounidenses del siglo XX. Fue portavoz de la «Generación Perdida», aquellos estadounidenses nacidos en la última década del siglo XIX que les tocó madurar durante la Primera Guerra Mundial.
Escribió cinco novelas y docenas de historias breves que abordan temas como «la juventud» o «la desesperación» con una extraordinaria honestidad, al plasmar sus emociones cambiantes. Sus héroes, atractivos, confiados y condenados, resplandecen brillantemente antes de explotar («Muéstrame un héroe», dijo Fitzgerald en una ocasión, «y te escribiré una tragedia»), y sus heroínas son bellas y de personalidad compleja. Novelas. A este lado del paraíso (This Side of Paradise) (1922). Hermosos y malditos (The Beautiful and Damned) (1922). El gran Gatsby, (The Great Gatsby) (1925). Suave es la noche, (Tender Is the Night) (1934).The Love of the Last Tycoon (1941). Originalmente The Last Tycoon, novela inacabada y publicada póstumamente, cuya adaptación cinematográfica, El último magnate, fue dirigida en 1976 por Elia Kazan.
Colecciones de cuentos y novelas cortas, teatro y ensayos: Flappers y filósofos o Jovencitas y filósofos, (Flappers and Philosophers) (1920). Bernice a lo garçon o Berenice se corta el pelo (Bernice Bobs Her Hair) (1920). Cabeza y hombros (Head and Shoulders) (1920). El palacio de hielo, (The Ice Palace) (1920). Día de mayo (May Day) (1920). El pirata de la costa, The Offshore Pirate (1920). El curioso caso de Benjamin Button (The Curious Case of Benjamin Button) (1921). El diamante tan grande como el Ritz, The Diamond as Big as the Ritz (Novela corta, 1922). Cuentos de la edad del jazz, (Tales of the Jazz Age) (1922). Sueños de invierno (Winter Dreams) (1922). Dados, nudillos de hierro y guitarra (Dice, Brassknuckles & Guitar) (1923). Todos los hombres tristes, (All the Sad Young Men) (1926). The Freshest Boy (1928). Crazy Sunday (1932). A New Leaf (1931). The Fiend (1935). Toque de Diana (Taps at Reveille) (1935). Regreso a Babilonia (Babylon Revisited and Other Stories) (1931). Historias de Patt Hobby (The Pat Hobby Stories) (1962). Los relatos de Basil y Josephine (The Basil and Josephine Stories) (1973). The Short Stories of F. Scott Fitzgerald (1989). The Bridal Party. The Baby Party. Los vegetales, o de presidente a cartero (The Vegetable, or From President to Postman), obra de teatro (1923). El crack-up (The Crack-Up) (ensayos e historias, 1945). Últimas ediciones en español. El gran Gatsby, RBA (2012); Anagrama (2011), Tres historias en torno a Gatsby, Rey Lear (2012). Mi ciudad perdida. Ensayos autobiográficos, Zut (2011). Cómo vivir con 36000 dólares al año, Gallo Nero (2011). A este lado del paraíso, Paréntesis (2011); Alianza (2009).Cuentos completos, Alfaguara (2010).El gominola; Primero de mayo, Navona (2010).Tres cuentos románticos, Navona (2010). Curioso caso de Benjamin Button, N. Eds. de Bolsillo (2009). Hermosos y malditos, Alianza (2005). Flappers y filósofos, Velecio (2007).
Semblanza biográfica: Wikipedia. Texto:El cuento del día. Foto:Internet.

El cuento del domingo

José Agustín
Cuál es la onda

“Cuando me pongo a tocar me olvido de todo. De manera que estaba picando, repicando, tumbando, haciendo contracanto o concertando con el piano y el bajo y apenas distinguía la mesa de mis amigos los plañideros y los tímidos y los divertidos, que quedaron en la oscuridad de la sala.”                                                                        Guillermo Cabrera Infante: Tres tristes tigres.

“Show me the way to the next whisky bar. And don’t ask why. Show me the way to the next whisky bar. I tell you we must die.”                                                                                                         Bertolt Brecht y Kurt Weill según The Doors.

Requelle sentada, inclinando la cabeza para oír mejor.
Mesa junto a la orquesta, pero muy.
Requelle se volvió hacia el baterista y dirigió, con dedos sabios, los movimientos de las baquetas.
Su badness, esta niña
está lo que se dice: pasada,
pero Oliveira, el baterista, muy estúpido como nunca debe esperarse en un baterista, se equivocaba.
Equivocábase, diría ella.
Requelle se hallaba sobria, bien
sobria, quizá sólo para llevar la contraria a los muchachos que la invitaron al Prado Floresta. Ellos bailaban y reían y bebían disfrutando de Una Noche Fuera Estamos Cabareteando y Cosas De Esa Onda.
Cuál es la onda, no dijo nadie.
Pero olvidémonos de ellos y de Nadie: Requelle es quien importa; y el baterista, puesto que Requelle lo dirigía.
Una pregunta: querida,
cara Requelle, puedes afirmar
que estás haciendo lo debido;
es decir; tus amigos se van a
enojar.
Requelle miró con ojos húmedos el cuero golpeadísimo del tambor; y aunque no lo puedan imaginar —y seguramente no podrán— se levantó de la silla —claro— y fue hasta el baterista, le dijo:
me gustaría bailar contigo.
Él la miró quizá con fas-
tidio, más bien sin interés, sin verla; a fin de cuentas la miró como diciendo:
pero niñabonita, no te das cuenta de que estoy tocando.
Requelle, al ver la mirada, supuso que Oliveira quiso agregar:
música mala, de acuerdo, pero ya que la toco lo menos que puedo hacer es echarle las ganas.
Requelle no se dio por aludida ante la muda respuesta
(dígase: respuesta muda, no
hay por qué variar el orden
de los facs aunque no alteren
el resultado).
Simplemente
permaneció al lado de Baterista, sin saber que se llamaba Oliveira; quizá de haberlo sabido nunca se habría quedado allí, como niña buena.
El caso es que Baterista nunca pareció advertir la presencia de la muchacha, Requelle, toda fresca en su traje de noche, maquillada apenas como sólo puede pintarse una muchacha que no está segura de ser bonita y desconfía de Mediomundo.
Requelle se habría sorprendido si hubiese adivinado que Oliveira Baterista pensaba:
qué muchacha tan atractiva, otra que se me escapa a causa de los tambores
(de tontos tamaños,
diría Personaje).
Cuando, un poco sudoroso pero no dado a la desgracia, Oliveira terminó de tocar, Requelle, sin ningún titubeo, decidió repetir, repitió:
me gustaría bailar contigo;
no dijo:
guapo,
pero la mirada de Requelle parecía decirlo.
Oliveira se sorprendió al máximo, siempre se había considerado el abdominable yetis Detcétera. Miró a Requelle como si ella no hubiera permanecido, de pie, junto a él casi una hora.
(léase horeja, por aquello
de los tamborazos).
Sin decir una palabra (Requelle ya lo consideraba cuasimudo, tartamudo, pues) dejó los tambores, tomó la
mano de Requelle,
linda muchacha, pensó,
y sin más la condujo hasta la pista.
Casi estaban solos: para entonces tocaba una orquesta peor y quién de los monos muchachos se pararía a bailar bajo aquella casimúsica.
Oliveira Baterista y Linda Requelle sí lo hicieron: es más, sin titubeos, a pesar de las bromas poco veladas, más bien obvias, de los conocidos requellianos desde la mesa:
ya te fijaste en la Requelle
siempre a la caza demo-
ciones fuertes
fuerte tu olor
bella Erre con quién fuiste a caer.
Erre no dio importancia a las gritadvertencias y bailó con Oliveira.
Bríncamo, gritó alguien de la orquestavaril y el ritmo, lamentablemente sincronizado, se disfrazó de afrocubano: en ese momento Requelle y Oliveira advirtieron que estaban solos en la pista y decidieron hacer el show, jugar a Secuencia de Film Sueco; esto es:
Oliveira la tomó
gentilmente y atrajo el cuerpecito fragante y tembloroso, que a pesar de los adjetivos anteriores, no presentó ninguna resistencia.
Entonces siguieron los ejejé
ejejé
ándale te vamos a acusar con Mamis
muchachita
destrampada
Requelle, como buena niña destrampada, no hizo caso; sólo recargó su cabeza en el hombro olivérico y se le ocurrió decir:
quisiera leer tus dedos.
Y lo dijo, es decir, dijo:
quisiera leerte los dedos.
Oliveira o Baterista o Cuasimudo para Erre, despegó la mejilla y miró a la muchacha con ojos profundos, conmovidos y sabios al decir:
me cae que no te entiendo.
Sí, insistió Erre con Erre, quisiera leer tus fingers.
La mand, digo, la mano querrás decir.
Nop, Cuasi, yo sé leer la mano: en tu caso quisiera leerte los dedos.
Trata, pecaminosa, pensó Oliveira.
pero sólo dijo:
trata.
Aquí, imposible, my queridísimo.
I wonder, insistió Oliveira, why.
You can wonder lo que quieras, arremetió Requelle, y luego dijo: con los ojos, porque en realidad no dijo nada:
porque aquí hay unos imbéciles acompañándome, chato, y no me encontraría en la onda necesaria.
Y aunque parezca inconcebible, Oliveira —sólo-un-bate-rista— comprendió; quizá porque había visto Les Cousins
(sin declaración conjunta)
y su-
ponía que en una circunstancia de ésas es riguroso saber leer los ojos. Él supo hacerlo y dijo:
alma mía, tengo que tocar otra vez.
Yo, aseguró Requelle muy seria, dejaría todo sabiendo lo que tengo entre manos.
Faux pas, porque Oliveira quiso saber qué tenía entre manos y la abrazó: así:
la abrazó.
Uy, pensó Muchacha Temeraria, pero no protestó para parecer muy mundana.
Tú victorias, gentildama, al carash con mi laboro.
Se separaron
(o separáronse, para evitar
el sesé):
Olivista corrió a la calle con el preolímpico truco de comprar cigarros y la buena de Requelle fue a su mesa, tomó su saco (muy marinero, muy buenamodamod), dijo:
chao conforgueses
a sus amigos azorados y salió en busca de Baterista Irresponsable. Naturalmente lo encontró, así como se encuentra la forma de inquirir:
ay, hija mía, Requelle, qué
haces con ese hombre, tanto
interés tienes en este patín.
Requelle sonrió al ver a Oliveira esperándola: una sonrisa que respondía afirmativamente a la pregunta anterior sin intuir que patín puede ser, y debe de, lo mismo que:
onda,
aventura, relajo, kick, desmoñe, et caetera,
en este caló tan
expresivo y ahora literario.
El problema que tribulaba al buen Olivista era:
do debo llevar a esta niña guapa.
Optó, como buen baterista, por lo peor: le dijo
(o dijo, para qué el le):
bonita, quieres ir a un hotelín.
Ella dijo sí para total sorpresa de Oliconoli y aun agregó:
siempre he querido conocer un hotel de paso, vamos al más de paso.
Oliveira, más que titubeante, tartamudeó:
tú lo has dicho.
¡Oliveira cristiano!
Quiso buscar un taxi, roído por los nervios
(frase para exclusivo solaz
de lectores tradicionales),
pero Libre no
acudió a su auxilio.
Buen gosh, se dijo Oliverista. No recordaba en ese momento ningún hotel barato por allí. Dijo entonces, muy estúpidamente:
vamos caminando por Vértiz, quien quita y encontremos lo que buscamos y ya solitos gozaremos de lo que hoy apetecemos, qué dice usted, muchachita, si quiere muy bien lo hacemos.
Híjole, susurró Requelle expresiva.
Hotel Joutel, plañía Oliveira al no saber qué decir. Sólo musitó:
tú estudias o trabajas.
Tú estudias o trabajas, ecoeó ella.
Bueno, cómo te llamas, niña.
Niña tu abuela, contestó Requelle, ya estoy grandecita y tengo buena pierna, de lo contrario no me propondrías un hotel-quinientospesos.
De acuervo, accedió Oliveira, pero cómo te apelas.
Yo no pelo nada.
Cómo te haces llamar.
Requelle.
¿Requejo?
No: Requelle, viejo.
Viejos los cerros.
Y todavía dan matas, suspiró Requelle.
Ay me matates, bromeó Oliqué sin ganas.
Cuáles petates, dijo Req Ingeniosa.
Mal principio para Granamor, agrega Autor, pero no puede remediarlo.
Requelle y Oliveira caminando varias cuadras sin decir palabra.
Y los dedos, al fin preguntó Olidictador.
Qué, juzgó oportuno inquirir Heroína.
Digo, que cuándo vas a leerme los dedos.
Eso, en el hotel.
Jajajó, rebuznó Oliclaus sin cansancio hasta que vio:
Hotel Esperanza.
y Olivitas creyó leer momentáneamente:
te cayó en el Floresta dejaste a su orquesta mete pues la panza y adhiérete a la esperanza.
Esperanza. Esperanza.
¡Cómo te llamas!, aulló Baterista.
Requelle, ya díjete.
Sí, ya dijísteme, suspiró el músico,
cuando pagaba los
dieciocho pesos del hotel, sorprendido porque Requelle ni siquiera intentó ocultarse, sino que sólo preguntó:
qué horas no son,
e Interpelado respondió:
no son las tres; son las doce, Requita.
Ah, respondió Requita con el entrecejo fruncido, molesta y con razón:
era la primera vez que le decían Re-
quita.
Dieciséis, anunció el empleado del hotel.
No dijo dieciocho.
No, dieciséis.
Entonces le di dos pesos de más.
Ja ja. Le toca el cuarto dieciséis, señor.
Dijo señor con muy mala leche, o así creyó pertinente considerarlo Baterongo.
Segundo piso a la izquierda.
A la gaucha, autochisteó Requelle,
y claro: la respuesta:
es una argentina.
No; soy argentona, gorila de la Casa Rosada.
Riendo fervientemente, para
sí misma.
Oliveira, a pesar de su nombre, se quitó el saco y la corbata, pero Requita no pareció impresionarse. El joven músico suspiró entonces y tomó asiento en la cama, junto a Niña.
A ver los dedos.
Tan rápido, bromeó él.
No te hagas, a lo que te traje, Puncha.
Con otro suspiro —más bien berrido a pesar de la asonancia— Oliveira extendió los dedos.
Uno dos tres cuatro cinco. Tienes cinco, inteligenteó ella, sonriendo.
Deveras.
Cinco años de dicha te aguardan.
Oliveira contó sus dedos también, descubrió que eran cinco y pensó:
buen grief, qué inteligente es esta muchacha;
más bien
lo dijo.
Forget el cotorreo, especificó Requelle.
Bonito inglés, dónde lo aprendiste.
Y Requelle cayó en Trampa al contar:
oldie, estuve siglos que literalmente quiere decir centuries en el Instituto Mexicano Norteamericano de Relaciones Culturales Hamburgo casi esquina con Genova buen cine los lunes.
Relaciones sexuales, casi dijo Oliveto, pero se contuvo y prefirió:
eso es todo lo que te sugieren mis dedos.
A Requelle, niña lista, le pareció imbécil la alusión y dijo:
nanay, músico; y más y más: tus dedos indican que tienes una alcantarilla en lugar de boca y que eres la prueba irrefutable de las teorías de Darwin tal como fueron analizadas por el Tuerto Reyes en el Colegio de México y que deberías verte en un espejo para darte de patadas y que sería bueno que cavaras un foso para en, uf, terrarte y que harías mucho bien ha, aj aj, ciendo como que te callas y te callas de a deveras y todo lo demás, es decir, o escir: etcétera.
No entiendo, se defendió él.
Claro, arremetió Requelle Sarcástica, tú deberías trabajar en un hotel déstos.
Dios, erré la vocación.
Tú lo has dicho.
¡Requelle, cristiana!
Para entonces —como pueden imaginarse aunque seguramente les costará trabajo— Requelle no consideraba ni mudo ni tartaídem a Oliveira, así es que preguntó, segura de que obtendría una respuesta dócil:
y tú cómo te llamas.
Oliveira, todavía.
Oliveira Todavía, ah caray, tu nombre tiene cierto pedigree, te quiamas Oliveira Todavía Salazar Cócker.
Sí, Requelle Belle dijo él con galantería, y vaticinó:
apuesto que eres una cochina intelectual.
Claro, dijo ella, no ves que digo puras estupideces.
Eso mero; digo, eso mero pensaba; pues chócala, Requilla, yo también soy intelectual, músico de la nueva bola y todo eso.
Intelectonto, Olivista: exageras diciendo estupideces.
Así es, pero no puedo evitarlo: soy intelectual de quore matto; pero dime, Rebelle, quiénes eran los apuestos imbéciles que acompañábante.
Amigos míos eran y de Las Lomas, pero no son intelojones.
Ni tienen, musitó Oliveira Lépero.
Y aunque parezca
increíble, Muchacha comprendió.
Y hasta le dio gusto,
pensó:
qué emoción, estoy en un hotel con un tipo ingenioso y hasta gro
se
ro
te.
Olilúbrico, la mera verdad, miraba con gula los muslos de Requelle. Pero no sabía qué hacer.
Je je, asonanta Autor sin escrúpulos.
Oliveira optó por trucoviejo.
Me voy a bañar, anunció.
Te vas a qué.
Es questoy muy sudado por los tamborazos, presumió él, y Requelle estuvo de acuerdo como buena muchachita inexperimentada.
Sin agregar más, Oliveira esbozó una sonrisacanalla y se metió en el baño,
a pesar de la molestia que
nos causa el reflexivo, puesto
que bien se pudo decir simple-
mente y sin ambages: entró en
el baño.
El caso et la chose es que se metió y Requelle lo escuchó desvestirse, en verdad:
oyó el ruido de las prendas
al caer en el suelo.
Y lo único que se le ocurrió fue ponerse de pie también, y como quien no quería la cosa, arregló la cama:
y no sólo extendió las colchas
sino que destendió la
cama para poder tenderla otra vez,
con sumo dete-
nimiento.
Híjole, quel bruta soy, pensaba al oír el chorro de la regadera. Mas por otra parte se sentía molesta porque el cuarto no era tan sucio como ella esperaba.
(Las cursivas indican énfa-
sis; no es mero capricho, estúpi-
dos.)
Hasta tiene regadera, pensó incómoda.
Pero oyó:
ey, linda, por qué no vienes paca paplaticar.
Papapapapá, rugió una ame-
tralladora imaginaria, con la
cual se justifica el empleo cí-
nico de los coloquialismos.
Requelle no quiso pensar nada y entró en el baño
(¡al fin: es decir: al fin
entró en el baño)
para contemplar una cortina plus que sucia y entrever un cuerpo desnudo bajo el agua que no cantaba emon baby light my fire.
Hélas, pensó ella pedantemente, no todos somos perfectos.
Tomó asiento en la taza del perdonado tratando de no quedarse bizca al querer vislumbrar el cuerpo desnudo de, oh Dios, Hombre en la regadera.
(Prívate joke dedicado a John
Toovad. N. del traductor.)
Él sonreía, y sin explicárselo, preguntó:
por qué eres una mujer fácil, Rebelle.
Por herencia, lucubró ella, sucede que todas las damiselas de mi tronco genealógico han sido de lo peor. Te fijas, dije tronco en vez de árbol, la Procuraduría me perdone; hasta esos extremos llega mi perversión.
And how, como dijera Jacqueline Kennedy; comentó Oliveira Limpio.
Y sabes cuál es el colmo de mi perversión, aventuró ella.
Pues, no la respuesta.
Olito, el colmo de mi perversión es llegar a un hotel de a peso
De a dieciocho.
Bueno, de a dieciocho; estar junto a un hombre desnudo, tras una cortina, de acuerdo, y no hacer niente, ríen, nichts, ni soca. Qué tal suena.
Oliveira quedó tan sorprendido ante el razonamiento que pensó y hasta dijo:
a ésta yo la amo.
dijo, textualmente:
Requelle, yo te amo.
No seas grosero; además no tengo ganas, acabo de explicártelo.
Te amo.
Bueno, tú me hablas y yo te escucho.
No, te amo.
No me amas.
Sí, sí te amo, después de una cosa como ésta no puedo más que amarte. Sal de este cuarto, vete del hotel, no puedo atentar contra ti; file, scram, pírate.
Estás loco, Olejo; lo que considero es que si ya estás desudado podemos volver al Floresta.
Deliras, Requita, no ves que me escapé.
Se dice escápeme.
No ves que escápeme.
No veo que escapástete.
Bueno, darlita, entonces podemos ir a otro lugar.
A tu departamento, porjemplo, Salazar.
No la amueles, almademialma, mejor a tu chez.
En mi casa está toda mi familia: ocho hermanos y mis papas.
¡Ocho hermanos!
¡Ocho hermanos…!
Yep, mi apa está en contra de la píldora; pero explica: qué tiene de malo tu departamento.
Ah pues en mi departamento están mi mamá, mi tía Irene y mis dos primas Renata y Tompiata: son gemelas.
Incestuoso, acusó ella.
Mientes como cosaca, ya conocerás a mis primuchas, son el antídoto más eficaz contra el incesto: me gustaría presentárselas a algunos escribanos mexicones.
Entonces a dónde vamos a ir.
Podemos ir a otro hotel,
bromeó Oliveira.
Perfecto, tengo muchas ganas de conocer lugaresdeperdición, aseguró Requelle sin titubeos.
Baterista
vestido, sin permitir que ella atisbara su cuerpo desnudo: no por decencia, sino porque le costaba trabajo estar sumiendo la panza todo el tiempo.
Hábil y necesaria observación:
Requelle, mide las conse-
cuencias de los actos con las
cuales estás infringiendo nues-
tras mejores y más sólidas tra-
diciones.
Los dos caminando por Vértiz, atravesando Obrero Mundial, el Viaducto, o
el Viaduto como dijo él
para que ella contestara
ay cómo eres lépero tú,
y la avenida Central.
Sabes qué, principió Baterista, estamos en la regenerada colonia Buenos Aires; allá se ve un hotel.
Allá vese un hotel.
Está bien: allá vese un hotel. Quieres ir.
Juega, enfatizó Requelle; pero yo pago, si no vas a gastar un dineral.
No te preocupes, querida, acabo de cobrar.
Any old way, yo pago, seamos justos.
Seamos: al fin perteneces al habitat Las Lomas, sentenció Oliveira sonriendo.
La verdad es que se equivocaba y lo vino a saber en el cuarto once del hotel Buen Paso.
Requelle explicó:
a su familia de rica sólo le quedan los nombres de los miembros.
Estás bien acomodada, deslizó él pero Niñalinda no entendió.
Como queiras, Oliveiras.
Pero cómo que no eres rica, eso sí me alarma, preguntó Oliveira después de que ella confesó que
lo de los ocho hermanos no era mentira y que, ay, se llamaban
Euclevio, alma fuerte,
Simbrosio, corazón de roca,
Everio, poeta deportista,
Leporino, negro pero noble,
Ruto, buen cuerpo,
Ano, pásame la sal,
Hermenegasto, el imponente,
y
ella,
Requelle.
Ma belle, insistió él, amándola verdaderamente.
Se lo dijo.
te amo, dijo.
Ella empezó a excitarse quizá porque el cuarto había costado catorce pesos.
Dame tu mano, pidió.
Sinceramente preocupada.
Él la tendió.
Y Requelle se puso a estudiar las líneas, montes, canales, y supo
(premonición):
este hombre morirá de leucemia, oh Dios, vive en Xochimilco, poor darling, y batalla todas las noches para encontrar taxis que no le cobren demasiado por conducirlo a casa.
Como si leyera su pensamiento Olivín relató:
sabes por qué conozco algunos hoteluchos, miamor, pues porque vivo lejos, que no far out, y muchas veces prefiero quedarme por aquí antes de batallar con los taxis para que me lleven a casa.
Premonición déjà ronde.
Requelle lo miró con ojos húmedos, a punto de llorar: dejó de sentirse excitada pero confirmó amarlo.
lo puedo llegar a amar en todo caso, se aseguró
En el hotel Nuevoleto.
Por qué dices que tu familia sólo es rica en los nombres.
Pues porque mi papito nos hizo la broma siniestra de vivir cuando estaba arruinado, tú sabes, si se hubiera muerto un poquito antes la fam habría heredado casi un milloncejo.
Pero tú no quieres a tu familia, gritó Oliveira.
Pero cómo no, contragritó ella, son tantos hermanos plus madre y padre que si no los quisiera me volvería loca buscando a quién odiar más.
Transición requelliana:
mira, músico, lo grave es que los quiero, porque si no los quisiera sería una niña intelectual con bonitos traumas y todo eso; pero dime, tú quieres a tu madre y a tus primas y a tu tía.
Dolly in de la Smith Corona-
250 sin rieles, en la mano,
hasta encuadrar en bcu el ros-
tro —inmerso en el interés—
de Heroína.
A mi tía no, a mis primas regular y a mami un chorro.
Ves cómo tenía razón al hablar de incesto.
Ah caray, nada más porque he fornicado cuatrocientas doce veces con mein Mutter me quieres acusar dincesto; eso no se lo aguanto a nadie; bueno, a ti sí porque te amo.
No no no, viejecín, out las payasadas y explica: cómo llegaste a baterista si deveras quieres a tu fammy.
Pues porque me gusta, ah qué caray.
¿Eh?
Eh.
Dios tuyo, qué payasa eres, amormío, hasta parece que te llamas Requelle la Belle.
Si me vuelves a decir la Belle te muerdo un tobillo, soy fea fea fea aunque nadie me lo crea.
estás loquilla, Rejilla, eres bonitilla; además, son palabras que van muy bien juntas.
Requelíe se lanzó a la pierna de Oliveira con rapidez fulminante
(rápida como fulminante)
y le mordió un tobillo.
Baterista gritó pero luego se tapó la boca, sintiendo deseos de reír y de hacer el amor confundidos con el dolor, puesto que Bonita seguía mordiéndole el tobillo con furia.
Oye, Requelle.
Mmmmm, contestó ella, mordiéndolo.
Hija, no exageres, te juro que me está saliendo sangre.
Mmmjmmm, afirmó ella, sin dejar de morder.
Fíjate, observó él aguantando las ganas de gritar por el dolor; que me duele mucho, seria mucha molestia para ti dejar de morderme.
Requelle dejó de morderlo;
ya me cansé, fue todo lo que dijo.
Y los dos estudiaron
con detenimiento las marcas de las huellas requellianas.
Requelita, si me hubieras mordido un dedo me lo cortas.
Ella rió pero calló en el acto cuando
tocaron
la
puerta.
Ni él ni ella aventuraron una palabra, sólo se miraron, temerosos.
Oigan, qué pasahi, por qué gritan.
No es nada no es nada, dijo Oliveira sintiéndose perfectamente idiota.
Ah bueno, que no pueden hacer sus cosas en silencio.
Sus cosas, qué desgraciado.
Unos pasos indicaron que el tipo se iba, como inteligentemente descubrieron Nuestros Héroes.
Qué señor tan canalla, calificó Requelle, molesta.
y tan poco objetivo, dijo él.
para agregar sin transición:
oye, Reja, por qué te enojas si te digo que eres bonita.
Porque soy fea y qué y qué.
Palabra que no, cielomío, eres un cuero.
Si insistes te vuelvo a morder, yo soy Fea, Requelle la Fea; a ver, dilo, cobarde.
Eres Requelle la Fea.
Pero de cualquier manera me quieres; atrévete a decirlo, retrasado mental, hijo del coronel Cárdenas.
Pero de cualquier maniobra de amo.
Ab, me clamas.
Te amo y te extraño, clamó él.
Te ramo y te empaño, corrigió ella.
Te ano y te extriño, te mamo y te encaño, te tramo y te engaño, quieres más, ahí van
Te callas o té pego, sí o no; amenazó Requelle.
Clarines dijo Trombones.
Caray, viejito, ya te salió el pentagrama y la mariguana.
Y esta réplica permitió a Oliveira explicar:
adora los tambores, comprende que no se puede hacer gran cosa en una orquesta pésima como en la que toca y tiene el descaro de llamarse Babo Salliba y los Gajos del Ritmo.
Los Gargajos del Rismo deberíamos llamarnos, aseguró Oliveira. Sabes quién es el amo, niñadespistada, agregó, pues nada menos que Bigotes Starr y también este muchacho Carlitos Watts y Keith Moon; te juro, yo quisiera tocar en un grupo de esa onda.
Ah, eres un cochino rocanrolero, agredió ella, qué tienes contra Mahler.
Nada, Rävel, si a ti te gusta: lo que te guste es ley para mich.
Para tich.
Sich.
Uch.
Noche no demasiado fría.
Caminaron por Vértiz y con pocos titubeos se metieron
(se adentraron, por qué no)
en la colonia de los Doctores.
Docs, gritó Oliveira Macizo, a cómo el ciento de demeroles, pero Requelle:
seria.
En el hotel Morgasmo.
Ella decidió bañarse, para no quedar atrás.
No te vayas a asomar porque patéote, Baterongo.
Sus reparos eran comprensibles porque no había cortina junto a la regadera.
Regadera.
Oliveira decidió que verdaderamente la amaba pues resistió la tentación de asomarse para vislumbrar la figura delgadita pero bien proporcionada de su Requelle.
Oh, Goshito, es mi Requelle;
tantas mujeres he conocido y vine a parar con una Requelle Trésbelle; así es la vida, hijos míos y lectores también.
En este momento Oliveira se
dirige a los lectores:
oigan, lectores, entiendan que es mi Requelle; no de ustedes, no crean que porque mi amor no nació en las formas habituales la amo menos. Para estas alturas la amo como loco; la adoro, pues. Es la primera vez que me sucede, ay, y no me importa que esta Requelle haya sido transitada, pavimentada, aplaudida u ovacionada con anterioridad. Aunque pensándolo bien… Con su permisito, voy a preguntárselo.
Oliveira se acercó cauteloso a la puerta del baño.
Requelle. Requita.
No hubo respuesta.
Oliveira carraspeó y pudo balbucir:
Requelle, contéstame; a poco ya te fuiste por el agujero del desagüe.
No te contesto, dijo ella, porque tú quieres entrar en el baño y gozarme; quieto en esa puerta, Satanás; no te atrevas a entrar o llueve mole.
Requelle, perdóname pero el mole no llueve.
Olito, ésa es una expresión coloquial mediante la cual algunas personas se enteran de que la sangre brotará en cantidades donables.
Sí, y ése es un lugar común.
Aj, de lugarcomala a coloquial hay un abismo y yo permanezco en la orilla.
Ésa es una metáfora, y mala.
No, ése es un aviso de que te voy a partir die Mutter si te atreves a meterte.
No, vidita, cieloazul, My Very Blue Life, sólo quise preguntar, pregunto: cuántos galanes te has cortejado,
a quiénes
de ellos has amado,
hasta qué punto con ellos has llegado, qué sientes hacia este pobre desgraciado.
No siento, lamento: que seas tan imbécil y rimes al preguntar esas cosas.
Requelle Rubor.
Oliveira explicó que le interesaban y para su sorpresa ella no respondió.
Baterista consideró entonces que por primera vez se encontraba ante una mujer de mundo, con pasado-turbulento.
Requelle entró en el cuarto con el pelo mojado pero perfectamente vestida, aun con medias y bolsa colgante en el brazo.
Brazo.
Oye, Requeja, tú eres una mujer de mundo.
Yep, actuó ella, he recorrido los principales lenocinios Doriente, pero sin talonear: acompañada por los magnates más sonados, Gusy Díaz porjemplo.
Eso, Requi, te lo credo.
Ya no te duele el tobillo.
Y cómo, cual dijo la hija de Monseñor.
Efectivamente el tobillo le ardía y estaba hinchado.
Ella condujo a Oliveira hasta el baño y le hizo alzar el pie hasta el lavabo para masajear el tobillo con agua tibia.
Mi muerte, Requeshima miamor, clamó él; no sería más fácil que yo pusiera el pie en la regadera.
A pesar de tu pésima construcción, tienes razón, Olivón.
Qué tiene de mala mi constitución, quieres un quemón.
Y como castigo a un juego de palabras tan elemental, Requelle le dejó el pie en el lavabo.
Exterior. Calles lóbregas
con galanes incógnitos de
la colonia Obrera. Noche.
(Interior. Taxi. Noche.)
[0 back proyection.]
El radiotaxí llegó en cinco minutos. Requelle, pelo mojado subió sin prisas mientras, cortésmente, Oliveira le abría la puerta.
Chofer con gorrita a cuadros, la cabeza de un niño de plástico incrustada en la palanca de velocidades, diecisiete estampitas de vírgenes con niñosjesuses y sin ellos, visite la Basílica de Guadalupe cuando venga a las olimpiadas, Protégeme santo patrono de los choferes, Cómo le tupe la Lupe; calcomanías del América América ra ra ra, chévrolet 1949.
A dónde, jovenazos.
Oliveira Cauto,
Sabe usted, estimado señor, estamos un poco desorientados, nos gustaría localizar un establecimiento en el cual pudiésemos reposar unas horas.
Híjole, joven, pues está canijo con esto de los hoteles; la mera verdad a mí me da cisca.
Pero por qué señor.
Requelle Risitas.
Pues porque usted sabe que ésa no es de atiro nuestra chamba, digo si usted me dice a dónde, yo como si nada, pero yo decirle se me hace gacho sobre todo si trae usted una muchachita tan tiernita como la que trae.
Hombre, pero usted debe de conocer algún lugar.
Pos sí pero como que no aguanta, imagínese.
Me imagino, dijo Requelle automáticamente.
Además luego como que se arman muchos relajos, ve usted, la gente se porta muy lépera y tovía quiere que uno entre en uno de esos moteles como los de aquí con garash de la colonia ésta la Obrera y pues uno nomás tiene la obligación de andar en la calle, no de meterse en el terreno particular, ah qué caray.
Perdone, señor, pero nosotros realmente no tenemos deseos de que usted entre en ningún hotel, sino que sólo nos deje en la puerta.
Híjole, joven, es que deveras no aguanta.
Mire, señor, con todo gusto le daremos una propina por su información.
Así la cosa cambea y varea, mi estimado, nomás no se le vaya a olvidar. Uno tiene que ganarse la vida de noche y casi no hay pasaje, hay veces en que nos vamos de oquis en todo el turno.
Claro.
Ahora verá, los voy a llevar al hotel de un compadre mío que la mera verdad está muy decente y la señorita no se va a sentir incómoda sino hasta a gusto. Hay agua caliente y toallas limpias.
Requelle aguantando la risa.
No sirve su radio, señor, curioseó Requelle.
No, señito, fíjese que se me descompuso desde hace un año y sirve a veces, pero nomás agarra la Hora nacional.
Es que ha de ser un radio armado en México.
Pues quién sabe, pero es de la cachetada prender el radío y oír siempre las mismas cosas, claro que son cosas buenas, porque hablan de la patria y de la familia y luego se echan sentidos poemas y así, pero luego uno como que se aburre.
Pues a mí no me aburre la Hora nacional, advirtió Requelle.
No no, si a mí tampoco, es cosa buena, lo que pasa es que uno oye toda esa habladera de quel gobierno es lo máximo y quel progreso y lestabilidad y el peligro comunista en todas partes, porque a poco no es cierto que a uno lo cansan con toda esa habladera. En los periódicos y en el radio y en la tele y hasta en los excusados, perdone usted, señorita, dicen eso. A veces como que late que no ha de ser cierto si tienen que repetirlo tanto.
Pues para mí sí hacen bien repitiéndolo, dijo Requelle, es necesario que todos los mexicanos seamos conscientes de que vivimos en un país ejemplar.
Eso sí, señito, como México no hay dos. Por eso hasta la virgen María dijo que aquí estaría mucho mejor, ya ve que lo dice la canción.
Oliveira Serio y Adulto.
Es verdaderamente notable encontrar un taxista como usted, señor, lo felicito.
Gracias, señor, se hace lo que se puede. Nomás quisiera hacerle una pregunta, si no se ofende usted y la señito, pero es para que luego no me vaya a remorder la conciencia.
El auto se detuvo frente a un hotel siniestro.
Sí, diga, señor.
Es que me da algo así como pena.
No se preocupe. Mi novia es muy comprensiva.
Bueno, señito, usted haga como que no oye, pero yo me las pelo por saber si usted, digo, cómo decirle, pues si usted no va estrenar a la señito.
Eso sí que no, señor, se lo juro. Mi palabra de honor. Sería incapaz.
Ah pues no sabe qué alivio, qué peso me quita de encima. Es así como gacho llevar a una señorita tan decente como aquí la señito para que le den pa sus tunas por primera vez. Usted sabe, uno tiene hijas.
Lo comprendo perfectamente, señor. Ni hablar. Yo también tengo hermanas. Además, mi novia y yo ya nos vamos a casar.
Ah qué suave está eso, señor. Deveras cásense, porque no nomás hay que andar en el vacile como si no existiera Diosito; hay que poner las cosas en orden. Bueno, ya llegamos al hotel de mi compadre, si quieren se los presento para que me los trate a todo dar.
Muchas gracias, señor. No se moleste. Cuánto le debo.
Bueno, ahi usted sabe. Lo que sea su voluntad.
No no, dígame cuánto es.
Hombre, señor, usted es cuate y comprende. Lo que sea su voluntad.
Bueno, aquí tiene diez pesos.
Cómo diez pesos, joven.
Diez pesos está bien, yo creo. Nomás recorrimos como diez cuadras.
Sí pero usted dijo que me iba a dar una buena propela, además los traje a un hotel no a cualquier lugar. Al hotel de mi compadre.
Cuánto quiere entonces.
Cómo que cuánto quiero, no me chingue, suelte un cincuenta de perdida. Usted orita va a gozarla a toda madre y nomás me quiere dar diez pesos. Qué pasó.
Mire usted, cincuenta pesos se me hace realmente excesivo.
Ah ora excesivo, ah qué la canción. Por eso me gusta trabajar con los gringos, en los hoteles, ellos no se andan con mamadas y sueltan la lana. Carajo, yo que creí que usted era gente decente, si hasta viste bien.
Mire, deveras no le puedo dar cincuenta pesos.
Uh pues qué pinche pobretón, para qué llama radio-taxi, se hubiera venido a pata. Déme sus diez pinches pesos y vayase al carajo.
Óigame no me insulte. Tenga respeto, aquí hay una dama.
Una dama, jia jia, eso sí me da una risa; si ni siquiera es quinto.
Mire, desgraciado, bájese para que le parta el hocico.
No se me alebreste, jovenazo; déme los diez varos y ahi muere.
Aquí tiene. Ahí muere.
Ahi muere.
Oliveira y Requelle bajaron del taxi. El chofer arrancó a gran velocidad, gritándoles groserías a todo volumen, para el absoluto regocijo de Héroes.
Hotel Novena Nube,
cualquier cosa nomás écheme un grito. El cuarto treinta y dos, tercer piso, daba a la calle. Dos pesos más.
En la ventana, abrazados, Requelle y Oliveira vieron que un auto criminalmente chocado se las arreglaba para entrar en el garaje de una casa. Al instante, sin ponerse de acuerdo, los dos imitaron un silbato de agente de tránsito y sirenas, y cerraron las cortinas, riendo sin poder contenerse.
Riendo incansablemente.
Pero Olivinho seguía preocupado porque ella no respondió a sus t r a s c e n d e n t a l e s p r e g u n t a s; es decir, se hizo guaje, se salió por la tangente, eludió el momento de la verdad, parafraseando a Jaime Torres.
Y Oliveira acabó inquiriéndose
(¿inquiriéndose?), viendo las preguntas en sobreimposición sobre el rostro (¡rostro!) sonriente
(casi disonante con el úl-
timo gerundio)
y un poco fatigado
(on se peut voir sans aucune
hésitation l’absense de conso-
nance; nota del lector)
de Requelle:
acaso soy un macho mexicón, qué me importa su turbulento pasado si veramente lamo.
Decidió sonreír cuando Requelle descompuso su cara con un sollozo.
Por qué lloras, Requelle.
No lloro, imbécil, nada más sollocé.
Por qué sollozas, Requelle.
Porque se siente muy bonito.
Oh, en serio…
¿En sergio?
Sergio Conavab, a poco lo conoces.
Sí, Oli, me cae mal, es un vicioso y estoy pensando que tú también eres un vicioso.
Qué clase de vicioso; explica, reinísima: vicioso de mora, motivosa, maripola, mostaza, bandón u chanchomón, te refieres a lente oscuro macizo seguro o vicioso de qué, de ácido, de silociba, de mezcalina o peyotuco, porque nada de eso hace vicio.
Vicioso de lo que sea, todos los músicos son viciosos y más los roqueros.
Yo, Requina, sólo me doy mis pases de vez en diario, al grado de que agarro el ondón cuando estoy sobrio, como ahorita; pero no soy un vicioso, y aun si lo fuera ése no es motivo para llorar, sólo un idiota lloraría, como este Sergio Lupanal.
Cuál Sergio Lupanar. No menciones a gente que no conozco, es una descortesía; y además sólo una idiota no lloraría.
Eso es, pero como tú eres inteligente y lumbrera, nada más sollozas; y para tu exclusiva información es mi melancólico deber agregar que te ves bonita sollozando.
Yo no me veo bonita, Oliveira, ya te dije.
No seas payasa, linda, como broma ya atole.
Ya pozole tu familia de Xochimilco.
Mi familia de dónde.
De Xochimilco, no vive en Xochimilco.
Claro que no, vivimos en la colonia Sinatel.
Dónde esta eso.
Por la calzada von Tlalpan, bueno: a la izquierda.
¡Eso es camino a Xochimilco!
Sí, por qué no, pero también es camino a Ixtapalapa, mi queen, y asimismo, a Acapulco pasando por Cuernavaca, Taxco y Anexas el Chico.
Oliveira, tú tienes leucemia, vas a morirte; lo sé, a mí no me engañas.
Nada más tengo legañas; tu lengua en chole, mi duquesa, yostoy sano cual role.
Bonita y original metáfora pero no me convences: vas a morir.
Bueno; si insistes, que sea esta noche y en tus brazos, como dijera el pendejo Evtushenko; ven, vamos a la cama.
No tengo ganas, deveras.
No le hace.
Aparentemente convencida, Requelle se
recostó; cuerpotenso como es de imaginarse,
pero él no intentó nada; bueno:
le acarició un seno con naturalidad y se recargó en el estómago requelliano,
y ella pudo relajarse al ver que Oliveira permanecía quieto.
Sólo musitó, esta vez sinceramente:
siento como si escuchara a Mozart.
Ésas son mamadas, dijo él, déjame dormir.
Y se durmió,
para el completo azoro de Requelle. Primero era muy bonito sentirlo recargado en su estómago, mas luego se descubrió incomodísima;
ahora me siento como perso-
naje de Mary McCarthy,
pero sólo pudo suspirar y decir, suponiéndolo dormido:
Oliveira Salazar, te hablo para no sentirme tan incómoda, déjame te decir, yo estudio teatro con todos los lugares comunales que eso apareja; voy a ser actriz, soy actriz,
soy Requelle Lactriz;
estudio en la Universidad, no fui a Nancy y no lo lamento demasiado. Cuando viva contigo voy a seguir trabajando aunque no te guste, lero lero Olivero buey, mi rey; supongo que no te gustará porque ya desde ahorita muestras tu inconformidad roncando.
La verdad es que Oliveira roncaba pero no dormía________________________________al contrario, pensaba:
conque actriz, muy bonito, seguro ya has andado en millones de balinajes, ese medio es de lo peor, my chulis.
Claro que bromeaba, pero luego Oliveira
ya
no
estaba
seguro
de
bromear.
En la móder, soy un pinche clasemedia en el fondo.
Requelle tenía entumido el vientre y se había resignado al sacrificio estomacal cuando, sin ninguna soñolencia, Oliveira se incorporó y dijo casi sin ansiedad:
Requeya, Reyuela, Rayuela, hija de Cortázar; además de ser el amo con la batería, sé tocar guitarra rickenbaker, piano, bajo eléctrico, órgano, moog synthesizer, manejo el gua, vibrador, assorted percussions, distortion booster et fuzztone; sé pedir ecolejano para mis platillos en el feedback y medio le hago al clavecín digo, me encantaría tocar bien el clavecín y ser el amo con la viola eléctrica y con el melotrón; y además compongo, mi vida, mi boda, mi bodorria; te voy a componer sentidas canciones que causarán sensación.
Ay qué suave, dijo ella, yo nunca había inspirado nada.
Y sigues sin inspirar nada, bonita, digo: feíta, te dije que voy a componerlas, no que lo haya hecho ya.
Mira mira, a poco no te inspiré cuando estabas tocando en el Floresta.
Claro que no.
En la calle, luz del alba.
Tengo hambre, anunció Requelle.
Caminando en busca de un
restorán.
Un policía apareció mágicamente y ladró:
por qué está molestando a la señorita.
Yo no estoy molestando a la señohebrita.
Él no me está molestando.
Usted no la está molestando, afirmó el policía antes de retirarse.
Requelle y Oliveira rieron aun cuando comían unos caldos de pollo con inevitables sopes de pechuga.
A qué hora abren los registros civiles, preguntó Oliveira.
Creo que como a las nueve, respondió ella
con solem-
nidad.
Ah, entonces nos da tiempo de ir a otro hotelín.
Hotel Luna de Miel
El empleado del hotel miraba a Oliveira con el entrecejo fruncido.
Armóse finalmente, intuyó Requelle.
Están ustedes casados.
Claro, respondió Oliveira sin convicción.
Requelle lo tomó del brazo y recargó su cabeza en el hombro olivérico al completar:
que no.
Y su equipaje.
No tenemos, vamos a pagar por adelantado.
Sí, señor, pero éste es un hotel decente, señor.
Ah pues nosotros creímos que era un hotel de paso.
Pues no, señor; y no que me dijo questaban casados.
Y lo estamos, mi estimated, pero nos da la gana venir a un hotel, qué no se puede.
Y a poco cren que les voy a crer.
No, ni queremos.
Pues es que aquí cuesta el cuarto cuarenta pesos, presumió Empleado.
Újule, ni que fuera el Fucklton, ahi nos vemos.
Oye no, Oli, estoy muy cansada: yo pago.
Qué se me hace que usted está extorsionando aquí a la señorita.
Qué se me hace que usted es un pendejo.
Mire, a mí nadie me insulta, señor, ah qué caray; va a ver si no le hablo a la policía.
No antes de que le rompa el hocico.
Usted y cuántos más.
Yo sólito.
Olifiero, por favor, no te pelees.
Si no me voy a pelear, nomás voy a pegarle a este tarugo, como dijera la canción de los Castrado Brothers, discos RCA Víctor.
Ah sí, muy macho.
No señor, macho jamás pero le pego.
No me diga.
Sí le digo.
No mesté calentando o deveras le hablo a los azules.
Vámonos, Oliveira.
Vámonos, mangos.
Bueno, van a querer el cuarto sí o no.
A cuarenta pesos, ni locos.
Ándele pues, ahi que sean veinte.
Ése es otro poemar, venga la llave.
El cuarto resultó más corriente que los anteriores.
Ella se desplomó en la cama
pero el crujido la hizo levan-
tarse en el acto.
Se ruborizó.
No seas payasa, Requelle.
Ay cómo eres.
Ay cómo soy.
Pausa conveniente.
Uy, tengo un sueño, aventuró ella.
Yo también; vamos a dormirnos, órale.
No. Digo, ya no tengo sueño.
Olivérica mirada de exaspe-
ración contenida.
Ándale.
Pero luego quién nos despierta.
Yo me despierto, no te apures.
Oliveira empezó a quitarse los zapatos.
Te vas a desvestir.
Claro, respondió éí.
Y yo.
Desvístete también, a poco en Las Lomas duermen vestidos.
No.
Ahí está.
Oliveira ya se había quitado los pantalones y los aventó a un rincón.
Se van a arrugar, Oli.
Despreocupación con sueño.
Qué le hace.
Se quitó la camisa.
Estás re flaco, necesitas vitaminarte.
Al diablo con las vitavetas y ésa es una seria advertencia que te ofrezco.
Se metió bajo las sábanas.
Tilt up hasta mejor muestra
del rubor requelliano.
No te vas a dormir.
Es que no tengo sueño, Olichondo.
Bueno, yo sí; hasta pasado mañana.
Le dio un beso en la mejilla y cerró los ojos.
Requelle consideró:
siempre sí tengo sueño.
Muriéndose de vergüenza,
Muchacha se quitó la ropa, la acomodó con cuidado, se metió en la cama y trató de dormir…
.
.
.
Oliveira cambió
de posición y Requelle pegó un salto.
Oliveira, despiértate, tienes las patas muy frías.
Cómo eres, Requi, ya me estaba durmiendo. Y además no era mi pata sino mi mano.
Sí, ya lo sé. Me quiero ir.
Aporrearon la puerta.
Quién, gruñó Baterista.
La policía.
Al carajo, gritó Oliveira.
Abra la puerta o la abrimos nosotros, tenemos una llave maestra.
Requelle trataba de vestirse a toda velocidad.
Vayanse al diablo, nosotros no hemos hecho nada.
Y cómo no, no está ahi dentro una menor de edad.
Eres menor de edad, preguntó Oliveira a Requelle.
No, contestó ella.
No, gritó Baterista a la puerta.
Cómo no. Abra o abrimos.
Pues abran.
Abrieron. Un tipo vestido de
civil y Empleado.
Requelle había terminado de vestirse.
Ya ve que abrimos.
Ya veo que abrieron.
Bueno, cómo se llama usted, preguntó el civil a Requelle, pero fue Oliveira quien respondió:
se llama la única y verdadera Lupita Tovar.
Señorita Tovar, es usted señorita, quiero decir, es usted menor de edad.
Usted es, deslizó Oliveira sin levantarse de la cama.
Déjese de payasadas o lo llevo a la cárcel.
Usted no me lleva a ninguna parte, menos a la cárcel porque el barrio me extraña. Quién es usted, a propósito.
La policía.
Híjole, qué uniformes tan corrientes les dieron, deberían protestar.
Soy la policía secreta, payaso.
Usted es la policía secreta.
Sí señor.
Fíjese que se lo creo, puede verse en sus bigotes llenos de nata.
Oliveira guardó silencio y Requelle tomó asiento en la cama.
(Nótese la ausencia
del habitual e incorrec-
to: se sentó.)
La nuestra Requelle repenti-
namente tranquilizada.
Hasta bostezó.
El secreto: callado también, perplejo;
panzón se le deja, agrega un amigo del Autor.
Oliveira los miró un momento y luego se acomodó mejor en la cama, cerró los ojos.
Oiga, no se duerma.
No me dormí, señor, nada más cerré los ojos; cómo voy a poder dormirme si no se largan.
Ves cómo es re bravero, mano, lloriqueó Empleado.
Qué horas son, preguntó Baterista.
Las ocho y media, le respondieron.
Ah caray, ya es tarde; hay que ir al registro civil, vidita, dijo Oliveira como si los intrusos no estuvieran allí: se puso de pie y empezó a vestirse.
(Adviértase ahora la ausencia
de: se paró; nota del editor.)
Señorita Tovar, decía el agente, usted es menor de edad.
Si usted lo dice, señor. Tengo doce años y nadie me mantiene, y no me hable golpeado porque mi hermano se lo suena.
Ah sí, échemelo.
Yo soy su hermano, especificó Oliveira.
Agente escandalizado.
Cómo que su hermano, no diga esas cosas o le va pior.
Me va peor, corrigió Oliveira,
permitiendo que la Academia
de la Lengua suspire con alivio.
Se puso el saco y guardó su corbata en el bolsillo.
Bueno, vamonos, dijo a Requelle.
A dónde van, no le saquen, culeros.
Oliveira miró al secreto con cara de influyente.
Se acabó el jueguito. Cómo se llama usted.
Víctor Villela, contestó el secreto.
No se te vaya a olvidar el nombre, hermanita.
No, hermanito.
Salieron con lentitud, sin que intentaran detenerlos. Al llegar a la calle, los dos se echaron a correr desesperadamente. Al llegar a la esquina, se detuvieron.
Nadie los seguía.
Por qué corremos, preguntó Requelle Lingenua.
La picara ingenua.
Nomás, respondió él.
Cómo nomás.
Sí, hay que ejercitarse para las olimpiadas, pequeña: mens marrana in corpore sano.
Llegaron al registro civil cuando apenas lo abrían y tuvieron que esperar al juez durante media hora.
(Échese ojo esta vez al inteli-
gente empleo de: durante; nota
del linotipista.)
Al fin llegó, hombre anciano, eludiste la jubilación.
Oliveira aseguró:
aquí la seño tiene ya sus buenos veinticinco añejos y cuatro abortos en su curriculum; yo, veintiocho años, claro; la mera verdad, mi juez, es que vivimos arrejuntadones, éjele, y hasta tenemos un niño, un machito, y pues como que queremos legalizar esta innoble situación para alivio de nuestros retardatarios vecinos con un billete de a quinientos.
Y sus papeles, preguntó el oficial del registro civil.
Ya le dije, mi ultradecano, nomás es uno: de a quinientos.
El juez sonrió con una cara de qué muchachos tan modernos y explicó:
miren, en el De Efe no van a lograr casarse así, si hasta parece que no lo supieran, esas cosas se hacen en el estado de México o en el de Morelos. Ni modo.
Ni modo, concedió Baterista, nada se perdió con probar.
Afuera el sol estaba cada vez más fuerte y Requelle se quitó el abrigo.
Chin, dijo ella, voy a tener que pedirle permiso a mi mamá y todo eso.
Eres o no menor de edad, preguntó Oliveira.
Claro que sí.
Chin, consintió él.
Caminando despacio.
Bajo el sol.
Criadas con bolsa de pan miraban el vestido de noche de Requelle.
Requelle, ma belle, sont des mots qui vont très bien ensemble, cantó Oliveira.
Que no me digas así, sangrón: juro por el honor de tus primas Renata y Tompiata que vuélvote a morder.
Sácate, todavía tengo hinchado el tobillo.
Ah, ya ves.
Se renta departamento una pieza todos servicios.
Lo vemos, propuso Requelle.
Edificio viejo.
Parece teocalli, pero aguanta, aventuró él.
Está espantoso, aseguró Requelle, pero no le hace.
El portero los llevó con la dueña del edificio, ella da los informes ve usted.
Señora amable. Con perrito.
Oliveira se entretuvo haciendo cariños al can.
Queríamos ver el departamento que se alquila, señora, dijo Requelle,
sa belle;
le presento a mi marido, el licenciado Filiberto Rodríguez Ramírez; Filiberto, mi amor, deja a ese perrito tan bonito y saluda a la señora.
Buenos días, señora, declamó Oliveira Obediente, licenciado Domínguez Martínez a sus rigurosas órdenes y a sus pies si no le rugen, como dijera el doctor Vargas.
Ay, qué pareja tan mona hacen ustedes, y tan jóvenes, tan tiernitos.
Entrecruzando miradas.
Favor que nos hace, señora, verdad Elota, comentó Oliveira.
Sí, mazorquito mío.
Vengan, les va a encantar el departamento, tiene mucha luz, imagínense.
Nos imaginamos, respondió Requelle automáticamente.
Para Angélica María
José Agustín Ramírez Gómez (n. Guadalajara, Jalisco, 19 de agosto de 1944), que firma sus obras como José Agustín, es un escritor mexicano de la llamada literatura de la onda, generación informal a la que, según Margo Glantz, pertenecieron Gustavo Sainz, Parménides García Saldaña y René Avilés Fabila. Los onderos, que se pusieron en boga en México en los años 1960, mezclaban las letras con el rock and roll y los psicotrópicos. Según Carlos Monsiváis, los onderos debían su influencia a los beatniks estadounidenses como Allen Ginsberg y William Burroughs, o post-beatniks, como Hunter S. Thompson.
Nació en la ciudad de Guadalajara el 19 de agosto de 1944, sin embargo fue registrado el mes siguiente en el Registro Civil de Acapulco, Guerrero.1 Estudió letras clásicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México, dirección en el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos y composición dramática en el Instituto Nacional de Bellas Artes y en la Asociación Nacional de Actores.
Comenzó a publicar en diversos periódicos y revistas en la adolescencia. Ha sido profesor visitante en la Universidad de Denver, conductor y productor de programas culturales para la radio y la televisión, y ha coordinado varios talleres literarios. José Agustín es uno de los fundadores del diario Reforma, columnista de la revista de rock La Mosca, colaborador de “Confabulario”, suplemento cultural de El Universal y La Jornada.
José Agustín, que en sus inicios participó en el taller literario de Juan José Arreola,2 es un prolífico escritor que ha incursionado en diversos géneros literarios como narrador, guionista de cine, periodista, y dramaturgo. Tragicomedia mexicana, documentada sátira de la política mexicana publicada en forma de serie y escrita desde el punto de vista «contracultural», desmitifica la historia del México reciente. Algunas obras son autobiográficas, como El rock de la cárcel 1984, donde relata su estancia en el siniestro Palacio Negro de Lecumberri,1 sobrenombre con el que se conocía una célebre prisión, ahora convertida en sede del Archivo General de la Nación y que tuvo como inquilinos a una buena parte de la disidencia mexicana en los peores tiempos del régimen del PRI. En esa prisión escribió la novela Se está haciendo tarde.
De joven estuvo con la que fuera su esposa —la también escritora e historiadora Margarita Dalton, hermana del poeta salvadoreño Roque Dalton— en Cuba, país en el que cumplió los 17 y donde participó en la campaña alfabetizadora. Pasó cuatro años en Estados Unidos (de 1977 a 1981), donde conoció a varios escritores latinoamericanos que daban clases.
Como cineasta, José Agustín ha dirigido solo un largometraje, Ya sé quién eres / Te he estado observando. Ha escrito varios guiones y colaborado en otros; y actuó en la película De veras me atrapaste, de Gerardo Pardo (1983). Es también traductor de literatura.
Vive en Cuautla, Morelos, en la casa que era de su padre y a quien se la compró. Está casado con Margarita Bermúdez. Gabriel García Márquez es padrino de su hijo, Andrés.
Una escuela en su lugar de nacimiento lleva su nombre. Obras. Narrativa. La tumba, 1964, novela. De perfil, 1966, novela. Inventando que sueño, 1968, relatos. La nueva música clásica, 1969, ensayo. Se está haciendo tarde (final en laguna), 1973, novela. El rey se acerca a su templo, 1977, novela. Ciudades desiertas, 1982, novela. Cerca del fuego, 1986. No hay censura, 1988, relatos. Luz interna, 1989. Luz externa, 1990. Contra la corriente, 1991, crónicas. La miel derramada, 1992. La panza del Tepozteco 1992, novela. Dos horas de sol, 1994, novela. Cuentos completos, 2001. Vida con mi viuda, 2004, novela, Premio Mazatlán de Literatura 2005.Arma blanca, 2006. La Casa del Sol Naciente, 2006. La Contracultura en México, 2007, ensayo. Vuelo sobre las profundidades, 2008. Teatro. Abolición de la propiedad, 1969. Los atardeceres privilegiados de la Prepa 6, obra estrenada en 1970. Círculo vicioso, obra estrenada en 1974. Historia reciente de México. Tragicomedia mexicana I, La vida en México de 1940-1970, (1990). Tragicomedia mexicana II, La vida en México de 1970-1982, (1992).Tragicomedia mexicana III, La vida en México de 1982-1994, (1998). Autobiográfica. El Rock de la cárcel, 1984. Diario de brigadista. Cuba, 1961, 2010. Guiones cinematográficos. 5 de chocolate y 1 de fresa, 1967, dirección de Carlos Velo. Alguien nos quiere matar 1969, dirección de Carlos Velo. Ya sé quién eres / Te he estado observando, 1970, dirección de José Agustín. El apando (colaboración), dirección de Felipe Cazals, 1975. El año de la peste (colaboración), dirección de Felipe Cazals, 1978. La viuda de Montiel (colaboración), dirección de Miguel Littín, 1979. Amor a la vuelta de la esquina (colaboración), dirección de Alberto Cortés, 1985. Ciudad de ciegos (colaboración), dirección de Alberto Cortés, 1990. Premios y distinciones. Beca del Centro Mexicano de Escritores 1966-1967. Beca del Internacional Writing Program de la Universidad de Iowa 1977. Beca Fulbright 1977-1978. Beca Guggenheim 1978-1979. Premio Bellas Artes de Narrativa Colima para Obra Publicada 1983, por Ciudades desiertas. Premio Nacional de Literatura Juan Ruiz de Alarcón por su obra de teatro Círculo vicioso. Premio Nacional de Ciencias y Artes en el área de Lingüística y Literatura 2011.3.
Semblanza biográfica: Wikipedia. Texto: El cuento del día. Foto: Internet.